El nacimiento del Imperio chino
LA CRECIENTE POTENCIA DEL REINO DE QIN
En la fase final del periodo de los Reinos Combatientes, el estado de Qin, el más occidental de los siete reinos, se fue haciendo desproporcionadamente poderoso en comparación a los demás. Consecuentemente, las políticas de estos se centraron principalmente en buscar una respuesta adecuada (a ser posible, definitiva) a la creciente amenaza imperialista Qin.
Qin sobresalió pronto gracias a su organización totalitaria, volcada en sus fines expansionistas, emprendida entre los años 356 y 348 a. C. por el a la sazón primer ministro Shang Yang (395-338 a. C.). Cuando el duque Xiao ascendió al trono de Qin como Xiaogong, consiguió que Shang dejara su modesta posición en el reino de Wei (en cuya familia gobernante había nacido, pero en la que no había conseguido un rango importante) y aceptara convertirse en su consejero jefe. Con el refrendo del nuevo rey, Shang Yang acometió numerosas reformas (conformes a su filosofía legista recogida en su obra El libro del señor Shang), especialmente en el campo legislativo, que, en pocos años, hicieron que Qin pasara de ser un reino periférico a convertirse en una potencia militar hegemónica fuertemente centralizada, basada en la meritocracia guerrera y con la nobleza detentando el poder. La inmensa mayoría de las reformas de Shang estuvieron inspiradas en iniciativas tomadas en otras partes; sin embargo, Shang las aplicó con mayor esmero y rigor que en su lugar de origen y consiguió mejorarlas.
Aquellas políticas sentaron las bases que permitirían que con el tiempo Qin conquistara toda China, unificándola por primera vez, y que instaurara su propia dinastía. Shang Yang creía en el imperio de la ley y consideraba que la lealtad al Estado estaba por encima incluso de la familia. Con esa premisa, puso en marcha dos sucesivas oleadas de reformas. La primera, en el año 356 a. C., consistió en un profundo reforzamiento y endurecimiento de las leyes (acorde a las propuestas del Libro de la Ley de Li Kui), con el complemento de igualar las penas al delincuente y al que, sabiendo de él, no hubiera informado al Estado, y en la expropiación de tierras de la nobleza y su reparto entre los soldados que obtuvieran éxitos militares, logros que también marcaban los ascensos por un nuevo y complejo escalafón militar de veinte rangos. Además, incentivó el cultivo de nuevas tierras hasta entonces baldías, favoreciendo a la agricultura sobre el comercio y, finalmente, ordenó quemar todos los libros confucianos en un intento de reducir la creciente influencia de esta doctrina filosófica.
Shang introdujo su segundo bloque de reformas en el año 350 a. C. Esta vez incluyó un nuevo y estandarizado sistema de privatización y reparto de tierras y una profunda reforma del sistema de tasas. Además, Shan recompensó a los granjeros cuyas cosechas superaran las cuotas previamente fijadas y esclavizó a los que fracasaban en ello, entregándoselos como trabajadores a los que sí conseguían cumplir los objetivos fijados por el gobierno. Simultáneamente, trató de aumentar la mano de obra, que escaseaba en un reino en que buena parte de sus adultos útiles estaban alistados en el ejército, incentivando la llegada de inmigrantes de otros reinos cercanos (con lo que, además, debilitaba a sus enemigos). Para aumentar la tasa de natalidad, dictó leyes que forzaban a los ciudadanos a casarse a edad muy temprana y redujo los impuestos a los que tuviesen familias numerosas. También apoyó políticas de liberación de convictos que trabajasen en la colonización de nuevas tierras. Abolió el sistema de primogenitura y creó un impuesto que gravaba doblemente a los propietarios que tuviesen a más de un hijo viviendo en su hogar, tratando de romper los clanes familiares y aumentar con ello el número de familias nucleares.
Alrededor del año 359 a. C., Shang Yang, ministro de estado del reino de Qin, inició una serie de reformas que hicieron que su reino lograra pronto sobrepasar a los demás en poder.
En otro orden de cosas, Shang trasladó la capital del Estado para reducir la influencia de los nobles en la administración. A causa precisamente de este tipo de medidas y del consecuente desprecio por parte de la nobleza de Qin, Shang no pudo sobrevivir a la muerte del duque Xiao. Una de las primeras medidas tomadas nada más ser elevado al trono el sucesor, el rey Huiwen, fue ordenar la ejecución del odiado Shang Yang y de toda su familia, acusados de rebelión. Previamente, Shang había humillado al nuevo duque al someterle a juicio bajo una acusación común, «como si él fuera un ciudadano común». Las crónicas cuentan que Shang fue descuartizado atándole a cuatro carros de guerra espoleados en las cuatro direcciones. No obstante, el rey Huiwen respetó todas las reformas introducidas por Shang.
En cuanto a la resistencia de los demás reinos chinos a la expansión de Qin, pronto se concretaron dos tipos de estrategia posibles: la que se denominó hezong («conexión vertical»), que consistía en aliarse unos con otros para repeler el expansionismo Qin, y la que recibió la etiqueta de liangheng («conexión horizontal»), que consistía en aliarse unilateralmente con Qin para participar en su ascenso, aplicando la vieja máxima de, «si no puedes con tu enemigo, únete a él». Al principio, la estrategia hezong obtuvo algunos éxitos, pero enseguida se mostró incapaz de contener el ansia conquistadora de Qin, que, por su parte, explotó una y otra vez la estrategia lianheng para derrotar a los estados uno a uno, paso a paso. Simultáneamente, muchos filósofos, estrategas y consejeros fueron enviados a los otros siete reinos con fines diplomáticos para que recomendasen a los respectivos gobernantes la puesta en práctica de las reformas de Qin. La actividad de estos «grupos de presión», de proverbial tacto y habilidad, fue llamada «zonghengjia», nombre que resumía el de ambas líneas de actuación anteriores.
Pese a toda la resistencia, desde que el reino de Qin comenzara a anexionarse territorios en el año 316 a. C., al hacerse con el área de Shu, su expansión ya no se detuvo y pronto estuvo en disposición de ir derrotando, uno tras otro, a los otros seis reinos competidores. Según algunos cronistas posteriores, en los cien años anteriores a la unificación de China a manos de los Qin, más de un millón de soldados enemigos perecieron ante el avance de su ejército.
En el año 238 a. C., un nuevo rey de Qin, joven y ambicioso, emprendió la conquista final de todo el país. Contra todo pronóstico, al cabo de nueve años, terminó por imponerse a los otros seis estados y unificó China. La conquista fue vertiginosa; el primer reino en caer ante el ímpetu qin fue Han (230 a. C.), pero enseguida lo hicieron los demás: Wei (225 a. C.), Chu (223 a. C.), Yan y Zhao (222 a. C.) y Qi (221 a. C.). Aquel joven monarca se llamaba Ying Zheng.
Ying Zheng, rey de Qin
En el año 247 a. C., Ying Zheng (259-210 a. C.), nacido en el primer mes del calendario chino, zheng, del que tomó su nombre, a la sazón un muchacho de doce años, fue coronado rey de Qin. Pasados nueve años, a los veintiuno, emprendió su ambicioso plan de conquista definitiva y unificación de China, objetivo que lograría, aunque no le sería fácil.
Entre los usos diplomáticos más habituales en aquellos tiempos convulsos de mediados del siglo III a. C. estaba el intercambio de miembros de las respectivas familias reales como rehenes para garantizar por parte de dos reinos contendientes el cumplimiento de los acuerdos pactados tras cada enfrentamiento. Uno de esos rehenes fue Zichu (también conocido como Yiren), príncipe de la casa real de Qin y padre de Ying Zheng, que fue enviado como rehén a la capital del reino de Zhao, Handan, tras la firma de una paz entre ambos estados. En esa capital extranjera nació su hijo, que no regresaría a su país hasta los ocho años, acompañando a su padre. En los años de dorada cautividad, este había establecido relaciones y alianzas políticas que en los siguientes años serían muy útiles y ventajosas para él y, luego, para su hijo. El contacto más importante sería el que estableció con un astuto mercader, Lü Buwei (291?-235 a. C.), que se convertiría en su consejero y cuyas hábiles maniobras en la corte de Qin (especialmente las intrigas eróticas) desembocarían en el nombramiento de Zichu como heredero. Al acceder este al trono con el nombre de Zhuangxiang, Buwei fue nombrado canciller de Estado (lo que hoy sería primer ministro). En el año 247 a. C., tras la prematura muerte del rey Zhuangxiang y el ascenso al trono de su hijo menor de edad, Lü Buwei se convertiría en el indiscutible hombre fuerte del reino. Según un rumor nunca demostrado, el astuto mercader era el auténtico padre del muchacho entronizado, pues, en realidad, la madre y reina consorte de Zichu era una antigua concubina de Lü Buwei.
En el año 247 a. C., Ying Zheng (259-210 a. C.), a la sazón un muchacho de doce años, fue coronado rey de Qin. Pasados nueve años, a los veintiuno, emprendió su ambicioso y exitoso plan de conquista y unificación de China.
Desde su posición, Lü Buwei llevaría a cabo una especie de revolución cultural, fomentando las artes y el pensamiento y creando a su alrededor una auténtica corte de intelectuales, cuyo fruto más importante fueron los conocidos como Anales del señor Lü, magna obra recopilatoria que pretendía mostrar y organizar los abundantes y diversos sistemas filosóficos chinos de la época. El propósito del texto era tanto abarcar todo el conocimiento filosófico como crear y afirmar una filosofía de Estado. Tras la muerte de su autor, los Anales perdieron el favor del gobierno Qin, pero fueron resucitados por la siguiente dinastía, la Han.
No obstante, la minoría de edad de Zheng no estuvo solo marcada por la figura de Lü Buwei, sino también por otro personaje que tendría un papel aún más destacado más adelante, Li Si (280?-208 a. C.), en principio un filósofo que había evolucionado del confucianismo a la corriente de pensamiento pragmática y modernizadora que dominaría en Qin: el legismo. De algún modo, Li Si depositaría en el joven Zheng la semilla de la ambición política y la aspiración de grandes destinos. Pero ese momento llegaría más tarde, cuando alcanzara la mayoría de edad.
De momento, el adolescente Zheng se sometió al poder de su madre y de Lü Buwei. Precisamente, este complejo entorno familiar le forzaría a afirmar su propia personalidad. Si su adolescencia transcurrió marcada por las intrigas cortesanas y las tácticas y enredos amorosos, su juventud lo estaría por las campañas bélicas. Uno de los momentos más cruentos fue la batalla de Pingyang (234 a. C.), un largo asedio de varios meses que causaría numerosos muertos. La primera batalla que libró Zheng al llegar a la mayoría de edad marcaría el comienzo de una nueva etapa. Al derrotar a un personaje sedicioso que pretendía disputarle el poder, Zheng dio muestras de una ferocidad represiva que ya nunca le abandonaría y cuya fama le precedería. La caída del rebelde arrastró también a Lü Buwei, que terminó así su vida pública condenado por su pupilo (y, tal vez, su hijo) a beber veneno. Se cuenta que, justo antes de obedecer la orden del rey, mientras esbozaba una sonrisa en dirección al cielo, se le oyó murmurar: «Si no me mata, entonces no está hecho para ser mi hijo». El filósofo Li Si ocupó el lugar de Lü como consejero real y canciller del reino, pero la caída en desgracia de aquel no puede borrar su papel en el ascenso del reino de Qin, proceso que desembocaría en la unificación de China. El episodio, además, tuvo aires de vodevil con trasfondo sexual, toda vez que el militar derrotado era amante de la reina madre, su antigua concubina.
A partir de entonces, Zheng se replanteó la relación con sus vecinos, el resto de los Reinos Combatientes. Una sutil y hábil combinación de agresividad y diplomacia le iba a permitir ir anexionándose trozos de territorio hasta convertir a Qin en el reino hegemónico. Una constante de ese proceso expansionista fue la lucha contra el feudalismo y la constante reafirmación de los poderes del rey. Pero en esa larga lucha por el control territorial no todo se resolvió en el campo de batalla. Abundaron las maniobras políticas, que incluyeron todo tipo de traiciones, intrigas, sobornos y engaños. Incluso, en un último intento por frenar al rampante Zheng, sus enemigos tramarían su asesinato, en un episodio esta vez de tintes trágicos y caballerescos. Aquel intento fallido fue el canto del cisne de un mundo que desaparecía. Zheng triunfó en todos los terrenos y el desenlace de ese periodo tumultuoso sería la conversión del reino de Qin en la superpotencia hegemónica indiscutible y un primer paso hacia el nacimiento de la China imperial. Repasemos someramente cómo fueron aquellos años de continuos enfrentamientos bélicos que la historiografía conoce como Guerras de Unificación Chinas.
Las Guerras de Unificación
Las Guerras de Unificación de China (230-221 a. C.) es el nombre genérico dado a una serie de campañas militares que emprendió el rey de Qin, Ying Zheng, para someter a todos los demás estados feudales y crear un imperio unificado.
La antigua China había sido gobernada desde el año 1046 a. C. por la dinastía Zhou pero, a partir del 770 a. C., ese gobierno entró en decadencia y el poder real se volvió solo nominal. El hecho es que el país quedaría dividido en una multitud de feudos gobernados cada uno por su propio señor, iniciándose entre ellos una serie de luchas por el poder. De esta forma surgieron una serie de estados gobernados por duques pero que, en realidad, eran naciones independientes, que luchaban entre sí por imponer su hegemonía o defender su independencia. De ese modo se inició una guerra civil sin fin dentro de una época marcada por una anarquía feroz. Como ya sabemos, al final del periodo de los Reinos Combatientes, en 230 a. C., quedaban solo siete grandes reinos: Han, Wei, Zhao, Yan, Qi, Chu y Qin.
En 1047 a. C., el rey zhou fue atacado por los nómadas de las estepas y tuvo que huir. La tribu qin lo protegió en su huida e, inmediatamente, expulsó a los invasores. A cambio, el rey les dio las tierras del oeste de China, en donde se estableció el estado de Qin. En 359 a. C., surgió la ya comentada figura del primer ministro Shang Yang, que reformó el país y lo convirtió en el más poderoso de todos. Además, las defensas orográficas naturales aislaron Qin de la guerra civil. En 316 a. C., Qin conquistó Shu y Pa, dos estados menores del suroeste, pasando a dominar todo el oeste de China.
Tras el trágico final del canciller Lu Buwei, llegó al cargo el legista Li Si, que rápidamente transformó la industria comercial en una bélica. En el año 227 a. C. (cuando en Roma el censo contabilizaba 800.000 soldados), el ejército de Qin, un territorio mucho menor, estaba formado por más de un millón de hombres. Pero el ejercito Qin no solo era grande, sino que también poseía una férrea disciplina militar. Eso se explica porque toda la sociedad Qin estaba volcada en la guerra. El lema dominante en el ejército Qin era «tráigame una cabeza y subirá un rango; más cabezas de enemigos, más promociones». El valor era premiado por encima de todo y la cobardía se castigaba con la muerte. Todo adulto joven debía ir a la guerra desde los quince años. La ley militar qin era temible: si un pelotón de diez soldados perdía un hombre, debía traer la cabeza de un enemigo en determinado tiempo; si no, todo el grupo era ejecutado. El ejército poseía carros de guerra tirados por dos o cuatro caballos, desde los que los oficiales daban órdenes a sus soldados y que se usaban también para rodear al enemigo o para lanzar ataques rápidos. Los carros iban protegidos por infantería con lanzas de 6 m de longitud. Los soldados llevaban armaduras de cuero reforzadas por placas de metal resistentes a las flechas y portaban espadas de bronce (20% de estaño y 80% de cobre, con una capa antioxidante de cromo) o de hierro de 1 m de largo para mantener alejado al enemigo (que tenía una espada más corta) y luego matarlo de un golpe. El ejército de Qin también contaba con una poderosa caballería, formada por jinetes formidables, entrenados desde niños, armados con ballesta, que hacían reconocimientos, acechaban al enemigo, cortaban sus líneas de suministros o le atacaban cuando se dispersaba. El uso masivo de ballestas era muy importante ya que así eran capaces de dispersar al enemigo antes de la batalla. Su uso alternado permitía una lluvia constante de flechas que impedían que el enemigo se acercara a su objetivo.
Para lograr someter a los demás reinos chinos, el rey de Qin debía decidir en qué orden atacar a sus estados rivales y competidores. Los más fuertes eran Han (que, situado en el centro del territorio, controlaba las vías y los medios de comunicación), Wei y Chu. La estrategia fijada por Li Si tras conquistar Han fue que caerían Wei y todos los demás estados del norte y que, al final, al quedar aislado, Chu también caería al dirigir contra él la campaña final. En 230 a. C., las tropas Qin atacaron y las batallas no cesaron en la frontera todo el verano costando miles de vidas, pero al fin la feroz resistencia han se rindió. En 228 a. C., el general Wang Jiang marchó con 500.000 hombres contra Zhao. Esa campaña fue una venganza personal del rey, ya que de niño toda su familia se sintió amenazada e insultada durante su estancia en ese reino como rehenes. El ejército Qin arrasó todo y tomó Handan, capital enemiga, que destruyó. Luego, el mismo rey señaló a quienes habían ofendido a su familia en el pasado, que fueron ejecutados (en los peores casos, se les despedazó con caballos). Con esos mismos métodos, en 227 a. C., Qin conquistó Wei en una fácil campaña. En 225 a. C., solo tres estados habían logrado salvaguardar su independencia: Chu, Yan y Qi.
Chu se había recuperado lo suficiente como para montar una resistencia significativa tras su desastrosa derrota ante Qin en 278 a. C. y la pérdida de la que por siglos fue su capital, Ying. A pesar de su gran extensión territorial, sus muchos recursos y su inagotable mano de obra, para Chu fue fatal que la gran mayoría de sus gobernantes, muy corruptos, anularan el estilo legista de reformas implantado por el legislador Wu Qi hacía ciento cincuenta años, cuando Chu fue transformado en el más poderoso estado con una superficie igual a casi la mitad de todos los demás estados juntos. Irónicamente, Wu Qi provenía también de Wei, como el reformador de Qin, Shang Yang, cuyas reformas legistas convirtieron a Qin en una maquinaria de guerra casi invencible.
Finalmente, el rey de Qin decidió acabar por completo con los remanentes de Chu cobijados en Huaiyang. Según las crónicas, preguntó primero a su mejor general, Wang Jian, cuántos hombres se necesitarían y el militar respondió que 600.000. Sin embargo, la expedición fue comandada por Li Xing, quien aseguró que con 200.000 sería suficiente. La primera invasión fue un desastre al ser derrotados los soldados qin por los 500.000 chu. La estrategia de estos fue hábil: primero dejaron que el ejército qin obtuviese algunas victorias poco significativas, atrayéndolo así hacia la emboscada del contingente principal, que fácilmente puso en retirada al ejército. Durante el contraataque, las tropas de Chu quemaron los dos grandes campamentos qin, de los que se salvaron apenas 10.000 soldados.
Llamado con urgencia, en el año 224 a. C., el general Wang Jian aceptó dirigir una segunda fuerza de invasión de 600.000 hombres, pero no sin antes hacer al rey unas peticiones exageradas de recompensas personales, que aquel aceptó. El taimado general explicó a sus lugartenientes que solo elevando el tono de las exigencias el rey confiaría plenamente en su capacidad para dar la vuelta a la situación. Mientras tanto, en Chu, la moral estaba muy alta tras su victoria del año anterior sobre el poderoso ejército qin. Sin embargo, las fuerzas Chu se replegaron, creyendo que el nuevo ejército les sitiaría. Pero Wang Jian mantuvo a su ejército acantonado sin lanzarse al combate definitivo. Tras un año de tensa espera, Chu decidió disolver por el momento su ejército, muy debilitado por la inacción. Fue ese el momento que eligió el general de Qin, Wang Jian, para invadir Chu, conquistado y sometido en el año 223 a. C.
Tras esta trabajosa victoria, ya solo quedaban los reinos de Yan y Qi, incapaces de enfrentarse con posibilidades de éxito a Qin. Ante tal perspectiva, y con el ejército de Qin amenazando ya su reino, el rey de Yan (a consejo de su hijo, conocido como el «Príncipe Rojo»), intentó una última argucia desesperada. Mandó una comitiva con sus mapas estratégicos y la cabeza de un general desertor de Qin como prueba de su rendición. El general decapitado, que odiaba a muerte al rey de Qin porque este había ordenado asesinar a toda su familia, accedió a morir si era a cambio de la muerte de su enemigo. Para demostrar su compromiso, se degolló él mismo. En realidad, los emisarios de Chu eran dos asesinos a sueldo, conjurados para que uno asesinara al rey de Qin, mientras el otro le distraía con los presentes de la rendición. El rey organizó una ceremonia en su palacio, ante toda su corte, en la que, como era preceptivo, solo él iba armado con una espada ceremonial, pero, traicionados por los nervios, los asesinos no fueron capaces de matar al rey. Furioso, Zheng atacó el estado de Yan, que cayó en un mes, no sin que antes su rey intentara calmarlo matando a su hijo, el Príncipe Rojo. Acto inútil, porque Zheng no conocía la piedad ni el perdón.
Finalmente, en 221 a. C., el reino de Qi, el último reino superviviente, se rindió y el país entero quedó unificado bajo la incontestable hegemonía de Qin.
De rey a Primer Emperador de China
El periodo de los Reinos Combatientes finalizó, pues, con la supremacía militar de uno de los siete reinos, Qin, casualmente el menos chino de todos ellos, según el canon de entonces. Localizado geográficamente en la parte más occidental, mantenía un cierto aislamiento del resto de China debido a que el río Amarillo proveía al reino una frontera natural al norte y al este; mientras, al sur, varias cadenas montañosas accesibles por muy pocos pasos dificultaban las agresiones enemigas. Estas condiciones geográficas fueron causa directa de la fuerza que adquirió el reino de Qin ante sus enemigos, que le permitió crear una fuerte organización, basada en el desarrollo de su tecnología militar. Sus artesanos conocían el hierro al igual que los de otros estados, pero aplicaron mejor su conocimiento a la fabricación de armas, sustituyendo el bronce y consiguiendo la supremacía absoluta en el campo de batalla. Sin embargo, no solo el factor militar explica el éxito de su expansión; que también se basó en una sólida organización sociopolítica, que más tarde extenderían a todo el imperio.
El rey Zheng culminó su empeño e, inmediatamente, tomó las medidas necesarias para fraguar y consolidar un nuevo Estado, pues su proyecto político aspiraba a echar raíces y a perdurar. Y, aunque su dinastía sería efímera, pues no iría más allá de su hijo, el estado unificado que creó duraría, con altibajos, más de dos mil años. Ese éxito solo puede ser calificado de histórico y revolucionario.
Para subrayarlo, Zheng decidió adoptar un nuevo título que lo diferenciara de los demás reyes feudales. Seguramente no le movía a ello solo la vanidad, sino también el deseo de marcar un hito histórico que delimitara un antes y un después de su reinado. Durante la dinastía Zhou, los señores feudales que consiguieron independizarse de la autoridad del rey comenzaron utilizando el título de duque o marqués (kung). En el caso del estado de Qin, en el siglo IX a. C., los primeros soberanos tomaron el de duque, concedido por los reyes zhou. En el año 750 a. C., el estado de Qin se convirtió en principado (kuo) e inició la pugna con los otros principados por la hegemonía del mundo chino. En el 623 a. C., ya en pleno periodo de las Primaveras y los Otoños, el rey zhou reconoció la hegemonía sobre los bárbaros del oeste. En estos convulsos siglos, la casa real de Zhou, realmente inoperante, mantuvo el título de rey (wang); al mismo tiempo, el monarca también era conocido como «Hijo del Cielo» (tien tzu), título que le daba una posición cuasi divina. Sin embargo, los señores feudales pronto aspiraron también a un título regio: en el 588 a. C., el duque de Qi sugirió al de Qin que se convirtiera en wang, pero este no se atrevió a dar el paso, que suponía romper con la tradición. No obstante, en el año 370 a. C., el soberano de Wei asumió definitivamente el título real y su ejemplo fue seguido rápidamente por los gobernantes de los demás estados. A partir de ese momento, quedó patente la impotencia de los reyes de la dinastía Zhou, que mantuvieron el título de Hijo del Cielo, pero fueron relegados a figuras inoperantes y vacías de todo poder.
Obviamente, al rey Zheng de Qin, tras su clamorosa conquista de todos los estados chinos, el título de wang le sabía a poco. Por ello, encargó a los grandes personajes de su reino (entre ellos, Li Si) que pensaran en uno nuevo que reflejase y proyectase su magnificencia. La propuesta final de los servidores del rey se basó en una concepción religiosa: «Proponemos un título honorable: que el rey sea Soberano Supremo (tai-huang), que sus mandatos sean llamados “decretos” y sus órdenes, “edictos”, y que el Hijo del Cielo (tien tzu) se designe a sí mismo con el nombre de zhen (“soberano supremo”)». Proponían, pues, un claro paralelismo con los Tres Augustos y los Cinco Emperadores legendarios, pues, a su entender, el rey de Qin los había igualado en grandeza, si no superado, gracias a la majestuosidad de sus triunfos.
Sin embargo, el rey de Qin no aceptó aquel título, diciendo: «Rechazo “Supremo” (tai), adopto “Augusto” (huang) y le agrego el título imperial de la más alta antigüedad: mi título será “huang ti”». Tal título era, de hecho, una novedad. Los monarcas de las dinastías Shang y Zhou eran reyes (wang), la nueva dinastía Qin adoptaba el título de emperador (huang). En su origen, este título tenía unas connotaciones religiosas; en los más antiguos textos se empleaba casi exclusivamente como un calificativo del Cielo o de los antepasados divinizados, con la connotación de «resplandeciente» o «augusto». Por otra parte, ahora se añadía la partícula «ti», que significa «soberano» o «emperador», y que tenía ya una larga historia: los ti, en principio, habían sido los antepasados de las primeras casas reales, en especial de los Shang; habían sido los Cinco Emperadores míticos, el último de los cuales, Yu el Grande, había fundado la primera dinastía. Eran los fundadores de la civilización, los inventores de las instituciones. El uso de la partícula «ti» hacía evidente la buscada conexión con la divinidad: el soberano supremo del Cielo era Shang Ti, de quien procedía todo el poder; el soberano en la tierra era ahora el Hijo del Cielo, que gobernaba a través del poder que emanaba del soberano celeste, que se lo transmitía por medio del Mandato Celestial.
Al mismo tiempo que el nuevo emperador asumía el nuevo título, quiso también marcar un punto de inflexión en la historia y decidió acabar con la tradición de los nombres póstumos que había caracterizado la Antigüedad. «Es una manera de que los hijos juzguen a los padres y los súbditos a los príncipes: eso no tiene sentido y no pienso soportarlo», arguyó. Estaba claro que el nuevo emperador quería romper con la tradición e iniciar un nuevo lenguaje: «Yo soy el Primer Soberano Emperador (shi-huang-ti), y los que vengan después que tomen por nombre el número de la generación que les corresponda (Soberano Emperador de la Segunda Generación (er-shi-huang-ti), Tercera Generación, hasta llegar al de la Generación Diez Mil) y así se transmitirá el título sin interrupción». Resulta irónico que la dinastía se colapsara en la segunda generación. Sin embargo, el título sí se conservó: hasta la caída del imperio en el por entonces lejano 1912 (no 10.000, pero sí más de 2.100 años después), los soberanos chinos seguirían ostentando el título de Huang-ti (que en Occidente se suele traducir como «emperador»).
Qin Shihuang se convirtió, pues, en el Primer Emperador del estado de Qin, nombre que ahora pasó a referirse a todo el territorio conquistado por él. El nombre «China» nunca se usó oficialmente para el país hasta 1912, cuando se fundó la República de China.
«DIEZ MIL AÑOS»
Tradicionalmente, la expresión wansui o «diez mil años» ha sido utilizada desde la Antigüedad para bendecir a los soberanos de China, Japón, Corea y Vietnam. En la antigua China era costumbre expresar admiración y respeto hacia el emperador coreando varias veces la frase Wu huang wansuì, wansuì, wanwansuì, literalmente «Que mi Emperador [viva y gobierne por] diez mil años, diez mil años, diez mil [veces] diez mil años», pero que se suele traducir como «¡Larga Vida!», ya que la cifra diez mil tenía en el sistema arcaico de numeración chino la connotación de infinito o inconmensurable.
Esta fórmula china de exaltación del emperador fue introducida después en Japón como banzei en el siglo VII. Allí, tras la Restauración Meiji, la expresión pasó a pronunciarse banzai, a la vez que era incluida en la fórmula ritual constitucional tras ser empleada por los estudiantes universitarios a modo de consigna al paso del carruaje del emperador. Durante la Segunda Guerra Mundial, el banzai japonés se haría famoso en todo el mundo como uno de los gritos de guerra que proferían los soldados nipones y, especialmente, los pilotos kamikaze antes de inmolarse lanzándose sobre los objetivos enemigos.
EL NOMBRE DE CHINA
Hace unos 4.300 años, en las llanuras centrales de Extremo Oriente bañadas por la cuenca media del río Amarillo, tras la alianza tribal alcanzada por dos grandes jefes, Yan Ti y Huang Ti, se formó una gran nación que recibió inicialmente el nombre de Hua. En el siglo XXI a. C., Qi, hijo de Yu el Grande, el héroe que había sabido controlar las aguas, fundó el reino Xia. Desde ese momento, la nación Hua tuvo el nombre de Xia, que significa «grande». Así que fue lógico que esta gran nación comenzara a ser conocida como Huaxia («Gran Hua»). Enseguida, como el pueblo de Huaxia estaba orgulloso de su gran país, le llamó «El País del Centro», Zhongguó.
El nombre español de China, similar al de la mayoría de las lenguas europeas, es una derivación de Ch’in, denominación en sánscrito y persa («Cina») con la que en la India y Persia se conocía a la dinastía Qin y que, tras llegar a Europa desde el sur de Asia, el latín transformó en Sina, palabra de la que después surgieron las distintas variantes occidentales, como las castellanas «china» (referida al tipo de porcelana) o «sinología» (ciencia que estudia la antigua China). La primera mención conocida de la palabra «China» aparece en el Mahabharata (siglo IV a. C.) y hace referencia al país de Qin (pronunciado «chin»), el más occidental de los reinos chinos de la época.
Siglos atrás, se utilizó también el nombre Catay, que tiene su origen en el pueblo altaico kitán, que fundó la dinastía Liao en el siglo X, que fue el que se le dio en los relatos medievales europeos, como los Viajes de Marco Polo. La denominación Catay, con ligeras variantes, pervive aún como habitual en algunas lenguas como el ruso y el mongol. En el siglo XVII, el misionero jesuita portugués Bento de Goes demostraría que la «China» visitada por los misioneros europeos era el mismo país que el «Catay» de Marco Polo.
En chino, el país se denominaba antiguamente mediante el nombre de la dinastía gobernante. Desde la caída de la última, la Qing, en 1912, el nombre habitual del país es Zhongguó, que se puede traducir como «País del Centro» o «Reino del Medio». Otra variante es Zhonghua, utilizado en los nombres oficiales tanto de la República Popular China como de la República de China (Taiwán), y que se suele abreviar como Hua. Además, existe también el nombre poético Shenzhou, que apareció por primera vez en el Shujing (siglo VI a. C.), usado para referirse a la dinastía Zhou Oriental, ya que se creía que ella era el «centro de la civilización», mientras que las personas que habitaban en los cuatro puntos cardinales eran llamados Yi del Este, Man del Sur, Rong del Oeste y Di del Norte, respectivamente. Algunos textos implican que Zhongguó originalmente pudo referirse a la capital en que residía el soberano, diferente de la capital de sus vasallos. El uso de este término implicó un reclamo de legitimidad política, y a veces fue usado por estados que se veían como el único sucesor legítimo de las dinastías chinas anteriores; por ejemplo, en la era de la dinastía Song del Sur, tanto la dinastía Jin como el estado de Song del Sur reclamaban ser Zhongguó. La denominación comenzó a tener uso oficial como abreviación de la República de China (Zhonghua Minguo) luego del establecimiento del gobierno en 1912.
Para inmortalizar su éxito, Ying Zheng decidió adoptar un nuevo título que lo diferenciara de los demás reyes feudales. Su deseo era el de marcar un hito histórico que delimitara un antes y un después de su imperio. Así se convirtió en Qin Shihuang Ti, el «Primer Emperador».
Sus coetáneos conocieron al personaje como «Primer Emperador», sin necesidad de especificar su imperio. Sin embargo, poco después de su muerte, su régimen se derrumbó, y China se vio inmersa en una guerra civil. Poco después, en el 202 a. C., la dinastía Han se las arregló para reunificar e incluso ampliar aquel país, que comenzó a ser llamado imperio Han. En consecuencia, Qin Shihuang ya no debía ser lla mado «Primer Emperador», ya que esto implicaría que lo era también del estado de Han. Se inició entonces el hábito de preceder su nombre con Qin, alusivo a la dinastía por él fundada. Este nombre póstumo de Qin Shi Huang Ti (es decir, «Primer Emperador [de la dinastía] Qin»), acortado en Qin Shihuang, es el que aparece en los Registros históricos del historiador de la época han Sima Qian, autor de la primera crónica de estos tiempos remotos, y el que se prefiere en China cuando se hace referencia al personaje. Los occidentales ocasionalmente escriben Qin Shihuangti, que es una elección poco acertada, pues ignora las convenciones chinas para los nombres.
LA DINASTÍA IMPERIAL QIN
La conquista de los otros seis reinos que, junto con el de Qin, darían lugar a lo que hoy llamamos China, puso punto y final a la época de los Reinos Combatientes (453-221 a. C.) y, de hecho, a la dinastía Zhou (que reinaba nominalmente desde mediados del siglo XII a. C., pero que el propio Qin ya había depuesto en el 250).
«Y por primera vez, Qin poseyó todo lo que hay bajo el cielo». Con esta frase recuerda el historiador Sima Qian el gran éxito militar del rey Zheng de Qin (a partir de entonces, Qin Shihuang, Primer Emperador de China), que recuperó el viejo concepto del prestigio y el poder regios que se asociaban tradicionalmente al relato semimitológico del gobierno de los legendarios Tres Augustos y Cinco Emperadores (especialmente de su homónimo Huang Ti, el Emperador Amarillo), pero adaptándolo a las nuevas realidades. Según el historiador mencionado (al que tanto deben esta y las demás historias de la China milenaria), el nuevo reino «ha dominado a opresores y asesinos, ha pacificado y controlado todo lo que hay bajo el cielo, ha establecido provincias y prefecturas dentro de los cuatro mares y ha unificado leyes y decretos».
Nada en China siguió siendo igual después del ascenso al trono del nuevo emperador. Entre sus primeras medidas estuvo la de autolegitimarse por medio de un relato oficial adecuado de los acontecimientos anteriores. Conseguido esto, emprendería inmediatamente la organización territorial con un criterio claramente centralizador y con presencia en todas las provincias de una escala de funcionarios representantes del poder imperial. Los cambios sociales no se hicieron esperar. Uno de los más notables fue la conversión de la vieja aristocracia, asociada al periodo de los Reinos Combatientes, en una moderna meritocracia. Como soberano consciente de su poder y del cambio histórico que llevaba a cabo, Shihuang se reveló como un maestro de la política simbólica: para realzar su poder, emprendió un gran programa de obras públicas y ornamentales, desarrollando una extensa red de carreteras (las llamadas «autopistas imperiales», que partían de Xianyang, la capital, en las cuatro direcciones, pero con prioridad de la carretera norte-sur) y canales entre las provincias para acelerar el comercio entre ellas y los desplazamientos militares a las que opusieran resistencia. Esta revolución de las infraestructuras fue uno de los hitos del reinado del Primer Emperador, comparable a lo realizado por Roma en este campo.
El ex rey de los Qin fundó una nueva dinastía y con él surgió, por primera vez en la historia, un estado chino fuerte, centralizado y unificado, que regía la vida de unos cuarenta millones de súbditos. Tras su victoria definitiva, trasladó su capital a Xianyang (ciudad muy cercana a la actual Xian), donde erigió enormes palacios y donde acogió a las clases nobles de todos los antiguos reinos enemigos, para convertirlos en sus cortesanos y poder vigilarlos más de cerca.
En lo político inició las reformas necesarias para conseguir la unificación política, económica y cultural de todo el territorio chino, basada en el sistema filosófico legista en el que la aplicación rigurosa de la ley, mediante un código de premios y castigos, legitimaba la centralización del poder y el control absoluto del emperador. La unificación política se llevó a cabo mediante un nuevo orden administrativo, al dividir el territorio en treinta y seis provincias, gobernada cada una de ellas por un gobernador civil, otro militar y un inspector o superintendente imperial (que actuaba de mediador entre ambos). Todos ellos eran nombrados por el emperador y solo podían ser destituidos por él, y, si habían mostrado méritos para ello, eran reasignados a una nueva provincia cada pocos años para prevenir que acumularán un excesivo poder. Las provincias fueron subdivididas en condados dirigidos por magistrados, cuyos cargos no eran hereditarios y que dependían directamente del gobierno provincial. Se fundó así una estructura administrativa piramidal característica china (en cuyo vértice superior se situaba el emperador con máximos poderes efectivos y en su base, como núcleo, la familia) que seguiría vigente, con pocos cambios profundos, hasta el final del imperio, iniciado ya el siglo XX. A tal fin, se abolió la servidumbre, el feudalismo y la formación de estados feudatarios que pudieran poner en peligro la unidad imperial y volver a traer la anarquía que había dominado el largo periodo anterior. Los grandes hacendados de las provincias fueron obligados a fijar su residencia en la nueva capital y a entregar sus tierras a los administradores imperiales. A su vez, se suprimieron los títulos y los privilegios de la antigua nobleza, que fue reemplazada por una nueva de origen militar, jerarquizada en veinte grados. Al mismo tiempo, tuvieron lugar grandes desplazamientos forzados de población a través del país.
Figura inseparable de Qin Shihuang sería Li Si (280-208 a. C.), el filósofo que sustituyó al viejo Lü Buwei como canciller (primer ministro) y, sobre todo, como consejero real. Li Si fue responsable de las medidas más notables dictadas por el Primer Emperador. Destacaron entre ellas la unificación en muchos campos, como la moneda, los pesos y medidas, la anchura del eje de los carros (algo equivalente al moderno ancho de vía ferroviaria) y el sistema de escritura. Qin Shihuang y Li Si crearon también el primer sistema de envíos postales de la historia de China. Algunas de estas normas, como la unificación monetaria, perdurarían hasta nuestros días.
Gracias a su avanzada organización administrativa, el reino de Qin consiguió aumentar los territorios que controlaba para llegar a constituir el primer imperio realmente chino. Presidiendo y dirigiéndolo todo estaba el emperador, que controlaba tanto la administración imperial como la local. El emperador recibía el consejo del tutor imperial y de las juntas de corte. A la cabeza de la administración imperial estaban las Tres Excelencias: el canciller, el secretario mayor y el comandante en jefe del ejército. El canciller era el puesto clave, ya que era el responsable de la Cancillería y de los diez ministros: el supervisor de ceremonial (encargado de los asuntos astrológicos, de las súplicas, de los auspicios, de la música o de la docencia), el gran aposentador, el prefecto de palacio (responsable de los debates políticos y de las transferencias de comunicaciones), el gran auriga, el comandante de justicia, el director de huéspedes, el gran ministro de agricultura (que también hacía las funciones de tesorero estatal), el director del clan imperial y el tesorero privado (pieza clave en el esquema al estar encargado de los suministros, la administración palatina, el control de los precios o la preparación de la documentación imperial, entre otras funciones). El canciller también tenía a su cargo otros funcionarios de menor importancia que la ministerial, como el arquitecto de la corte, los funcionarios responsables de la seguridad en la capital, etc. Subordinados al comandante en jefe estaban los generales, responsables directos de las tropas. La administración local se componía de comandancias y prefecturas. Las comandancias estaban constituidas por la Secretaría de Inspección, dirigida por un supervisor; la administración de la comandancia; el encargado del reclutamiento militar, y el comandante de prisiones. La dirección de la Prefectura estaba a cargo del prefecto, que tenía bajo su responsabilidad a otro grupo selecto de funcionarios y subalternos. El organigrama administrativo lo completaban los funcionarios nombrados por las autoridades locales superiores: el distrito nombraba al Tres Veces Venerable (una especie de guía moral), a los funcionarios subalternos con rango (en los grandes distritos) y alguaciles (en los pequeños), y al jefe de ronda, encargado del mantenimiento de la ley y el orden; la comuna (había diez por distrito) nombraba al jefe comunal; y la aldea (diez por comuna), al jefe de aldea.
El sistema de gobierno, basado en la aplicación rigurosa de la ley, se extendió por todo el imperio, reforzado por la idea de responsabilidad del grupo como instrumento de control sobre los individuos. Se procedió a dividir a la población en grupos de diez familias, cuyos miembros se hacían corresponsables de cualquier acción individual, y más si esta era de índole delictiva: «Quien no denuncie a un culpable será cortado en dos; quien denuncie a un culpable recibirá la misma recompensa que quien decapite a un enemigo; quien encubra a un culpable recibirá el mismo castigo que quién se rinda ante un enemigo».
Igualmente, se acometió la nueva organización rigurosa de la policía y la justicia, con un severo control de los desplazamientos dentro y fuera del país, y con fuertes sanciones contra el vagabundeo y la ociosidad. En la época qin aparecieron las primeras fichas policiales en los hoteles chinos. Y todas las armas fueron confiscadas, porque las pocas bandas que asaltaban en los caminos eran, según los decretos, un problema del ejército, no de los particulares.
Además, el cumplimiento escrupuloso de la etiqueta y de las reglas morales obsesionaba al emperador. Para complacerlo, su canciller ordenó grabar sobre las piedras de los caminos inscripciones contra la corrupción, la lujuria y la gula. Cuando el emperador descubrió que su propia madre era libertina y mantenía a varios amantes, la condenó a muerte. El canciller intercedió a favor de la mujer y logró mitigar la pena capital, conmutada por la de destierro.
Respecto a las medidas de carácter económico tomadas en el proceso de unificación, estuvieron directamente relacionadas con la agricultura y el comercio, no tanto en lo referente a la producción y distribución de los productos sino en cuanto a la responsabilidad colectiva sobre ellos.
EL DURO CÓDIGO PENAL DE QIN
El estado de Qin fue conocido por la extrema severidad de su legislación y por lo habitual de las condenas a trabajos forzados. Se premiaba a quien denunciara a los que transgredían las leyes, y estos eran severamente castigados con la muerte, distintas amputaciones o el trabajo forzado, según la naturaleza de su crimen. Se distinguían cuatro grados de trabajador forzado: trabajador deudor, convicto siervo, convicto obrero y convicto penado. En esta última categoría se podía incluir la mutilación, que iba desde las marcas en la cara hasta la amputación de uno o varios miembros. Los hombres condenados a trabajos forzados (siempre vestidos de rojo y con un pañuelo de ese mismo color en la cabeza) eran enviados a cumplir su pena en la Gran Muralla, a dragar algún canal o a abrir caminos. Las mujeres, a cosechar o moler grano. Los que lo hacían por tener alguna deuda conmutaban cada día de trabajo por ocho monedas (seis si el estado les proveía la comida). Si un trabajador forzado rompía una herramienta o un carro, era castigado con diez azotes por cada moneda que costase lo roto.
Al que robase en asociación con otras cuatro personas algo que valiese una moneda o más, se le amputaba el pie izquierdo, era tatuado en la cara y condenado a trabajos forzados. Si los ladrones eran menos de cinco, pero robaban más de seiscientas monedas, eran tatuados, se les cortaba la nariz y trabajaban forzadamente. Cuando lo robado equivalía a una suma entre doscientas y seiscientas monedas, se los tatuaba y condenaba a trabajos forzados. Si era menos de doscientas, eran desterrados. Cualquiera que mataba a un niño sin autorización era condenado a trabajos forzados, salvo que se tratase de un recién nacido subnormal o deforme. La esposa adúltera era tatuada en el rostro y condenada a trabajos forzados. Sin embargo, las deudas podían ser saldadas mediante el trabajo de los esclavos o de los animales domésticos del reo.
Una vez conseguido este primer estadio del proyecto imperial, se hizo necesario otro tipo de medidas que dieran cohesión a sus habitantes. La unificación cultural fue sin duda la más espectacular por las perdurables consecuencias que tuvo. En ese campo, lo primero que propuso el primer ministro Li Si fue la creación de un estilo único de escritura frente a la diversidad existente. Concretamente, propuso simplificar y racionalizar las formas de los caracteres que habían ido surgiendo desde sus orígenes, para formar el llamado «pequeño sello», basándose en el conjunto de caracteres usados en el estado de Qin. Este nuevo conjunto de caracteres fueron de uso obligatorio, lo que, al menos en la ley, abolió el uso de todos los sistemas de escrituras locales y estatales. Los edictos escritos con este nuevo conjunto de caracteres fueron tallados en los muros de las montañas sagradas de toda China, para dar a conocer al Cielo la unificación del «mundo» bajo un solo emperador, y también para propagar el nuevo conjunto de caracteres entre el pueblo.
Qin Shihuang, un personaje complejo y polémico
Como sucede con todos los grandes tiranos, los sueños de Shihuang se vinieron pronto abajo y casi todos sus decretos no le sobrevivieron. El mismo día en que murió, sus hombres de confianza fueron decapitados. El hijo mayor, que debía heredar el trono, fue obligado a suicidarse por el hijo segundo, que usurpó su cargo. Pero este hijo, Er Shi, solo pudo reinar cuatro años: la rebelión de un pequeño ejército en la ciudad de Chiang-Ling, sobre el río Yangtsé, desbarató la fortaleza de su imperio. Los discípulos de Confucio, que detestaban a Shihuang, sostuvieron ante los historiadores que si sus grandes obras quedaron inconclusas fue porque así lo decidió un poder superior al emperador: el del Cielo.
La dinastía Qin llegó a su final solo cuatro años después de la muerte de Qin Shihuang y poco más de quince después de ser fundada, pese a los baldíos esfuerzos (y los muchos edictos, como el de la placa de bronce de la foto) de su hijo y sucesor, Er Shi Huangti, «El Segundo Emperador». No obstante, aunque fue de corta vida, dejó un imperecedero legado a las posteriores dinastías chinas.
No obstante, durante su reinado, Shihuang sentó las bases que regirían China durante siglos. A pesar de ello, su figura ha pasado a la historia como la de un cruel tirano, cuyo inmenso imperio se hallaba controlado por el terror. Para muchos chinos, el Primer Emperador fue un genocida cruel y despiadado; para otros, un gran político que borró el feudalismo y sentó las bases del país que perduraría durante dos milenios. Además, también intentó extender las fronteras exteriores de China. En el sur, sus ejércitos marcharon hacia el delta del río Rojo, lo que en la actualidad es Vietnam. En el sudoeste, su dominio se extendió para englobar la mayor parte de las actuales provincias de Yunnan, Guizhou y Sichuán. En el noroeste, sus conquistas alcanzaron Lanzhou, en la actual provincia de Gansu, y en el nordeste, un sector de lo que hoy es Corea reconoció la superioridad de los Qin. El centro de la civilización china, sin embargo, permaneció en el valle del río Amarillo.
Pero el coste económico y humano de las conquistas extranjeras de los Qin y la construcción de la Gran Muralla y otras obras públicas fue enorme. El peso siempre creciente de los impuestos, el servicio militar obligatorio, su crueldad jurídica y los trabajos forzados crearon rápidamente un hondo resentimiento entre las clases populares. Además, los intelectuales estaban ofendidos por la política gubernamental de control del pensamiento y, en especial, por la quema de libros. No obstante, mientras estuvo vivo, el emperador fue capaz de mantener la estabilidad gracias a su firme control de cada aspecto de la vida de los chinos. Pero, a pesar del éxito militar de la unificación, las características del estado Qin hicieron su supervivencia inviable y se vino abajo tras la repentina muerte de su creador.
En el breve plazo de siete años, había logrado domeñar a la mayoría de sus poderosos estados vecinos. Pero mientras que se encargaba de eliminar a los enemigos de fuera, en su propia corte, miembros de su propia familia planeaban derrocarlo. En sus once años de reinado, unos treinta o treinta y cinco señores feudales osaron alzarse contra sus designios; todos fueron sometidos a la poco noble pena de empalamiento. Su propia madre y el nuevo compañero de esta, un hombre que le concedió dos hijos secretos, intentaron repetidamente derrocarle. Tras un nuevo intento de asesinato en el año 227 a. C., el rey decidió aplicar su régimen despiadado a todos por igual, independientemente del rango o la relación familiar. A partir de ese momento, desde el punto de vista clínico, se convirtió en un auténtico paranoico con manía persecutoria muy aguda.
Lo cierto es que su genio militar estuvo a la altura del puesto de manifiesto cien años antes por Alejandro Magno o, cien años después, por Julio César. Pero su personalidad enfermiza quedó reflejada en sus numerosos edictos. Se dice que en una ocasión mandó talar todos los árboles del monte sagrado de Xiang y lo pintó de rojo (el color de los convictos) como venganza ante la imposibilidad de acceder a él a causa de una tormenta. Se convirtió en un enemigo acérrimo del confucionismo (460 eruditos confucianos fueron enterrados vivos en una sola ocasión, acusados de desafiar su régimen), que reemplazó por un rígido legismo. Y ordenó una de las primeras quemas de libros de la historia, haciendo desaparecer prácticamente todos los escritos anteriores a su imperio, salvo aquellos en los que se alababa su persona o que estuviesen dedicados a la medicina o a la magia adivinatoria, un interés esotérico que le llevó a enviar varias expediciones en busca del elixir de la vida eterna, o a ingerir repetidamente dosis de mercurio, supuestamente para prolongar su vida, aunque ello lo condujo a la locura y, probablemente, aceleró su muerte. Su ansia de inmortalidad se refleja en su espectacular mausoleo, en cuya construcción, cerca de Xian, se invirtieron treinta y seis años. Esa misma obsesión por la inmortalidad le hizo mantener en su corte a un gran número de alquimistas, astrónomos y médicos que le aseguraron, tras varias búsquedas infructuosas, que frente al mar de Bahai existían unas islas (Zhifú) donde crecía una hierba necesaria para crear tan ansiado elixir. Ante tal dato, el emperador ordenó zarpar a una expedición compuesta por más de tres mil personas, de las cuales ninguna regresó (pero a las que la mitología popular ha conferido la categoría de primeros habitantes del archipiélago japonés).
Estas historias resultarían inverosímiles si no hubiesen pervivido los restos materiales de su desmesura, como la Gran Muralla, como su inacabado y fastuoso palacio imperial de Afang (que hubiera abarcado casi 3 km de planta y hubiera albergado miles de estancias), y sus otras residencias, unas 270, ubicadas en un radio de 100 km, comunicadas entre sí por una inmensa red de pasadizos secretos con el fin de eludir posibles atentados. El emperador a menudo realizaba visitas a ciudades importantes de su imperio para inspeccionar la eficiencia de la burocracia y para difundir el prestigio de Qin. Sin embargo, estas salidas proporcionaban grandes oportunidades a los posibles magnicidas. En los últimos años de su vida, después de que los intentos de asesinato se repitieran demasiadas veces como para que se encontrara cómodo, se hizo más paranoico acerca de quedarse en un mismo lugar durante demasiado tiempo y contrató a sirvientes ocupados solo de trasladarle cada noche a dormir a diferentes edificios dentro de su inmenso complejo palaciego y de acomodarle en ellos. También contrató a varios dobles, que le sustituían en los actos públicos y privados y que, además, aumentaban la ambigüedad de la imagen pública del emperador.
SOMBRAS DE UN REINADO: LA QUEMA DE LIBROS Y LA MATANZA DE LETRADOS
En el año 213 a. C., durante un banquete oficial, se inició una discusión acerca de las causas que favorecieron la larga duración de las dinastías Shang y Zhou, citando los filósofos presentes algunas de ellas que, como era evidente, estaban en abierta contradicción con la política del emperador. Li Si, el primer ministro, comprendió que los libros de la Antigüedad permitían abrir una brecha crítica en el nuevo Estado. Así que convenció al emperador para que ordenara quemar todos aquellos cuya temática no fuese la agricultura, la medicina o la profecía, y dictó la muerte de quienes, en un plazo de treinta días, no hubieran hecho desaparecer los libros prohibidos. Entusiasmado, creó una biblioteca imperial dedicada a vindicar los escritos de los legistas, defensores de su régimen, y ordenó confiscar el resto de los textos chinos. De hogar en hogar, los funcionarios tomaron los libros y los llevaron a una pira, donde los hicieron arder. La pena por ocultar un libro prohibido consistía en ser enviado a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Sima Qian, el gran cronista de China, reseña una vez más el edicto: «Las historias oficiales, con excepción de Las Memorias de Qin, deben ser todas quemadas. Excepto las personas que ostentan el cargo de letrados en el vasto saber, aquellos que en el imperio osen esconder el Shijing y el Shujing, o los discursos de las Cien Escuelas, deberán acudir a las autoridades locales, civiles y militares, para que ellas los quemen. Aquellos que osen dialogar entre sí acerca del Shijing y del Shujing serán aniquilados y sus cadáveres expuestos en la plaza pública. Los que se sirvan de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serán ejecutados junto con sus parientes. […] Treinta días después de la promulgación de este edicto, aquellos que no hayan quemado sus libros serán marcados y enviados a trabajos forzados». Cuenta la tradición (seguramente, sesgada por el interés) que centenares de letrados, reacios a aceptar la medida, murieron a manos de los verdugos y que sus familias sufrieron humillaciones inefables.
El año 213 a. C., Qin Shihuang ordenó quemar todos los escritos anteriores a su imperio, salvo los dedicados a la medicina o la magia adivinatoria. Además, se convirtió en un enemigo acérrimo del confucionismo y, en una sola ocasión, ordenó apresar y matar a 460 eruditos confucianos, acusados de desafiar a su régimen.
Lo cierto es que la llegada al trono de Zheng, un muchacho, entusiasmó a los enemigos, pero es obvio que le subestimaron. Descrito como narigudo, de ojos grandes, voz recia y hábitos de guerra temibles, hijo de la ex concubina de un comerciante adinerado, casada después con un príncipe obligado a residir en el extranjero, no vaciló en matar, sobornar y destruir a todos sus opositores, y eso tuvo su efecto: se convirtió en un monarca temido, rico, ansioso, ególatra y jamás benevolente. Fiel en esto a la tradición, consideró oportuno que su dinastía se basara en tres principios: el número 6, el agua y el color negro. Su reinado fue preciso y uniforme. Asesorado por su leal e implacable primer ministro Li Si, partidario de las tesis legistas, impuso la doctrina de la ley inexorable y descartó la bondad y la magnanimidad como criterios de gobierno. El ejército fue centralizado, y numerosas actividades económicas fueron sometidas a controles que implicaban, casi siempre, la conversión de los comerciantes en agricultores.
LA VARIABLE OPINIÓN HISTORIOGRÁFICA SOBRE QIN SHIHUANG
En la historiografía china tradicional, el Primer Emperador es casi siempre retratado como un tirano brutal, supersticioso (muy interesado por la inmortalidad y obsesionado por su posible asesinato) y, de vez en cuando, como un gobernante mediocre. Los historiadores confucianos condenaron al emperador que había ordenado quemar los clásicos y enterrar vivos a estudiosos de su doctrina. Finalmente compilaron la lista de los «Diez crímenes de Qin» para destacar sus acciones tiránicas. El famoso poeta y estadista de la época han, Jia Yi, concluyó su ensayo Las faltas de Qin (admirado como una obra maestra de la retórica y el razonamiento) con lo que se iba a convertir en el juicio habitual confuciano de las razones del rápido colapso de su dinastía. Las opiniones de Jia Yi fueron reproducidas en dos historias han y fijaron durante siglos la opinión oficialista. Para Jia Yi, la debilidad de Qin fue un resultado lógico de la despiadada búsqueda de poder de su gobernante, el mismo factor que le había hecho tan poderoso.
Muchas de las historias conservadas acerca de Qin Shihuang son de dudoso valor histórico y buena parte de ellas fueron inventadas para enfatizar sus rasgos negativos. Por ejemplo, la acusación de que hizo ejecutar a 460 sabios enterrándolos con la cabeza por encima de la superficie y después decapitándolos es poco probable que sea completamente cierta; parece más verosímil que el incidente fuera inventado para crear una leyenda de martirologio confuciano. Hay también distintas historias acerca de la ira celestial contra el Primer Emperador, como la de que cayó del cielo una piedra labrada con palabras de denuncia al Emperador y profetizando el colapso de su imperio tras su muerte. La mayor parte de ellas fueron elaboradas con posterioridad para deslustrar su imagen.
Solo los historiadores modernos han sido capaces de penetrar más allá de los límites de la historiografía tradicional china. El rechazo político de la tradición confuciana como impedimento a la entrada de China en el mundo moderno abrió el cambio para que surgieran nuevas perspectivas; primero, una apreciativa en las décadas iniciales del siglo xx, y después, con la llegada de la revolución comunista en 1949, otras, ajustadas a la ortodoxia oficial. Esta reinterpretación de Shihuang era, por lo general, una combinación de visiones modernas y tradicionales, pero esencialmente críticas. Esto se ejemplifica en la oficialista Historia Completa de China (1955), que describía los principales hitos de la unificación y homogeneización protagonizados por Shihuang como correspondientes a los intereses del grupo dominante y de la clase comerciante, no de la nación o el pueblo, y la subsiguiente caída de su dinastía, como una manifestación de la lucha de clases. Sin embargo, desde 1972, se ha dado una visión oficial radicalmente diferente del personaje. Esta nueva apreciación fue lanzada por la biografía Qin Shihuang de Hong Shidi, publicada por la imprenta estatal como historia popular dirigida a las masas, y de la que se vendieron 1.850.000 ejemplares en dos años. En ella, Shihuang era visto como un gobernante con visión de futuro que destruyó a las fuerzas secesionistas y estableció el primer estado chino unificado y centralizado mediante el rechazo del pasado. Rasgos personales, como su búsqueda de la inmortalidad, tan enfatizados en la historiografía tradicional, apenas se mencionaban. La nueva versión describía cómo, en un tiempo convulso, Shihuang no tuvo escrúpulos en usar métodos violentos para aplastar a los contrarrevolucionarios.
Misterioso, Shihuang nunca se dejaba ver por nadie, y era imposible saber si se encontraba en uno u otro de sus 270 palacios. En el fondo, no solo quería impresionar sino restar posibilidades a sus enemigos naturales, que los tenía, y no pocos, pese (o, quizás, justamente porque) cualquier disidencia era duramente castigada, bien con el exilio, bien con castigos corporales, incluyendo la pena de muerte.
La amenaza externa y la Gran Muralla
La Gran Muralla es una antigua fortificación construida y reconstruida entre los siglos V a. C. y XVI de nuestra Era para proteger la frontera norte del Imperio Chino de los ataques de los nómadas xiongnu de Mongolia y Manchuria. Aunque hoy solo se conservan 8.851,8 km, sin contar sus ramificaciones y construcciones secundarias, en su momento de mayor extensión, cubrió más de veinte mil desde la frontera con Corea al borde del río Yalu hasta el desierto de Gobi, a lo largo de un arco que delinea aproximadamente el borde sur de la Mongolia interior. En promedio, la Muralla mide de 6 a 7 m de altura y de 4 a 5m de anchura. En su apogeo, durante la dinastía Ming (1368-1644), fue custodiada por más de un millón de guerreros. Gran parte de ella tiene fama de ser el mayor cementerio del mundo, pues aproximadamente diez millones de trabajadores murieron durante sus muchos siglos de construcción y reconstrucción y fueron enterrados en sus inmediaciones (cuando no en la propia Muralla).
La Muralla se extiende hoy hacia el este desde Jiayuguan, provincia de Gansu (donde luego comenzaría también el trazado de la Ruta de la Seda), hasta el río Yalu, al nordeste de Manchuria. Una rama termina en Laolongtou en la costa del mar, a 5 km de Shanhaiguan. Para los chinos antiguos, lo que seguía al oeste de Jiayugua, la puerta oeste de la Gran Muralla, era considerado el fin del mundo civilizado; el paso recibía el nombre de «Última Puerta Bajo el Cielo». Al norte de ella se extendían tierras de pastores nómadas considerados salvajes, por lo que, de modo simbólico, la Muralla significó siempre para los chinos la frontera entre el mundo civilizado y el bárbaro.
La primera historia de la Gran Muralla se remonta a la dinastía Zhou Oriental, cuando varios estados construyeron un entramado de murallas para protegerse de sus vecinos y de los pueblos extranjeros. Por ejemplo, así lo hicieron el reino de Qi (siglo V a. C.) y el de Wei (mediados del siglo IV a. C.), al igual que los de Yan y Zhao. La segunda fase comenzó a partir de la unificación de la dinastía Qin, cuando el Primer Emperador ordenó la construcción de un muro en la frontera norte de su imperio. Tras sufrir varios ataques de las tribus xiongnu del norte, envió al general Meng Tian para asegurarse de la derrota de los «bárbaros» y, a continuación, emprender la construcción de un muro que conectara todas las fortificaciones diseminadas a lo largo de la nueva frontera norte para proteger mejor los nuevos territorios conquistados. No hay registros históricos que indiquen la longitud exacta y el trazado de la Muralla levantada durante la corta dinastía Qin; pese a ello, la Gran Muralla de tiempos de los Qin permanece en la imaginación popular china como una colosal obra conocida con el nombre de «muro de los diez mil li» (5.760 km en el valor de esta unidad en tiempos de aquella dinastía). Para lograr aquella primera unificación de los tramos preexistentes se necesitó una fuerte organización del trabajo, capaz de suministrar mano de obra y materiales de construcción, así como de ocuparse de la gestión y coordinación de los trabajos, en los que participaron aproximadamente unos trescientos mil soldados procedentes de las guarniciones fronterizas, alrededor de quinientos mil campesinos movilizados forzosamente y muchos otros miles de reos condenados a trabajos forzados.
La Gran Muralla fue ordenada construir por Qin Shihuang para proteger la frontera norte de su imperio de los ataques de los nómadas xiongnu. Aunque hoy solo se conservan 8.851,80 km, sin contar sus ramificaciones y construcciones secundarias, en su momento de mayor extensión, cubrió más de 20.000 km.
El transporte de la enorme cantidad de materiales necesarios para la construcción fue difícil, por lo que, en términos generales, los más empleados en aquella primera fase fueron: tierra, piedra, madera y tejas, cada uno de ellos según la producción local del sitio donde se estuviese alzando la Muralla. La principal dificultad de la construcción se debió a que, para lograr una ventaja estratégica, se aprovecharon los accidentes naturales del terreno, y en las cimas de los montes se ubicaron pequeñas fortificaciones desde las que efectuar una buena vigilancia del terreno y que, a la vez, sirvieran para alojar a las guarniciones y para almacenar provisiones y armamentos. Los retenes contaban con un eficaz sistema de señales de humo, que les servía para comunicarse entre sí y dar cuenta del ataque y de cuántos enemigos lo llevaban a cabo. En pocas horas, las señales recorrían miles de kilómetros. Para lograrlo, los vigías debían tener siempre una cantidad importante de leña o, en los lugares más inaccesibles, de excrementos de lobo, con que poder encender los fuegos.
La Muralla siguió siendo reconstruida, restaurada o prolongada desde la dinastía Han (206 a. C.-220), que sumó unos 10.000 km, a la vez que extendía el territorio chino más al norte de la anterior muralla de los Qin. Pero todo ese trabajo fue abandonado y quedó en ruinas no mucho tiempo después. Durante la dinastía Qi del norte (550-577 d. C.), cerca de 1.500.000 personas fueron movilizadas para construir un sector de la Muralla, desde Juyong Guan a Datong en el oeste. La dinastía Sui (581-618) llamó a otro millón de conscriptos para repararla y extenderla. Se llegó al extremo de obligar a las viudas a continuar con el trabajo cuando los maridos fallecían. Pero luego, bajo la dinastía Tang (618-907), la Muralla fue abandonada de nuevo a su suerte. La siguiente fase de reconstrucción se debió al imperio mongol de la dinastía Yuan (1271-1368), pero la fase culminante se produjo durante la dinastía Ming (1368-1644).
¿SE VE LA GRAN MURALLA DESDE EL ESPACIO?
El libro del aventurero y escritor estadounidense Richard Halliburton, Second Book of Marvels, publicado en 1938, afirmaba que la Gran Muralla era la única construcción humana visible desde la Luna. Del mismo modo, la publicación de Ripley, Aunque usted no lo crea, de la misma década, aseguraba algo parecido. Esta creencia ha persistido y ha adquirido un estatus de leyenda urbana, e incluso se ha incluido en libros escolares. Arthur Waldron, autor de la historia más fiable de la Gran Muralla, ha especulado que la creencia puede provenir de la fascinación con los canales que se creía que existían en Marte. La lógica era simple: si los terrícolas podían ver los canales de Marte, entonces los marcianos podrían ver la Gran Muralla. Pero lo cierto es que la Muralla tiene pocos metros de anchura (un tamaño aproximado al de las carreteras y pistas de aeropuertos) y es casi del mismo color que el suelo que la rodea. No es posible verla desde la Luna y mucho menos desde Marte. Si la Gran Muralla fuera visible desde la Luna, sería fácil verla desde la órbita terrestre, pero desde ahí es apenas visible y únicamente bajo condiciones climáticas perfectas. En resumen: no es más visible que otras construcciones humanas.
Pese a la persistente leyenda de que la Muralla es la única construcción humana que se ve a simple vista desde el espacio, lo cierto es que su escasa anchura y el hecho de ser casi del mismo color que el suelo que la rodea hacen tal cosa imposible.
Durante todo ese tiempo, tanto en momentos de paz como de guerra, la Gran Muralla mantuvo, además, un carácter diplomático al marcar la frontera entre los pueblos bárbaros, es decir, no chinos, y la cultura china propiamente dicha. Finalmente, al poder ser utilizada como camino, sirvió de comunicación y vía comercial a lo largo de todo el territorio septentrional, tal y como atestiguan los restos arqueológicos, y además como símbolo unificador de China.
El increíble mausoleo del emperador
Sima Qian, el meticuloso historiador de la dinastía Han, cuenta que, en el primer verano de su reinado, el Primer Emperador envió doscientos jinetes a los confines del imperio en busca del elixir sagrado que lo salvaría de la muerte. Más de la mitad de los jinetes no regresaron y los que lo hicieron con las manos vacías fueron decapitados. Resignado a morir, Shihuang dispuso que le construyeran una tumba idéntica a su palacio y, debajo de ella, otro palacio igual, y otro más: una serie infinita de palacios subterráneos que debían llegar hasta el centro de la Tierra. Algo parecido se intentó.
El mausoleo del Primer Emperador, que alberga su tumba y aproximadamente cuatrocientas más, se ubica en el pueblo de Yanzhai, a 5 km del distrito Lintong y a unos treinta al este de la ciudad de Xian, en la provincia de Shaanxi, al noroeste de China, entre la ribera sur del río Wei y la ladera norte de la montaña Lishan. El mausoleo fue edificado según el mismo plan urbanístico de la ciudad de Xianyang, capital de la dinastía Qin, dividida también en dos partes: interior y exterior, con forma de pirámide truncada con una base cuadrangular casi perfecta de 350 m y una altura de 76 m. Las dimensiones de la muralla exterior del conjunto funerario son de más de 2.000 m de longitud por 970 m de anchura, y es en sí grandioso: el túmulo, en forma de pirámide de tres pisos, está rodeado por un doble muro. De lejos, parece una colina con un perímetro de 4.100 m y una altura de 82 m, cubierta de arbustos silvestres y coronada por un pequeño bosque. La superficie del recinto de las tumbas y las dependencias llegó a ser de 66,25 km2, casi dos veces la zona urbana de la actual ciudad de Xian.
Resignado a morir, Shihuang dispuso que le construyeran un mausoleo idéntico a su palacio y, debajo de él, otro igual, y otro más: una serie infinita de palacios subterráneos que debían llegar hasta el centro de la Tierra. Algo parecido se intentó.
El Primer Emperador encargó su diseño y construcción desde el mismo momento en que subió al trono, a los doce años de edad. Al conquistar todo el país, reclutó a cientos de miles de trabajadores para acelerar las obras, que se prolongaron durante treinta y siete años, hasta su muerte. Recurriendo de nuevo a Sima Qian, este cuenta: «Después de la creación del imperio, llegaron a este lugar, desde todos los rincones de China, no menos de setecientos mil hombres para trabajar. […] Se excavaron tres canales subterráneos para verter cobre fundido en el exterior del sepulcro, mientras que se llenaba la cámara mortuoria de modelos de palacios, torres y edificios públicos, además de utensilios de valor y objetos preciosos. Los artesanos colocaron en el exterior ballestas automáticas capaces de matar a posibles saqueadores de tumbas. En el interior se hicieron fluir mecánicamente ríos artificiales de mercurio, imitando a los ríos Amarillo y Yangtsé e, incluso, al mismo océano. En el techo se pintó el firmamento con todas sus constelaciones, mientras que en el suelo se representó en tres dimensiones la tierra. La iluminación se lograba mediante lámparas alimentadas por aceite de ballena capaces de lucir durante mucho tiempo». Al parecer, la cúpula de la cámara mortuoria se adornó con piedras preciosas y perlas, que simbolizaban el Sol, la Luna y las estrellas. El suelo se modeló de acuerdo con la topografía del país. Por los «ríos» fluía mercurio impulsado mecánicamente por entre los jardines de esmeraldas y sobre el conjunto «flotaban» varios pájaros de oro. Todo el diseño del mausoleo reflejaba la supremacía y la majestuosidad del Primer Emperador. Sima Qian añade que el suelo de la tumba, como el del palacio imperial, era de placas de bronce; que los árboles funerarios fueron tallados en jade, y que servidores de arcilla, con bandejas de oro, atendían los menores caprichos de los señores mediante mecanismos de relojería. Una emperatriz de porcelana se desperezaba en el lecho, mientras cuatrocientas concubinas «corrían» por los pasillos del palacio, en respuesta a una llamada del emperador.
El Primer Emperador murió repentinamente en el año 210 a. C. Unos dos meses después, se trasladaron sus restos a la capital, Xianyang, para proceder a las pompas fúnebres. Su hijo, el Segundo Emperador, ordenó enterrar vivas a todas las damas de honor y a todos los artesanos y obreros que habían participado en la construcción del mausoleo para que acompañaran al difunto. Nadie sabe cuántas tumbas idénticas excavaron los arquitectos ni qué desventuras padecieron en su batalla contra las profundidades. La colina artificial que hoy recubre la tumba exhibe en su ladera norte cinco maltrechos escalones de mármol que, se supone, descienden hacia la puerta de entrada. Pero nadie sabe por ahora cuándo se podrá franquear dicho acceso. Los arqueólogos de Beijing siguen estudiando fórmulas para sortear las trampas (centenares) con las que el emperador se aseguró la paz eterna. Pero lo que más temen es que, al paso de los primeros exploradores, la sepultura entera se desplome.
Ya hubo en el pasado diversos intentos de profanación. Siete semanas después del sepelio del emperador, el sabio Huangyu bajó por su cuenta y riesgo a la tumba, mientras dos generales recibían la orden de perseguirlo y llevarlo prisionero a la superficie. Uno de ellos regresó con el rostro desfigurado y declaró que había logrado descender al tercer subterráneo, donde se reproducían aterradoramente los objetos y movimientos del segundo nivel. Ni Huangyu ni el otro general regresaron jamás.
Según la Historia de Han y el Libro de los ríos (escritos ambos siglos después), el mausoleo fue destruido en el año 206 a. C. por el general rebelde Xiang Yu, quien, después de tomar Xianyang, empleó a trescientas mil personas para sacar las joyas del mausoleo durante treinta días y no logró acabar con todo. Posteriormente, los ladrones robaron el ataúd de bronce del emperador. Finalmente, un pastor entró al palacio subterráneo en busca de sus ovejas perdidas y, con una antorcha, provocó un incendió involuntario que duró más de noventa días. Esta es la versión más popular sobre el destino del mausoleo. Sin embargo, otros sentencian que en los Registros históricos de Sima Qian, escritos cien años después de la muerte del Primer Emperador, no se hace referencia a dicha destrucción. Los arqueólogos chinos han abierto más de doscientos pozos de exploración y solo han descubierto dos excavados por ladrones de tumbas, que tienen 90 mm de diámetro y 9 m de profundidad, y, además, están a centenares de metros del centro del mausoleo y no llegan al palacio subterráneo. Los expertos confirmaron que la capa del suelo que cubre el mausoleo y el muro del palacio subterráneo permanece intacta y que el mercurio de los ríos artificiales subterráneos todavía fluye con regularidad. Por tanto, concluyen que el palacio no fue saqueado o destruido significativamente y que Xiang Yu únicamente destrozó las dependencias auxiliares.
La tumba guarda fabulosos tesoros e información histórica de primer orden, lo que, en opinión de muchos, la convierte en el yacimiento arqueológico más importante del mundo. Sin embargo, fuera de los relatos más o menos creíbles, lo cierto es que no se sabe qué hay exactamente en su interior y cuánto de leyenda reviste su historia. El gobierno chino niega el permiso para excavar, argumentando que hoy por hoy no existe una tecnología que permita conservar lo que pueda encontrarse. La cámara, con cuatro paredes en forma de escaleras ascendentes, organizadas en nueve plataformas, ha sido estudiada desde 2002 con equipos de detección remota. Además, se ha verificado la existencia de un complejo sistema de drenaje que ha evitado que el agua penetre en la tumba, situada 30 m bajo el nivel del suelo. Las exploraciones remotas, sumadas a los análisis del terreno, que han revelado un alto nivel de mercurio en las inmediaciones del yacimiento, y los importantes vestigios que han sido encontrados en los alrededores han convencido a los expertos de que puede ser cierto todo lo relatado por Sima Qian.
Hoy por hoy, se han identificado alrededor de seiscientos fosos, túmulos y restos de edificios en las cercanías del mausoleo. En ellos se han descubierto aves y carros de caballos de bronce. También han aparecido tumbas con los restos de príncipes, princesas, damas de la corte y concubinas del emperador. Además, han sido encontradas fosas comunes con más de cien esqueletos humanos, cuyas posturas indican que fueron enterrados vivos. Y está, finalmente, el famoso ejército de soldados de terracota.
Un ejército de terracota
La exploración del yacimiento en que está ubicado el mausoleo del Primer Emperador y las excavaciones que siguieron identificaron en sus alrededores tres grandes fosas en las que dormía enterrado desde hacía más de dos milenios un extraordinario ejército de ocho mil soldados y caballos de terracota de tamaño natural, destinados a servir de protección a Shihuang en la otra vida. La gran mayoría de ellos habían sido enterrados mirando hacia el este, de donde el emperador pensaba que podía llegar el mayor peligro. El hallazgo sorprendió a los arqueólogos, ya que no había referencias que indicaran que en las cercanías del mausoleo yacía un ejército de terracota en formación de batalla. Ni siquiera Sima Qian había hablado de él. Desde entonces, los expertos han extraído una cuarta parte de las ocho mil figuras, han identificado el trazado de la muralla doble que cerca el mausoleo imperial y han sacado a la luz miles de objetos de cerámica, bronce, oro y jade. Pero la conservación de los hallazgos sigue siendo un quebradero de cabeza. La viva policromía que decoraba a los soldados desaparece aproximadamente a las cinco horas de entrar en contacto con el aire, debido a la oxidación. Para evitarlo, los responsables del Museo de los Guerreros de Terracota han creado nuevas técnicas para mantener la pintura pegada a la cerámica, aunque con éxito relativo.
Por otra parte, las fosas resultaron dañadas a causa del fuego declarado durante el ya mencionado ataque al mausoleo por parte del general rebelde Xiang Yu del año 206 a. C. Los techos de las galerías, ennegrecidos por el fuego en algunas zonas, se hundieron sobre las figuras, rompiéndolas en pedazos. Ninguna ha sido recuperada entera.
La primera fosa, orientada hacia el sur, contiene seis mil soldados de infantería y caballería (en su mayoría aún sin desenterrar) en formación rectangular, divididos en treinta y ocho columnas en once corredores paralelos, en su día cubiertos con vigas de madera y que ocupan una superficie de 230 por 62 m. Las figuras miden 1,80 m de altura y están equipadas con armaduras fabricadas también con terracota. La vanguardia está formada por 204 soldados, enfilados hacia el este y originalmente dotados de arcos y ballestas. Detrás, se sitúan treinta carros de combate (los carros en sí han desaparecido, al ser de madera), cada uno de ellos tirado por cuatro caballos y conducido por dos soldados. Cierran la formación tres hileras de soldados, la última mirando hacia el oeste y las otras dos hacia el este, unos con armadura y otros sin ella, y armados originalmente con lanzas y alabardas. Casi todas las armas fueron saqueadas poco tiempo después de ser enterrados los guerreros, pero las que han sido encontradas denotan un alto conocimiento de metalurgia. Todos los flancos, incluida la retaguardia, tienen una fila de ballesteros mirando hacia el exterior.
Las fosas 2 y 3 fueron descubiertas en 1976 y, a diferencia de la primera, están en semipenumbra. La segunda fosa consta de algo más de 1.000 figuras (soldados y caballos), subdivididos en cuatro grupos, y en formación cuadrada, de las que solo se ha extraído un pequeño número, ya que, tras conocer su contenido, los arqueólogos volvieron a cubrirlas para evitar su deterioro antes de poder ser restauradas. La tercera fosa, orientada hacia el oeste, fue mostrada al público por primera vez en octubre de 1989 y representa el cuartel general del ejército: sesenta y ocho guerreros, treinta y cuatro lanzas de bronce y un carro de bronce forman este grupo de élite. Los soldados no están en posición de combate sino cara a cara, cubiertos con armaduras de hierro y con una mejor complexión física que los encontrados en las otras fosas.
A escasa distancia del Mausoleo del Shihuang se hallaron tres grandes fosas en las que dormía enterrado desde hacía más de dos milenios un extraordinario ejército de 8.000 soldados y caballos de terracota de tamaño natural, destinado a servir de protección al Primer Emperador en la otra vida.
La viva policromía original de los soldados de terracota desaparece aproximadamente a las cinco horas de entrar en contacto con el aire, debido a la oxidación. Para evitarlo, los responsables del Museo de los Guerreros de Terracota han creado nuevas técnicas para mantener la pintura pegada a la cerámica, aunque con éxito relativo.
Las figuras desenterradas, una vez reconstruidas, son devueltas a su lugar original; otras, rotas en fragmentos, yacen semienterradas; las demás velan aún bajo tierra el sueño del Primer Emperador. A pesar del gran número de figuras, hay que destacar que cada una de ellas ha recibido un tratamiento individual en cabezas, manos y corazas, si bien los torsos presentan mayor uniformidad, siendo macizo de cintura para abajo; manos, brazos y cabezas se añadieron posteriormente, así como los detalles de estos (barba, orejas, tocado, etcétera). Este tratamiento individualizado obedece al deseo del emperador de mostrar un ejército multiétnico que reflejase bien a los diversos habitantes de su imperio. La indumentaria que portan estaba compuesta de una túnica de algodón pegada al cuerpo, sobre la cual se añadían, o no, corazas y cotas, formadas por pequeñas placas de hierro unidas sin resquicio entre unas y otras. Se protegían el cuello con bufandas, realizadas con un sorprendente realismo en el tratamiento de los pliegues, al igual que en el tocado que muestra una gran variedad en la forma de sujetarse el cabello (en aquella época los hombres no se lo cortaban, a no ser que sufrieran un castigo o una humillación). La mayor parte de los guerreros están de pie, aunque también se han encontrado arqueros arrodillados y soldados en posición de defensa personal. En algunas de las figuras han aparecido inscripciones en cabezas y cuerpos referentes al nombre del alfarero, o al número de inventario. Junto a las figuras humanas, se han descubierto un gran número de caballos de tiro y de monta, hechos en su totalidad con molde, con cuerpo hueco y patas macizas, y la crin y las orejas modeladas. Respecto a las armas, la mayoría de las lanzas y flechas (hoy perdidas) tenían la defensa en hierro y el mango de bambú o madera.
Fin de la efímera dinastía Qin
Siguiendo el consejo de uno de sus asesores, el emperador Qin Shihuang inició en el año 210 a. C. un viaje a la costa este en busca de las legendarias Islas de los Inmortales y del secreto de la vida eterna, que, según el consejero, se hallaría en las entrañas de un inmenso pez que solo se podía encontrar en aquellas míticas islas. Al llegar a la costa de Hebei, el emperador divisó un gran pez y lo mató con un certero dardo de su ballesta. Pero el pez no guardaba secreto alguno. Ni en esta ocasión ni en ninguna de las demás en que lo intentó, logró Shihuang encontrar por fin su ansiado elixir de la inmortalidad. Por tanto, lo que finalmente halló fue la muerte, a causa, al parecer, de un brebaje que contenía demasiado mercurio y que solía tomar con asiduidad.
Su muerte ocurrió a comienzos de septiembre del año 210 a. C. en el palacio de la prefectura de Shaqiu, a dos meses de distancia de la capital Xiangyang. Le acompañaban en aquel viaje Li Si, su primer ministro, y Zhao Gao, el jefe de los eunucos de palacio, quienes, ante el temor de que la noticia pudiera provocar un alzamiento generalizado en todo el imperio, dadas las políticas brutales del gobierno y el resentimiento de la población forzada a trabajar en proyectos hercúleos como la Gran Muralla o el mausoleo del emperador, la ocultaron hasta su regreso a la capital, que aceleraron al máximo. La mayor parte del cortejo imperial que acompañaba al emperador tampoco fue informada y cada día Li Si entraba en el carro del emperador, simulando que discutían asuntos de Estado. La propia naturaleza secretista del emperador mientras vivía ayudó a que esta burda estratagema funcionara y no despertara dudas entre los cortesanos. Por si acaso, el astuto Li Si ordenó también que dos carros llenos de pescado escoltaran el carro del emperador. La idea era evitar que la gente percibiera el nauseabundo olor proveniente de su cuerpo en rápida descomposición. Finalmente, pasados dos meses, Li Si y la corte imperial llegaron por fin de vuelta a Xiangyang, donde se anunció la muerte del emperador. Shihuang fue enterrado en su mausoleo.
El difunto emperador no gustaba de hablar acerca de su muerte, por lo que nunca había dictado su testamento. Tras su fallecimiento, Li Si y el jefe de los eunucos de palacio, Zhao Gao, persuadieron a su segundo hijo Huhai a falsificarlo. Obligaron al primogénito y legítimo heredero del trono, Fusu, a suicidarse, arrebataron el mando de las tropas a Meng Tian, partidario leal de Fusu, y mataron también a su familia. Huhai ascendió al trono con el nombre de Er Shi Huangti («El Segundo Emperador»), aunque después sería más conocido por los historiadores como Qin Er Shi. Sin embargo, no era ni de lejos tan capaz ni resuelto como su padre. Las revueltas brotaron rápidamente y, menos de cuatro años después de la muerte de Shihuang, su hijo estaba muerto, el palacio imperial y los archivos estatales, quemados, y la dinastía Qin, acabada. Solo había durado quince años, desde el año 221 hasta el 206 a. C., pero su influencia produjo profundos cambios en China y estableció el régimen imperial de gobierno que perduraría más o menos dos milenios.
A los tres años de la muerte de Shihuang, las extendidas revueltas de los campesinos, presos, soldados y descendientes de los nobles de los otros antiguos seis Reinos Combatientes estallaron por toda China. Un contingente de soldados de servicio en el norte asignados a la defensa contra los nómadas xiongnu se sublevó contra el imperio. Los rebeldes aprovecharon el débil reinado de Er Shi Huangti para acabar con la dinastía Qin y arrasar su capital, Xianyang.
A comienzos de octubre del año 207 a. C., el eunuco Zhao Ghao obligó a Huhai a suicidarse y le reemplazó con el hijo de Fusu, Ziying, al que solo se adjudicó el título de rey de Qin, lo que reflejaba el hecho de que la dinastía ya no controlaba la totalidad de China. La guerra Chu-Han fue el resultado. Ziying no tardó en matar a Zhao Ghao y se rindió a uno de los líderes de la revuelta generalizada, Liu Bang, a comienzos de diciembre del 207 a. C. Pero Liu Bang fue forzado a ceder el control de la capital imperial, Xiangyang, y la custodia de Ziying a Xiang Yu, el líder supremo de la revolución, quien ordenó la muerte de Ziying e incendió el palacio y también el mausoleo a finales de enero del 206 a. C.
Ese mismo año, Liu Bang, desbancó a Xiang Yu y se proclamó emperador, fundando una nueva dinastía: la Han. Así, la dinastía Qin llegó a su final, solo cuatro años después de la muerte de Qin Shihuang y poco más de quince después de ser fundada. No obstante, aunque la dinastía Qin fue de corta vida, su gobierno dejó un imperecedero legado a las posteriores dinastías chinas. El sistema imperial que se inició con ella creó un esquema que se desarrollaría casi sin variaciones durante los siguientes dos milenios, comenzando por la gran dinastía Han.