Capítulo
25
Marthe había subido al estudio de Matthew mientras yo estaba en el teléfono, y allí me esperaban sándwiches, té y agua. Había cargado la chimenea con troncos para quemar toda la noche y un puñado de velas despedía brillos dorados. Encontraría la misma luz acogedora y la misma calidez arriba, en el dormitorio, pero mi mente no se iba a detener y tratar de dormir sería inútil. El manuscrito del Aurora me estaba esperando sobre el escritorio de Matthew. Me senté frente a mi ordenador, evité mirar la armadura y sus reflejos y encendí la luz de su mesa, diseño de la era espacial y minimalista, para leer: «Hablé en voz alta: decidme cuándo será mi final y la medida de mis días para que pueda conocer mi fragilidad. Mi vida es no más larga que el ancho de mi mano. Es sólo un momento, comparada con la tuya».
El pasaje me hizo pensar en Matthew.
Tratar de concentrarme en la alquimia no tenía sentido, así que decidí hacer una lista de dudas con respecto a lo que ya había leído. Lo único que necesitaba era un lápiz y un trozo de papel.
El enorme escritorio de caoba de Matthew era tan oscuro y macizo como su dueño, y transmitía la misma solemnidad. Una serie de cajones bajaban a ambos lados del espacio para las rodillas para terminar apoyados en patas redondas en forma de bollo. Precisamente debajo de la superficie para escribir, a lo largo de todo el perímetro, había una gruesa moldura tallada. Hojas de acanto, tulipanes, rollos de pergamino y formas geométricas invitaban a trazar sus contornos. A diferencia de la superficie de mi mesa —que siempre estaba repleta de montañas muy altas de papeles, libros y tazas de té a medio terminar que amenzaban con derrumbarse cada vez que me ponía a trabajar—, aquel mueble tenía solamente un enorme protector de escritorio de estilo eduardiano, un abrecartas en forma de espada y la lámpara. Al igual que Matthew, era una mezcla extravagantemente armoniosa de antiguo y moderno.
Sin embargo, no había artículos de escritorio a la vista. Cogí el tirador de metal del último cajón de la derecha. Dentro, todo estaba ordenado y cuidadosamente organizado. Las plumas estilográficas Montblanc estaban separadas de los lápices Montblanc, y los clips para papeles estaban ordenados por tamaño. Después de elegir una pluma y ponerla sobre el escritorio, intenté abrir los otros cajones. Estaban cerrados. La llave no estaba debajo de los clips…; los esparcí sobre el escritorio, sólo para estar segura.
Una hoja de papel secante verde claro se extendía entre las esquinas de cuero del protector del escritorio. En vez de un bloc me serviría. Al recoger mi ordenador para despejar la superficie de la mesa, tiré la pluma al suelo.
Se había caído debajo de los cajones y estaba fuera de mi alcance. Gateé por el hueco de la mesa para recuperarla. Metí la mano por debajo de los cajones, mis dedos encontraron la gruesa pluma en el momento en que mis ojos descubrían la línea de un cajón en la madera oscura de arriba.
Con el ceño fruncido, moví mi cuerpo para salir de debajo de la mesa. No había nada en la talla profunda que rodeaba el escritorio que permitiera abrir el cajón oculto. Era cosa de Matthew si quería esconder sus útiles de oficina en un cajón de difícil acceso. Que le sirviera de lección si cada centímetro de su papel secante quedaba cubierto con grafitis cuando regresara a casa.
Escribí el número uno con espesa tinta negra sobre el papel verde. Entonces me quedé paralizada.
Un cajón de escritorio que era difícil de encontrar tenía como misión esconder algo.
Matthew guardaba secretos, eso ya lo sabía. Además, nos habíamos conocido apenas hacía algunas semanas, e incluso los más íntimos amantes merecen su privacidad. De todas formas, el estilo tan reservado de Matthew era irritante, y sus secretos lo rodeaban como a una fortaleza diseñada para mantener a los demás, a mí, a distancia.
Por otro lado, yo sólo necesitaba un pedazo de papel. ¿Acaso él no había hurgado entre mis pertenencias en la Bodleiana cuando estaba buscando el Ashmole 782? Apenas nos conocíamos cuando realizó esa hazaña. Y me había dejado a mi suerte en Francia.
Mientras volvía a tapar la pluma cuidadosamente, mi conciencia comenzó a reaccionar. Pero la sensación de ofensa me ayudó a dejar esa advertencia de lado.
Empujé y tiré de cada protuberancia y saliente de las tallas del frente del escritorio una vez más sin éxito. El abrecartas de Matthew reposaba provocadoramente cerca de mi mano derecha. Tal vez fuera posible introducirlo en el borde inferior y forzar el cierre del cajón. A causa de la antigüedad del escritorio, la historiadora que había en mí refunfuñó con mucha más fuerza de lo que lo había hecho mi conciencia. Invadir la privacidad de Matthew y adoptar un comportamiento éticamente cuestionable podría estar permitidos, pero no iba a estropear una pieza de semejantes características.
Metida debajo del escritorio otra vez, descubrí que estaba demasiado oscuro como para ver con claridad la parte de abajo del cajón, pero mis dedos encontraron algo frío y duro metido en la madera. A la izquierda de la unión casi imperceptible del cajón había un pequeño saliente de metal al alcance del largo brazo de un vampiro desde el frente. Era redondo y tenía una hendidura en cruz en el centro que lo hacía parecer un tornillo o la cabeza de un viejo clavo.
Se oyó un suave clic por encima cuando lo empujé.
De pie, observé una bandeja de más de diez centímetros de profundidad. Estaba forrada con terciopelo negro y había tres hendiduras en el grueso relleno. Cada una tenía una moneda o medalla de bronce.
La más grande tenía el contorno de un edificio en su superficie y se apoyaba en medio de un hueco de casi diez centímetros de ancho. La imagen era sorprendentemente detallada y mostraba cuatro escalones que conducían a una puerta flanqueada por dos columnas. Entre ellas había una figura envuelta en un velo. Los bordes del edificio estaban deformados por fragmentos de cera negra. Alrededor del borde de la moneda se leían estas palabras: Milites Lazari a Bethania.
«Los caballeros de Lázaro de Betania».
Me agarré de los bordes de la bandeja para serenarme y me senté bruscamente.
Los discos de metal no eran monedas ni medallas. Eran sellos, del tipo de los que se usan para cerrar correspondencia oficial y certificar escrituras de propiedad. Una impresión de cera unida a un trozo de papel común podía en algún tiempo haber ordenado que ejércitos abandonaran el campo de batalla o que se subastaran grandes propiedades.
A juzgar por los restos, al menos uno de los sellos había sido usado recientemente.
Con dedos temblorosos, saqué uno de los discos más pequeños de la bandeja. Su superficie tenía una copia del mismo edificio. Las columnas y la imagen velada de Lázaro —el hombre de Betania al que Cristo levantó de entre los muertos después de haber estado sepultado durante cuatro días— eran inconfundibles. En ésta, Lázaro estaba retratado saliendo de un ataúd poco profundo. Pero no había ninguna palabra rodeando este sello. En cambio, el edificio estaba rodeado por una serpiente, con la cola en su boca.
No pude cerrar mis ojos con suficiente velocidad como para desterrar la visión del estandarte de la familia de Clermont y su uróboros de plata flameando en la brisa encima de Sept-Tours.
El sello estaba en la palma de mi mano, con sus superficies de bronce relucientes. Me concentré en el metal brillante, deseando que mi nuevo poder visionario arrojara alguna luz sobre el misterio. Pero yo había pasado más de dos décadas ignorando la magia en mi sangre, y ésta no sentía ningún remordimiento por no acudir en mi ayuda en ese momento.
Al no obtener una visión, iba a tener que utilizar mis técnicas rutinarias de historiadora. Revisé atentamente la parte posterior del sello pequeño, estudiando todos sus detalles. Una cruz con bordes ensanchados dividía el sello en cuartos, similar a la que Matthew llevaba en su túnica en mi visión. En el cuadrante superior derecho del sello había una luna creciente con los cuernos curvados hacia arriba y una estrella de seis puntas colocada en la curva. En el cuadrante inferior izquierdo había una flor de lis, el símbolo tradicional de Francia.
Grabada alrededor del borde del sello estaba la fecha MDCI —1601 en números romanos— junto con las palabras secretum Lazari, «el secreto de Lázaro».
No podía ser una coincidencia que Lázaro, como un vampiro, hubiera hecho el viaje desde la vida hacia la muerte y de vuelta otra vez. Además, la cruz, combinada con una figura legendaria de Tierra Santa y la mención de los caballeros, sugería con fuerza que los sellos del cajón del escritorio de Matthew pertenecían a una de las órdenes de caballeros cruzados creadas en la Edad Media. La más conocida era la de los templarios, que había desaparecido misteriosamente a principios del siglo XIV, después de ser acusada de herejía y cosas peores. Pero nunca había oído hablar de los caballeros de Lázaro.
Al mover el sello de un lado a otro para hacerlo brillar con la luz, me concentré en la fecha de 1601. Era tarde para una orden de caballería medieval. Busqué en mi memoria hechos importantes de ese año que pudieran arrojar luz sobre el misterio. La reina Isabel I decapitó al conde de Essex, y el astrónomo danés Tycho Brahe murió en circunstancias mucho menos pintorescas. Ninguno de estos acontecimientos parecía estar relacionado, ni siquiera remotamente.
Deslicé suavemente los dedos sobre el relieve. El significado de MDCI cayó sobre mí.
«Matthew de Clermont».
Se trataba de letras, no de números romanos. Era una abreviatura del nombre de Matthew: MDCl. Había leído mal la última letra.
El disco de casi cinco centímetros estaba en la palma de mi mano, y cerré mis dedos con fuerza sobre él, apretando profundamente la superficie grabada sobre la piel.
Ese disco más pequeño debía de haber sido el sello personal de Matthew. El poder de tales sellos era tan grande que por lo general eran destruidos cuando alguien moría o dejaba sus funciones para que nadie más pudiera usarlos para cometer fraudes.
Y sólo un caballero podía tener en su poder tanto el gran sello como el sello personal: el gran maestre de la orden.
La razón por la que Matthew mantenía ocultos aquellos sellos era algo que me intrigaba. ¿A quién le importaban los caballeros de Lázaro, o quién los recordaba? ¡Y mucho menos su papel exclusivo dentro de la orden! La cera negra en el gran sello atrajo mi atención.
—No es posible —susurré anonadada, sacudiendo la cabeza. Los caballeros de brillante armadura pertenecían al pasado. No estaban en activo hoy en día.
La armadura del tamaño de Matthew brillaba a la luz de las velas.
Dejé caer el disco de metal en el cajón con un ruido. La piel de la palma de mi mano había quedado marcada y mostraba su imagen, incluyendo la cruz ensanchada, la luna creciente y la estrella, al igual que la flor de lis.
La razón por la que Matthew tenía los sellos, y la razón por la que había cera fresca pegada a uno de ellos, era que todavía estaban en uso. Los caballeros de Lázaro aún existían.
—¿Diana? ¿Estás bien? —La voz de Ysabeau llegó como un eco desde el pie de las escaleras.
—¡Sí, Ysabeau! —grité, mientras miraba la imagen del sello en mi mano—. Estoy leyendo mi correo electrónico y acabo de recibir algunas noticias inesperadas, ¡eso es todo!
—¿Envío a Marthe a buscar la bandeja?
—¡No! —espeté—. Todavía estoy comiendo.
Sus pasos se desvanecieron rumbo al salón. Cuando el silencio fue total, volví a respirar.
Me moví lo más rápida y silenciosamente que pude: giré el otro sello en su nicho forrado de terciopelo. Era casi idéntico al de Matthew, sólo que en el cuadrante derecho superior sólo se veía la luna creciente y la palabra Philippus estaba grabada alrededor del borde.
Este sello había pertenecido al padre de Matthew, lo que significaba que los caballeros de Lázaro eran un asunto de la familia de Clermont.
Segura de que no habría más pistas acerca de la orden en el escritorio, di la vuelta a los sellos para que la tumba de Lázaro quedara mirando hacia mí otra vez. El cajón hizo un ruidito apagado al deslizarse hacia su posición para hacerse invisible debajo del escritorio.
Cogí la mesa que Matthew usaba para colocar su vino de la tarde y la llevé hacia las estanterías. A él no le molestaría que revisara su biblioteca, o por lo menos eso me dije a mí misma, mientras me quitaba los mocasines con los pies. La superficie brillante de la mesa crujió a modo de advertencia cuando coloqué mis pies sobre ella para ponerme de pie, pero la madera se mantuvo firme.
El juguete de madera situado en el extremo de la derecha del último estante quedaba a la altura de los ojos en ese momento. Respiré hondo y saqué el primer objeto del extremo opuesto. Era antiguo…, el manuscrito más antiguo que jamás había tenido en mis manos. La tapa de cuero hizo ruido al abrirse y un olor a viejo cuero de oveja subió desde sus páginas.
Carmina qui quondam studio florente peregi, / Flebilis heu maestos cogor inire modos, decían las primeras líneas. Mis ojos ardieron por las lágrimas. Era la obra del siglo VI de Boecio, La consolación de la filosofía, escrita en prisión mientras esperaba la muerte. «A las canciones agradables era dado mi trabajo alguna vez, y brillantes eran todas mis labores entonces; / pero ahora, llorando, a los tristes estribillos debo regresar». Imaginé a Matthew, privado de Blanca y de Lucas y desconcertado por su nueva identidad como vampiro, leyendo las palabras escritas por un hombre condenado. Dando gracias al que le había ofrecido aquella obra con la esperanza de aminorar su dolor, deslicé el libro de vuelta a su sitio.
El siguiente volumen era un manuscrito hermosamente ilustrado del Génesis, la historia bíblica de la Creación. Sus fuertes azules y rojos parecían tan frescos como el día en que fueron pintados. Otro códice miniado, el libro de plantas de Dioscórides, también estaba en el último estante, junto con más de una docena de libros bíblicos, algunos libros de leyes y un libro en griego.
El estante de abajo contenía más de lo mismo. Libros de la Biblia principalmente, junto con un libro de medicina y una copia muy antigua de una enciclopedia del siglo VII. Representaba el intento de Isidoro de Sevilla de reunir todos los conocimientos humanos, y seguramente resultó atractivo para la curiosidad interminable de Matthew. Al pie del primer folio se leía el nombre «Mathieu», con la frase meus liber, «mi libro».
Sentí el mismo impulso de seguir las letras con los dedos como cuando vi por primera vez el Ashmole 782 en la Bodleiana; mis dedos temblaron al moverse hacia la superficie de la vitela. Aquella vez había tenido mucho miedo de los supervisores de la sala de lectura y de que mi propia magia pudiera dañarlo. En este momento, era el miedo a conocer algo inesperado sobre Matthew lo que me retenía. Pero no había ningún supervisor en ese lugar, y mis miedos eran insignificantes cuando los comparaba con mi deseo de comprender el pasado del vampiro. Recorrí con el dedo el nombre de Matthew. Una imagen de él, nítida y clara, me vino sin tener que recurrir a órdenes severas o brillantes superficies.
Estaba él sentado a una simple mesa junto a una ventana, con el mismo aspecto que tenía en la actualidad, mordiéndose el labio, concentrado, mientras practicaba la escritura. Los dedos largos de Matthew agarraban una pluma de caramillo, y estaba rodeado de hojas de vitela, todas ellas con repetidos intentos manchados de escribir su propio nombre y de copiar pasajes bíblicos. Seguí el consejo de Marthe de no luchar contra la llegada o la desaparición de la visión, y la experiencia no fue tan desorientadora como había sido la de la noche anterior.
Una vez que mis dedos revelaron todo lo que podían revelar, volví a colocar la enciclopedia en su lugar y continué recorriendo los volúmenes que quedaban en la estantería. Había libros de historia, más libros de leyes, medicina y óptica, filosofía griega, libros de cuentas, las obras reunidas de personas importantes de los primeros tiempos de la Iglesia, como Bernardo de Claraval, y novelas de caballería, una de las cuales incluía a un caballero que se convertía en lobo una vez por semana. Pero no había nada que revelara nueva información sobre los caballeros de Lázaro. Me tragué una exclamación de frustración y me bajé de la mesa.
Mis conocimientos de las órdenes de las cruzadas eran superficiales. La mayoría de ellas comenzaron como unidades militares que se hicieron famosas por su valentía y disciplina. Los templarios eran famosos por ser los primeros en entrar en el campo de batalla y los últimos en abandonarlo. Pero los esfuerzos militares de las órdenes no se limitaron a la zona alrededor de Jerusalén. Los caballeros combatieron también en Europa, y muchos obedecían sólo al papa y no a los reyes ni a otras autoridades seculares.
Tampoco el poder de las órdenes de caballería era únicamente militar. Habían construido iglesias, escuelas y hospitales para leprosos. Las órdenes militares protegían los intereses de los cruzados, tanto espirituales como financieros o físicos. Los vampiros como Matthew eran territoriales y posesivos al máximo, y por lo tanto perfectos para el papel de guardianes.
Pero, al final, el poder adquirido por las propias órdenes militares las condujo a su propia caída. Los monarcas y los papas se sentían celosos de su riqueza e influencia. En 1312 el papa y el rey francés se aseguraron de que los templarios fueran disueltos, librándose de esa manera de la amenaza que significaba esta hermandad, la más grande y prestigiosa. Las otras órdenes fueron apagándose lentamente debido a la falta de apoyo e interés.
Además, por supuesto, estaban todas las teorías conspirativas. Una institución internacional tan vasta y compleja es difícil de desmantelar de la noche a la mañana, y la súbita disolución de los caballeros templarios provocó toda clase de relatos fantásticos sobre caballeros cruzados fuera de control y operaciones clandestinas. Había gente que todavía buscaba pistas de la riqueza fabulosa de los templarios. El hecho de que nadie haya descubierto pruebas de cómo fue distribuida no hace más que añadir elementos a la intriga.
El dinero. Era una de las primeras lecciones que los historiadores aprendían: seguir la pista del dinero. Enfoqué mi investigación en otra dirección.
El robusto tamaño del primer libro era visible en el tercer estante, metido entre la Óptica de Al Hazen y una romántica chanson de geste francesa. Había una pequeña letra griega escrita en tinta sobre el borde delantero del manuscrito: α. Supuse que debía de ser una marca de algún tipo de clasificación, exploré los estantes y localicé el segundo libro de contabilidad. Éste también tenía una pequeña letra griega, β. Mis ojos se iluminaron al ver μ, δ, ε esparcidas entre los estantes también. Una búsqueda más cuidadosa me iba a llevar a descubrir el resto, estaba segura.
Alcé la mano sintiéndome como Eliot Ness agitando un puñado de facturas de impuestos y persiguiendo a Al Capone. No había que perder tiempo subiendo para cogerlo. El primer libro de contabilidad se deslizó de su lugar de reposo y cayó en mi mano abierta, que esperaba.
Sus anotaciones estaban fechadas en 1117 y provenían de diferentes manos. Los nombres y los números bailaban por todas las páginas. Mis dedos estaban muy ocupados absorbiendo toda la información que podían de la escritura. Algunas caras surgían de la vitela repetidamente: Matthew, el hombre oscuro con nariz de halcón, un hombre de cabello brillante del color del cobre bruñido, otro con cálidos ojos castaños y expresión seria.
Mis manos se detuvieron sobre una anotación por dinero recibido en 1149. «Eleanor Regina, cuarenta mil marcos». Era una suma sorprendente, más de la mitad de las ganancias anuales del reino de Inglaterra. ¿Por qué la reina de Inglaterra le daba esa enorme cantidad a una orden militar dirigida por vampiros? Pero la Edad Media estaba demasiado lejos de mi especialidad como para que yo pudiera responder a esa pregunta o supiera lo suficiente sobre las personas involucradas en esas transferencias. Cerré el libro con una especie de broche a presión y me dirigí a las estanterías de los siglos XVI y XVII.
Situado entre los otros libros había un volumen que tenía la marca de identificación de una lambda griega. Me quedé con los ojos abiertos apenas lo abrí.
Según este libro de registro, los caballeros de Lázaro habían financiado —algo que parecía increíble— una serie de guerras, objetos, servicios y hazañas diplomáticas, incluida la provisión de la dote de María Tudor cuando se casó con Felipe de España, la compra del cañón para la batalla de Lepanto, el soborno a los franceses para que asistieran al Concilio de Trento y la financiación de la mayoría de las acciones militares de la luterana Liga de Esmalcalda. Aparentemente, la hermandad no permitía que la política o la religión interfirieran con sus decisiones en las inversiones financieras. En un solo año, habían financiado el regreso al trono escocés de María Estuardo y pagado las considerables deudas de Isabel I a la Bolsa de Amberes.
Caminé por entre los estantes buscando más libros marcados con letras griegas. En los estantes del siglo XIX había uno con la letra psi sobre el lomo de dura tela buckram azul pálido. En él se registraban sumas inmensas de dinero, junto con ventas de propiedades que hicieron que mi cabeza diera vueltas —¿cómo puede alguien comprar en secreto la mayoría de las fábricas de Manchester?—, así como nombres conocidos que pertenecían a la realeza, aristócratas, presidentes y generales de la Guerra de Secesión americana. También había pagos más pequeños por honorarios de escuelas, cantidades menores para ropa y libros, junto con anotaciones relacionadas con dotes pagadas, retribuciones de cuentas de hospital, pago y puesta al día de alquileres atrasados. Junto a todos los nombres poco conocidos aparecían las iniciales «MLB» o «FMLB».
Mi latín no era tan bueno como debería, pero estaba segura de que las iniciales se referían a los caballeros de Lázaro de Betania —milites Lazari a Bethania— o a filia milites o filius milites, las hijas y los hijos de los caballeros. Y si la orden todavía estaba desembolsando fondos a mediados del siglo XIX, seguramente ocurriría lo mismo en la actualidad. En alguna parte del mundo, un trozo de papel —una transacción de bienes raíces, un acuerdo legal— llevaba impreso el gran sello de la orden en gruesa y negra cera.
Y Matthew lo había estampado.
Horas más tarde, me encontraba en la sección medieval de la biblioteca de Matthew y abrí el último libro de contabilidad. Este volumen abarcaba el periodo que iba desde principios del siglo XIII hasta mediados del siglo XIV. Para entonces, las sorprendentes sumas ya me las esperaba, pero alrededor de 1310 el número de las anotaciones aumentó drásticamente. Y también los movimientos de dinero. Una nueva marca acompañaba algunos de los nombres: una pequeña cruz roja. En 1313, junto a una de estas marcas, había un nombre que reconocí: Jacques de Molay, el último gran maestre de los caballeros templarios.
Había sido quemado en la hoguera por herejía en 1314. Un año antes de que fuera ejecutado, había transferido todos los bienes que poseía a los caballeros de Lázaro.
Había cientos de nombres marcados con cruces rojas. ¿Eran todos templarios? Si era así, entonces el misterio de esta orden estaba solucionado. Los caballeros y su dinero no habían desaparecido, sino que simplemente habían sido absorbidos por la orden de Lázaro.
No podía ser verdad. Una cosa semejante habría requerido demasiada planificación y coordinación. Y nadie podría haber guardado el secreto de tamaña estructura. La idea era tan improbable como las historias sobre… brujas y vampiros.
Los caballeros de Lázaro no eran más o menos creíbles de lo que lo era yo.
En cuanto a las teorías conspiratorias, su defecto principal radicaba en que eran demasiado complicadas. Ninguna vida duraba lo suficiente para recoger la información necesaria, enlazar y relacionar todos los elementos requeridos, y luego poner los planes en marcha. A menos que, por supuesto, los conspiradores fueran vampiros. Si uno es un vampiro —o, mejor aún, una familia de vampiros—, entonces el paso del tiempo importa poco. Como sabía por la carrera académica de Matthew, los vampiros tenían todo el tiempo que necesitaban.
Me di cuenta de la enormidad de lo que significaba amar a un vampiro en el momento en que deslicé el libro de contabilidad para ponerlo otra vez en su estante. No era sólo su edad lo que planteaba dificultades, o sus hábitos alimenticios, o el hecho de que hubiera matado humanos y de que volvería a hacerlo otra vez. También estaba el asunto de los secretos.
Matthew había estado acumulando secretos —grandes, como los caballeros de Lázaro y su hijo Lucas; pequeños, como sus relaciones con William Harvey y Charles Darwin— durante algo más de un milenio. Mi vida podría ser demasiado breve como para escucharlos todos, y mucho más breve para comprenderlos.
Pero no eran sólo los vampiros los que guardaban secretos. Todas las criaturas aprendimos a hacerlo por miedo a ser descubiertas y para preservar algo —cualquier cosa— sólo para nosotras mismas dentro de nuestro mundo cerrado y casi tribal. Matthew no era sólo un cazador, un asesino, un científico o un vampiro, sino también una telaraña de secretos, igual que yo. Para que nosotros pudiéramos estar juntos, teníamos que decidir qué secretos compartir y luego olvidar el resto.
El ordenador sonó en la habitación silenciosa cuando mi dedo apretó el botón del encendido. Los sándwiches de Marthe estaban secos y el té estaba frío, pero mordisqueé un poco para que no pensara que sus esfuerzos no habían sido apreciados.
Cuando terminé, me apoyé en el respaldo y me quedé mirando el fuego. Los caballeros de Lázaro me interesaban como historiadora, y mis instintos de bruja me decían que la hermandad era importante para comprender a Matthew. Pero su existencia no era su secreto más importante. Matthew se estaba vigilando a sí mismo, su naturaleza más íntima.
¡Qué tarea tan complicada y delicada iba a ser quererlo! Éramos los protagonistas de los cuentos de hadas: vampiros, brujas, caballeros con brillantes armaduras. Pero había una realidad preocupante a la que enfrentarse. Había sido amenazada, y las criaturas me observaban en la Bodleiana con la esperanza de que yo volviera a pedir un libro que todos querían pero nadie comprendía. El laboratorio de Matthew había sido atacado. Y nuestra relación estaba desestabilizando el frágil acuerdo que había existido desde hacía mucho tiempo entre daimones, humanos, vampiros y brujos. Éste era un nuevo mundo en el que las criaturas se lanzaban contra las criaturas y un ejército silencioso y secreto podía ser llamado a la acción con la marca de un sello de bronce en un poco de cera negra derretida. No me sorprendía que Matthew prefiriera dejarme a un lado.
Apagué las velas y subí las escaleras hacia la cama. Exhausta, me dormí casi instantáneamente. Mis sueños estuvieron llenos de caballeros, sellos de bronce e interminables libros de cuentas.
Una mano fría y delgada me tocó el hombro, despertándome de inmediato.
—¿Matthew? —Me senté muy derecha con la velocidad del rayo.
La cara blanca de Ysabeau tenía un brillo tenue en la oscuridad.
—Es para ti. —Me pasó su móvil rojo y abandonó la habitación.
—¿Sarah? —Me aterraba que algo les hubiera ocurrido a mis tías.
—Está bien, Diana.
Era Matthew.
—¿Qué ha ocurrido? —La voz me temblaba—. ¿Has hecho un trato con Knox?
—No. No he podido avanzar en ese sentido. No me queda nada en Oxford. Quiero estar en casa, contigo. Estaré ahí dentro de unas horas. —Lo noté extraño, con la voz densa.
—¿Estoy soñando?
—No estás soñando —replicó Matthew—. Además, Diana… —vaciló—, te amo.
Eso era lo que más deseaba escuchar. La cadena olvidada dentro de mí empezó a cantar, silenciosamente, en la oscuridad.
—Ven aquí y dímelo —dije en voz baja; mis ojos se llenaron con lágrimas de alivio.
—¿No has cambiado de idea?
—¡Nunca! —dije con ferocidad.
—Estarás en peligro, y tu familia también. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo por mí?
—Yo ya he hecho mi elección.
Nos despedimos y colgamos de mala gana, temerosa del silencio que iba a seguir después de haber dicho tanto.
Mientras estuvo ausente, yo había permanecido en una encrucijada, sin poder ver un camino de salida.
Mi madre había sido famosa por sus asombrosas habilidades adivinatorias. ¿Habría tenido ella el poder suficiente como para ver lo que nos aguardaba cuando diéramos nuestros primeros pasos juntos?