9. LA REVOLUCIÓN DE LOS OMEGA-3: CÓMO ALIMENTAR EL CEREBRO EMOCIONAL

Un triste nacimiento

Patricia tenía 30 años cuando nació su segundo hijo, justo un año después del primero. Jacques, su compañero, se sentía feliz y orgulloso. El año que acababa de pasar con su primer hijo había sido una sucesión de felicidades cotidianas, y ambos habían deseado ardientemente a este pequeño Paul que venía a completar la joven familia. Pero Jacques se llevó una sorpresa: Patricia no parecía sentirse muy contenta, sino más bien sombría. Se interesaba poco por Paul, quería que la dejasen sola, se irritaba con facilidad, a veces lloraba sin razón. Incluso dar de mamar, que tanto le había gustado con su primer bebé, ahora le parecía una molestia.

Como cualquier madre joven de cada diez, Patricia sufría depresión postparto, muy desconcertante e inquietante, pues acaba con la felicidad que habitualmente rodea el nacimiento de un nuevo ser, fruto de la propia carne. Como el bebé era una monada, todo iba bien entre la pareja, y el restaurante de Jacques funcionaba cada vez mejor, ni él ni Patricia comprendían esa súbita tristeza. Los médicos habían intentado darles confianza hablando de los «cambios hormonales» que acompañaban el embarazo y sobre todo el pacto, pero eso no les había llegado a aliviar.

Desde hace una decena de años se han abierto perspectivas totalmente nuevas acerca del problema de Patricia: ésta residía en Nueva York, una ciudad donde el consumo diario de uno de los alimentos más importantes para el cerebro, los ácidos grasos esenciales llamados omega-3, es especialmente bajo, como en Francia o Alemania, por otra parte.1 Estos ácidos grasos que el cuerpo no puede fabricar (de ahí el término “esenciales”) son tan cruciales para la constitución del equilibrio del cerebro que el feto los absorbe a través de la placenta. Por esta razón, las reservas de la madre, ya débiles en nuestra sociedad occidental, caen dramáticamente en el transcurso de las últimas semanas del embarazo. Tras el nacimiento, los omega-3 continúan yendo a parar prioritariamente al bebé a través de la leche materna, de la que son uno de los elementos más importantes. Eso agrava todavía más el déficit de la madre. Si un segundo nacimiento sigue al primero de cerca, como en el caso de Patricia, y entre tanto su dieta ha seguido siendo pobre en esos ácidos grasos, la pérdida de omega-3 tras el segundo parto es tal que el riesgo de depresión aumenta para la madre.2

La incidencia de la depresión postparto en Japón, Singapur o Malasia es entre tres y veinte veces menor que en Alemania, Francia y Estados Unidos. Según The Lancet, estas cifras corresponden a la diferencia entre esos países en lo referente al consumo de pescados y marisco, y no pueden explicarse por una simple tendencia de los asiáticos a ocultar los síntomas de depresión.3 Si Jacques y Patricia se hubieran instalado en Asia en lugar de en América, puede que ella no hubiese vivido su segundo parto de la misma manera... Resulta indispensable comprender por qué.

El aceite que hace funcionar el cerebro

El cerebro forma parte del cuerpo. Al igual que las células del resto de órganos, las del cerebro renuevan sus componentes continuamente. Así pues, las células de mañana están hechas de lo que comemos hoy. Además, el cerebro está formado, en dos terceras partes, por ácidos grasos. Son los componentes básicos de la membrana de las células nerviosas, su “envoltorio”, a través del que se producen las comunicaciones entre todas las células nerviosas en todas las regiones del cerebro y del cuerpo. Lo que comemos se integra directamente en estas membranas y constituye la trama. Si sobre todo consumimos grasas saturadas —las que, como la mantequilla o las grasas animales, permanecen sólidas a temperatura ambiente—, su rigidez se refleja en las de las células del cerebro. Si, por el contrario, comemos sobre todo grasas poliinsaturadas —líquidas a temperatura ambiente—, las células del cerebro serán más fluidas, más flexibles, y la comunicación entre ellas más estable. Sobre todo si se trata de ácidos grasos omega-3.4

Los efectos de este comportamiento no son sutiles. Cuando se suprimen los omega-3 de la alimentación de ratas de laboratorio, su comportamiento cambia por completo en pocas semanas: se tornan ansiosas, no aprenden ninguna tarea nueva y se aterrorizan en situaciones de estrés (por ejemplo, cuando deben escaparse de un estanque encontrando una plataforma de salvamento).5 Y aún puede ser más grave, ya que una alimentación pobre en omega-3 reduce la experiencia del placer. Son necesarias dosis más importantes de morfina para que estos roedores vuelvan a demostrar el mínimo interés, ya que esta droga personifica el placer fácil.6

Por el contrario, un equipo de investigadores franceses ha mostrado que una dieta rica en omega-3 —como la de los esquimales, que asimilan hasta 16 g diarios de aceite de pescado—7 aumenta, a largo plazo, la producción de neurotransmisores de la energía y del buen humor en el cerebro emocional.[1]

El feto y el neonato, cuyo cerebro está en pleno desarrollo, tienen las mayores necesidades de ácidos grasos omega-3. Un estudio danés publicado recientemente en el British Medical Journal establece que las mujeres que consumen más omega-3 en su alimentación todos los días durante el embarazo, tienen hijos cuyo peso al nacer es más sano, y son menos prematuros.89 Otro estudio danés, publicado en el Journal of the American Medical Association, señala que los niños a los que se ha amamantado al menos durante nueve meses tras el parto —y que por ello han recibido una mayor cantidad de omega-3 en su alimentación— cuentan con cualidades intelectuales superiores a los demás veinte o treinta años más tarde.[2]

Pero la importancia de los omega-3 no se limita al embarazo.

La peligrosa energía de Benjamin

Al principio, Benjamin no sabía de qué sufría. Él, que por lo general tenía tanta energía —dirigía el laboratorio de bioquímica de una gran multinacional farmacéutica—, se sentía fatigado, desmotivado. Tenía 35 años y nunca había padecido problemas de salud; se decía que tal vez todo se debiera a una infección vírica que arrastraba. En cuanto llegaba a su despacho, cerraba la puerta y huía de la gente. Incluso le había pedido a su secretaria que anulase varias citas importantes con el pretexto de que se hallaba demasiado ocupado. Cuanto más tiempo pasaba, más extraño se iba tomando su comportamiento. Las reuniones de las que no podía escaparse le incomodaban mucho. Tenía la impresión de ser incompetente y de que se le notaba muchísimo. Todo el mundo le parecía estar mejor informado que él, ser más creativo y más dinámico. Se decía que no era más que cuestión de tiempo antes de que se descubriese que todos sus éxitos del pasado se debían a pura suerte o a las contribuciones de sus colaboradores. Una vez al regresar a su despacho, cerró la puerta y lloró, al mismo tiempo que todo aquello le parecía ridículo. Temía que le despidieran al día siguiente y se preguntaba qué dirían su esposa e hijas. Algo más adelante, como Benjamin era médico y su empresa fabricaba un antidepresivo muy recetado, decidió finalmente autorrecetarse el medicamento. No pasaron ni dos semanas antes de que empezase a encontrarse mucho mejor. Reanudó su trabajo con normalidad, creyendo finalmente haber superado la situación. En realidad, se hallaba al borde del abismo.

Como el medicamento parecía muy eficaz y como podían administrarse dosis distintas, se dobló la dosis. En efecto, todo empezó a ir mucho mejor. Ahora no dormía más que cuatro horas cada noche y recuperó todo el tiempo perdido, y los proyectos que había dejado a medias durante los meses precedentes. Además, se sentía especialmente contento, sonreía constantemente y hacía reír a todos sus colaboradores con sus bromas un poco subidas de tono. Una noche que se había quedado trabajando con una joven ayudante, ésta se inclinó por encima de su escritorio para recoger una carpeta, y al dejar al descubierto el escote se vio que no llevaba sujetador. Benjamin sintió un súbito deseo de ella y le puso la mano sobre el seno. Ella se dejó hacer, y él no regresó a casa esa noche.

Este triste episodio de abuso de poder en el puesto de trabajo no tendría nada de particular si no se hubiera repetido en el transcurso de la misma semana con una auxiliar de laboratorio, y unos días después con una secretaria. Benjamin experimentaba una energía sexual tal que le parecía inconcebible intentar contenerla. Y ni por un instante se le pasó por la cabeza que se lo estaba imponiendo a las integrantes de su equipo. Pero sus colaboradoras no tardaron en juzgar sus avances como inoportunos. Sobre todo porque no se sentían totalmente libres para decir “no”, como sucede en ese tipo de situaciones. Y los extravíos de Benjamin no cesaban ahí. Se había tornado irritable, y su esposa, que empezaba a tener miedo, no tenía ninguna influencia sobre él. Benjamin la había obligado a firmar una hipoteca contra su casa para comprarse un coche descapotable, y después invirtió todos sus ahorros en operaciones de Bolsa desastrosas. Pero Benjamin gozaba de muy buena reputación y continuó mostrándose tan productivo en su trabajo que nadie osaba decirle nada. Todo se vino abajo el día en que una de sus colaboradoras se hartó de sus insinuaciones y comentarios sexistas. Tras una larga lucha judicial contra la empresa —que quería conservar a Benjamin a toda costa—, su testimonio definitivo señaló el fin de su brillante carrera... y de su matrimonio. Y eso no fue más que el principio de un largo sufrimiento.

Una vez arrinconado contra la pared, Benjamin aceptó consultar a un psiquiatra: su diagnóstico no dejaba lugar a dudas. Benjamin padecía la enfermedad maníaco-depresiva, caracterizada por una alternancia entre episodios de depresión y fases de «manía» en el curso de los cuales las capacidades de juicio moral y financiero están totalmente desorientadas, y únicamente son guiadas por un hedonismo de tomo y lomo circunscrito al instante presente. Estas fases maníacas suelen desencadenarse, la primera vez, tomando antidepresivos. Una vez que se detuvo el consumo del medicamento, y con la ayuda de un tranquilizante, a Benjamin se le calmaron rápidamente el humor y el exceso de energía. No obstante, privado de ese viento artificial que le hinchaba las velas, tomó conciencia del drama en el que se había hundido su vida y recayó rápidamente en la depresión. En esta ocasión, tenía buenas razones para apiadarse de su suerte. Durante meses, y luego años, los diversos medicamentos que se le recetaron no hicieron más que precipitarle de nuevo en la manía o la depresión. Además, era muy sensible a los efectos secundarios de estas moléculas. Los estabilizadores del humor que se le prescribían con dosificaciones distintas le hacían ganar peso al mismo tiempo que se sentía muy frenado, casi agotado, incluso con dosis normales. En cuanto a los antidepresivos, le impedían dormir y, además, le afectaban la capacidad de razonar. A causa de su historial, de todos conocido en su medio profesional, y de su lucha continua contra la depresión, le fue imposible volver a encontrar trabajo, y vivía gracias a la pensión que le dispensaba su seguro médico. Pero todo cambió el día en que su psiquiatra, desesperado, le propuso un tratamiento que acababa de descubrir gracias a un estudio publicado en la principal revista de psiquiatría experimental: los Archives of General Psychiatry.

Benjamin, que no tomaba ningún medicamento y que sin razón aparente se pasaba llorando varios días a la semana, aceptó sin dudarlo tomar nueve cápsulas al día —tres antes de cada comida— de un extracto de aceite de pescado. Fue un momento decisivo. Su depresión desapareció en pocas semanas.

Y lo que todavía resultó más sorprendente es que, a lo largo del año siguiente, no padeció más que un episodio de unos pocos días durante los que sintió un exceso de energía poco habitual. Dos años después del inicio del tratamiento, Benjamin ya no toma otros medicamentos que sus cápsulas de aceite de pescado. No ha recuperado a su esposa ni a sus hijas, pero ha empezado a trabajar en el laboratorio de un antiguo compañero. Y su talento es tal que no dudo que volverá a recuperar el entusiasmo profesional de sus primeros años.

El doctor Andrew Stoll, de Harvard, ha sido el primero en demostrar la eficacia de los aceites de pescado ricos en omega-3 en la estabilización del humor y el alivio de la depresión entre los pacientes maníaco-depresivos.10,11 En su estudio, de todo el grupo de pacientes que tomaba omega-3, sólo uno padeció una recaída.

Los resultados de este estudio fueron tan concluyentes que los investigadores debieron interrumpirlo al cabo de cuatro meses. En efecto, los pacientes del grupo «testigo» —los que no recibían más que un placebo a base de aceite de oliva— recaían con mucha más rapidez que los del grupo de omega-3, y era contrario a la deontología médica privarles de ellos durante más tiempo.

Tras pasar varios años estudiando los mecanismos del humor y de la depresión, el doctor Stoll quedó tan impresionado del efecto de los omega-3 que decidió escribir un libro consagrado al tema.12 No obstante, más tarde se ha sabido que los beneficios de los omega-3 no se limitan al tratamiento de la enfermedad maníaco-depresiva.

Electrochoques frente al aceite de pescado

Cuando los profesores de Keith le aconsejaron abandonar sus estudios, por cómo se deterioraba su rendimiento intelectual, sus padres se inquietaron mucho. Keith, con su dulce rostro y su inteligencia tan despierta, no era el mismo desde hacía unos cinco años. Sus padres lo atribuyeron a una adolescencia difícil que tal vez estaba durando un poco más de la cuenta. A pesar de su excesiva timidez y melancolía, Keith siempre había sido muy buen alumno; se mostraba muy afectuoso con su madre y siempre buscaba su compañía. Pero, en el transcurso de los últimos meses, había empezado a negarse a comer en la cafetería del colegio —la presencia de tanta gente que no conocía le desazonaba— y a continuación había empezado a padecer crisis de angustia cuando se veía obligado a tomar transportes públicos. Estaba enfadado y furioso consigo mismo. Su inquietud acerca de su futuro se agravaba con el paso de los días, y le costaba dormir. Durante la jornada no tenía energía y no podía concentrarse en su trabajo. Como siempre utilizaba su rendimiento escolar para definirse con respecto a los demás, se sentía perdido y tenía pensamientos suicidas. Durante dos años siguió, sin éxito, un tratamiento con toda una gama de antidepresivos, de sedantes e incluso, ante el fracaso de esos medicamentos más “suaves”, con tranquilizantes más potentes. Añadir litio (el tratamiento de referencia de la enfermedad maníaco-depresiva) a su antidepresivo durante dos meses no cambió nada. Desesperada, su madre siguió los consejos del psiquiatra y pidió visita con un especialista en psiquiatría biológica en el Hammersmith Hospital de Londres.

El doctor Puri se mostró muy inquieto ante la gravedad de los síntomas de Keith. Sus resultados en una prueba que medía el grado de depresión fueron los más altos que jamás había visto. Además, Keith hablaba ahora de manera muy abierta de sus proyectos de suicido, con un desapego que producía escalofríos: «Como de todas maneras voy a morirme algún día, ¿para qué esperar más? ¿Por qué debo seguir sufriendo más? Déjenme morir, por piedad».

Ante todos estos fracasos, el médico sabía que sólo un tratamiento podría tal vez poner fin a una depresión tan profunda como prolongada: los electrochoques. Sólo que Keith y su madre se oponían totalmente. El doctor Puri evaluó la situación. Dada la gravedad de su estado, habría podido hospitalizarle contra su voluntad y la de su madre y someterle forzosamente a los electrochoques... Sin duda así lo habría hecho, pero de repente ante él apareció otra posibilidad, lejana y difusa...

Teniendo en cuenta la alimentación tan “adolescente” de Keith, y como no había reaccionado a ningún tratamiento, pudiera ser que existiese un defecto en el tejido mismo de sus neuronas. Muy intrigado a la vista de los resultados de un estudio en el que había participado acerca de la influencia de los omega-3 en la depresión de pacientes esquizofrénicos,13 así como los obtenidos por el doctor Stoll entre los maníaco-depresivos, el doctor Puri le propuso un trato a su joven paciente. Le explicó que tenía buenas razones para creer que un nuevo tratamiento, a base de aceite de pescado purificado, podría tal vez ayudarle. Era algo muy incierto pues, según sus noticias, Keith sería el primer enfermo con depresión crónica severa que iba a seguir dicho tratamiento. No obstante, si le prometía solemnemente que bajo ninguna circunstancia intentaría poner fin a sus días durante las ocho semanas siguientes y que permanecería siempre bajo el control de su madre, estaría dispuesto a correr el riesgo del tratamiento.

El doctor Puri le suprimió todos los medicamentos, salvo el último antidepresivo, que tomaba desde hacía diez meses. Añadió algunos gramos diarios de aceite de pescado purificado con el objeto de regenerar las membranas de las neuronas. Los resultados fueron espectaculares. En unas pocas semanas, las ideas de suicido que rondaban a Keith desde hacía varios meses acabaron desapareciendo por completo. Su malestar en presencia de gente que desconocía también se desvaneció, y volvió a poder conciliar el sueño. Nueve meses más tarde, habían desaparecido todos los síntomas de la depresión que le aplastaba desde hacía siete años. Su puntuación actual en la escala de la depresión es... cero.

Además de psiquiatra, el doctor Puri es matemático. También es especialista en imágenes cerebrales, y el Hammersmith Hospital es uno de los centros más importantes, de investigación en este campo. Antes de tratar a Keith, le hizo pasar por diferentes escáneres a fin de obtener imágenes de su cerebro. Al repetir las pruebas al cabo de nueve meses, pudo constatar que el metabolismo del cerebro del joven se había modificado por completo: no sólo se habían reforzado las membranas de las neuronas, sino que no mostraban ningún rastro de pérdida de componentes... Lo que había cambiado era la propia estructura del cerebro de su paciente.

La madre de Keith estaba maravillada. Su hijo estaba transfigurado, y ella no dejaba de explicarles a sus amistades —a las que, todo hay que decirlo, les costó un poco creérselo— todo acerca de los efectos del aceite de pescado. El propio doctor Puri quedó tan impresionado ante esta curación que publicó una descripción en una importante revista de psiquiatría14 e inició un estudio —todavía sin finalizar mientras escribo estas líneas— relativo al efecto de los aceites de pescado sobre la más grave y mortal de las afecciones cerebrales: la enfermedad de Huntington.15

En medicina, siempre hay que desconfiar de lo que se denominan «casos anecdóticos». Es decir, que no hay que levantar una teoría o recomendar un tratamiento basándose en los efectos obtenidos en un único paciente, o incluso en unos pocos casos, por muy extraordinarios que resulten. Todo tratamiento prometedor debe ser comparado con un placebo en el marco de un estudio en el que ni los pacientes ni los médicos asistentes sepan quién recibe la substancia presumiblemente activa y quién el placebo: eso es lo que se denomina un «estudio controlado». No obstante, algunos meses después de la publicación del caso del doctor Puri, la otra gran revista internacional de psiquiatría —American Journal of Psychiatry— publicó precisamente un estudio controlado realizado con pacientes que, al igual que Keith, se mostraban resistentes a todo tipo de tratamientos.

En Israel, el doctor Nemets y sus colaboradores habían comparado la eficacia del mismo extracto purificado de aceite de pescado —el ácido etileicosapentanoico— a una dosis equivalente de aceite de oliva (que, a pesar de sus propiedades antioxidantes, no contiene omega-3). Más de la mitad de los pacientes que hasta entonces no habían reaccionado a ningún tratamiento vieron una clara mejora en su depresión en menos de tres semanas.16 La observación anecdótica del doctor Puri se veía así confirmada. Después, otro estudio, en esta ocasión británico, apareció publicado en los Archives of General Psychiatry. Llegaba a las mismas conclusiones y también mostraba que con los ácidos grasos omega-3 pueden mejorar toda una gama de síntomas de la depresión: la tristeza, así como la falta de energía, la ansiedad y el insomnio, el descenso de la libido y las tendencias suicidas.17

Un estudio más, llevado a cabo en Harvard y publicado en el American Journal of Psychiatry, también demostró que en las jóvenes “de humor muy cambiante”, que “a menudo se sienten fuera de control”, y cuyas relaciones amorosas son “dolorosas y difíciles”, un suplemento de omega-3 contribuía a reducir los síntomas depresivos, así como las actitudes agresivas.18

Sin duda habrá que esperar varios años antes de que se realicen un número suficiente de estudios de este tipo. En efecto, como los ácidos grasos omega-3 son un producto natural, no es posible patentarlos. Por ello no interesan a las grandes empresas farmacéuticas, que financian la mayoría de los estudios científicos sobre la depresión.

No obstante, la existencia de una relación entre la depresión y una tasa demasiado baja de ácidos grasos omega-3 en el organismo aparece sugerida en otros muchos resultados. Por ejemplo, los pacientes deprimidos cuentan con reservas más débiles de omega-3 que los sujetos normales.19 Y cuanto más débiles son sus reservas, más graves son sus síntomas.20

Y lo que todavía resulta más sorprendente: cuantos más omega-3 contiene la alimentación corriente de las personas, menos tendencia tienen a deprimirse.21

Esto coincide con un gran estudio elaborado en Finlandia, y publicado en los Archives of General Psychiatry, que muestra que un consumo frecuente de pescado (más de dos veces por semana) está asociado con un menor riesgo de depresión y una disminución de pensamientos de hastío de vivir en la población en general.22 Y un estudio de la población de 2003 en los Países Bajos también confirmó que las personas mayores de 60 años, cuyos exámenes de sangre revelan niveles más altos de ácidos grasos esenciales omega-3 en su cuerpo, tienen menos probabilidades de estar deprimidos.23

La dieta de los primeros seres humanos

Según varios investigadores, para comprender este misterioso efecto de los ácidos grasos sobre el cerebro y el humor, hay que remontarse a los orígenes de la humanidad.

Existen dos tipos de ácidos grasos esenciales: los omega-3 —que aparecen contenidos en las algas, el plancton y algunas plantas terrestres, como la hierba— y los omega-6 que se encuentran en casi todos los aceites vegetales y en la carne, sobre todo en la carne de animales alimentados con grano o con harinas animales. Aunque importantes para el organismo, los omega-6 no cuentan con las mismas y beneficiosas propiedades para el cerebro y favorecen las reacciones de inflamación (de las que hablaremos más adelante). En el momento en que el cerebro del Homo sapiens se desarrolló, es decir, cuando accedió a la conciencia de sí mismo, la humanidad vivía alrededor de los grandes lagos del Este africano. El acceso a un ecosistema único muy rico en pescados y crustáceos podría haber sido el desencadenante de un desarrollo prodigioso del cerebro. Se cree que la alimentación de esos primeros seres humanos era perfectamente equilibrada, siendo la proporción entre el aporte de omega-3 y omega-6 de 1−1. Esta proporción ideal suministraba al cuerpo exactamente la alimentación que necesitaba para producir neuronas de una calidad óptima, y así dar al cerebro capacidades totalmente nuevas que permitieron la fabricación de herramientas, el lenguaje y la conciencia.24

En la actualidad, con el desarrollo de la agricultura, de la cría intensiva de animales en la que se les alimenta sobre todo con grano en lugar de hierba silvestre, y la presencia de aceites vegetales ricos en omega-6 en todos los alimentos industriales, la proporción omega-3-omega-6 en la alimentación occidental varía ahora entre 1−10 y 1−20.25 Para hacerse una idea, podría decirse que el cerebro es un motor de elevadas prestaciones concebido para funcionar con un combustible muy refinado, mientras que ahora nosotros le hacemos funcionar con gasóleo de mala calidad...26

Este desajuste entre lo que necesita el cerebro y con lo que se le alimenta hoy en día, tanto en Europa como en Estados Unidos, explicaría en gran parte las enormes diferencias en la incidencia de la depresión entre las sociedades occidentales que no consumen, o casi no consumen, pescados y crustáceos, y las poblaciones asiáticas a las que les encanta. En Taiwán, Hong Kong y Japón, la depresión es casi doce veces menos frecuente que en Francia, incluso si se tienen en cuenta las diferencias de actitudes culturales respecto de la depresión en los países asiáticos.27 Esto tal vez explicaría también la velocidad con la que la depresión parece extenderse en Occidente desde hace cincuenta años. Hoy en día, el consumo de omega-3 sería todavía la mitad de lo que era antes de la segunda guerra mundial.28

Y resulta que es durante este mismo período cuando ha aumentado de manera considerable la incidencia de la depresión.29

El exceso de omega-6 en el organismo produce reacciones de oxidación e induce respuestas inflamatorias un poco por todo el cuerpo.30 Todas las grandes enfermedades crónicas en auge en el mundo occidental se ven agravadas por dichas reacciones inflamatorias: las enfermedades cardiovasculares —como los infartos y los accidentes vasculares cerebrales—, pero también el cáncer, la artritis e incluso el mal de Alzheimer.31 Se da una sorprendente concordancia entre los países con las tasas de mortalidad más elevadas debidas a enfermedades cardiovasculares32 y aquellos en los que la depresión es más frecuente.33 Esto sugiere la existencia de causas comunes. Ahora bien, los omega-3 cuentan con efectos beneficiosos muy importantes para las afecciones cardíacas, conocidos mucho antes que los que acaban de ser estudiados respecto a la depresión.

El primer gran estudio al respecto fue llevado a cabo en Lyon (Francia) por dos investigadores franceses, Serge Renaud y Michel de Lorgeril. En un artículo aparecido en The Lancet mostraron que los pacientes que seguían una dieta rica en omega-3 (la dieta denominada «mediterránea») contaban hasta con un 76% menos de probabilidades de morir en los dos años posteriores a haber sufrido un infarto que aquellos que seguían las recomendaciones establecidas por la American Heart Association.34 Diversos estudios también han demostrado que un efecto de los omega-3 sobre el corazón es reforzar la frecuencia del ritmo cardíaco y protegerlo contra las arritmias.35 Como el reforzamiento de la frecuencia cardíaca protege contra la depresión (véase capítulo 3), resulta pues lógico pensar que la depresión y las enfermedades cardíacas evolucionan de la misma manera en las sociedades que prestan poca atención a los ácidos grasos de pescado en su alimentación cotidiana.

¿Es la depresión una enfermedad inflamatoria?

El reconocimiento del muy importante papel de los omega-3 en la prevención y el tratamiento de la depresión promete el desarrollo de una concepción totalmente nueva de esta enfermedad. ¿Y si la depresión fuese, también ella, una enfermedad inflamatoria, como se ha descubierto hace poco respecto a la enfermedad de las arterias coronarias? Esto permitiría explicar un conjunto de extrañas observaciones que las teorías contemporáneas de esta enfermedad —que se limitan a examinar la influencia de neurotransmisores como la serotonina— omiten corriendo un tupido velo.

Tomemos el caso de Nancy, por ejemplo. Tenía 65 años cuando se le diagnosticó una depresión por primera vez en su vida. No obstante, no había nada en su existencia que hubiera cambiado. Ella no comprendía por qué su médico estaba tan convencido de que los síntomas de tristeza, fatiga, insomnio y pérdida de apetito correspondían a una depresión típica. Seis meses más tarde, cuando todavía no había iniciado su tratamiento con antidepresivos, sintió un persistente dolor en el vientre. Una ecografía reveló la presencia de un gran tumor junto al hígado: Nancy tenía un cáncer de páncreas. Como suele suceder con esta enfermedad, se había manifestado primero a través de una depresión en lugar de mediante síntomas físicos. Son muchos los cánceres que comportan fenómenos inflamatorios importantes mucho antes de que ni siquiera alcancen un tamaño significativo. Parece que esta inflamación sería la responsable de los síntomas depresivos que con frecuencia preceden al diagnóstico de la enfermedad. Por otra parte, a menudo suelen encontrarse tales síntomas de depresión en todas las enfermedades físicas que tienen un componente inflamatorio difuso, como las infecciones (neumonía, gripe, fiebre tifoidea), los accidentes vasculares cerebrales, los infartos de miocardio, las enfermedades autoinmunes, y otras más. ¿No podría ser que la depresión “clásica” también fuese la manifestación de reacciones inflamatorias difusas? No resultaría sorprendente, pues se sabe que el estrés desencadena tales reacciones inflamatorias, y que ésa es la razón por la cual contribuye al acné, la artritis y a la exacerbación de enfermedades autoinmunes.36 Después de todo, puede que la medicina tibetana tenga razón: la depresión podría muy bien ser una enfermedad tanto del cuerpo como del espíritu.

¿Dónde encontrar los ácidos grasos esenciales del tipo omega-3?

Las principales fuentes de ácidos grasos esenciales omega-3 son las algas y el plancton, que nos llegan a través del pescado y el marisco, que los acumulan en sus tejidos grasos. Los pescados azules más ricos en grasa son la mejor fuente de omega-3. No obstante, los pescados de piscifactoría son menos ricos en omega-3 que los salvajes. El salmón salvaje, por ejemplo, es una excelente fuente de omega-3, pero el de piscifactoría lo es en menor medida.[3]

Las fuentes más fiables, y las menos susceptibles de estar contaminadas por mercurio, dioxina, o carcinógenos orgánicos, son los pescaditos que se encuentran en la parte inferior de la cadena alimenticia: estos son la caballa (uno de los pescados más ricos en omega-3), las anchoas (enteras, no en filetes), las sardinas y los arenques. Otros pescados ricos en omega-3 son el atún, el abadejo y la trucha.[4] (Véase la tabla “Buenas fuentes de Omega-3” en las páginas 160−161.)

También existen fuentes vegetales de omega-3, pero requieren una etapa suplementaria en el metabolismo para transformarse en los mismos componentes de las membranas neuronales. Se trata de las semillas de lino (que pueden consumirse tal cual, molidas o ligeramente tostadas), el aceite de semillas de lino,[5] el aceite de colza, el aceite de cáñamo, las nueces. Todas las hortalizas verdes contienen el precursor de los ácidos grasos omega-3, aunque en menor cantidad. Las fuentes más ricas son las hojas de verdolaga (un alimento básico en la cocina romana hace dos mil años, y que todavía se utiliza en la Grecia actual), las espinacas, las algas marinas y la espirulina (alimento tradicional de los aztecas).

La hierba y las hojas naturales de las que se alimentan los animales salvajes o de granja también contienen aceites omega-3. Por esa razón, los animales de caza suelen ser mucho más ricos en omega-3 que los animales de granja (por lo menos los no orgánicos). Además, cuanto más grano se utiliza para alimentar a los animales de granja, menos omega-3 contiene su carne. Un artículo publicado en el New England Journal of Medicine muestra, por ejemplo, que los huevos de las gallinas alimentadas con grano contienen veinte veces menos omega-3 que los huevos de gallinas que se alimentan libremente en la naturaleza.37,38 La carne de ganado alimentado con grano también se torna más rico en ácidos grasos omega-6, cuyas propiedades son proinflamatorias. Por tanto, de modo a mantener un equilibrio entre omega-3 y omega-6, es importante limitar el consumo de carne a un máximo de tres porciones por semana, y evitar las carnes grasas, incluso aquellas más ricas en omega-6, y las grasas saturadas que compiten con omega-3.

Todos los aceites vegetales son ricos en omega-6 y no contienen omega-3, salvo el aceite de semillas de lino, el de colza, y el de cáñamo, que poseen un tercio de omega-3 (el aceite de semillas de lino contiene más de un 50% de omega-3, lo cual lo convierte en la mejor fuente vegetal de estos ácidos grasos esenciales.) El aceite de oliva puede utilizarse libremente; no contiene mucho omega-3 ni mucho omega-6, de modo que no afecta a las proporciones. Para mantener la relación omega-3-omega-6 lo más cercana posible del 1−1, hay que eliminar casi todos los aceites de cocina habituales, salvo el de oliva o el de colza. Es indispensable eliminar el aceite de fritura que, además de los radicales libres que libera, resulta especialmente oxidante para los tejidos.

La mantequilla, la nata y los lácteos no desnatados deben consumirse con moderación pues limitan la integración de los omega-3 en las células. No obstante, el investigador francés Serge Renaud ha demostrado que el queso y el yogur, aunque estén fabricados con leche entera, resultan mucho menos nocivos que el resto de productos lácteos: su alto contenido en calcio y magnesio reduce la absorción de los ácidos grasos saturados.39 Por esta razón, la gran nutricionista Artemis Simopoulos, antigua presidenta del Comité de Coordinación Nutricional en el National Institute of Health, considera que unos 30g de queso al día son aceptables en su “Plan de Dieta Omega”.40 Además, algunos estudios nuevos e intrigantes sugieren que los productos lácteos, los huevos e incluso la carne derivada de los animales alimentados en parte con semillas de lino un 5% de la dieta del animal— pueden ayudar a reducir el colesterol y la resistencia a la insulina en la diabetes de tipo 2.41 Estos productos podrían convertirse en el futuro en una fuente importante de omega-3.

Los hallazgos de los estudios existentes sugieren que para obtener un efecto antidepresivo hay que consumir entre 1 y 10 gramos al día de la combinación de DHA (ácido docosahexainoico) y EPA (ácido eicosapentanoico), las dos formas de omega-3 habitualmente presentes en el aceite del pescado. En la práctica, mucha gente opta por un suplemento de omega-3 a fin de asegurarse de recibir una “dosis” del nutriente, pura, fiable y de calidad. Los fabricantes de complementos dietéticos ofrecen numerosos productos en forma de cápsulas o de aceite. Los mejores productos parecen ser los que contienen una mayor concentración de EPA con relación al DHA. Algunos autores tales como el doctor Stoll y el doctor David Horrobin, antiguo presidente de la cátedra de medicina en la Universidad de Montreal sugieren que es sobre todo el EPA el que tendría un efecto antidepresivo y que demasiado DHA tal vez impida que se manifieste dicho efecto, siendo necesarias dosis más importantes que si el producto es más puro en EPA. En efecto, un estudio del Baylor College of Medicine descubrió que un suplemento de DHA puro no tenía efecto sobre la depresión, lo cual contrasta fuertemente con los resultados de los estudios que habían utilizado EPA.42 Los productos con una concentración muy alta de EPA (por lo menos siete veces más EPA que DHA) podría requerir sólo 1 gramo al día de EPA. Esta es la dosis que se utilizó en los tres estudios que se centraban específicamente en pacientes con síntomas depresivos.

Es preferible elegir un producto que contenga asimismo un poco de vitamina E a fin de proteger el aceite contra una oxidación posible, que lo tomaría ineficaz e incluso nocivo. Algunos médicos recomiendan combinar la ingesta de un complemento de omega-3 con un complemento vitamínico diario, que contenga vitamina E (no más de 800 UI diarias), vitamina C (no más de 1 g diario) y selenio (no más de 200 g diarios) para evitar la oxidación de los ácidos grasos omega-3 en el interior del organismo. No obstante, no he hallado evidencia de que este extenso régimen complementario fuera verdaderamente necesario.43

El aceite de hígado de bacalao, muy famoso entre nuestros abuelos como fuente de vitaminas A y D, no es una buena fuente de omega-3 a largo plazo. Sería necesario tomar tales cantidades que provocarían una sobrecarga importante y peligrosa de vitamina A.

Curiosamente, a pesar de que algunos pacientes se muestran reacios a la idea de tomar complementos de “grasa”, no parece que los aceites omega-3 engorden. En su estudio sobre los pacientes bipolares, el doctor Stoll constató que los pacientes no engordaban, a pesar de ingerir diariamente 9 gramos de aceite de pescado. De hecho, algunos incluso adelgazaron. En un estudio realizado con ratas, las que seguían una dieta rica en omega-3 estaban el 25% más delgadas que las que consumían exactamente la misma cantidad de calorías pero sin omega-3. Algunos autores han sugerido que la manera en que el cuerpo utiliza los omega-3 limita la formación de tejido graso.44

Los únicos efectos secundarios de los complementos de omega-3 son: cierto resabio a pescado (que suele desaparecer tomando complementos en dosis separadas, al principio de las comidas); ocasionalmente deposiciones algo líquidas o diarrea leve (que puede requerir reducir la dosis durante unos días); y, en casos aislados, moratones o un incremento del tiempo de duración del sangrado. Las personas que estén tomando anticoagulantes tales como Coumadin, o incluso una aspirina diaria (que también incrementa el tiempo de duración del sangrado), deberían de cuidarse de no tomar más de 1.000 miligramos al día de aceite de pescado y de consultar a su médico.

BUENAS FUENTES DE ÁCIDOS GRASOS OMEGA-3 ALIMENTO CANTIDAD DE OMEGA-3
100 g de caballa 2,5 g
100 g de arenque 1,7 g
100 g de atún (incluso en lata) 1,5 g (salvo el atún dietético del cual han sido eliminados los omega-3)
100 g de anchoas enteras 1,5 g
100 g de salmón 1,4 g
100 g de sardinas 1 g
Semillas de lino (que pueden ser ingeridas tal cual, molidas o ligeramente tostadas) 2,8 g
1 cucharada:
Aceite de semillas de lino 7,5 g
Aceite de colza 1,3 g
Nueces, 1 taza 2,3 g
Verdolaga, 1 taza 457 mg
Espinacas, 1 taza 384 mg
Algas (secas), 1 cucharada 268 mg
Espirulina, 1 cucharada 260 mg
Berros, 1 taza 528 mg

El juicio de la Historia

El día en que los historiadores se dediquen a estudiar la Historia de la Medicina en el siglo xx, creo que descubrirán dos momentos estelares principales. El primero es el descubrimiento de los antibióticos, que casi ha erradicado la neumonía —la primera causa de mortalidad en Occidente hasta la segunda guerra mundial. El segundo es una revolución en curso: la demostración científica de que la alimentación tiene un impacto profundo sobre casi todas las grandes enfermedades de las sociedades occidentales. Los cardiólogos apenas empiezan a admitirlo (aunque no prescriban siempre aceite de pescado, a pesar de los estudios realizados en ese campo y las actuales recomendaciones oficiales de la American Heart Association).45 Los psiquiatras están todavía más atrás. No obstante, el cerebro es ciertamente tan sensible al contenido de la alimentación cotidiana como lo es el corazón. Cuando nos intoxicamos con alcohol o drogas ilegales, el cerebro sufre. Cuando no le alimentamos con componentes esenciales, también sufre. Resulta, por tanto, sorprendente que hayan tenido que pasar dos mil quinientos años para que la ciencia moderna caiga sobre esta constatación, algo que todas las medicinas tradicionales, sean tibetanas o chinas, ayurvédicas o grecorromanas, ya tenían presente desde sus primeros tratados. Decía Hipócrates: «Deja que tus alimentos sean tu remedio, y que tu remedio sea tu alimento». Hace dos mil cuatrocientos años.

Pero existe otra puerta de entrada al cerebro emocional que pasa totalmente por el cuerpo. Reconocida también desde los tiempos de Hipócrates, ha sido tan descuidada en Occidente como la alimentación. Curiosamente, lo es todavía más por quienes padecen de estrés o depresión, bajo pretexto de que bien carecen de tiempo o de la energía necesaria. Se trata del ejercicio físico. Incluso, como vamos a ver, en dosis muy pequeñas...

Curación emocional
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