Capítulo
21
El vampiro con una bandeja de desayuno me dio la bienvenida a la mañana siguiente después de mi ducha.
—Le dije a Marthe que querías trabajar esta mañana —explicó Matthew, levantando la tapa que mantenía caliente la comida.
—Entre los dos me estáis malcriando. —Desdoblé la servilleta, sentada en un sillón cercano.
—No creo que tu carácter corra peligro alguno. —Matthew se agachó y me dio un beso prolongado. Sus ojos estaban brumosos—. Buenos días. ¿Has dormido bien?
—Estupendamente. —Agarré el plato de sus manos mientras mis mejillas se enrojecían al evocar la invitación que le había hecho la noche anterior. Todavía sentía una punzada de dolor al recordar su amable rechazo, pero el beso de esa mañana confirmó que habíamos sobrepasado los límites de la amistad y nos estábamos moviendo en una nueva dirección.
Después de mi desayuno bajamos, encendimos nuestros ordenadores y nos pusimos a trabajar. Matthew había dejado un ejemplar del siglo XIX normal y corriente de una traducción inglesa de la Biblia Vulgata sobre la mesa junto al manuscrito.
—Gracias —le dije por encima de mi hombro mientras la sostenía en alto.
—La encontré abajo. Parece ser que la que yo tengo no es suficientemente buena para ti. —Esbozó una sonrisa burlona.
—Me niego absolutamente a utilizar una Biblia de Gutenberg como libro de referencia, Matthew. —Mi voz salió más severa de lo que quería, lo que hizo que pareciera una rígida maestra de escuela.
—Me sé la Biblia de memoria. Si quieres saber algo, simplemente pregúntame —sugirió.
—Tampoco te voy a usar a ti como un libro de referencia.
—Como quieras —dijo, encogiéndose de hombros con otra sonrisa.
Con el portátil a mi lado y un manuscrito de alquimia delante de mí, pronto estuve absorta en la lectura, analizando y registrando mis ideas. Hubo un incidente molesto cuando le pedí a Matthew algo que sirviera de peso para sujetar las páginas del libro mientras yo escribía. Rebuscó y encontró una medalla de bronce con un retrato de Luis XIV y un pequeño pie de madera que me aseguró que provenía de un ángel alemán. No estaba dispuesto a entregar esos dos objetos sin asegurarse de su devolución. Finalmente quedó satisfecho con varios besos más.
Aurora Consurgens era uno de los textos más hermosos de la tradición alquímica, una meditación sobre la figura femenina de la sabiduría así como una exploración de la reconciliación química de fuerzas naturales opuestas. El texto en la copia de Matthew era casi idéntico a las versiones que había consultado en Zúrich, Glasgow y Londres. Pero las ilustraciones eran muy diferentes.
La artista, Bourgot Le Noir, había sido una verdadera maestra en su arte. Cada iluminación era precisa y estaba ejecutada a la perfección. Pero su talento no estaba simplemente en el dominio técnico. Sus representaciones de los personajes femeninos indicaban una sensibilidad diferente. La Sabiduría de Bourgot estaba llena de fuerza, pero también había algo suave en ella. En la primera ilustración, donde la Sabiduría protegía la personificación de los siete metales con su capa, tenía una expresión de orgullo feroz, maternal.
Había dos miniaturas —tal como Matthew había asegurado— que no estaban incluidas en ninguna copia conocida del Aurora Consurgens. Ambas aparecían en la parábola final, dedicada a la boda química del oro y la plata. La primera acompañaba las palabras pronunciadas por el principio femenino en el cambio alquímico. Con frecuencia representada como una reina vestida de blanco con emblemas de la luna para mostrar su asociación con la plata, había sido transformada por Bourgot en una criatura hermosa y terrorífica con serpientes plateadas en lugar de pelo, su cara ensombrecida como una luna eclipsada por el sol. En silencio leí el texto que la acompañaba, traduciendo el latín al inglés: «Vuélvete a mí con todo tu corazón. No me rechaces porque esté oscura y en sombras. El fuego del sol me ha cambiado. Los mares me han envuelto. La tierra ha sido corrompida debido a mi trabajo. La noche cayó sobre la tierra cuando me hundí en la profundidad cenagosa, y mi sustancia quedó escondida».
La Reina Luna sostenía una estrella en una palma extendida. «Desde las profundidades del agua te grité y desde las profundidades de la tierra llamaré a aquellos que pasan junto a mí —continué traduciendo—. Búscame. Mírame. Y si encuentras a otro que sea como yo, le entregaré el lucero del alba». Mis labios formaban las palabras y la iluminación de Bourgot le daba vida al texto en la expresión de la Reina Luna, que mostraba tanto su miedo al rechazo como su tímido orgullo.
La segunda imagen única aparecía en la página siguiente y acompañaba a las palabras pronunciadas por el principio masculino, el áureo Rey Sol. Se me erizó el pelo de la nuca ante la representación de Bourgot de un pesado sarcófago de piedra, con su tapa apenas abierta para descubrir un cuerpo dorado tendido en su interior. Los ojos del rey estaban cerrados en paz, y había una expresión de esperanza en su rostro, como si estuviera soñando con su liberación. «Saldré ahora y recorreré la ciudad. En sus calles buscaré a una mujer pura con la que me casaré —leí—, con hermoso rostro, cuerpo todavía más hermoso, vestimentas espléndidas. Ella apartará la piedra de la entrada de mi tumba haciéndola rodar y me dará las alas de una paloma para que pueda volar con ella a los cielos para vivir durante toda la eternidad y llegar al reposo». El pasaje me hizo recordar el amuleto de Betania de Matthew, el diminuto ataúd de plata de Lázaro. Busqué la Biblia.
—Marcos 16, Salmos 55 y Deuteronomio 32, línea 40. —La voz de Matthew resonó en el silencio, soltando referencias como concordancias bíblicas automáticas.
—¿Cómo sabes lo que estaba leyendo? —Me giré en mi asiento para poder verlo mejor.
—Estabas moviendo los labios —respondió, sin apartar la mirada de la pantalla de su ordenador mientras sus dedos golpeaban las teclas.
Apreté los labios y volví al texto. El autor se había servido de todos los pasajes bíblicos que se correspondieran con la historia alquímica de la muerte y la creación, parafraseándolos y uniéndolos entre sí. Arrastré la Biblia sobre el escritorio. Estaba encuadernada en cuero negro y una cruz dorada adornaba la tapa. La abrí en el Evangelio de Marcos, recorrí el capítulo 16. Allí estaba, Marcos 16, 3: «Se decían unas a otras: “¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?”».
—¿Lo has encontrado? —preguntó Matthew con delicadeza.
—Sí.
—Bien.
La habitación quedó en silencio otra vez.
—¿Dónde está la línea sobre el lucero del alba? —A veces mi formación pagana se convertía en un serio problema profesional.
—Apocalipsis 2, línea 28.
—Gracias.
—Ha sido un placer. —Desde la otra mesa me llegó una risa ahogada. Incliné mi cabeza sobre el manuscrito y la ignoré.
Al cabo de dos horas de leer letra gótica diminuta y de buscar las referencias bíblicas correspondientes, estaba más que dispuesta a ir a cabalgar cuando Matthew sugirió que era hora de hacer una pausa. Como premio adicional, prometió contarme durante el almuerzo cómo había conocido al fisiólogo del siglo XVII William Harvey.
—No es una historia demasiado interesante —había protestado Matthew.
—Tal vez no para ti. Pero ¿para una historiadora de la ciencia? Es lo máximo a lo que puedo aspirar en cuanto a cercanía con el hombre que llegó a la conclusión de que el corazón era una bomba.
No habíamos visto el sol desde que llegamos a Sept-Tours, pero a ninguno de los dos nos importó. Matthew parecía más relajado y yo estaba asombrosamente feliz de estar fuera de Oxford. Las amenazas de Gillian, la fotografía de mis padres, incluso Peter Knox…, todos se iban alejando a medida que iban pasando las horas.
Cuando salimos a caminar por los jardines, Matthew charló animadamente sobre un problema en el trabajo que implicaba una parte de la cadena de ADN que debía haber estado presente en una muestra de sangre, pero no estaba. Bosquejó un cromosoma en el aire en un esfuerzo por ser más claro en su explicación, señalando el área en cuestión, y asentí con la cabeza a pesar de que la parte central del asunto siguió siendo un misterio para mí. Las palabras continuaron saliendo de su boca, y puso un brazo sobre mi hombro, atrayéndome hacia él.
Dimos la vuelta en una línea de setos. Un hombre de negro estaba apostado en el exterior del portón que habíamos atravesado en nuestro paseo del día anterior. La forma de apoyarse sobre un castaño, con la elegancia de un leopardo que merodea, indicaba que se trataba de un vampiro.
Matthew me arrastró para colocarme detrás de él.
El hombre se apartó elegantemente del tronco rugoso del árbol y se dirigió hacia nosotros. El hecho de que se trataba de un vampiro fue entonces confirmado por su piel anormalmente blanca y sus inmensos ojos oscuros, realzados por su chaqueta de cuero negra, vaqueros y botas también negros. A aquel vampiro no le importaba llamar la atención. Su expresión lobuna era la única imperfección en un rostro por lo demás angelical, con facciones simétricas y pelo oscuro que se rizaba hasta el cuello. Era más bajo y más ligero que Matthew, pero el poder que transmitía era innegable. Sus ojos enviaron una profunda frialdad por debajo de mi piel, donde se extendió como una mancha.
—Domenico —dijo Matthew tranquilamente, aunque su voz era más fuerte que de costumbre.
—Matthew. —La mirada que el vampiro le dirigió a Matthew estaba llena de odio.
—Han pasado muchos años. —El tono informal de Matthew indicaba que la aparición repentina del vampiro era un acontecimiento cotidiano.
Domenico parecía pensativo.
—¿Cuándo fue la última vez? ¿En Ferrara? Estábamos ambos luchando contra el papa…, aunque por razones diferentes, si mal no recuerdo. Yo estaba tratando de salvar Venecia. Tú intentando salvar a los templarios.
Matthew asintió lentamente con la cabeza, con los ojos fijos en el otro vampiro.
—Supongo que tienes tener razón.
—Después de eso, amigo mío, parece que desapareciste. Compartimos tantas aventuras en nuestra juventud: en los mares, en Tierra Santa. Venecia estaba siempre llena de diversiones para un vampiro como tú, Matthew. —Domenico sacudió la cabeza como si sintiera pena. El recién llegado parecía veneciano… o un cruce impuro entre un ángel y un demonio—. ¿Por qué no viniste a visitarme al pasar de Francia a alguno de tus otros refugios?
—Si te ofendí, Domenico, seguramente fue hace demasiado tiempo como que nos preocupemos por ello ahora.
—Quizás, pero hay una cosa que no ha cambiado en todos estos años. Siempre que hay una crisis, hay un Clermont cerca. —Se volvió hacia mí y una expresión de codicia apareció en su rostro—. Ésta debe ser la bruja sobre la que tanto he oído hablar.
—Diana, vuelve a casa —dijo Matthew bruscamente.
La sensación de peligro era palpable, y vacilé, pues no quería dejarlo solo.
—Vete —insistió. Su voz era tan afilada como una espada.
Nuestro vampiro visitante descubrió algo por encima de mi hombro y sonrió. Una brisa helada me rozó al pasar y un brazo frío y duro se entrelazó con el mío.
—Domenico —vibró la musical voz de Ysabeau—. ¡Qué visita tan inesperada!
Él hizo una reverencia formal.
—Mi señora, es un placer verte con tan buena salud. ¿Cómo supiste que yo estaba aquí?
—Te olfateé —respondió Ysabeau desdeñosamente—. Vienes aquí, a mi hogar, sin ser invitado. ¿Qué diría tu madre si supiera que te portas de esta manera?
—Si mi madre todavía estuviera viva, podríamos preguntarle —replicó Domenico con una brutalidad apenas disimulada.
—Maman, lleva a Diana de vuelta a la casa.
—Por supuesto, Matthew. Os dejaremos para que podáis hablar. —Ysabeau se volvió, arrastrándome a mí con ella.
—Me iré más rápidamente si me permites entregar mi mensaje —advirtió Domenico—. Si tengo que volver, no lo haré solo. La visita de hoy era una cortesía para ti, Ysabeau.
—Ella no tiene el libro —aseguró Matthew bruscamente.
—No estoy aquí por el maldito libro de las brujas, Matthew. Que se ocupen ellas de eso. He venido de parte de la Congregación.
Ysabeau suspiró, larga y suavemente, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante varios días. Una pregunta comenzó a formarse en mis labios, pero ella la silenció con un gesto de advertencia.
—Bien hecho, Domenico. Me sorprende que tengas tiempo para visitar a viejos amigos, con todas tus nuevas responsabilidades. —La voz de Matthew sonaba desdeñosa—. ¿Por qué la Congregación desperdicia el tiempo en visitas oficiales a la familia Clermont cuando hay vampiros que van dejando cadáveres sin sangre por toda Europa para que los humanos los encuentren?
—No está prohibido que los vampiros se alimenten de seres humanos… aunque es lamentable que algunos sean descuidados. Como bien sabes, la muerte sigue a los vampiros dondequiera que vayamos. —Domenico se encogió de hombros ante esa brutalidad, y temblé ante su tranquila indiferencia por la frágil vida de aquellos con sangre caliente—. Pero el acuerdo prohíbe claramente toda relación entre un vampiro y una bruja.
Me di la vuelta y miré a Domenico.
—¿Qué has dicho?
—¡Vaya, ella habla! —Domenico aplaudió en falso y burlón deleite—. ¿Por qué no dejar que la bruja participe en esta conversación?
Matthew estiró el brazo y me llevó hacia delante. Ysabeau siguió entrelazada a mi otro brazo. Estábamos en una línea corta compacta: vampiro, bruja y vampiro.
—Diana Bishop. —Domenico hizo una profunda reverencia—. Es un honor conocer a una bruja de un linaje tan antiguo y distinguido. Son tan pocas las familias antiguas que todavía están con nosotros. —Cada palabra que pronunciaba, por formalmente que fuera dicha, sonaba a una amenaza.
—¿Quién eres tú? —pregunté—. ¿Y por qué te preocupa con quién paso el tiempo?
El veneciano me miró con interés antes de echar su cabeza hacia atrás y aullar de risa.
—Dijeron que eras polemista como tu padre, pero no les creí.
Mis dedos hormigueaban ligeramente y el brazo de Ysabeau se hizo un poco más fuerte.
—¿He enfadado a tu bruja? —Los ojos de Domenico estaban fijos en el brazo de Ysabeau.
—Di lo que viniste a decir y sal de nuestras tierras. —La voz de Matthew sonó perfectamente familiar.
—Mi nombre es Domenico Michele. He conocido a Matthew desde que renació y a Ysabeau desde hace, más o menos, el mismo tiempo. No conozco a ninguno de ellos tan bien como conocí a la bella Louisa, por supuesto. Pero no debemos hablar a la ligera de los muertos. —El veneciano se persignó hipócritamente.
—Trata de no hablar de ninguna manera de mi hermana. —Matthew guardaba la calma, pero Ysabeau parecía a punto de cometer un homicidio, con los labios blancos.
—Todavía no has respondido a mi pregunta —dije, llamando la atención de Domenico otra vez.
Los ojos del veneciano emitieron destellos en franco reconocimiento.
—Diana —intervino Matthew, sin poder ocultar la aspereza de su garganta. Fue lo más cerca que jamás había estado de gruñirme. Marthe salió de la cocina con una expresión de alarma en su rostro.
—Es más apasionada que la mayoría de ellas, por lo que veo. ¿Por eso lo arriesgas todo para retenerla contigo? ¿Ella te divierte? ¿O piensas alimentarte de ella hasta que te aburras para luego abandonarla, como has hecho con otros seres de sangre caliente?
Matthew rozó con sus dedos el ataúd de Lázaro, sólo perceptible como una protuberancia debajo de su jersey. No lo había tocado desde que habíamos llegado a Sept-Tours.
Los agudos ojos de Domenico también advirtieron el gesto, y su respuesta en forma de sonrisa era vengativa.
—¿Te sientes culpable?
Furiosa por la manera en que Domenico estaba burlándose de Matthew, abrí la boca para hablar.
—Diana, regresa a casa de inmediato. —El tono de voz de Matthew indicaba que después íbamos a tener una seria y poco agradable charla. Me empujó ligeramente en dirección a Ysabeau y se puso todavía más directamente entre su madre, yo y el oscuro veneciano. Para entonces Marthe ya se había acercado con los brazos cruzados sobre su cuerpo robusto en una sorprendente imitación de Matthew.
—No antes de que la bruja escuche lo que tengo que decir. He venido a traerte una advertencia, Diana Bishop. Las relaciones entre brujas y vampiros están prohibidas. Debes abandonar esta casa y dejar de relacionarte con Matthew de Clermont y con cualquiera de su familia. Si no lo haces, la Congregación tomará las medidas necesarias para mantener el acuerdo.
—No conozco esa Congregación y nunca he aceptado acuerdo semejante —aseguré, todavía furiosa—. Además, los acuerdos no se imponen. Son voluntarios.
—¿Eres abogada además de historiadora? Vosotras, las mujeres modernas, con vuestra cuidadosa educación, resultáis tan fascinantes. Pero las mujeres no son buenas para la teología —continuó Domenico con tristeza—, razón por la cual nunca creímos que valiese la pena educarlas para ello. ¿Crees que adoptamos las ideas de ese hereje de Calvino cuando nos hicimos estas promesas entre nosotros? Cuando el acuerdo fue juramentado, obligó a todos los vampiros, daimones y brujas y brujos del pasado, del presente y del futuro. Éste no es un camino que uno pueda recorrer o no según le plazca.
—Ya has entregado tu aviso, Domenico —dijo Matthew con una voz suave como la seda.
—Eso es todo que tengo que decirle a la bruja —respondió el veneciano—. Pero hay algo más que quiero decirte a ti.
—Entonces Diana regresará a casa. Llévatela de aquí, maman —ordenó secamente.
Esta vez su madre hizo lo que él pedía de inmediato, y Marthe la siguió.
—No lo hagas —susurró Ysabeau cuando me volví para mirar a Matthew.
—¿De dónde ha salido esa cosa? —quiso saber Marthe una vez que estuvimos dentro, fuera de peligro.
—Del infierno, seguramente —respondió Ysabeau. Tocó mi cara por un instante con las puntas de los dedos, retirándolos apresuradamente cuando se encontraron con la calidez de mis furiosas mejillas—. Eres valiente, niña, pero lo que hiciste ha sido una imprudencia. Tú no eres un vampiro. No te arriesgues discutiendo con Domenico, ni con ninguno de sus aliados. Aléjate de ellos.
Ysabeau no me dio tiempo para responder, llevándome a toda velocidad a través de las cocinas, el comedor y el salón hasta llegar hasta el gran salón. Finalmente me arrastró hacia el arco que conducía a la torre más alta del castillo. Mis pantorrillas se tensaron sólo de pensar en la subida.
—Debemos hacerlo —insistió—. Matthew nos buscará allí.
El miedo y la cólera me impulsaron la mitad del camino escaleras arriba. La segunda mitad la conquisté por pura determinación. Al levantar el pie del escalón final, me encontré sobre un techo plano con una vista de varios kilómetros en todas direcciones. Soplaba una leve brisa que soltó mi pelo trenzado y apartó la neblina que me rodeaba.
Ysabeau se acercó rápidamente a un mástil que subía otros tres metros más hacia el cielo. Izó un estandarte negro, adornado con un uróboros de plata. Se desplegó en la luz opaca con la serpiente sosteniendo la cola brillante con la boca. Corrí al otro lado de las murallas almenadas para ver cómo Domenico miraba hacia arriba.
Unos instantes después un estandarte similar se alzó sobre el tejado de un edificio en el pueblo y una campana empezó a tocar. Hombres y mujeres salieron lentamente de las casas, los bares, las tiendas y las oficinas con los rostros vueltos hacia Sept-Tours, donde el antiguo símbolo de la eternidad y el renacimiento flameaba en el viento. Miré a Ysabeau. Mi pregunta era evidente en mi cara.
—El emblema de nuestra familia, y una advertencia para que el pueblo se ponga en guardia —explicó—. Izamos el estandarte solamente cuando otros están con nosotros. Los lugareños se han ido acostumbrando a vivir entre vampiros, y aunque no tienen nada que temer de nosotros, lo hemos conservado para ocasiones como ésta. El mundo está lleno de vampiros en los que no se puede confiar, Diana. Domenico Michele es uno de ellos.
—No hacía falta que me lo dijeras. ¿Quién demonios es él?
—Uno de los amigos más antiguos de Matthew —murmuró Ysabeau, mirando a su hijo—, lo cual lo convierte en un enemigo muy peligroso.
Mi atención se volvió hacia Matthew, que continuaba intercambiando palabras con Domenico en una zona de confrontación precisamente delineada. Hubo una mancha de movimiento negro y gris, y el veneciano se lanzó hacia atrás en dirección al castaño contra el que había estado apoyado cuando lo vimos por primera vez. Un fuerte chasquido se oyó sobre el terreno.
—Bien hecho —farfulló Ysabeau.
—¿Dónde está Marthe? —miré por encima de mi hombro hacia las escaleras.
—En el salón. Por si acaso. —Los ojos agudos de Ysabeau seguían fijos en su hijo.
—¿Realmente Domenico sería capaz de entrar aquí para degollarme?
Ysabeau volvió hacia mí la deslumbrante mirada de sus ojos negros.
—Eso sería demasiado fácil, mi querida. Primero jugaría contigo. Siempre juega con su presa. Y a Domenico le encanta tener público.
Tragué saliva con fuerza.
—Soy capaz de cuidarme a mí misma.
—Lo eres, si tienes tanto poder como cree Matthew. He descubierto que las brujas son muy buenas para protegerse a sí mismas, con un poco de esfuerzo y una gota de valor —aseguró Ysabeau.
—¿Qué es esa Congregación que Domenico mencionó? —pregunté.
—Un consejo de nueve miembros, tres por cada orden de daimones, brujos y vampiros. Fue creado durante las cruzadas para evitar que nos expusiéramos ante los humanos. Nos descuidamos y nos involucramos demasiado en su política y otras formas de locura. —La voz de Ysabeau era amarga—. La ambición, el orgullo y criaturas codiciosas como Michele que nunca estaban satisfechas con lo que la vida les daba y querían más siempre…, todo ello nos condujo al acuerdo.
—¿Y vosotros estuvisteis de acuerdo con ciertas condiciones? —Era ridículo pensar que las promesas hechas por criaturas en la Edad Media pudieran afectarnos a Matthew y a mí.
Ysabeau asintió con la cabeza y la brisa empujó algunas hebras de su fuerte cabello color miel para hacerlos volar alrededor de su cara.
—Cuando nos relacionábamos entre todos, éramos demasiado visibles. Cuando nos implicamos en los asuntos de los humanos, éstos se volvieron recelosos de nuestra inteligencia. No son rápidas, esas pobres criaturas, pero no son del todo estúpidas tampoco.
—Con lo de «relacionarse» te refieres a cenas y bailes.
—Nada de cenas, ni bailes y nada de besarse y cantarse canciones unos a otros —explicó Ysabeau deliberadamente—. Y lo que viene después de bailar y besarse también fue prohibido. Estábamos llenos de arrogancia antes de aceptar el acuerdo. Éramos muchos más entonces y nos acostumbramos a tomar lo que queríamos sin importar las consecuencias.
—¿A qué más cosas afecta esa promesa?
—Nada de política ni de religión. Demasiados príncipes y papas fueron criaturas de otros mundos. Se hizo cada vez más difícil pasar de una vida a la siguiente una vez que los humanos empezaron a escribir sus crónicas. —Ysabeau se estremeció—. A los vampiros les resultaba difícil fingir una buena muerte y pasar a una nueva vida con los humanos husmeando por ahí.
Miré rápidamente a Matthew y a Domenico, pero todavía estaban hablando fuera de las murallas del château.
—Entonces —repetí, contando los temas con los dedos—. Nada de relacionarse entre las diferentes clases de criaturas. Nada de carreras en la política o la religión humanas. ¿Más cosas? —Al parecer, la xenofobia de mi tía y su oposición feroz a que yo estudiara derecho derivaban de su conocimiento imperfecto de este acuerdo de hacía tanto tiempo.
—Sí. Cuando alguna criatura viola el acuerdo, es responsabilidad de la Congregación frenar la mala conducta y confirmar el juramento.
—¿Y si dos criaturas violan el acuerdo?
El silencio se hizo tenso entre nosotras.
—Que yo sepa, eso nunca ha ocurrido —dijo sombríamente—. Por lo tanto, es bueno que vosotros no lo hayáis hecho.
La noche anterior yo le había pedido a Matthew que viniera a mi cama. Pero él supo que no se trataba de una simple petición. No era de mí de lo que no estaba seguro, sino de sus sentimientos. Matthew quería saber hasta dónde podía llegar antes de que la Congregación interviniera.
La respuesta había llegado rápidamente. No iba a dejarnos ir demasiado lejos.
Mi alivio fue pronto reemplazado por la cólera. Si nadie se hubiera quejado, mientras nuestra relación iba adelante, él tal vez nunca me habría hablado sobre la Congregación o sobre el acuerdo. Y su silencio habría tenido implicaciones para mi relación con mi propia familia y con la suya. Yo podría haberme ido a la tumba creyendo que mi tía e Ysabeau eran intolerantes. Aunque lo cierto era que estaban viviendo de acuerdo a una promesa hecha hacía mucho tiempo, que era menos comprensible, pero de algún modo más disculpable.
—Tu hijo tiene que dejar de ocultarme cosas. —Mi irritación aumentó y el hormigueo crecía en las puntas de mis dedos—. Y tú deberías preocuparte menos por la Congregación y más por lo que voy a hacer cuando vuelva a verlo otra vez.
Resopló.
—No vas a tener la oportunidad de hacer mucho antes de que te reprenda por cuestionar su autoridad delante de Domenico.
—No estoy bajo la autoridad de Matthew.
—Querida mía, todavía tienes muchísimo que aprender sobre los vampiros —espetó con un tono de satisfacción.
—Y tú tienes muchísimo que aprender sobre mí. Al igual que la Congregación.
Ysabeau me agarró por los hombros y sus dedos se clavaron en mis brazos.
—¡Esto no es un juego, Diana! Matthew estaría dispuesto a darle la espalda a criaturas a las que ha conocido durante siglos para proteger tu derecho a ser lo que tú quieras ser en tu fugaz vida. Te ruego que no permitas que lo haga. Lo matarán si insiste.
—Él es un hombre libre, Ysabeau —repliqué con frialdad—. Yo no le digo a Matthew lo que tiene que hacer.
—No, pero tienes el poder de enviarlo lejos. Dile que te niegas a violar el acuerdo por él, por su bien… o que tú no sientes por él nada más que curiosidad…, las brujas son famosas por ello. —Me empujó, alejándome de ella—. Si le amas, sabrás qué decirle.
—Todo ha terminado —gritó Marthe desde las escaleras.
Ambas nos precipitamos hacia el borde de la torre. Un caballo negro y su jinete salieron de los establos para saltar sobre la cerca del picadero antes de lanzarse veloz hacia el bosque.