hay que saber entrar y hay que saber salir

Hay que saber entrar y hay que saber salir, en eso el escenario se parece a la vida, nos dijo Sergio cuando decidió que se iba a ocupar de nosotros, de movernos por locales, de conseguirnos actuaciones. Nos había visto tocar en un local subterráneo detrás de la plaza de España y nos preguntó por la siguiente actuación. No tenemos. Nos invitó a las cervezas. Yo no firmo contratos, aquí las cosas se hacen con un apretón de manos. Luego supimos que a Sergio lo llamaban el Capullo. La segunda actuación nos la había conseguido el Educadito, que iba a participar con Los Meapilas en un concierto organizado en los salesianos de Atocha para fin de curso y nos invitó a que tocáramos tres o cuatro canciones. La rivalidad con ese centro era feroz, en las finales de voleibol no era raro que se acabara a bofetadas entre los dos colegios hermanos, así que el concierto se esperaba caliente y Los Meapilas buscaron un aliado en nosotros.

Recuerdo que destrozamos el vestuario que nos dieron para cambiarnos porque el abucheo final de los alumnos del colegio fue estruendoso. Animal se colgaba de las perchas y arrancó los grifos de los lavabos. Los alumnos locales nos escupían durante la actuación y Gus los desafiaba con el puño agarrado a la entrepierna. El sonido era espantoso, se acoplaba la guitarra y en la segunda canción yo ya caí desmoralizado. Teníamos cuatro canciones y tocamos las cuatro, con idéntico resultado. Nuestras letras eran demasiado primarias, y el único aliciente era que acabaran en una especie de éxtasis en el que Animal dejaba a todo el mundo boquiabierto con su descarga brutal sobre los toms. Escuchábamos a los Doors y queríamos sonar de modo similar, pero nuestras letras se quedaban en un fárrago pretencioso. El abucheo de Atocha fue sonoro pese a que Gus nos obligó a tocar una versión del «Heroes» de Bowie que algunos corearon. Hasta el Educadito nos dejó caer su reproche, aquí no tenéis al colegio de vuestra parte, ¿eh?, pero de allí nos invitaron a tocar en los salesianos del paseo de Extremadura en otra fiesta que organizaban los chicos del club juvenil y en cinco días preparamos un nuevo tema y corregimos algunos de nuestros defectos más bochornosos. Teníamos que montar tanto ruido que los abucheos quedaran sepultados.

Desde entonces me gusta que la primera canción sea rabiosa y tenga algo del niño que rompe a llorar, de expandir los pulmones. Siempre temo al inicio, al público, al ambiente, al sonido, a las luces, a las sensaciones, y cuanto más impetuoso sea el despegue, más fácil se me hace continuar. El camerino es un lugar extraño, frío, desabrido. La mayoría de las veces es un almacén guarro y húmedo, con cajas apiladas de bebidas, que compartes con otro grupo en el que alguien lleva los calcetines sucios y rotos. Dejas las bolsas en el suelo y cuando faltan segundos para salir estás hundido y desmoralizado por conocer algo que el público no ve, lo abajo que estás, lo poco que importas. Por eso el arranque sirve para tomar moral, para creerte lo que haces, para llenarte de escenario sin importar lo de alrededor.

En algunos locales ni tan siquiera hay camerino, vas de la barra al escenario entre la gente, pero esos dos pasos finales que te alzan hasta el micro son terribles, delimitan una transformación que no siempre eres capaz de creerte y sales a tocar como un estafador o un niño que se presenta al examen sin haber estudiado. Me gusta que la sala tenga algo de iluminación y yo pueda ver al público, no sólo un foco cegador contra mis ojos. Me ayuda a sentir que no estoy en el local de ensayos, sino que toco para espectadores particulares, aunque en ocasiones sea deprimente el panorama, antros medio vacíos, gente desperdigada en charlas particulares, borrachos. Muchas veces te preguntas qué hago yo aquí y cómo voy a salir de esta. Cómo empezó todo. Pero antes de contestarte ya estás tocando, y cuando tocas, todo funciona.

Jairo pidió un café largo con leche en el bar de la calle principal de Medina. Detesto el café con leche, su olor, y aunque es una de las bebidas nacionales me provoca arcadas. Para mí representa el olor de los días laborables. Por eso me quedé apoyado en la puerta lejos del tufo a leche recalentada. Sin embargo, Jairo interpretó ese gesto como un detalle de melancolía. Se vino con su vasazo en la mano para charlar conmigo. ¿Y pasabas siempre los veranos acá, de niño? No, no siempre. En realidad sólo pasé un verano aquí. Pero fue suficiente. Era un lugar extraño para pasar el verano, el pueblo de mi padre no tenía árboles, ni piscina, ni cancha de juegos. Te bañabas en el calor.

Tierra dura. Yo vengo de humedales, crecen árboles como edificios. ¿Tú conoces aquello?, Jairo hablaba de su tierra. Poco, de algún viaje. Toqué en Quito en un concierto organizado por el Ministerio de Exteriores y me gustó mucho. Pues es bonito el país entero, te lo recomiendo. Y luego habló sin pausa de orquídeas y magnolios, de zanahorias del tamaño de un pepino, parecen la verga de un gigante, dicho sea con perdón. Con lo rica que es nuestra tierra, decía el conductor, y que tengamos políticos que se lo roban todo. Bueno, como aquí, de eso no se libra nadie. Son todos unos chuchamadres. Y me invadió la pereza, hablar mal de los políticos es parecido a comentar el frío cada vez que llega el invierno.

Preferí llamar por teléfono a mis hijos, salir a la curva de la carretera y dejar que Jairo volviera a acomodarse en la barra. Al final de la calle había un prostíbulo, cerrado a esa hora, con un cartelón en tonos rojos que decía Borgia 2. Quizá no existía un Borgia 1, pero así daba aire de franquicia a esa fachada de ladrillo, rancia y decaída, que se ofertaba a la carretera con la promesa de putas baratas. Cuando contestó Maya desganada al otro lado de la línea le expliqué que seguía de viaje. ¿Tan lejos de Madrid nació el abuelo?, me preguntó ella con curiosidad. Bueno, se tardan unas tres horas, es una zona que llaman Tierra de Campos. ¿Y por qué la llaman así, porque hay muchos campos?

se acabaron los veranos

Se acabaron los veranos, me comunicó mi padre cuando la enfermedad de mi madre ya nos impedía movernos y salir de la ciudad. Condenados a pasar en Madrid los veranos, en nuestro callejón sin salida parecía concentrarse todo el calor de la ciudad. Mi padre se hizo con un carnet de la EMT que me permitía el acceso a la piscina cercana a la plaza Castilla. Él había trabajado algunos años al llegar a Madrid en la empresa de autobuses, pero en el carnet figuraba otro nombre, Ricardo Morales Conde, y mi padre me explicó que si alguien me preguntaba yo debía decir que era Ricardo Morales. No es nada ilegal, es que no he tenido tiempo de renovar el mío y me lo ha prestado un amigo. Había clases de natación y salto de trampolín, con dos piscinas de distinto tamaño y un bar donde me quedaba a veces a comer un bocadillo. Hice conocidos en las instalaciones, chicos con los que jugaba al balón un rato, pero nunca nos veíamos fuera de allí. Si al pasar por la calle alguien me llamaba Ricardo, yo me volvía con naturalidad y ya sabía que era gente de la piscina.

Jugábamos al futbolín en bañador, entre chapuzones, y una chica llamada Elena, a la que todos apodaban la Coneja por sus dientes de excavadora, me perseguía y aseguraba que yo le gustaba mucho. No quiero novias, le decía yo, que me moría de ganas de echarme novia, y más aún después del fracaso con Almudena, de los escarceos inconclusos con Ignacia y de la negativa de Olga, que completaban una hoja de servicios lamentable para mis dieciséis años. Elena ignoraba mi actitud reacia. Tú ya lo sabes, que te quiero, te quiero y te quiero. Lo repetía tres veces y así daba más pánico. Se lanzaba al agua pegada a mí mientras yo nadaba, era insistente, terca, y si trataba de librarme de ella se me sentaba enfrente, enfadada, y me amenazaba con un mohín, tú haz lo que quieras, pero yo estoy superenamorada de ti y tú vas a ser mi noviete.

Mi amigo Enrique, que era hijo de un conductor de línea y mi más íntimo en la piscina, me aconsejó que la llevara a las duchas para probar hasta dónde era capaz de llegar. Ya verás como se acojona y te deja en paz, cuando son tan descaradas es lo mejor que puedes hacer. Me pareció una solución bastante razonable, así que un día, junto a la barra de bocadillos, acepté su saludo. ¿Qué, solete, hoy tampoco me vas a hacer caso? Su descaro me importunaba, porque ponía a todos al corriente de su supuesto amor, que a mí me caía encima como le cae a un viandante un trozo de cornisa. Me gusta Ricardo, ya lo sabéis, se justificaba Elena cuando hablaba con los demás amigos de la piscina, qué le voy a hacer si él no me da ni bola. Por eso le sorprendió que esa tarde acercara mi boca a su oído y le susurrara que me esperara en cinco minutos en la ducha del fondo del vestuario femenino. Nervioso, me encaminé hacia allá y logré colarme sin ser visto. Elena desbarató las teorías de Enrique, no huyó despavorida, sino que me abrazó con fuerza y comenzó a frotarse contra mí. Mi erección desbordaba el bañador, pero si yo trataba de sacarme la polla o de desnudarla, ella se resistía, no, así, con los bañadores puestos, me decía, da más morbete. Metí mis manos bajo la parte superior y le acaricié los pechos adolescentes y noté su sexo frotado contra el mío hasta que me corrí dentro del bañador y abrí el grifo de la ducha, que nos empapó. Ella escapó a la carrera de mi lado.

Repetimos aún dos tardes más el mismo rito de magrearnos sin quitarnos las prendas bajo las duchas. Ella me daba besos apasionados y mis dientes chocaban sin remedio contra sus paletas excavadoras. Oye, Ricardo, ¿tú esto lo haces porque me quieres o sólo porque eres un guarrete?, me preguntó el segundo día. Hablaba así, decía chavalete, solete, cuidadete, majete, pero nada era más desagradable que cuando en medio de nuestro frotar erótico me acercaba los dientes a la oreja para susurrar, ponme las manos en el culete, así no, tonto, por dentro del bañador, ahí, venga, pellízcame en el culete. Tras el tercer encuentro furtivo bajo las duchas, Elena se aventuró a esperarme a la salida de la piscina y cogerme de la mano. Bueno, Ricardo, ahora ya somos novietes, me dijo. Me solté de su mano sin disimulo. Yo no quiero novias, ya te lo advertí. Me miró muy seria, con la barbilla temblequeante y a punto de llorar. Era uno de esos morosos atardeceres del verano y se alejó por la calle, ofendida, con un chancleteo estruendoso. Temí que volviera a buscarme o insistiera en su amor en los días siguientes, pero ya nunca volvió a dirigirme la palabra, me evitaba, lo cual me provocaba un enorme alivio por más que echara de menos los asaltos bajo la ducha y ese magreo húmedo. Mi amigo Enrique lo resumió con ironía precisa, te quedaste sin polvete.

Cuando montamos el grupo ya no iba a diario a la piscina durante los veranos. Prefería quedarme con Gus, que evitaba regresar a Ávila, y Animal, que robaba algún pellizco de la caja de la colchonería de su padre para beber por la noche. Prefería incluso pasarme la tarde encerrado en casa frente al ventilador con la guitarra en la mano. Mi padre se indignaba, si no tuvieras el carnet de la piscina andarías protestando, pero como lo tienes, lo desprecias. Así es la humanidad, qué triste, se desesperaba. Y tenía razón, años después grabé para un disco de rarezas y versiones la canción de Irving Berlin,

after you get what you want you don’t want it,

que siempre me ha parecido uno de los más bellos resúmenes del carácter de las personas y que yo interpretaba con una cadencia lenta, para no restarle ninguno de los valores filosóficos, en contraste con la lúbrica versión inimitable de Marilyn,

when you get what you want,

you don’t want what you get,

que hablaban de nuestro empeño en perseguir el amor y el éxito y el sexo y el lujo y la gloria, esclavos del capricho infantil y la ilusión más fatua. Del mismo compositor, «There’s no business like show business» era una melodía que Gus solía silbar cuando nos metíamos en problemas profesionales o detectaba que alguien nos quería timar en un pago, en una liquidación, en el porcentaje de las consumiciones que nos correspondía o en la comisión por repartir. También la silbaba cuando entrábamos en camerinos que olían a pies o meados o exhibían hongos de humedades en las paredes, cristales rotos en el terrazo y fluorescentes parpadeantes o lavabos oxidados y roña en los grifos,

there’s no business like show business,

like no business I know,

y cuando en las fiestas de Jumilla los mozos nos tiraron al pilón, uno tras otro, a todos los componentes del grupo, Gus no se enfadó como Animal, que pagó la resistencia con tres puntos de sutura en la barbilla, sino que salió del agua sucia del abrevadero y se puso a entonar tan hermosa melodía como una Venus surgiendo de la fontana,

there’s no people like show people

they smile when they are low.

Tardé casi un año en volver a estar con una chica tras las zafias escenas de ducha con Elena. Fue el día que actuamos en el patio de mi nuevo instituto para celebrar las fiestas del Dos de Mayo. Comprendí entonces que el escenario podía ser un aliado interesante del sexo. Mis nuevos compañeros de clase se enteraron de que tenía un grupo y nos propusieron montar un concierto en el instituto para recaudar fondos para el viaje de fin de curso. Ya juntábamos casi diez canciones más alguna versión que nos atrevíamos a destrozar como el «Alison» de Elvis Costello o el «My Generation», que Gus cantaba sin resistirse a imitar cada inflexión y detalle del vídeo que había visto mil veces de un concierto de los Who, y que a mí me dejaba espacio para lucirme a la guitarra.

Puede que verme actuar ayudara a que Sonia reparara en mí. Hasta ese momento se había pasado las clases sentada al fondo, con la mirada perdida en la ventana. Si salíamos a tomar algo apenas hablaba, concentrada en liarse un porro, y cuando nos sumábamos a las manifestaciones contra la reforma estudiantil, que eran divertidas y casi siempre acababan con carreras y destrozos, ella prefería escabullirse entre los grupos más violentos que lanzaban cócteles molotov. Tenía los dedos largos y a mí me gustaba verla desechar algunas hebras toscas de tabaco y liar el papelillo de manera hábil con el filtro de cartón que recortaba de la cajetilla de cigarrillos o el billete de metro. Fumaba con ella para darme aires de interesante, aunque me sentaba mal y disimulaba para no tragarme el humo. Tienes carita de bueno, me decía ella, que pretendía pasar por la chica más dura del instituto. Pero la noche del concierto me escapé con ella al parque del Oeste y nos tumbamos en la hierba a hacer el amor de una manera torpe, incómoda y algo ridícula. Tú no tienes mucha experiencia en esto, ¿no?, me dijo sonriendo, con los pantalones bajados hasta las rodillas y encharcados los dos en mis prisas de primerizo.

Técnicamente perdí la virginidad veinte minutos después, entre aquellos aligustres del parque. Sonia tenía los labios rosas, pero le gustaba mostrarse áspera, y a veces se ponía una boina de guerrillera cubana para venir a clase, lo que le daba un aire de rebeldía de postal. Creímos estar enamorados y alguna noche me acompañó a conciertos, yo empezaba a conocer a gente en los locales y no era complicado que te colaran sin pagar o te invitaran a cervezas. Sonia vivía con su madre separada, que trabajaba de secretaria de un ministro socialista, y disponíamos a placer del piso vacío, así que me invitó a su cuarto y me enseñó a follar. Paso a paso descubrí que no teníamos nada de lo que hablar, que nuestros gustos y nuestras personalidades eran, si no incompatibles, indiferentes, que la atracción no era suficiente para mantenernos juntos. Gus fue más duro con ella la primera tarde en que la llevé al ensayo y se tomó con nosotros unas cervezas. Tiene unos ojos muy bonitos, pero es como esas casas con las ventanas iluminadas pero sin nadie dentro. Toc, toc, toc, y mimó el gesto desdeñoso de llamar a su cabeza al igual que harías en la puerta de una casa deshabitada. Gus podía ser demoledor. Que no le gustara Sonia influyó en que lo dejáramos a final de curso.

En el último año de instituto, con Nuria, otra chica de clase, probé todas las variantes de hacer el amor sin quitarnos los pantalones. Acabábamos todas las noches empapados en el fondo oscuro de su portal cerca de Quevedo. Hasta que propuse reservar una habitación de hotel. Fue por recomendación de Fran, al que divertían mis primeras aventuras sexuales, que él denominaba la llamada de las gónadas, con su lenguaje doctoral. Me sugirió la habitación del Hotel Mónaco, cerca del centro, la número doce, que aún tenía el baño visto y unos frescos pintados en el techo y se alquilaba por horas. Pese al ambiente propicio, a Nuria no le dilataba la vagina y la situación nos sumió en una impotencia algo absurda, en la que lo máximo que llegué a ahondar con mi pene entre sus piernas fueron unos milímetros descorazonadores. Ella repetía, acosada por la culpa, soy un desastre, soy un desastre, y yo dejaba que me masturbara a modo de compensación por el gasto hotelero. Por entonces yo era incapaz de entender a una chica, acogerla, ayudarla, sólo aspiraba a una satisfacción unipersonal, saciada y urgente.

Lo peor, animal triste, era descubrir que la plenitud siempre quedaba más allá. Que persistía el hambre. Que el hambre era mayor que el bocado. Que el hambre era de otra cosa,

after you get what you want,

por más que Gus insistía en que la culpa era mía, que yo era un ególatra romántico, enamorado del amor, y que para mí el amor era un sueño, y Dani, me repetía, los sueños se sueñan, pero no se viven. Puede que entonces ya se fraguara mi confusión entre deseo y realidad y que lo único cierto era lo que se decía en aquella canción que tanto me gustaba en esos días de altibajo emocional, que podíamos engañar y mentir, y también probar, pero que en lo que nunca fracasábamos era en fracasar.

en lo que nunca fracasábamos era en fracasar

Mi padre tardó en distinguir el sonido del amplificador, y casi un año después de que tuviera la guitarra eléctrica en casa se asomó a mi cuarto, pero ¿esa es la misma guitarra? Se quejaba del escándalo que denunciaba una vecina casi a diario, y me pedía que bajara el volumen y me recordaba que todos esos excesos me dejarían sordo y tarado. Ya sabes lo que decía Napoleón, que la música es el arte de hacer ruido. A mi padre le gustaba aquella frase, que puede que manipulara para sus fines, pero ¿acaso no manipula todo el mundo a su favor las frases ajenas y la historia común? Mi padre no concedió demasiada importancia a las actuaciones escolares ni a que tocara en un grupo, al fin y al cabo lo integraban Gus y Animal, así que le sonaba a pasatiempo entre amigos. Si nos encontraba alguna tarde en casa alrededor de mi guitarra nos recordaba que, según Napoleón, la música era el arte de hacer ruido. Y Napoleón era un tipo inteligente, que no lo digo yo.

Las rarezas de mi padre se añadieron a su resolución de seguir radiante pese a la situación dolorosa que vivíamos en casa. Fregaba los platos sin jabón, bah, si apenas están sucios. Limpiaba con la misma bayeta la taza del váter y el lavabo, por ese orden. No usaba el mando a distancia del televisor porque así hacía ejercicio al levantarse y sentarse, y lo peor es que no me lo dejaba usar a mí porque así evitaba que me anquilosara. Hablaba con los locutores de televisión, incluido el parapsicólogo Jiménez del Oso, que tanto le interesaba con sus fantasías de ovnis, y después de pasar la vida entera sin leer un solo libro se compró la serie esotérica de Caballo de Troya. Regaba los geranios que tenía mi madre en las ventanas y provocaba cascadas de agua sobre la calle, sin ahorrarse mojar los papeles que yo tuviera sobre la mesa. Se calzaba los zapatos con la paleta de servir el flan y la volvía a dejar con toda naturalidad en el cajón de los cubiertos después de usarla. Se tiraba pedos en el pasillo y anunciaba parece que hay tormenta entre risitas de corneja. Decidió que para evitar tener que planchar su ropa bastaba con meterla bien estirada debajo del colchón antes de dormir.

Pero su reacción a la enfermedad de mi madre fue una reacción física. La gimnasia, la salud, se expresaban en su prisa al andar. ¿Se hereda eso? A mí me gusta andar a toda prisa, evita en ocasiones que me pare la gente a pedir un autógrafo o a hacerse una foto con el móvil, me ven andar tan aprisa y entienden que acudo a alguna urgencia. Mi padre, en cambio, adoptó la velocidad al andar como una forma de exhibicionismo. Si iba a la compra, regresaba por la calle con las bolsas del supermercado arriba y abajo como las pesas de un gimnasio. Era tal la velocidad a la que caminaba que no era raro que arrollara a gente a su paso. Una mañana pisó al perro de doña Manolita, que se tumbaba delante del comercio. En otra ocasión atropelló a un colegial y en una de sus gloriosas caminatas le vi derribar una papelera con el hombro y tirar la escalera de un empleado de la Telefónica que había trepado a un poste. Su caminar huracanado causaba tantas víctimas que terminó por andar por la calzada. Cuando no tenía otro remedio que utilizar la acera recurría a imitar con la voz el sonido del claxon y pitaba a los peatones para que le abrieran paso. Pi, pi, paso, paso, decía.

Su forma de caminar era un desafío. Sostenía una carrera contra el mundo. Nadie podía adelantarle, aunque fuera un desconocido. Él los había de batir a todos y le bastaba fijarse un objetivo, aquella esquina, el semáforo, la boca de metro, para proponerse llegar antes que los demás. Esta competición secreta no le reportó otro galardón que un brazo roto. Una mañana, bien temprano, se empeñó en adelantar a una joven que iba camino de la facultad a buen paso, quizá llegara tarde, y eso la llevó a acelerar y rebasar a mi padre, lo cual, para él, era una afrenta. Así que se empleó a fondo en recuperar su primer puesto en la carrera invisible, aceleró y logró superar a la chica con tanta autoridad que se volvió para compartir con ella el gesto de triunfador olímpico. Pero en ese instante mi padre trastabilló en un desnivel de la acera y se cayó al suelo. Colocó el brazo en mala postura y se lo partió. La chica, buena deportista, se detuvo para ayudarle, pero mi padre disimuló el dolor y sólo cuando ella se marchó, no es nada, guapa, un tropezón, se fue directo al hospital.

Yo acababa de cumplir dieciocho años y mi paciencia con él se agotaba a la velocidad de su zancada. Mi padre me abrasaba. No podía más. Nuestra relación estaba en carne viva y un mero roce nos despertaba la ira. Hubiera necesitado doce hermanos para repartirnos el agobio al que me sometía. Cuando comencé la universidad, había crecido tanto la actividad con el grupo que faltaba a clase o me acostaba a las cuatro de la mañana sin darle explicaciones. Para él era una afrenta personal. Acabarás en el arroyo, me recriminaba cuando me sorprendía en la cama a las once o las doce del mediodía. Habíamos tenido un tremendo conflicto el día que le pedí dinero para matricularme en la autoescuela y se negó a dármelo. Presa del entusiasmo, me llevó a la Ciudad Universitaria un domingo y me aseguró que en tres lecciones me enseñaría a conducir como un maestro. En cuarenta años de carnet, ni un rasguño, repetía como tarjeta de presentación de sus dotes al volante.

Acomodamos a mi madre en el asiento trasero, con el cinturón puesto, y yo me coloqué de conductor. Suave, embraga, venga, dale más garbo, ánimo, con soltura, el coche es un caballo, hay que manejar las riendas, escucha el motor, la palanca de cambios no es una batidora, se acaricia, vamos, dale un poco de gas, y mete segunda, que te lo está pidiendo, pero no ves que tienes que ir frenando antes, tira de motor, escúchalo, sus instrucciones me agotaban. Yo quería conducir porque eso nos daría libertad para aceptar conciertos fuera de Madrid, pero aquella lección era demasiado insufrible. Mi madre de tanto en tanto repetía ¿y dónde dices que vamos? Las correcciones de mi padre no tardaron en alcanzar un grado insultante, de verdad que eres un negado, no pareces mi hijo, serás cabestro, que no, que no, pero es que no te entra en la cabeza, oye, que hay gente que no vale y no vale, válgame Dios del amor hermoso, tú eres un incapaz, tanta música y no tienes oído para escuchar el motor, pero no ves que estás quemando el embrague, desde luego si llegas a ir a la autoescuela nos arruinas, pero qué leches haces, inútil, frena, pero es que no ves.

Harto, detuve el coche en el aparcamiento desierto de la Facultad de Biológicas y me bajé rabioso y eché a andar hacia casa. Mi padre se puso al volante y alcanzó mi altura y me habló por la ventanilla, sin dejar de conducir. Si tuvieras la misma pericia que orgullo otro gallo cantaría, si es que para aprender hay que ser humilde. Y luego, al ver que le ignoraba, rebajó un poco el tono petulante para tornarse cariñoso. Hijo, venga, sube, perdona mi carácter, que es por enseñarte. Sabes lo que te digo, papá, que no voy a conducir jamás en mi vida, te lo juro, me encaré con él. Anda, esta sí que es buena, ahora resulta que le has cogido asco a la mecánica, claro, por culpa de tu padre, que es un monstruo, menudo estás tú hecho, y, más herido que yo, aceleró para dejarme atrás.

Me recuerdo aquella tarde de domingo, caminando a solas hacia la calle Paravicinos, sin prisa por volverme a encontrar con mi padre en casa. Entretenido, silbaba una melodía y poco a poco creció hasta convertirse en una canción. Sucedía así casi siempre, cualquier estado de ánimo desembocaba en una idea musical, podía ser una canción. Y llamaba a Gus y a Animal y nos juntábamos y terminábamos de escribirla o la desechábamos si no alcanzábamos a sonar como soñábamos sonar.

sonar como soñábamos sonar

Me sorprendió que vinieras solo en este viaje, me confesó Jairo, pero la señorita Raquel ya me avisó de que no esperábamos a más familiares. El coche fúnebre se deslizaba por los primeros pueblos diminutos que ya anunciaban la estela de trigales y campos de cebada. Lo normal es organizar una caravana de coches con la familia, siguió diciendo Jairo, que no callaba nunca, pero ya me informaron que tú no conduces. No, no conduzco. ¿Y cómo lo haces? El coche es fundamental en nuestra vida, dijo con grandilocuencia. ¿Tú crees? A ver, yo creo que se puede vivir sin coche, pero se vive peor, justificó. Pues yo vivo muy bien, le contesté algo herido. Fue Animal quien ese mismo año se sacó el carnet y se convirtió en conductor oficial del grupo, por más que sus borracheras nos complicaran el plan de viaje. A Gus, aunque la tía Milagros se ofrecía encantada para costearle la autoescuela, conducir le parecía una vulgaridad. Empiezas por sacarte el carnet y acabas casado y con hijos, afirmaba.

Jairo me hablaba de las familias en los entierros, de la caravana de coches, de lo complicado de conducir hasta el cementerio sin perder a alguno, de una vez que le chocaron por detrás los hijos de un difunto, imagínate el papelón, todo por no guardar la distancia de seguridad. Suerte que chocaron flojo y el ataúd ni se rompió. ¿Y tomas taxis?, me preguntó Jairo sin cejar en su empeño de saberlo todo de mí. Sí, tomo taxis. Ah, no, eso yo no lo hago. Cuando recién llegué a España tuve que tomar alguno y no me paraban, sabes, porque me veían extranjero, pobre. Y luego es una ruina. Yo que vivo en Mejorada del Campo, imagínate. ¿Y crees que no te paraban por ser extranjero?, pregunté con fingido interés. No le conté que a mí a veces tampoco me paran si voy con algún amigo músico gitano muy cantoso o con alguien del grupo que tenga aspecto desastrado. Sí, insistió Jairo, los españoles presumen de no ser racistas, pero porque ni se dan cuenta. A veces entro en un café y noto cómo las señoras agarran más fuerte el bolso. Es muy curioso, me acerco a la barra y, paf, los bolsos todos a la mano. Eso es racismo, no hace falta que te llamen sudaca de mierda. Y luego, discúlpame, a mi novia, que es una mujer bastante atractiva, con sus formas y su cuerpo bonito, le ha pasado un montón de veces que la han tomado por prostituta y hasta le han hecho proposiciones. Dime si no es racismo que, por ser latina, los españoles ya se piensen que es puta.

Mariana era latina, aunque entonces nadie usaba esa palabra. Fue la tercera mujer que empleó mi padre para los cuidados de mi madre en casa. La segunda había sido la señora que limpiaba las escaleras del portal. La despidió el día que la encontró tirando del pelo de mi madre. Primero me ha arañado ella, se justificó delante de mi padre, y le mostró el brazo con la marca de las uñas. Mi madre podía ser violenta en algún momento de crispación, raro, pero mi padre acompañó a la señora hasta la puerta y le dijo mañana no vuelva. No está usted preparada para un trabajo tan delicado.

De Mariana le habló doña Manolita. Hasta que vendió la panadería-frutería a unos chinos que le dieron veinticuatro millones de pesetas dentro de una bolsa de basura fue nuestra gran aliada en el barrio. Yo la adoraba porque me regalaba chuches cada día que bajaba a comprar el pan. Doña Manolita tenía una nieta de la que yo estuve prendado durante años. En los días sin clase ayudaba a su abuela, que la obligaba a elegirme cada pieza de fruta como si fuera un tesoro. Llévate estas peras, no te lleves hoy melocotones. Pero yo sólo miraba el nacimiento de los pechos de su nieta cuando se agachaba a manosear el género expuesto, aquella era la fruta que yo anhelaba disfrutar. Un día, Manolita me dijo que avisara a mi padre, conozco a la mujer que necesitáis para ayudar en casa.

Mariana era colombiana y tenía una niña de cinco años. Llegó una tarde a charlar con mi padre, con su pelo negro y el gesto tímido. Mi padre quedó seducido por el tono dulce con que Mariana le habló a mi madre y decidió ponerla a prueba durante un mes. Mariana era delicada y detallista, con paciencia natural para lidiar con los bucles irracionales de mi madre. Todos nos frustrábamos con ella, porque el retroceso era evidente, había empeorado su humor, padecía de alucinaciones nocturnas y en ocasiones le arrebataba una furia física en detalles como cerrar un cajón o una puerta, de pronto repetía el acto treinta, cuarenta veces, sin dejar de aumentar la velocidad y la violencia. Mariana llegaba temprano, a las nueve, y en las labores de casa sentaba a mi madre delante en una silla para tenerla siempre bajo vigilancia. Era mi padre quien sacaba a la calle a mi madre. Podía ser peligroso. Una vez se vio reflejada en un escaparate y echó a correr y cruzó entre el tráfico sin ninguna conciencia del riesgo, mientras gritaba desconsolada. Yo dejé de pasearla porque se empeñaba en dirigir el tráfico con la mano, ahora, pase, eso es, adelante, y me invadían la vergüenza y el desánimo.

Seguro que a tu novia le encanta que le cantes esas canciones, me dijo Mariana una tarde en que se asomó a mi cuarto y me vio ensayar a solas con la guitarra. Puede que llevara un par de meses empleada en casa y nuestro contacto se había limitado a algunas frases corteses. Era una época en que corría a encerrarme en mi cuarto el poco tiempo que pasaba en casa para evitarme trifulcas con mi padre. Al mirarla aprecié sus ojos grandes y rasgados. El tiempo había pasado por encima de ella sin borrar a sus cuarenta años el rastro de la belleza de muchacha espectacular que había sido. No sabía entonces que el tiempo no era nada comparado con la dureza de su peripecia vital. En realidad la niña de cinco años no era su hija sino su nieta, la hija de su hija. Una joven madre que en la adolescencia había caído en asuntos de drogas junto al padre de la niña y había muerto pocos años después. El rastro más visible de aquellas tragedias puede que fuera la serenidad con que Mariana se enfrentaba al trabajo de cuidar a mi madre.

No tengo novia, nunca he tenido, le contesté. No mentía del todo. Ya llegarán, ya, vaticinó ella con su mejor intención. Pasaba el trapo por la suciedad acumulada sobre los libros y las fundas de VHS. Dos de ellas tenían títulos extraños escritos en el lomo a rotulador: Filosofía presocrática y Paralelepípedos. En realidad contenían antologías de películas pornográficas, una selección cuidada y escogida de grandes momentos y felices interpretaciones que Animal me había preparado a partir de su vasta colección. Le había escrito esos rótulos para que no despertaran la curiosidad de nadie, aunque el efecto era el contrario. Mi padre se detenía atraído por títulos tan absurdos. Un día tengo que verme estas películas de filosofía que tienes aquí, me decía.

¿Presocrática?, leyó Mariana. Esto sí que no sé lo que es. Son filósofos anteriores a Sócrates y eso. Ah, ni idea, respondió ella a mi imprecisa explicación. ¿A ti te gusta la filosofía? Tragué saliva. Esa sí, y me sonrojé. Es divertida. Ah, pues un día me la prestas a ver si entiendo algo, dijo Mariana, y se volvió hacia mí y me encontró turbado. Yo le miraba la ropa ajustada sin dejar de percibir sus ojos brillantes y vivísimos clavados en mí. ¿Presocrática, se dice así?, me interrogó con vaguedad tras dejar la cinta en su sitio y seguir con la limpieza. Sí, exacto. Paralele…, paralelepípedos, completé yo su lectura esforzada. ¿A que con eso no haces una canción?, vaya palabreja. Al revés, todas mis canciones tratan de los paralelepípedos o los presocráticos. Recordé la canción de Les Luthiers dedicada a Tales de Mileto y se la tarareé. Mariana se rio con naturalidad, eres un caso. ¿Te puedo limpiar los papeles de la mesa o prefieres que no te revuelva las cosas? Me señaló el desorden, me avergoncé de la ropa sobre la silla, había un calzoncillo sucio que asomaba entre las camisetas. Puedes revolver lo que quieras, y nos volvimos a mirar, más bien a rozar los ojos como dos brazos que se tocan al pasar.

Comencé a echarle una mano en el trabajo, entretenía a mi madre con frases absurdas que hacían reír a Mariana mientras ella arreglaba las camas o fregaba el suelo del baño, entraba en la cocina y me comía a mordiscos una pieza de fruta si ella andaba por allí, ayudaba a la pequeña Belinda con algún dibujo cuando la traía a casa porque no tenía colegio o estaba con décimas de fiebre, porque la niña siempre tenía frío y la madre, en realidad abuela, la forraba y la sobreabrigaba con ropa de lana. Era una niña despierta, con respuestas para casi todo, y yo, que hasta entonces jamás había tratado con niños, encontré en ella una sorpresa inesperada. Me señalaba a su madre, tócale a ella una de Julio Iglesias, que es su favorito, y yo arrancaba con voz burlona, fuiste mía, sólo mía, mía, mía, cuando tu piel era fresca como la hierba mojada, y Mariana se volteaba para mirarme con una sonrisa abierta y cuando creció la confianza a veces me lanzaba a la cara el trapo del polvo o me dedicaba un manotazo distante.

Se instaló algo retador entre nosotros. Ella me miraba como a una especie de huérfano solitario, incomprendido por un padre excesivo y visceral. Un chico sensible en mitad del caos de esa casa que parecía el piso de dos estudiantes. No podía, o sí, imaginar que yo dejaba crecer la fantasía sexual, que observaba de lejos su culo ceñido en la ropa, enorme para los parámetros del gusto juvenil, y que me fascinaba su piel gris y tersa. Un día posé la mano en su hombro y se dio la vuelta para mirarme y nos besamos. Sucedió a la puerta de la cocina, en el pasillo. Fuera de la vista de mi madre. No hicimos más, nos separamos y cada uno prosiguió su labor.

No fue un arrebato. Pasamos dos o tres semanas así, robándonos un beso al cruzarnos. La intensidad del beso crecía, la duración también. Me daba su lengua y yo le daba la mía, pero nos separábamos y yo me iba a la calle o ella entraba en el salón para decirle algo cariñoso a mi madre, ahora vuelvo, ¿vale?, ¿estará bien?, y escucharle a ella contestar lo de casi siempre, fenomenal, sí, fenomenal. En mi cuarto nos llegábamos a empujar contra la pared y acercar los cuerpos con las manos posadas en la espalda. Era un derroche de besos, pero nunca nos dejábamos ir. Entraba a despedirse por la tarde, cuando llegaba mi padre, me marcho ya, y nos besábamos quince segundos en silencio absoluto. Yo sospechaba que no podía pasar de ahí sin violentarla. Pero el ardor iba en aumento, pese al riesgo, y ella empezó a cerrar los ojos cuando nos besábamos y a relajar el cuello. Yo colocaba la mano en su nuca, bajo el pelo negro, áspero y endurecido por los tintes. Tengo canas, me dijo una tarde que me notó acariciar su pelo con curiosidad, no te vayas a creer.

Una tarde en que mi padre sacó a mi madre a dar el paseo, da pena que se pierda un día tan bueno, introduje las manos bajo la ropa y comencé a desnudarla con violencia. Desabroché el sujetador, bajé sus pantalones elásticos a mitad de muslo, repté por debajo de su camiseta. Ella me detuvo, pero permitió que me restregara contra su cuerpo. Me corrí con estrépito en su mano, pero ella no la retiró, sino que me acarició con energía y deseo a través del pantalón. Pese al pánico, besé cada zona de su cuerpo que había quedado al descubierto, de pie los dos en medio de mi habitación, los pechos suculentos, el culo que rebosaba bajo sus caderas, los muslos acogedores.

Costaba encontrar el momento idóneo, pero si mi madre daba una cabezada en el sofá, yo llevaba a Mariana de la mano a mi cuarto y nos entregábamos a la pasión apoyados contra mi puerta. Nuestras manos encontraban bajo la ropa humedades apasionadas. Siempre eran momentos precipitados, furtivos, urgentes, sin desnudez, pero de frotamientos eléctricos. La primera vez que alargué el brazo hacia el cajón y saqué la caja de preservativos ella negó con la cabeza y me empujó para salir de la habitación mientras se componía la ropa. En otra ocasión mi madre abrió la puerta de la cocina y nos encontró en mitad de un beso, perdón, me he equivocado, y Mariana me miró con un gesto de reproche y salió a buscarla al pasillo.

Mis padres salían de paseo y eso nos concedía al menos veinte minutos de soledad. Un día desnudé a Mariana por completo y la tumbé en mi colchón. Hicimos el amor con algo más de pausa y delicadeza. No apurábamos la hora de vuelta de mis padres, porque una tarde nos había sorprendido la llave en la cerradura y corrimos a vestirnos en una escena entre cómica y terrorífica. Pensé que te habías ido ya, Mariana, le dijo mi padre sorprendido al verla. He aprovechado para ordenar un poco el cuarto, señor. Mariana llamaba siempre señor a mi padre. Está tan mal lo que hacemos, me confesó un día, tan mal, no te puedes imaginar lo que lloro algunas veces al volver a casa. Yo trataba de convencerla de que era adulto, responsable de mis actos, que no debía sentirse mal. Nos hablábamos entre besos cortos. La niña hacía imposible que nos viéramos en su casa, además compartía piso con otras dos parejas de colombianos en La Elipa. Una vez le propuse que fuéramos a un hotel cercano, pero se negó. ¿Estás loco, un hotel? Al menos los encuentros cortos tenían algo de improvisado, de accidental.

Hubo dos o tres días mágicos, cuando mis padres tenían que ir a revisiones al hospital o a alguna visita, y eso nos regalaba dos o tres horas para nosotros. Mañana tengo médico, le oía decir a mi padre, así que no estaremos en toda la mañana. Muy bien, señor, le respondía Mariana, aprovecharé para dar cera al suelo. Y al día siguiente la ayudaba a terminar la faena para que pudiéramos tumbarnos en la cama estrecha de mi cuarto y disfrutar de su carne y su mirada asustada. No tan fuerte, despacio, me guiaba, notas ese huesito ahí, justo a la entrada, acaricia ahí despacito, suave, pon la mano aquí, y dime alguna cosa bonita, tienes que aprender a no ser brusco ni ir con prisas.

Puede que Mariana me maleducara para siempre, eterno adolescente glotón, llaminer, como me llamó una cantante catalana, que describía mi apetito sexual como el de un niño al que dejan cinco minutos a solas en una pastelería. Pero Mariana también me concedió la seguridad en mí mismo que tanto precisas en el precipicio al final de la adolescencia. Me reafirmó en que los cruces generacionales son los únicos cruces interesantes, también en la amistad, en la vida, y me enseñó que las últimas pasiones de una persona son el mejor complemento a las primeras pasiones de otra. Que unir final de camino con el principio ayuda a atisbar el recorrido completo de la carretera, el argumento del cuento.

A las colombianas nos gusta demasiado el sexo, me dijo un día mientras echaba las sábanas a la lavadora, para bien y para mal. Yo trataba de que nuestros encuentros no se convirtieran sólo en un intercambio sexual de casa de socorro, pero ella notó y yo noté que poco a poco fueron un recurso utilitario y superficial. Yo la gozaba como un juguete de niño que ya no juega con juguetes. Se empezó a distanciar de mí y al terminar me decía nunca más, ¿lo entiendes?, no va a pasar nunca más. Pero mi insistencia, mis bromas, mi descaro vencían su resistencia en la siguiente oportunidad. Hasta que una noche mi padre me anunció en la cena que Mariana se había despedido. Le miré con curiosidad por si insinuaba algo más de lo que decía. Pero se limitó a menear la cabeza y levantarse del sofá para cambiar de canal. Yo he intentado retenerla, hasta le he ofrecido más dinero, pero no quiere seguir, que necesita cambiar de paisaje, eso me ha dicho, paisaje. Claro, menudo paisaje tiene aquí la pobre, añadió, y yo bajé la cabeza avergonzado. Me ha dicho que aguanta el tiempo que sea hasta que encontremos a otra persona. Y se levantó de nuevo para cambiar a otro canal. Con la llegada de los canales privados, sus paseos del sofá al televisor aumentaron de frecuencia.

Hablé con ella, le insistí en que por mí no tenía que dejar el trabajo, que prescindiríamos de nuestros encuentros. Me besó con cariño en la mejilla, me acarició el pelo. No lo dejo por ti, lo dejo por mí, ya lo entenderás. El día en que se fue, cuando mi padre dio con una mujer del barrio que tenía experiencia de enfermera aunque ya estaba prejubilada, les vi despedirse y a mi padre darle el dinero que le debía. Y una propinilla para que te compres algo. Creo que a mi padre también le gustaba Mariana, no podía ser ajeno a ese olor sensual y a esa mirada anhelante. Puede que mi padre sospechara algo porque el resto de las mujeres que cuidaron de mi madre ya sólo fueron mayores y sin erotismo. También Kei contrataba para nuestros hijos empleadas poco atractivas, que encarnaban la antilujuria. Lo que importa es que hagan bien su trabajo, me contestaba sin bromear. Pero no, mi amor, son niños, le decía yo, hay que familiarizarlos con la belleza desde pequeños, hazlo por ellos.

He tenido después aventuras con compañeras de trabajo, con una ingeniera de sonido que llevábamos a los conciertos, la roadie de la compañía en una gira, la secretaria de Bocanegra, la regidora cuando interpreté a un guitarrista al fondo de la escena en un montaje de El jardín de los cerezos que dirigió mi amigo Claudio en el María Guerrero, la encargada de prensa de la compañía, una bajista de Alejandro Sanz, la higienista en la consulta de mi dentista, una madre del curso de mi hija, dos o tres periodistas especializadas en liarse con sus entrevistados, y fueron casos en que era inevitable proceder con ocultación, pero la urgencia furtiva y el evidente fatalismo venían contaminados por mi aventura con Mariana. En los meses que estuve con ella me quedé tan delgado que el profesor de latín me sacaba a la pizarra a analizar una frase y se alarmaba, ¿usted ya come?

Alcancé a Mariana en el rellano el día de su despedida. Toma, le di mi guitarra infantil, la que compré en Mendi con doce años, que se conservaba desafinada pero útil. Para tu niña. La pequeña se sentaba a acariciarla en mi cuarto y yo le colocaba los dedos en algunos acordes sencillos y le enseñaba los primeros compases de una canción infantil. A ver si aprende a tocar, le dije en la escalera a Mariana aquel último día. Nos besamos un instante, con un beso limpio que quería borrar todo lo que de sucio pudiera haber tenido nuestra relación precipitada y desigual. Quería borrar la culpa seca y que sólo recordara la húmeda pasión y el cariño sincero en ese instante en que se alejó con los ojos llenos de lágrimas escaleras abajo.

Perderla de vista me provocó un vacío culpable. Convencí a Gus y Animal para que me dejaran intentar una versión casi punk de «Lo mejor de tu vida», que tocamos en el local de la calle Libertad donde actuábamos una vez al mes. El éxito de nuestra versión residía en que subrayábamos la potencia rencorosa de su mensaje. Es una canción que aún rescato de tanto en tanto y que una vez toqué en un programa de televisión a deshoras y me valió una tarjetita cariñosa y amable de su autor, Manuel Alejandro, que guardo como un tesoro. Muchos años después, en la estación de Atocha, mientras esperaba a Animal y Martán para algún viaje de concierto, se me acercó una chica joven, de rostro muy fino, con una barbilla casi ingrávida. Gracias por la guitarra, me dijo. Yo en aquel momento no entendí y reaccioné extrañado. ¿Cómo? Soy la hija de Mariana, que trabajó en casa de tus padres. Claro, la miré de arriba abajo. Belinda, dije, y puede que pusiera demasiado ímpetu al abrazarla. Me contó que había terminado Derecho y trabajaba para una firma de coches alemana. Muy aburrido, por desgracia nunca aprendí a tocar la guitarra. Vaya. ¿Y tu madre? No supe si ella sabía o al menos sabía que yo sabía que su madre no era su madre, ella también, como yo, en aquella extraña conjugación familiar. Está mayor, se volvió a Cali cuando estalló la crisis, que le va mejor para los pulmones, tiene un principio de enfisema. Torcí los labios, calculé que debía de rondar los setenta años, y recordé cómo se fumaba un cigarrillo precipitado en casa y disipaba el humo con la mano para que nunca lo oliera mi padre al volver. ¿Le sigue gustando Julio Iglesias? Belinda me miró a los ojos, los tenía rasgados pero no tan hermosos y enormes como su madre que era su abuela. Le gustas más tú, siempre me pide que le compre tus discos, los tiene todos. Y creo que si no hubiera aparecido Animal y saludado con un tosco vaya, preséntame a este cacho de preciosidad, le habría intentado explicar el recuerdo agradecido que su madre dejó en mis dieciocho años.

la canción de tu vida nunca es la canción de tu vida

La canción de tu vida nunca es la canción de tu vida, o al menos no es esa canción que a los demás les llega más adentro, asocian a sus recuerdos y comunica por un túnel secreto con sus sentimientos más íntimos. Para un músico la canción de su vida es la canción que le hace músico. Y esa canción para nosotros fue «La canción más tonta del mundo», concebida en aquellos ratos en casa en que tocaba la guitarra para divertir a Mariana mientras trabajaba y se ocupaba de mi madre.

Recuerdo la cara de Gus cuando me la escuchó la primera vez. Aún cambiaría parte de la letra con él y sumaría su coro fundamental y truncaríamos el ritmo en la estrofa final como propuso Animal, lo que la convirtió, sin duda, en una canción de los tres. Pero recuerdo que al posar la guitarra acústica en el local de ensayo tras tocársela esa primera vez, aún a la espera de que llegara Animal, Gus levantó la mirada hacia mí. Ahora sí tenemos una canción, tío,

el crío más tonto del mundo

se convirtió en el señor más tonto del mundo

y de la manera más tonta del mundo

quiso enamorar a la mujer más tonta del mundo,

porque era una canción de verdad, que iba más allá de nuestra pánfila combinación de tres acordes. Quiso repasarla conmigo para poder cantarla juntos cuando llegara Animal, hasta ese bestia se va a quedar boquiabierto, ya verás,

compuso la canción más tonta del mundo

con la emoción más tonta del mundo

desde el agujero más hondo del mundo

en el barrio más feo del mundo,

y cuando llegó y nos oyó cantarla, dijo no seamos gilipollas, vamos a presentarla al concurso,

con el ritmo más tonto del mundo

y el estribillo más tonto del mundo

pero que nunca podrás olvidar,

y allí Gus se puso a improvisar su du-dá, du-dá, parabí, padudá, que era lo que siempre había querido cantar porque, según él, la letra más hermosa de una canción es aquella que no dice nada y el verso más importante de la humanidad es dubidubidú o tralalalalá, y si se llega a eso se está llegando a la esencia de lo musical. Según él, por eso me gustaba a mí tanto cantar «The Night They Drove Old Dixie Down», para soltarlo todo en el na, na, na del estribillo, del resto de la letra no entiendes ni una puñetera cosa, pero ese na, na, na lo dice todo, lo cuenta todo. Era una teoría disparatada, pero no me merecen respeto las teorías que no son disparatadas. Ya teníamos suficiente experiencia de conciertos en directo para saber que el público conecta con las cosas más directas, menos alambicadas,

du-dá, du-dá, parabí, pa-dudá,

lo que te acerca a las disciplinas circenses, y te regala en ocasiones el mayor reconocimiento de una audiencia, que suele consistir en nada más ni nada menos que verles mover el pie al mismo tiempo que tú lo mueves en escena.

Cuando decidimos presentarnos a concursos y actuar de manera más profesional, reclutamos a Cuerpoperro, un bajista que venía del heavy, algo mayor que nosotros. Era evidente que Gus jamás le sacaría al instrumento una mínima armonía. Cada vez cantaba mejor y era mayor el espectáculo que desplegaba en escena, pero Animal y yo nos mirábamos cuando el bajo desaparecía en mitad de la canción o se iba de compás. Cuerpoperro tocaba en estado de electrochoque y llevaba mucho tiempo acompañando a dos hermanas de Pamplona que habían formado grupo en Madrid. Las peleas entre ellas eran brutales, pese a que eran casi idénticas, las dos con narices ganchudas, barbillas de cucharón y flequillo a ras de ceja que se cortaban ellas mismas la una a la otra. Compartíamos local de ensayo y algunas noches Cuerpoperro nos invitaba a presenciar sus refriegas. Durante años coincidiríamos con ellas en conciertos y festivales, siempre peleadas y en riña, pero nunca nos guardaron rencor por robarles al bajista y sí en cambio compartíamos la franqueza y la fidelidad de cuando arrancábamos juntos.

Un bajista acreditado nos daba otra envergadura musical. Cuerpoperro no era creativo pero sí muscular. Gus lo trataba con la autoridad del capataz, convencido de que todas las decisiones importantes del grupo las tomábamos él y yo. La presencia de Cuerpoperro hacía que Gus huyera de nuestra compañía de manera aún más radical. Ya veo que comienza la Zoquete Night, nos gritaba cuando las cervezas corrían por la mesa y se fugaba a buscar cosas un poco más sofisticadas que nuestra deriva descerebrada, llena de episodios nocturnos excesivos. Cuerpoperro nos contaba que un amigo suyo, un marica, decía, se cruzaba muchas noches en la discoteca Arlequín con Gus, que era una discoteca de ambiente con un sótano reservado donde follaban y se la chupaban unos a otros en bandadas, pero Animal y yo no le dábamos demasiado crédito y le dejábamos claro que estar en el grupo consistía en someterse a las instrucciones de Gus. Porque Gus no sabía de música, y puede que fuera a veces un corista con pandereta dando saltitos por el escenario, como Cuerpoperro sostenía, pero casi siempre acertaba en sus intuiciones, esta parte mucho más lenta, ahora sube un poco el ritmo, vamos a doblar ahí, no, no, ahora deja al bajo solo, y sobre todo era magnético para la gente, y por más que yo tocara la guitarra y cantara, siempre tenía la vista clavada en él, a la espera de sus indicaciones de director de orquesta.

Cuando Fran vino a vernos tocar con Cuerpoperro, chocó su cerveza contra la mía, bienvenidos a la primera división. Todo cuerpo se sostiene gracias al músculo, me dijo. Esta era la gran decisión. No quedarnos en el grupo escolar de divertimento, sino intentar dar el paso adelante. A Gus le molestó que yo me matriculara en Historia del Arte, ¿vamos a ser universitarios o músicos?, me preguntó ofendido. Era cierto que yo no veía claro que pudiéramos vivir de aquello, por más que algún local ya nos diera de beber gratis a cambio de tocar y que hubiéramos aceptado que Sergio, al que aún no sabíamos que todo el mundo llamaba el Capullo, nos moviera por salas y festivales. No puedo decirle a mi padre que me voy a dedicar sólo a la música, me defendí yo. ¿Ah, no? ¿Cuándo vas a dejar de ser un niño muerto de miedo, Dani?, me retó Gus.

Yo no me atrevía a darle ese disgusto a mi padre en un periodo en el que sufría tanto con la enfermedad de mi madre. Me pareció buena idea acudir a la convocatoria del ayuntamiento, serviría para probarnos y establecer el lugar que ocupábamos de verdad. En el concurso el premio era grabar cuatro canciones en estudio y editarlas en un minielepé. La primera eliminatoria la pasamos sin problemas con una actuación de todos los grupos en un desangelado polideportivo. «La canción más tonta del mundo» gustaba, esa melodía se te pega como un chicle al zapato, nos dijo el locutor que presidía el jurado. Se hacía llamar el Crack, y pese a lo chusco del nombre de guerra tenía un éxito masivo en la radiofórmula. Manejaba a varios grupos y controlaba el sistema de listas con las discográficas, bajo el pacto de inversión publicitaria a cambio de situar más o menos semanas a los grupos en la clasificación de la emisora. Nosotros aspirábamos a entrar por carriles menos malolientes, pero sus elogios nos dieron seguridad para encarar la fase final.

El problema era que nosotros habíamos gastado, por mera inseguridad, nuestro mejor cartucho para lograr avanzar en la eliminatoria y los otros finalistas sacarían entonces su artillería pesada. Nos refugiamos en la pensión de la tía Milagros a ver si éramos capaces de componer otra canción. Las anteriores ya nos parecían infantiles y superadas. ¿Y si componemos un himno?, propuso de pronto Gus. ¿Un himno? ¿Qué quieres decir?

Una canción que no sea una canción, sino algo más, una declaración de principios, me explicó Gus. Un canto a cómo nos gustaría que fuera el mundo, joder, la puta letra del himno del país al que nos gustaría pertenecer. Creo que te has vuelto loco, ¿cómo vamos a hacer un himno? Gus, embalado, me quitaba la palabra de la boca. Agarró la grabadora que teníamos posada sobre la mesa por si se nos ocurría algo interesante y comenzó a cantar la canción, lo hizo de un tirón, transportado,

sé mi casa y mi estación,

mi barra de bar y mi hospital,

mi cama, mi refrigerador,

mi banda favorita, mi bandera de la paz,

levantaba la voz como si ya existiera la melodía debajo de sus palabras, se puso de pie con la grabadora cerca de su boca como un micrófono, sé mi voz y mi altavoz,

mi primera comunión

sin las hostias de rigor,

cerraba los ojos y sonreía, como siempre decía que había que cantar, con una sonrisa,

sin desfiles, sino bailes de disfraz

sin multas por exceso de felicidad,

y cuando terminó me tendió la grabadora como un torero pliega la muleta con su ahí queda eso, y dijo yo lo llamaría «Mi país», pero se aceptan sugerencias. Era infantil y arrebatada, pero cuando la grabamos en el estudio, después de ganar el concurso, en una mañana feliz para nosotros, en la que quisimos probarlo todo, aprenderlo todo, tocarlo todo, no sabíamos aún que esa canción nos iba a colocar en el mapa. Sergio había llegado a un acuerdo con el Crack, trámite que fue imprescindible para salir ganadores en el concurso, ya que el locutor manejaba las decisiones del jurado. Luego se convertiría en nuestro mayor propagandista entre el gran público, ese al que nunca habíamos aspirado a conquistar y que de pronto se presentaba ahí, al alcance de la radio.

Nunca debimos confiar en dos tipos que eran conocidos como el Capullo y el Crack. Estábamos tan prevenidos ante las historias de explotación, discográficas vampiro, cláusulas trampa, secuestros de grupos, vetos y contratos leoninos, que caer en el error significó un rito establecido. «Exceso de felicidad», que fue el título con el que se quedó la canción, abría el disco que grabamos bajo el patrocinio del concurso. Actuábamos en locales más grandes, para un público más abierto y fiestero, y allí una discográfica importante se interesó por grabar nuestro primer álbum. No tardamos en descubrir que nuestro nombre le pertenecía a una empresa propiedad del Crack, así como los derechos editoriales de las canciones y la exclusiva de nuestros dos primeros discos, según las leoninas bases del concurso. Aquello nos curó para el futuro de enfermedades graves en el mundo de la música como la ingenuidad o la confianza ciega o las competiciones desinteresadas. El adelanto de la discográfica se esfumó en comprar nuestra carta de libertad y nunca recuperamos los derechos de aquellas dos primeras canciones. Tuvimos además que indemnizar al Crack para mantener nuestro nombre, Las Moscas. Así fue como Tony Bocanegra se convirtió en nuestro nuevo consejero y guía profesional. Su nombre parecía más bien el mote de un mafioso italiano, pero correspondía a un jocoso andaluz al que varios veteranos de la música nos recomendaron con una frase esclarecedora: digamos que es lo malo conocido.

lo malo conocido

La carretera se dibujaba en una recta infinita y gris que cortaba los campos a ambos lados. Campos que exprimían la paleta de toda gama de amarillos y ocres. Ese paisaje cobraba una familiaridad asociada a los viajes con mi padre. Su alma era eso, quizá. Mucho más significativo que el cadáver en la parte de atrás del coche fúnebre, en el absurdo cajón de pino. Su territorio era aquel. El cereal listo para la siega que llegaría unas semanas después, vencida la espiga por el peso de la cabeza nutrida. Un buitre devoraba las vísceras de un ave atropellada y sólo levantó el vuelo cuando el coche fúnebre se convirtió en un peligro evidente. Mi padre solía bromear con esa recta infinita, decía que de niño veían los carros acercarse al amanecer y no llegar hasta media mañana. La silueta del burro del herrero o del vendedor de quesos o miel en el horizonte anunciaba en el pueblo la visita. Entonces el tiempo corría lento.

La panza del camino, dije. Jairo se rio. Habíamos pasado una de esas ondulaciones de la carretera que me revolvían el estómago cuando era niño con su subida y bajada precipitada, mi padre siempre repetía lo mismo, la panza del camino. Jairo golpeó el mapa digital que marcaba la ruta por satélite. Chuta, perdimos la señal, se quejó. Recordé que mi padre siempre se perdía en el mismo punto del camino. Ya me han cambiado otra vez las carreteras, se desesperaba. Cómo demonios han escondido tanto el desvío, pero será castigo que le han cambiado la numeración a la pista otra vez, antes se tomaba aquí a la derecha, qué ganas de jeringar la puñeta, eran frases que soltaba porque era incapaz de reconocer que se había perdido de nuevo donde siempre se perdía. Un día les conté a Gus y a Animal que mi padre había gritado, en su desesperación tras extraviarse del camino, me cago en el MOPU, que era en aquel tiempo el Ministerio de Obras Públicas. Desde entonces en el grupo se convirtió en un juramento habitual, me cago en el MOPU, decía Animal para maldecir cualquier circunstancia. Cuando yo era niño mi padre me obligaba a anotar todos los pueblos que atravesábamos desde Madrid hasta llegar al suyo en una libreta que pretendía que memorizara como si fuera una lección de anatomía. De cada pueblo en el territorio de Tierra de Campos conocía alguna leyenda o alguna coplilla, que entonaba con puntualidad en cuanto aparecía el nombre en un letrero. De allí eran los más brutos, de acá el mejor queso, en otro le vendieron a su abuelo una burra ciega. El viaje era para él un retorno al pasado, ¿y para quién no?

Cuando nació mi padre, la vida era como había sido los seiscientos años anteriores, y sin embargo cuando murió, el mundo era irreconocible para él. El arado tirado por bueyes, la ausencia de teléfono y de agua corriente, de luz eléctrica, los pozos, los corrales para aliviarse, las cochiqueras pegadas a la casa, las tablas de lavar en el río, los carburos y los burros de carga. Le habían robado la piel y el hombre no tiene la capacidad de las serpientes para fabricarse una nueva, por eso el hombre es melancólico y la serpiente es pragmática.

Si se me ocurría preguntarle a mi padre cómo había vivido una transformación tan profunda, se alzaba de hombros, déjate de zarandajas, tiras adelante con lo que te echen. Yo nací en los días en que el hombre pisaba la Luna, mi padre había nacido mientras los europeos se mataban en trincheras, cuando aún, ingenuos, no numeraban las guerras mundiales. Para mí, el reto era emprender un camino profesional que respondiera a mi vocación juvenil. Para mi padre, en cambio, nacido aún en época medieval, soñar era un rasgo de locura, un delirio. ¿Cómo podría yo juzgarlo? ¿Cómo podría no entender su racanería, su prudencia, su sumisión, sus certezas, sus miedos y su fatalismo?

Heredé su capacidad para ser amable con gente que no apreciaba. Nunca le niegues el saludo a nadie, me explicaba, no les concedas la ventaja de que sepan lo que piensas de ellos. Lo percibo dentro de mí cada vez que alguien se me acerca con la monserga de que mis primeras canciones le gustaban más que las nuevas o que sin Gus el grupo ya nunca ha sido lo mismo, o que nuestros directos no son tan buenos como antes. Siempre reciben una sonrisa y una respuesta amable, puede ser, quizá, me lo dice mucha gente, ya me fijaré, gracias. Reacciones dictadas por mi padre, un vendedor de raza, un hombre tan seguro de llevar razón que en ocasiones ni tan siquiera luchaba por imponerla.

Cuanto peor te traten, tú sé más amable con ellos, y creo que este consejo algo disparatado me ha servido para limar sospechas, malas relaciones, a veces incluso para gozar del desconcierto ajeno. Mi padre era el mejor jefe de prensa de sí mismo.

Mi trabajo es política, decía, yo llamo de puerta en puerta, a mí no me regalan nada.

El único escollo en su carrera hacia el título mundial de la simpatía generalizada lo tenía en nuestro propio portal. Sus años de presidente de la comunidad dejaron un reguero de vecinos agraviados. Su empeño en arreglar personalmente las goteras del tejado o pintar la escalera a su gusto le enfrentó con los vecinos. Terminó por llamar bruja impertinente a la del segundo A, zampabollos paleto al del primero B y payasos con pretensiones al matrimonio del primero C. Al vecino de enfrente de nosotros, el del segundo C, le abrió la ceja de un zapatazo el día en que le enseñaba cómo era capaz de elevar la pierna gracias a la gimnasia diaria. Hubo una oportunidad de hacer amigos cuando otra familia sustituyó a la pareja de ancianos del primero A, pero mi padre pilló al nuevo vecino tirando una colilla de cigarrillo por la ventana, la recogió de la calle y se la entregó en mano después de llamar al timbre de su casa. Creo que se le ha caído esto, se limitó a decirle con orgullo quijotesco.

Mi padre redactó su propio libro de historia, con una versión dulcificada de su peripecia vital. Le molestaba discutir conmigo a cuenta de algo que yo leía en los libros. Eso lo he vivido yo, no vas a contármelo tú, me replicaba. Dejó de irritarme esa postura cuando también yo empecé a enfrentarme a las versiones oficiales sobre la música española de mi tiempo y pensaba, de esos relatos simplistas, no fue así, no fue así. A todos nos gusta adornar el repaso de la vida propia de aquello que fue luminoso, para morir entre luces y no en la oscuridad del desengaño. Si yo le replicaba: papá, ¿cómo dices que te llevas bien con todo el mundo si no te hablas con nadie en la escalera?, o me enfrentaba a él en cualquier discusión doméstica, siempre recibía la misma respuesta contundente. Tú ya verás, ya verás, los hijos aprenden a ser hijos cuando se convierten en padres.

los hijos aprenden a ser hijos cuando se convierten en padres

Puede que yo nunca comprendiera mejor a mi padre que en aquellos quince días en que me quedé a dormir junto a él en la habitación del hospital. Tuve que suspender todas mis actividades, Raquel me liberó de cualquier obligación, incluso vino a ayudarme alguna mañana, para quedarse con mi padre y que yo saliera a comer o a pasar por casa o a visitar a mi madre en la residencia. Me contó que en uno de sus ratos a solas mi padre le preguntó por mi vida con Kei, seguro que están pasando una crisis y volverán a estar juntos, porque las japonesas dicen que son muy fieles, ¿no? La verdad es que no sé mucho de las japonesas, le respondió Raquel, pero me temo que su hijo no es muy fiel. No, mi hijo tiene un problema, me contó Raquel que le dijo mi padre, desde niño es un inconformista. Pero eso no es necesariamente un defecto, le dijo ella, erigida en mi defensora. Y tanto que lo es, en este mundo hay que conformarse, hay que conformarse si quieres ser feliz, le aseguró mi padre con absoluto convencimiento.

La peor consecuencia de la vejez es que los demás invaden tu intimidad. Ya nadie respeta las manías, las costumbres, tu forma particular de hacer las cosas, desde la higiene a la organización del día. Alguien, con la intención de ayudar, se ocupa de ti. Pero ocuparse de ti es ocupar tu territorio íntimo. La independencia perdida de mi padre le transformó en un señor malhumorado. La incapacidad para valerse solo le enfrentó con los demás. Una noche me habló de su trabajo, de cómo había dejado un empleo más seguro para echarse a vender por la calle. Tendrías que haberme visto de casa en casa, a mi modesto entender fui bueno en lo mío, yo no sé si tú te consideras bueno en lo tuyo, pero yo era bueno, muy bueno. No hace falta que me lo cuentes, le interrumpí. ¿No te acuerdas cuando te ayudé durante el mes que tuviste el brazo escayolado?

Cuando se rompió el brazo, yo tenía planeadas unas vacaciones muy distintas. En septiembre entrábamos a grabar nuestro primer disco y queríamos empaparnos de conocimiento para evitar que nos manejaran desde la discográfica. Bocanegra nos aseguraba que él velaría por nosotros dentro del sistema, que nos buscaría un productor razonable y con gusto. No os engañéis, nos decía, yo os he fichado a vosotros para que seáis vosotros. Y nosotros queríamos ser nosotros, liberados ya del Capullo y el Crack no queríamos caer en las redes de otros tiburones. Así que Animal, Gus y yo planificamos un viaje a Londres. Durante un mes trataríamos de escuchar toda la música posible, colarnos en los estudios de grabación, estudiar cómo se disponía una producción profesional y después decidiríamos sobre el nuevo disco. Gus dijo que necesitábamos anglosajonizarnos, despaletizarnos, salir de Villatontos y sacudirnos la mugre. Por una vez las moscas irán a la miel, no a la mierda, nos animó Gus.

Reservamos los billetes para salir el 7 de julio, según Gus era preciso abandonar España en su día más representativo. Por eso cuando ayudé a mi padre a ponerse el pijama recién llegados del hospital con la escayola en su brazo, tras la caída en la calle, sospeché que mi programado verano corría peligro. Abrirle la bragueta para ir al baño se había convertido en un aquelarre. ¿Se puede saber qué encuentras tan complicado en cuatro botones?, hijo, que me lo voy a hacer encima. Ya va, papá, pero no era tan fácil desabotonarle, maniobrar con los dedos a escasos centímetros de la polla de tu padre.

Esperé a meterlo en la cama para informarle de mi viaje. No, tú tranquilo, vete a Londres sin problemas. Yo sé lo desagradecido y egoísta que puedes llegar a ser. Traté de convencerle de que se tomara vacaciones, que pasara más ratos con mi madre. Lástima que exista una cosa llamada dinero gracias a la cual tú comes y te vistes y te vas de viaje, me echó en cara. Papá, yo me voy de viaje con mi dinero. Claro, olvidaba que en esas tonterías del viajecito gastas lo poco que tienes. Cuando le dije a mi padre que habíamos fichado por una discográfica, sonrió con desdén, a mí ese negocio me pilla muy lejos, ya sabes lo que dijo Napoleón, que la música es el arte de hacer ruido. El día en que coloqué el pequeño trofeo que nos dieron tras ganar el concurso en la diminuta estantería del cuarto de mi madre, suspiró, tampoco es cuestión de que engañes a tu madre haciéndole creer que te han dado el Premio Nobel, es un concursito de nada por ser los mejores metiendo ruido.

Si no cobro a la gente antes de que termine julio, olvídate. En agosto se van de vacaciones y, aún peor, en septiembre llegan arruinados porque se lo han gastado en veranear. No sabes lo que es el veraneo, para la gente es como una religión, si no veranean se les cae el mundo encima. Este es un país de despendolados y derrochadores, se lamentaba mi padre. Pensé alguna solución. No sé, quizá pueda encontrar a alguien que te ayude por un pequeño sueldo, un amigo. Pero mi padre me detuvo con un gesto seco. Déjate de organizarme mi vida, tú vete y yo me las arreglaré como pueda en estas seis semanas de escayola. Sin conducir, sin poder cargar las carteras, sin poder cocinarme y ni siquiera desabotonarme para mear, buen panorama me espera, pero son las pruebas que nos manda el Señor, clamó en su papel de víctima.

Esa noche hablé con Gus. Que le den por culo a tu padre, no me jodas, es Londres. Quizá podamos retrasarlo a agosto, propuse. En agosto tenemos que ensayar para meternos a grabar y aquello estará lleno de turistas, yo no me voy a Londres para encontrarme a la señorita Angelines en Piccadilly. Parecía claro que Gus no iba a cambiar las fechas del viaje. Y decidí que aquello no podía ofenderme. Está bien, id vosotros dos, yo tengo que quedarme con mi padre.

Gus y yo éramos íntimos al margen de las demostraciones de fuerza y las discusiones. La amistad no nos exigía, sino que nos relajaba. Nunca nos sentíamos agraviados por un gesto del otro o reclamábamos demostraciones de complicidad. No le pidas a tu amigo algo que tu amigo no puede darte y tendrás amigo durante muchos años. Nunca intercambiamos la sangre de nuestros pulgares. Creo que Gus y yo aprendimos a tratarnos como profesionales que trabajaban juntos antes de que llegáramos a ser profesionales. Nos unía una pasión y eso era suficiente. Cuando alguien nos felicitaba por «Exceso de felicidad», sobre todo después de ganar el concurso, siempre había un interés mezquino por saber si la canción era de Gus o mía, pero él corregía el disparo, la canción es de todos. En este grupo todo es de todos menos el glamour, que es sólo mío.

Cuando Gus murió pasé años enredado en la culpa. Estaba convencido de que si yo hubiera impuesto una convivencia más estable, un vínculo más profundo, nada de eso habría pasado. Durante años pensé que si cuando el Crack sacó la primera raya de coca para celebrar nuestra victoria no me hubiera limitado a rechazarla como hice, si hubiera insistido a Animal y Gus para que la rechazaran también, en lugar de decir a estos les gusta probar de todo y desentenderme del asunto, quizá nada de lo que ocurrió después habría ocurrido. Yo habría podido ejercer mayor control sobre su entorno, sus sentimientos. Nos marcamos aquel respeto cómodo, la distancia pudorosa, y se me escapó. Olvidaba que una amistad más intensa y dependiente seguro que nos habría alejado antes al uno del otro, habría causado una ruptura abrupta. Pero no podía evitar la culpa, la misma que experimenté cuando sus hermanas me abrazaron en el entierro, pero ¿tú sabías en lo que andaba metido? O la mirada que me clavó la tía Milagros en el tanatorio, Dani, tú tenías que cuidar de él, me lo prometiste, que tú cuidarías de él.

Gus y yo nos admirábamos. Una noche, después de un concierto penoso que dimos a pocos días de encerrarnos a grabar el primer disco, Bocanegra nos sometió a una curiosa prueba de fe. Habló a solas con cada uno de los dos. A Gus le dijo que yo no tenía ni encanto ni sentido del espectáculo, que era aburrido en escena, y que quizá fuera bueno que pensara en volar por sí mismo. A mí me explicó que había conocido a muchos artistas del pelaje de Gus, son divertidos, excesivos, simpáticos, pero están vacíos, en lo musical no aportan nada, y se convertirá en un lastre para tu carrera. Ambos le contestamos lo mismo, que nuestro único proyecto era estar juntos. Gus y yo lo comentamos entre nosotros, pero, en lugar de indignarnos con Bocanegra, su juego nos divirtió. Es el hijodeputa que necesitamos, ¿no? Sí, es el hijodeputa que estábamos esperando. Sí, es el hijodeputa que nos guiará a la tierra prometida.

Me disgustó que Gus y Animal se fueran sin mí a Londres. Durante años desgranaban anécdotas del viaje, esa extraña pareja que sin mí supo llevarse bien. Animal fue feliz entregado a las pintas de cerveza y las chicas borrachas. Y Gus fascinado por el glam y los locales de moda. Nunca abandonaron la influencia musical adquirida en aquel viaje, que más o menos resumían al indicar al ingeniero de sonido cuando algo no sonaba suficientemente british. ¿Y eso qué quiere decir?, preguntaban los técnicos. Alcohol, suciedad, grasa, niños abusados por padres pederastas, cintazos en la escuela y cerveza agria, resumía Gus. Y chicas borrachas, añadía Animal.

La aventura de su viaje contrastaba con el vía crucis que yo pasaba junto a mi padre. Verle trabajar era un espectáculo. Llamaba a los porteros automáticos y jamás se presentaba con su nombre. Un hombre honrado, decía. Gente de paz, otras. Un buen cristiano, alguna. De inmediato era reconocido y la puerta se abría. Aceptaba el café o las pastas si se le ofrecían, a veces un vaso de agua o pasar al servicio. Opinaba sobre las cortinas nuevas, el reloj de pared, el método más práctico para mantener las casas frescas, las obras de la calle o la misa tan estupenda que había pronunciado el cura en el funeral de Alfonso, el de la gasolinera. Era confiado y hablador, sacaba el recibo y procedía a cobrarlo y devolver el cambio exacto sin mencionar en ningún momento el feo asunto del dinero.

Mi padre ejercía de supermercado ambulante, prestamista y consejero en aquel vecindario de la periferia. Le devolvían en pequeños plazos el precio total de una licuadora, un reloj, dos sortijas o un despertador. Para aquella gente humilde era alguien apreciado. Nunca trabajes para ricos, me advirtió. No conocen el sacrificio que cuesta ganar dinero. En cambio, la gente humilde jamás dejará de pagarte con puntualidad, para ellos es una cuestión de orgullo. En tal filosofía mi padre asentaba su negocio, y con el tiempo supe lo certero de su diagnóstico.

Tardé en entender que el verdadero mérito de mi padre no estaba sólo en entrar en las casas y cobrar una letra pese a carecer de un contrato legal o más compromiso que la palabra del comprador. Tampoco en vender el producto de la manera más hábil. La verdadera belleza de su labor residía en la manera de ganar la confianza ajena, su dedicación a cada cliente, por miserable que fuera el interés comercial. Ofrecía el lujo, el privilegio, la plenitud de un hombre de visita entregado y feliz. Años después comprendí que no había otra manera de entender la carrera en el negocio musical. El privilegio que te concedían al escucharte, al dejarte entrar en sus vidas, en sus casas, en sus coches, en su mañana de ejercicio, en su escucha nocturna antes de dormir, era un favor que debías devolver con pura entrega. Mi oficio era una prolongación del oficio ambulante de mi padre. ¿Eso se hereda?

La clientela le comentaba sus problemas familiares, laborales, escolares. Y mi padre no dejaba un hogar sin solución ponderada y a la medida. Regalaba consejos cargados de sentido común. Era capaz de indicar los estudios correctos para una hija, la carrera con más salidas, de tomarse la molestia de preguntar en la obra cercana o en el mercado si alguien podía emplear al hijo o la hija de alguna clienta que se había quedado en paro, recomendar moderación en un conflicto familiar, solidarizarse con el doliente en un descalabro sentimental, consolar después de una desaparición y establecer una tregua entre partes enfrentadas. Era el evangelista de una religión en la que todo podía resolverse con el tino de una sabiduría humilde. Era un quijote sanchopancificador, la mezcla exacta de las dos complejidades españolas, el hombre perfecto, el mito de visita. Ah, si mi marido fuera como usted. Ah, si mis padres pensaran como usted. Ah, si mi difunto esposo hubiera sabido lo que sabe usted.

Pero esa no, calamidad, la otra cartera, me reprendía a mí, en cambio, durante cualquier visita en la que yo tenía que abrir el muestrario de pequeña joyería portátil. Más que ayudar, me entorpece, tardo el doble con él hasta para abrirme la bragueta, les decía a las clientas. Tanto estudiar y luego resulta que de la vida real no saben ni de la misa la mitad. Pero si es un encanto, terciaba alguna, menudo chaval más bueno le ha salido. No me quejo, no, no me quejo, que mi trabajo me ha costado llevarle por el camino recto y ya si se cortara el pelo sería fenomenal, pero no me va a dar esa alegría. Si ahora a los chavales les gusta llevarlo así, no se enfade por eso. Ayuda a recoger esas tazas, me gritaba para dejarme en evidencia en otra casa donde nos habían invitado a un café. Esto me pasa por haber sido padre tan tarde, explicaba en un quinto sin ascensor al que yo llegaba arrastrándome tras otra exhibición de su poderío físico consistente en trepar las escaleras de dos en dos y llegar antes que yo como si le fuera la vida en ello. Me ha nacido cansado el muchacho. Era la rutina con la que me mortificaba desde por la mañana. Vamos, que parece que has nacido cansado.

Hacia la una del mediodía ya aceptábamos los refrigerios con que nos agasajaban en las casas y terminábamos en algún restaurante de la zona, donde mi padre daba una cabezada hojeando el ABC, con sus portadas de escándalo por la deriva de un país sin timón autoritario. Eran jornadas insoportables que mi padre podía prolongar hasta las diez de la noche sólo para castigarme a mí, porque cuando yo no le acompañaba siempre regresaba a casa más temprano para cumplir con el paseo a mi madre. Había algo de marcarme a fuego, de desbravarme como a un caballo salvaje. Ahora ya sabes lo que cuesta ganar cada peseta que tú malgastas, me decía de vuelta a casa.

Andábamos y desandábamos barrios feos de edificios sin lustre ni armonía. Acostumbrado a trabajar en solitario, sólo sabía ser conmigo autoritario, caprichoso e impertinente. A ratos cruzar los semáforos en rojo era una obligación, vamos, que aún nos da tiempo a pasar, pero no ves que no viene nadie, ¿a qué esperas, a que nos den las uvas? En otro momento era un delito, ¿pero no te das cuenta de que está rojo, qué crees, que los semáforos están de adorno? Si no se respetan las señales de tráfico te juegas la vida, ¿sabes cuánta gente muere atropellada al mes en Madrid?

El momento culminante tuvo lugar con la visita a Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero. La manera tradicional de referirse a los clientes era por ese método aproximativo. Petra, la del segundo encima de la panadería; los Arroyo, donde la finca del Gumersindo; la coja del ventero, frente a los Corrochano; la del ojo tuerto esquina con la mercería. Nadie tenía un nombre a secas, hasta Clotaldo, el del bar de abajo de casa donde comíamos a menudo, era Clotaldo el del bar de abajo, aunque dicho por mi padre sonaba mejor, Clotaldoldelbardeabajo. A veces yo me imaginaba que se referiría a mí como el inútil del cuarto al fondo del pasillo o el abotargado de la hora de comer.

Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero, sufría una gripe de verano cuando mi padre y yo llegamos a su piso. Nos recibió en bata de felpa algo deshilachada. Es sólo un constipado de verano, se excusó ella. Pero mi padre también ejercía de visitante médico. A ver, hágame caso, ponga agua a hervir y tráigame dos dientes de ajo. Ay, déjelo, de verdad, insistió la mujer, si ni ajos tengo, que no he podido hacer la compra desde anteayer. Y ya me estoy tomando las medicinas. Déjese de medicinas y zarandajas, mi padre se sacó mil pesetas y me mandó al mercado para que trajera ajos y cualquier otra cosa de primera necesidad que a la señora le hiciera falta. Bueno, ya que va, que me traiga media docena de huevos, tres tomates, dos pepinos rojos y una lechuga, dijo Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero.

Pero, papá, me iba a quejar yo, cuando fui cortado al instante. Ni pero papá ni pero popó, te vas ahora mismo, ¿no ves la sudada que tiene esta pobre mujer encima?, si debe rondar los treinta y ocho de fiebre. Caía un sol de martirio y nadie se había tomado la molestia de indicarme dónde estaba el mercado, así que vagué por las calles hasta preguntar a alguien. Aquí mercado no hay, a lo mejor se refiere al súper, pero está un poco lejos para ir andando. Consideré que, pasado un tiempo prudencial, podía regresar al portal aunque fuera con las manos vacías. Mi padre sospechó, si no traes los ajos o vas a poner cualquier excusa mejor ni se te ocurra volver. No es eso, es que no sé dónde ir a comprar. Por el telefonillo de la calle se podía oír con claridad la voz de mi padre, pero este chico es bobo, de verdad, qué desesperación, me está dando el mes con lo de la fractura. Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero, habló por encima de la voz de mi padre para indicarme una pequeña tienda cercana. Bajo la bofetada plana del calor de mediodía enfilé según sus indicaciones. Me imaginé a Gus y a Animal sentados a tomar unas pintas de cerveza en el fresco acogedor de un pub mientras charlaban con Elvis Costello o Joe Strummer o Nick Lowe o comían acelgas con Morrisey.

Pero tú eres tonto de capirote, así me recibió mi padre cuando le entregué la ristra de ajos y el resto de la comanda para Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero. Desgraciado, si has comprado toda la cosecha de ajos del año, qué me traes aquí, si te dije que con una pizquinina me bastaba, y además estos son malos y no valen nada, mira tú, velay, si están huecos, calamidad, de verdad que para hacer las cosas a mala gana mejor no hacerlas, si lo llego a saber voy yo.

Pues haber ido tú, joder, que estoy hasta los cojones.

Y salí del domicilio de Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero, tras dar un portazo de indignación. Esperé a que bajara mi padre después de administrarle su brebaje milagroso para el constipado a la pobre clienta. Luego, desde allí iríamos a ver a la del ojo tuerto esquina con la mercería, que era una anciana con el ojo de cristal. Mi padre se demoró en bajar. Pisó la calle con la cartera de los muestrarios sin volverse hacia mí. Así que me levanté y seguí sus pasos. Deja, papá, ya llevo yo las carteras.

Te parecerá bonito humillarme así delante de la gente que me conoce. Tragué saliva. ¿Y a mí sí, a mí sí puedes humillarme cuando te dé la gana?, le recriminé. Yo no te humillo, me respondió encarado conmigo, que me había vuelto a colgar en los hombros las pesadas carteras con los muestrarios. Lo que me desespera es ver lo inútil que eres, que no sabes ni manejarte ni comportarte. Estoy intentando que aprendas algo en estos días a mi lado y lo único que veo es una cara de amargado y triste. Venga, papá, déjalo, de verdad. ¿Que lo deje?, eres tú el que lo tienes que dejar, que no vales para nada, que eres un gañán y un vividor, un vago y un farsante, con tu musiquita y tus memeces de aficionado, que me tienes hasta la coronilla, ¿qué te crees? Papá, no seas coñazo, bastó que dijera eso para que mi padre me diera un bofetón con su mano firme y rocosa.

Lo que más dolió no fue la bofetada. Dolieron los dieciocho años aguantándole, estar muerto de calor mientras mis dos mejores amigos andaban en Londres, donde yo tendría que haber estado con ellos. Dolió porque yo soñaba con estar subido a un escenario, convencido de que mi destino estaba frente a un público entregado que coreara mis canciones y no comprándole ajos y pimientos a Concha, la prima de Consuelito la de Vargas el bodeguero. Dolió porque fueron testigos de la bofetada tres chavales que cruzaban en bici y se rieron con un toma hostia. Dolió porque me obligaba a alejarme de él, tenía que hacerlo, así que eché a correr en dirección contraria tras abandonar sus carteras en la acera. Y lo que más dolió fue saber que ya no habría más broncas entre nosotros, que aquella había sido la última.

Agua, sé cuerda de mi guitarra

Agua, sé cuerda de mi guitarra, era un verso de Darwish que musicamos para un proyecto solidario que se regalaba con algún periódico durante la enésima crisis humanitaria en Oriente Medio. Hubo un momento en que disfrutaba con las colaboraciones, produje a algún artista nuevo y me prestaba a festivales y encargos por el placer de conocer gente, tocar con desconocidos, recaudar fondos o prestar voz a causas perdidas. El agua aparece de manera natural en muchas de mis canciones, y si echo la vista atrás es un elemento decisivo en mi vida. Surgió muy temprano en mis fantasías, no ya sólo referido al empeño de don Aniceto para que nos sumergiéramos en la guitarra como en el agua, sino asociado al placer, el erotismo, la sabiduría, el paso del tiempo. Dicen que la experiencia anfibia dentro del vientre de la madre se revive cada vez que nos relacionamos con el líquido. La envoltura de la placenta tiene fama de ser el paraíso perdido, y así lo creía hasta que nació mi hija con tortícolis muscular congénita, por haber estado forzada a una postura incómoda en el vientre de su madre. Ese día comprendí que no hay lugar perfecto para el ser humano. Su destino es acomodarse a las circunstancias por penosas que sean.

También del agua surgió Oliva. Tras la discusión con mi padre me fui a vivir con Fran. Uno de sus compañeros de piso no volvería en todo el verano y allí podía quedarme sin problemas. Cogí algo de ropa y rescaté el carnet falso para colarme en la piscina de la EMT, y así los días en que apretaba el calor me escapaba un rato a media tarde. Mi amigo Enrique ese año estaba fuera estudiando un máster en Ingeniería, aunque acabó por montar un bar, pero yo agarraba la toalla y el bañador, a veces la guitarra, y me iba a la piscina a estar solo, a pasar el rato dentro del agua y tirado al fresco del césped, en el rincón más solitario del recinto. Elena había encontrado una víctima sobre la que verter su generoso amor, y aunque el resentimiento le impedía saludarme, la veía de lejos besuquearse con un noviete.

Oliva dirigía los cursillos de natación para chavales. Antes de descubrirla, escuché su nombre gritado una y mil veces por las voces infantiles. Oliva, Oliva, Oliva. La solicitaban para todo y la busqué entre los bañistas, en el espacio acotado de la piscina para las clases infantiles. Cuando la vi por primera vez me pareció tan firme, tan poderosa, tan segura de sí misma que preferí mantenerme distante. Paseaba con su pelo negro y rizado recogido en una coleta firme. Llevaba un bañador de nadadora que dejaba ver el cuerpo atlético con hombros robustos y brazos poderosos. Siempre iba descalza, incluso por la hierba o el suelo de terrazo del bar, y arrastraba los elementos de corcho flotante que necesitaba para las clases. Alguna vez me vio mirarla y siempre tuvo la misma respuesta, una sonrisa confiada, la misma que les dirigía a todos en la piscina. No coqueteaba, su compañía eran siempre los niños a los que dirigía desde el borde de la piscina. Sus pies se estiraban de puntillas, sus piernas se alargaban firmes para terminar en los muslos poderosos. No se colocaba pareos ni pantaloncitos como las demás chicas, no parecía importarle que el bañador se fugara hacia los pliegues de su cuerpo y regalara de tanto en tanto un glúteo a la vista de todos, en especial a la mía, que festejaba el instante con alborozo. Se sacudía el pelo después de un baño soltándose la coleta y en ese gesto irrumpía la primavera en pleno verano. Se secaba siempre al sol, aunque exhibía un bronceado sin los desmanes de otras mujeres. Se deslizaba alrededor de las instalaciones con naturalidad, como un pez de colores en su elemento natural.

Sus cursillos tenían tanto éxito que daba clase a otro grupo de niños a última hora de la tarde, cuando el sol empezaba a bajar. Al terminar y sacarlos a todos del agua se daba un último baño a placer, casi para ella sola, a modo de premio de final de jornada. Yo planificaba mis tardes para coincidir con esa última hora. Uno de los niños a los que Oliva daba clase era un gordito voceras al que todos llamaban Foskitos. Una tarde se resbaló delante de mí y se hirió la rodilla. Había salido a comerse uno de los bollos que tragaba a todas horas y comenzó a chillar, asustado por la sangre. Me levanté a recogerlo y le mojé la herida con mi botella de agua, ya verás, no pasa nada, le consolé. Duele, duele mucho, gritaba él. Al llorar, un enorme moco verde le caía de la nariz y se prolongaba eterno casi hasta el suelo. Oliva vino hacia nosotros. Cuando se acercaba, se quitó las gafas de sol y sentí un escalofrío. Descubrí unos ojos brillantes y tan especiales que no parecían hechos para mirar sino para ser mirados. Examinó la herida de la rodilla y calmó al chaval antes de soplar con levedad. Vuelvo en un segundo, dijo, y se alejó.

Regresó con unas gasas y el bote de alcohol yodado que dejó la rodilla de Foskitos de color ladrillo. Es sólo un refrotón, le dijo, venga, no llores más. Y le arrancó el moco enorme como una liana con sus propias manos y luego se limpió en una de las gasas del botiquín. ¿Cómo había sido capaz de hacer eso con tal naturalidad? Y no te bañes hasta mañana, eh. Nos levantamos del suelo y me dio las gracias. De nada. Los demás niños la llamaban desde la piscina, le gritaban para que volviera con ellos. Y yo, que también hubiera querido gritar, pero lo contrario, quédate conmigo, no te vayas, no podía competir con ellos y su vocerío.

Menos mal que tienes un nombre bonito, le dije. Te lo van a gastar. Era cierto. A todas horas se escuchaban los gritos de los niños, Oliva, Oliva, Oliva, Oliva esto, Oliva lo otro, Oliva me dice, Oliva no quiere, ahí viene Oliva, que era para mí la mejor noticia de la tarde. Oliva se rio y se rascó cerca de la nuca bajo los rizos. En el cole se reían de mí, no creas. Luego se alejó y volvió con los niños al agua.

Cuando terminó su clase volvió a pasar cerca de mí y sonrió de nuevo de manera más amplia que otras veces. Descubrí una ligera diastema en sus incisivos superiores, una auténtica obra de arte. Antes de irse, se acuclilló frente al gordo Foskitos y le dijo algo al oído. Se quedó mirando sin moverse mientras el niño caminaba hasta mí y me hablaba. Que dice Oliva que te diga que muchas gracias por curarme antes. Dile a Oliva que es la mujer más hermosa que he visto en todos los días de mi vida y que si por favor haría el favor de enamorarse de mí inmediatamente, eso es lo que quería decirle. Pero no lo dije. La miré a ella, que comprobaba si el niño había cumplido el encargo. A mí también me gustaría tener una profesora de natación así, le dije. El niño, descarado, volvió corriendo hacia ella mientras gritaba, dice que quiere que también le des clases de natación a él. Era una broma, me excusé con torpeza desde la distancia. Por mí cuando quieras, gritó ella antes de irse.

Al día siguiente se quedó después de la clase para darse el baño a solas. Yo leía un libro sin enterarme de nada, cada línea me llevaba de vuelta a Oliva con una mirada furtiva hacia su estela dentro del agua. Cuando pasó por delante de mí camino del vestuario bromeó. ¿Y la clase de natación, cuándo la vamos a dar? Me quedé allí sentado con la mano posada en la planta del pie desnudo en un gesto que me pareció de tipo interesante. La clase no hace falta, pero si quieres nos tomamos algo. Si me esperas, me doy una ducha y salgo. En aquellos quince minutos eternos desfilaron por delante de mis ojos todos mis anhelos futuros. Fue el reverso a la experiencia de la muerte. Quizá la experiencia de la vida. La intensidad, las ilusiones, las fantasías, el deseo, los escenarios, la más agradable formulación del paso del tiempo. La frenética iluminación del amor. La atómica potencia de enamorarse.

la atómica potencia de enamorarse

Si hubo seducción, si es que alguna vez la hay, la mía con Oliva avanzó lenta y ceremoniosa. Cuando Gus y Animal regresaron del viaje a Inglaterra ni les hablé de ella. Oliva era otro mundo que no quería mezclar con ellos. Animal lo reducía todo a algo ramplón. Sólo vibraba con las películas de kung-fu, en las que llegó a ser un experto. Las coreografías de brincos y estacazos por todo Hong Kong contrastaban con la pasividad panzuda de Animal desplomado en el sofá para degustarlas. Gus era capaz de despellejarlo todo, feroz crítico. No quería correr el riesgo de presentarles a Oliva y que demolieran mi fascinación. A Fran, en cambio, le había hablado de ella desde el día en que la descubrí y se reía de mis afligidos lamentos. Es todo dopamina, no le busques misterios al amor, me dijo, tu corazón está drogando a tu cerebro, me explicó con su fría cultura médica. Pero yo sólo evitaba acercarme a la piscina los fines de semana, cuando ella no daba clase y las instalaciones se abarrotaban de gente entregada a las estridencias estivales. El resto de los días robaba instantes para sentarnos juntos algún rato bajo los árboles, tomábamos una cerveza en la barra, a veces yo me bañaba para coincidir con ella en el último chapuzón. Me corregía la forma de dar los impulsos, imagínate que es una cuerda, que al nadar trepas por una cuerda, sólo eso. Luego me decía hoy no te has traído la guitarra, la verdad es que tienes una pinta con la guitarra, y se echaba a reír. ¿Sabes cómo te llama Foskitos? Asurancetúrix, tiene gracia el tío.

Oliva era física, tenía respuestas desconcertantes, un contrapunto descreído con todo, podía burlarse de ti después de decirte algo hermoso. Hablaba con todo su cuerpo como si el lenguaje fuera una demostración atlética, desde la punta de sus pies poderosos a sus dientes algo separados. A pesar de que me había puesto el mote del bardo pelmazo de Astérix, empecé a utilizar a Foskitos para mis nobles fines. Le daba un chicle y le decía pregúntale a Oliva si quiere otro. Dile a Oliva que si tiene un rato después me quedo a esperarla. Foskitos era mi mensajero, mi ángel de la anunciación, mi gordito relleno, glotón, gritón y torpe, pero tomé tanto cariño a ese niño que un día su madre, que era su fotocopia con treinta años más, me lo agradeció. Te ha cogido un cariño tremendo el chaval. Y yo a él, señora, yo a él. Era tanta mi cercanía con él que si llevaba la armónica que andaba tratando de aprender a tocar, le dejaba babeármela sólo para que Oliva viniera a buscarlo, Foskitos, no te distraigas que estamos en clase y vuelve a la piscina.

Me largo ya, hoy me he desencajado el hombro, no me tengo en pie, me agotan los niños, bastaba cualquier frase para que ella estirara todo el cuerpo al hablarme como una gata hermosa. Oliva tenía esa costumbre, que luego identifiqué en las bailarinas, de hablar contigo mientras hacía estiramientos. Pero ella se estiraba y todo era armonía atlética. Empujaba la puerta del bar, alcanzaba la cerveza, caminaba con su bolsa de deporte con la aeróbica belleza de un felino. Decía jo, hostias, guay y vale, y lo decía muchas veces. Pero se lo perdonaba porque en ocasiones se tocaba el labio superior con la punta de la lengua y me asaltaban unas ganas irreprimibles de besarla.

Hacía crujir las articulaciones de los dedos y yo le decía no hagas eso, por favor, me da grima. Y entonces se reía de mí y arañaba el yeso de la pared con la uña o pasaba un tenedor por el vaso de cerveza, y si alguna vez yo afeaba sus latiguillos al hablar, es horrible decir guay, me tomaba la mano, la ponía dentro de la suya y apretaba hasta que tenía que disculparme. Eran los instantes en los que se rompía la distancia física, pero yo no sabía interpretar nada de lo que sucedía entre nosotros, estaba convencido de que no me consideraba importante, amenazante, sólo era un encuentro de verano, un chaval de la piscina. Tenía sólo un año más que yo, pero conocía, después de mi experiencia con Olga, la enorme distancia que eso podía significar.

Oye, Foskitos, ¿tú sabes si Oliva tiene novio?, me atreví a preguntarle un día al gordito correveidile mientras se zampaba mi bolsa de patatas fritas a manotadas. ¿Novio? Tenía uno el año pasado, un chulo. Pero ahora ya no viene. Se quedó callado, sin proporcionarme más información. Estuve a punto de sacudirle un guantazo para que soltara todo lo que sabía. Pero de pronto me sonrió con esa sorna infantil de crío libre. Ahora le gustas tú. Me atraganté con mi propia saliva. Le quité la bolsa de patatas y lo atenacé por el cuello. Cuéntame ahora mismo qué te ha dicho. El chaval se defendió, a mí no me ha dicho nada, pero la oí hablar con sus amigas. Sus amigas eran un grupo de chicas con las que a veces merendaba en la barra, ruidosas y sin demasiado interés. Una le preguntó, no sé, se burló de ella porque le dijo que últimamente charlaba mucho contigo, confesó el niño. Quise que me reprodujera exacta aquella conversación entre Oliva y su amiga. Yo qué sé, no oí bien porque me estaba tomando el Cacaolat. Pero ¿qué dijo ella? Foskitos, por favor, haz memoria. No, es que la otra le preguntó que si tú no le habías entrado o tirado los tejos, no sé. El caso es que Oliva contestó que tú seguro que tenías novia, porque nunca le pedías salir ni nada.

Aún tardé dos días en besarla en la calle. Y necesité seis cervezas para cobrar el valor. Antes le dije que no tenía novia, que tocaba en un grupo, que íbamos a grabar nuestro primer disco, que todo había empezado en el colegio, que me había fugado de casa porque no soportaba a mi padre, que mi madre estaba enferma y sin memoria, que vivía instalado en el piso de un amigo, que pensaba alquilarme un sitio para mí, que tenía grandes planes para el futuro, que nadie iba a pararme, que algún día tocaría dos noches seguidas en la plaza de las Ventas llena a rebosar, que en dos semanas cumpliría diecinueve años, le conté todo eso, le conté mi vida entera, y cuando ya no me quedaba nada más por decir, añadí que era la mujer más hermosa que había conocido en mi vida.

No será para tanto, me respondió con una mirada luminosa pero burlona. Era para tanto.

la gata que juega al ajedrez

La gata que juega al ajedrez, me dijo Gus. A eso me recuerda Oliva. Hacía meses que los había presentado y se cayeron bien, pero esa fue la primera vez que me comentó algo sobre ella. ¿Sabes lo que quiero decir?, me preguntó. Mis hermanas tenían una gata en casa y a la gata lo que más le gustaba era saltar sobre el tablero de ajedrez cuando estaban jugando. La gata al principio caminaba entre las piezas, cuidadosa, sin derribar ninguna, como si supiera introducirse en el secreto del juego, me explicó Gus. Hasta que se adueñaba del tablero y con dos zarpazos y el latigazo de su cola les tiraba todas las fichas y tenían que cancelar la partida. Negué con la cabeza y sonreí. ¿Qué quieres decir, Gus?, le pregunté. Pero yo sabía lo que quería decir. Entendí que su miedo, que también era el mío, le llevaba a pensar que más pronto que tarde también Oliva rompería nuestro juego, desordenaría nuestro damero, impondría el capricho de sus propias reglas, que el amor era una amenaza para el grupo. La gata que juega al ajedrez, recordaba yo siempre la imagen de Gus.

Oliva me acompañó a preparar una maleta para trasladarme a vivir con ella. ¿Vives en una calle sin salida?, se sorprendió al llegar al portal. Ahora lo entiendo todo. Mi padre se encontró con nosotros porque volvió de trabajar un poco antes de la hora para sacar a mi madre en su paseo de la tarde. Oliva y mi madre se habían mirado, nada más, no supe entonces cómo hacer las presentaciones. Estábamos a principios de noviembre, yo ya me había reconciliado con mi padre aunque guardábamos una distancia de precaución parecida a la que se interpone entre los graderíos rivales en el fútbol. Llevaba cuatro meses saliendo con Oliva. Fue ella la que me propuso que alquiláramos su piso entre los dos, una de sus compañeras lo dejaba y yo disponía de dinero irregular que entraba con las actuaciones y ella trabajaba los fines de semana de camarera en el Friday’s. Era un piso pequeño en Aluche del que no tardaríamos en mudarnos, pero sería ya siempre nuestro primer y cochambroso hogar memorable. Papá, te presento a Oliva. ¿Vais juntos a clase?, preguntó él. Mi padre ignoraba que yo apenas pisaba la facultad. No, soy su novia, dijo Oliva a bocajarro. ¿Su novia?, mi padre se echó a reír con cierto escepticismo. ¿Querrás decir otra cosa, una amiguita especial, no sé, un ligue que decís ahora? No, quiero decir su novia. Le había hablado lo suficiente a Oliva de mi padre, de su carácter, de mis peleas con él como para que ella adoptara ese tono basado en el principio estratégico de que no hay mejor defensa que un buen ataque.

Mi padre la adoró desde aquel momento inicial. Era fácil que sucediera. Tenía todo lo que él podía admirar en una chica. Era alegre, descarada, deportista y hermosa. Lo más sorprendente es que Oliva encontró a mi padre encantador, tierno y afable. No tienes más que escuchar cómo le habla a tu madre, me dijo cuando protesté por haberse dejado engatusar tan fácilmente por él. Y a ti te adora, no hay más que verlo, se ha puesto celoso conmigo porque cree que te voy a robar de su lado, me dijo Oliva con inocencia. Yo ladeé la cabeza, me parece que ha sido al revés, se ha puesto celoso conmigo, ¿no te has dado cuenta de cómo te tiraba los tejos? No seas bobo, ha sido un sol de hombre, Oliva usaba expresiones así de absurdas. Y tu madre es bellísima, aunque tú te pareces a tu padre.

Oliva y yo sometíamos a nuestras familias a una cierta competición de males. Ella era la única hermana de cinco chicos que le hicieron la vida incómoda pero que la habían endurecido, la habían liberado de cualquier atisbo de cursilería, y con los que compitió toda la vida en cada juego y en cada batalla infantil hasta que se fortaleció y logró esa mezcla de feminidad y virilidad que la hacía irresistible. Ganarles en las carreras, en la piscina, con la bici, fue la única manera de conseguir que me respetaran, me explicó. Me espiaban cada cajón del cuarto, ahuyentaban a los chicos que me gustaban, les pintaban bigote a mis muñecas y me rayaban mis vinilos porque no eran de AC / DC o de Led Zeppelin, la única música que permitían en casa. Tú eres hijo único y no tienes ni idea de lo que es vivir rodeada de hermanos. Para ella, en cambio, mis padres eran un maravilloso ejemplo de amor resistente al tiempo y la enfermedad. Los suyos no se soportaban. Mi madre llama a mi padre el señor ese, te lo juro, pregúntale al señor ese que si quiere más lentejas.

Esas conversaciones nos susurrábamos Oliva y yo en la cama incómoda de nuestro cuarto. El piso disfrutaba de las vistas más feas de Madrid. Por el lado interior daba a un patio mustio, húmedo y con malos olores donde tendían la ropa los vecinos en tan poco espacio que las bragas de una inquilina acariciaban los calzoncillos del de enfrente si se levantaba corriente. Por allí pasaban las bajantes de agua, que a veces con el ruido interrumpían la conversación. Había que callarse mientras se descargaba la cisterna del tipo del tercero. El resto de las ventanas daban a una vista desoladora de la boca de metro elevada de Aluche y la carretera entre el secarral. Me encantaba bromear y decir que aquellas vistas no eran más que una obligada compensación a la gloriosa experiencia de vivir con vistas a Oliva. Una de sus amigas, que estudiaba INEF con ella, se trasladó a vivir en uno de los cuartos que estaba libre cuando se peleó con su novio. Vera se convirtió en una especie de carabina nuestra. Había jugado durante años al balonmano, era bajita, muy fibrosa, y llevaba unas gafas de montura endiablada que le daban un aire definitivo de fea asumido sin pelea. Era simpática y habladora, y tenía un historial de lo más desgraciado en amores que enunciaba con gracia: salvo descuartizarme, los hombres me han hecho todas las maldades que conocen.

Oliva hacía el amor como nadaba. Con impulsos largos y atléticos, sustentados en la fuerza de sus brazos y de sus piernas. Era poderosa también en la intimidad. A veces con la sola fuerza de los muslos me inmovilizaba y no me dejaba moverme de la cama para acudir al ensayo o las grabaciones del disco. Podría haberme robado toda la energía, tenía capacidad para ello, y sin embargo me la daba, la multiplicaba. Con ella al lado hice más cosas y a mayor ritmo que nunca en mi vida. Activaba un motor dentro de mí. No era contemplativa ni le gustaba reposar, estaba siempre en marcha, pero le enseñé a tumbarse boca abajo en el colchón y dejar que mi mano la acariciara en cada centímetro de la piel. A ratos pasaba la punta de mis dedos sobre las curvas de su perfil y le susurraba frases que nunca pensé que diría en voz alta. Hasta que se colocaba encima y enjugaba mi deseo con la sola fuerza de sus abdominales. Celebraba mis erecciones adueñándose de ellas con sus dedos firmes y terminaba por hacer conmigo lo que se le antojaba.

Venía a vernos a los conciertos de lanzamiento del primer disco, donde ya sonábamos, gracias a la contribución de Cuerpoperro en el bajo, como un grupo de fuerza. Cuando tocábamos se quedaba de pie apoyada en la barra del bar, y me sonreía en la distancia si yo la ubicaba con la mirada. ¿Sabes que eres muy distinto encima del escenario?, me dijo. Le cedes todo el protagonismo a Gus, pero te mantienes ahí como lo único sólido que sostiene al grupo, y esa definición de Oliva me llenaba de seguridad. A Gus le empezó a gustar Oliva, le sorprendía su fuerza y el enorme margen de independencia que me concedía. No es pesada ni se te sube encima, no es como esas novias mochila, te deja vivir, y tiene cuerpo de hombre, me parece que saca tu lado más gay. ¿Cuerpo de hombre?, me escandalizaba yo. Sí, mucho músculo, hombros grandes, piernas de atleta, es una chica fuerte, nada femenina. Tendrías que verla desnuda antes de decir gilipolleces así, me indignaba con él. Bueno, me encantaría que me invitaras, y luego corría hacia Oliva, tu novio me ha prometido que me va a invitar a hacer un trío con vosotros en la cama. Le divertía la vida de los conciertos, aunque no le gustaba trasnochar, era madrugadora. Cuando la llevaba al cine se dormía en mi hombro y se justificaba, eres el primer novio intelectual que tengo, que me lleva a conciertos, al cine, con los otros todo era descender en kayak por ríos salvajes, escalar en la Pedriza y planear rutas de senderismo en vacaciones. Y yo sentía una puntada de celos retrospectivos y de pánico a aburrirla con mis costumbres sedentarias, yo, que jamás tendría chándal ni botas de escalada y que nunca usé mis zapatillas para hacer deporte.

Cuando Gus me dijo es de esa clase de chicas que te pueden hacer sufrir mucho, lo tomé como un elogio, tantas veces nos decíamos él y yo que si una canción no podía terminar siendo un disparate vergonzante no merecía la pena comenzarla. Como todo en la vida, sólo lo que puede salir mal merece la pena intentarse. Había una seducción establecida entre ellos, un combate en el que ambos eran demasiado fuertes como para intimar, así que se observaban mientras guardaban la distancia. Animal en cambio la adoraba con transparencia. Compartían hasta la pasión por Bruce Lee, y ella trataba impenitente de enseñarle a golpear con el pie por encima del hombro de un rival imaginario. Bebe como un hombre, decía de ella Animal, sin ahorrarse la coda, aunque seguro que la chupa como toda una mujer.

Con ella al lado empecé a tantear la escritura de otro tipo de canciones. Quería hablar de mis nuevos sentimientos. Era tal la torpeza ingenua de mis versos que comencé a leer poesía de manera desordenada y febril. Primero, todo aquello que sonara a poesía moderna y transgresora, desde Rimbaud a Ginsberg, pero luego, recuperada la humildad de quien sólo pretende hacer canciones, me aficioné a rebuscar entre la poesía rimada, la solvencia de los antiguos clásicos castellanos para domar la lengua dura. Descubría rimas e imágenes que engendraban en mi cabeza versos propios. Me afrentaba que nuestras letras fueran infantiles y toscas, que carecieran de valor literario, por lo que, con rubor, entraba en las librerías de viejo y hojeaba entre los versos qué escritores podían abrir alguna senda más interesante que nuestro ombligo de jóvenes fiesteros. Carecía de referencias y de cultura tras una educación deficiente. Cuando me sentaba a escribir, las palabras me pesaban como el plomo. El castellano era complicado para la música, y muchos grupos preferían el inglés para no lidiar con esos chasquidos de nuestro idioma y sonar más parecido a los grupos que oían a diario.

Las lecturas me ayudaron a comprender que la rima, la métrica exigida por la melodía, el corsé de una canción no eran restricciones, sino los márgenes de la parcela donde tenía que desarrollar la labor. Los límites creaban ese espacio concreto donde meter mis impresiones, las dimensiones de mi campo de batalla. Elegía para leer a Oliva, que apenas leía, los más hermosos fragmentos de otros, al tiempo que le transmitía mi desesperación para lograr escribir letras decentes. Tú tienes que encontrar tu forma de decir las cosas, me consolaba ella, al final la forma de hablar es como la forma de follar, da igual cómo lo hagas si haces disfrutar al otro.

A Oliva no le podía decir te quiero, porque se burlaba con una musiquilla romántica de banda sonora cursi mientras mimaba violines desaforados. Decías te quiero y se ponía a tararear la melodía de Love Story. A Oliva no le podía decir te echo de menos o me gusta mirarte, porque se llevaba las dos manos al corazón como un personaje de Disney. Si elogiaba sus ojos únicos, se echaba a reír, eso son las lentillas, idiota. A Oliva no podía acariciarla sin que se lanzara sobre mí a someterme. A Oliva le gustaba zanjar las discusiones con un pulso. El que gane tiene razón. El que gane decide lo que hacemos esta noche. El que gane elige el postre. El que gane no friega los platos. Ganaba siempre ella. Ganaba siempre ella todos los pulsos. Le gustaba morderme el cuello y los brazos y dejarme una marca o un morado, que luego fingía descubrir cuando estábamos con amigos y señalaba con un grito, ¿quién te ha hecho eso? A Oliva le gustaba hacer, siempre hacer, le daba miedo que el mundo se detuviera por nuestra inactividad. En eso me llevaba la contraria, mi deporte era dejar para mañana lo que podría hacer hoy. A Oliva le gustaba que al correrme gimiera en voz alta, pero ella no gritaba jamás. Si se lo reprochaba se justificaba. Está Vera al lado, no es de buen gusto disfrutar mucho cuando tu amiga anda sin novio. A Oliva le gustaba apretarme fuerte el escroto cuando me corría y sacarme hasta la última gota de semen, pareces la dueña tacaña de un banco de esperma, le decía yo. A Oliva no le gustaba el sexo oral, no sé, tío, ya sé que da gusto, pero no es para mí, ¿te molesta? A mí me daba todo igual, porque me gustaba todo de ella. Cuando le escribí la primera canción,

todas las cosas que no te dejas decir

te las digo cuando no estás escuchando,

se sintió honrada, pero no pudo evitar añadir, con un suspiro, esa no soy yo. Le molestaba acaso mi invención del amor, en la que ella fue pieza sustancial. Era tan inteligente que se adelantaba a mi drama, Dani, lo malo de idealizar las cosas es que un día desfallezcas en tu empeño,

todas las cosas que no te dejas hacer

te las hago cuando estás soñando,

y aunque fue la primera canción sincera escrita sin miedo a que se rieran de mí cuando la interpretara en público, ella balanceaba la cabeza y bromeaba, dura como le habían enseñado a ser desde niña. Dani, eres un cursi incurable,

eres todas las cosas,

todas las cosas que existen,

y también aquellas que nadie ve,

y Gus doblaba la segunda voz, muy nítida y aguda repitiendo el eres todas las cosas, y funcionaba tan bien entre el resto de las canciones, más divertidas que atinadas. Así que nos ponemos tiernos, dijo Animal la primera vez que la ensayamos, y apartó las baquetas para tomar las escobillas, lo que en él fue un gesto emocionante. A mí me gusta, añadió Cuerpoperro, que acababa de dejar embarazada a su novia y pasaba por vaivenes entre el pavor y el éxtasis. Aún retocábamos las canciones en el estudio y manejamos «Todas las cosas» como si fuera un material inflamable y peligroso. Al terminar de mezclarla para que sonara como nuestro «Neil Jung», Gus se volvió hacia mí desde el multipistas, ¿le gustará a tu fiera? Así llamaba a Oliva a menudo, mi fiera.

mi fiera

Jairo apreció el paisaje que nos rodeaba. Es feo pero es bonito, no sé si me entiendes, dijo. Claro que le entendía. En algún pueblo polvoriento que habíamos dejado atrás al pasar con el coche fúnebre pensé que si un paisaje así hubiera gozado de la potencia propagandística de las películas de Hollywood, ahora sería una estampa icónica, mitificada por todos. Pero sólo había tierra dura. No había llaneros solitarios, sino tractores con remolque. Miré por la ventanilla. Los palomares y los silos derruidos, otro pueblo fantasma, incluso la fina ironía de un río llamado Seco y de otro llamado Sequillo, con el cauce poblado de juncos salvajes. Esos son los ríos más traicioneros, me explicaba mi padre, que recordaba alguna inundación por la zona, porque los meandros se atoran y cuando llueve no corre el agua y se desbordan los galachos. Era otra demostración de que el pasado vuelve a fluir por su cauce aunque esté borrado en la superficie.

Mi padre decidió que había llegado el momento de ingresar a mi madre y que fuera atendida por profesionales, vigilada a toda hora, protegida de sí misma. Superó la culpa de condenarla a la reclusión cuando ella se causaba daños que mi padre ya no era capaz de refrenar. Amar no era suficiente. A su manera, mi padre me recriminaba las ausencias. Ya no vivía con ellos, pero tampoco cumplía con las visitas semanales, volcado en las actuaciones, los viajes, la convivencia con Oliva. Era ella quien más me insistía en que pasara a ver a mi madre, pero mi egoísmo ya estaba fabricando su catedral, y con veinte años recién cumplidos empezaba a navegar en la ola más alta de mí mismo. Mi padre quiso consultar conmigo la decisión, aunque la conversación sirvió más que nada para echarme en cara el abandono, tan feo es una madre que abandona a un hijo como un hijo que abandona a una madre, me dijo. Cuando yo falte, Dani, tú tendrás que ocuparte de ella.

Los últimos días que mi madre vivió en su propia casa, antes de que hiciéramos efectivo el ingreso en una residencia, fui a pasar con ella tardes enteras. Le daba la cena a cucharaditas y sentía la extrañeza del niño que da de comer a su madre y la limpia y la cambia para ponerla a dormir. ¿No tenía que ser al revés? Me llevaba la guitarra y tocaba, como había hecho durante horas en la adolescencia, cuando ya sus ojos eran una atenta desatención. Casi de manera intuitiva mi madre sabía fingir aún estar escuchando, la apariencia de normalidad. Le ponía la música que le gustaba. Canciones de Amália Rodrigues, de Concha Piquer o de María Dolores Pradera. En la última tarde sonaba «Extraña forma de vida», puede que una de las canciones más hermosas nunca escritas, y Oliva se sentó junto a nosotros, para escucharla por primera vez en esa voz prodigiosa y elegante,

si no sabes adónde vas,

¿por qué insistes en correr?

Cada vez que mi padre nos visitaba en el piso cerca de la glorieta de Bilbao adonde me mudé con Oliva, era ella la que se entretenía en comentar con él hasta la marcha de su negocio mientras yo huía a aislarme. Ambos convenían en que los grandes almacenes hundirían al pequeño comercio y con ellos se liquidaría una forma de vivir. Eso y las tarjetas de crédito, mi padre odiaba las tarjetas de crédito, sostenía que no ver físicamente el dinero condenaba a las personas a gastarlo sin prudencia. A ella le venía el odio al gran comercio por los meses en que había trabajado en Galerías Preciados, donde tuvo un jefe muy devoto que, sin embargo, la acosaba. También lidió con un exhibicionista que la llamaba a los probadores para mostrarse desnudo ante ella. Daba más lástima que asco, recordaba ella con ternura.

El deporte nos distanciaba, pero acabé por ganar yo la batalla con mi pereza, nuestras bicicletas se oxidaron en el pasillo junto a la entrada, apenas utilizadas. Oliva dejó de estudiar INEF y se matriculó en educación especial, aunque trabajaba de monitora de deportes durante el año. Entrenaba a un equipo de baloncesto de niñas y varias mañanas de sábado me acerqué a verla dirigir el caos al pie de cancha. Antes de comenzar los partidos, con todas las niñas reunidas a su alrededor en una piña, proferían el grito de motivación y guerra: ganar, ganar, ganar. Cuando regresaba a casa después de los partidos, si yo no había ido con ella, le preguntaba ¿qué habéis hecho hoy?, y siempre decía, con media sonrisa, perder, perder, perder.

Nosotros también gritábamos juntos antes de salir a escena. Poníamos las manos sobre las manos de Gus y él gritaba cada noche una consigna distinta. Para mí era suficiente deporte subirme al escenario y aguantar el ritmo de Gus, los saltos en medio del humo y el calor, la parte festiva y circense del grupo. A veces perdía hasta dos kilos en un concierto, sudado y vencido al terminar.

El segundo disco, Chicas raras, tomaba el título de una canción que habíamos compuesto entre Gus y yo, en la que se sentenciaba que las chicas raras eran cada vez más normales. Bocanegra se mostraba convencido de que ser un grupo para público femenino era una fortuna. Ellas consumen, son fieles, no se pasan de listas, sólo ofrecen ventajas frente al cainismo de los hombres. Nos empujaba a disfrutar de la última bocanada del fenómeno fan y a dejarnos querer por nuestras seguidoras. Era improbable que alguien con la exuberancia de Gus pudiera satisfacer los ideales de las chicas, pero las canciones eran ligeras y al mirar afuera del escenario encontraba una abrumadora mayoría femenina que bailaba feliz. Gus quería que tocáramos siempre vestidos de traje y corbata y en ocasiones señaladas lo lograba, salíamos convertidos en una versión desastrada de Ultravox o Roxy Music.

Gus, sin embargo, sabía enfrentarse a Bocanegra y a nuestro mánager, Renán. Se había negado a que actuáramos en la televisión, sostenía que era cierta la superstición de que ser grabado te robaba el alma. Y si además hay que salir haciendo playback, te roban el alma y la dignidad al mismo tiempo, decía. Habíamos aceptado en varias ocasiones, y era tan ridícula la puesta en escena que, en un programa de aire juvenil, Animal se empeñó en tocar con dos barras de pan en lugar de con las baquetas. Bocanegra no lo entendía, salir en la tele era un caramelo demasiado deseado, por lo que impusimos la condición de que si alguna vez nos invitaban tendría que ser en directo y con toda la banda. Así que aparecimos en un programa llamado La tarde y cantamos «La canción más tonta del mundo» porque era la que nos pedían en el canal, que prefería reafirmar un éxito seguro. Gus presentó la canción tras advertir que las cinco y media de la tarde no era hora de rock and roll y se la dedicó a todos los tontos que nos estuvieran escuchando. Yo ni hablé, muerto de pánico. La repercusión de salir en la tele a esa hora fue inmensa, de pronto nos reconocían en el portal o en algún bar, y las hermanas de Gus llamaron desde Ávila emocionadas. Mi padre lo vio sentado junto a mi madre y dijo que no entendió mucho la letra, estaban muy fuertes las guitarras, y tú cantabas demasiado lejos del micro, y además con ese pelo que te tapaba la cara, pero, bueno, Napoleón estaría orgulloso de vuestro arte para hacer ruido.

Se ampliaba el mapa de ciudades donde llegábamos a tocar, sumábamos fieles que asistían firmes a cada nueva actuación. Aunque fuimos insumisos al servicio militar obligatorio y participamos en protestas y conciertos para recaudar fondos por la causa, la política había perdido peso frente al dinero, así que el discurso promocional tenía que ser lúdico y sin sombras, pero Gus regalaba titulares como esa vez que dijo que la música española había sido el champú anticaspa de la nación. Las canciones le quitaron la mugre a este país, clamaba el periódico y debajo nuestra foto, con esa falsa naturalidad, saltando desde la barandilla de la terraza de un hotel de Valencia. En una radio le preguntaron por nuestras influencias y contestó que lo importante no era quién nos había influido a nosotros, sino a quién íbamos a influir nosotros. En un periódico nacional fuimos portada del suplemento juvenil, más tontaina que con fundamento, con esta frase de Gus: antes no sabíamos tocar pero ahora disimulamos mejor.

Me molestaba que entre tanta propaganda la música careciera de importancia. Me empeñaba en que las canciones sonaran cada vez mejor, en sofisticar los arreglos, encontraba en Animal un aliado, pero Gus estaba en el otro lado, inventando poses, declaraciones, posturas. Él comprendía mejor que nosotros el caldo en el que se cocinaba el nuevo país al que pertenecíamos. Siempre es fiesta en Villatontos. Gus nos recordaba las razones que nos habían llevado a tocar. Pasarlo bien, sacudirse el aburrimiento, no vamos a cambiar la historia de la música, Dani, me gritaba si me veía encerrarme en la cabina del estudio a mejorar un detalle, a regrabar un fragmento o retocar la mezcla. Si me atascaba con una rima se burlaba de mí, Dani, no te rompas la cabeza, que hasta Bob Dylan rimaba tango con Durango. Era extraño lo que el éxito hacía con nosotros, por un lado nos daba fuerza, nos reafirmaba, pero por otro nos conducía, nos empujaba sutilmente hasta un lugar bien ajeno al de partida. Bocanegra hablaba de meter más gente en los locales, tirar más copias, dar más conciertos, un día me rebelé, a lo mejor no es bueno pensar tanto en más y más. Pero Gus me cortó con uno de sus sarcasmos. En cobrar más estamos todos de acuerdo, dijo.

Gus repetía, muchas veces, hay que aprovechar antes de que todo se acabe. Pero yo nunca pensaba en que se acabara algo a lo que quería dedicarme toda la vida. Bocanegra insistía, lo que tenéis que hacer es grabar un buen videoclip, que llame la atención. Grabamos uno con nuestro tema más popular del segundo disco. Vinieron al rodaje Bocanegra y tres tipos de la discográfica a controlar que todo saliera según sus planes. Parecía un momento más importante en nuestras carreras aquella filmación que cualquier concierto, lo cual era todo un síntoma. El realizador era un chico que trabajaba en publicidad y rodaba para la discográfica las piezas de más presupuesto. Se empeñó en meternos en cuatro bañeras llenas de agua que dispuso en el plató. Obedecimos, con los instrumentos por suerte desenchufados, y filmamos durante un día en el que escuchamos por los altavoces la canción mil veces. Ten cuidado con lo que grabas porque te hartarás de escucharlo, pensé. El encargado de vestuario era un chico guapo y espigado que nos había vestido para estar dentro del agua con ropa elegante prestada por alguna marca cara, y que nos ayudaba con los albornoces en alguna pausa de rodaje. Se llamaba Carlo y era argentino. Gus y él se hicieron amigos íntimos, salían de bares, Carlo siempre se ocupaba de vestirlo, de acompañarlo a buscar ropa novedosa para las actuaciones. ¿Es tu novio?, le pregunté un día en que lo trajo a cenar con Oliva. Sí, pero aún no se lo voy a presentar a mis padres, ¿no te parece?

Recuerdo que en el rodaje del vídeo, después de las risas de inicio cuando vimos a Animal desbordar el agua de su bañera y a Cuerpoperro mojado como un chucho abandonado, el agua se enfriaba y era incómodo permanecer allí dentro. La ropa empapada era molesta, y quitártela mientras se filmaban planos de otro o nos volvían a calentar el agua era trabajoso. Me hizo pensar en que nuestra carrera era algo similar. Agradable mientras el agua está caliente. Puede que aquello me enseñara una lección de prudencia, al menos de escepticismo frente a la euforia general. O tan sólo aprendí que el agua caliente también se enfría.

el agua caliente también se enfría

A partir de que Gus empezó a salir con Carlo ya nadie dudaba de su homosexualidad. Con nuestra sensibilidad embrutecida por años de colegio de chicos, los homosexuales eran una secta oscura cuyos miembros se citaban en váteres apartados y se conocían por medio de los anuncios por palabras de revistas guarras. Aprendimos a ser respetuosos por cercanía, pero Cuerpoperro era más despreciativo. En una ocasión le faltó a Carlo al respeto con la excusa del alcohol. Él se ofrecía a cambiarnos de aspecto y vestirnos de maneras más llamativas que no casaban con la rigidez de expresidiario tatuado de Cuerpoperro. A mí nadie me disfraza de maricón, le gritó.

Gus esperó a que estuviéramos solos en el nuevo local de ensayo para decirle a Cuerpoperro me cansas, no me interesa nada de lo que dices, no aportas nada, eres previsible y vulgar. En este grupo estamos para pasarlo bien, pero también para poner en escena las canciones como mejor sepamos y podamos, aquí nadie es más que el otro, pero tú eres menos que ninguno y eres tan poco que no te quiero aquí. Coge tus cosas y lárgate, vete a tomar por el culo, porque ya no te aguanto más. Animal y yo guardábamos silencio, acobardados pero alerta por si Cuerpoperro decidía pegar a Gus, lo cual no era improbable. Pero se limitó a mirarnos con un gesto de estupor. Animal y yo bajamos la cabeza y él recogió sus cosas. Cuando salió nadie dijo nada en un rato. Animal se pasaba las baquetas por la pernera del pantalón, era el que más relación tenía con Cuerpoperro. Gus comenzó a silbar la melodía del «There’s no Business Like Show Business» y yo pensé que había hecho bien, pero no dije nada. Animal admiró siempre la contundencia de su discurso, y me lo recordaba años después, cuando yo no era tan valiente como Gus entonces para tomar alguna decisión desagradable o decir en voz alta lo que pensaba. Cómo echo de menos a Gus ahora, se limitaba a decirme. A él no le importaba nada mandar a quien fuera a tomar por culo, rememoraba, como hizo con Cuerpoperro, ¿te acuerdas?

Fue a Gus al primero al que le oí utilizar el término vainilla para definirme a mí y a aquellos que no querían aventurarse en experiencias sexuales o lisérgicas atrevidas y novedosas. Vainilla es el que entra en la tienda de helados y elige siempre el mismo sabor, conservador y previsible, vainilla. Para Gus yo era eso, un vainilla, me recriminaba cuando me negaba a embarcarme con él hacia una noche distinta. Me terminaba mis cervezas, siempre tres o cuatro de más, y volvía a casa, donde me esperaba la paz de Oliva. Animal bebía hasta derrumbarse, pero Gus frecuentaba otros ambientes, en la madrugada. Las más abiertas tentaciones tenían que ver con experiencias sexuales que yo siempre rechazaba con ironía, no me gusta hacer el amor con gente que no conozco.

Mis recelos hacia la cocaína tenían algo de complejo de clase. En Estrecho presenciamos la decadencia de los yonquis, gente del barrio, machacada, los coches cundas que a cambio de su dosis transportaban a otros enganchados a los barrios de chabolas donde se podía comprar barato, todos habíamos llevado a la hermana de alguna amiga a los suburbios a visitar a un camello que se la follaba a cambio de la dosis o conocíamos a alguien en lista de espera para algún programa novedoso de desintoxicación. Ya no pertenecíamos a la generación anterior, cuando se ignoraban las consecuencias, nos habíamos criado con las campañas del condón y las madres contra la droga, con las consecuencias en primera plana. Yo había visto sufrir a unos amigos de mis padres, golpeados y humillados por su hijo, que volvía por casa para pegarles y robarles y así costearse la heroína. Pero detestaba aún más ese sudor rezumante de los cocainómanos, siempre tipos resueltos, que trabajaban en el negocio y eran potentes, poderosos, de opiniones contundentes, y que te señalaban el baño o la mesita de cristal donde te habían dejado la raya preparada. Gus no, Gus aceptaba cualquier invitación, ya viniera de directivos, representantes, empresarios de locales, periodistas musicales, de pipas bien surtidos, de aficionados o de amigos.

Puede que la música proporcionara un espacio abierto para la experimentación, pero las más de las veces lo que encontré fue impostura, poses fotogénicas de tipos de éxito que asumían el papel de rebelde autodestructivo, pero por cada mártir había cien con la suficiente garantía de saber parar a tiempo y no estrellarse. Siempre podían vender historias de recuperación y reinserción, mientras que algunos de sus seguidores se habían tirado por el precipicio que ellos dibujaban tan atrayente. Ni siquiera el alcohol me ayudó nunca para trabajar, siempre lo consumí como una recompensa más que como un estímulo. Cuando le enseñé a Gus la canción «Fotogenia» pensó que era un mensaje cifrado para él,

te sienta bien portarte mal,

lo sabes tú, lo saben los demás,

¿a quién pretendes engañar?,

yo sé que todo es fotogenia,

y aunque le gustó y la cantaba con rabia en el escenario, siempre me dijo es tu canción moralista, podríamos volver a cantársela a los curas del colegio y seguro que esta vez nos dejan participar en el concurso. Detecté demasiado temprano el ambiente que nos esperaba y Oliva, sana, saludable, era mi refugio al que volver cuando me asqueaba la escena musical. Junto a la parte buena, formada por chicos y chicas que montaban un fanzine o abrían un local para traer a sus grupos favoritos a tocar en un poblacho de tres mil habitantes, que grababan cedés con antologías piratas hechas a su gusto, que se pasaban la tarde haciendo fotocopias de los carteles para empapelar la ciudad o se mataban por conseguir una subvención del concejal de cultura y juventud, había también una serie inacabable de impostores, de falsos amigos y falsos fanáticos, de falsos músicos, de falsos entendidos, hasta falsos falsos, a quienes lo único que interesaba era el ambiente, la epidermis, la corteza divertida del asunto y pegar algún sablazo.

No era raro que tras las actuaciones, cuando era imposible rebajar la adrenalina del concierto, agarrara unas cogorzas monumentales con Animal. Gustaba mucho mi número en el que saltaba de coche en coche junto a las aceras donde estaban aparcados. En Zaragoza me terminé acostando con una chica obesa y gritona que conocimos tras tocar en las fiestas del Pilar y que juraba que se casaba a la semana siguiente. ¿Quién podía negarle a alguien en esa situación un polvo precipitado en la pensión? Pero la culpa me hizo huir del lugar del crimen con la temprana luz del amanecer y sentarme en la vieja estación del Portillo esperando que me llevara a Madrid el primer tren. Para tratar de animarme, Animal razonaba con su modo oblicuo, eso no se puede considerar ponerle los cuernos a Oliva, más bien te has sacrificado por la humanidad, hay gente que deja su fortuna y se va de voluntario a Médicos sin Fronteras, tú has hecho tu buena obra.

Los ciegos de después del concierto formaban parte de una liturgia establecida. Por eso me gustaba que Oliva nos acompañara en algunos viajes, que se sumara a los conciertos. Prefería que ella me retirara a dormir o al menos presenciara las borracheras como algo ineludible. Es cierto que la noche ofrecía siempre personajes y atracciones imposibles de abandonar, encuentros a deshoras, locales que te abrían con contraseña para darte de cenar a las cinco o las seis de la mañana, dueños que echaban el cierre y te ofrecían un último chupito o te plantaban la botella en la mesa para que cada uno graduara el nivel de borrachera, pero también había noches tan vacías y laboriosas como un día gris.

Alguna pelea nos tocó sortear. A Gus le vi darle un cabezazo a un tipo en Requena, y Animal se enzarzó a puñetazos en Granada. Nunca regresamos a Jumilla tras el bautismo del pilón, y a la vuelta de la primera actuación en Cazorla, Animal no dejaba de repetir una frase que se convirtió en mítica entre nosotros, pues no les veo yo la gracia a los andaluces. En Andoain nos adoptaron los músicos vascos locales, pero tuvimos que salir por piernas cuando Animal trastabilló y rompió la urna en la que se dejaban donativos para los presos etarras. En Llanes nos quisieron pegar durante el concierto dos tipos que se subieron a exigirnos que dijéramos una frase en bable. Interrumpieron el concierto y trataron de que Gus se la aprendiera de memoria, barriga farta quier gaita, pero Gus se acercó al micro, a ver, ¿alguien sabría traducir iros los dos a tomar por culo, pedazo de gilipollas? En nuestra primera actuación en Santiago, alguien nos tiró una botella de cerveza y cayó encima de la batería, y tuvimos que frenar a Animal para que no se lanzara contra el público.

esa cosa llamada éxito

Esa cosa llamada éxito cayó sobre nosotros cuando aún no estábamos preparados, si es que alguien puede prepararse a conciencia para un accidente así. Para Animal el éxito quería decir que no faltaría dinero para cerveza. Gus había fantaseado tantos años frente al espejo con ser una estrella, que le resultaba natural serlo. Descargó en mí la mochila del sentido común. Yo tenía que ocuparme de todo lo aburrido, contratos, acuerdos, fechas de conciertos, planificación, promoción. Ocúpate tú, a mí me supera, lo que decidas me parecerá bien. Renán nos empezó a considerar entre los cuatro o cinco grupos más rentables de su oficina y manejaba la agenda y las aguas procelosas del negocio, expresión que le gustaba utilizar con prosopopeya, y nos dispensaba un trato más atento y cuidadoso. Lo tratábamos con ese desprecio del artista por la gente del dinero, pero él también detectó rápido que era conmigo con quien tenía que discutirlo todo. Para la gira contratamos a un bajista provisional, Ramiro, que llevaba una ordenada vida de profesor y se sacaba un sobresueldo participando en los playbacks de la tele. Entre el teclista, la sección de vientos de Nacho y los técnicos, llegábamos a movilizar en cada actuación a diez personas.

Nuestro segundo disco había sido un compendio de canciones de amor, hechas al calor de Oliva, canciones de fiesta, creadas para ser tocadas en directo con el disfrute que ya imaginábamos, y las canciones que Gus y yo sacábamos en tardes entregadas a experimentar y complicar un poco lo que nos salía fácil. El tercer disco quiso ser demasiadas cosas a la vez. Y resultó tan confuso como confusos estábamos nosotros.

A diferencia de las dos primeras grabaciones, en las que el productor se limitó a ser un ingeniero de sonido eficaz y rápido, en el tercer disco pudimos trabajar en serio con él, darles la vuelta a las canciones y fabricar sonidos intensos, por más que también fueran muestra en muchas ocasiones de nuestra errática dirección. Ramón tenía experiencia suficiente y un estudio propio donde se echaban las horas que fuera preciso. Tenía un hijo con parálisis cerebral que traía al estudio algunas tardes, y Oliva se lo llevaba a pasear por el barrio de Puerta del Ángel, donde estaba situado. Nos sonreía con una mirada torcida que nos hurgaba dentro. Todos le llamaban Bambi, pero no por el cervatillo huerfanito de Disney, sino porque daba palmas y se agitaba en la silla cuando le cantabas

ay, Bambino Picolino,

tienes el color cetrino de la gente canastera,

y la portada de aquella tercera entrega fue precisamente una foto que Oliva le había hecho a Bambi en los altos del parque de Caramuel, con una vista de Madrid tras él. Estaba desenfocada, pero era una cara infantil, con esa sonrisa infinita, desinhibida. Que nos gustara tanto a Gus, a Animal y a mí indignó a Bocanegra, cómo vais a vender discos con el careto de un niño con parálisis cerebral en la portada, ¿estáis locos? Pero el disco se titulaba Toca para mí, y la mezcla de los dos conceptos lograba una rara sensación de libertad y de desapego. La pelea duró hasta la mañana en que un asistente lanzó encima de la mesa de Bocanegra el nuevo disco de Nirvana, con un bebé en la piscina persiguiendo un billete de dólar, y de pronto ya tenía algo con lo que compararlo. Se llevan los niños en las portadas, dijo el tipo, se lleva descontextualizar al grupo, la foto no profesional, la vida real frente a la sofisticación, la imagen casera que no huela a marketing elaborado. Y con esa explicación profesional superamos las reticencias de los ejecutivos.

no te rindas, no te apartes,

no te borres, no te escapes,

toca para mí, toca para mí, toca para mí.

Éramos disco de ya no sé qué metal antes de un mes, y nos concedieron el premio de una revista femenina siempre y cuando nos comprometiéramos a tocar dos temas en la fiesta de entrega en los salones del Palace. Lo hicimos y en la mesa de los premiados Gus no levantó sus ojos de la chica, no debía de tener más de diecisiete años, a la que le habían dado el premio a la modelo joven del año. Se llamaba Eva, en realidad Genoveva, pero nadie la llamaba así, y había nacido en Alicante de padre español y madre belga. Delgada como una hoja al viento, poseía esa fragilidad lánguida de algunas modelos, tenía los ojos claros y las líneas de la cara parecían trazadas por un arquitecto aplicado. Gus me la señaló. Mira, es una chica de las que se dejaron de fabricar en los setenta. Consiguió llegar hasta ella y le habló toda la noche a pesar de la vigilancia estrecha de los dos tipos que manejaban sus relaciones. Al rato ella se reía con las bromas de él, y cuando me acerqué para que nos presentara, se limitó a decir este es Dani y esta es Eva, y ella dijo me encanta esa canción «Toca para mí», y se rio con una fila de dientes infantiles, y al besarla la tomé de la muñeca, que era fina como la rama de un árbol.

A Animal nunca le gustaron las modelos, decía que sólo le gustaban las mujeres que olían a tortilla de patata. A Gus le encantaba ese ambiente de chicas de moda y jóvenes guapos, empresarios con gomina y periodistas vestidos con ropa regalada, ambiente al que tardaron poco en incorporarse los futbolistas una vez cumplido el trámite iniciático de depilarse el entrecejo. Yo regresaba con Oliva, que era una mujer que no estaba diseñada por la moda y la publicidad, sino por el aire del monte, la vida de barrio y las peleas a brazo partido con sus hermanos. Animal y yo habíamos dejado a Gus en compañía de Eva y a la tarde siguiente Animal le espetó a bocajarro, ¿te has follado a la chica de ayer? Gus meneó la cabeza, tío, lo dices como si hubiera violado a los Nacha Pop.

Nos habíamos trasladado a vivir todos al centro de la ciudad, ya sólo volvíamos a Estrecho a visitar a los padres o a la tía Milagros, que festejaba nuestra llegada con comilonas bárbaras de alubias y cordero. Dimos casi cien conciertos en la gira del tercer disco y aprendimos a tocar por la insistencia en hacerlo, a graduar el directo, a escuchar al público respirar. Participamos en un festival en Split tocando entre los pinares junto a la playa y Renán nos cerró un raro concierto en Belgrado, y así pasamos una semana sin dormir una sola noche, en un ambiente tan festivo que la guerra posterior nos dejó una sensación de vivir dos realidades paralelas. Estábamos tan ocupados en tocar las mismas canciones en distintos lugares que el tiempo parecía detenido, dispuesto sólo para nosotros. Cada noche el mismo rito, las mismas introducciones, los mismos chistes, las mismas borracheras, los mismos seguidores, la misma compañía y los mismos bises de regalo. Creo que hasta en las comidas teníamos siempre la misma conversación, y si follábamos, cosa que yo empecé a hacer en salidas variadas y lejanas sin la culpa de las iniciales infidelidades, sentía que nos follábamos a la misma chica con distinta cara y distinto acento, pero la misma siempre. Gus cambiaba de traje y camisas, pero yo ni eso, porque mantenía mis gafas de tres años atrás y no había manera de sacarme de la camiseta oscura sin logos ni dibujos, los pantalones vaqueros y el pelo largo. A Oliva le gustaba deslizar la mano entre mi cabellera mientras ella fingía estar harta de sus rizos salvajes, pero yo la amenazaba con que si se cortaba uno solo la denunciaría a Medio Ambiente.

Animal era glotón con la felicidad. Daba gusto verle sin problemas ni complejos. El hombre más satisfecho del mundo, que podía combinar sus cervezas con esas chicas que se sienten atraídas de una manera irracional por el tipo del fondo del escenario que aporrea la batería y orina en una botella de plástico en mitad del concierto. En cuanto a Gus, su historia con Carlo se desvaneció en una amistad inconstante y su relación con Eva creció hacia lo platónico, mientras ella se convertía en modelo famosa, con viajes por todo el mundo.

Tocamos tantas veces en Valencia que fundamos una colonia de amigos allí y Gus me presentó a una diseñadora de ropa, apenas algo mayor que nosotros, que tenía un nombre pegadizo, Marina Miralta. Marina venía a vernos a los conciertos y por encargo de Gus nos surtía de ropa, hasta que diseñó un par de trajes para nosotros que se convirtieron en una especie de uniforme oficial, en una época en la que yo soñaba con sonar como The Style Council, cantaba muy lento en escena «My Ever Changing Moods», y Gus aspiraba a ser visto como un dandy. Marina había sido la descubridora de Eva. Con quince años se la había cruzado en la calle y le había propuesto que posara para un catálogo de sus nuevos diseños, y de ahí Eva había dado el salto a revistas profesionales. Marina llevaba siempre unas gafas grandes de diseño espectacular que realzaban su nariz renacentista y completaban un rostro que no podías dejar de admirar. Parecía una Anjelica Huston valenciana, pero muy delgada, casi transparente.

Tras uno de nuestros conciertos en Valencia Marina nos preparó en su taller una fiesta nocturna especial para Gus y para mí, que nos quedamos un día más en la ciudad. La fiesta resultó ser una orgía íntima en la que Gus y yo fuimos invitados a entremezclarnos con chicas y chicos guapos que parecían elegidos con cuidadoso rigor estético en una especie de decadente desfile sensual. No era la primera vez que acabábamos en alguna celebración así, pero esta al menos era sofisticada y sin putas ofertadas por algún paleto con dinero que regentaba locales de concierto. De entre todos los excesos sexuales que cometimos en esos años, quizá aquella noche en el taller de Marina fue lo que más se asemejaba a la mítica ilusión de la lujuria en el mundo de la música. Se habían preparado fuentes de un ponche de éxtasis y a la media hora yo me habría follado a la profesora Angelines si se hubiera cruzado por allí. Marina nos condujo hacia el jacuzzi hirviendo de su terraza, protegida de la vista del vecindario pero abierta al cielo de Valencia. Todos allá dentro, revueltos y desnudos, hicimos el amor y sus variantes hasta el amanecer. Esto es el éxito, ¿no?, me preguntó Gus desde el otro lado del agua. Yo le sonreí. Me gustaba Marina, que participó esquiva entre las caricias generalizadas, con su cuerpo de alambre sin pechos, tan sólo dos pezones que se erizaban de gusto al rozarlos. Las demás chicas eran ruidosas y algo plásticas, varias modelos y aspirantes y sus correspondientes gemelos masculinos, a los que Gus dedicó sus mejores atenciones.

Una de las chicas, me explicó Marina, había sido chico hasta apenas un año antes, y pude apreciar sus rasgos masculinos ocultos bajo la sofisticación adoptada con mimo. Manuel ahora era Manuela. Casi al amanecer, en una de las tumbonas cómodas de la terraza, Gus se acercó a mí acompañado por Manuela. Marina se había quedado dormida a mi lado, mientras yo era incapaz de recuperar las fuerzas para largarme al hotel. Gus y Manuela comenzaron a acariciarme y me quitaron entre los dos la toalla que me había enrollado en la cintura. Parecían divertirse con un juego pautado entre ellos para ofrendarme. Un instante después comenzaron a chuparme la polla en una rara alternancia. Yo tenía la cabeza entre embotada y febril. Ver a mi amigo allí, agachado y lamiendo con una sonrisa la cara interna de mis muslos, entrelazando su lengua con la de aquella chica, me excitó y me perturbó al mismo tiempo. Con el pie desnudo y sin ninguna delicadeza, lo aparté de mí empujándole en el hombro. Cayó al suelo, se rio a carcajadas. Vainilla, dijo, y se alejó de mí. Manuela se colocó en mi regazo y pronto estábamos haciendo el amor, o algo parecido, sobre la tumbona. En la distancia Gus nos miraba de tanto en tanto sin perder la sonrisa. Recuerdo que aquella noche observé el cuerpo desnudo de Gus como no lo había hecho nunca. Delgado hasta el extremo, con una piel fina y blanca, casi femenina, los huesos marcados de la cadera y las costillas.

Sonó el móvil y Jairo me miró. Seguía hablando sin soltar el volante, pero yo hacía tiempo que había dejado de escucharlo para concentrarme en los recuerdos que me despertaba el paisaje exterior. Saqué el teléfono de mi bolsillo. Era un mensaje escrito de Raquel. ¿Cómo vas? ¿Estás llegando? Te mando el móvil del alcalde, acuérdate de que le tienes que llamar cuando estés a cinco minutos del pueblo para que os guíen hasta el cementerio. Así era Raquel, tan lejos como en Brasil y tan diligente para ensillarme y disponer los detalles de mi viaje absurdo.

¿Cuánto queda?, le pregunté al conductor. A ver, déjame que mire en la maquinita. El chófer desatendió la ruta para consultar su guía digital. Asomé la cabeza por la ventanilla, los desvíos ya apuntaban hacia pueblos que añadían siempre la coletilla De Campos. Villamuriel de Campos, Villamayor de Campos, Morales de Campos, Montealegre de Campos, Boada de Campos, Celnos de Campos, Meneses de Campos, Belmonte de Campos, Cuenca de Campos, Tamariz de Campos, Gatón de Campos, Villafrades de Campos. Quizá esa distribución por parcelas, donde cada pequeño propietario sobrevivía con su explotación, no estaba tan lejos de mis aspiraciones en la música, de crear un terreno propio con el que sostenerme. En labrar mi campo era en lo que yo persistía, incluso al imponerse la tremenda concentración de los grandes latifundistas de la Red.

Estamos a unos quince minutos según la pantallita, pero si tienes prisa aprieto un poco y lo reducimos a la mitad. No, no hay prisa, le dije. Con el móvil en la mano, repasé los últimos correos electrónicos recibidos. Había un par de mensajes de la oficina de Raquel con las condiciones de un concierto y también un breve correo de Kei desde Alemania. Para recordarme que esa mañana tenía el traslado de los restos de mi padre a su pueblo natal. No te olvides, no te acuestes tarde. Me lo había mandado la noche anterior. Y no te pongas triste. Ella siempre tan atenta, tan preocupada por mí. ¿Por qué no te llevas a los niños?, a ellos les gustará conocer un pueblo así. ¿O a lo mejor crees que será demasiado siniestro llevarlos a un entierro? Kei me hacía en su mensaje las mismas preguntas que yo me había hecho esa mañana, cuando dudé si llevarlos conmigo al pueblo. Un viaje demasiado fúnebre. No quería que mis hijos heredaran la estúpida obsesión de los españoles con todo lo que tiene que ver con la muerte. Me gustaría que para ellos la muerte significara lo mismo que para mí, un minúsculo trámite de despedida al final de la inabarcable aventura de vivir. Que aprendieran a dedicarle sus mejores esfuerzos al hecho de estar vivos.

nadie se hace viejo en la música

Nadie se hace viejo en la música, me dijo Vicente una tarde en su casa. Vicente era un veterano locutor de Radio Nacional al que había conocido en una entrevista de lanzamiento del segundo disco. Gus soltaba sus habituales pedradas cargadas de impertinencia. Cuando nos preguntó si representábamos a la juventud actual, Gus dio una respuesta que me gustó. Si me miro en el espejo no veo a la juventud actual, me veo a mí, sólo a mí, y a menos que toda la juventud actual esté escondida detrás, yo no alcanzo a verla. Pero al terminar la entrevista Vicente me dijo que le había interesado yo, que no me veía tan forzado a interpretar un papel como a Gus. A mí me había parecido que, mientras Gus era chispeante e ingenioso, yo me limitaba a soltar las soserías de siempre. Así se lo confesé a Vicente, pero él negó con la cabeza. También el champán pierde las burbujas, me dijo.

Vicente fue la primera persona con la que hablé, tiempo después, de la posibilidad de romper con Gus. A ratos me imaginaba una carrera más solitaria, sin estar pendiente en cada canción de cómo sonaríamos juntos, de encajar la segunda voz, de ajustarme a sus gustos y a sus escenificaciones, a las exigencias del grupo y a la intendencia que exigía cada actuación. A Gus le habían ofrecido trabajar de actor en una serie, representar en cierto modo el mismo papel que representaba en la vida real. Le dije que hiciera lo que más le apeteciera, pero al mismo tiempo me parecía un riesgo innecesario para el grupo cuando mejor nos iba. Él lo aceptó y aquel papel le reportó aún mayor popularidad.

Con Vicente me veía de vez en cuando. Organizó un concierto en la Ciudad Universitaria para celebrar no sé qué aniversario de su programa y me convenció para que tocara en dúo con otra cantante, quería que las actuaciones fueran novedosas, únicas. Le dije que sí, aunque la chica me pareció el día del ensayo demasiado forzada, poniéndose y quitándose el mismo jersey cincuenta veces con la duda de si era mejor salir con él o sin él a escena. Lo mejor de aquella colaboración fue que Oliva estuvo una semana celosa, te vas a enamorar de ella, es guapísima, tiene una voz muy bonita. Era algo inusual en nuestra pareja, en la que los celos no existían salvo para gastarnos bromas o para que yo me lamentara por sus novios anteriores, a los que odiaba sin conocerlos. Descubrir que albergaba el temor de que otra mujer me apartara de su lado me enseñó una cara desconocida de Oliva, más insegura y frágil de lo que aparentaba. Cuando se enteró de que la chica cantaría conmigo una versión de «Todas las cosas» se atrevió a decir, afrentada, pero si esa canción la escribiste para mí. Oliva vino al concierto y al acabar me preguntó con su sinceridad rotunda, ¿qué?, ¿te has enamorado de ella? Me divertía tanto verla celosa que no quise explicarle que mi apetito de amor estaba saciado con el bocado que ella me regalaba cada día.

Cuando a Vicente lo prejubilaron en la radio, donde los odios se cruzaban como espadas entre los locutores estrella, quedábamos de tanto en tanto en su casa de Tirso de Molina y me regalaba discos de su inmensa colección, que ocupaba todos los rincones del piso. La relación entre músicos y críticos musicales no es fácil, me avisó. Sólo hay alguien que tiene más ego que un músico, y es la gente que habla de música. Junto a Fran, era de las pocas personas con las que podía discutir sin entrar en competencia, que me daba a escuchar canciones desconocidas y me orientaba cuando más perdido estaba. Me descubrió a T-Bone Walker, ¿cuántas veces habré tocado mi guitarra encima de la suya en «Mean Old World»?, y me regaló todos sus vinilos, feliz de que se convirtiera en uno de mis ídolos después de tantos años de ignorancia. Algunas tardes me acompañaba Animal, que le preguntaba en exclusiva por los mejores baterías de la historia y se decepcionaba cuando Vicente prefería a Art Blakey o Max Roach por encima de Ginger Baker, John Bonham o Keith Moon. A mí me abrió las orejas a la música brasileña, que hasta esos días despreciaba, fatigado de la obligatoria festividad de la samba y de la ubicua bossa nova, la bossa vieja, como la llamaba Gus si la detectaba en el hilo musical cargante de cualquier restaurante o ascensor.

No era músico, pero Vicente lo sabía todo de la música a fuerza de transformar el coleccionismo frenético de tesoros en escucha pausada y concienzuda. Gus decía de él que era un viejo maricón solitario, creo que a Vicente no le hubiera importado la definición, aunque tampoco lo que yo respondí a mi amigo, ¿acaso tú serás mejor? A mí me enseñó a escuchar a mujeres fuertes como Etta James, Nina Simone, La Lupe, Mina, Billie Holiday, Maria Bethânia, Elis Regina, Dinah Washington o Eartha Kitt y a hombres frágiles como Roy Orbison, Sam Cooke, Nick Drake o Chet Baker. Para él, en la música era imprescindible formar tu propia familia, un árbol genealógico de influencias y legados que asumir de manera incondicional.

Cuando grabé mi primer disco en solitario, Vicente fue bastante duro. No eres tú, te estás escondiendo. Puede que tuviera razón, la muerte de Gus planeaba sobre lo que quería o podía hacer. La música está llena de muertos, no seas de los que cargan toda la vida con uno encima. Siempre tuvo consejos lúcidos para mí, aunque era muy crítico con los caminos que había tomado la música popular en España, esclavizada por el mercado de la imagen televisiva. El escaparate está manipulado, pasa en el mundo entero, me explicaba, con lo cual todo resultado es fruto de un artificio interesado casi siempre dependiente de la inversión publicitaria. Pero nadie te dice que tengas que vender tu libertad, así que toca resistir por complicado que sea. No hay que marginarse, hay que pelear por una cierta visibilidad que no vaya contra tus principios. Los rincones públicos para presentar la música van a desaparecer a pasos agigantados, pero a vosotros os toca cambiar eso, inventar nuevas ventanas. Si Vicente hubiera visto hasta qué punto hemos sido incapaces de variar su predicción, sumisos y enredados en la suerte del superviviente, del francotirador, del que hace la guerra a solas y en espasmos.

Vicente representaba para mí el viejo sabio, en contraste con mi padre. Supe tarde que había sido él quien le habló de mí a Serrat cuando yo aún andaba a la deriva tras la muerte de Gus. Cuando Vicente se quitó la vida me invadió una tristeza extraña, casi culpable. Llevaba tiempo sin verlo y podría haberlo ayudado, pero yo vivía en Japón por entonces. Hacerse viejo y enfermar es una estupenda manera de llegar a desear morirte, en lugar de temerlo, me decía. Donó su colección al archivo de la radio y días después se lanzó por la ventana de su casa a la plaza. Fue en plena madrugada, y unos días antes le habían quitado toda esperanza de superar una metástasis. Tenía miedo de no dominar el final de su vida. Se bajó de un saltito de la vida como quien se baja del tren antes de que se pare del todo en la estación.

Hay gente que tiene una relación extraña con la muerte, me dijo Jairo. Me debió de notar serio y quizá quiso sacarme de mis pensamientos, convencido de que una de las obligaciones del conductor de un coche fúnebre es aliviar las tristezas de los familiares del difunto. En mi trabajo se nota mucho, dijo. ¿Y sabes qué?, que la mayoría de las veces tiene que ver con la familiaridad con la muerte. Es que hay gente a la que se le han muerto muchos seres queridos y gente para quien es la primera vez, y notas mucho esa diferencia. En esto, como en todo, la experiencia ayuda a sobrellevarlo un poquito mejor. ¿Tú te acuerdas de cuál fue el primer muerto en tu vida, el primer muerto de verdad?, me preguntó Jairo.

Claro, claro que me acuerdo.

cuando ese perro de la calle eres tú

Cuando ese perro de la calle eres tú, cuando lo miras, abandonado, perdido, flaco y sucio, con el hocico gastado de rebuscar en las basuras y el lomo herido de dormir al descubierto, y te ves a ti mismo en él, cuando no puedes más que acercarte y pasarle la mano por el cuello y eres incapaz de resistirte a la manera en que te frota la cabeza y las orejas contra la pierna y agacha la cola para rogarte que lo aceptes a tu lado, entonces sabes que dos solos no se curan la soledad pero la aligeran.

Vi a ese perrillo una mañana temprano en la glorieta de Quevedo. Yo venía de no sé dónde, de tratar de arrancarme sin éxito un dolor negro que llevaba clavado dentro desde la separación de Oliva, y lo traje al piso. No tardó mucho en tumbarse en el suelo sobre el dibujo que el sol brindaba por las tardes al entrar por la ventana. Un sitio que elegía siempre Oliva para sentarse a revisar los apuntes en época de exámenes. ¿Y cómo te voy a llamar yo a ti?, le pregunté.

Clon, se llama Clon. Pero no había manera de que mi padre lo pronunciara correcto. ¿Clos? ¿Col? ¿Plon?, chico, qué nombre más feo. Lo llevaba conmigo cuando visitaba a mi madre, que había prohibido durante años que entraran animales en casa, un piso no es sitio para un animal. A mi padre le encantaba el perro, y lo dejaba a su cuidado cuando me marchaba varios días de conciertos. Lo llevaba en su coche con él al trabajo. El perro no ensuciaba el coche, porque el coche ya estaba ensuciado a conciencia por mi padre. Otra de sus rarezas era la de llevar su coche hecho una pocilga. Los asientos estaban cubiertos por sacos y atrás dejaba cajas de fruta vacías. Para él se trataba de una fórmula perfecta de disimulo, así nadie te lo roba. Le protegía de quienes sospecharan que por ser, entre otras cosas, joyero a domicilio transportaba materiales valiosos. Era un disfraz de pobre, cochambroso, que completaba la imagen de humildad que le gustaba dar. Clon estaba feliz de poder contribuir al camuflaje del coche de mi padre con sus patas sucias y sus pelos rebozados en barro.

Así que has cambiado a la novia por el perro, dijo mi padre con una crueldad hiriente. Exacto. Pero por más distancia irónica que pusiera, yo sabía que él lamentaba mi separación de Oliva, y si nunca quiso indagar en los motivos era porque estaba convencido de que su hijo no quedaba bien parado en el relato. Le bastaba ver mi cara y mi delgadez extrema para intuir ese dolor profundo. Clon, nos vamos, y el perro movía la cola cuando me acercaba a la puerta. Lindo, decía mi padre, yo lo llamaré Lindo, que es un nombre que le va mucho mejor que Pon. Y así mi perro pasó a tener dos nombres. Lindo Clon,

lindo clon, espejo triste de la calle,

hoy ladras con mi voz,

¿dónde estoy?, ¿adónde voy?,

¿cómo me llamo?, ¿quién soy?

Estaba acostumbrado a que Oliva despertara la fascinación de la gente. Era atractiva y extrovertida, poseía ese don social de irradiar confianza sin esforzarse por hacerse ver, era una especie de playa donde todas las olas querían terminar, pero no por ello dejaba de imponer cierto misterio. Mostraba su sarcasmo y su ternura sin miramientos, pero siempre había algo más lejano y más profundo a lo que nadie llegaba. Y era una sorpresa encontrarme a mí a su lado. Yo era, le recordaba, su rasgo más desfavorecedor. Su lado malo. Me quedaba en la cama admirado de que pudiera levantarse tan temprano para correr o en invierno madrugar para patronear un club de esquí para chavales en Cotos. Son las seis, Oliva, tiene que haber métodos menos crueles para ser feliz. Pero no los había.

Ella necesitaba la actividad, entregarse a los demás, mientras yo volvía de los conciertos y los viajes y aspiraba a la paz íntima, al aislamiento. Apenas pasó un mes desde que terminara los cursos de educación especial para que se colocara de prácticas en un centro de niños discapacitados. No me di cuenta de hasta qué punto aquel primer trabajo nos alejaría. Su día y mi noche. Vivir de la música, ponerte a cantar y al pasarlo bien que lo pasen bien otros te aísla en un paraíso artificial nocturno. A Oliva le gustaba el sacrificio, cuanto más difícil era el niño que aterrizaba en la escuela cargado de problemas, más motivada estaba, con más entusiasmo lo contaba en casa al volver. Hoy me escupió, pega y grita, es un bicho malo, pero te juro que lo vamos a sacar adelante. Que se hubiera especializado en educación para discapacitados me daba tranquilidad, bromeaba con ella y su nuevo empleo, así sabrás tratar a alguien como yo, adecuarte a las necesidades de un tarado, un retrasado, un descerebrado.

Cuando Fran conoció a Oliva percibí el mismo agrado y la atracción que provocaba en todos. ¿Acaso no lo había provocado en mí? De todos mis amigos fue con quien mejor sintonizaba. Fran era médico y trabajaba a disgusto en un hospital privado, deseando reunir el dinero para irse a Estados Unidos a estudiar la especialidad. Era ambicioso y terco, lo que quería lo conseguía. A Oliva le gustaba que lo frecuentáramos porque con él hablaba de sus decepciones y de su experiencia laboral, asuntos que con Animal y Gus apenas se podían tratar. La vida cotidiana de la gente normal los aburría hasta el bostezo. La música, nuestra carrera, se comía todo el interés. Fran era más maduro, más asentado, y por ello había sido una pieza fundamental en mi formación, un consejero, un amigo, un profesor de verdad. Me encantaba verlos entenderse porque yo era el vínculo necesario entre ambos, mi amigo más maduro con el que tantas cosas había aprendido y mi novia más deseada. Cuando estábamos juntos, Animal, Gus y yo éramos independientes del mundo real. Y más aún si salíamos de gira, donde era tan fácil olvidarte de la almohada de casa. Es muy posible que dejara de prestar atención y cuidados a Oliva a partir de que el grupo despegara y, con él, yo me despegara del suelo que pisaba.

Entre Oliva y yo la comunicación fue siempre fallida. Cuando nos enamoramos necesitamos a Foskitos para hacer de mensajero entre nosotros. No habíamos sido capaces de desentrañar lo que sentíamos de verdad en los ratos de paseo, de juntarnos en la piscina y tomar algo. La ruptura fue idéntica, tampoco supe interpretar los signos de decadencia, distancia y alejamiento en la relación. Estaba demasiado ocupado en la gira, en sacar otra canción o, y esto lo he pensado después muchas veces, yo mismo dejé caer la pasión porque me convenía, me importunaba vivir con alguien, el necesario pacto de todas las mañanas, la sombra de lo convencional, la dificultad para afinar dos notas distintas y que en el esfuerzo no sintiera el mordisco de la insatisfacción. Quería tocar, hacer música, la vida en pareja me secuestraba, a ratos me hacía sentir que traicionaba a mi vocación real, que cercenaba mi ideal de plenitud. Yo no distinguía los domingos de los jueves, madrugar de trasnochar, el trabajo del placer, no quería sumirme en lo convencional, en lo viejo, en todo aquello que me apartaba de la novedad, del riesgo.

Que todo había terminado lo descubrí por accidente, tan incapaz era de leer ya en los ojos de Oliva. Había vuelto de dos conciertos con una canción dándome vueltas en la cabeza y tenía pendiente visitar el estudio de Ramón, nuestro técnico. Muchas veces grababa maquetas a la guitarra en su local, si no estaba ocupado con algún encargo. Se contrataba como técnico de mesa en las producciones a la italiana que copaban las listas de venta en el mercado, canciones pueriles a las que unos arreglos pomposos convertían en algo así como mujeres poco interesantes cargadas de maquillaje. Oliva me acompañaba a veces y entretenía esas horas con Bambi, tenía el detalle siempre de llevarle una camiseta o los caramelos que le encantaban, y el hijo de Ramón celebraba sus visitas con la sonrisa feliz de sus mejores ratos. Algunas veces ella se acercaba al estudio sin mí para ver al chico y darle un paseo por el parque o comprarle un helado. Hoy pasé por el estudio de Ramón, me decía, y me contaba quién andaba grabando por allí y si le había tirado los tejos tal o cual cantante de éxito. Ramón y Oliva eran las dos únicas personas que sabían de mis dudas, de mis tentaciones de probar a grabar algo a solas, sin el grupo. Ramón me dijo, con su habitual inteligencia, hasta que no te oigas cantando solo no vas a saber si puedes o si quieres hacerlo. La mera idea me parecía una traición a Gus y a Animal. Pero aquel día Ramón me dijo vente al estudio y probamos algo, tengo la tarde libre.

Le canté los pedazos de esa canción que no tenía terminada. Él lanzó una base rítmica y yo me dejé ir con la guitarra eléctrica mientras acababa de improvisar el resto de la letra. Es curioso, con la perspectiva, que yo anduviera dándole vueltas a una canción llamada «Días sin ti», que no era tanto un presentimiento como una anticipación, de esas que a veces te suceden con las canciones. No escribes algo que te ha ocurrido, sino que escribes algo y después te ocurre,

pronto llegarán días sin ti,

calendario triste, porvenir,

y para mí era una sorpresa oír mi voz sin la voz de Gus al lado. Era otra tesitura, otra gravedad. Ramón elaboró lo que llamábamos una guarrimezcla, una escucha algo arreglada y aguardamos a que volviera Oliva con Bambi para tener otra opinión. Ella me miró con gesto aprobatorio, funcionar, funciona, dijo. Si entonces descubrí una tristeza profunda en su mirada sólo lo achaqué a la canción. Bambi se entretenía por allí y nos ignoraba mientras trabajábamos. En algún momento se acercó a la máquina de bebidas y le trajo una botella de agua a Oliva y a mí me tendió una lata de Coca-Cola. ¿Coca-Cola?, me extrañé. Si sabes que no bebo Coca-Cola. Todo el mundo sabía que yo jamás probaba la Coca-Cola, era un boicot fundamentalista que me quedaba del antiimperialismo de mi adolescencia. Ramón negó con la cabeza para aclararme que la traía por Fran, como a veces viene con Oliva. Miré a Oliva y comprendí por su gesto demasiadas cosas. Fran, al revés que yo, era un adicto a la Coca-Cola. Traté de disimular ante Ramón y ante Bambi, que me miraba sin entender por qué no cogía la lata de bebida. La idea de que Oliva saliera algunas tardes con Fran a mis espaldas o vinieran juntos al estudio para visitar a Bambi me sembró la inquietud. Los ojos de Oliva me confesaron el resto.

A veces me pregunté si no se trató de un mecanismo de compensación por el éxito del grupo, tanto tomas, tanto has de dejar. Nos habíamos convertido en niños grandes a los que nos pagaban por nuestro juguete, aturdidos por las ventas, por los seguidores. A lo mejor tenía razón mi padre cuando nos veía reírnos a carcajadas y festejar con risotadas alguna ocurrencia estúpida, disfrutad, disfrutad, que ya lo pagaréis, nos decía. En una décima de segundo repasé los últimos meses con Oliva y establecí el contraste con tiempos más felices e intensos de nuestra vida. Ya no compartíamos tantas cosas, ni hacíamos el amor en cualquier roce, ni yo le consultaba cada detalle, ni ella me asediaba con sus dudas profesionales. Ya no volvía de las noches de concierto con tanta prisa por recuperar su compañía. Fui, del mismo modo que lo había sido tras descubrir los papeles de mi adopción, el espía de mi propia vida que trataba de esclarecer quién era yo a través del comportamiento de los que me rodeaban. A través del caos, del puzle, juntar las piezas que me conformaban. Y lo que encontré me desarmó.

Oliva no tardó en echarse a llorar en el sofá en cuanto volvimos a casa esa tarde y contestar no es eso, no es eso, sin acertar a explicarse lo que sentía por Fran. En los días siguientes me dediqué a consolarla, yo, que era inconsolable. Quien no ha perdido a quien quiere mientras le dice todo está bien, no pasa nada, no sabe lo que es el amor. Traté de que el final tuviera la delicadeza que había conservado nuestra relación y ni me preocupé por Fran, ni lo llamé, ni quise hablar con él. Qué más da perder un amigo cuando pierdes el amor, puede que pensara. Yo no quería a nadie que me explicara o me consolara o me sacara de mi propia película. Me imaginaba el vacío sin Oliva, pero carecía de los códigos patéticos de posesión que en otras parejas transforman el desamor en odio. A mí el desamor me valía, era tal mi pasión por Oliva que perderla era otra forma de quererla, de gozarla, una perversión mía, un placer oculto y malsano que me provocaba satisfacción incluso en la infelicidad más absoluta. Era otra liberación. Ya era entonces sólo un tipo que hace canciones y sabe que puede convivir con el dolor si lo mira desde fuera, si lo percibe como un asunto ajeno. Sucedía, estaba sucediendo, y pronto todo se extinguió. Nos besamos el día que se fue con sus cosas y cambié el mensaje del contestador que habíamos grabado a dos voces el día lejano en que llegamos a instalarnos al piso recién comprado. Les comuniqué la noticia a los amigos más íntimos, sin darle la trascendencia que tenía, ya no estamos juntos. Como si el corazón roto hiciera menos ruido que el jarrón que se rompe por accidente en la casa.

Gus fue el primero en recolectar información sobre Fran y ella, tras los primeros meses en que me aislé de una manera enfermiza. Se iban juntos a Boston, y por más que Gus se sentía culpable porque Fran había entrado en nuestra vida a través de la pensión de la tía Milagros, yo no tenía espíritu de afrenta. Le dije no importa, son cosas que pasan. Tenía ganas de estar solo, de terminar la historia con orden y en cierta paz, sin aderezarla con rencores. Había algo de dolorosa reclusión. Me ayudaron los conciertos, estar obligado a colocarme una máscara, salir a escena a divertir al público y cantarle las canciones de amor que ahora eran canciones de dolor. Me salvó la delicadeza de Gus y también, a su manera brusca, la de Animal, anda que no hay coños en el mundo, dijo, y luego se quedó callado. Los dos se tomaron el esfuerzo de tirar de mí todas las noches, de proponer nuevos proyectos, de venga, tenemos que grabar pronto, hay que hacer más canciones, mañana tocamos en Cartagena, pasado en Murcia. Yo atravesé el duelo gracias a ellos y descubrí que los amigos nunca se apenan del todo en tu desgracia, porque les ofrece la más hermosa oportunidad para demostrarte cuánto les importas, cuánto se preocupan por ti, cuán generosa es su disposición.

Y entonces me convertí en cantante, sí, en esa época me convertí en cantante, quizá porque no tenía nada más. La persona que había creído ser estaba rota, no importaban tanto las circunstancias como las ideas traicionadas, ya no había ilusiones ni fantasías, sólo quedaba subirse al escenario, terminar otra canción, responder a la entrevista siguiente. Por grande que fuera el agujero, había que sostenerse en el aire. El oficio me había arruinado la vida, pero ahora quizá me salvara la vida. Hay quien dice que en el cuarto disco con el grupo están las mejores canciones que he hecho nunca. Nacieron inspiradas por la ausencia y luego se sumaba la parte de Gus, en otra deriva completamente distinta, trastocado como yo por la suerte del destino, pero sin mi tristeza. Compusimos juntos «Ca-ra-me-los», así, separando las sílabas, había que cantarla así, insistía Gus, y puede que fuera una canción de ritmo alegre y festiva, pero estaba hecha sobre los retales de la melancolía,

como los niños que saltan a cogerlos,

así soy yo

cuando la vida lanza ca-ra-me-los,

levantada con las fuerzas que nos daba el grupo. Embarcados en nuestra furgoneta, la romántica VW que nos dejaba tirados en cada viaje, nos reíamos de las noches sin tregua, de las anécdotas que compartíamos de empresarios chalados, de colegas enloquecidos, de lo que sucedía en el concierto, de los delirios de una fan,

como los perros que lamen del suelo,

así soy yo

cuando la vida lanza ca-ra-me-los,

de la chica que se había acostado con Animal la noche anterior, de la burrada que Gus se había atrevido a decir en una radio de provincias a una locutora remilgada, de la vez en que intenté romper la guitarra eléctrica en escena y no hubo manera de partirla por más golpes que le daba y se me quedó una cara tan ridícula que se la lancé al público y le abrí la cabeza a un chico de Logroño. Se trataba de no dejar de moverse, de avanzar, de dar pedales, de estar convencido,

devoré mi dulce tan aprisa

que ahora yo

tan sólo espero que la vida lance ca-ra-me-los,

más ca-ra-me-los,

de que merecía la pena hacer otra canción antes que rendirse. Y no nos rendimos.

150 mil copias de mi infelicidad

150 mil copias de mi infelicidad fueron vendidas en tiendas autorizadas. «Ca-ra-me-los» se alzó con el título de nuestra canción más famosa, más querida, más escuchada, más aplaudida. «Ca-ra-me-los» nos abrió puertas de recintos que hasta entonces sólo frecuentaban grupos masivos. Nos trajo el patrocinio de una marca de refrescos que yo detestaba, y nos llovieron ingresos que no podíamos ni intuir que alcanzara gente como nosotros. Me fascinaba la idea de que tantas personas convirtieran nuestros dolores en dolores compartidos y nuestras esperanzas en esperanzas compartidas. Fuimos un grupo sincero cuando podíamos habernos limitado a la solvencia profesional. Gus, Animal y yo nos pusimos a cantar lo que sentíamos. Ausencias, ilusiones rotas, esperas sin recompensa, soledad, humor de supervivencia. Con el tiempo supe que la tristeza, que me duró tantos años, era un motor para la música. Que los de afuera necesitan percibir que les hablas de ti para encontrarse contigo en el espejo. En una entrevista de radio, Gus dijo algo que me emocionó, y lo dijo mientras clavaba sus ojos en mí, somos el grupo menos cínico del mundo. Somos transparentes. Hacíamos canciones para sanar las heridas, porque no conocíamos otra medicina. Regalábamos caramelos porque necesitábamos caramelos.

Mi padre tomó la costumbre de sacar a mi madre al campo, le sienta bien el aire, me dijo. La acomodaba entre los sacos del coche y las cajas de fruta y conducía hasta los montes de El Escorial o los pinares de Peguerinos. Caminaba con ella por los merenderos y las rutas de excursión. Mandó a comprarle un chándal a la señora que limpiaba en casa, una evangélica brasileña que cuando le pregunté por su país y la belleza de su música, me contestó que lo que necesitaban eran menos canciones y más dictadura militar. Mi padre venía a recoger al perro, aparcaba el coche sobre la acera y llamaba al portero automático de mi piso con su desmesura habitual. A Lindo le encanta pasear por las montañas, está harto de tu barrio y tu piso, me decía cuando mirábamos al perro meterse de un salto a su coche. Alguna vez los acompañé y disfrutaba con la energía de mi padre, capaz de lanzar mil veces la misma piña a Clon y robársela de entre los dientes con un forcejeo autoritario, mientras no soltaba del brazo a mi madre, a la que zarandeaba y obligaba a caminar a un paso endiablado. Me preguntaba si no pensaba echarme otra novia, lo decía así, echarte otra novia, creo que con la esperanza secreta de que Oliva se borrara de mi cabeza. Pero Oliva no se borraba. Cuando ya vivía en Estados Unidos, me llamaba puntual el día de mi cumpleaños, que no olvidó jamás, y en navidades, si venía a ver a sus hermanos. Cuando irrumpió el móvil en nuestra vida sustituimos el doloroso timbre de su voz por un intercambio cariñoso de mensajes escritos. Jamás nombraba a Fran y yo nunca preguntaba por él, podría haberle arrollado un tren en Boston y yo ni me habría enterado, aún no sabía que es más fácil perdonar a los enemigos que a los amigos.

Animal me preguntó un día si todo el dolor por la ruptura con Oliva no era también útil. Puede que hasta para las canciones, todo esto te servirá, me dijo. ¿Para las canciones? Me invadió una cierta rabia. Sabía que lo decía con su mejor intención, pero un minero no necesita que su vida se hunda en un pozo oscuro para mejorar en el trabajo. Ni un barrendero será mejor si vive entre basura. Ni un doctor aprende más medicina por padecer todas las enfermedades. Ni un agente de seguros es mejor vendedor de su producto si se le quema la casa o ve constantemente morir a familiares. No necesito que la canción más triste del mundo me caiga encima para hacer una canción.

Cómo decirle que echaba de menos los dientes separados de Oliva, cada gesto, cada centímetro de su piel, mi mano en sus rizos, su fuerza, la tensión de sus músculos, la conversación resuelta con un pulso, la imposibilidad de escapar de sus muslos de tenaza. Que echaba de menos lo que era y más aún lo que había significado para mí, la certeza de un amor posible, de una convivencia natural, de alguien a quien contarle las ideas según nacen, la casa compartida y un futuro en común. Todo eso se había venido abajo. No se trataba de sustituir a un personaje y que la función pudiera continuar, sino de ver esfumarse el argumento. Lo complicado no es sobreponerse al abandono de una mujer, lo complicado es sentarte a reescribir tus sueños.

Acompañé a Gus a una sesión de fotos de Eva. Quería convencerme de que el fotógrafo era el perfecto para la portada de nuestro cuarto disco, tienes que conocerle. Era un joven exagerado y febril, que pronunciaba Ingalaterra, para decir Inglaterra, con un tono delicioso y autoparódico. La excusa de Gus era perfecta para pasar un día con Eva, que cambió de vestido casi cincuenta veces, sin importarle que miráramos su cuerpo delgado y escuálido pero con senos retocados para mantener esa ingravidez que apreciábamos cuando le colocaban otra camiseta o un salto de cama de satén. Todo le caía bien a aquel cuerpo de percha. Fumaba sin parar, con coquetería, más bien dejaba que los cigarrillos se le consumieran entre los dedos y aceptaba, como Gus, las invitaciones a cocaína del fotógrafo, los tipos de la revista y una serie de representantes y empleados que pululaban por allí fingiendo aconsejar o decir algo inteligente.

A Eva nos la topábamos medio desnuda en campañas de publicidad en paradas de autobuses o en las revistas. Tan pronto era lencería como una tienda de ropa o un perfume. En Gijón Gus besó un cartel suyo colocado en una cabina de teléfonos y un tipo que pasó en un coche le gritó borracho, y Gus respondió qué sabrás tú, si es mi novia.

¿Y qué idea tenéis de porotada?, nos preguntó el fotógrafo en un receso de la sesión con Eva. Aún no teníamos fecha de lanzamiento para el disco y nosotros queríamos titularlo Escafandra para días de diario, imagen que nos gustaba de una canción, pero la discográfica impuso Ca-rame-los, con mejor criterio. Al final el fotógrafo sugirió una idea. Los tres apareceríamos de espaldas, se verían nuestras nucas solamente, y con la mano ofreceríamos fuego a una mujer bellísima con un cigarrillo en la boca. Yo lo hago, se entusiasmó Eva. ¿Puedo ser yo la chica? En el instante en que ella se sumó, la idea con la que Gus no se había mostrado muy de acuerdo pasó a parecerle maravillosa.

Finalmente no daríamos fuego a la chica, sino que cada uno le tendíamos un caramelo. Bocanegra, ilusionado, repetía que cada canción del disco era un caramelo, de verdad, tíos, va a pegar muy fuerte. Nunca olvidaré a Gus en la sesión de fotos para aquella portada. En un momento el fotógrafo dejó la cámara en el suelo del estudio y se vino hacia nosotros, que posábamos contra un fondo blanco. Alza la barabilla, dijo, y levantó el mentón de Gus y lo colocó en la perfecta posición de luz, Gus comentó conmigo que aquel era el sueño de su vida. Y era cierto. Le gustaba lo artificial y hasta lo hortera, con tal de que no se pareciera en nada a su infancia reprimida. A ratos me daba la sensación de que incluso se había quedado algo antiguo en su pasión desmesurada por ser moderno.

Había algo doloroso en la indolencia de Eva, en su dejarse llevar por los demás. Gus aguantaba a su lado en los reservados de las discotecas y luego la veía irse del brazo de cualquier golfo con dinero que dejaba una buena propina al aparcacoches. Gus conocía las intimidades de Eva, me contó que la había acompañado a abortar cuando se quedó embarazada de un modelo holandés. La noche en que tocamos para presentar el disco a los medios, ella actuó de madrina del grupo y chica de la portada. Nos quedamos a solas un instante entre los invitados del cóctel y me atreví a hablar con ella. No creo que encuentres a nadie en el mundo que te quiera más que Gus, le dije. Eva me mostró la espléndida dentadura y se echó detrás de la oreja un mechón de su pelo liso. ¿A que no? Yo también pienso lo mismo, es mágico.

El adjetivo me hizo temblar. Porque no era terrenal ni carnal y llevaba la relación entre ellos a un lugar etéreo e indefinible. Gus se había empeñado en que grabáramos nuestra propia versión de «Muchacha ojos de papel» para dedicársela a ella. Me explicó que se la cantaba algunas noches, como una nana. ¿Pero dormís juntos? Al parecer Eva le llamaba a veces desesperada y hundida y él le cantaba por teléfono. Eva está mal, me dijo Gus, aunque está rodeada de gente, en el fondo está muy sola. Por eso él le cantaba algunas noches por teléfono,

muchacha ojos de papel

¿adónde vas?, quédate hasta el alba

¿adónde vas? quédate hasta el alba

Creo que me equivoqué al confundir la fascinación de Gus por Eva con algo parecido a un fuego artificial. Nunca entendí del todo aquella historia que no me pertenecía. Gus mostraba más actividad sexual con hombres que con mujeres, así que Eva no podía ser más que un capricho casi estético, y él para ella una mascota que acariciar en ratos de soledad. Pero imaginarlo junto a ella, en la urgencia de la noche desolada, arrimándose a cantarle una nana preciosa y delicada,

sueña un sueño despacito entre mis manos

hasta que por la ventana suba el sol,

me hacía confundir su arrebato con amor. En la belleza de Eva, en su zozobra frágil, había algo peligroso. Eva era el perfecto ejemplo de la modelo de costura que satisface una sexualidad de mercado que obliga a ser chico y chica a la vez. Gus disfrutaba de aquel mundo de brillos, pero a mí la ambición me había desaparecido tras perder a Oliva. No quería confesarlo, pero de pronto me incomodaba el éxito, me resultaba un ropaje externo y sin importancia. Me identificaba con el alfarero que ante una vasija terminada sólo disfruta si empieza otra. Yo no quería que el público nos poseyera y junto a Gus peleábamos para no repetirnos, para darle a cualquier canción un brochazo libre, inútil y saboteador.

Queríamos lo opuesto a feligreses. Por eso nunca reproché a Gus que se llevara la mano a la entrepierna siempre despreciativo en los aplausos, que llamara cabrones a los espectadores que le jaleaban. Cabrones, buenas noches. No queríamos la devoción, ese ritual de los grupos de éxito que adoran verse adorados, queríamos la libertad, llevar las riendas, ser nosotros. Eso nos obligaba, como sucede siempre, a detestar a aquellos que más se nos parecían y nos costaba mezclarnos con otros grupos afines. Eso nos obligaba a estar incómodos, a vivir insatisfechos.

y ya para siempre fuiste sólo futuro

Y ya para siempre fuiste sólo futuro, escribí de Gus en una canción. Porque le recordaba con la vista adelante, sin interés por el pasado, quizá por lo mucho que le había costado llegar donde llegó, ser como era. Gus siempre fue optimista. En los momentos de angustia, de dudas, de no saber por dónde avanzar con el grupo, él siempre se imponía. Mañana es lo que importa. Había que pensar en el concierto siguiente, en la canción siguiente. Había que fabricar lo contrario a un museo, donde todo está ordenado y datado, donde el tiempo se ha posado. El gesto favorito de Gus era el salto. Le gustaba hacerse fotos así. Hagámosla saltando, proponía. Para él, ese instante en el que te sostienes en el aire era la felicidad. Ni el impulso inicial lleno de buenas intenciones, ni el aterrizaje, cargado de plomo y frustraciones. Quería ser el vuelo, el movimiento perpetuo, la ingravidez. A Gus le encantaban las fotos movidas. Era la desesperación de los fotógrafos, saltaba siempre cuando los veía disparar. Era alguien inquieto y visceral a quien nada podía detener.

Por eso cuando murió rechacé los conciertos de homenaje y me negué a participar en los ritos necrófilos, pese a que en los días de luto nacional su muerte gozó de una resonancia que le habría encantado. Fue noticia de telediario y de varias crónicas periodísticas que hablaban de una vida de excesos, de una personalidad problemática, de dependencias. Salieron historias bastante sórdidas, la siniestra esquela retocada para dar sentido a un suicidio que no era tal. Hasta el Crack aparecía en los medios para arrogarse el papel de su descubridor y aseguraba que Gus llevaba la muerte prematura pintada en la cara. Cuando lo descubrí me recordó a James Dean, soltó sin pudor en una entrevista, con aquello de vivir deprisa y dejar un cadáver bonito.

Tuve ganas de vomitar ante esas vilezas. Me di cuenta de que a la muerte prematura de alguien conocido había que encontrarle un sentido para calmar los ánimos de la gente. Míralo, siempre lo predije, tenía que ocurrir, yo ya lo advertí. A la muerte hay que someterla a una lógica para tranquilizar a los vivos, para que no se asomen a la verdad, esa que confirma que nada tiene lógica. Hoy estás vivo y mañana estás muerto, le dijo en mitad de una clase de religión Gus al sacerdote que llamábamos Niebla, ¿explíqueme cómo se puede vivir con eso y no pensar que Dios es un sádico? Ninguna explicación lo dejaba satisfecho. Sabe qué le digo, profesor, que la religión está equivocada, el Cielo es esto, estar aquí, ahora. Ahora, esa palabra que tanto usaba cuando desde joven tomó partido por la vida,

morirse ya no es lo que era,

prefiero dejarlo para cuando me muera,

y así se transmitía en muchas de sus letras, en todas ellas había la misma apuesta por no dejar escapar el regalo de la vida. Gus no era un suicida. Por eso cuando me llegaron los detalles de la muerte nunca me convenció la versión oficial. Salvo para Animal y Martán, nuestro nuevo bajista, mi negación tenía que ver con la frustración, con mi estado de ánimo. Ya se le pasará. Tendrás que aceptarlo, me dijo Bocanegra. Me llevó a cenar para consolarme y tratar de conocer cuál sería el futuro del grupo sin Gus. No hay grupo, le dije, sin Gus no hay grupo. Piénsatelo, no seas absurdo. Pero cómo iban a volar Las Moscas sin Gus, hacia dónde, desde dónde. Para cumplir con el tópico discográfico, la compañía sacó un grandes éxitos. Una selección de las mejores canciones de los cuatro discos y algunas rarezas, maquetas, actuaciones compartidas. Se vendió bien. La muerte es una buena propaganda, no hay quien dé más. Pero eso dura unas cuantas semanas, luego llega el vacío. La muerte es una estafa, solía decir Gus. Es una foto fija, lo que él más odiaba en el mundo.

Gus murió en un portal de la calle Orellana, cerca de Alonso Martínez. Según la policía había sido transportado a ese lugar por alguien cuya identidad nunca llegamos a conocer. En el camino había perdido un zapato. La lógica les llevaba a pensar que había visitado una casa cercana o un lugar de venta de drogas en la zona y que la pureza de algún componente o la mera mezcla de varias sustancias le había causado la parada cardiorrespiratoria hacia las cinco de la mañana. Pastillas, anfetaminas y alcohol. Le pregunté al policía que llevaba la investigación si creía que era una muerte azarosa o un suicidio. Eso no lo puedo decir, pero cuando me entregó el informe final reconoció que mi pregunta era pertinente. No había nada que delatara un consumo masivo, una intoxicación voluntaria. Para entonces había pasado casi un mes de la muerte y nadie tenía interés en refutar la historia de otro músico muerto por sobredosis. Un año antes la muerte de Kurt Cobain había recuperado esa percepción. En la música, si te mueres joven, sólo estás siendo puntual con la leyenda. Y yo me peleaba contra esa versión boba y previsible, que negaba la personalidad real de Gus. Pero no se puede luchar contra los mitos. No merece la pena gastar las energías en esa batalla.

Un atardecer, aún desolado por la muerte de Gus, me fui a esas calles. Me colé en el portal en el que murió y dejé que cayera la noche. Me senté cerca del sitio exacto donde lo encontraron, al fondo oscuro de las escaleras, hacia los cajetines de la luz y el gas. Cuando entró algún vecino no me vio. La policía había investigado a los ocupantes de cada piso, pero nadie oyó ni vio nada, ni había constancia de ningún piso de trapicheo. Repasé los nombres en los buzones. ¿De dónde lo trajeron hacia las cinco de la mañana? De un local cercano, de la calle, de otro piso de la zona. ¿Dónde había perdido el zapato? La policía no se preocupó demasiado en indagar. Qué más daba. Era obvio que Gus había consumido lo que había consumido esa noche sin que nadie lo forzara. Me quedé un rato apoyado en una pared, frente a la fachada hermosa del edificio. Veía a la gente pasar. Aún quedaban algunas flores que fanáticos del grupo habían dejado apoyadas en la pared el día después de la muerte. Unos chicos al pasar las apartaron de una patada. Gus habría hecho lo mismo.

Fue una muerte sucia que no le correspondía. Yo le había visto consumir drogas y lo hacía de manera habitual, pero con medida, sin afectar al grupo, en sus ratos de diversión, con sus amistades ajenas a nosotros. No era un adicto. Para todos los cercanos a Gus yo había descuidado la vigilancia, le había dejado volar demasiado lejos, sin ocuparme de él. ¿Era tu amigo y no sabías en lo que andaba metido?, pues buen amigo estás hecho, fue el comentario de mi padre. No contesté. En el tanatorio su madre me cogió de las manos y me dijo, con los ojos clavados en mí, Gus te quería mucho, pobre, él no era como tú, él no sabía… No acabó la frase. ¿No sabía? ¿Qué sabía yo que él no supiera? Pensé mucho tiempo en esa frase de su madre. Él sabía vivir. Yo quizá sencillamente tuve más talento para la supervivencia.

Aquel día en el tanatorio también me encontré con Eva. Se abrazó a mí con su cuerpo de alfiler, estaba preciosa aunque lloraba sin consuelo. Nos habíamos visto unos días antes, me contó entre sollozos. Yo no, yo no le había visto en casi cuatro días. Nos íbamos a Sevilla y Córdoba a actuar a la semana siguiente, así que hablaríamos de las nuevas canciones, nos reiríamos, nos separaríamos después de cenar para recurrir cada uno a sus contactos en la ciudad. Miré a Eva cuando se alejaba. El viento le movía el pelo hacia todos lados y uno de sus acompañantes, al que yo ni recordaba, le sujetaba el abrigo sobre los hombros. Parecía una condesa descalza. A Gus le habría gustado.

Oliva me había llamado desde Boston. Hablamos por teléfono, estaba triste por mí. ¿Necesitas algo? Yo le dije que no, no necesitaba nada. Aún no podía imaginar que iba a necesitar toda una vida para proceder a la reconstrucción, a volver a edificar las columnas en las que me sostenía. ¿Vais a hacer algo, de homenaje?, me preguntó ella. Si hacéis algo avísame. Me imaginaba una reunión de viejos amigos, de compañeros de oficio, de antiguos amores, todos en tributo al fallecido. ¿Podía odiar algo más Gus? El pasado, ¿para qué?, si él ya era completamente futuro.