2. MALESTAR EN LA NEUROBIOLOGÍA: EL DIFÍCIL MATRIMONIO DE DOS CEREBROS
«Debemos intentar no convertir al intelecto en nuestro dios;
es cierto que cuenta con fuertes músculos,
pero carece de personalidad.
No puede dar órdenes; sólo servir.»
ALBERT EINSTEIN
La vida no tiene sentido sin emociones. ¿Cuál es la sal de la existencia sino el amor, la belleza, la justicia, la verdad, la dignidad, el honor, y las gratificaciones que nos aportan? Estos sentimientos, y las emociones que los acompañan, son como brújulas que nos guían a cada paso. Siempre intentamos avanzar hacia más amor, más belleza, más justicia, y a alejarnos de sus contrarios. Privados de las emociones, perdemos nuestras referencias más básicas y somos incapaces de elegir en función de lo que nos importa de verdad.
Algunas enfermedades mentales se traducen en una pérdida de contacto de ese tipo. Los pacientes que las sufren podría decirse que se hallan exilados en una “tierra de nadie” emocional. Como Peter, por ejemplo, un joven canadiense de origen griego, que apareció en el servicio de urgencias de mi hospital cuando yo todavía era un interno.
Peter oía voces desde hacía un tiempo. Esas voces le decían que era ridículo, inútil, y que lo mejor que podía hacer era morirse. Poco a poco, las voces se habían convertido en omnipresentes, y el comportamiento de Peter se fue volviendo cada vez más extraño. Había dejado de lavarse, se negaba a comer, y podía permanecer enclaustrado en su habitación varios días seguidos. Su madre, que vivía sola con él, se consumía, pero no sabía qué hacer. Además, su único hijo, el brillante estudiante de primer año de filosofía, el primero de la clase, siempre había sido un poco excéntrico...
Un día, exasperado por no se sabe el qué, Peter había insultado y golpeado a su madre. Ella tuvo que llamar a la policía, y así es como se encontró hospitalizado en urgencias. Bajo el efecto de los medicamentos, Peter se calmó bastante. Las voces prácticamente desaparecieron en pocos días; decía que ahora podía «controlarlas». Pero no había recuperado su comportamiento normal ni mucho menos.
Al cabo de algunas semanas de tratamiento —pues los medicamentos antipsicóticos deben tomarse a largo plazo—, su madre se hallaba casi tan inquieta como el primer día: «No siente nada, doctor —me dijo con un tono de súplica en la voz—. Mírele. No le interesa nada, ni hace nada. Se pasa los días fumando cigarrillos».
Observé a Peter mientras ella me hablaba. Tenía un aspecto penoso. Ligeramente encorvado, el rostro endurecido, y con la mirada vacía, recorría el pasillo de servicio como un zombi. Él, que había sido tan brillante, ya casi no reaccionaba a las noticias del mundo exterior ni a la gente. Este estado de apatía emocional suele inspirar piedad e inquietud en el entorno de los pacientes como Peter. Y sin embargo, sus alucinaciones y delirios —que los medicamentos habían eliminado— resultaban mucho más peligrosos para él y para su madre que estos efectos secundarios. Sólo que ahora no había emociones, ni vida.[1]
Por otro lado, las emociones, libradas a sí mismas, no convierten la vida en algo ideal. Deben ser reguladas mediante el análisis racional, del que se encarga el cerebro cognitivo, pues toda decisión tomada “en caliente” puede poner en peligro el complejo equilibrio de nuestras relaciones con los demás. Sin concentración, reflexión y planificación, los vaivenes del placer y las frustraciones nos hacen zozobrar. Si somos incapaces de controlar nuestra existencia, ésta pierde rápidamente su sentido.
La inteligencia emocional
El término que mejor define este equilibrio entre la emoción y la razón es el de “inteligencia emocional”. Inventado por investigadores de las universidades de Yale y New Hampshire,1 esta expresión ha conocido su mayor gloria gracias al libro de un periodista científico del New York Times, Daniel Goleman, cuyo resonante éxito mundial ha renovado el debate sobre la cuestión «¿Qué es la inteligencia?».2 La inteligencia emocional es una idea tan simple como importante. En su definición inicial y también la más general, inspirada por Alfred Binet, el psicólogo francés de principios del siglo xx que inventó la idea de “coeficiente intelectual”, la inteligencia es el conjunto de las capacidades mentales que permiten predecir el éxito de un individuo. En principio, pues, cuanto más inteligente se es, es decir, cuanto más elevado es el coeficiente intelectual (CI), más se debe triunfar. A fin de verificar dicha predicción, Binet ideó un test que se ha hecho célebre como “test del CI”. Esta prueba está sobre todo dirigida a las capacidades de abstracción y flexibilidad en el tratamiento de la información lógica. No obstante, se ha descubierto que la relación entre el CI de un individuo y su “éxito” en un sentido amplio (posición social, salario, el hecho de estar casado o no, de tener hijos o no, etc.) es al menos tenue. Según distintos estudios, menos del 20% de este éxito podría atribuirse al CI. Se impone pues una conclusión: existen otros factores, visiblemente más importantes que la inteligencia abstracta y lógica, que son responsables del 80% de los éxitos.
Jung y Piaget ya propusieron que existen diversos tipos de inteligencia. Es innegable que algunos individuos —como Mozart— cuentan con una inteligencia notable para la música, otros para la forma —Rodin, por ejemplo—, y otros más para el movimiento de su cuerpo en el espacio, pensemos en Nureyev o en Michael Jordán. Los investigadores de Yale y New Hampshire han demostrado la existencia de una inteligencia suplementaria: la que está implicada en la comprensión y la gestión de nuestras emociones. Precisamente es esta forma de inteligencia, la “inteligencia emocional”, la que parece poder explicar, mejor que cualquier otra, el éxito en la vida. Y dicha inteligencia es muy independiente del coeficiente intelectual.
Partiendo de la idea de la inteligencia emocional, los investigadores de Yale y de New Hampshire han definido un “coeficiente emocional”, que permitiría medirla, alrededor de cuatro funciones esenciales:
1) La aptitud para identificar su propio estado emocional y el de los demás.
2) La aptitud para comprender el desarrollo natural de las emociones (igual que un alfil y un caballo se desplazan siguiendo reglas distintas por el tablero de ajedrez, el miedo y la cólera, por ejemplo, evolucionan de forma diferente en el tiempo).
3) La aptitud para razonar sobre las propias emociones y las de los demás.
4) La aptitud para regular las propias emociones y las de los demás.3
Estas cuatro aptitudes son los fundamentos del dominio de sí mismo y del éxito social. Conforman la base del conocimiento de sí mismo, de la moderación, de la compasión, de la cooperación y de la capacidad de resolución de conflictos. Todo esto puede parecer elemental. Todos estamos convencidos de que sobresalimos en estos cuatro campos. Pero no obstante, está lejos de ser así.
Recuerdo, por ejemplo, a una joven y brillante investigadora de la Facultad de Medicina de Pittsburgh. Había aceptado participar en un experimento en mi laboratorio acerca de la localización de las emociones en el cerebro. En ese estudio se trataba de que los sujetos situados en el interior de un escáner IRM[2] visionasen cortes de películas con imágenes muy fuertes, a menudo violentas. Recuerdo muy bien este experimento, porque desarrollé una auténtica aversión hacia esas películas a fuerza de verlas. La chica se metió por completo en el escáner IRM, y desde el principio del experimento vi que el ritmo cardíaco y la tensión arterial de esta chica ascendieron como un cohete, signo de un estrés importante. Me resultó muy inquietante, hasta tal punto que le propuse interrumpir el experimento. Sorprendida, me respondió que estaba muy bien, que no sentía nada, que las imágenes no tenían ningún efecto sobre ella, ¡y que no podía comprender por qué le proponía detener el experimento!
Más tarde me enteré de que esta joven tenía muy pocos amigos y que sólo vivía para su trabajo. Sin saber exactamente por qué, los miembros de mi equipo la consideraban más bien antipática. ¿Era porque hablaba demasiado de sí misma y porque parecía indiferente respecto a quienes la rodeaban? Por su parte, ella no comprendía por qué no era más apreciada. Para mí representó el ejemplo típico de la persona cuyo CI es muy elevado y el “CE” deplorable. Su principal defecto parecía ser no tener conciencia de sus propias emociones y, de paso, permanecer sorda a las emociones de los demás. No me dio la impresión de que fuese a triunfar en su carrera. Incluso en las disciplinas más científicas hay que saber trabajar en equipo, hacer alianzas, dirigir a los colaboradores, etc. Sea cual sea nuestro campo de actividad siempre nos vemos obligados a relacionarnos con otros seres humanos. No podemos escapar a ello. Y nuestras disposiciones hacia ese tipo de relaciones son las que determinan nuestro éxito a largo plazo.
El comportamiento de los niños ilustra muy bien hasta qué punto resulta difícil distinguir los estados emocionales. La mayor parte del tiempo, un niño que llora no sabe muy bien si lo hace porque hace demasiado calor, porque tiene hambre, porque está triste, o tan sólo porque se siente cansado tras una larga jornada de juegos. Llora sin saber precisamente por qué, y no sabe qué hacer para sentirse mejor. En una situación tal, un adulto con una inteligencia emocional poco desarrollada se sentirá desbordado con facilidad, precisamente porque tampoco sabrá identificar la emoción del niño, ni responder a sus necesidades. Otras personas con una inteligencia emocional mayor sabrán qué hay que hacer para calmar a un niño sin mucha dificultad. Así es como lo acostumbra a describir Françoise Dolto, que, mediante un solo gesto o una sola palabra, sabía calmar a un niño que lloraba desde hacía días: era una virtuosa de la inteligencia emocional.
No es raro hallar una incapacidad de ese tipo entre los adultos, que impide distinguir con claridad entre distintos estados emocionales. Así lo he constatado entre algunos internos de mi hospital en Estados Unidos. Estresados por jornadas de trabajo interminables, agotados por noches pasadas de guardia cada cuatro días, lo compensaban comiendo demasiado. Y el cuerpo les pasaba factura y decía: «Necesito parar un poco y dormir», pero ellos sólo escuchaban: «Necesito», y a dicha demanda respondían con la única cosa disponible de inmediato: el restaurante de comida rápida abierto las veinticuatro horas en todo hospital estadounidense. Inmerso en una situación así, poner en funcionamiento la inteligencia emocional es poner en práctica las cuatro aptitudes descritas por el grupo de Yale: en primer lugar, identificar el estado interior tal como es (la fatiga, no el hambre), conocer su desarrollo (todo va bien e irá bien a lo largo del día mientras no se le exija demasiado al organismo; y sin duda irá mejor un poco después), razonar sobre ello (no servirá absolutamente de nada comerse un pastel de crema helada de más, sino que, al contrario, representará una carga suplementaria para mi estómago y, además, me hará sentir culpable), y finalmente manejar la situación de manera apropiada (aprender a dejar pasar la ola de cansancio, o realizar una pausa de “meditación”, o incluso una siesta de veinte minutos, para todo lo cual siempre se puede hallar el tiempo necesario y resulta más revitalizante que un enésimo café o media tableta de chocolate).
Todo esto puede parecer muy trivial, pero la situación resulta interesante precisamente porque es a la vez muy banal y muy difícil de controlar. La mayoría de los especialistas en nutrición y obesidad están de acuerdo en este punto: la mala regulación de las emociones es una de las causas principales del aumento de peso en una sociedad donde el estrés es omnipresente, y los alimentos se utilizan para responder a esa situación. Quienes han aprendido a regular el estrés no suelen padecer problemas de peso, porque son los mismos que han aprendido a escuchar su cuerpo, a reconocer sus emociones y a responder con inteligencia.
La tesis de Goleman es que el dominio de la inteligencia emocional es mayor garantía de éxito en la existencia que el CI. En uno de los estudios más importantes acerca de qué permite predecir el éxito, los psicólogos siguieron la trayectoria de más de cien estudiantes de Harvard desde la década de 1940.4 Sus rendimientos intelectuales cuando tenían veinte años no hubieran permitido predecir de ninguna manera su nivel de ingresos futuros, su productividad o el reconocimiento de sus padres. Aquellos que habían obtenido las mejores notas en la universidad no fueron, ni mucho menos, los que gozaban de una vida familiar más feliz o de más amigos. Por el contrario, un estudio realizado en niños de un barrio pobre de Boston sugiere que el “coeficiente emocional” desempeña un importante papel: lo que mejor predecía su éxito como adultos no era su CI, sino su capacidad, en el transcurso de una infancia difícil, de controlar sus emociones, regular su frustración y cooperar con los demás.5
Más allá de Freud y Darwin: la tercera revolución de la psicología
La psicología del siglo xx ha estado dominada por dos grandes teorías: la de Darwin y la de Freud. Han hecho falta más de cien años para que su integración diese como resultado una perspectiva enteramente nueva sobre el equilibrio de las emociones.
Para Darwin, la evolución de una especie progresa a través de la adición sucesiva de estructuras y funciones nuevas. Cada organismo posee, pues, las características físicas de sus antepasados, además de otras. Como el hombre y los grandes simios se han alejado entre sí más tarde en la evolución de las especies, el hombre es, de alguna manera, un «simio más».[3] Los simios comparten numerosos rasgos con el resto de los mamíferos que cuentan con un antepasado común, y así a lo largo de la cadena de la evolución.
Al igual que en las excavaciones arqueológicas, también en la anatomía y fisiología del cerebro humano se halla esta evolución sucesiva por capas. Las estructuras profundas del cerebro son idénticas a las de los simios, y algunas, las más profundas, son incluso idénticas a las de los reptiles. Por el contrario, las estructuras de la evolución más reciente, como el córtex anterior (detrás de la frente), no existen tan desarrolladas como en el hombre. Por esta razón, la frente abombada del Homo sapiens le distingue claramente del rostro de sus antepasados más cercanos a los grandes simios. Lo que anunció Darwin fue tan revolucionario y perturbador que las consecuencias no se aceptaron realmente más que a mediados del siglo xx: estamos condenados a vivir —en el interior de nuestro cerebro— con el de los animales que nos han precedido en la evolución.
Por su parte, Freud ha subrayado y definido la existencia de una parte de la vida psíquica que él denominó el «inconsciente»: lo que escapa no sólo a la atención consciente, sino, además, a la razón. Neurólogo de formación, Freud nunca pudo hacerse a la idea de que sus teorías no pudieran explicarse en términos de estructuras y de funciones cerebrales. Pues en ausencia de los conocimientos sobre la anatomía del cerebro (su arquitectura) de los que disponemos en la actualidad y, sobre todo, sobre su fisiología (su modo de funcionar), le fue imposible progresar en esa dirección. Su tentativa de integrar ambos campos, su famoso «Proyecto para una psicología científica», se saldó con un fracaso. Le disgustó tanto que se negó a publicarlo en vida. Pero eso no le impidió pensar constantemente sobre ello. Recuerdo cuando conocí al doctor Wortis, un célebre psiquiatra que fue analizado por el propio Freud. Tenía ochenta y cinco años y todavía seguía muy activo en el seno de la principal revista de la psiquiatría biológica, Biological, que él mismo había fundado. El doctor Wortis me contó cómo Freud, al que había ido a visitar a Viena a principios de la década de 1930 para hacerse analizar, le había sorprendido con su insistencia: «No se contente con aprender el psicoanálisis como se formula hoy en día. Es algo que ya está superado. Su generación será la que verá realizarse la síntesis entre psicología y biología. A eso es a lo que debe consagrarse». Mientras el mundo entero empezaba a descubrir sus teorías y su cura a través de la palabra, Freud, siempre pionero, ya buscaba más allá...
Habría que esperar a finales del siglo xx para que Antonio Damasio, un gran médico e investigador estadounidense de origen portugués, proporcionase una explicación neurológica a la tensión constante entre el cerebro primitivo y el cerebro racional —las pasiones y la razón— en términos que sin duda habrían satisfecho a Freud. Yendo todavía más allá, Damasio también mostró por qué las emociones son simplemente indispensables para la razón.
Los dos cerebros: cognitivo y emocional
Para Damasio, la vida psíquica es resultado de un esfuerzo permanente de simbiosis entre dos cerebros. Por un lado, un cerebro cognitivo, consciente, racional y volcado en el mundo externo. Por otro, un cerebro emocional, inconsciente, preocupado sobre todo por sobrevivir y ante todo conectado al cuerpo. Estos dos cerebros son relativamente independientes entre sí, y cada uno de ellos contribuye de manera muy distinta a nuestra experiencia de la vida y a nuestro comportamiento. Como ya predijera Darwin, el cerebro humano incluye dos grandes partes: en lo más profundo del cerebro, en el mismo centro, se encuentra el cerebro antiguo, el que compartimos con todos los mamíferos y, en parte, con los reptiles. Es la primera capa dispuesta por la evolución.
Paul Broca, el gran neurólogo francés del siglo xix, que fue el primero en describirlo, le dio el nombre de cerebro «límbico». Alrededor de este cerebro límbico, y a lo largo de millones de años de evolución, se ha formado una capa mucho más reciente, un cerebro nuevo, o «neocórtex», que en latín significa: “corteza nueva” o “envoltorio nuevo” (véase ilustración no. 2).
El cerebro límbico controla las emociones y la fisiología del cuerpo
El cerebro límbico está constituido por las capas más profundas del cerebro humano. De hecho es un «cerebro en el interior del cerebro». Una imagen realizada en mi laboratorio de ciencias neurocognitivas de la Universidad de Pittsburgh, permite ilustrar esta idea (véase ilustración no 3). Cuando se les inyecta a voluntarios una substancia que estimula directamente la parte del cerebro profundo responsable del miedo, se ve cómo se activa el cerebro emocional —casi como si fuese una bombilla encendiéndose—, mientras que a su alrededor el neocórtex no muestra actividad alguna.
En el transcurso del estudio del que se extrajo esta ilustración, fui el primero en hacerme inyectar dicha substancia, que activa directamente el cerebro emocional. Recuerdo muy bien la extraña sensación que tuve: me sentí aterrorizado, sin saber por qué. Fue una experiencia de puro miedo, de un miedo que no formaba parte de ningún objeto particular. Son muchos los participantes de este estudio que han descrito la misma y extraña sensación de miedo intenso y “flotante”, que por fortuna no duraba más que unos minutos.7
La organización del cerebro emocional es bastante más simple que la del neocórtex. A diferencia de lo que sucede en este último, la mayoría de las áreas del cerebro límbico no están organizadas en capas regulares de neuronas que permiten el tratamiento de la información, sino que las neuronas están más bien amalgamadas. A causa de esta estructura más rudimentaria, el tratamiento de la información por parte del cerebro emocional es mucho más primitivo que el efectuado por el neocórtex. Pero es más rápido y está más adaptado a reacciones esenciales para la supervivencia. Por esta razón, por ejemplo, en la penumbra de un bosque, un pedazo de madera en el suelo puede parecer una serpiente y desencadenar una reacción de temor. Antes de que el resto del cerebro pueda completar el análisis y concluir que se trataba de un objeto inofensivo, el cerebro emocional desencadenará, basándose en informes muy parciales y a menudo incorrectos, la reacción de supervivencia que le parezca más adecuada.8
El propio tejido del cerebro emocional es distinto del neocórtex. Cuando un virus como el del herpes o de la rabia ataca al cerebro, sólo queda infectado el cerebro profundo, y no el neocórtex. Por esta razón, la primera manifestación de la rabia es un comportamiento emocional muy anormal.
El cerebro límbico es un centro de control que recoge continuamente informaciones provenientes de distintas partes del cuerpo y que responde de manera apropiada controlando el equilibrio fisiológico: la respiración, el ritmo cardíaco, la tensión arterial, el apetito, el sueño, la libido, la secreción de hormonas, e incluso el funcionamiento del sistema inmunitario, están bajo sus órdenes. El papel del cerebro límbico parece ser mantener las diferentes funciones en equilibrio, el estado que el padre de la fisiología moderna, el sabio francés de finales del siglo xix, Claude Bernard, llamó «homeostasis»: el equilibrio dinámico que nos mantiene con vida.
Desde este punto de vista, nuestras emociones no son más que la experiencia consciente de un largo conjunto de reacciones fisiológicas que regulan y ajustan continuamente la actividad de los sistemas biológicos del cuerpo a los imperativos del entorno interno y externo.9 El cerebro emocional mantiene, pues, casi una mayor intimidad con el cuerpo que con el cerebro cognitivo. Y por esta razón suele ser más fácil acceder a las emociones a través del cuerpo que mediante la palabra.
Marianne, por ejemplo, que seguía desde hacía dos años una cura psicoanalítica freudiana tradicional, se tendía en el diván y se esforzaba todo lo posible para “asociar libremente” temas que la hacían sufrir, a saber, y esencialmente, su dependencia afectiva de los hombres. Sólo tenía la impresión de vivir plenamente cuando un hombre le repetía que la amaba. Soportaba muy mal las separaciones, incluso las más breves. Eso la dejaba en un estado de ansiedad difusa, como una niña. Tras dos años de análisis, Marianne comprendía perfectamente su problema. Podía describir con detalle la complicada relación con su madre, que la confió a menudo a nodrizas anónimas, y se decía que con toda probabilidad eso explicaría su permanente sentimiento de inseguridad. Con el espíritu formado en una gran escuela, Marianne se había apasionado por el análisis de sus síntomas y la manera en que los revivía en la relación con su analista, del que se había hecho, claro está, muy dependiente. Marianne había realizado grandes progresos y se sentía más libre, aunque en el análisis nunca había podido revivir el dolor y la tristeza de su infancia. Siempre concentrada en sus pensamientos y el lenguaje, ahora se daba cuenta de que nunca había llorado en el diván. Con gran sorpresa, fue al visitar a una masajista, en el transcurso de una semana de talasoterapia, cuando de repente se reencontró con sus emociones. Se hallaba tendida de espaldas y la masajista le masajeaba suavemente el vientre. Cuando acercó las manos a un punto concreto, por debajo del ombligo, Marianne sintió ascender un sollozo hasta la garganta. La masajista se dio cuenta y le pidió que simplemente observase lo que sentía, y después insistió, con suavidad, aplicando movimientos giratorios sobre ese punto. Al cabo de pocos segundos, Marianne fue presa de violentos sollozos que le sacudieron todo el cuerpo. Se vio en una mesa de hospital, tras una operación de apendicitis, a los siete años, sola, porque su madre no había regresado de vacaciones para ocuparse de ella. Esta emoción, que tanto había buscado en su cabeza, se hallaba desde siempre oculta en su cuerpo.
Debido a su estrecha relación con el cuerpo, suele resultar más fácil actuar sobre el cerebro emocional a través del cuerpo que mediante el lenguaje. Los medicamentos, claro está, interfieren directamente con el funcionamiento de las neuronas, pero también se pueden movilizar ritmos fisiológicos intrínsecos, como los movimientos oculares asociados con los sueños, las variaciones naturales de la frecuencia cardíaca, el ciclo del sueño y su relación con el ritmo del día y de la noche, o bien utilizar los ejercicios físicos, o incluso la acupuntura y el control de la alimentación. Como veremos más adelante, las relaciones afectivas, e incluso la relación con los demás —a través de la comunidad en la que vivamos—, cuentan con un intenso componente físico, con una vivencia corporal. Estas vías de acceso corporales al cerebro emocional son más directas y a menudo más potentes que el pensamiento y el lenguaje.
El cerebro cortical controla la cognición, el lenguaje y el razonamiento
El neocórtex, la “corteza nueva”, es la superficie plisada que da al cerebro su apariencia tan característica. También es la envoltura que rodea el cerebro emocional. Se encuentra en la superficie pues, desde el punto de vista evolutivo, es la capa más reciente. Está constituido por seis estratos distintos de neuronas, regulares y organizadas para un óptimo tratamiento de la información, como en un microprocesador.
Esta organización es la que confiere al cerebro su excepcional capacidad para tratar la información. Aunque sigue siendo muy difícil programar los ordenadores para que reconozcan los rostros humanos en todas las condiciones de iluminación y orientación, el neocórtex lo logra sin dificultad en pocos milisegundos. En el campo de la audición, sus complejas capacidades de tratamiento del sonido le permiten diferenciar, incluso antes de nacer, ¡entre el lenguaje materno y cualquier otra lengua extraña!10
En el hombre, la parte del neocórtex que se halla tras la frente, por encima de los ojos, bautizada como «córtex o corteza anterior», está especialmente desarrollada. Mientras que el tamaño del cerebro emocional es casi el mismo de una especie a otra (teniendo en cuenta, claro está, las diferencias de tamaño)! el córtex anterior presenta en el hombre una proporción mucho mayor del cerebro que en los demás animales.
Gracias a la intermediación del córtex anterior, el neocórtex se ocupa de la atención, la concentración, la inhibición de los impulsos e instintos, el ordenamiento de las relaciones sociales y, como demostró Damasio, el comportamiento moral. Sobre todo es el que establece los planes de futuro a partir de símbolos que no están presentes en el espíritu, es decir, sin que la información resulte aparente para la vista o la tengamos entre manos. Atención, concentración, reflexión, planificación, comportamiento moral: el neocórtex —nuestro cerebro cognitivo— es un componente esencial de nuestra humanidad.
Cuando no hay entendimiento entre ambos cerebros
Los dos cerebros, emocional y cognitivo, perciben la información proveniente del mundo exterior más o menos a la vez. A partir de ahí, pueden bien cooperar, o disputarse el control del pensamiento, de las emociones y del comportamiento. El resultado de esta interacción —cooperación o competición— es lo que determina lo que sentimos, nuestra relación con el mundo y con los demás. Las diversas formas de competición nos hacen desgraciados. Por el contrario, cuando el cerebro emocional y el cognitivo se complementan, uno para dar dirección a lo que queremos vivir (el emocional), y el otro para hacernos avanzar por ese camino de la manera más inteligente posible (el cognitivo), sentimos una armonía interior —un «estoy ahí donde quiero estar en mi vida»— que sustenta todas las experiencias duraderas de bienestar.
El cortocircuito emocional
La evolución conocía cuáles eran sus prioridades. Y la evolución es ante todo una cuestión de supervivencia y de transmisión de nuestros genes de una generación a la siguiente. Sea cual fuere la complejidad del cerebro que se ha ido conformando en el transcurso de varios millones de años, sean cuales fueren sus prodigiosas capacidades de concentración, abstracción, de reflexión sobre sí mismo, si nos impidiesen detectar la presencia de un tigre o de un enemigo, o no nos permitieran reconocer la presencia de una compañía sexual apropiada y, por tanto, una ocasión de reproducirnos, nuestra especie se habría extinguido hace ya mucho. Por fortuna, el cerebro emocional vela permanentemente. Se encarga de vigilar el entorno, en segundo plano. Cuando detecta un peligro o una oportunidad excepcional desde el punto de vista de la supervivencia —un posible compañero sexual, un territorio, un bien material útil—, desencadena de inmediato una alarma que anula en pocos milisegundos todas las operaciones del cerebro cognitivo e interrumpe su actividad. Eso permite que el cerebro, en su conjunto, se pueda concentrar instantáneamente en lo que resulta esencial para la supervivencia. Éste es el mecanismo que nos ayuda, cuando conducimos, a detectar, de manera inconsciente, un camión que viene en nuestra dirección, cuando nos hallamos enfrascados en una conversación con el pasajero. El cerebro emocional descubre el peligro y, a continuación, centra nuestra atención hasta que el peligro desaparece. También es él el que interrumpe la conversación entre dos hombres en la terraza de una cafetería cuando en su campo de visión irrumpe una seductora minifalda. Y también es él el que silencia a los padres en un parque cuando perciben por el rabillo del ojo que un perro desconocido se acerca a su hijo.
El equipo de Patricia Goldman-Rakic, de la Universidad de Yale, ha demostrado que el cerebro emocional tiene la capacidad de “desconectar” el córtex anterior, la parte más avanzada del cerebro cognitivo (el término inglés, como en informática, es situarlo off-line). Bajo el efecto de un estrés importante, el córtex anterior deja de responder y pierde la capacidad de guiar el comportamiento. De repente, los que toman la iniciativa son los reflejos y las acciones instintivas.11 Más rápidos y cercanos a nuestra herencia genética, la evolución les ha dotado de prioridad en las situaciones urgentes, como si estuviesen mejor dotados para guiarnos que las reflexiones abstractas cuando lo que está en juego es la vida. En las condiciones de vida casi animales de nuestros antepasados, este sistema de alarma era algo esencial. Varios cientos de miles de años tras la aparición del Homo sapiens, nos sigue resultando prodigiosamente útil en la vida cotidiana. No obstante, cuando nuestras emociones son demasiado intensas, esta preeminencia del cerebro emocional sobre el cognitivo empieza a dominar nuestro funcionamiento mental. Perdemos entonces el control del flujo de nuestros pensamientos y nos tomamos incapaces de actuar en función de nuestro mejor interés a largo plazo. Eso es lo que nos sucede cuando nos sentimos “irritables” tras una contrariedad, en el transcurso de una depresión, o como consecuencia de un traumatismo emocional más grave. Eso es también lo que explica el “temperamento demasiado sensible” de aquellas personas que han padecido abusos físicos, sexuales, o incluso simplemente emocionales.
En la práctica médica, se pueden hallar dos ejemplos corrientes de este cortocircuito emocional. El primero es el que se denomina «estado de estrés postraumático» (EEPT): a consecuencia de un traumatismo grave —por ejemplo, una violación o un terremoto—, el cerebro emocional se comporta como un centinela leal y consciente de que se hubiera dejado sorprender. Desencadena la alarma con mayor frecuencia, como si fuese incapaz de asegurar la ausencia de todo peligro. Es lo que le sucedió a una superviviente del 11 de septiembre que llegó a tratarse en nuestro centro de Pittsburgh: meses después del atentado, su cuerpo se paralizaba en el momento en que ponía el pie en un rascacielos.
El segundo ejemplo corriente es el de los ataques de ansiedad, que en psiquiatría también se llaman ataques de pánico. En los países desarrollados, casi una persona de cada veinte ha sufrido ataques de pánico.12 A menudo, las víctimas tienen la impresión de que van a padecer un infarto, a causa de las impresionantes manifestaciones físicas. El cerebro límbico toma repentinamente el control de todas las funciones del cuerpo: el corazón late a toda velocidad, el estómago se anuda, manos y piernas tiemblan, el sudor perla todo el cuerpo. Al mismo tiempo, las funciones cognitivas son aniquiladas por la subida de adrenalina. El cerebro cognitivo no percibirá razón alguna para un estado de alarma tal, pues permanecerá “desconectado” por la adrenalina, siendo incapaz de organizar una respuesta coherente frente a la situación. Las personas que han padecido ataques de ese tipo lo describen muy bien: «Mi cerebro estaba como vacío; no podía pensar. Las únicas palabras de las que era consciente eran: “Estás a punto de morir; llama a una ambulancia. ¡Deprisa!”».
La asfixia cognitiva
Por el contrario, el cerebro cognitivo controla la atención consciente y la capacidad de atemperar las reacciones emocional antes de que se tornen desproporcionadas. Esta regulación de las emociones por parte del cognitivo nos libera de lo que podría ser una tiranía de las emociones y una vida totalmente dirigida por instintos y reflejos. Un estudio efectuado en la Universidad de Stanford, California, con medios de visualización cerebral ha dejado claro este papel del cerebro cortical. Cuando los estudiantes miran fotos muy desagradables —de cuerpos mutilados o de rostros desfigurados, por ejemplo—, sus cerebros emocionales reaccionan de inmediato. No obstante, si realizan el esfuerzo consciente de controlar sus emociones, serán las regiones corticales las que dominarán sobre las imágenes de su cerebro en acción y las que bloquearán la actividad del cerebro emocional.13
Pero la cuchilla del control cognitivo de las emociones tiene dos filos: si se utiliza demasiado puede acabar perdiéndose el contacto con las llamadas de socorro del cerebro emocional. Pueden apreciarse los efectos de esta supresión excesiva en las personas que han aprendido, de niños, que sus emociones no eran aceptables, siendo el cliché por excelencia en la materia la exhortación tantas veces escuchada entre hombres: «Los chicos no lloran».
Un control exagerado de las emociones también puede dar paso a un temperamento no suficientemente sensible. Un cerebro que no deja que la información emocional desempeñe su papel se enfrenta a otros problemas. Por una parte resulta mucho más difícil tomar decisiones porque no se siente preferencia alguna “en el fuero interno”, es decir, en el corazón y el vientre, las partes del cuerpo que ofrecen un eco “visceral” a las emociones. Por esta razón se ve a los intelectuales un poco demasiado “dotados” —a menudo hombres— perderse en consideraciones infinitas de detalles cuando se trata de elegir entre dos coches, por ejemplo, o incluso entre dos cámaras fotográficas. En los casos más severos, como en el famoso ejemplo de Phineas Gage, del siglo xix,14 o en el más reciente de E.V.R., un paciente descrito por Eslinger y Damasio,15 una lesión neurológica impide al cerebro cognitivo tomar conciencia de la percepción emocional. Tomemos el caso de E.V.R. Este contable, dotado con un CI de 130 —lo que le colocaba en el tramo de “inteligencia superior”—, era un miembro apreciado de su comunidad. Casado desde hacía muchos años, tenía varios hijos, acudía a la iglesia con regularidad, y llevaba una vida muy ordenada. Un día fue sometido a una operación cerebral cuyo resultado fue “desconectar” su cerebro cognitivo del emocional. De la noche al día se tornó incapaz de tomar la mínima decisión. Ninguna tenía sentido para él. No podía razonar acerca de decisiones de manera abstracta. Curiosamente, los tests de inteligencia —que no miden más que la inteligencia abstracta— siempre indicaban una inteligencia netamente superior a la media. A pesar de ello, E.V.R. no sabía qué hacer, pues al carecer de una verdadera preferencia, visceral, por una u otra opción, todas las opciones quedaban enterradas bajo infinitas consideraciones de detalle. Acabó perdiendo el trabajo, su matrimonio se hundió, y a continuación se embarcó en una serie de asuntos poco claros en los que perdió todo su dinero. Sin emociones que orientasen su elección, su comportamiento se desajustó por completo, aunque su inteligencia permaneció intacta.
Entre las personas de cerebro intacto, la tendencia a la asfixia emocional puede acarrear graves consecuencias para la salud. La separación entre el cerebro cognitivo y el cerebro emocional comporta una capacidad extraordinaria para no percibir las pequeñas señales de alarma de nuestro sistema límbico. Siempre encontramos buenas razones para encerrarnos en un matrimonio o en una profesión que en realidad nos hacen sufrir, violentando a diario nuestros valores más profundos. Pero eso no se arregla haciendo oídos sordos a una desazón subyacente. Como el cuerpo es el principal campo de acción del cerebro emocional, este callejón sin salida se traduce en problemas físicos. Los síntomas son las clásicas enfermedades del estrés: la fatiga inexplicable, la hipertensión arterial, los catarros y otras infecciones repetitivas, las enfermedades cardíacas, los trastornos intestinales y los problemas de la piel. Investigadores de Berkeley han llegado incluso a sugerir hace poco que lo que más pesa sobre nuestro corazón y arterias es la supresión de las emociones negativas por parte del cerebro cognitivo, y no las emociones negativas en sí mismas.16
El «fluir» y la sonrisa del Buda
Para vivir en armonía en la sociedad humana hay que alcanzar y mantener un equilibrio entre nuestras reacciones emocionales inmediatas —instintivas— y las respuestas racionales que preservan los vínculos sociales a largo plazo. La inteligencia emocional se expresa al máximo cuando los dos sistemas del cerebro —el cortical y el límbico— cooperan en todo momento. En este estado, los pensamientos, decisiones y gestos, se ajustan y fluyen de manera natural, sin que prestemos una atención particular. En este estado, sabemos qué elección tomar en cada instante, y vamos en pos de nuestros objetivos sin esfuerzo, con una concentración natural, porque nuestras acciones están en línea con nuestros valores. Este estado de bienestar es a lo que aspiramos continuamente: la manifestación de la armonía perfecta entre el cerebro emocional, que proporciona la energía y la dirección, y el cerebro cognitivo, que organiza su ejecución. El gran psicólogo estadounidense Mihaly Csikszentmihalyi, que creció en el caos de la Hungría de postguerra, ha dedicado su vida a la comprensión de la esencia del bienestar. Y ha bautizado esta condición como el estado de «fluir».17
Curiosamente, existe un señalador fisiológico muy simple de esta armonía cerebral del que Darwin estudiara los fundamentos biológicos hace ya más de un siglo: la sonrisa. Una sonrisa falsa —la que uno se impone por razones de orden social— sólo moviliza los músculos cigomáticos del rostro, los que al hacer retroceder los labios descubren los dientes. Por el contrario, una sonrisa “verdadera” moviliza además los músculos que rodean los ojos. Pues éstos no pueden contraerse voluntariamente, es decir, mediante el cerebro cognitivo. La orden debe provenir de las regiones límbicas, primitivas y profundas. Por esta razón, los ojos no mienten nunca: su pliegue señala la autenticidad de una sonrisa. Una sonrisa cálida, verdadera, nos da a entender intuitivamente que nuestro interlocutor se encuentra, en ese preciso instante, en un estado de armonía entre lo que piensa y lo que siente, entre cognición y emoción. El cerebro tiene una capacidad innata para alcanzar el estado de fluir. Su símbolo más universal es la sonrisa en el rostro del Buda.
El objetivo de los métodos naturales que me esforzaré en presentar en los capítulos siguientes es precisamente facilitar esta armonía, recuperarla. Contrariamente al CI, que evoluciona muy poco en el transcurso de la vida, la inteligencia emocional puede cultivarse en todas las edades. Nunca es demasiado tarde para aprender a regular mejor las propias emociones y la relación con los demás. El primer enfoque descrito es sin duda el más fundamental. Se trata de optimizar el ritmo del corazón para resistir el estrés, controlar la ansiedad y maximizar la energía vital que hay en nosotros. Es la primera clave de la inteligencia emocional.