16. Igualdad
Robert Recorde, en su gabinete de trabajo amueblado con parquedad e iluminado por la luz de una vela, estaba inclinado sobre una hoja de papel llena de cifras y de letras, con una pluma a punto en la mano. Reflexionaba. Mojó la pluma en el tintero cuando ya tuvo la decisión tomada, y dibujó un pequeño trazo horizontal. Debajo de él precisamente trazó otro de la misma longitud y rigurosamente paralelo al primero.
Depositó la pluma y mantuvo la hoja de papel a la distancia del brazo extendido. Examinó despacio, entornando los ojos, el signo que acababa de diseñar. Satisfecho, dejó la hoja de papel. Tenía motivo. Ante él descansaba lo que iba a convertirse en el signo más célebre de las matemáticas, el signo igual. Dos pequeños trazos paralelos idénticos, separados por un estrecho cojín de aire:
Era 1557 y, desde hacía algún tiempo, se planteaba el problema de crear un signo para sustituir la palabra aequalis, igual, al escribir las ecuaciones. ¿Cómo representar esa noción tan familiar y, a la vez, tan compleja? Poco después, cuando el signo inventado circulaba ya en el mundo de los matemáticos, preguntaron a Recordé por los motivos de su elección. «Si escogí un par de paralelas fue porque son dos líneas gemelas y no hay nada tan semejante como dos gemelos».
Jonathan y Léa se miraron. Pero no como si se mirasen en un espejo. Éste no devuelve más que una imagen… congelada a fuerza de ser idéntica a aquello de lo que es reflejo. En el caso de los chicos Liard cada uno percibía en el otro lo que tenían de singular: pequeñísimas diferencias que expresaban, mejor que nada, su forma común. No eran idénticos como dos libros impresos, sino más bien como dos copias manuscritas. En una palabra, se comunicaban que eran casi los mismos y que ese casi valía el hecho de ser dos.
¡Nada más semejante que dos gemelos! Jonathan-y-Léa no demostraron nada al leer la frase de Recordé, aunque interiormente estaban en plena efervescencia. ¡Qué sabía ese inglés de la condición de gemelo! Dos trazos colocados uno sobre otro. ¿Quién está arriba? ¿Quién abajo?
Recordé era matemático y médico también. Célebre hasta el punto de ser el médico privado de la joven pareja real formada por Eduardo VI y María Tudor.
—¿No es este Eduardo al que Cardano hizo el horóscopo? ¿El que debía vivir mucho tiempo y murió a los dieciséis años? —preguntó Léa.
—Creo que sí —le respondió Jonathan.
—Desgraciado, ¡qué bien acompañado estaba! Un médico matemático que le predijo que moriría viejo y otro que no fue capaz de impedirle morir joven —comentó Léa.
—¿Recuerdas lo que dijo Cardano? —continuó Jonathan—: ¡Eduardo hizo bien en morir cuando murió! Un poco antes o después, su muerte no hubiese sido oportuna. Es decir, antes no hubiera sido la hora y después tampoco. ¡La hora es la hora de cada cual! Si no vemos en eso una apología de la igualdad… ¡Ni más ni menos! ¡Igual!
—De acuerdo, ¿cuándo hubo un signo más y un signo menos? —insistió Léa.
—¡No vayamos a más velocidad que la del compás! Aún no hemos terminado con Recordé —siguió Jonathan—. ¡Atiende! «Tras haber inventado el signo igual, Recordé fue encarcelado en la prisión de Londres por deudas. Murió algunos meses después».
—¡No es posible! —Léa le miró, atónita, y luego estalló en carcajadas—: ¡El tipo que inventó el signo igual murió en la cárcel porque gastó más dinero del que ganaba! Más, no igual.
—¡Tenía una paralela más larga que la otra! —agregó Jonathan.
—¡Su contabilidad era escalena! —continuó Léa con el juego.
¡Quién hubiera podido decirles, no mucho tiempo antes, que harían chistes con las matemáticas!
Sobre la cama estaban abiertas algunas obras que habían cogido de la BS: una Historia de los signos y las notaciones matemáticas y las obras de Cardano. J-y-L estaban decididos a demostrar a Ruche de qué eran capaces y habían pensado ocuparse de las fórmulas de Cardano que, escritas con todas las letras como Ruche las había presentado, eran ilegibles. Ellos les darían un toque «moderno» y actual.
Ya les dejó asombrados el hecho de que antes de 1557 no hubiera signo igual. Léa se dijo que, al día siguiente en clase, volvería a dar el golpe con el signo igual como lo hizo con la reducción. «Y si los dos falsos genios se atreven a hacer algún comentario en contra de las líneas gemelas, les atizo. ¡Habrá ambiente en la clase Cl13!».
—Tiene que morir un tipo al otro extremo del mundo para que descubramos de donde viene el signo igual. ¿Por qué no nos cuentan nunca estas cosas en clase?
Léa dio un grito, como Rachel en el último acto de Fedra:
—¡Jonathan! ¡Casi hemos muerto en la ignorancia!
—¿Morir? —La observó con desconfianza—. No tendrás la intención de… Ferrari fue envenenado por su hermana.
—O por el amante de su hermana.
—¿Tienes un amante? —preguntó maliciosamente Jonathan—. ¡Representábamos una tragedia y tú la conviertes en un vodevil!
—Tú eres quien ha mencionado un amante. ¿Tienes un amante?
—Como Sinfuturo, no respondo si no es en presencia de mi abogado. Somos gemelos —dijo Léa—, pero tengo mi vida privada. El psicólogo lo dijo: «Es necesario que cada uno tenga su vida privada».
—No dijo que no pudiéramos tener la misma.
—¡Estás loco! No temas nada, Jonathan Liard, no eres Ludovico Ferrari. Acuérdate: un chico limpio y sonrosado, una voz dulce, rostro alegre y nariz agradable. Y de gran inteligencia. ¡Nada que ver contigo!
—Pero… ¡con las inclinaciones de un diablo! —rugió Jonathan abalanzándose sobre Léa.
Afortunadamente debajo de su habitación estaba la de Max, que de poco podría enterarse.
—¿Sabes el chiste del signo? —preguntó a quemarropa Jonathan a Léa—: Un lago. Una pareja de cisnes sobre las aguas en calma. Él delante, soberbio. Ella detrás, en su estela. Él se da la vuelta… y le hace un «zignito».
—¡Delicioso, Jonathan! ¡Qué delicado puedes llegar a ser si quieres! No eres tan torpe como aparentas, el físico no te acompaña, porque todavía eres más bobo de lo que pareces.
Él le hubiera dado de bofetadas. Y ella añadió en tono humorístico:
—¡Somos iguales… menos en un signo!
—Historia de los signos y las notaciones matemáticas —dijo Jonathan leyendo el título de la obra que consultaban. Ésta les informó de cómo el signo + y el signo − nacieron en la práctica comercial. En 1489 un tal Widmann los utilizó para marcar cajas de mercancías.
Las cajas se llamaban lagels. Una vez llena, cada una debía pesar cuatro centner. Si no se conseguía obtener el peso exacto, había que indicarlo en la tapa. Una caja pesaba un poco menos de cuatro centner, por ejemplo cinco libras menos, se hacía una raya horizontal y se escribía: «4c − 51». Si, al contrario, una caja pesaba cinco libras de más, se cruzaba la raya horizontal con otra vertical para señalar el excedente: «4c + 51». Los signos pasaron de las cajas de madera a las hojas de cálculo, y del comercio pasaron al álgebra.
Léa escuchaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados. Al acabar Jonathan pensó que el signo menos habrá precedido al más, que era, a la postre, un signo menos atravesado verticalmente.
—Quien puede lo menos, puede lo más —concluyó filosóficamente Jonathan, enseñando a Léa las reproducciones de los jeroglíficos usados por los egipcios para representar la adición y la sustracción.
Intercambiaron una mirada: ¡Ruche valoraría su esfuerzo, seguro!
Jonathan siguió desgranando la lista de signos. La cruz de multiplicar, «×», inventada en 1631 por el inglés William Oughtred. Las dos «v» volcadas, «<» y «>», de menor y mayor, inventadas poco tiempo antes por Thomas Harriot, otro inglés. La √ de la raíz cuadrada, inventada por el alemán Rudolff en 1525. El 3√, para la raíz cúbica, 4√ para la raíz cuarta…
—¿Y para el infinito?
—¿La raíz infinita?
—No, el signo infinito.
Jonathan hojeó la obra y encontró la respuesta:
—Otro inglés, John Wallis, de él es el ocho tumbado del infinito, «∞». ¡Toma, también era médico! ¡El tercero!
Jonathan pasó a los exponentes, describiendo con todo detalle a Léa, a quien no le preocupaba, el modo como el francés Nicolás Chuquet los usaba desde el siglo XV en su libro Triparty en la science des nombres, el tratado de álgebra más antiguo escrito en francés.
—¿Sabes a qué se dedicaba Chuquet?
—¡Médico!
—¡El cuarto! Dicen que los matemáticos son poetas. ¡Galenos, sí! Normal, reducción, números quebrados, matrices… Pues Chuquet… para representar «2 elevado a la potencia 4», borró simplemente «a la potencia» y subió el 4: 24. Y, cuando el número estaba en el denominador, lo pasó al numerador poniendo − ante el exponente. Astuto ¿eh?
¡Exponentes negativos, mientras que otros matemáticos tardaron siglos antes de aceptar cualquier número negativo! «Y a quien de 10 sustrae menos 4 le quedan 14. Y cuando se dice menos cuatro es como si una persona no tuviese nada y aún debiese 4. Cuando se dice 0 es, simplemente, nada…». Un número negativo es no tener nada y encima deber.
Léa interrumpió el texto de Chuquet:
—Yo también tengo un chiste que contar: Las doce del mediodía. Una araña en su tela se prepara para comer. Pasan tres moscas al alcance del hilo. La araña las mira, pensativa: «Si lo he entendido bien, “menos una mosca” es lo que debo añadir a estas tres moscas para engullir solamente dos».
—Los números negativos permiten añadir y tener menos que al principio —resumió Jonathan tan filósofo como la araña—. Cuando tienes «menos 3», ¡es como si no tuvieses nada y, además, me debieras 3!
—Lo que le pasó al pobre Recordé. ¡Los negativos conducen directamente a la cárcel! Si cero es nada, un negativo es «menos que nada».
—¡Buen avance, Nicolás Chuquet! Excepto que su obra Triparty no la publicó. Nadie la leyó en la época. Careció de influencia en el momento.
—Cuanto más lejos vamos más debo admitir que Grosrouvre está lejos de ser el primero que no publicó sus investigaciones —reflexionó Léa en voz alta—. ¿Y las fórmulas?
—¡Ah, no! ¡Olvidémoslo un poco! Por una vez no hablábamos de él.
—¡Santo Dios, que me has dado un gemelo como éste! ¡Estoy hablando de las letras en las fórmulas! —Eso es otro capítulo.
Hojeó de nuevo el libro y tras unos minutos dijo:
—En eso el héroe parece ser un tal François Viète, llamado «el hombre de las letras». Antes de él se reemplazaban, aquí o allá, algunas cantidades por letras. Sólo las cantidades desconocidas. Viète utilizó letras en todo, tanto para representar cantidades desconocidas como conocidas. Sólo letras mayúsculas: las vocales A, O, I… para las desconocidas, las consonantes B, C, D… para las conocidas. Y ahora vamos al contexto histórico: Francia estaba metida de lleno en las guerras de religión, asesinato del duque de Guisa, noche de San Bartolomé, Enrique IV, etc. Los hombres del rey interceptaron un día cartas codificadas que los españoles enviaban a los católicos. Era imposible descifrarlas. ¡Tenían por lo menos 500 caracteres distintos! Enrique IV se las dio a Viète.
»Se interceptaron otras cartas. Los españoles modificaron el código varias veces. Pero Viète tenía un procedimiento que le permitía “seguir” las transformaciones del cifrado. Las autoridades de Madrid, convencidas de que sin ayuda de magia nadie podía descifrar sus mensajes, denunciaron a Viète a la Inquisición. Estuvo a punto de ser llevado como brujo ante el Santo Oficio de Roma. Casualmente esto ocurría casi al mismo tiempo que Cardano estaba encarcelado por mandato del mismo Santo Oficio. ¡Se dice que hay quien come del sacerdocio, pero más bien eran los curas los que comían de los matemáticos!
»Saltamos algunas décadas —continuó Jonathan— y llegamos a Descartes. Él reemplazó las mayúsculas por minúsculas y decidió que las primeras letras del alfabeto, a, b, c… representarían las cantidades conocidas, y las últimas z, x, y… las desconocidas. También se le debe la notación actual de los exponentes.
»Veamos con las notaciones de las ecuaciones. Hizo que pasase todo al lado izquierdo de la ecuación. En consecuencia, a la derecha no quedó más que cero. ¡He ahí por qué siempre todo es igual a cero! ¿Me escuchas? No hablo a la pared, palomita.
—He ahí por qué siempre todo es igual a cero —repitió mecánicamente Léa, que tenía problemas para mantener los ojos abiertos—. ¡Y no me llames palomita si no yo te llamaré corazón, como la pava de Grosrouvre!
—¡Y se obtuvo aequisdosmásbeequismásceigualacero! —exclamó triunfante Jonathan, orgulloso de haber llegado al final.
—¡Qué bien! Reconozco mis signos —suspiró Léa imperceptiblemente—. ¡Final de trayecto!
—Ahora hay que trabajarlo —gruñó Jonathan cogiendo el libro de Cardano.
Léa ya no estaba. Dormía como un ángel. Jonathan, como un condenado, se puso a trabajar solo, vertiendo al lenguaje de un alumno de instituto actual las interminables fórmulas de Cardano «tomadas prestadas a Tartaglia». Cuando acabó, guardó la hoja de papel, apagó la luz, abrió la claraboya de encima de su cama, apartó la capa de nieve y cerró después de ver el cielo negro. La oscuridad penetró de golpe en la buhardilla.
Al día siguiente por la mañana, cuando se marchaba al instituto, deslizó una hoja de papel por debajo de la puerta del garaje-habitación.
El TEB abrió la carta que desde Tokio le remitía su compañero. En ella estaba la traducción del japonés del pie de la foto:
Un anciano sabio francés, utilizando el antiguo método de las sombras del matemático griego Tales, mide la altura de la pirámide del Louvre, construida por el arquitecto Ieoh Ming Pei.
—¿Qué quiere que haga yo con el pie de foto? ¿Quién ese tipo, ese Tales?
No obstante se fue al Louvre y, a pesar de que untó los bolsillos de los guardianes y guías, no obtuvo ninguna información sobre el anciano sabio del centro de la foto. Tampoco le aclararon quién era Tales.
El TEB hizo una docena de fotocopias de la foto del periódico de Tokio. Situó a uno de sus hombres en las proximidades del Quai de la Mégisserie por si el chiquillo volvía por allí.
Después de tomar tres cañas, una idea se abrió paso en su cabeza. «Los chicos van al colegio porque en Francia es obligatorio. Si estuviésemos en Calcuta o en Río o en el mismo Nápoles ya no estaría tan claro». ¿Qué edad podría tener? Reconocía que no era experto en niños.
Giulietta le aseguró que tendría entre los once y doce años. Más cerca de doce que de once, por lo tanto estaría inscrito en un colegio, no en una escuela primaria. Llamó al rectorado por teléfono. «¿Cuántos colegios dice usted?». ¡Dios Santo! ¡Multiplicados por el número de quintos y sextos grados eran un buen centenar! El TEB se sentía abrumado, no iba a esperar a la salida de todos los colegios de París. Giulietta, siempre tan caritativa, le espetó:
—¿Quién nos dice que no está en un colegio del extrarradio? ¡Hay muchos chavales de las afueras que vienen a las Pulgas!
Efectivamente, ¿quién podía afirmar nada seguro? ¡Imposible encontrar un chico de doce años en una ciudad de diez millones de habitantes! Y, para postre, todos los chiquillos se parecen.
No era ésa la opinión de Giulietta.
—Te digo que éste era raro —le confesó—. Tenía algo, no sé exactamente qué, algo fuera de lo corriente. Cuando le hablabas se fijaba en ti con una…, con una atención que te…
—A lo mejor te encontraba bonita —galanteó el TEB—. Y no es el único —continuó con una sonrisa seductora.
La chica hizo un brusco ademán para decirle que empezaba a cansarla. Luego, casi para sí misma, añadió:
—Ese chico me causó una curiosa impresión.
—¡Vaya, no irás a resultar pedófila!
—¡Qué burro eres! —Dio media vuelta y se alejó a paso vivo. Estaba seriamente enfadada.
—De verdad que el chico es majo. Me recuerda a un amigo de quien no me pude enamorar cuando era pequeña. Mi madre me dijo: «Si lo vuelves a ver, te arranco los ojos».
—¿Y no volviste a verlo?
—Admitamos que preferí mis ojos.
El TEB había fracasado en su intento. Para conquistarla sería preciso que le admirase. ¡Iba a demostrarle sus aptitudes! Se esforzó en hallar una segunda idea, y la encontró. Estaba en una palabra: foto.
Tenía la foto del chico, el chico estaba en un colegio. ¿Qué hacen todos los años en los colegios? Se hacen la foto de la clase. ¡A través de los fotógrafos escolares encontraría al chico! «Alguna cosa hay aquí dentro», se dijo acariciándose el cráneo.
Y visitó a todos los fotógrafos escolares de una lista que pudo obtener. Todos desconfiaban. Primero se negaban aduciendo secreto profesional. Y, además, se trataba de menores. Pero el TEB se montó una historia que vencía enseguida sus recelos: era corresponsal de un periódico del Japón especializado en animales. Para corroborar sus palabras señalaba el loro posado en el hombro del chaval. El chico de la foto y su loro acababan de llevarse el premio de los lectores. Y lo buscaba para podérselo entregar. Una importante suma, dicho sea de paso.
—Por supuesto, habrá una recompensa proporcional a quien me permita echarle el guante…, quiero decir, encontrarlo.
No quedaba más que esperar el resultado de las gestiones.
Había establecido una tercera vía: las Pulgas. De repente palideció. ¿Y si el muchacho había revendido el loro a una de esas bandas de traficantes de animales? Mierda, mierda. Sería una catástrofe. El Patrón se pondría furioso. Y el TEB, sobra todas las cosas, temía su cólera. Era terrible. Cuando a él le caía una encima, perdía el norte. Se sentía tan desamparado que cualquier mesa era buena para esconderse. Igual que cuando era pequeño y veía aterrado que su padre se le venía encima. No era religioso, pero rezó con intensidad a la Madona. «Haz que encuentre ese jodido loro». Lo encontraría, estaba convencido. El Patrón le felicitaría, el TEA reventaría de celos y Giulietta caería a sus pies. Enrojeció de felicidad.
Por la mañana, Ruche recogió la hoja de papel que Jonathan deslizó por debajo de la puerta del garaje-habitación. Estupefacto leyó lo que sigue:
Los egipcios consignaban así los signos de las operaciones:
Ruche decidió proteger sus piernas, que no andaban ni en un sentido ni en otro. En el mueble de la esquina de la habitación, atestado de zapatos, escogió unos botines forrados de piel de cordero. Al releer la cita de Platón pegada al mueble: «No se comprende qué es la ciencia del calzado, si no se entiende qué es la ciencia», pensó que, en lo que le atañía, sería preferible invertir los términos: «No se comprende qué es la ciencia, cuando no se comprende qué es la ciencia del calzado».
La continuación del mensaje de J-y-L era más realista…: «Marchando a más velocidad que lo que marca el compás, como usted dice, éste es el aspecto que tendrá la fórmula de Cardano algún tiempo después».
Ruche miró la cosa. Hum… El mismo tipo de fórmulas que le habían cargado tanto durante sus estudios, las que le hacían ver a Grosrouvre como un bárbaro expresándose en una lengua llena de brutalidad.
¡Los gemelos le obligaban a actuar contra sus deseos! Ruche sintió que no podía pararse en medio del vado. No sabía aún qué pasaba con la resolución de la ecuación de tercer grado. ¿Era solucionable por radicales? ¡Sí o no!
¿Quid de esta fórmula? Sí, había un punto delicado. ¡Presentada o no bajo notación moderna no lo resolvía todo! Ruche empleó su tiempo en entenderlo. La fórmula, a veces prolífica, producía más soluciones de las que se esperaban, a veces estéril, era imposible de aplicar.
Uno de los corresponsales de Tartaglia le confesó un día su dificultad en creer que una ecuación de tercer grado pudiese tener dos o más soluciones. «Cierto, la cosa es dura de creer», le respondió Tartaglia, «y, si la experiencia no me diese fe de ello, yo tampoco lo creería».
¡Por lo tanto podía haber más de una solución a la ecuación de tercer grado! ¿Cuántas? ¿Dos, tres, más? Una vez más, todo giraba alrededor de las cantidades negativas.
A los que usan los parkings de fines de siglo XX, los números negativos no les plantean ningún problema. «−2» escrito en el botón del ascensor, simplemente es el segundo subterráneo en donde está el coche aparcado.
Sin ser tan moderno en sus relaciones con las cantidades negativas, Cardano tuvo menos repugnancia en admitirlas como soluciones. Para él eran, según sus palabras, raíces «menos puras», pero raíces en cualquier caso.
En la fórmula que Jonathan le había pasado, después de su noche en blanco, una parte presentaba problemas:
Si la cantidad bajo la raíz, (q/2)2 + (p/3)3, por desgracia, era negativa, la fórmula era impracticable. Porque no se puede extraer la raíz cuadrada de una cantidad negativa. Ruche intentó recordar por qué. Y acabó por reconstruir el razonamiento. A medida que manejaba las matemáticas, efectuaba una pequeña gimnasia mental de la que se sentía satisfecho.
1. El cuadrado de un número es siempre positivo. Sea positivo o negativo el número. La regla de los signos se impone: más por más y menos por menos dan más.
2. ¿Qué es la raíz cuadrada de un número a: √a? Es un número que, elevado al cuadrado, da a: (√a)2. ¿Y si a es negativo? ¡Tendríamos un cuadrado negativo! ¡Imposible! Estaría en contradicción con el resultado anterior.
¡No existen raíces cuadradas de cantidades negativas!
Así, cuando sea negativo, la fórmula es impracticable, y no hay raíces. Leyendo La esfera y el cilindro de Arquímedes, quizás en la traducción que había hecho Tartaglia, Cardano descubrió que, en ese caso, el siracusano enseñaba que había tres raíces.
Y Cardano precisó la situación. 1) Mi fórmula es correcta. 2) Es inaplicable en un caso concreto y eso la pone en contradicción con los resultados de Arquímedes. 3) La imposibilidad de tomar una raíz cuadrada negativa es la única responsable de esta contradicción.
Para Cardano la solución existía. ¿Retrocedería ante la extracción de una raíz cuadrada negativa un hombre capaz de hacerle el horóscopo a Jesucristo?
Se atrevió. Previno a sus lectores: «Olvidad las torturas mentales que esto os producirá e introducid estas cantidades en vuestras ecuaciones». E introdujo cosas como √−1. ¡Y funcionó!
Se había invertido un tiempo enorme en arreglar algo, aunque poco, la suerte de √2. ¿Cómo se las iban a arreglar con ese √−1?
Los griegos admitieron la existencia de magnitudes irracionales porque se imponían. Pero no les otorgaron la condición de número. Los árabes, más generosos, sí se la concedieron. Los irracionales, convertidos en números (casi) como los otros, podían ser propuestos como soluciones de ecuaciones algebraicas, aunque no estaban aún dotados de una auténtica definición. Y ya era el final del siglo XVI.
Empezó un camino similar para √−1.
Raffaelle Bombelli fue quien inició el recorrido. Tuvo menos escrúpulos aún que Cardano en utilizar estos omni: «objetos matemáticos no identificados». Operó con las raíces de magnitudes negativas aplicándoles idénticas reglas que las usadas para los números «normales». Con su Álgebra, en la que presentaba todas estas novedades, quedaron eclipsadas las obras de Tartaglia y de Cardano. No disfrutó mucho de la celebridad: su muerte tuvo lugar el mismo año de la aparición del libro, en 1572.
Ruche advirtió, de pasada, que Bombelli señalaba que el problema de la trisección del ángulo equivalía a resolver una ecuación de tercer grado. Era un nuevo aspecto, que no solucionaba su construcción con regla y compás. Sin embargo tenía una capital importancia: el problema dejaba el terreno puramente geométrico, en donde estaba refugiado hasta ahora, para entrar en el campo algebraico.
Algo más: Bombelli inventó una notación de gran trascendencia, que Jonathan-y-Léa habían olvidado en su lista: los paréntesis. Los grandes olvidados en las notaciones matemáticas.
Van en parejas. A la izquierda, el que abre, y el que cierra, a la derecha. Su papel es esencial: permitir escribir expresiones matemáticas sin ambigüedades. Ruche probó con dos divisiones seguidas: 2 dividido por 3 dividido por 5, ¿qué resulta?
Si se escribe «2/3/5» es dudoso. ¿5 divide a 2/3 o 3/5 divide a 2? ¿Cómo saberlo? ¡Imposible sin los paréntesis, caray!
Con ellos, por el contrario, podemos escoger: si los ponemos al principio «(2/3)./5», el resultado es 0,133 333 333 333…
Si están al final «2/(3/5)», el resultado es 3,333 333 333 333… ¡Son resultados distintos!
¡Ése era el error de Cardano en uno de los tercetos de Tartaglia! Al terzo cubo delle cose netto. Cardano entendió «el tercio del cubo» y se trataba de «el cubo del tercio». Con paréntesis no había posibilidad de error. Cardano no hubiese podido leer (p3) /3 si Tartaglia hubiera escrito (p/3)3.
Ruche consideró que debería abrirse una suscripción para construir un monumento con una dedicatoria parecida a ésta:
A los paréntesis, con el agradecimiento de las expresiones matemáticas.
Raffaelle Bombelli inventó otro par en matemáticas. Antes de él existía el par +1, —1, más y menos. Bombelli añadió otro: más de menos: + √—1 y menos de menos: — √—1. En lo sucesivo el álgebra sería el campo cerrado de una partida cuadrada que se jugaría entre cuatro protagonistas. Establecidas las reglas de este cálculo ampliado, compuso una canción de corro para favorecer su difusión:
Più di meno via più di meno, fa meno.
Più di meno via meno di meno, fa più.
Meno di meno via più di meno fa più
Meno di meno via meno di meno, fa meno.
Que traducido da:
¡Habían comenzado a calcular con estos nuevos entes! Tan ficticios parecían a todos que se guardaban bien de dar una definición de ellos. Material puro para el cálculo, se usaban como simples intermediarios, exprimidos hasta el fin y desechados a riesgo de desaparecer sin dejar rastro de su paso. ¡Poquita cosa, vamos! Un poco como el arte de la perspectiva, inventada en la misma región unas docenas de años antes. En el resultado final del cuadro, las rectas que sirvieron para establecer una perspectiva quedaban invisibles tras ser cuidadosamente borradas.
¿Hay que llamar números a esos entes? Y si se les llama números, no pueden ser más que números imposibles. Descartes mejoró su estatuto. Para valorar en qué orden de la realidad los situaba, los llamó números imaginarios. Más tarde aún, después de homologada su realidad, el matemático alemán Gauss no vio en ellos más que números… complejos.
Los números que se habían utilizado hasta entonces, positivos o negativos, racionales o irracionales, se llamaron, por oposición, números reales.
Hubo que esperar a 1777 en que Leonhard Euler reemplazó el inquietante √−1 por el símbolo por el que se le conoce hoy. Escribió
√−1 = i, i ¡de imaginario!
Ruche torció el gesto. ¿No era este Euler uno de los matemáticos de la lista de Grosrouvre? Lo comprobó. Euler venía a continuación de Fermat, que, a su vez, seguía a Tartaglia. Estaba en el buen camino.
Ruche recapacitó largo tiempo sobre el trayecto recorrido por esos entes matemáticos. De imposibles a imaginarios, de imaginarios a complejos. ¡Cuántas ideas, sistemas políticos, teorías, procedimientos siguieron el mismo camino para convertirse en realidad! ¡Y realidad banal, a veces!
Estos nuevos números ¿cómo se comportaban? Si querían merecer su calificativo debían ser… más complejos que los otros. Para conseguir un número complejo se necesitaban dos números reales. Por ejemplo, con el par (2,3) se construía el número complejo:
2 + 3i
Con el par (2,0) se construía el complejo 2 + 0i, es decir, ¡simplemente 2! Lo que implicaba que un número real era un número complejo particular. El rizo estaba rizado. En definitiva, el trayecto recorrido había consistido en sumergir los números reales en un conjunto más amplio. Se había agrandado el universo en el que se había actuado hasta entonces, a fin de hacer posible lo que era imposible.
Una cosa atormentaba a Ruche. ¿Se podía o no extraer la raíz cuadrada de un número negativo? La respuesta era neta y doble.
¡No! No se podía obtener la raíz cuadrada de un número negativo en el conjunto de números reales. ¡Lo que era imposible seguía siendo imposible dónde era imposible!
¡Sí! Se podía operar la raíz cuadrada de un número negativo en el conjunto de números complejos.
Por último, ¿qué es i?
Los matemáticos definían: «una raíz imaginaria de la unidad negativa». Como no pertenecía al conjunto de los números reales, su irrupción en el universo de las matemáticas no introdujo ninguna contradicción en ese conjunto.
Ruche se dio cuenta de que, desde que comenzó su periplo, se había encontrado varias veces ante dos interrogantes de orden tanto matemático como filosófico: el de la existencia y el de la imposibilidad.
Si tuviese que resumir, diría: en algunos momentos de la historia, algunos matemáticos, enfrentados a un problema que no alcanzaban a resolver, se vieron abocados a realizar actos ilícitos. Lo hicieron en el secreto de su gabinete. Si querían ir más lejos, sabían que debían abandonar el universo en el que se movían hasta entonces. Atravesar el espejo, como Alicia. Allí, al abrigo de las leyes que regían en el mundo que habían dejado, podían hacer cosas turbias, pero eficaces, con las que podían desbloquear la situación. Luego, al cruzar otra vez el espejo, orgullosos de su audacia y enriquecidos por sus maniobras secretas, eran capaces, ellos o sus sucesores, de engrandecer el universo matemático para que cupieran esos nuevos seres alumbrados al otro lado del espejo.
Se puede siempre ir al otro lado del espejo con los negativos, los irracionales, los imaginarios, etc., ¡siempre que se vuelva con las manos cargadas de maravillas!
Aunque la escritura en estado puro no existe, ya sea poesía, literatura o matemáticas. Escribir el «imposible» es cuestionarse su existencia, autorizando las tentativas de legitimarlo. En matemáticas se hace elaborando una teoría en la que esa escritura hasta entonces sin sentido, comience a representar un objeto bien definido. Siempre se pueden definir nuevos entes. Con 1 condición de que su existencia sea una coexistencia. La llega de nuevos entes no debe poner en peligro la existencia de los que ya están, ni tampoco contradecir los resultados ya establecidos
Las revoluciones, en matemáticas, no se hacen destruyendo los mundos antiguos, que guardarán siempre su verdad y legitimidad. Se hacen construyendo nuevos universos que o bien engloben a los precedentes, o bien se coloquen a su lado. Nunca los nuevos entes aniquilan a los antiguos. Es un hermoso ejemplo de cohabitación entre ancestros y recién nacidos.
Cuando Ruche contó a Jonathan-y-Léa lo que había aprendido respecto a los números imaginarios, su reacción fue inmediata.
—Es exactamente lo contrario de lo que nos contó con la regla y el compás —dijo Jonathan—, que empezaba por poner una prohibición: «¡No construirás si no es con la regla y el compás!».
—Respecto a los imaginarios —comentó Léa—, no son muy mirados respecto a los medios utilizados para resolver el problema. ¡Es lo de «El fin justifica los medios»! Cuando uno llega, los medios al garete… Y corramos un tupido velo sobre todo lo que ha contribuido a llegar al resultado y… —No acabó la frase. Suavizando la voz siguió—: El resultado se mofa. No lleva la señal de las condiciones de su nacimiento. —Y acabó, juguetona—: ¡Lo importante es que funcione!
Ruche intervino agitando ruidosamente la silla:
—¿Y qué pasa cuando no funciona?
A lo que la chica respondió afectuosamente:
—¿Cuándo no funciona, Ruche? ¡Volamos!
Sinfuturo agitó las alas, se elevó y se posó en el hombro de Léa, cosa que jamás había hecho con nadie a excepción de Max. Léa se sintió confusa.
Jonathan-y-Léa tomaron el asunto en sus manos al día siguiente. Ruche no había creído oportuno montar una sesión sobre el tema, y la organizaron ellos. Con la presencia asegurada del grupo: Ruche, Max y Perrette, convocaron al grupo de apoyo: Albert y Habibi. Sinfuturo, por supuesto, estaba en el ajo.
Erguido en la barra superior de la percha, empezó con una graciosa cabriola realizada a cámara lenta. En el momento en e estaba con la cabeza abajo anunció:
—¡Drama de los imaginarios!
Cambiando de marcha, con una rotación acelerada, acabó la cabriola de golpe, volviendo a ponerse derecho como una I sobre la barra. Estirando el cuello, declaró, estremeciendo el extremo escarlata de sus plumas remeras:
—¡Obra en i cuadros!
Con la música de los bateleros del Volga como fondo, Jonathan-y-Léa avanzaron cantando la salmodia de la canción:
«¡Ye li u HAN, ye li u HAN!», reflejando a través de la música la condición miserable de los galeotes remando en el fondo del sollado. Cuando el coro cesó, se sintieron conectados con el alma persa, y animados por el talento de al-Jayyam se atrevieron a recitar los casi-rubayyat de los versos compuestos por ellos:
Trabajadores imaginarios
importados de allende las fronteras,
presos en su condición de desclasados,
se les hizo pencar sin miramientos.
El tiempo pasa,
la situación se alarga,
los imaginarios dejaron de ser efímeros,
y su trabajo dejó el dominio temporero.
Esta presencia permanente
hace la situación inaguantable,
que provoca interrogantes.
¡Hubo que poner las cosas en claro!
Pobres seres inexistentes,
todo, menos perezosos.
¡Muy tarde para fletar un avión
que los enviase al cielo
a reunirse con su nada!
¡No había más que una solución,
su regularización, ción, ción!
Sinfuturo dijo la palabra final. Y repitió varias veces, a lo mejor en homenaje a Tartaglia, el tartamudo, la i de imaginario. Pero esa i sonaba como «ai». Tuvo que trabajar duro para pronunciar una i que no fuese un grito. Tras los cuartetos de al-Jayyam, los tercetos de Tartaglia, canciones de corro de Bombelli, los versos de J-y-L Liard. Las Mil y Una Hojas se iban a convertir a este paso en un salón poético de última moda.
Habibi estaba en la gloria, no había entendido el sentido de las palabras, pero la música le había hecho vibrar. Perrette siguió, sin decir una palabra, el drama de los imaginarios y su turbio nacimiento.
El sainete elaborado por Jonathan-y-Léa impresionó a Ruche, menos por su calidad artística que por su agudeza política. No sabía que J-y-L fuesen tan sensibles a esos temas de los que nunca habían hablado en casa. Sin embargo, en casa, ¿hablaban de lo que realmente les preocupaba? No obstante, de un tiempo a esta parte…
Ruche nunca había sido militante de ningún partido, a pesar de que tenía su fibra política; haber pertenecido a la Resistencia le había hecho fermentar un odio profundo contra todos los terrores, fueran éstos políticos, ideológicos, religiosos o económicos. Era muy simple: odiaba la opresión; en su mente había una especie de axioma implícito que le inclinaba estar siempre de parte del oprimido y en contra del opresor.