algunas veces me da miedo la oscuridad
y otras la busco
Algunas veces me da miedo la oscuridad y otras la busco, escribí una noche, y luego corrí a registrar la melodía sencilla en una pequeña grabadora portátil que compré en uno de esos supermercados tecnológicos de siete pisos. Estaba tumbado sobre la cama del apartamento. Fue una canción especial, que no hablaba de nada de aquel tiempo, o quizá sí. Las canciones son de los sitios en que nacen, como las personas. Fue mi primera canción japonesa. Hablaba de Madrid como sólo puedes hablar de un lugar cuando lo añoras. Las canciones son a menudo formas de recuperar lo ausente, porque cada vez que escribes, escribes de lo que has perdido. Mi primera canción japonesa tuvo varias versiones y variaciones, hasta que una tarde le pedí a Kei que me dejara tocársela. No quiso subir al cuarto, la última vez que lo hizo probé a besarla y se enfadó conmigo, estuvo dos días sin llamarme. Se la toqué en la calle, donde pudimos sentarnos lejos del trasiego. Le expliqué el punto en el que estaría bien que entrara su chelo, aquí y aquí, cuando digo eso de retirar el velo de mi tristura, que era una palabra que había encontrado tiempo atrás en los versos de Garcilaso.
Muy poco después me dijo que un amigo suyo tenía un local de grabación en Yokohama, a menos de una hora de distancia en tren. Podríamos grabarla allí en algún rato libre del estudio. Haruomi era un cuarentón simpático que nos ayudó a introducir unos teclados extraños, con una vieja farfisa que recordaba haber ya utilizado en alguna canción con Gus al comienzo de nuestras grabaciones. Su mano acabó por darle a la canción un sabor japonés que yo ni imaginaba. Kei se mostraba contenta al verme componer, cantar mi canción japonesa, y nos sentamos a escucharla los tres cuando el amigo pidió algo de cenar al chino de al lado. Comíamos directamente de la cajita de cartón y corregimos los niveles, por más que la grabación era muy básica. Kei insistió en doblar el chelo varias veces y darle más textura al acompañamiento, y durante un instante parecíamos un grupo de nuevo, una rara mezcla convocada por el misterio de hacer una canción.
Se hizo tarde y Haruomi nos ofreció el dormitorio de huéspedes, que se utilizaba si la grabación se prolongaba demasiado y alguien necesitaba echar una cabezada. No había tren de vuelta y Kei aceptó, aunque percibí el miedo en su cara cuando su amigo dijo que él subiría a dormir a su casa porque le esperaba la familia. Nos quedamos allí a tocar un rato mientras él recogía para marcharse, creo que Kei prefería dar esa imagen de relación profesional ante su amigo. Pero supe, había pasado casi un mes desde mi decisión de quedarme en Tokio, que aquella era la noche definitiva y de un modo casi violento abracé a Kei y comencé a acariciarla sobre la ropa. Su resistencia fue un juego erótico y acabamos por juntar las dos camitas gemelas que ofrecía el cuarto.
Las jornadas de autocontrol, de distancia, que ella había impuesto cada vez que nos veíamos, saltaron por el aire, en una salvaje entrega. Dormimos abrazados en la cama incómoda que se abría como una falla. Nos echamos por encima un gastado cobertor cuando nuestros cuerpos desnudos recuperaron el pudor. Y Kei se escapó con las tempranas luces del alba, sin ducharse, bañada en un olor a mí que no parecía preocuparla. Yo esperé a que su amigo regresara y abriera el estudio. Desayunamos juntos. Haruomi intuyó algo porque reía de manera infantil cada vez que me miraba y decía frases cortas que yo no entendía pero que pretendían ser cómplices. Luego volvimos a oír la canción, antes de que el estudio se le llenara de los clientes con los que tenía cita de trabajo. Recuerdo esa escucha como una revelación. Percibí que la canción era una forma artística de medida exacta en un mundo que se aceleraba cada día, en el que resultaba imposible sostener la atención en algo que durara más de tres minutos. La canción podía contener un corazón sumergido, bastaba generar una atmósfera, un fondo sonoro y dejar que la melodía y la letra trajeran la luz desde ese interior, como las mejores pinturas, que generan un foco luminoso desde donde atraen los ojos de quien mira. Ese pálpito era la clave profesional, algo que me señalaba un camino que perseguir. Quedaba tanto por hacer en la música que no me serían suficientes siete vidas entregadas a ello.
A través de Haruomi conseguí un hueco para tocar dos veces al mes para un público charlatán y desatento a mis canciones españolas acompañadas con una guitarra eléctrica y el chelo de Kei. Algunos días da miedo la oscuridad, otros la busco, así empezaba la canción que titulé «Calendario», y es esa canción que no puedo dejar de cantar en los conciertos, por más que a mí me recuerde estar vestido sólo con el fundoshi, sentado sobre el colchón del pequeño apartamento de Tokio, y entre las sábanas con Kei en aquel estudio diminuto de Haruomi, feliz al descubrir que podía hacer canciones allí, con ella.
algunos días me da miedo la oscuridad,
otros la busco,
quiero enseñarte mi ciudad,
vivirla juntos.
quiero enseñarte mi ciudad, vivirla juntos
Quiero enseñarte mi ciudad, vivirla juntos, le propuse a Kei. Ven conmigo a Madrid, dos semanas, serán tus vacaciones. Era imprescindible que yo volviera a Madrid por un tiempo, mi visado de turista estaba a punto de caducar y necesitaba aclarar asuntos, hablar con Animal y Martán sobre nuestro futuro, sentarme con la gente de la compañía.
Cuando llamaba por teléfono a mi padre se mostraba inquieto, sostenía que yo le ocultaba la verdad, que había más razones que justificaran lo que él llamaba mi espantada. La espantá, me explicaba con su recurrente mirada hacia los mitos del toreo y la zarzuela, ya sabes que no es sólo miedo al toro, como decía Rafael, el Gallo, sino el arte de poner tierra por medio cuando te fallan las piernas y el corazón. Para él mi espantá estaba relacionada con la incapacidad para rehacer mi vida sin Oliva. Vamos a ver, Dani, ¿hay una chica? Claro que hay una chica, le contesté el día en que me lo preguntó directo, pero no es sólo por eso, también quiero estar aquí, conocer otro país. Sonó aliviado, me confesó que había llegado a pensar que me habían detenido por algún asunto de drogas y que mis llamadas tan puntuales a una misma hora y un mismo día sólo podían significar disciplina carcelaria. Pero si te llamo así porque es a ti a quien le gusta la disciplina carcelaria, le dije.
Era cierto que pretendía conocer el país. Cuando Kei enlazaba un trabajo de varios días en los que sería imposible vernos, planificaba un viaje a algún lado, fuera de la gran ciudad, y aspiraba a conocer Japón desde la ventanilla del tren. Era absurdo que me dedicara a patear viejos santuarios, montes, hoteles y ryokan, por más excitante que fuera sumergirse en la incomprensión de las conversaciones de alrededor o aceptar emborracharte con todo el que mostraba la amabilidad con el turista, el gaijin, que decían ellos, a golpes de sake. ¿De qué vas a vivir? ¿Y tu madre, ya no vas a verla nunca más?, me preguntaba mi padre, y yo le decía pues claro, y le contaba de mis clases de guitarra y le explicaba que los músicos podíamos vivir en cualquier parte. Pero no era cierto. Me pulía todo el dinero ahorrado en aquella ciudad cara y complicada. Se olvidarán de ti, todos se olvidarán de ti, me advertía mi padre. Y no era demasiado distinto del miedo que me transmitía la gente de la compañía, con Bocanegra a la cabeza. Lo que tienes que hacer es dejarte ver, que el público no te borre de su radar. Ni yo mismo tenía claro si quería lanzarme a preparar un nuevo disco o recuperar un calendario de actuaciones en España para el verano.
La carrera de Kei florecía entre mi estancamiento y uno de los cuartetos empezaba a tener ofertas apetecibles, incluso del extranjero. Los componentes eran tres tokiotas divertidos que se acercaban a la música clásica sin complejos elitistas. Habían decidido especializarse en Scriabin y preparaban un disco de versiones, que incluía lecturas jazzísticas. Los visitaba en el estudio de grabación y me asombraba la precisión magnífica, las repeticiones constantes, la manera de montar y reeditar instantes que no querían perder. Era un acercamiento a la música que no tenía nada que ver con nuestra simpleza. Admiraba a Kei, me sorprendía su cultura musical, su destreza adquirida con el sacrificio de la infancia y la mejor juventud. Sentado al lado de su técnico aprendía a manejar las nuevas mesas de mezcla, los ecualizadores digitales y las frecuencias, a microfonar cada instrumento y filtrar o revertir las atmósferas. Me transformé en un asistente de sonido, al que Kei miraba entre divertida y asombrada. Nunca pensé que te gustaran tanto las maquinitas, me decía. A veces nos quedábamos a deshoras para grabar una maqueta y los músicos amigos sumaban una pista o una variación, por más que no entendieran ni palabra de mis letras en español.
Una tarde, en el apartamento, escuché la conversación de los vecinos. Eran una pareja educada y discreta, que saludaba cualquier encuentro en la escalera con una bajada de ojos. Pero aquella tarde discutían y su tono derivó en violento y creí escuchar algún empujón entre los muebles, quizá un golpe, luego el silencio y la conversación que se desarrollaba entre lloros. Se convirtió en un rito habitual, la trifulca establecida de cada día de aquella pareja amable por fuera pero agria y hostil por dentro. Sospeché que había una cara oculta entre tanta represión. Los abuelos de mis alumnos de guitarra también eran amables y delicados, pero a la mujer cuando se emborrachaba le asomaba un gesto cruel y una frase cortante que yo no entendía pero que enmudecía a todos alrededor. La dimensión absurda del alcoholismo y las evidencias machistas que me sorprendían todos los días me hicieron sentir miedo por Kei. No sabía lo que sucedía con su otra relación, en su otra vida. ¿Estaba amenazada su fragilidad?
No entiendes nada, ¿verdad? Kei se mostró irritada cuando intenté que hablara de la relación con su novio. Cuando vuelvas a España todo habrá terminado, me decía. ¿Por qué no nos vamos juntos a España?, le propuse. Me dijo que era un egoísta, lo cual era del todo cierto, que detrás de mi actitud no había generosidad, sino egoísmo, que sólo pensaba en mí. Pero tú también tienes que ser egoísta, tienes que hacer lo que quieres, lo que sientes, le insistí. Para Kei era difícil explicarse, se quedaba con los ojos clavados en mí. Era su mejor respuesta. Una mirada fija y petrificada hasta convertirse en un espejo en el que yo me miraba avergonzado. Pronto te irás, ¿no? Pues ya está, ahí se acaba todo, me dijo ella.
Me di cuenta de que para Kei mi viaje a España era la confirmación de mi huida, el final de nuestra relación. Para ella nunca había dejado de ser un raro paréntesis. La abracé por los hombros cuando esa tarde había echado a andar por la calle. Yo llevaba la guitarra después de la clase y ella cargaba con el chelo porque venía de un ensayo. Éramos cuatro amantes que caminaban en direcciones opuestas, rotos, desolados, sin futuro. Kei estaba a punto de llorar y nos detuvimos sobre un puente. Abajo corría el agua del canal y pasaban los coches. Posé la guitarra en la barandilla y luego la liberé a ella del peso de su funda y la dejé al lado. De pronto reparé en los instrumentos, allí juntos, apoyados el uno en el otro, y se los señalé con una sonrisa. Hacen buena pareja, ¿verdad?, y recordé a tientas la expresión, kappuru nimashu.
kappuru nimashu
Había una piedra gastada, rodeada por cadenas que señalaban el carácter histórico del mojón. A su lado una chapita con el logo de la caja de ahorros que sufragó la recuperación. Camino de la evangelización se detuvo aquí, me señaló Jandrón. En Garrafal, nada menos. Era otra de sus iniciativas como alcalde, reivindicar la ruta del apóstol Santiago desde su desembarco en Galicia hasta su regreso a Jerusalén, con esa improbable parada en el camino, agotado de sus prédicas. Por ahora no nos dan mucho crédito, pero en el 2033 queremos celebrar los dos mil años del suceso. Aquí los viejos del lugar siempre han dicho que en esta piedra se apoyó el apóstol, así que nosotros a no desmerecer, se reafirmó Jandrón. Para consolarle le comenté que también se reivindican sus restos en varios sitios a la vez y se guardan las herraduras de su caballo en un monasterio del norte, al fin y al cabo para eso sirven las leyendas, y que si todo el problema residía en que no se ajustaba a la verdad habría que cerrar todas las catedrales y varios museos. La verdad es un coñazo, asintió Jandrón, lo que no se puede es matar la ilusión de la gente.
Caminamos de vuelta hacia la plaza, donde alguien me puso un botellín de cerveza en la mano y luego otro. Bebe, que hace calor, me ordenó Jandrón. Si en Japón me sorprendió la voluntad de emborracharse llegada una hora de la tarde, en España llamaba la atención la tintura etílica de toda fiesta popular y la crueldad de tantas tradiciones. Después de actuar en muchas verbenas y fiestas patronales he llegado a la conclusión de que esa crueldad se practica como un ensayo, una representación del mundo real, donde siempre los débiles reciben castigos de los fuertes y poderosos y donde correr espantado, huyendo de una bestia que te persigue, no es nada más que el encierro nuestro de cada día.
La banda musical apareció por el esquinazo de la plazuela con su música de charanga y con ellos se abrió la fiesta. Eran apenas seis músicos, dos trompetas, un saxo, un clarinete, un bombardino y el tipo del bombo, que agarró el compás con bastante retraso porque se le había salido un zapato. Siempre me gustó el sonido de las bandas. Los músicos, bajo sus camisas sudadas de tergal, escoltaban a la madrina de la fiesta. Aquí en el pueblo somos muy feministas, me ilustró Jandrón, porque la madrina es la máxima autoridad en estos días, más que el alcalde. Y ella es la que preside los actos durante las fiestas, es la que lleva a cabo la ofrenda al apóstol y dirige a los danzantes. ¿Y ella quién es? No alcanzaba a ver a la madrina vestida con el traje típico del delantal bordado y la toca. ¿No la conoces?, cojones, si también es pariente tuya. Ella es Juliana, que habrás oído hablar de que tenía una hija misionera en África que la mataron cuando nosotros éramos unos críos. Ah, ya, y levanté la vista para lograr ver, mientras se acercaba, a la madrina de fiestas, que era nada menos que mi abuela biológica. Recordé que uno de los lamentos de mi padre al enfermar mi madre fue que no podría ser la madrina de las fiestas cuando le correspondiera por orden de edad.
La madrina me plantó dos besos en la mejilla cuando alcanzó mi altura y Jandrón nos condujo a los dos hasta el portalón de las escuelas. Busqué en ella rasgos familiares, bajo el velo negro de encaje. Juliana, ese era su nombre. Me sentí ridículo por mirar de soslayo a mi pasado, por buscar lo que no se puede encontrar. Los músicos detuvieron la zaranda y Jandrón me preguntó si quería dirigir unas palabras. No, no, me excusé, nada de discursos. Me abrazó con contundencia y me sentí diminuto bajo su axila. Eres timidón, eh, más timidón de lo que pareces cuando te pones a cantar. Me soltó como quien deja a su peluche desmadejado y luego la madrina volvió a besarme y me preguntó si me acordaba de ella. Claro, claro que me acuerdo, le confesé. Que siempre venías a echar un trago de agua a mi casa. El concejal de festejos nos ayudó a abrir un pasillito entre la gente hasta alcanzar la fachada donde nos esperaba la placa conmemorativa que debíamos descubrir. El chófer del coche fúnebre me abrazó emocionado cuando pasé a su lado. Ah, Jairo, ¿aún estás aquí? Hombre, ¿cómo iba a perderme este acto tan bonito?
Nos detuvimos junto a la cortinilla que tapaba la placa y la banda de música tocó algo parecido a «Manolete», el pasodoble del mártir, composición que siempre me ha parecido fenomenal. Un hombre me abrazó con furia, soy Ciriaco, el hijo de Antonia la de la centralita de teléfonos, ¿te acuerdas? Pero la Luci le apartó con autoridad, ahora no, que tienen que descorrer la cortinilla. Sí, me acordaba del único teléfono del pueblo cuando venía de niño, desde el que llamé un par de tardes a mi madre sin atreverme a preguntarle por sus visitas a los especialistas, todo está bien, Dani, tranquilo, y sin confesarle que la echaba de menos para no ponerla triste. Cuando terminó la música, Jandrón sujetó el cordoncillo de la tela que cubría la placa y me invitó a tirar de él. Lo hice varias veces, cada vez con un poco más de intensidad, pero la cortinilla no se movió ni un centímetro. Tira fuerte, coño, gritó un vecino. La mujer del concejal de festejos me afeó que desluciera la ceremonia, vamos, antes corría bien, que estuve probando yo después de comer. Volví a tirar, una, dos, tres veces, pero nada. Entonces Jandrón sumó su mano sobre la mía para pegar un tironazo del cordel y se vino abajo la cortinilla entera, hasta posarse en su cara. De un manotazo se descubrió a sí mismo. Queda inaugurado el Centro Cultural Cantante Daniel Campos, alias Mosca, hijo de Garrafal, en el día de las fiestas patronales de Santiago Apóstol, y luego añadió el año y lanzó tres vivas, el del pueblo, el del apóstol y un viva Dani Mosca, que fueron contestados por los vecinos con enorme entusiasmo. ¡Viva!
cada despedida es un ensayo
Cada despedida es un ensayo para la despedida definitiva. Con cada ocasión de un adiós le concedemos a la tristeza una jornada de prácticas. Así, Kei se empeñó en venir a despedirme al aeropuerto pese a que yo le pedí que no lo hiciera, que se ahorrara ese entrenamiento de un músculo que no se entrena. Pero vino. Y yo quise mostrarme tranquilo, convencido de que tan sólo me marchaba por un mes, para organizar a los míos. Pero ella sospechaba que no sería tan simple. No volverás, me había asegurado tres tardes antes.
Cuando intentaba explicarles a Animal o a Martán mi relación con Kei, volvía a sentirme egoísta, con mis emociones por delante de cualquier empeño colectivo. Martán estaba volcado con su trabajo de informático en la empresa de videojuegos, sonaba entusiasmado y le quitó importancia a mi lejanía. Cuando yo lo precisara, él siempre estaría disponible. No necesitaba de nuestra actividad musical para sobrevivir. No era el caso de Animal. Le notaba resentido conmigo. La escena del aeropuerto de Tokio había sido para él un incómodo episodio que le obligó a dar explicaciones a todo el mundo. ¿Y ahora cuál es tu plan, tienes alguno que puedas contar?, me preguntó.
Pero ni yo mismo tenía un plan, traté de excusarme con Animal. Tras seis o siete cervezas la alegría del reencuentro borró los rastros del agravio. No así las dudas sobre el porvenir. Animal también había intentado a la vuelta de Japón vivir su propia historia de amor. Tenía envidia de ti, de verte enamorado a lo bestia, siempre con tus pasiones desatadas, me contó. Con ese viento de cola, en realidad él solía utilizar la expresión viento de polla, sopla un viento de polla, decía cuando salía por las noches en busca desaforada de sexo, pues con ese viento había conocido a una chica y establecido algo parecido a una relación sentimental. Se llamaba Mamen y yo la conocía porque trabajó muchos años en la discográfica hasta que montó su propia agencia de promoción. También, como Animal, ella presentaba un historial de persona indomable. Según me contó Animal, en el dormitorio de su casa, enmarcada en la pared, tenía una portada de disco firmada por Angus Jones que decía algo así como «para el mejor blowjob de mi vida». Pero la tía, me dijo Animal, tardó años en enterarse de que blowjob no quería decir algo relacionado con el trabajo de promoción que ella había llevado a cabo para el grupo durante su estancia en España.
Mi piso cerca de la glorieta de Bilbao me parecía grandioso comparado con los apartamentos diminutos de Tokio. La gente abarrotaba los conciertos y sonaba a estupidez querer marcharse ahora de nuevo. Había algo que tiraba de mí lejos de Kei, de vuelta en el territorio conocido. Sin embargo, cuando Martán me propuso trasladarse a vivir a mi piso le dije que sí, que yo no pensaba instalarme en Madrid de nuevo. Luego me dijo que Animal era quien más me necesitaba, vive con esa tía, pero no creas que va a ser capaz de montarse un nidito de amor, más bien eso parece un nido de ametralladoras. Y era cierto, Mamen no tardó en cansarse de Animal y lo echó de casa. Él, que se había tatuado el nombre de ella en el brazo izquierdo, se limitaría a añadirle un signo de exclamación. Mamen!, y sonaba como una orden.
Yo no estoy fabricado para esa patraña del amor, se desdijo Animal de sus buenas intenciones. Le había salido una pequeña gira como batería con un grupo de Zaragoza y gracias a esas actuaciones había superado la asfixia de vivir con alguien. Zaragoza además, me explicó, es la ciudad más divertida de España, así que me paso allí la mitad de la semana. Días después me presentó a los chicos con los que tocaba y uno de ellos se mostró entusiasmado por conocerme. Tío, es que hemos crecido oyendo tus canciones, y el tiempo cayó desparramado sobre mí.
Le hablé a Animal de la posibilidad de venirse a Japón y ayudarme a grabar y tocar conmigo. Recuerdo que se limitó a imitar el gesto del dinero al rozar las yemas del pulgar y el índice. ¿Y la pasta de dónde la sacamos? Había tocado con una estrella del momento en sustitución de un batería amigo y cobraban en metálico cada noche, todo en dinero negro. Había llegado el año 2000 y tenía treinta años, como habíamos calculado tantas veces de pequeños, cuando esa fecha era un icono y nuestras cábalas un ejercicio de ciencia ficción. Me deprimió que Animal me hablara con admiración de ese tipo con el que tocaba, que arrastraba una bolsa de deporte llena de billetes después de cada actuación. ¿En serio ese es tu sueño?, le pregunté.
Bocanegra me mostró un seductor panorama. Se había alzado como uno de los mandamases de la compañía y ejercía su papado en ese Vaticano discográfico. Lo que tienes que hacer es volver aquí, hay dinero. Renán había organizado una oficina tan grande de representación que ya no significábamos nada, el dinero con mayúsculas se lo proporcionaban otros artistas que ahora surgían de la televisión. Bocanegra me aseguraba que con él tendríamos actuaciones suficientes para cerrar una gira de invierno. Y luego lo cifraba todo a un nuevo disco. Lo que tienes que hacer es un nuevo disco, ya, sin esperar más.
Mis relaciones con él eran de desconfianza cordial. Nos había ayudado a consolidarnos cuando aún vivía Gus, apoyados en grupos de su cuadra que reventaban aforos. Nos mostraba cariño y respeto, lo que tenéis que hacer es esto y lo otro, una gira de salas urbanas, fiestas de verano, otro disco. Era corrupto y excesivo, todo el mundo consideraba que nos robaba pero lo hacía con la misma proporción con que robaba a los grupos mayores. Cada año se mudaba a una casa más grande y más espectacular, apoyado en los caprichos, según él, de su mujer, con la que había tenido dos niños a los que disfrazaba de rockeros antes de que pudieran caminar. Le encantaba llevar en el cochecito a un bebé enfundado en la camiseta de los Ramones o los Stones, aunque vivía de producir a baladistas románticos.
España alimentaba a tipos como Bocanegra. Descarados, emprendedores, sin escrúpulos. El dinero chorreaba y daba de sobra para vinos caros, restaurantes de moda, coches deportivos. Era un ambiente al que resultaba fácil habituarse si no pagabas tú la cuenta. Aunque, como ocurre siempre, todos los agasajos se costeaban con el dinero que generábamos nosotros. Bocanegra, al menos, era simpático. Sostenía que se arruinaba cada cinco años por una cuestión de higiene, como una purga intestinal, pero sabía tirarse en marcha cuando el coche perdía los frenos.
Sentía que mi destino era siempre abocarme a un callejón sin salida. A fin de cuentas yo nací en un callejón sin salida y quizá nunca pudiera salir de él. Tengo que resolver antes mi vida personal, le advertí a Bocanegra. Ser músico es cantarles tu vida personal a los demás, me dijo sin tan siquiera escucharme. Deja que la gente te acompañe, tú vete cantándoselo. ¿Que tienes dudas?, cántales tus dudas. ¿Que tienes ganas de follar con una oriental porque te has cansado de follar con las españolas que van a tus conciertos?, pues díselo cantando. Ellos te van a guiar en el camino, el público manda. Siempre le concedía al público la posesión de la verdad. Para él nuestro oficio no podía separarse de la vida personal. Lo razonaba: al hundirte, lo pierdes todo, amigos, pareja, estatus social, poder. Cuando te levantas, lo levantas todo de nuevo. No hay vida personal ni vida pública, tío, esto es un show donde te abres en canal y dejas que otros te coman las vísceras porque eso te hace rico.
Me pidió una muestra de lo que preparaba y yo sólo le pasé una de las canciones que había grabado en Japón, inspirada por los miedos a que mi vuelta fuera una huida. Ni siquiera estaba trabajada en el estudio, tan sólo una guitarra y mi voz en el dormitorio del apartamento. Me llamó entusiasmado esa misma tarde. Lo que tienes que hacer es traerme diez canciones como esa y tenemos el mejor disco del milenio. La canción se titulaba «Si yo fuera yo» y partía de una conversación con Vicente, en la que, ante las mismas inquietudes que les planteaba a los demás, él se limitó a decirme: sé tú, Dani, tienes que ser tú. Pero ¿qué tengo que ser para ser yo? ¿Qué tendría que hacer si yo fuera yo?
si yo fuera yo
Volver a salir por Madrid en noches que acababan a las cinco y las seis de la mañana no me liberaba de pensar en Kei a todas horas. Tocamos en dos garitos para comprobar que la química no nos había abandonado del todo. Yo no llamaba a Kei porque seguramente mis palabras no eran mejores que mi silencio. Tiempo después comprendería mejor lo que me sucedía. Si entonces y ahora alguien hubiera podido mirarme a través de una radiografía habría encontrado un agujero que me atravesaba de lado a lado. Una ausencia que yo intentaba llenar de aquella manera. La idea, lo que se había llevado consigo Oliva, tan lejos, tan irrecuperable, era la idea del amor. Y yo estaba empeñado en recomponerla. Como fuera. Costara lo que costara. Y empecé a pensar que no podía vivir sin Kei, sin estar cerca de ella, cuando en realidad era a mí mismo a quien más echaba de menos.
He visto a un montón de gente joderse la vida por pensar que amar es más importante que comer o que lavarse la ropa. ¿Tú vas a caer en el mismo error? Amar está bien, pero no es mejor que tener perro o aficionarse al tenis, me dijo Bocanegra. Fue él quien me llevó al aeropuerto. Animal no era fiable a esas horas tempranas de la mañana. Se emborrachaba y no había manera de despertarlo, era una especie de tronco inanimado sobre el colchón o el suelo de cualquier lado, aunque fueran las pensiones pulgosas y llenas de cucarachas de nuestras primeras giras. Le daba igual tirarse vestido dentro de la bañera, sobre una alfombra poblada de pelusas ovilladas, dormía como hacía todo lo demás, de manera abrumadora.
Bocanegra vino a recogerme en un Porsche gris. No es envidia de pene, te lo juro, es envidia de Porsche, me dijo cuando reparó en mi mirada crítica. Camino del aeropuerto Bocanegra me contó que le había dejado oír a Luz Casal la maqueta de mi canción. Le he dicho que la vas a grabar tú, que pronto tendrás un disco nuevo, pero le ha encantado y querría incluirla en su nuevo álbum. Antes de decir nada, piensa en cómo sonaría esa canción con su voz. Déjala probar. Es suya, le contesté, díselo, regalé una canción que ya nunca grabaría yo, quizá porque no podría mejorarla. Pero decir regalo es mentir. Porque meses después se convirtió en la más potente fuente de ingresos de mi vida, alzada durante una década completa entre las más escuchadas y vendidas. «Si yo fuera yo» siempre estuvo asociada a esa otra voz nasal y hermosa,
si yo fuera yo
tomaría lo que das
y dejaría de buscar,
pero me sirvió para instalarme sin agobios en Japón, porque el cheque de autores era ingresado con puntualidad. Me labró además un nombre como compositor de baladas de amor para voces femeninas, veta que aprendí a rentabilizar cuando mi propia carrera estaba aparcada en un limbo.
Los músicos fabricamos las canciones de ternura y afecto como pago a nuestra mala cabeza real, a los dislates de nuestra forma de vivir. Son recetas que no nos aplicamos, algo así como doctores que no confiaran en la medicina. Las canciones de amor suelen ser una compensación por el maltrato de los músicos a la gente que les rodea. No existe un oficio tan volcado en el amor como el nuestro, y al igual que los pilotos de avión no ven ya la magia en la magnífica aventura de volar, nosotros no vemos más que un medio de ganarnos la vida en cantar a la magnífica aventura de amar. Tiempo después Ana Belén grabó una pieza mía en la que volví a volcar mi idea efusiva del amor con menos pudor del que exhibía en mis propias canciones. Escribir para otros, para algunas de las mejores voces femeninas del país, Sole Giménez, Concha Buika, me enseñó que nada es más sincero que hablar por boca ajena. Después Bocanegra me exigió dos composiciones más para un grupo de San Sebastián que empezaba a despegar con fuerza, pero cuyas letras eran preescolares. El grupo se colocó como uno de los más vendidos del país y aquellas canciones me proporcionaron tales ingresos que creí ver mi futuro en componer por encargo. Hasta que, dos años después, Bocanegra destrozó una canción esmerada para dejársela grabar a un artista espantoso y tuvimos una discusión de tal calibre que decidí no componer nunca más para otros. Se acabó la placentera vida en sombras.
Entonces aún estaba lejos de descubrir que eso que en todas sus variantes conocemos como amor, y que se pone en las mejores cosas de la vida y las mejores intenciones y en los mejores sentimientos, no es más que una especie de efecto óptico, parecido a cuando de niños jugamos con el sol reflejado en la esfera de cristal de nuestro reloj y lo deslizamos a distancia por la pared o lo dirigimos cegador hacia los ojos de un profesor o un amigo, sólo que el reflejo lo lanzamos directo contra nuestros ojos, con el mismo efecto cegador, en un momento en el que nos convertimos en víctima y verdugo, en sujeto y objeto de nuestra fantasía o de nuestra ansiedad o de nuestra traviesa forma de llenar los vacíos.
Bocanegra me dejó en la terminal de Barajas, en una mañana espesa y algo desagradable para mí, porque había vuelto a discutir con mi padre, a quien molestaban mi viaje, mi ausencia. Piensas que no se da cuenta, pero tu madre se da cuenta, para ti es una ventaja pensar que está muy enferma y no se entera de nada, pero ella sabe que estás escapando de tus obligaciones. Sólo un padre sabe herirte donde más duele. Y él lo hizo allí de pie, mientras sujetaba del cuello a mi perro para que no tuviera la tentación de llevármelo conmigo.
En el avión de regreso a Japón me asaltó una melodía y comencé a tomar notas de una letra que se convirtió en «Vivir como suena», el núcleo de mi siguiente disco. En Helsinki, durante la escala del vuelo, escribí la canción casi completa, lista para grabarse. Me invadió la euforia, porque era una canción alegre, de vida nueva,
quiero lavarme los ojos y apartar la pena,
he decidido, por fin, vivir como suena.
vivir como suena
Recuerdo a Gus con la enorme ansiedad de lograr lo que quería lograr. Sed, sed, sed, sed. Como le recuerdo también cuando nuestro primer ingreso fuerte de dinero le llenó de entusiasmo, sació tanto su sed de fama y éxito, mucho más acuciante que la mía, estoy seguro, que me arrastró hasta la marisquería de Madrid que entonces estaba más considerada y encargó bandejas rebosantes de percebes, langosta, buey de mar y ostras. Hoy soy feliz, así como suena. Y la expresión me volvió entonces, para disponerme a volver a serlo, a aspirar a serlo, a empujar por serlo. Vivir, así como suena. A Gus le encantaban los percebes, los llamaba pies de dinosaurio, y cuando los abría, festejaba el salpicado del líquido como orgasmos de mar. Esos momentos de euforia para Gus siempre tenían que ver con el trabajo, un buen concierto, una buena canción, terminar la grabación de un disco, alguno de los encuentros con amigos fieles de provincia, aquella gala en París donde nos invitaron a tocar con varios grupos europeos. Alguna vez le provoqué con eso. Cómo es posible que sólo te produzcan placer las cosas que tienen que ver con nuestro oficio, nunca celebras nada personal. Pero él siempre contestaba con media sonrisa, ya verás cuando descubras, como he descubierto yo, que el oficio es lo más personal que tienes. No sé si estaba convencido de esa actitud o era su forma de retarme, de echarme en cara que dedicara demasiado tiempo a mi relación con Oliva o que después sufriera por ello, sin que me saciara ninguno de los éxitos que él festejaba tanto.
Vivir como suena fue mi actitud de regreso a Japón ante todas las incógnitas por resolver. Martán había decidido quedarse en mi apartamento y me pagaría sin puntualidad el alquiler durante años. Yo ya nunca volvería al piso de la glorieta de Bilbao, que venderíamos para comprar nuestra siguiente casa, ni volvería a ver a mi perro Lindo Clon, que se le murió a mi padre en un paseo extenuante por las montañas y lo dejó enterrado entre los pinos de la sierra de Madrid. Una muerte que me anunció por teléfono, con su pasmosa naturalidad, ah, por cierto, se murió Lindo, porque mi padre pertenecía a esa generación que trataba a los animales sin la sentimentalidad desatada que vendría después, cuando la gente ya empezaba a sentirse sola y desamparada y la mascota cobró categoría humana.
Volvía con una maleta de ropa y pocas cosas más, el resto lo dejé en las estanterías del piso. Kei vino a buscarme al aeropuerto. La vi al cruzar la puerta de llegadas, pero ella tardó en encontrarme. Se había cortado el pelo y había dorado las puntas elevadas al aire como un diente de león ingrávido que sostenía una diadema de terciopelo negro atada por detrás de las orejas. Se había pintado los labios de color púrpura y dejaba asomar la fiesta de su personalidad, antes siempre tan retenida, como si quisiera festejar mi vuelta. El tiempo que empleó en localizarme yo lo dediqué a gozar de nuevo de su belleza. No era una fantasía, seguía el brillo allí, a mi regreso. La abracé por detrás, sin dejar que se diera la vuelta.
Kei y yo alquilamos un apartamento en Tokio, cerca del barrio de Koto. Era propiedad de un compañero suyo músico. En los aspectos prácticos se conocía a Kei, su verdad oculta. Era alguien difícil de reducir a un retrato, tenía principios tan elegantes y directos que asombran en un mundo de cálculos e intrigas. Había una ingenuidad rabiosa en su forma de ser que tenía más que ver con la persistencia que con la simpleza. Se había defendido a solas durante toda la vida y, al contrario que yo, ella nunca había aceptado límites, en su calle no había un muro al final. En esos días se sinceró y me contó que Mitsuko nunca había sido su novio, sino un amigo de la juventud al que le había pedido simular esa relación para que yo me volviera a España sin culpa y renunciara a la aventura de quedarme a vivir allí. El riesgo asumido con esa estrategia estudiada la transformaba a mis ojos en alguien heroico. Igual que después me demostraría su capacidad para ser testaruda y resuelta incluso cuando yo caía en periodos de desánimo. No voy a dejar que te deprimas, tonto español, y que no me lo cuentes. Mi viaje a Madrid, la falta de noticias, tendría que haber sido trágica para ella, pero cuando supo de mi regreso se sintió segura y feliz.
El piso que encontramos para compartir tenía una habitación de invitados, para mis probables visitas de España, y un cuarto insonorizado para ensayar ambos. Y aunque el barrio era caro y el alquiler excesivo, tras ser admitida Kei en la orquesta para la que había hecho pruebas y valorar su nuevo sueldo, decidimos alejarnos un poco del bullicio turístico, con esas pantomimas del manga y la trascendencia exótica. A los dos meses yo tocaba cada jueves en un bar de ambiente europeo que se llamaba Continental, situado dentro de una galería comercial. Daba dos pases de media hora a solas con la guitarra eléctrica, aunque rápido recluté a dos músicos que también actuaban por allí y a veces Kei se sumaba a tocar con nosotros. Yo solía interpretar canciones de otros, de un repertorio conocido por todos, que cantaba con mi inglés de latigazos, pero luego incorporaba alguna en español, que introducía con una explicación más o menos fiel de la letra.
Cuando Kei se quedó embarazada traté de convencer a mi padre para que viniera a visitarme, pero no hubo manera. La idea de subirse a un avión le espantaba. Moriría sin hacerlo, último espécimen de otros tiempos. Yo compuse por entonces «Sol Naciente», que fue la última canción del disco, con la que di el paso definitivo para anunciar que volvía a grabar. Era un proyecto que se unía al embarazo, que significaba echar raíces en otro lugar, ver otro sol, otro paisaje cada día. Menos mal que tu madre no sabe lo lejos que andas, me dijo mi padre. Él también hubiera preferido no enterarse. No ver alejarse a su hijo. Tan lejos, tan lejos, decía siempre los viernes cuando hablábamos por teléfono. Kei comenzó a viajar más con su trabajo en la orquesta, a ganar un buen dinero, a rozar con los dedos el sueño profesional. La orquesta era un reloj de precisión, menos divertido, en mi opinión, que el cuarteto, pero giraba por locales de prestigio en todo el mundo, teatros y auditorios que yo envidiaba en mi carrera de garitos y bares ruidosos.
Kei engordaba con una belleza radiante y nos sentábamos juntos a escuchar música clásica que según ella formaría el gusto de su hija aún por nacer y también a mí me abría las orejas a la composición, a la polifonía, a las armonías que estaban fuera de mi alcance guitarrero. Yo atisbaba a Maya en las ecografías tan detalladas como un retrato, y me acercaba a la barriga que la cobijaba para cantarle, en respuesta, «Caballo de cartón» para que se aprendiera de memoria las estaciones de metro de mi ciudad y también «La nana de una madre muy madre» de las Vainica Doble, que se convertiría en la canción con la que todas las noches dormiría a mis hijos. No podía evitar, al entrar en el cuarto de ensayo después de que Kei me hubiera desgranado las notas imposibles de un Schoenberg o de un Hindemith, sentirme como un pobre niño que juega a la música desde la insolvencia profesional. Pero ese contraste me sirvió para no olvidar la alegría juguetona del pop, la querencia por letras simples, ritmos que pudieran bailarse. Algún crítico lo dijo después, que mi siguiente disco fue el más alegre de mi carrera, porque quizá tuvo algo de reconciliación con los inicios en la música. Mis composiciones desinhibidas me permitieron abandonar esa trascendencia estúpida que tanto tienta al músico, ese deseo de ser importante, sonar importante, venderte a los arreglos impostados de la moda del momento.
El embarazo no fue buscado, pero tampoco hicimos nada por evitarlo. La frecuencia de nuestros asaltos sexuales era tal que a veces nos olvidábamos de comer o cenar, nos alimentábamos el uno del otro. El hecho de que nuestra hija no llegara de una decisión meditada, sino en un estado de transición entre vidas, entre continentes, me ayudó a percibir que las personas nacen como nace una canción, que suena de pronto. No naces bajo un cálculo, sino en una cascada de accidentes y azares, lo que debería ayudarnos a vivir con mayor levedad y no lo contrario. Las raíces se convierten en algo primario, porque nos atornillan al mundo. Pero las raíces no dejan volar. Conocí a los padres de Kei en su provincia. Ella había vivido independiente de ellos desde muy joven, cuando eligió la formación musical. Fueron amables conmigo. Me llevaron a la tumba de sus antepasados y la madre me tomaba de la mano con una sonrisa, incapaz de entender una sola palabra de mi japonés tentativo.
Animal me felicitó, es un decir, cuando le anuncié mi paternidad por teléfono. Ahora sí que la has cagado bien cagada, te han cazado para siempre. Encontramos las fechas perfectas para que él y Martán vinieran a la grabación. Todo tenía que estar medido y sincronizado. Quería que la salida del disco coincidiera con el nacimiento de Maya. Quería que el disco se grabara en vivo, en la sala donde actuaba de tanto en tanto. Quería que el disco se llamara Vivo en Japón.
Lo grabaríamos en tres actuaciones en directo en el local, sin apenas público, acompañados por un teclista que además programaba sintetizadores, un percusionista que tocaba con Kei en la orquesta de cámara y ella misma, cuya implicación en el disco era equiparable a la nuestra. «Tonto español» era otra canción del disco, quizá la que más se oyó en las radios. Era una pequeña pieza, muy sencilla, que partía de un insulto que Kei me dirigía muy a menudo, cuando discutíamos o reñíamos por algo. «Tonto español» definía casi por completo mis inclinaciones, una voz más rotunda, banda de directo y sólo detalles decorativos como la presencia juguetona de una sukuhachi y acordes de koto. Narraba una escena calcada de la vida real. Una tarde, cuando fui a recoger a Kei tras una de sus actuaciones con la orquesta, nos fuimos a cenar y parecía tan feliz, con su barriga enorme, que le pregunté qué habría sucedido con ella si yo nunca hubiera regresado de Madrid, si me hubiera creído del todo la mentira de que Mitsuko era su prometido y no hubiera vuelto. Ella, tras alzar el cuello poderoso, se limitó a bromear, tan sólo contaría que una vez conocí a un tonto español.
tonto español
Había alcanzado a reconocer a las hermanas de Gus entre la gente arremolinada en la plaza del pueblo cuando descubrimos la placa con mi nombre. Pero rodeado de Jandrón y sus concejales no fue fácil llegar hasta ellas, que permanecían ajenas al bullicio, sin conocer a nadie entre la gente del pueblo. Vestidas de domingo para ir a misa, el tiempo se había posado sobre ellas para convertirlas en dos señoras desde la última vez en que nos habíamos visto, años atrás, en el funeral de Gus. Se sorprendieron de que las reconociera y luego le rogué a Jandrón que me permitiera refugiarme con ellas en el saloncito interior para poder hablar un segundo a solas. Son las hermanas de Gus, ¿te acuerdas?, el chico que tocaba conmigo, tuve que explicarle. Ah, el que se suicidó, dijo Jandrón, cuya sensibilidad aún está en busca y captura.
Leímos en el periódico que ibas a dar el pregón y como no estamos lejos nos animamos a venir. Ha pasado tanto tiempo, dijeron. Les guardaba el cariño que Gus transmitía por ellas cada vez que las nombraba. Recuerdo que Gus siempre contaba la anécdota del disco que cambió su vida. No sé si era una anécdota inventada por Gus, sonaba como tal, pero se remontaba a un cumpleaños de su niñez. Tendría nueve o diez años y sus hermanas le regalaron un disco de María Jesús y su acordeón, que arrasaba entonces con la canción franquicia de «Los pajaritos». Según contaba Gus, recibir el disco le hizo una gran ilusión porque bailaba la canción en todas las reuniones familiares, pero al abrirlo para escucharlo resultó que alguien había cambiado el contenido y el vinilo del interior era el single de «Ashes to Ashes» de Bowie. La versión de Gus nunca aclaraba del todo si sus hermanas habían llevado a cabo el cambiazo o fue un accidente en el que algún empleado había confundido la portada de Bowie pintado de payaso Pierrot con material infantil. El caso es que escuchar aquella música de manera repetitiva, qué remedio, era el disco que le había tocado en suerte, cambió para siempre su cabeza.
Miré a las hermanas con una sonrisa. Se habían hecho mayores y una de ellas había engordado un poco y se parecía a Elton John. Quizá también Gus se hubiera transformado con la edad en algo así, él, que cantaba tantas veces «Tiny Dancer» con voz de falsete. Me las imaginaba en el tiempo en que presenciaron la mutación de su hermano pequeño en aquella figura extrovertida y brillante que rompió las costuras de su familia tan convencional. Nos sabe mal molestarte, dijo la mayor, pero siempre hemos pensado que te gustaría tener esto. Se volvió hacia su hermana, que rebuscó en su bolso para sacar una pequeña libreta con cubierta de cartón. Es de Gus, me anunció, es una especie de diario.
Tomé la libretita en la mano y tardé en abrirla. Dudaba si hacerlo. En la primera página sólo había escrito la palabra diario, pero subrayada tres veces, con una insistencia que luego no se demostraba tal, pues tan sólo estaban escritas las cuatro primeras paginillas y el resto había quedado en blanco. Ya sabes que no era muy constante con nada, se sonrió una de las hermanas al verme sorprendido por la poca entidad de sus escritos. Lo empezó cuando llegó a Madrid, me indicó, y era cierto. Lo encontramos cuando murió la tía Milagros, entre cosas que guardaba en la pensión. Me entristeció la noticia de la muerte de la tía de Gus, pero una de las hermanas dijo, para consolarme, era muy mayor. La primera anotación, con la letra indomesticable de Gus, se limitaba a certificar su llegada. «Estoy en Madrid. He decidido llevar un diario. Contaré mi vida. Vivo en un barrio que se llama Cuatro Caminos, en la pensión de la tía Milagros. Cuando salgo a la calle nadie me conoce. It’s a wonderful town. La calle se llama calle de los Artistas. Artists Street!»
Sonreí. Era sin duda la manera de expresarse de Gus. Más adelante contaba su primer día de colegio y la primera tarde en que había ido al cine Regio a ver Rocky Horror. Él solo. Eran anotaciones rápidas, casi telegráficas. En la página siguiente vi mi nombre escrito: «Tengo un amigo. Se llama Dani. Vive cerca del colegio, pero en la parte más fea del barrio, en un callejón sin salida. Cuando salimos del colegio lo acompaño hasta su casa. No tiene hermanos. Aunque en clase es de los más populares. Fuimos a ver Granujas a todo ritmo al Griffith y nos quedamos a verla otra vez en el siguiente pase.» Levanté los ojos y la mirada de las hermanas de Gus estaba clavada en mí con cierto pudor. Temí, en ese instante, que el diario contara algo íntimo, que desvelara algún detalle que yo no recordara. ¿Yo un alumno popular?, jamás lo hubiera dicho. Otra anotación decía: «Music, music. Vamos a formar un grupo de música. Dani sabe tocar la guitarra increíble. Compramos los discos que él dice que hay que escuchar.»
Se refería seguro a las tardes en una tienda de discos de la calle Goiri donde, más que en comprar discos, empleábamos el rato en acariciar las fundas de los que deseábamos poseer algún día. Pasé la paginita y descubrí una plana entera en la que Gus, a la búsqueda de un nombre para el grupo, había escrito todas las posibilidades que se le ocurrían. «Los Pocos, los Mocos, los Bólidos, los Solos, los Más, los Menos, los Vagos, los Duros, los Pesetas, Dólar, Dólares, los Fuck, los Fly, las Moscas, los Artistas, los Milagros, los Quién, los Gentlemen.» Le imaginé en su cuarto presa del entusiasmo antes de venir a contarnos a Animal y a mí que nos llamaríamos Las Moscas. Estaba decidido. Había una página más, pero era extraña. Sólo había escrito una frase: «Hoy hemos hecho nuestra primera canción. Sí.» Pero estaba dibujado el borde de la hoja, como si se tratara de una cenefa decorativa. Eran letras enlazadas, pero se podía leer claramente la misma palabra repetida una y otra vez: «danidanidanidanidanidanidanidanidanidani».
No me atreví a levantar los ojos, inmovilizado, con la vista prendida de su cadena de letras. Después de un instante extraño, casi de vacío, como si me precipitara dentro del marco dibujado por él en el borde de la página y cayera hacia un lugar profundo y lejano, regresé de vuelta. Pasé una y después otra y las siguientes páginas, todas en blanco, salvo por la rayadura en renglones de la página. Hasta el final del cuadernito, que terminaba sin que volviera a aparecer otra anotación. Mis dedos acariciaban la libreta. Las hermanas de Gus, acomodadas a mi lado, contuvieron las lágrimas cuando volvimos a cruzar la mirada. Te quería mucho, dijo una. Asentí con la cabeza. Siempre estuvo enamorado de ti, se atrevió a decir la otra. Apoyé la espalda tensa contra el respaldo de la silla. ¿Enamorado?, no sé. Yo creo que era otra cosa. Aún mejor.
siempre Gus
Siempre Gus, siempre un recuerdo que le incluía, algo que me sucedía y me obligaba a pensar qué habría dicho él o cuánto habría disfrutado yo si hubiera podido contárselo con detalle. Gus si cerraba una canción o negociaba un contrato. ¿Qué habría dicho él? Las circunstancias de la muerte de Gus habían vuelto a cobrar presencia en una ocasión en que volvía de viaje desde Tokio a Madrid, ya nacidos mis dos hijos. Volaba, recuerdo, para la promoción del último disco que grabé en Japón. En la terminal de Barajas, mientras esperaba la maleta, un hombre anodino se acercó con timidez para saludarme. No me pareció a primera vista un seguidor habitual de mis canciones, sino que más bien tenía cara de fotógrafo de platos combinados, así que levanté la vista con curiosidad para mirarlo cuando me habló. No se acuerda de mí, ¿verdad? Negué con la cabeza, detesto estos acertijos, pasada una edad ya no recuerdo a casi nadie. Fui el inspector de policía que se ocupó de la muerte de su amigo. De Gus, claro, allí estaba. El hombre me tendió la mano y me explicó que ya se había jubilado de su puesto. Una triste historia aquella. Sí, dije, y balanceé la cabeza.
Usted tenía razón, me confesó tras bajar un poco el tono de voz, no fue nada tan simple como parecía. Levanté los ojos con enorme curiosidad. ¿Se acuerda de los detalles? El zapato perdido, la cazadora que le sirvió de almohada cuando lo abandonaron aún vivo en el portal. Sí, claro, cómo iba a olvidarlo. Nunca me dejaron tratar el caso como lo que era. Hay un delito que se llama denegación de auxilio. Y algo de eso hubo. Tragué saliva. No sabía si quería escuchar más. No, no espere que le cuente nada importante, yo no sé nada, pero sí que su amigo estaba en una fiesta en algún sitio y que arriba no interesaba saber quién más estaba en esa fiesta. ¿Arriba? La gente que manda, ya sabe, me dijo. ¿Qué quiere decir?, le pregunté, ¿sabían algo? No, nada, seguramente nadie quería salpicar a algún hijo de alguien importante, algún joven que andaba, como su amigo, tonteando con esas cosas. Ya. Recordé la frustración que me había producido hablar con la policía entonces, la asunción por todo el mundo de la tesis de la sobredosis y la renuncia a investigar, a llegar a saber con quién estaba Gus cuando todo sucedió y por qué lo habían abandonado en ese portal. Sí, su amigo se rompió por dentro, pero ya le digo, a mí lo que me fastidió fue que me mandaran dejarlo así, sin escarbar hasta el final. Lo único seguro es que la chica estaba con él. ¿Quién?, ¿qué chica? La modelo, ella estaba con él esa noche. Hasta ahí pude llegar. Se refiere a Eva, ¿verdad? Sí.
No sé si aún charlamos un rato más sobre el asunto. Estuve semanas presa de la inquietud, con la idea de hablar con algún periodista amigo, pero remover en lo que había sucedido tantos años atrás no me iba a devolver a Gus. Años después, ya de regreso en España, cuando Raquel llevaba mi carrera y mi agenda, contrató una actuación privada para el aniversario de boda de un empresario textil. Tocamos para sus invitados, a veces lo aceptábamos si nos pagaban el caché. Al parecer su mujer y él tenían una canción favorita del tiempo en que empezaban a salir juntos, años atrás. «Ca-ra-me-los» era la suya, nos la habían escuchado en la sala El Escalón, cerca de Chamartín. La canté para ellos de nuevo aquella noche, seguro que bien distinto a como la escucharon de novios.
Era una fiesta de gente elegida y elegante y en ella volví a encontrarme con Marina. Me saludó cordial, como si nos hubiéramos visto el día antes. Los años la habían tratado bien, y si de joven no era tan guapa como las chicas que la rodeaban en el taller de costura, con cuarenta y tantos era más atractiva que nunca. Irradiaba esa clase que vuelve tan distinguida a una persona. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, quizá en algún concierto en Valencia. Me dijo algo que se me quedó grabado. Bueno, me temo que ya hemos entrado en esa edad en la que vamos a más funerales que a fiestas, y luego se llevó la copa de champán a la boca. Y ese gesto fue un hola de nuevo, una seductora invitación a disfrutar del tiempo. Volvimos a intercambiar nuestros teléfonos y la siguiente vez que toqué en Valencia la llamé y me invitó a su casa, aún con la maravillosa terraza sobre la ciudad donde en su día había organizado aquella especie de orgía. Mi convivencia con Kei empezaba a quebrarse, como si la felicidad para mí fuera un bien obligatoriamente perecedero. Me acosté con Marina de nuevo y lo hice en cada ocasión en que volvíamos a vernos, incluso me inventaba viajes a Valencia sin motivo real o ella pasaba por Madrid para un desfile de moda o alguna reunión de negocios y nos encontrábamos en su hotel para pasar un rato juntos. Era una relación infrecuente y relajada, sin que ninguno de los dos buscara algo más profundo que pasar un buen rato juntos. A Marina le divertía decir que éramos amantes. Suena mejor amante que esposa, ¿verdad?
Fue ella la que me informó de dónde trabajaba Eva, y un día me acerqué a la tienda de ropa, cerca de la calle Serrano, en la que estaba empleada de relaciones públicas. Entré, pregunté por ella y me condujeron a un pequeño despacho adosado al almacén en medio de ropa embalada. Su dentadura perfecta era ahora gris, con las muelas picadas y con cercos negros en las encías. Aún lucía delgada y estilizada, pero ahora la delgadez transmitía algo de derrota y el estilo dependía más de su ropa cara que de su porte, aunque no había perdido del todo la sofisticación que Gus adoraba tanto en ella. Hablamos de nada un rato mientras yo pensaba que en la primera mitad de la vida lo que más importa es la apariencia externa, pero cuando entramos en la segunda mitad sólo nos sostienen los cimientos, los pilares ocultos donde se asienta la estructura de nuestra personalidad. Somos un poco como los girasoles, que buscan el sol en la juventud y luego retiran la cara hacia la sombra y quedan inmóviles sobreviviendo de la energía acumulada.
No recuerdo bien si fue Eva quien sacó la conversación sobre Gus, pero me miró desde un lugar muy al fondo de sus ojos azules y el lugar era muy triste. No lloró, pero quizá porque no era una mujer que llorara fácilmente. ¿Te acuerdas de él?, le pregunté. Me acuerdo todos los días, me confesó. Yo también le echo de menos, y luego añadí, sin misterio, Eva, lo sé todo, sé que estaba contigo aquella noche. Hubo un larguísimo silencio. Éramos muy jóvenes entonces.
Le conté mi encuentro con el policía en la terminal de Barajas, aquel tipo gris como el amanecer triste de ese día. Eva apartó la mirada un instante y habló un poco para el aire. Yo no podía contar nada. Estaba con un grupo de gente, no sé, gente que se juntaba con nosotros, alguien nos invitó a su piso cerca de Colón, un piso lujoso, y habíamos bebido y tomamos pastillas y me coloqué bien rápido y yo estaba con alguien y nos fuimos más temprano y no me enteré hasta después de lo que pasó, de que Gus se había desmayado y luego de que no respiraba. Tragó saliva y tardó en contarme el resto, que al día siguiente leyó que lo habían encontrado tirado en un portal cercano y que tuvo miedo de contar nada y meter a sus amigos en más problemas. Fue un accidente, terminó, y se quedó callada.
Siempre es un accidente, dije con rabia. Supongo que erais todos demasiado importantes para cargar con algo así, ¿no? ¿O había alguien especialmente importante? Dani, por favor, ha pasado demasiado tiempo. ¿Qué quieres de mí? Miré hacia Eva y me di cuenta de lo que quería decirme. Había algo de lindo cadáver en esa mujer. Qué más daba. Es posible que hasta su versión fabricada a medida también fuera una mentira para salir del paso. Nadie iba a devolvernos a Gus. Ni siquiera tenía importancia saber qué cachorro relevante andaba con ellos, si el hijo de un empresario o de un ministro o de un militar. Aquellas noches mezclaban a todos, todos querían pasar por los más modernos, los más atrevidos, los más decadentes. Pero Gus sólo era un chico de Ávila, un loco arrojado que ya se podía dar por contento con que lo saludaran y le invitaran a las rayitas de coca o el pastilleo de sus fiestas.
No logré despedirme de Eva, sólo me levanté y recuperé las cosas que había posado junto al mostrador. Creo que había comprado algún regalo de Reyes porque pronto sería Navidad y salí de la tienda de ropa con mis bolsas sin volverme a mirar atrás, invadido por el asco, asco contra ella y contra toda aquella gente que la rodeaba entonces y a la que Gus se prestó a divertir porque encontraba que le surtían de algo de lo que carecía, que le ayudaban a sepultar a ese tipo provinciano que tenía tanto miedo de ser. Rabioso, caminé un largo rato bajo las luces de Navidad de las calles lujosas del centro, apagadas porque aún era de día, y habría roto a patadas algo si no hubiera sido porque sabía que eso no devolvería a Gus a donde me gustaba tenerlo, al lado mío, siempre Gus.
Acompañé a las hermanas de Gus hasta la puerta de las escuelas, donde seguía arracimado el pueblo, ahora en entretenimientos infantiles. En el escenario repartían medallas por algunos juegos y los niños trepaban para recoger su trofeo, quizá eso y mi placa recién inaugurada me llevaron a pensar en Gus. Un héroe sin medalla. Al ver alejarse a sus hermanas, con su paso recogido y la ropa cuidada, con los bolsos al hombro y las chaquetillas por si al final de una tarde tan abrasadora terminaba por refrescar, no podía dejar de reparar en el mérito de Gus, su valentía para haber salido desde un entorno tan predecible y siniestro como el de su infancia, hasta convertirse en alguien libre. Saltó hasta los escenarios desde esa habitación donde bailaba solo, disfrazado frente al espejo, cantando canciones en un inglés inventado que siempre utilizó para componer. Igual que había sucedido con su irrupción en el colegio, cuando nos había abierto a una pandilla de botarates educados en la represión y la intolerancia las ventanas para aspirar a ser lo que podíamos ser. Y sabía que sus hermanas estaban orgullosas de él igual que lo estaba yo. Porque conocíamos de dónde venía, que nada había sido fácil. Me había guardado la libreta en el bolsillo, otro recuerdo, un fósil más para contar nuestra vida.
¿Así que vas a cantar, por fin? Paula se acercó hasta mí seguida por un par de amigos de su edad. No sé, le respondí, y nos aproximamos el uno al otro para no tener que gritarnos por encima del ruido. Si te quedas por la noche lo pasarás bien, montamos fiesta en las peñas, me propuso. La nuestra está al lado de la carretera. Se mordió el labio. Recordé la fascinación por su madre en aquellos días de verano de mi infancia. Me limité a sonreír y decir estoy demasiado viejo para esas fiestas, me temo. Yo le tengo mucho cariño al pueblo, no creas, me confesó de pronto, quizá porque intuía mi escepticismo. Mis padres murieron en un accidente de coche hace seis años. Ah, vaya, no sabía, lo siento, dije un poco estúpidamente. De pronto la idea de Ignacia, aquella niña tan hermosa, también muerta, me provocó una profunda tristeza. Todos muertos. Vaya, tu madre era estupenda, de verdad, le dije en un intento de ser caluroso. Me acuerdo de ella de alguno de los veranos, era especial. Ya, bueno, añadió ella. Me he criado con mis tíos, por eso he seguido viniendo al pueblo. Claro, supongo entonces que Jandrón ha sido como una gallina para ti. No reparé en lo que acababa de decir. Paula soltó una risotada libre. ¿Qué has dicho? Sorprendido yo mismo, se me escapó la cerveza por la nariz. Lo siento, no sé qué he dicho. Tosí varias veces. Algo de una gallina, me aclaró ella. No, no, quería decir que tiene que haber sido como un padre para ti. Perdona. ¿En qué estarías pensando?, dejó caer Paula.
Qué gozada, qué bien está saliendo todo, dijo Jandrón, nada más caer sobre nosotros, un poco con el zarpazo con que los monstruos atrapan a los niños en los cuentos de terror. Acércate al chorizo, que está de llorar y no van a dejar nada. No tengo hambre, me excusé. Ahora entendía el olor intenso que cargaba el ambiente, provenía de la chorizada a puertas del casinillo. Come, come, que tienes que merendar fuerte, que luego la noche va a ser larga. Paulita, le dijo a ella, vente con nosotros, que le quiero enseñar a Dani el museo de la labranza que tengo en casa.
Jandrón me pasó el brazo por los hombros y comenzó a guiarme hacia una salida de la plaza, mientras apartaba a manotazos a quienes venían a propinarme su cariño como los guardaespaldas protegen a los poderosos cuando salen del juzgado. La banda había dejado de tocar y estaban apoyados en una pared. Uno por uno me saludaron, tras apartar a un lado sus bocadillos y las latas de bebida y limpiarse la mano pringosa de sudor y longaniza en la pernera del pantalón. Encantado de conocerte. Lo mismo digo. ¿Sois del pueblo? No, no, venimos de Zamora. Comprobé que Paula nos seguía con paso firme y que los dos o tres chavales de su edad no se despegaban de ella. Venga, venga, no te entretengas ahora, Jandrón no dejaba de empujarme y de hablarme, y en ambas cosas ponía el mismo empeño. ¿A que estás contento? ¿A que seguro que a muchos cantantes no les han hecho nunca un homenaje tan bonito como este que te hemos hecho a ti? Antes de contestar me abrazó un señor con bigote. Soy Luciano, el nieto de Honorio, ¿te acuerdas? El de la trilladora. Sí, claro, ¿qué tal? Prueba, prueba el queso, que es de Villalón, y me puso en la mano un pedazo. Estos son todos sabores de la zona, organizamos un mercadillo itinerante de productos locales, me explicó Jandrón tras obligarme a comerme el pedazo de queso y luego seis más de distintas variedades. Para mí es un orgullo trabajar desde el ayuntamiento para que no se pierdan las tradiciones, que la modernidad está muy bien, pero nosotros tenemos que seguir reivindicando el lugar del que venimos.
Alcalde, a ver si nos arreglas la calle de la riera, que está de pena, le salió a decir un vecino mayor. No todo va a ser la fiesta, se quejó. Todo llegará, a ver si se pasa la maldita crisis. Llegamos por la puerta trasera a su casa. Paula y sus amigos nos seguían. Qué cojones, me dijo Jandrón, si tú sabes tan bien como yo que la crisis no es tal crisis, que es que ahora vamos a tener que vivir así, con la mitad de lo que teníamos, y en toda Europa, eh, porque nos ha salido competencia, los chinos, los sudamericanos, ahora todos quieren vivir de puta madre, desde que lo ven por la tele ya no es lo de antes, y no nos van a guardar el sitio, me confesó Jandrón, y por primera vez vi asomar al profesor de economía de la empresa que daba clases en la facultad cuando no ejercía de alcalde con vara de mando. Se han acabado las vacas gordas, Europa tiene que reinventarse. Sí, dije, eso lo había oído en algún sitio.
Entramos por el corral al antiguo recinto del gallinero y las conejeras. Jandrón había montado un museo con el viejo instrumental de siega y labranza, colgadas las piezas recobradas de ganchos de la pared. Esto se llama rastro y a esto le decían zoleta, explicaba. ¿Y a ver esto quién sabe lo que es? Levantó por el mango la herramienta y uno de los amigos de Paula dijo que era un tridente, como el que lleva el diablo. Aquí lo llaman bieldo y se decía bieldar cuando se lanzaba al aire la trilla para que el viento separara el trigo de la paja. Observé la cara de felicidad de Jandrón cuando explicaba por gestos las acciones como si estuviera a pie de parva. Había también utensilios de matanza y de un carpetón grande comenzó a mostrarme fotos de aquel tiempo. Lo explicaba todo para mí y para Paula y sus amigos, que atendían a las explicaciones.
El tractor estaba abandonado y cubierto por una película de polvo mezclado con grasa. Pero Jandrón parecía empeñado en apartar esa capa de olvido para hacerte revivir el uso de cada apero y se puso perdidas las manos y el traje beige, pero parecía feliz y satisfecho. De pronto, empezó a caerme bien aquel tipo. Empecé a rescatar al niño con el que me había divertido aquel verano y me resultaba entrañable el empeño con que rememoraba cada elemento de una historia que consideraba suya y por extensión mía. Pero ¿lo era? ¿Había algo de mí en todo aquello? Él, al menos, se agarraba a su pasado con uñas y dientes.
Esto lo encontré destrozado, oxidado y lleno de mugre, pero me ayudó un herrero a ponerlo de nuevo como tiene que ser. Jandrón se agarró al arado reconstruido y explicó cada parte sin dejar de nombrarla por su nombre. Mancera, pescuño, chaveta, dental, y enganchó el pie para proceder a una demostración. Paula se reía y sus amigos, que parecían tan sólo interesados en respirar el aire de su estela, imitaban sus reacciones. Yo miré al enorme Jandrón jugar a que era un abuelo suyo y la estampa me enterneció. Algún día a lo mejor vosotros también tenéis que coleccionar los objetos de hoy para enseñarles a vuestros nietos, les dijo, no sé, el móvil, la tableta, el portátil, todo lo que se habrá quedado antiguo y en desuso. Ya, dijo Paula. No creo, dijo el amigo que más interesante quería parecer, no es lo mismo un móvil que un arado. Eso te crees tú, replicó Jandrón, y experimenté una enorme admiración por ese tipo.
Entre las fotos que Jandrón recuperó del cartapacio me mostró las de la escuela, que es donde ahora está tu centro cultural, me aclaró. Mira, esta es de cuando yo era pequeño y esta otra es de un curso, vete a saber, porque el maestro aún era don Nicéforo, que yo lo llegué a conocer. Sí, mira, aquí lo he escrito, por detrás, 1965. Medio siglo atrás, ya ves. Miré la foto con atención. Paula bromeó, vaya pintas que tenían. Era la época, justificó Jandrón.
Mira, esta de aquí es Lurditas, la que mataron en África. Aquí tendría la edad de Paula, más o menos. Me asomé a aquel rostro en el retrato del grupo escolar. La misma sonrisa franca y abierta de las otras fotos. ¿Por qué nunca tendría yo esa sonrisa? ¿Cómo explicas esa sonrisa a quien nunca se libera del todo, se permite ir, se confía al destino, aunque el destino fuera tan cruel como lo fue con ella? Me pareció una hermosa jovencita, rodeada de cabestros, de chavales con el pelo a cepillo y amenazantes cejas como maceteros descuidados. Yo había heredado unas cejas así de mi padre y me encantaba levantarme con ellas despeinadas porque me recordaban a él. Cada vez que me maquillaban en alguna entrevista en televisión tenía que impedirles que me las recortaran, me gustan así, les explicaba a las maquilladoras. Lurditas llevaba un vestido hecho en casa y tenía posada la mano sobre el pupitre, con los dedos largos y finos. Noté una extraña punzada dentro de mí, rodeado allí de todo aquel despliegue museístico y de la imagen de mi madre biológica al final de la adolescencia, muy poco antes de hacerse monja y renunciar a casarse con cualquiera de aquellos zascandiles de compañeros de generación, y de venirse a Madrid y buscar refugio en casa de mis padres y vivir esa extraña historia del embarazo y terminar asesinada en un país africano mientras cuidaba a niños desnutridos. Y traté de entender que quizá ella también había querido huir de allí y estudiar para monja era la única oportunidad de fuga y que el destino luego había enredado una madeja que yo no iba a desenredar, porque en ese enredo estaba mi origen.
todo está en las canciones
Todo está en las canciones, todo volcado allí. Las canciones eran una forma de biografía. Plantas ahí los sentimientos y dejan de ser propios, ocultos, íntimos, se convierten en compartidos y hasta diría que superados. Escribía más canciones, sumaba una docena más en cada disco y me preguntaba adónde iban, qué iba a ser de ellas cuando yo dejara de interpretarlas, de sacarlas a pasear por los conciertos. Serían como niños huérfanos, como los soldados muertos de una guerra perdida, como cartas que no encontraron al destinatario.
Para muchos yo me había pasado al japorock o al japopop, y las definiciones hicieron fortuna a juzgar por la cantidad de veces que se repetían. Para terminar de liarlo todo, posé en una foto de agencia para el lanzamiento del disco con las manos en los ojos para forzarlos a achinarse, y faltó tiempo para que prácticamente todas las revistas y publicaciones del país eligieran esa imagen para acompañar cualquier comentario que tuviera que ver conmigo. Que un músico español viviera en Japón facilitaba una serie de tópicos tan manidos como agradecidos. Dani Mosca pasó a ser alguien instalado lo suficientemente lejos como para no molestar a las glorias locales ni importunar demasiado. Le había pedido a Vicente que escribiera un texto para el interior del disco y me regaló unas líneas preciosas. Ya no llegué para verlo en Madrid antes de que muriera. Sabía que estaba débil y pedirle el texto era una forma de mantener un último vínculo con él. La frase final que escribió para el disco siempre me pareció la verdadera despedida, honesta, delicada y sutil, de un amigo. ¿Adónde llevará el camino de Dani Mosca? Pasará por mil lugares hasta volver al origen. ¿No pasa siempre? A veces vuelvo a pensar en Vicente y comprendo que hay personajes que ayudan a forjarte porque sabes que vigilan tus pasos.
Mi hija apenas tenía cuatro meses cuando viajamos a Madrid para la promoción del disco japonés, como todos lo llamábamos. La llevamos ante mi madre y le pusimos el bebé en las manos. Sostuvo a la diminuta Maya con una sonrisa abierta, casi infantil, que parecía comprenderlo todo más allá de nosotros, entenderlo todo, abarcarlo. Mi padre, nada más verla, la apodó la chinita. Se ve que sus genes son más fuertes que los nuestros. Mi padre hablaba a Kei como se habla a los sordos o a los imbéciles congénitos. Encontró su manera particular de demostrarle el cariño en la enseñanza de refranes, lo cual Kei interpretaba, por deformación japonesa, como un rasgo de sabiduría. Lo que delataba el cariño de mi padre hacia Kei era su actitud corporal frente a ella. Le parecía tan bella que no hacía más que cogerle las manos, muy expresivo, o acompañarla a cualquier lugar en el que anduviéramos sin soltar su fino codo, como un lazarillo. A su nieta Maya siempre la llamó chinita o mi chinita, sin querer corregir jamás el disparate.
Le mostré a Kei algo de Madrid. Descubrí de nuevo la ciudad a través de sus ojos. La suciedad, el griterío, el humo en los bares, el delirio de las calles repletas en la noche de fin de semana, y también visité rincones que ni yo conocía como el jardín botánico, el Retiro, el Prado, Ópera, lugares reposados que pensé ideales para ella y que jamás había frecuentado de joven. Kei no vivía atosigada por el bebé, dejaba que fuera yo el que la atrapaba, cargaba, besaba, lanzara al aire, el que me tirara al suelo a jugar con Maya. Kei le daba masajes antes de dormir y le ejercitaba la atención con movimientos psicomotores, como si hubiera estudiado cursillos que a mí se me escapaban. Era capaz de tocar para ella y cantar de forma muy sutil, y dejaba para mí las atracciones ruidosas y la agitación eufórica. Éramos los padres perfectos, que combinaban la formación y el desarrollo armónico de uno con la torpeza y vulgaridad del otro.
Pronto empecé a llorar delante de las noticias del televisor. Lloraba si le pasaba algo malo a cualquier niño en cualquier continente. Me quedaba media hora hundido en el sofá. Pensaba si era sabio entregar un niño a la vileza de los tiempos. Esa asombrosa nueva percepción, para alguien que no había tenido a los niños en su radio de interés jamás, me nutrió de un material rico para las canciones. Para regularizar nuestros papeles convenía casarse. Sabía la ilusión que eso representaba para Kei, sometida a las tradiciones. Pero por qué no te casas, hijo, repetía mi padre, con la complicidad de ella. Pero yo me resistía. No quería traicionar mis principios de manera tan sencilla. No quería burocratizar el amor, pedirle a un notario que diera cuenta de la pasión, a un registrador de la propiedad que midiera la dimensión insondable de mi dormitorio. Kei reía y aceptaba las excentricidades como algo propio de mi oficio. Papá es un tonto español, le decía a nuestra hija, y esa fue la primera palabra que dijo Maya, no fue ni agua, ni mamá, ni papá, ni oto, sino tonto.
En las reuniones de amigos que sostuvimos en Madrid durante aquellos meses de estancia, Kei se apagaba, sin acertar a decir nada. Terminaba por enviarme a solas para verme llegar de mañana con la boca pastosa de tanta cerveza y la peste al tabaco de los demás en la ropa y el pelo. Uno de mis pánicos habituales era la falta de fe en las parejas que no comparten el idioma, la imposibilidad de entender la parte muda del lenguaje, tonos e inflexiones. En aquel tiempo me parecía que generaba misterios, áreas desconocidas que llenaba con la imaginación. Luego comprendí la distancia insalvable. Kei, en uno de nuestros primeros conciertos de presentación del disco, durante aquellos tres meses que pasamos en España, pareció caer en la cuenta de que yo era alguien reconocido, que mi música era de cierta relevancia en el país. A veces alguien venía a pedirme un autógrafo o una foto en el móvil y Kei sonreía orgullosa. La primera infidelidad con Kei sucedió durante esa gira, en el concierto de León, cuando una chica me empujó en el cuarto de baño de casa de unos amigos atraída por mi aparente falta de efusión. Luego una fan bellísima que repitió en el concierto de Bilbao y en el de San Sebastián, y que se quedó hasta el amanecer en la cama del hotel, enredado el cuerpo hermoso entre las sábanas. Escapé al amanecer a pasear sin destino mientras rogaba que a mi regreso se hubiera largado del hotel. Uno puede ser infiel en la cama pero no en el desayuno.
Aunque Kei ya se había vuelto a Tokio con la niña, esos episodios azarosos, y cuán previsible podía ser el azar, me hicieron comprender que era urgente terminar con los conciertos en España, con esa rutina despojada y nocturna que te aleja de casa hacia el corazón de la nada. Había que regresar al reducto privado, al retiro del que había salido ese disco. Sabía que los únicos músicos que llevaban una vida ordenada en el negocio vivían apartados, casi en un monasterio familiar. Por más que el ambiente musical fuera una tentación divertida, sin ataduras, un libre peregrinar nocturno por cuerpos hermosos y camas desconocidas, comprendía que mi sitio estaba asomado a los ojos de mi hija cuando se abrían por la mañana y no en váteres llenos de pis en los que mear de puntillas. Que prefería enseñar a Maya a montar en bicicleta que robarle un beso a alguna chica guapa que aparecía por el concierto. Animal me decía que no había música sin noche. He ahí el conflicto. Me empecé a sentir marinero con miedo a salir a la mar, un camionero que no quiere pisar la carretera, un torero con pavor a la plaza. Como me gritó un joven cantante de un grupo catalán que en ese momento arrasaba, pero, tío, ¿qué quieres ser, padre de familia o músico? Yo no respondí pero pensé que la diversión deja de ser diversión cuando se vuelve obligatoria.
tener veinte años sin tener veinte años
Tener veinte años sin tener veinte años era un esfuerzo que no me tentaba. Madrid presenta una noche casi infinita. Cada antro encadena con otro antro que abre hasta más tarde y donde hay otra cara conocida que disfruta de engancharse a ti. Recolectas gente de local en local hasta sumar una brigada artificial que toma otra colina, otro bar que alguien conoce. Es una ciudad feliz cada vez que cae la noche, igual que es una ciudad arisca y hostil durante el día. Madrid es una ciudad que se desclasa por la noche y se anarquiza. Y en otras ciudades no era tan distinto, porque un músico tiene la llave de la madrugada colgada del cuello. Envejecer es el verbo que tienen prohibido conjugar los músicos. A la ramera y al juglar a la vejez les viene el mal era el refrán al que mi padre recurría para anunciarme mi destino. Conocía cantantes que adoraba, talentosos, a los que consideraba maestros, pero la vejez los obligaba a parapetarse tras una mujer joven y entregada que les aguara el whisky o les escondiera el tabaco, secuestrados en su propia casa porque o se imponía esa disciplina de hospital o sólo quedaba entregarse a la decrepitud acelerada y la muerte.
Una noche, durante una estancia de un par de semanas en España para actuaciones de verano, paré un taxi en Barcelona y me extrañó que no se abriera de manera automática la puerta ni circulara por la izquierda. Borracho, guie al taxista. Siga todo derecho hasta el distrito de Koto y gire por la avenida del Ariake, hasta que el tipo se volvió hacia mí y me dijo, irritado, oiga, caballero, que estamos en Barcelona. Decidí de que ya no quería cambiar de hoteles cada noche ni llevarme el bote de champú por si en la siguiente ciudad no alcanzaban el nivel de regalarlo en las duchas. Cuando hubiera algo interesante y alguien dispuesto a pagar un billete de ida y vuelta no tenían más que llamarme. Pero viví cinco años en Tokio, con viajes tan cortos a Madrid que ni cambiaba la hora en el reloj para regresar sin combatir el jet lag. Golpeaba y volvía al escondite. Asomaba las orejas al mundo de la música y luego regresaba a casa, sano y salvo. Yo era una cucaracha, porque sabía que cuando se enciende la luz y empiezas a pisar cucarachas, sólo se salvan las más rápidas y las más cobardes. Y yo quería salvarme.
Kei se quedó embarazada de nuevo y Ryo nació en un verano de descanso con su orquesta. Yo disfrutaba los días que me dejaba a solas con Maya y su nuevo hermano, hacíamos vida de niños, y luego pasaba algunas horas cada día encerrado en mi música. Oía todo lo que se publicaba por el mundo y escribía una colaboración mensual para una revista española que me pagaba una miseria por mantener un hilo de comunicación con mi país. Estudiaba composición con un amigo de Kei profesor de piano y tenía el extravagante propósito de componer un disco completo con adaptaciones de poemas de Bai Juyi, un poeta chino muy leído en Japón,
lejos de mi origen, desterrado a un lugar extraño,
me asombra que mi corazón no sienta angustia o dolor,
quizá mi hogar sea el País de Nada en Absoluto,
o Absolutamentenadalandia, como me gustaba titularlo durante los cuatro o cinco años que pasé emperrado en el proyecto, cuando obligaba a Kei a consultar en la versión original para no perder matices en la traducción de los versos, porque ella me leía los poemas en su lengua,
envidio a la ola que regresa al origen,
y me explicaba: hajime es la palabra que significa el origen, mientras yo aún no intuía que la ola alcanzaría la orilla hasta comerse de nuevo mi castillo de arena. Quería experimentar, hacer música distinta, rara, quería aplicarme eso que decía Brian Eno de que el arte es el único oficio en el que podemos estrellar nuestro avión y salir ilesos. Desde Madrid, Bocanegra me metía prisa para grabar otro disco cada vez que yo le salía con ese empeño tan fuera de norma. Es tu ópera pedante, me decía, todos los músicos han pasado ese sarampión.
Volaba para las actuaciones más suculentas en España y algunos vanos intentos de darme a conocer en la América hispana. Despedí a Renán el año en que dejaron de salir tantas actuaciones como acostumbraban. Yo también cometí el error común de culpar a otro del descenso de interés por mí. Animal bebía sin medida y ahora no compartía tanta vida en común con Martán, que también había sido padre, así que cuando los juntaba para algunas actuaciones ellos también parecían felices de desertar de sus rutinas. En una semana de viaje a Madrid tenía la sensación de rendir la ciudad a mis pies. Visitaba a mis padres y me acostaba con las chicas que pusieran menos escollos a la idea de ser abandonadas al amanecer. Mi fuerza de voluntad y el propósito de enmienda duraba lo que tardaba en volver la sangre a la punta de mi polla.
Para no interrumpir la carrera profesional de Kei era imprescindible que yo planificara mis tiempos y me ocupara de los niños en sus ausencias. Kei tocaba un violonchelo veneciano de más de cien años de antigüedad, que manejaba con extremado mimo, al que impregnaba de un aceite natural que le enviaban desde ya no recuerdo dónde. Era su niño, y cuando nacieron nuestros hijos, me esforcé por que no significaran renuncias ni elecciones imposibles. Ella no debía perder el tren de su carrera ni sacrificarse y arrinconar el chelo para cuidarlos más allá de lo razonable. Las madres cautivas siempre me aterraron, y más si su cautividad es por un motivo noble, criar a sus hijos. No podía permitir que la familia se transformara en una esclavitud que le hiciera perder su autonomía. Yo sabía que era feliz cuando tocaba, como lo era yo también. Ella entre sus partituras, con las gafas redondas de pasta, que se deslizaban y ella recolocaba con el pulgar en un gesto ritmado con la música y sin soltar el arco.
A Ryo, que era un niño luminoso y despierto, me encantaba darle biberones si su madre salía para tocar. Me encantaba aprender el idioma con Maya, tirados sobre el suelo con libros enormes de dibujos y signos escritos. Como me encantaba dejarla en manos de su madre para encerrarme horas a darle a la guitarra y sacar algo que me rondara la cabeza mientras ellas se pintaban las uñas de colores llamativos. A veces se producía el atasco, el cruce de intereses, la desgraciada angustia de querer ponerme a tocar, a fijar una melodía, con esa necesidad urgente, inaplazable, y estar atado a los niños y las obligaciones familiares. Entonces me sentía un músico fraudulento, un cobarde, pero siempre intenté que esa infelicidad, que era momentánea, no fuera un fardo para Kei, para su independencia, que además nos proporcionaba un dinero cómodo con el que pagar, incluso, a la señora que echaba una mano en casa y sacaba a pasear a Maya y Ryo por los jardines cercanos, construidos sobre antiguos vertederos.
La crisis económica en Japón se había convertido en una enfermedad crónica cuando nació Ryo, y la autoestima del país ya no resplandecía, sino que ocultaba signos depresivos desde tiempo atrás, el gobierno inyectaba dinero en el mercado bajo una plácida censura informativa. Había un evidente sobreempleo. Encontrabas tres personas para desempeñar el trabajo que haría uno sin agobios. El patrocinador de la orquesta de cámara de Kei, que era una marca de fotos, se vino abajo y el violinista, que era la estrella, abandonó el grupo para irse a vivir a Estados Unidos. Apenas dos meses después, se disolvió la orquesta y Kei entró en el desánimo de la desempleada.
Cuando estallaron los trenes de Atocha y El Pozo me enteré por Martán, en una llamada al móvil, esto se ha convertido en un puto infierno. Corrí a conectarme a internet y ni siquiera me senté a comer con los niños y Kei. Había experimentado cierto orgullo al ver las enormes manifestaciones en Madrid que se reproducían en las noticias, pero aquel golpe en el corazón de la ciudad, contra los que iban temprano a clase o las oficinas y talleres, era demasiado cruel. Llegaban mensajes y hablaba por Skype con conocidos. Animal no vivía lejos de la estación, y hasta no dar con él estuve inquieto. Había dormido borracho la mañana completa, sin enterarse. Todo el mundo conocía de cerca a alguna víctima. Cuando cuatro años antes habían sido derribadas las torres gemelas de Nueva York por los atentados, nosotros habíamos tocado esa noche en Almería, sin demasiada conciencia de hacia dónde nos adentrábamos. Nos resultaba algo lejano y confuso que tenía que ver con el odio a los norteamericanos. Era estupefacción teñida de lágrimas.
Recuerdo el intento del gobierno de torcer los acontecimientos a su favor porque estaban en las vísperas de elecciones y la rabia de los amigos que me mantenían informado a toda hora desde Madrid. Llevaba a los niños al colegio como cada mañana, pero esos días me echaba a llorar en mitad de la calle, tras dejarlos. Lloraba porque estaba lejos, porque me había negado tantas veces un vínculo sanguíneo con esa cosa llamada tu ciudad, tu gente, y ahora en cambio sentía que los había abandonado a su suerte. Acostaba a los niños y Ryo y Maya tardaban en dormirse por las imágenes de terror real que habían visto en mi ordenador, tan distintas del terror falsificado de las películas y dibujos. Una noche me introduje en la cama con Kei entre las sábanas calentadas por su cuerpo dormido, le besé la piel de porcelana a la altura de los hombros y el cuello de cisne, le aparté el pelo negro hasta recogérselo en la nuca y miré un rato el lunar de su párpado. Cuando despertó le propuse la idea de irnos a Madrid todos juntos. Estaba deseando que me propusieras algo así, me dijo ella. Pensé que te daba vergüenza vivir conmigo en tu mundo.
La decisión fue una sorpresa también para mí y se tomó en horas. La despedida de sus padres no tuvo la elocuencia melodramática que habría tenido en España, pero fuimos a verlos y pasamos cinco días tranquilos con ellos durante los que les explicamos las razones profundas de la mudanza. Antes de deshacer el piso, Kei había recibido la oferta de un amigo músico alemán para incorporarse a su grupo, que era algo así como un quinteto de jazz progresivo. Madrid era una ciudad perfecta para instalarse, siempre y cuando estuviera dispuesta a volar para sumarse a los conciertos y festivales internacionales. Entonces yo sólo quería ver a Kei sonreír, ni siquiera pensé en mí y en lo que significaba para mí vivir de nuevo en Madrid con mis dos hijos y mi mujer japonesa.
La oferta de Hans se materializó. Era un músico alemán con el que Kei había tocado en varias ocasiones en giras por Japón, diez años mayor que nosotros, de una inteligencia sutil y con una cultura musical que me dejaba boquiabierto en cada cena que compartíamos, yo terminándome la botella de vino a solas y él con su Coca-Cola en vasos llenos de hielo. Vivía en Múnich y quería poner en pie el quinteto y que Kei se sumara al grupo. La exigencia dependería de las ofertas de trabajo, pero en los dos años futuros podía limitarse a un par de meses de intensa actividad y luego viajes esporádicos. Según Kei y su agenda vital calculada al milímetro, eso nos permitiría residir juntos en Madrid y que los niños pasaran al menos unos años inmersos en la cultura de su padre. Me sonaba extraño que fuera ella quien se preocupara por ello, pero así era. Las raíces tenían más valor en su código. Ella podría viajar desde Madrid a Múnich cuando fuera preciso, algo mucho más cómodo que hacerlo desde Tokio. ¿No te gustaría que los niños fueran a un colegio en Madrid, que hicieran amigos españoles?, me preguntó. Yo hablaba con mis hijos en castellano y lograba sin demasiado esfuerzo que mantuvieran un buen nivel de conversación. Me encantaba escucharlos hablar en japonés y en inglés, convertida la casa en una conferencia de la ONU.
Salía a pasear aquellos últimos días por los jardines del palacio imperial para recordar mi primera estancia desesperada. Me gustaba sentarme a mirar a los turistas desorientados ante la magnitud de la ciudad. Así fui yo, pensaba, otro gaijin. Ya nunca regresaría a vivir a Japón. Me alegraba volver y estar más cerca de Animal. Había venido tres veces a pasar largas temporadas en Japón, pero en la última Kei me había reñido. No te das cuenta de que tu amigo, tu mejor amigo, es un alcohólico y no vas a ser capaz de hacer nada por él, de ayudarlo. Te limitas a reírle las gracias porque no lo tienes que aguantar a diario, sin querer enterarte de que se está matando.
Animal vivía en Lavapiés, en un piso mugriento al que llegaba cada noche borracho. Le atracaban los pequeños traficantes en la calle, le sacaban el dinero de la cartera y se la volvían a meter en el bolsillo con la familiaridad insultante de la impunidad. Se compraba calcetines y cervezas en los chinos de al lado de casa. Había engordado y perdido la forma. Comía en un kebab casi a diario, salvo cuando se daba el festín de una lata de conservas en casa. La última novia, que estaba enganchada a casi todo, se le llevó también las almohadas y la tele, que es una cosa algo extraña, pero que Animal repetía a quien quisiera oírlo, ¿qué se puede esperar de una tía que te deja y se lleva las almohadas? La tele todavía, pero las almohadas. Las almohadas, joder, que es el único sustitutivo de una mujer que le queda a un hombre que duerme solo, lamentaba.
Esclavo de su personaje, Animal, con casi cuarenta años, había perdido la gracia del compañero de colegio y ya sólo parecía una golondrina atrapada en un charco de alquitrán. Sus excesos le habían distanciado de Martán, que ahora llevaba vida de familia. La madre de su hijo no soportaba a Animal, además era celosa y prefería que Martán dejara la música de una vez. Al regresar a casa tras nuestras salidas de concierto, ella le obligaba a eyacular en la palma de su mano, para medir de ese modo si el volumen de esperma era el correcto después de unos días de abstinencia o la había engañado por ahí con cualquiera. Nos reíamos de Martán cuando tragaba botellas de leche de soja en la furgoneta de vuelta a Madrid, porque le habían contado que eso aumentaba el flujo de esperma y así esquivaría el tosco examen de fidelidad al que le sometía su mujer.
Me costó varios años desde mi vuelta a Madrid que Animal se tomara en serio el dejar de beber. Se consideraba tan sólo un chico de diecisiete años al que le gustaba la cerveza, y se negaba a verse como un alcohólico que empezaba a desbarrar con un botellín. Como mucho, aceptaba que los daños del alcohol eran la silicosis de su trabajo en la mina de la música. Le puse un sueldo mensual para que tuviera unos ingresos fijos y no se viera obligado a buscar otros grupos con los que salir de actuación, porque eso significaba peligro. Después de varios intentos fallidos de dejar de beber por decisión propia, aceptó ingresarse, pero se presentó en mi casa una noche huido de un sanatorio de Guadarrama. Estaba descalzo porque le habían quitado los zapatos al ingresar tres días antes. Cuando le reproché que se hubiera fugado, me insultó a mí y luego a Kei y nos echó en cara los más penosos agravios, nuestra convencionalidad de pareja, todo su rencor de amigo íntimo que se ha visto desplazado, un rencor que llevaba demasiado tiempo guardado en su interior encharcado. Yo lo eché de casa y durante un tiempo dejamos de frecuentarnos. Temí haber perdido a otro amigo para siempre.
Escribí canciones que hablaban de la ruptura de las parejas cuando mi amigo Claudio se separó. Mi amigo Claudio se había casado tras convivir diez años con su novio. Eran los días de euforia por la aprobación del matrimonio gay. Claudio nos pidió que tocáramos en su boda y como nunca habíamos tocado en una boda nos pareció divertido. Al ser una boda gay, explicó Animal, Martán no intentaría follarse a la novia. Cuando Claudio fue abandonado por su marido, un actor algo más joven que le debía la carrera, cayó en una profunda depresión. Claudio, hundido por el abandono, pasaba horas encerrado en casa escuchando a Maria Callas a todo volumen en el equipo de música, algo que me parecía una escena sacada de película sobre gays de los noventa. Le estoy viendo ahí, Dani, sentado en el borde de la mesita del salón como hacía siempre para cambiar los canales, me decía Claudio al rememorar la convivencia con su pareja. Yo intentaba consolarle, pero aprendí a su lado, en esas tardes de tristeza imposible de compartir, que la palabra amor nunca resuena de modo más estruendoso que en la casa vacía que fue compartida.
Kei y yo buscamos un lugar en Madrid para instalarnos con los niños. Bocanegra nos asesoró. Lo que tienes que hacer es comprar, te sale más barato. La elección de colegio me quitaba el sueño, convencido de que condicionaba para siempre las vidas de los hijos. Elegir colegio se te antoja mucho más trascendente que el nombre que les pones, la ciudad donde les instalas, el sexo que les corresponde o, por supuesto, cualquier absurda forma de bautismo. Puede que sea una exageración, porque yo fui a un colegio horrible y le debo parte de mi personalidad. El colegio elegido, recomendado por los pocos amigos que eran de fiar en esa cuestión, nos llevó lejos del centro. Era un barrio popular donde quedaban pequeñas construcciones arrinconadas por edificios de apartamentos o adosados sin encanto que pervertían la personalidad de un barrio levantado en los años veinte como colonia de vacaciones para la gente de Madrid y que ahora quedaba a dos pasos del aeropuerto, algo que tranquilizaba a Kei en previsión de sus giras de conciertos.
Encontramos un chalet algo destruido, pero con suelos de madera y dos pisos donde podríamos distribuir nuestras necesidades. De pronto aquella vivienda, que pertenecía a una señora mayor que nos la mostraba con cierta emoción, maquillados sus ojos del mismo azul intenso con el que estaba pintada la fachada, nos empezó a sonar a hogar. No sabéis qué ilusión me hace que la casa se la quede alguien como vosotros. Qué maravilla. Parece mentira, pero a uno le gusta pensar que su casa también vivirá cuando se haya ido, y que albergará la felicidad de otros. Había que imaginar los espacios sin los muebles castellanos gastados y tristes, sin las cristaleras esmeriladas y las rejas en cada ventana de sus dos plantas, sin los techos falsos y con el jardín vuelto a florecer.
Los niños corrieron a repartirse los cuartos en la primera visita a la casa que hicimos con ellos. Al otro lado del jardín había una enorme leñera que acumulaba moho y, adosado, un caseto que fue vivienda de los criados donde se acumulaban restos de toda una vida, bicicletas viejas de niños, leña podrida, garrafas vacías, sacos de cal y cemento a medio gastar, flotadores sucios y ajados, una sombrilla sin músculos, varias pelotas de cuero deshinchadas, cochecitos de bebé fracturados. Un espacio que transformaríamos en nuestro estudio de música para ensayar y guardar los instrumentos. Un amigo arquitecto, que era hermano del mezclador de mi último disco, certificó para nosotros el estado de los pilares, las vigas y la posibilidad de transformar aquello en un lugar habitable. Kei, por supuesto, se interesó por la orientación de las habitaciones, la salida del sol y la ubicación de los dormitorios, detalles que me resultaban ajenos pues ya tiempo atrás le había confesado que si logré renunciar a los mitos del catolicismo no iría a abrazar los del sintoísmo, el budismo zen, el I Ching o el feng shui. Yo sólo miraba la leñera destruida y marchita bajo las tejas medio rotas y me imaginaba encerrado allí, entregado a hacer canciones. No podía sospechar que terminaría por vivir en ese rincón de la casa, al otro lado del jardín, protegido por la parra centenaria en su pérgola de hierro y un castaño poderoso que nunca perdía la hoja verde rotunda.
El estudio lo revestimos con material aislante que me regaló Ramón cuando desmontó su negocio. Se había jubilado de la producción para vivir en un pueblo con su hijo Bambi y su mujer. También instalamos una pequeña mesa de mezclas y control que procedía de arruinados técnicos, rotos por la caída de ventas de cedés y la precariedad de un negocio condenado. Grabar el disco ya no se había convertido en la meta de un músico, sino en un capricho para dar a conocer las novedades, que debía ser por tanto barato y poco elaborado. A mi vuelta a la ciudad, el negocio parecía otro. Las discográficas gestionaban el directo de sus artistas y en el sector casi nadie acertaba con el camino que tomar. Incluso a Bocanegra lo despidieron en la penúltima reducción de plantilla en la compañía, y ya sólo podía presumir de la indemnización millonaria con la que se había zanjado su contrato. Este negocio está k. o., lo que hay que hacer ahora son espectáculos que no puedan enlatarse, hay que vivir del directo.
A Kei mi idea del estudio separado de la vivienda siempre le resultó amenazante. Sospechaba que yo utilizaría aquel lugar como un refugio, que me pasaría las jornadas allí, demasiado ajeno y aislado del curso de la casa, y que un día terminaría por arrastrar un tatami, colocar un par de armarios y convertir aquel lugar en mi apartamento de separado, como sucedió unos años después.
Mi padre irrumpía de tanto en tanto para importunar durante las obras de reforma con su visión catastrofista. Demasiadas escaleras, señaló, cuando seas viejo y no puedas subir estas escaleras ya te acordarás de mí. El dormitorio le pareció pequeño, pero había leído que los japoneses duermen en cápsulas. Los cuartos de los niños le resultaban innecesariamente grandes, los llenarían de cachivaches bien pronto. Tampoco el suelo de pino le convenció, se gasta con el uso, y aún le pareció más disparatado que mantuviéramos las viejas ventanas de madera. La madera está viva y hay que mantenerla, es un error, ahora hay materiales mucho más resistentes. Yo trataba de explicarle a mi padre que me gustaban los materiales vivos, quería que por mi casa pasara el tiempo tal y como pasaría sobre nosotros. Eso es poesía, Dani, si quieres haces una canción con eso, perfecto, pero las casas se hacen con cemento, no con frases bonitas. Las frases bonitas no resguardan del frío.
las frases bonitas no resguardan del frío
Espero que a partir de ahora estemos en contacto, que no tardemos tanto en volver a vernos, me dijo Jandrón. Por la puerta que comunicaba el corral con la casa apareció la cabeza de su mujer. Oye, deja de darle a Dani la matraca con tus cachivaches que aquí hay una gente que le está buscando, le gritó la Luci desde la lejanía. Jandrón y yo caminamos hacia el lugar, pero en ese momento irrumpió poderoso Animal. Detrás de él, entre tímidos y asombrados, avanzaban mis hijos. Ryo echó a correr al verme y se lanzó a mis brazos. Maya llegó un poco después y le di dos besos en las mejillas. Aquí estoy, tío, se anunció Animal, ¿a quién hay que partirle las piernas? Y midió con la mirada a Jandrón. No, déjame que os presente. Es el alcalde. Estos son mis hijos y este es Animal, el batería que toca conmigo. Hombre, claro, te conozco de las fotos y los videoclips, y Jandrón y Animal se estrecharon las manos como dos arces entrechocan sus cuernos antes de la batalla. La Luci se dirigió a mí en tono confidencial, ¿sabes cómo llamo yo a este almacén que ha juntado aquí mi marido? La chatarrería.
Pasamos por delante del pozo. Recordé cómo le gustaba a mi padre lavarse por las mañanas con el agua del cubo. Cuando ya se habían instalado en las casas los primeros cuartos de baño, él seguía lavándose así, con el agua fresca del pozo, como en los tiempos en que era niño. Yo le miraba divertido cuando le acompañaba. En su habitación de hospital, en los últimos días, observé la barba crecida que le daba un aire de abandono, inédito en él. Saqué de su neceser la maquinilla de afeitar y me entretuve un rato en devolverle el cuidado aspecto que era su seña de identidad. Luego le mojé el pelo con su agua de colonia, como hacía él cada mañana. Mirad el pozo, les dije a mis hijos. Pero era imposible explicarles la escena, cómo decirles que su abuelo creció sin aseo, a ellos, que incluso en Madrid echan de menos la sofisticación de los inodoros Toto de Japón, con sus chorros de limpieza con agua y el termostato en el asiento, y tuve que instalarles el otohime o la princesa del agua, un sistema de sonido que reproduce una cascada para ocultar el ruido cuando hacen sus necesidades. Cómo explicarles, pues, el otro mundo de su abuelo, en el que se cagaba entre gallinas y uno se lavaba con dos manotadas del cubo de agua helada recién sacada del pozo.
¿Ya habéis enterrado al abuelo?, preguntó Maya. Sí. ¿Y podemos ir al cementerio?, Ludivina nos ha preparado unas flores. Yo se las pondré mañana, trae, que ahora tenemos faena, dijo Jandrón tras arrancar de manos de mi hija el pequeño ramo de margaritas y posarlo en el fregadero. Me fijé en que los dos estaban vestidos con cierto cuidado. A Ludivina la idea de un entierro la debía de haber excitado. No te parece mal que los haya traído, ¿verdad?, me preguntó Animal. No, no. Yo se lo he pedido, explicó Ryo, y Animal me ha dejado conducir un trozo del camino. Sólo llevar el volante, se justificó Animal. Salimos por el interior de la casa hacia la calle. Jandrón y su mujer marcaban un paso rápido. Yo llevaba a mis hijos cogidos de la mano.
Papá, tengo hambre, me dijo Ryo. Pero Jandrón se adelantó, ¿te gusta la longaniza? No sé lo que es. Es como el chorizo y la morcilla. Sí, dijo el niño. A mí no, dijo Maya. Habrá chocolate también, anunció la Luci, y con bizcochos. ¿Pero dónde te has metido?, me preguntó Animal en un aparte, ¿en la feria regional? Algo así. Cuando íbamos a entrar a la iglesia mi hija se detuvo. ¿Vamos ahí? Le daban pánico. De pequeña la llevé al Museo del Prado y ante el Cristo de Velázquez noté cómo presionaba mi mano y me pedía explicaciones, ¿qué era eso? Ah, pensé entonces, qué increíblemente afortunada mi hija, que con seis o siete años aún no sabía lo que era un cristo crucificado, imagen recurrente en mi infancia.
Javier se ganó rápido a mis hijos. Entre otras cosas llevaba unos caramelos de gominola en el bolsillo. Dentro de la iglesia, el cura nos enseñó el pequeño mural dedicado a Lurditas, a medio componer. Para nosotros tiene la relevancia de una mártir, me explicó Jandrón, que había malinterpretado mi interés por la leyenda de Lurditas. Y a partir de algunas fotos dispuestas en orden cronológico les explicó a mis hijos su trabajo en las misiones y la muerte violenta. Me invadió el orgullo al mirar de nuevo la foto de esa mujer pequeñita entre niños, con esa ilusionada actitud que transparentaba. Estoy intentando recopilar todo el material que puedo sobre ella, me dijo Javier, y presentar un dosier al Vaticano para su beatificación. Tendría gracia que en mi perfil de wikipedia algún día figurara que Dani Mosca era hijo de una santa.
¿Y por qué la mataron?, preguntó Maya. La mataron cuando era misionera en el Zaire, les expliqué. Ese detalle atrajo la atención de mi hijo Ryo, siempre alerta a lo escabroso y violento. ¿Y cómo la mataron? No lo sé, había una especie de guerra, como siempre. ¿Era pariente tuya?, me preguntó. Sí. Muy cercana. Se llamaba Lourdes, pero yo casi no la conocí. ¿Y su país sigue en guerra?, insistió Ryo. Sí, claro, sigue en guerra, me imagino que sí. ¿Y se la comieron viva?, pero antes de que nadie pudiera contestar, la Luci se carcajeó, pero, Dani, ¿qué cuentos le lees a tu hijo por las noches?
Jandrón me señaló los andamios junto al altar de la iglesia, con el pequeño retablo a imitación del churrigueresco. Estamos restaurándolo, nos ha salido un mecenas, añadió Jandrón. Pero entrecruzó una mirada irónica con el párroco. Sí, menudo mecenas, dijo Javier. Bueno, es vecino del pueblo y muy creyente, con eso basta. Jandrón, por favor, le cortó Javier. Parecía una disputa ya habitual entre ellos. No sé si al venir por la carretera habrás visto un prostíbulo que se llama Borgia, me preguntó Jandrón. Borgia 2, dije yo. Sí, tiene seis entre Benavente y León, acojonante, pero las cosas son así, explicó Jandrón, ese negocio nunca está en crisis.
Resultaba que el dueño de esos locales de putas era el que pagaba la restauración de parte de la iglesia. ¿En serio? ¿Y qué es, por sentimiento de culpa?, pregunté al joven cura. Me temo que no, me respondió. Que sí, joder, que Cañamero es muy beato, terció Jandrón. El dinero le sobra y no quiere tener a los paisanos en contra, respondió Javier. Y yo me tengo que callar, porque esto viene del obispado, que yo ya les he dicho que es dinero sucio, que sale de explotar a las mujeres, pero el dinero es dinero al fin y al cabo, se encogió de hombros Javier. Bueno, bueno, interrumpió la Luci, no ha venido aquí Dani para que saquemos las miserias del pueblo a relucir.
Me da en la nariz que tú estás en el secreto, le dije a Javier con una sonrisa irónica cuando nos apartamos de los demás. ¿El secreto? Ya sabes, estar en el secreto, saber que en el fondo Dios no existe, pero seguir de cura. Javier soltó una carcajada algo femenina, se tapó la boca con la mano en un gesto de timidez. No, para nada, me negó. Pero te voy a decir una cosa, si Dios no existe tampoco importa demasiado, ¿no? ¿Y eso?, le pregunté con franca curiosidad. Parecíamos dos viejos enredados en una trifulca filosófica. Javier sacó la llave de la iglesia para cerrar la puerta al salir. Luego me miró con intensidad. ¿No era en una canción tuya donde se decía algo así como, no recuerdo bien,
y si el amor no existe
ama, insiste?,
que era un verso mío de una canción del disco de regreso a Madrid, una canción de amor que ya apenas cantaba en los conciertos. Pues esto es lo mismo, sentenció Javier. Luego apagó las luces que había encendido para mostrarnos el lugar. Hay que ahorrar, dijo.
escapar de casa
Escapar de casa, eso era. Kei y yo nos separamos poco a poco. Nos volcamos en los hijos porque nos resultaban más novedosos y excitantes que nosotros mismos. Yo volví a tocar a menudo en directo y a frecuentar a los amigos. Conocí a Raquel y armó la agenda para dar un concierto casi cada fin de semana. Publicamos un disco con diecisiete canciones que titulé Volver a casa, y cuya expresiva portada era una púa de guitarra invertida para parecer la silueta de una casa. ¿No era esa mi verdadera casa?
Kei se desplazaba a Múnich a menudo para colaborar con el quinteto. Los conciertos por Europa le garantizaban unos ingresos fijos y el grado de sintonía con los suyos era exquisito. Ella y yo nos volcamos en nuestra pasión profesional. Hacíamos el amor como funcionarios matrimoniales. Ya no había rastro de sus locuras de cama, como las llamaba ella, de sus fantasías sensuales, de sus poemas de almohada, de su pericia para practicar el cangrejo japonés, disciplina erótica que dejaba boquiabierto incluso a Animal cuando me obligaba a pintársela en detalle y explicarle cómo ella me había descubierto una masculinidad distinta en la contención. Pero eso era antes, ahora todo era follar con un pie en preparar los Cola-Caos del desayuno.
Sucedió entonces mi reencuentro con Marina, entre las infidelidades más o menos habituales de cada salida de concierto. Me molestaba la mentira continuada, porque en los demás casos se trataba de la infidelidad obligatoria, como definía Animal a esos polvos atropellados tras las noches de concierto. Marina se burlaba de mi sentimiento de culpa, de mis arrebatos enloquecidos, en los que prometía que le contaría todo a Kei y ella aceptaría mi vida compartida con las dos. Al final somos tan convencionales como nuestros padres, me quejaba yo, y ella se reía con mofa valenciana ante mi seria desesperación.
Una noche preparé la cena y abrí champán para celebrar la vuelta de Kei de una gira con su quinteto. Me gustaba cuando Kei se atrevía a beber un poco y sus ojos volvían a brillar hermosos. El alcohol le hacía un efecto inmediato, como si su cuerpo precisara de una dosis leve para dejarse ir. Sin embargo, esa noche se echó a llorar tras el primer sorbo y me preguntó si no era cierto que habíamos dejado de amarnos.
Nos separamos de manera sencilla, con la descompresión de los astronautas cuando regresan a la Tierra. Yo me instalé en el estudio y ella podía disponer de mí en la cercanía. A los niños les bastaba con cruzar el jardín para estar con su padre. En las ausencias de Kei, los niños quedaban bajo mi protección, pero la autonomía nos sentaba bien, parecía abrir espacios propios, y hasta volvíamos a reír alguna noche cuando nos juntábamos para cenar, sin esa disciplina obligatoria de las parejas.
Los niños notaban la separación de una manera sutil, pero no planteaban preguntas ni dudas. Sabían que siempre podían encontrar a su padre en el estudio o, como decían ellos, en su ratonera. Los pocos que conocían la situación, entre ellos Animal y Martán, tampoco se aclaraban del todo por más que me vieran relajado y afable. A mí vuestra separación me la tenéis que explicar sobre un plano, tío, se quejaba Animal, porque no entiendo nada. Vivís juntos, criais juntos a los niños, coméis juntos, laváis la ropa juntos, pero estáis separados. Cojones, pues a ver si me separo yo de alguna tía así.
Pero Kei y yo sabíamos en qué consistía nuestra separación. Cuando sus padres vinieron a visitarnos, mantuvimos una simulación eficaz que extendimos a mi padre. Hicieron escapadas con su hija a Sevilla, Córdoba, Bilbao y Barcelona y regresaban asombrados del país, algo enfadados porque yo jamás les había contado que era tan bonito, evidencia que se empeñaron en demostrarme con una colección inacabable de fotos. Estaban felices de reencontrar a los nietos ahora que los veían menos, sólo una semana en navidades y quince días en agosto, cuando Kei viajaba con ellos a Japón.
Pasados los meses, Kei me encargó que les explicara a los niños la separación, porque resultaba absurdo mantener ese orden de vida sin aclararles el motivo, y así lo hice tras recogerlos en el colegio. ¿Le has hecho algo malo a mamá?, me preguntó mi hijo. Claro que no, ¿cómo iba yo a hacerle algo malo a una chica tan maravillosa como mamá? Entonces, ¿por qué te ha echado de casa? No me ha echado, Ryo. Yo siempre voy a estar a vuestro lado, le tranquilicé, pero cuando seas mayor ya entenderás las cosas que pasan en las parejas. Olvídate, pensé, no entenderás nada, nunca entendemos nada.
Su terror y sus dudas se transformaron en nuevas rutinas tranquilizadoras. Y lo peor de todo, Kei y yo también nos habituamos al nuevo orden. Comíamos a menudo juntos en casa y los niños cruzaban hasta mi ratonera para que les ayudara con los deberes entre las guitarras. Comenzaron a referirse a mi estudio como la casa de papá y a nuestra casa como la casa de mamá, y así se impuso la separación real.
Nunca puedes conocer del todo a alguien, por más que convivas y tengas hijos, si no compartes el idioma. Los secretos de Kei siempre fueron insondables para mí, como ella nunca supo del todo lo que sucedía en mi cabeza. Fabriqué un amor perfecto para mis necesidades, romántico y poderoso, lleno de generosidad y en ocasiones hasta de riesgo. Amor que se consolidó con dos hijos en una lazada. Fuimos felices, divertidos y apasionados, pero nunca nos conocimos del todo. Yo inventé a Kei en mi cabeza y ella me inventó a mí, aprovechando la ignorancia de nuestros pasados, de nuestros idiomas.
Kei consolidó su vínculo con Hans, era él quien venía a pasar temporadas a casa y un día me confesaron que estaban enamorados. No era una pasión desatada, sino un acuerdo maduro. Experimenté una punzada de celos al ver cómo la belleza de Kei volvía a florecer, regada por esta nueva relación. La reconocí enamorada de otro y esa era una imagen inédita para mí, dolorosa sin duda, pero que con el tiempo me pareció de justicia. Organizaron su convivencia de una manera armoniosa, con él instalado en Múnich la mayor parte del tiempo y viajando juntos a los conciertos. Cuando venía a Madrid era a Hans, mientras practicaba sus ejercicios de gimnasia, a quien veía cada mañana al asomarme a la ventana del jardín y mirar mi antigua casa. Era él quien tomaba a Kei de la cintura cuando salían de casa. Hans tenía sesenta años pero presumía de una estupenda forma física, que demostraba haciendo el pino con cualquier excusa, para admiración de mis hijos, que saben que a mí a veces me cuesta levantar la pierna en la silla si alguien quiere barrer bajo mis pies. Así, el tipo que ocupaba la habitación de invitados cuando venía a vernos pasó a ocupar el dormitorio principal cuando se quedaba unos días en Madrid y mis hijos se acostumbraron a llamarle el novio de mamá. Había una cierta lógica en su relación, Kei era la japonesa más alemana que había conocido en mi vida y él el alemán más japonés. Como me había sucedido años antes con Oliva, algo se consumió en nuestra relación porque sin quererlo mi mundo resultaba absorbente, se apoderaba de todo.
hacerse mayor
«Hacerse mayor» nació en esos días, tocada en el teclado del estudio, donde Maya estudiaba sus lecciones de guitarra, mientras yo me esmeraba por no ser el profesor que había sido mi padre conmigo cuando intentó, por ejemplo, enseñarme a conducir, sino un ser comprensivo y dulce, capaz de tolerar la torpeza de los demás como un reto y no como una condena. «Hacerse mayor» la escribí en los bordes del periódico del día anterior, con letra diminuta y desordenada. Quería explicarle a un niño que perder no es tan grave,
nadie te escucha decir lo siento,
abrazas aire,
no es nada serio, te haces mayor,
y cuando se la canté a mi hija, ella me dijo, por todo comentario, ¿sabes, papá?, tus canciones son ahora más tristes. Claro, porque ya no estás con mamá, se respondió a sí misma, y se encogió de hombros. Yo lo negué con rotundidad. Mis canciones han sido siempre tristes. Sólo hice un disco de canciones llenas de humor cuando estaba tan triste que no podía ni tan siquiera componer canciones tristes. ¿Ah, sí?, la curiosidad de mi hija pareció despertarse, ¿y qué te había pasado entonces? Tenía razón mi hija, la canción era triste, endemoniadamente triste, porque fue mi canción de separación. Luego hubo más, pero aquella fue la primera y destilaba culpa e incapacidad, dolor por dejar que se rompiera lo que tenía que ser tan hermoso, tan valioso, por arruinar el material con el que había fabricado a mis hijos, que vinieron del amor, al menos de su incandescencia, y quedaban ahora huérfanos de esa idea encarnada por su padre junto a su madre, huérfanos de esa segunda placenta que los había protegido al ser arrojados a la vida.
Estar solo es una condición del espíritu. No necesita recreación física. Se puede estar solo en la Gran Vía a la hora más populosa. Estar solo había sido mi tentación desde siempre. Conocía sus riesgos pero emprendí la separación porque quería reencontrarme con la soledad. Aquí estoy de nuevo, quería decirle cuando me abrazara con ese abrazo que tanto espanta a los demás. A mí no. ¿A mí no? Nadie tenía que señalarme las fisuras por las que se filtra tanto dolor. La felicidad de Kei no me ofendía. Su relación me empujó un paso más adentro de esa soledad que me había fabricado. Tuve miedo de no poder robarle algo de lo que cocinaba por las noches, de no sentarme ya más a verla macerar el pescado mientras me ofrecía una cerveza fría de la nevera y me despojaba de mis angustias profesionales y me insistía en que no traficara mucho con la tecnología, que no insistiera en que mi voz era horrible y necesitaba ser tratada en cada grabación para darle hondura, distancia, resonancia. Tienes una voz muy bonita, Dani, deja de mortificarte.
hubo un día
Hubo un día, con cuarenta años, en que me encontré cantando por los locales a solas con mi guitarra canciones de mi tristeza que el público festejaba entre aplausos. Aplausos que no me acompañaban cuando regresaba a casa y me envolvía una soledad real y cierta, una soledad que sólo combatía con la presencia constante de mis hijos. Habían pasado veinticinco años desde aquel nuestro primer concierto en el colegio. A Bocanegra lo sucedieron en la compañía una cascada de directivos jóvenes y sin experiencia con la única orden de reducir el personal hasta que lo reducían tanto que estaban obligados a echarse a sí mismos. Bocanegra había aprovechado la indemnización para fundar una productora de televisión que fracasó con estrépito, pero aún le quedó dinero para dar la vuelta al mundo a vela.
No fui yo quien rescindió el contrato con la compañía, sino ellos, cuando fue absorbida desde Londres por otra ballena más grande y dominada por esos difusos fondos de inversión. Conocí a Raquel, me pareció eficaz, atenta y seria. Había empezado trabajando de pipa y se le notaba, era una mánager que resolvía problemas, no los creaba. La invité a trabajar para mí y me ensilló de nuevo. Tocaba salir a cabalgar otra vez. Yo le hablé de Martán y de Animal, con el que seguía sin reconciliarme tras la disputa en mi casa. Raquel se tomó la molestia de dar con Animal y, al encontrarse con esa piltrafa en que se había convertido, le explicó que yo sufría por él, que lo quería y no lo pensaba abandonar como otro desperdicio en mi carrera. Ella le convenció para ingresar en una clínica a las afueras de Valencia donde otro músico para el que ella trabajó tiempo atrás había logrado dejar de beber. Un día me obligó a que fuera a visitarlo.
El abrazo que me dio Animal terminó con el año largo de distancia orgullosa entre uno y otro. Le dejé escuchar «Hacerse mayor» cuando me preguntó si estaba componiendo canciones nuevas. Parecía más sereno, como si hubiera bebido hasta alcanzar la sobriedad. Pues sí que estás jodido, exclamó Animal después de escuchar la maqueta grabada en mi móvil. Pero es bonita, lástima que tengas que morder el polvo para hacer canciones tan bonitas. Cuando le conté a Animal la relación de Kei con Hans, su primera reacción fue vamos a matarlo, tío. Ese hijodeputa ha estado mil veces en tu cuarto de invitados, haciéndose pajas pensando en ella, explicaba gráficamente Animal, o incluso follándosela cuando tú no mirabas, vete tú a saber. ¿Has revisado el edredón?, seguro que está lleno de lefazos de ese tipo cuando ya aspiraba a ocupar tu lugar. Está llena de lefa alemana, tu colcha de invitados, y yo he dormido ahí muchos días, fingía escandalizarse.
Pero él sabía que el oficio venía a salvarme de nuevo, que la desdicha es lo único que las personas llegamos a poseer de verdad. «Hacerse mayor» era la canción en la que yo volvía a mostrarme como el siervo más fiel a su majestad el desengaño. Esa mañana, Animal me dijo algo que no he olvidado nunca. Nos hacemos mayores, pero no nos hacemos mejores. Cuando salió del encierro corrimos a grabar juntos. Volvimos a frecuentarnos y, pese a la fragilidad nueva que lo circundaba, nos seducía a todos con su actitud de siempre, en especial a mis hijos, que celebraban cada vez que lo veían.
Mi padre, cuando le puse al corriente de la relación de Kei con Hans, recuperó su soplo indómito. Desengáñate, Dani, el único español que se ha atrevido a poner en su sitio a los alemanes fue Franco en Hendaya. A la tragedia de mi madre, ahora sumaba su propio envejecimiento. No me queda nada, ya estoy de prestado, tengo un pie en la tumba, me he muerto pero no me ha llegado el certificado aún por correo, eran frases que soltaba a quien prestara oído. Gozaba de salud, pero la decadencia asomaba como era natural a su edad.
Le encantaba que los niños lo saludaran con la inclinación ritual ante él, el educado teineirei. Lo hacen con todo el mundo, le explicaba yo mientras se deshacía en elogios hacia la educación japonesa, no creas que lo hacen sólo ante ti. Me gusta, me gusta que mis nietos me tengan el respeto que jamás me ha tenido mi hijo, vociferaba cuando su sordera le obligaba a elevar la voz. La sordera le servía para justificar que no escuchara ya jamás mis discos, pero los guardaba ordenados en la estantería de casa, sin quitarles el precinto de plástico. Sorprendido de que alguien pudiera vivir de un trabajo así, entendía que quedarme sin compañía era un proceso natural que habría de suceder más temprano que tarde. Y tú sin título universitario, a ver ahora de qué vas a vivir. De tanto en tanto me pedía que le firmara algún disco para hijos de sus clientes y me obligaba a redactar dedicatorias absurdas para el sobrino de Encarnita, la de encima del chapista, lo cual sonaba a pornografía disimulada. A mi padre nunca podía ponerle al corriente de mis angustias profesionales, porque las habría celebrado con su característico te lo dije. Cuando me vio instalado en el estudio, con un tatami rodeado de guitarras y cables, no se ahorró un esto parece la leonera de un estudiante repetidor. Le horrorizaba que mis únicas posesiones fueran los discos, los cuadros pintados por amigos, las fotos y los libros que pululaban por el estudio sin que me decidiera a ordenarlos o buscarles un lugar definitivo. Y, como Martán y Animal, insistía en que me buscara un piso en el centro de la ciudad, como si vieran peligrar mi dignidad, pero yo les convencía de que mi lugar estaba a un palmo de mis hijos.
Kei estaba tocando en el Reichstag de Berlín cuando murió mi padre. Le pedí a mi hija que marcara su teléfono y se lo contara. A veces ella se angustiaba al pensar que sus padres se hacían viejos tan lejos. Su padre se había tratado de un tumor y el viejo amigo de Kei, Mitsuko, que siempre sospeché que disfrutó en las semanas en que ejerció de su novio ficticio, pues era obvio que toda la vida estuvo enamorado de ella, iba a verlos todos los meses y le proporcionaba un informe completo de su estado. Kei me acompañó durante años a la residencia a ver a mi madre, aunque no recibiera de ella más que algún comentario disparatado. ¿Quién es esta señora tan china? ¿Es la nueva enfermera? ¿Estás rodando una película? Supongo que cada vez que tomaba de la mano a mi madre tomaba también de la mano, en la distancia, a la suya. Le regaló un cuadro precioso que compró en Japón de un arce con adornos amarillos y violeta atados en sus ramas. Mi madre miraba el cuadro muy atenta, un día la asistente social me lo comentó. Mira el cuadro durante horas y cuando le pregunto por qué lo mira tanto siempre me responde lo mismo, estoy esperando a ver si se le caen las hojas.
El papá de papá se ha muerto, así le dio mi hija al teléfono la noticia a su madre. Sí, papá está aquí con nosotros, y Maya me tendió el teléfono. El papá de papá, de ese modo ve un niño lo que nosotros quisiéramos explicar de maneras muy complejas, la continuidad natural de la vida. ¿Quieres que vaya?, pueden sustituirme esta noche, me preguntó Kei. No hace falta, le dije entonces, ya no hay nada que hacer. Lo voy a enterrar, añadí, lo voy a enterrar y luego pensaré un rato en él. Yo también pensaré en él, me respondió Kei, y luego repitió algo que siempre decía para quitarme los nervios y la desolación, tú puedes con eso. Tú podrás con eso.
tú podrás con eso
Caminábamos por las calles traseras para evitar la plaza, pero aun así cuando nos cruzábamos con alguien del pueblo nos detenía para preguntar si esos eran mis hijos, y qué guapos y dame unos besos y tú no me conoces pero soy prima de tu padre o soy tía segunda de tu padre o tu abuelo y yo éramos de la misma quinta. Tanto que Maya me apretó la mano para preguntarme con disimulo, ¿pero aquí todos son familia nuestra? Más o menos. Jandrón nos señaló una casa en el fondo de la calleja. Ya sólo nos queda la danza en casa de la madrina y vamos para la plaza, indicó. Mi hijo Ryo oyó la palabra madrina y se atrevió a preguntar, sin rubor, ¿pero entonces existen las hadas madrinas? Pues claro que no, corrió a aclararle su hermana, será una señora cualquiera.
La madrina era efectivamente una señora cualquiera, Juliana, pero había dispuesto en su saloncito a todos los danzantes, que eran unos jóvenes con trajes espectaculares de un blanco nuclear y fajas de rojo sangre y cintas de colores vivos. Sobre la mesa compartían dulces y almendras garrapiñadas y dos botellas de licor de las que dieron cuenta a chupitos. Afuera la luz caía sin prisa y el verano regalaba una noche anaranjada. Toma, bebe, bebe, nos ofrecía la madrina. No, no, ya no bebo, negaba con firmeza Animal, me lo bebí todo en mi otra vida.
La madrina se quejaba del dolor de piernas, yo ya no estoy para tanto trote. Es que esto de ser autoridad es muy cansado, yo acabo con las rodillas reventadas, le explicaba Jandrón. Mis hijos compartieron los dulces y las almendras con los jóvenes danzantes y cuando se arremolinó gran parte del pueblo a la entrada de la casa, que estaba pegada a la carretera, el concejal de festejos interrumpió la calma para decir que era hora de salir. Afuera, los danzantes fueron recibidos por la banda y comenzaron su baile alineados en dos filas que se entrecruzaban. De la cintura sacaron las mazas de madera y al cruzarse las golpeaban. Mira, papá, parecen nunchacos, me señaló Ryo. Y así era, aquellos danzantes, perdida la precisión por la ingesta de alcoholes dulces, saltaban y chocaban los palos en un ritual casi de ninja. Pero la armonía del baile, muy agresiva, levantaba un polvo intenso que lo envolvía todo. Un tipo con sonrisa de lubina insistía en presentarse como un primo de mi padre y me alargó su tarjeta para decirme que trabajaba en una sucursal del Banco Bilbao Vizcaya de Palencia. Por si alguna vez necesitas algo. Gracias, gracias. Y me sorprendió que alguien pudiera caerte tan mal en tan breve espacio de tiempo, eso se llama optimizar los esfuerzos.
Cuando la danza de homenaje a la madrina terminó, la banda tocó una polonesa camino de la plaza y echamos a andar tras ellos. Conocía la melodía. Recordaba la danza de mis primeros años en el pueblo. El hombre del clarinete había sacado una dulzaina y ahora todo lo ocupaba ese sonido agudo y ancestral, cuyo origen se remontaba a Mesopotamia cinco mil años atrás, según me explicó Jandrón como si él hubiera estado allí delante en el momento de la invención. Aproveché que se adelantó para agitar la vara de mando en primera fila y me quedé algo rezagado. ¿Qué pasa, que te han liado estos cabrones para la paletada de su fiesta?, me preguntó Animal. No veas, hasta un centro cultural con mi nombre hemos inaugurado. Ya lo he visto al pasar, le he hecho una foto para mandársela a Martán, acojonante. Has tocado fondo, tío, eres el rey de Villaboina.
La madrina había tomado a mis hijos de los brazos y sacaba caramelos y dulces de un saquito. No, no, no les dé más dulces. Quita, quita, me gritó ella, que es un día de fiesta. Ya, pero es que luego tienen caries. Papá, no seas pesado, me acalló mi hija. Echamos a caminar tras la banda y en ese instante me hubiera gustado decirles a mis hijos que esa mujer era su tercera abuela, pero reservé para mí el embrollo genealógico. Yo me acuerdo de vuestro padre cuando era como vosotros, les decía ella. Le encantaba venir al pueblo, porque aquí se lo pasaba mucho mejor que en Madrid, ya ves tú qué diferencia. Aquí no se separaba de Jandrón y la pandilla de chicos. Bueno, en realidad sólo vine algún verano, quise aclararles a mis hijos. Te gustaba mucho silbar. De eso me acuerdo, se te oía llegar de lejos porque siempre andabas silbando.
Juliana alargó la mano arrugada y cogió del brazo a mi hijo. ¿Tú cómo te llamas? Ryo, respondió el pequeño. Anda, qué nombre tan bonito. Aquí hay un río, pero está seco. En realidad es un nombre japonés, le explicó mi hijo. No quiere decir río aunque suena igual. No te preocupes, le tranquilizó Juliana, antes también nos ponían unos nombres muy raros, mira yo, Juliana, pero mis nietos me llaman Juli. Su hija era la chica que mataron en el África, cuando trabajaba de misionera, les expliqué para que ubicaran a Juliana entre lo poco que conocían del pueblo. Mis hijos miraron entonces a la mujer con una mezcla de piedad y curiosidad. Lurditas, dijo Maya. Exacto. A esa le cantaba yo cuando era pequeña y me la sentaba en el regazo, porque no había manera de que comiera, y cantando le daba yo alguna cucharada. Era como un pajarito. Nunca levantó la voz.
Hubo un silencio extraño, en el que Juliana quizá se remontó tan atrás en el tiempo que le costaba salir de ese recuerdo enlazado a su hija muerta. Al dar vuelta a la calle, de nuevo la gente nos rodeó y volvieron las peticiones de fotos. El concejal de festejos se abrió paso entre ellos. Pero, hombre de Dios, que te están esperando. Detrás venía agitada su mujer, que definitivamente tenía más cara de concejal que de festejo. Que hay que abrir el baile. Me volví hacia Animal, quieren que cante un par de canciones. No jodas, ¿aquí? Levanté los hombros. No queda otra. ¿Qué tenemos en la furgo?, le pregunté. ¿Una guitarra, algo? Sí, creo que sí. Y le expliqué al concejal que necesitábamos acercar la furgoneta, tenemos que descargar algún aparato en el escenario. ¿Ahora?, se sorprendió. No va a ser mañana, y la amenazante violencia de Animal le persuadió para obedecer al instante. La banda terminaba de tocar y me acerqué a ellos, pero una mujer me agarró del brazo hasta detenerme. Hazte una foto con mi niña. No puedo, que ya vamos tarde, pero mi hija Maya me retuvo con un tirón de la mano. Papá…
Al volverme hacia la señora, descubrí que llevaba de la mano a una chica con síndrome de Down. ¿Te haces la foto? Claro, claro. No aparentaba más de quince años, pero la chica me soltó una sonrisa espléndida y agradecida. Se llamaba Susana, me dijo cuando le pregunté, mientras la madre se aclaraba con el móvil para lograr disparar la foto. Espera, a ver, que estoy casi sin batería. Mientras su hija y yo posábamos inmóviles con una sonrisa, ella seguía con el trasteo del teléfono sin dejar de hablar. Sabes que Susana tiene una profesora en su residencia que un día, hablando del pueblo y de que tú eras nacido aquí y todo eso… Bueno, mi padre nació aquí, aclaré. Ya, bueno, lo que sea, prosiguió la madre de Susana, el caso es que ella me dijo que te conocía, pero que te conocía mucho. Me intrigó la frase. ¿Ah, sí? Sí, trabaja en el centro, un sol de mujer, mi hija la adora, se llama Oliva, ¿puede ser? ¿Oliva? No sé si la comitiva que me rodeaba en la calleja del pueblo, impaciente por llegar a la plaza, notó mi turbación. Claro, Oliva, sí.
Ella es la que me dijo que te conocía, trabaja en la residencia, es como una escuela de artes y oficios en Palencia, está muy bien montada, y ella es una maravilla, ¿verdad que sí, Susana? Pero Susana dijo algo sobre Oliva que no entendí, mientras arrastraba de la mano a mi hija Maya y pedía permiso para enseñarle algo. Tiene la lengua de trapo, justificó la madre. ¿Puedo ir con ellas?, me preguntó Ryo, intrigado por adónde llevaba Susana a mi hija. Es un minuto, van aquí al lado, me tranquilizó la madre, a ver a los animales. Yo quería sonsacarle más información sobre Oliva.
¿Así que tu hija estudia en Palencia? Bueno, estudiar, estudiar, es más bien un sitio para aprender manualidades, les sale algún trabajillo. No es exactamente en Palencia, es justo a las afueras, en un rincón precioso que era un viejo seminario. La niña va allí desde hace dos años y está feliz. Sabía que Oliva había vuelto de Boston. Me la había encontrado una noche en un restaurante de La Latina quizá tres años atrás. Ella cenaba con un grupo de amigos, y yo entraba a una mesa en la planta de arriba del local, pero nos vimos a través de la cristalera y nos detuvimos a saludarnos.
Sí, ya vi que vivías en Japón, por los discos y las entrevistas, y que tienes dos niños con una japonesa. Sí, es lo único que acerté a decir. Ella me contó su vuelta de Boston. Yo no le pregunté por Fran, pero me dijo que él seguía viviendo allí y que no estaban juntos desde hacía algunos años. Sus ojos seguían siendo luminosos incluso detrás de las gafas graduadas, aunque la musculatura de sus hombros había perdido algo de la robusta fortaleza. Lo único que acerté a decirle fue ¿te has cortado el pelo? Ya no tenía la cabellera rizada, sino que llevaba el pelo corto, y eso le marcaba las ojeras alrededor de los ojos y resaltaba el morado de sus labios, como si tuviera frío. Me cansé de los rizos, me dijo, pero torció el gesto, como si de pronto se arrepintiera de haberlo hecho. Notó sin duda mi gesto de decepción. Espero que no me denuncies a Medio Ambiente, bromeó. Nos dijimos algunas frases de compromiso, nos deseamos suerte y creo que yo le dije que estaba muy guapa pese a haberse desprendido de su cabellera indómita. Y subí al piso de arriba, con la esperanza de que ella pasara a despedirse antes de abandonar el local, pero no lo hizo.
Perdónanos, pero tiene que subirse al escenario y vamos ya con el horario de fiestas totalmente retrasado, suplicó Jandrón para arrastrarme lejos de la madre de Susana. Ahora te llevo yo a los niños, me dijo ella cuando me vio arrastrado hacia la plaza. La banda había dejado de tocar y se arremolinaba junto al escenario. El que parecía el líder me sonrió, le faltaban dos dientes, perdidos de tocar el saxofón a pie mientras actuaban por las plazas y los pueblos empedrados. Me acerqué a él. ¿Os apetece subir a tocar conmigo? Claro, dijeron los dos que eran más jóvenes. Pero no sé si me sé alguna de las tuyas, se excusó el saxofonista. Todo el mundo se sabe «Ca-ra-me-los», es muy sencilla, La mayor, Si y luego Sol y Fa sostenido en el estribillo, le explicó el chico del clarinete con un entusiasmo contagioso. Me gustó la rápida reducción de la canción a un lenguaje comprensible para todos ellos.
sentado en el cine una tarde
Sentado en el cine una tarde, mientras veía una película de amor de la que había escuchado comentarios muy elogiosos, y que se parecía a todas las películas de amor, con sus encuentros y desencuentros hasta el encuentro final, me di cuenta de que el amor ya no me interesaba demasiado como asunto. Que esa potencia oculta e inabarcable que me fascinó durante años y a la que dediqué mis canciones, y sería más preciso decir que dediqué mi vida, me había dejado de interesar. Sonaban de lejos las sirenas de una ambulancia y llegaban atenuadas a la sala de cine, y de pronto así me sonaba el amor, como una urgencia de otros, una ambulancia ajena que ni has pedido ni necesitas y por tanto no esperas con ansiedad. El amor había dejado de formar parte de mi paisaje.
Se abrió un tiempo sin canciones de amor. Cuidé un poco más a mi madre, protegí un poco más de cerca a mis hijos, busqué la inspiración en otras cosas y me esforcé sin suerte por lograr enamorarme de nuevo para llevarme la contraria a mí mismo. Golpeé cada noche con la esperanza de encontrar algo más profundo, pero no di con otra cosa que intimidades que se abrían un rato para mí, con las que saciaba más mi curiosidad que mi hambre. Disfrutaba de la desnudez, no quería hablar con nadie de nada si no estábamos desnudos dentro de una cama. Follaba casi todas las noches en una especie de huida que me obligaba a atravesar de puntillas dormitorios en apartamentos diminutos, algo inertes, con estanterías donde apenas había un montoncito de libros y algunos DVD regalados por periódicos y sobre la mesa baja frente al televisor un portátil abierto donde sonaba una lista de canciones en la Red que se presumía infinita. Pisos de una tremenda soledad, lugares de tránsito que se habían convertido en hogares sin ninguna fe en ello, sin vocación de permanencia, con duchas de agua sin presión y baños donde reinaba amenazante una balanza. En esos pisos desconocidos me asomaba a la verdadera catástrofe emocional de nuestra generación, a nuestra soledad sin remedio.
Me pregunté un día si me iba a convertir en un egoísta, en otro ser mezquino que le canta a la belleza de los sentimientos cuando lleva demasiado tiempo sin sentir ninguno noble. Tuve dudas sobre la honestidad de pervivir como un compositor de canciones de amor que no cree en el amor. Paseaba por las páginas de internet y no encontraba vacíos que justificaran componer otra canción, y menos aún otra canción de amor. Arranqué una letra sobre un cementerio de canciones, adonde iban a parar las que ya nadie escuchaba, convertidas en chatarra sonora, en bicicletas rotas, y me gustó fabricar durante varias tardes con Martán una serie de sonidos metálicos que eran como canciones ahogadas, sumergidas en formol y fuera del alcance del oído. Era desolador calcular los millones de canciones acumulados desde la invención del fonógrafo. Y ese cálculo no me devolvía las ganas de sentarme a componer otra canción, era una actividad que me resultaba parecida a regar en un día de lluvia.
Bocanegra me escribió un correo electrónico desde algún lugar exótico. Me ponía al corriente, con su grandilocuencia habitual, de por dónde veía él discurrir el futuro próximo en nuestra profesión. Sobran profetas, pero faltan gentes con el honesto esfuerzo artesanal puesto por divisa, eso es lo que pensaba yo ante cada diagnóstico del oficio. Le escribí de vuelta. Nunca imaginé que echaría de menos el adelanto de la discográfica para ponerme a escribir canciones nuevas. Ya ves, y yo que creía que esto era una vocación más que un empleo, le confesaba en mi respuesta.
Debí de sonar desanimado, porque me respondió unos días después con una prosopopéyica explicación de las razones por las que se había hundido el mercado del disco y cómo ese cambio de paradigma terminaría por zarandear a la economía mundial, incluyendo a las editoriales de libros, las radios, las televisiones y los periódicos, pero también los bancos y la política, los hoteles, los taxis, los hospitales. Pero acababa con un arrebato lírico, fruto de sus rentas y de su paseo despreocupado por el mundo. Todo se está hundiendo, al menos en la forma antigua en la que lo conocíamos, pero cuando te fundes con la naturaleza te das cuenta de lo poco que importa todo eso a lo que antes dabas tanta importancia. Escápate a Mallorca, a mi casa, tráete a los niños, una semana, dos, báñate en el mar, mira el cielo por la noche, la puta ciudad te está matando, en Madrid está todo el mundo deprimido, creen que se ha acabado el mundo y ellos están dentro sin poder salir. Sí, iría a Mallorca unos días con mis hijos, en el puente de mayo.
Me duraba esa desilusión desde meses atrás. No cogía la guitarra, como si fuera un instrumento amenazante. No grababa en el móvil algún verso para que se incorporara a una canción futura. Me descubría vacío porque a mi alrededor todo parecía ya repleto, rebosante. Tocábamos poco, empezaba a quedar demasiado lejos nuestro último disco y la memoria del público también se había hecho más corta, más inmediata. Puede que fuera cierto lo que decía Bocanegra, que me faltaba mirar la vida desde fuera de ese muro de ladrillo que es la ciudad, y puede que sí, que la naturaleza tuviera la razón. Y de tanto escuchar «A Case of You», de Joni Mitchell, me entraron fuerzas de escribir, a su manera,
déjame decirte que ha vuelto a llover
y salen las flores en el jardín,
que la primavera es terca como una mula.
la primavera es terca como una mula
Me resultaba esclarecedor ver a mis hijos crecer. Si enseñaba a tocar la guitarra a mi hija Maya en los ratos perdidos, al ver rozarse juntos en la cordada sus dedos débiles y los míos, recuperaba los trucos de mi antiguo profesor, los ejercicios de dedos y las escalas que ella aceptaba repetir a regañadientes. Pensaba, como todos piensan, que en mis tiempos yo era más esforzado y concentrado, que tenía una pasión de la que ella carecía. Y a mi hija puede que le angustiara, como a todos los hijos, que su padre no estuviera orgulloso de ella, cuando era al revés, yo esperaba que algún día ella pudiera sentirse orgullosa de mí. Me gustaba cuidar las flores del jardín común de casa. Que surgiera un tulipán en primavera era motivo de euforia. Hasta que un día escribí una canción y cuando los niños dormían invité a Kei a mi estudio, donde ya apenas entraba, tan sólo me enviaba a Ludivina cuando calculaba que era hora de un intenso repaso a mi leonera. Se apoyó en la mesa sin sentarse y le canté muy suave,
si fui feliz a tu lado
se lo debo a tu esfuerzo,
yo sólo espero haber sido
tu mejor fracaso,
y como era habitual en ella se hizo esperar una reacción. No se emocionaba ni aplaudía ni decía qué bonita de una manera directa y sencilla. Ni preguntaba si era para ella o para Oliva o para otra mujer. No, Kei no era así. Casi siempre aguardaba a tener algo profesional que decir, proponer incluso una corrección o un contrapunto. Aquella noche dijo espera y desapareció de mi estudio y cruzó el jardín. Yo pensé que se iría ofendida por la ridiculez de que alguien fuera incapaz de expresar sus sentimientos de otra manera que no fuera una canción para cantar en público. Era yo definitivamente un personaje tarado, de los tantos que ha dado el oficio, y ella la mayor víctima de mis carencias. Puede que no necesitara ni decirlo, bastaba dejarme a solas con mi impudor, con esa máquina de reciclar sentimientos reales en sentimientos de canción. Sin embargo regresó con el chelo y su arco en la mano, cerró la puerta del estudio y se acomodó para tocar a mi lado mientras se recogía el pelo con una cinta púrpura. ¿A ver cómo es ese segundo fraseo?, preguntó. Yo tarareé la melodía para que ella probara el acompañamiento, y sin interrupciones, después de ciertos tanteos, volví a cantar la canción mientras ella tocaba. Me gustó ese instante, me supo a reconciliación aunque quizá no hiciera falta ninguna reconciliación entre nosotros. Concluyó con unos raspados con el arco que yo observé mudo, con el aprecio de su maestría para evitar cualquier detalle fácil y previsible y enriquecer la armonía de modo intuitivo. Cuando le dije que sonaba muy bonito y tendríamos que grabarlo así, sonrió y se encogió de hombros. Da igual, si luego llega Animal y lo tapa todo con su batería.
Sucedía siempre. Animal se apoderaba de las canciones y yo lo agradecía, porque dejaban de sonar blandas para convertirse en un material rocoso y sincopado. Cuando introdujo su golpeo sobre la canción, «Tu mejor fracaso» dejó de ser una balada melancólica para transformarse en un paso de Semana Santa. Tenemos disco, tío, tenemos disco, tío, me da en la nariz que tenemos disco, se puso a gritar nada más terminar. Él también aguardaba que la nube plomiza que se había posado sobre mí en esos últimos meses se apartara un poco y dejara filtrar los rayos del sol. Los amigos siempre creen tener el poder de romper a golpes de cortafríos la tristeza de su íntimo.
Me gusta completar los discos así, pieza a pieza, con paciencia de pescador. Tres o cuatro canciones te dan cierta seguridad, un tono, son la red sobre la que irás tejiendo las demás. Cuando murió mi padre fui a deshacer la casa y descubrí mis discos en el estante. Sin abrirlos miré las contraportadas donde se enumeraban los títulos de las canciones. Eran un recorrido bastante preciso de mi vida. Mi madre componía de manera cuidadosa los álbumes de fotos familiares hasta que dejó de completarlos y tan sólo de tanto en tanto se entretenía en pasar las páginas y señalar mi foto para preguntar ¿y este niño quién era?, está muy serio. De algunas se mofaban mis hijos cuando nos juntábamos con mi madre en la residencia y volvíamos a abrir los álbumes a falta de algo que comentar con sentido. Mi padre y yo no fuimos capaces de pegar ninguna, si caía en nuestras manos alguna foto destinada al álbum la metíamos entre las páginas finales, a la espera quizá de que alguien, algún día, volviera a tomarse el trabajo delicado de pegarlas por orden cronológico.
Las canciones de mis discos eran para mí algo similar a esas fotos que, cuando las ves, algunas te hacen reír por la cara que tenías, por el corte de pelo, por la montura de las gafas, en otras te reconoces mejor, aprecias algún rasgo hermoso, en otras sales espantoso, pero en todas eres tú. También encontré los recortes de prensa que mi padre almacenaba en un cajón de su dormitorio. En los titulares suenas siempre o petulante o directamente imbécil. Pero allí estaban algunos legajos amarillentos que se remontaban a finales de los ochenta, con la contundencia de quien es obligado a pronunciarse sobre la música o la vida, el país o la actualidad tan sólo porque presenta disco o da un concierto. «La industria musical española es tan raquítica que hasta nosotros podemos triunfar.» «No hacemos canciones para gustar a nuestro público, sino para gustarnos a nosotros.» Y en la foto aparecíamos saltando, como le gustaba a Gus, él y yo saltando en el aire. «Las moscas vuelan alto.» Hasta que terminaban las frases en plural, desparecido Gus, y empezaban mis confesiones personales o al menos lo que el periodista destacaba como si lo fueran. «Sigo soñando con ser Buddy Holly.» Suponía que mi padre había sido incapaz de desentrañar las referencias o el humor de Gus, pero se había tomado el trabajo de recortarlas y almacenarlas. «Este es mi disco más maduro.» Ese titular se repetía demasiadas veces como para ser tomado en serio. «Me llamo Dani Mosca y hago canciones.» Y la portada de una revista musical minoritaria pero respetada, y que dirigió unos años un amigo, que yo mismo le entregué a mi padre con cierto orgullo, «¿Es el mejor autor de canciones en España?». La desmesura me pareció interesante para arrojársela a mi padre a la cara, aunque con su genio habitual destacó de inmediato un detalle, lo de los interrogantes no te deja en muy buen lugar, la verdad, dijo.
Yo tuve mis cinco minutos de orgullo con esa portada, aunque cuando publicaban las listas de las cien mejores canciones de la música española o las listas de los cien mejores discos o la de los cien mejores cantantes, yo nunca aparecía. Soy el 101, me decía a mí mismo, no está tan mal. Metí la ropa de mi padre en cajas de cartón y salvé alguna prenda, aquel abrigo, una visera. Deshacer la casa tuvo algo de deshacer la infancia. Me alegré de que las mudanzas de mi vida hubieran eliminado tantas huellas, tanto papel innecesario, tanto recuerdo prescindible. Yo me iba sin dejar demasiado detrás. No dejaré, como mi padre, tanta acumulación de carnets, facturas, recordatorios de bodas, de fallecimientos, postales navideñas y recibos bancarios en un museo irrelevante. No hagas eso tú, me dijo Kei cuando supo que tenía que deshacer la casa, que te ayude alguien. Pero quién podría entrar en aquel piso de Estrecho y discernir lo que tenía un valor sentimental y lo que sólo era basura.
Busqué rastros de mi madre biológica que aún quedaran en documentos. Localicé los papeles que fueron la revelación en mi infancia, la cédula de adopción, la foto de cuando ella tenía quince o dieciséis años en el pueblo y que era el único rastro visual que conservaba. Entre los recordatorios de funeral, que mi padre atesoraba como cromos de futbolistas, estaba también el suyo: Lourdes María, fallecida el 13 de abril de 1974.
Entre los papeles de mi padre encontré dos cartas desde el Congo abiertas con un desgarrón en el sobre. Queridos tíos, comenzaban las dos, aunque las separaba casi un año de distancia. Ambas eran idénticas, un párrafo largo y descriptivo donde contaba las labores de su trabajo, la gente que atendía, la pobreza general y las enfermedades más comunes. En la segunda añadía una frase curiosa. Los niños aquí me llaman Ngudi, que quiere decir mami, y eso me hace mucha ilusión. Yo los llamo Fibana, que es algo así como mis niñitos. Y siempre terminaban con una petición, por favor, rezad mucho por nosotros y por toda la gente de acá, que lo necesitan tanto. En una de ellas describía que el empeño de la gente de aquel lugar por ser feliz era tan decidido que terminaba por ponerla feliz a ella también.
En la segunda agradecía directamente a mis padres todo lo que estaban haciendo por ella, pero no entraba en detalles y parecía escrita con prisas, con la letra menos cuidada. Sí se detenía para agradecer una foto del niño, que está precioso y muy grande. Ese niño era yo. Qué suerte tiene de tener unos padres maravillosos como vosotros, y añadía una contundente coda a esta frase: yo lo sé. Terminaba con una firma diminuta, de rasgos tímidos. Calculé por el matasellos que en ese momento tendría veintidós años y moriría apenas unos meses después.
Ya no guardaba en mí aquella hambre de los once años cuando quería saberlo todo. Puede que ahora ya entendiera mejor que no hay un orden, que no existe ese orden que creen los niños que lo explica todo, la disciplina moral, la consecuencia exacta de cada cosa, su significado. Hacerse adulto puede que signifique aceptar el caos o al menos aprender a convivir con él. Caos que a un niño le desasosiega y por eso inventa un mundo tan sólido como el que fabrica con su juego de bloques de construcción. Con palabras robustas como papá, mamá, familia, futuro.
Había aprendido también a dejar de aspirar a una posición, a una carrera, a significar algo en mi profesión. Ya no albergaba la ambición de mostrar refulgente mi nombre en ningún escaparate, sabía que todo está escrito en el vaho de un cristal. En la última visita a la casa de mis padres, llené dos cajas grandes de cosas que pensé que podrían ser curiosas para mis hijos, no hoy, sino cuando al hacerse viejos recuerden el pasado con renovado interés. Puede que yo necesitara en ese momento, sí, tomar impulso para el tercer acto, encontrarle la lógica al absurdo.
Alguna vez llevaba a mis hijos a ver a mi madre. La abuela era una mujer maravillosa, les decía, una vez me curó la rodilla sólo con el calor de su mano. Era muy pequeño y me caí con la bici en la calle. Sólo me transmitió el calor de su mano y me curó. Ahora ha perdido la cabeza, pero podéis hablar con ella de lo que queráis. Es superdivertido, tenéis que tomarlo como un juego. Poco a poco los niños perdieron el pánico a la enfermedad y sostenían diálogos delirantes con ella, en los que mi madre contestaba de manera absurda con sus frases recurrentes. Bébete rápido el zumo que, si no, pierde las vitaminas. Ojo, que por la noche refresca. No dejes que los perros te laman la mano. Mira bien antes de cruzar. Mi hijo le preguntaba cuál era su canción favorita, papá te la puede tocar. Cualquier canción es bonita, decía ella, si te gusta. Y todos nos reíamos, sobre todo mi madre.
Cuando mi hija creció empezó a espaciar sus visitas. Íbamos a la residencia Ryo y yo porque Maya decía que le provocaba pesadillas. Siempre tengo pesadillas el día que vuelvo de verla. Yo le decía no son pesadillas, es la realidad. Sí, la realidad. ¿Acaso no era también su abuela, mi madre, alguien que había querido huir de la realidad? Tuvo una infancia trágica, quedarse sin los padres y hermanos cuando era una niña, y después mi nacimiento, era fácil imaginar sus dudas, su angustia. Puede que el resultado de tanta realidad fuera su fuga, una fuga lejos del dolor y la desgracia, donde sus consejos cargados de sentido común servían para todo. También se fugaba mi hija, con el derecho de los niños a fugarse del mundo de los adultos, hacia otro lugar que no les enfrentara tan de cara a la tragedia y la tristeza.
que empiece ya
Que empiece ya, que empiece ya. Algunos mozos ruidosos gritaban el viejo cántico de que empiece ya, que empiece ya, así que solté unas ráfagas de guitarra y busqué con la mirada a mis hijos con cierta intranquilidad. La madre de Susana me los señaló, estaban trepando al hombro derecho del escenario junto a su hija. Maya traía en las manos un gato diminuto, recién nacido. Lo acariciaba, mientras Ryo trataba de aproximarse y tocarlo, bajo la sonrisa de Susana, que mostraba esa satisfacción indisimulada de quien ha sabido hacer feliz a unos niños. Supongo que se sentían más protegidos arriba en el escenario con su padre que entre la gente del pueblo. Eché de menos que Martán no estuviera para tocar el bajo con nosotros, seguro que sabría sacarle algún sonido interesante a la mesa del dj, que ya estaba listo para arrancar la sesión de baile.
Cuando la guitarra empezó a sonar, los que ocupaban los costados de la plaza se volvieron hacia el escenario con las bebidas en la mano. Busqué en vano a Paula, por ver una cara inspiradora, pero sólo veía a Jandrón y sus autoridades en la primera fila, el resto era oscuridad y el reflejo cegador de un foco contra mis ojos. Partía de la fachada donde ahora estaba inscrito mi nombre en la placa. Intenté no morirme de la vergüenza. Animal y los músicos de la banda acababan de ajustar sus posiciones y toqué la introducción de «Ohio» de Neil Young como hago siempre para soltar los dedos. Algunos comenzaron a aullar porque, aunque el sonido dejaba mucho que desear, la música es siempre una liberación, una excusa maravillosa para desinhibirse. Recordé la vaquilla sacrificada para que yo pudiera estar subido en ese escenario y pensé que aquella gente se merecía un rato de diversión.
Vi cómo Animal se colgaba del cuello el tamboril sujeto por una sucia correa y sacaba del bolsillo unas escobillas que habría encontrado en la furgoneta o le habría prestado uno de los músicos. Le busqué con la mirada y me lanzó una sonrisa. Vamos, dije. Y empezamos a tocar «Ca-ra-melos». Animal dirigía con un gesto de cabeza al hombretón del bombo y el resto de la banda comenzó a desatarse. Cuando escuché los vientos que irrumpieron tras de mí, me di la vuelta para señalarlos y que el aplauso del público les sirviera para perder el temor. El saxofonista me devolvió una sonrisa desde el claustro de su boca y entendí que lo pasaban bien. Así que tocaba disfrutar.
Nunca habíamos hecho «Ca-ra-me-los» con una banda así. La descubríamos en cada acorde. Tenía un aire de música de verbena y nada me podía hacer más feliz, y me acerqué al saxo para pedirle que se lanzara a un solo. Asintió con la cabeza y dio un paso al frente, al borde del cortísimo escenario. En un momento estaba tan perdido que soltó un berrido metálico y me arranqué a doblarlo con la guitarra eléctrica para la estrofa final de la canción. Jamás habíamos tocado tan bien esa pieza. Me hubiera encantado que Gus entrara en el mismo sitio donde entraba con la segunda voz, me hubiera gustado que él estuviera pegado a mí encima del escenario, el único lugar donde fuimos felices del todo él y yo, creo, alguna vez.
La gente del pueblo pedía otra, otra, pero ya no teníamos nada que tocar. La banda no se sabía más canciones nuestras, así que tocamos sólo Animal y yo «Hacerse mayor», para bajar un poco la adrenalina. Se la dediqué al cura del pueblo y a Jandrón, el alcalde, que se llevaron unos aplausos de mofa. En el estribillo final el saxofonista se atrevió a acompañarnos de nuevo y logró dibujar algo parecido a lo que Kei añadía con el chelo. Teníamos que cerrar e irnos, así que rasgué un poco la guitarra y acerqué la boca al micrófono. Buenas noches a todos, ha sido un lujo tocar aquí, y le subí intensidad a la guitarra saturada para acallar algunos otra, otra, que repetían los más jóvenes. Miré la cara sorprendida de mis hijos. Muchas veces la gente sostiene que tener hijos te empuja a hacerte viejo, que ellos te pasan las hojas del calendario en plena cara, que no hay manera de mantenerse joven si ellos crecen a tu lado. Pero hay otra cosa que tenía que ver con la forma de mirarlo todo en ese momento, allí, Ryo y Maya, pegados al escenario, como si al tenerlos cerca pudieras descubrir la vida de nuevo a través de sus ojos, disfrutarla de nuevo con la pasión de su mirada. Es lo más parecido a la segunda infancia que hemos inventado. Animal me susurró algo que no entendí. «Toca por mí», me repitió. Y se puso a darle golpes al tambor como si estuviera enfebrecido hasta que yo empecé a cantar aquella canción que habíamos compuesto tantos años antes y acallar así los gritos que insistían en pedir otra. En la oscuridad relumbraban algunos móviles con los que nos grababan desde la plaza.
Cuando desenchufé la guitarra, el dj ya estaba parapetado tras su mesa, a punto de lanzar la música enlatada que lo llenaría todo un segundo después como un engrudo acústico. Fui hacia mis hijos, pero antes de que pudiera decir nada, Maya me preguntó, con ansiedad, ¿puedo quedármelo? Señalaba el gatito en sus manos. Porfa, oto, deja que nos lo quedemos, rogó Ryo. La madre de Susana me explicó que era una cría de su gata, tiene ya un mes, si queréis quedároslo nos hacéis un favor. Era todo gris ceniza, parecía un gato dibujado con humo. Yo asentí con la cabeza y Susana sonrió a mis hijos. Jandrón me abrazó con entusiasmo. Ha estado cojonudo. Animal se acercó y me gritó por encima de la música, ¿qué, desmonto y nos vamos? Sí. Jandrón se enfureció al oírlo, empezó a protestar, no me podía ir, tenía que estar al día siguiente para la ofrenda al apóstol y las vaquillas, bueno, la vaquilla, y además se jugaría un partido de fútbol contra el Mormojón, el pueblo vecino, y querían que yo hiciera el saque de honor y luego estaba el pregón tras la misa. Pero yo ya había recuperado la mano de mis hijos y le dije que de verdad tenía que irme, que no me podía quedar más tiempo. Después de mucho protestar pareció entenderlo y nos ayudó a cargar en la furgoneta las cosas que Animal había bajado para el concierto. Los tipos de la banda se despidieron con abrazos, y palpé sus cuerpos sudorosos. A ver si nos invitas a grabar contigo en un disco, me dijo el saxofonista.
Jandrón fue a buscarnos a toda prisa unos bocadillos para que comiéramos en el camino. Maya y Ryo subieron juntos a la trasera de la furgoneta después de que Animal cargara el amplificador. Maya llevaba el gato diminuto en brazos, protectora como una madraza de nueve años. Lo llamaré Gris. ¿Por el color?, pregunté. No, idiota, por la película. Dudé un instante. Animal me lo aclaró mientras echaba la guitarra en su funda y la empujaba al fondo de la furgoneta como si fuera un ataúd. Grease, no Gris. ¿Te acuerdas de cómo le gustaba a Gus esa película? Qué plasta se ponía. Animal cerró de un portazo la puerta de la furgoneta y fue a sentarse al volante.
La Luci se acercó a mi lado un momento. Te acuerdas de cuando éramos críos, ¿verdad? Yo me detuve a mirarla para entender a lo que se refería. Ahora me arrepiento de no haberte dejado mirarme las tetas, y al decirlo recuperó la cara de hacía tantos años, de la adolescente con personalidad que fue, y soltó una risotada. Ya habrá otra ocasión, espero, le respondí. Cuando quieras, me dijo desafiante, y por primera vez encontré que la Luci conservaba un aire de rotundidad atractiva. Volvió Jandrón con cuatro bocadillos de longaniza envueltos de manera desmadejada en servilletas de papel. Puto dj, cómo me tocan los cojones, dijo Animal. Detrás de él me miraba la Luci, y el concejal de festejos le pasó a Animal unas latas de cerveza. Animal me miró mientras las sostenía y pidió algún botellín de agua. Gracias, les dije, y nos subimos a la furgoneta antes de que tuviéramos que despedirnos de todos uno a uno. Con un gesto desde la ventanilla lancé un adiós para el cura Javier que recibió también la mujer del concejal de festejos y que le hizo sonreír y activar músculos de la cara que tenía olvidados por desuso.
Animal giró en redondo con la furgoneta sin importarle que algunos chavales tuvieran que saltar en su maniobra para apartarse de delante. El chófer del coche fúnebre corrió hasta alcanzar mi ventanilla y gritarme, ha sido un placer, ¿te vuelves ya a casa? Sí, pásalo bien, gracias por todo, creí que ya te habías ido. Jairo me levantó la lata de cerveza que tenía en la mano y supuse que la noche sería larga para él. Espero que no nos veamos pronto, me dijo, y sonrió tras encoger los hombros, consciente de su poco apreciada profesión.
Animal siguió la línea de la carretera, pero no daba con la incorporación, así que dejaba las viejas casonas de adobe atrás. A la puerta de uno de los graneros a medio derruir había montada una fogata y unos chavales asaban morcillas y longanizas. Animal redujo la marcha porque uno de ellos, vestido de danzante, vomitaba en mitad del camino. Esta juventud es la polla, dijo Animal, no son ni las once y ya está echando la pava. Para, para un segundo. Paula acababa de dirigirme un gesto de despedida iluminada por el resplandor del fuego. Al detenerse la furgoneta se acercó a la carrera con un movimiento de gacela.
¿Te vas ya? Dije que sí. ¿Esos son tus hijos? Ryo y Maya estaban asomados por la ventanilla trasera y en el cristal se reflejaban las llamaradas de la hoguera. Sí, los tres, dije y señalé también a Animal, que se había encendido un cigarrillo al volante de la furgo. Los cuatro, dirás, me corrigió ella, y apuntó con el dedo hacia el gatito en brazos de Maya. Es de la gata de Susana, ¿no? Sí, dije. Ha estado muy bien el concierto, se oía desde aquí. Gracias. Bueno, a lo mejor nos vemos en Madrid algún día. Envidié su futuro por estrenar. En la puerta de la cuadra había colgado un cartel pintado con spray sobre un jirón de sábana que decía Peña Los Atrapados. ¿Por qué os llamáis Los Atrapados? Es una historia muy larga, el año pasado hicimos la peña en una cochera abandonada, afuera del pueblo, y resulta que el portón se atascó y nos quedamos encerrados y por la mañana aún no habíamos podido salir y vinieron a buscarnos los padres, y tuvieron que tirar la puerta con un tractor. De ahí se nos quedó lo de Los Atrapados, pero lo pasamos bien aislados toda la noche. Noté una mirada lejana de uno de los chicos desde la hoguera y supuse que era su enamorado y que se habían hecho novios el año antes, durante el encierro accidental. El chico miraba con esa punzada de odio con que nos miraban los jóvenes cuando dábamos conciertos en pueblos. Si se nos acercaban las chicas, teníamos que huir de los mozos celosos. En una ocasión nos tuvimos que refugiar el grupo entero en la iglesia porque nos querían linchar, creo recordar que Martán había tonteado con una chica y la pandilla del novio quería zurrarnos. Animal tuvo que subir al campanario y tocar a rebato para que vinieran las autoridades y nos rescataran del cerco.
Cuídate mucho, me ha encantado conocerte, le dije a Paula, y en su sonrisa asomó durante un segundo su madre. Saqué medio cuerpo por la ventanilla para darle dos besos. ¿Quién era?, me preguntó mi hija. Una prima mía, le respondí. Es muy guapa. Claro, en mi familia también hay gente guapa, ¿qué te creías? Animal observaba algo con gesto serio y luego soltó la revelación fruto de su estudio apresurado. ¿Tú te has dado cuenta de las tetas que tienen las jóvenes de ahora? No las tenían así en nuestro tiempo, ¿verdad? Con la cabeza, señalé a mis hijos en el asiento de atrás. Hay ropa tendida. Ah, perdón, y bajó el tono de voz, dicen que tiene que ver con las hormonas que les ponen a los pollos, lo de las tetas, y luego pegó un volantazo y logró acceder a la carretera en un giro junto al arroyo.
Lo que más me jode es no estar para lo de la vaquilla, me han dicho que mañana sueltan una vaquilla, se quejó Animal. ¿Aquí la matan también a lanzazos o le prenden fuego en los cuernos?, se interesó. No, creo que no. Vaya, qué pena. ¿Les has contado a tus hijos cuando tocamos en Tomelloso y saltamos a correr el encierro y a ti te pilló la vaquilla y cantaste con dos costillas medio fisuradas? Miré hacia Animal. ¿Yo? No me acuerdo de eso, le dije. Joder, que te acompañó Gus a que te miraran en la casa de socorro y te pusieron un vendaje o algo para que pudieras actuar y luego ligaste con la enfermera. Negué con la cabeza de nuevo. Animal se volvió hacia mis hijos. Menudo padre tenéis, sólo se acuerda de lo que quiere.
Nos alejamos del pueblo con velocidad. Afuera los campos de cereal se confundían con la oscuridad en una noche sin luna. Albergaba una sensación fraudulenta dentro de mí, desde que Jandrón me había despedido emocionado. No podía fingir que esa tierra era mía, porque no lo era. Me acordé de Gus, de cómo se reía cuando escuchaba a alguien hablar de las raíces. Él había renegado de ellas, sus vínculos eran todos ensoñaciones, ficciones, fantasías. Era un marciano vocacional. Nosotros somos extraterrestres, Dani, vamos a montar un planeta para nosotros y nos vamos a instalar allí. Somos la primera generación de la historia que flota ingrávida por las ondas, sin tierra propia. Eso decía Gus.
Me habría gustado contradecirle. Decirle yo tengo mis raíces, ahí fuera esas tierras son mis tierras. Pero no era cierto. Miré a mis hijos en el asiento de atrás. Ellos no podrían llevarme a enterrar, como había hecho yo con mi padre, a un lugar que significara algo para mí. Gus tenía razón. San Gus. Éramos lo que hacíamos. Las canciones, el divertir a la gente, alguien que baila o da palmas o tararea. No una placa ni una lápida en un cementerio. Lo que sobrevive de mi padre era el gesto de esa azafata que me devolvió el favor que un día él le hizo quizá a su madre. Al final Gus y mi padre tenían razón. Cada uno con su visceral manera de encarar la vida. Tanto das, tanto tienes.
Joder, no sé si vamos bien por aquí, se quejó Animal. No hay una puñetera indicación. Luego suspiró. Me cago en el MOPU. Mi hija Maya tardó en dormirse. No hablaba, pero no conseguía cerrar los ojos y atrapar el sueño, como su hermano, cuya cabeza reposaba contra el brazo de la puerta después de que ella lo empujara al lado contrario cuando cayó sobre su regazo. Podía aplastar al gatito, justificó su gesto nada amable. ¿No te duermes? Se encogió de hombros, me miraba con una rara intensidad, como si tratara de entender, de saber quién era su padre. Ignoraba que ni yo lo sabía a ciencia cierta. ¿Cuándo vas a grabar otro disco, papá? Me sorprendió la pregunta. Pronto. Animal intervino y se dirigió a ella por el espejo retrovisor. Muy pronto, ya tenemos muchas canciones. Yo asentí. ¿Y cómo se va a llamar el nuevo disco?, preguntó Maya. No sé, aún hay que ponerle título. ¿Se te ocurre alguno? Ella movió los labios en un gesto cómico, mientras pensaba algún título que proponer. De pronto, había recuperado la ilusión, disipada su melancolía. Tierra de Campos, dijo Animal mientras apuntaba con el dedo el cartel que anunciaba la región que dejábamos atrás. Es de donde viene nuestro apellido, ¿no?, preguntó mi hija, a la que había visto ensayar su firma floreada de Maya Campos en busca de un sello personal. Entonces Maya lo repitió, Tierra de Campos, y lo dijo de una manera nada trascendente. Es un buen título. ¿Tierra de Campos?, repetí yo. Puede ser. ¿No suena antiguo, un poco carca?, se quejó Animal. Campos de Castilla y toda esa murga.
Luego tomó la bifurcación. El nombre de Palencia escrito en la chapa metálica me recordó el centro donde trabajaba Oliva. Estaba en Palencia. No sería complicado dar con el antiguo seminario. Podría pasar un día por allí. Preguntar por ella. Animal me miró y en su expresión había una rara inteligencia, como si supiera lo que daba vueltas en mi cabeza en ese momento. Pero ¿en qué pensaba yo? Levantó el puño para que se lo golpeara con mi puño. Le gustaban esos gestos entre infantiles y pandilleros. Le gustaba esa idea de fidelidad. Rocé sus nudillos con mi puño. Él sonrió orgulloso, satisfecho, como si en el chocar de nuestros puños se resumiera todo lo que significábamos el uno para el otro. Amigos nada más, el resto es selva. Caí en la cuenta de que la gente más valiosa en mi vida es la que me ha empujado a fabricar unos ideales, puede que ficticios, pero tan hermosos que da gusto jugar a que existen, apostar por ellos, cantar sobre ellos, soñar con ellos o echarlos rabiosamente de menos cuando se te han escapado y te va la vida en recuperarlos. ¿Por qué no? Ahí empieza todo.