3. El huevo kinder

¿Se acuerdan de las cosas que han perdido el día siguiente?

Humildemente le piden por última vez

(en vano)

quedarse más con usted.

Pero el ángel de la pérdida los ha rozado con su ala indiferente;

ya no son nuestras, las tenemos a la fuerza.

RAINER MARIA RILKE

Pequeñas señales de humo

Pongo el contestador automático, escucho la cinta. Bueno, Bubi, ¿dónde andas? Nunca estás…

Llama todos los días. Los mensajes que deja apenas se diferencian. Primero se oye un silencio, al otro lado del auricular adivino una aspiración (aspira el humo de un cigarrillo), luego oigo claramente una espiración (echa el humo). Así gana tiempo, supera valientemente la momentánea derrota. La entonación siempre es igual: serenidad fingida, indiferencia disimulada. Me llama Bubi. Pronuncia un Bubi alargado, con cierto tipo de afectación no convencida, un poco coqueta. Bubi es una invitación al cariño, casi dirigida a sí misma, un silbido en la oscuridad que espanta la angustia. Bubi, se dice a sí misma en el sordo silencio del auricular.

La frase Nunca estás sigue a una larga pausa. En esa frase no está contenido ni su verdadero reproche, ni lo que le duele (además, siempre estoy aquí). Con esa frase prolonga la sordera, escucha su propia voz, existe una leve esperanza de que desde el silencio del otro lado del hilo inesperadamente salga mi voz. Corta rápidamente, siento el brusco colgar del auricular, como si hubiera cometido algún pecado de niños. Como si en realidad se alegrara de que yo no estuviera. Una conversación conmigo podría ser dolorosa, y de esta forma «ha hablado» un poco y no le ha dolido nada. No se da cuenta de que sus mensajes siempre son iguales. Echa el humo, aspira-espira, con una voz ronca emite sus pequeñas señales de SOS. De humo. Las oigo sólo yo. Y no hago nada.

El beso

A menudo me pregunto cómo es que sé tan poco de ella. Su vida me parece un retal barato, otorgado una vez y para siempre, que no se puede estirar, ni alargar, ni acortar. Por fuera, ella misma la trata así, como a un retal: lo lava, lo plancha, lo remienda y lo guarda ordenadamente en el armario.

Me pregunto cómo es que sé tan poco de ella y lo que sé parece tan insignificante. Ella de mí sabe mucho más. Unicamente ella, como un propietario o un ladrón, sabe mi clave secreta, la clave del dolor. Tampoco de ese dolor sé nada, no sé de dónde viene, no sé por qué no soy capaz de dominarlo, por qué tan inequívocamente me quita el aliento.

Conozco sólo sus gestos, sus movimientos, sus expresiones de la cara, el timbre de su voz. Los reconozco dentro de mí. En el espejo, en algún instante, en un destello, como en un duplicado, en vez de mi reflejo, capto el suyo. Veo dos arrugas alrededor de la boca que gatean imparablemente hacia abajo, terminando su camino en bolsitas apenas perceptibles.

Cada vez con más frecuencia me despierto respirando con dificultad, chasqueo de la misma manera que ella. La observo a hurtadillas durante la siesta. Encima del labio superior gotitas de sudor. Me pregunto si en mi cara mientras duermo también se ve tan claramente el hundimiento en mi propia desesperación.

A veces me sorprendo a mí misma agitando pensativa las piernas, con los dedos de los pies desmenuzando el aire, de la misma manera que ella.

A veces me inunda una súbita ola de angustia, como un golpe inesperado. Me pregunto entonces si tengo la misma expresión desamparada y herida que ella. ¿Toseré levemente disimulando como si no hubiera pasado nada, como ella?

A veces capto en mi voz su voz ronca, a veces bajo mi voz penetra la suya, hablo a dos voces, me paro, estiro las palabras como ella, espero a que pase.

Recuerdo que una vez —al venir corriendo a casa después de una cita en la que el chico y yo, emocionados, nos habíamos despedido besándonos y besándonos— al llegar a casa envuelta en una neblina de adrenalina, repetí ausente lo que había estado repitiendo hasta hacía un momento y, al solaparse las imágenes en mi cerebro, en vez de un beso ritual en la mejilla, la besé en la boca. Esa torpe equivocación me provocó una angustia desconocida. Decir ahora que entonces, como en un espejo, había besado en la boca a una futura yo sería demasiado simple.

Cuando la reconozco dentro de mí, cuando las imágenes se solapan, resuena en mí esa primera imagen, ese germen, ese beso en la boca, sus ojos, un poco asustados, abiertos de par en par, en los que se refleja mi mirada igualmente confusa.

Nombre y apellido

—¿Nombre?

—Elisaveta…

—¿Apellido?

—Simeonova…

—¿Nombre del padre?

—Simeon…

—¿Fecha de nacimiento?

—2 de agosto de 1926.

—¿Lugar de nacimiento?

—Varna.

—¿Dónde está eso?

—En el Mar Negro… En Bulgaria…

—¿Y todas las búlgaras son así de guapas?

Creo que en aquellos años mantuvo con frecuencia conversaciones parecidas. Las mantuvo en aduanas y comisarías, en oficinas, ayuntamientos, con grises empleados, con funcionarios anónimos que expedían certificados. Creo que todos los que apuntaban sus modestos datos primero hacían una pregunta por curiosidad: ¿por qué ha venido aquí? La frase ¿Son todas las búlgaras tan guapas?, de hecho, pertenece a mi padre y fue pronunciada algo después, creo que con sincera admiración. No supe qué responderle, dijo. Al desconcierto de ella, a la osadía instantánea de él y a esa frase banal debo, al fin y al cabo, mi propio nacimiento.

Con veinte años, con un pasado que no merecía ser recordado, con ese redondo número veinte, lozana y torneada con sueños de futuro, se había encaminado en el verano de 1946 desde la lejana Varna en el Mar Negro a Yugoslavia.

Una maleta llena de manzanitas

Viajó en tren. De Varna a Sofía, de Sofía a Dragoman, paso fronterizo y último punto conocido. En el paso fronterizo yugoslavo de repente se asustó, o por el aduanero de bigote pardo, o por lo definitivo de su decisión. Y mientras abría la maleta, presa del pánico, pensando que todavía tenía tiempo de cambiar su decisión y volver, se le resbaló de las manos y desparramó su modesto contenido en el suelo. Recuerda el rodar de las manzanitas (Había muchas, muchas manzanitas, decía. Ni siquiera yo sé por qué llevaba tantas). Su memoria se quedó atascada en la imagen de las manzanitas rodando por el suelo. Y como si hubieran decidido las manzanas, y no ella, había que recogerlas todas, entonces el tren se puso en marcha…

De pocas cosas se acuerda. El tren medio vacío traqueteaba aquel lejano 1946 a través de un país destruido (Todo estaba destruido, todo…). Ordenadamente devolvió el contenido a la maleta: sus vestidos de verano de crespón de seda, sus elegantes zapatos de ante, sus libros, sus sandalias de tacón de corcho hechas según la última revista de moda de París. (Aquel invierno el mar había depositado en el puerto del Mar Negro, Varna, enormes cantidades de corcho de un barco hundido. Aquel verano las chicas de Varna taconeaban suavemente sobre los calientes adoquines con sus ligeras sandalias de corcho dejando tras de sí el olor a mar.) Encima volvió a colocar sus manzanas.

Se asomaba por el grasiento cristal de la ventana esperando alguna escena nueva, todo, sin embargo, estaba destruido, tan desesperadamente destruido, y entonces empezó a caer una lluvia menuda, pegajosa y duradera que cubría las ventanas, entonces ella se acurrucó en el vagón vacío y pensó en su novio, un joven yugoslavo de sonrisa divina, marinero, que había conocido en Varna, en el paseo marítimo. Imaginaba su futuro hogar, repetía cien veces para sus adentros el nombre de la estación en la que tenía que bajarse, imaginaba que en esa estación la esperaría su sonrisa y luego, por el calor de ese futuro impreciso se quedó dormida, traqueteó así durante horas, dormitaba, de vez en cuando se despertaba y comía manzanas.

Y lo único de lo que se acuerda claramente (No sé por qué me acuerdo precisamente de esto, dice acentuando precisamente de esto) es de un viejecito de cara noble (Tenía una cara noble) que entró en su compartimento en una de las estaciones. Le ofreció manzanas, él sacó una navaja, peló hábilmente la manzana e hizo una rosa con la piel.

—Tenga, señorita —dijo.

(¡Era maravillosa, nunca había visto una rosa así!)

Con la maleta y con la rosa en la mano bajó en la estación cuyo nombre había repetido para sí tantas veces. Nadie la esperaba, caía una lluvia menuda y pegajosa y era de noche.

Allí, en aquel lugar, cubrió su pasado con el negro retal de la oscuridad. De este retal sacaría de cuando en cuando apenas algún que otro hilo.

Las primeras fotografías

Tenía una sonrisa bonita, pero era un canalla, era todo lo que diría sobre el marinero.

Lo encontraría, pronto se daría cuenta de que era un canalla, lo dejaría, aprendería el idioma y mecanografía (Era fácil, a mi alrededor todos eran analfabetos) empezaría a trabajar como oficinista en un despacho local, alquilaría una habitación, limpiaría todo, olvidaría todo…

Y debajo de aquel retal de oscuridad del que yo conseguiría sacar sólo algún hilo, se revolvían las imágenes borrosas. Con el tiempo todas esas imágenes se han endurecido en una ofensa grave como un quiste. Por esa ofensa, por ese quiste invisible, en determinado momento decidió que no volvería, que se quedaría, que sí que se quedaría…

—¿Son todas las búlgaras tan guapas?

Aquí empieza su modesto expediente, su primera historia luminosa, con un personaje joven como ella, con un hombre de la nueva época que había acabado la guerra luchando en el bando bueno. Aquí está la primera foto. La boda con el vestido de crespón de seda y con las sandalias de corcho. ¡Y para el banquete un pollo, un pollo de verdad!

Palabras

Fueron años de hambre. Se compraba con «cartilla». De telas, podía comprarse únicamente percal. No había nada. ¡Na-da! Andaban medio hambrientos. Hacían comidas de pobres…

—¿Cuáles son esas comidas de pobres?

—Sopa de harina…

—¿Sólo sopa?

—Repollo, patatas, judías, guisos de verdura, gachas con repollo, albóndigas de patata, migas, yema con azúcar, eso para los niños…

A ti también te engendramos con hambre, dice. Estaba embarazada. Su marido estaba en el hospital. Con las cavernas abiertas, escupiendo sangre. Era difícil conseguir estreptomicina. Conseguir comida. Se acuerda de que una vez logró un tarro de miel. A la mañana siguiente, encontró en el tarro un ratón muerto. Lloró y no sabía si por ella o por el ratón. Se comía lo que se tenía. Todos eran pobres. Teníamos que apretarnos el cinturón.

En la habitación alquilada, todos los días friega el suelo de madera con sosa. Le da vueltas al jergón por los chinches, lava la ropa, la hierve, la seca al sol, la plancha, limpia la habitación hasta que resplandece, la mitad de la salud es la limpieza. La limpieza es un sustituto de la abundancia. Las ventanas tienen el brillo de un diamante, la ropa de cama reverbera como el satén, el suelo de madera resplandece como el oro antiguo, hasta el cadáver del ratón tiene el color del ámbar. El olor a limpio expulsa todos los demás olores. Eran años sin olor.

Palabras cuyo significado, en realidad, no conozco: sosa (algo con lo que se friega), cartilla (sustituto del dinero), chinches (insectos que existían entonces).

Palabras de cuyo significado me acuerdo borrosamente: percal (tela barata), pan-manteca-azúcar (sustituto de pastel).

Palabras del vocabulario de mi madre de entonces: albóndigas de patata, migas, guiso de verdura, percal, gachas, pan-manteca-azúcar, cartilla, chinches.

El año 1949

El año en el que nací en el diccionario del mundo existía el mundo. Harry Truman se convierte en el trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, hecho que en Washington se celebró con un desfile de siete millas de largo; el terremoto en Seattle se declara «catástrofe con un peso de diez millones de dólares»; en París se funda el Consejo de Europa, comunidad de diez países europeos, germen de la idea de la futura Europa unida; en Gran Bretaña se suprimen las cartillas de racionamiento, se levantan las restricciones de dulces, después de diez años de oscuridad Londres brilla a plena luz de neón; en China continúa la guerra civil y acaba con la proclamación de la República Popular China; en la ciudad americana de Miami se inaugura un nuevo milagro arquitectónico, «la universidad futurista»; Israel entra en las Naciones Unidas que se trasladan, el mismo año, a un nuevo edificio, «el edificio más importante del mundo», como dijo, con ocasión de la inauguración, el presidente Truman; en Gran Bretaña la relación entre la libra y el dólar mejora drásticamente en favor de la libra; el pequeño estado de Mónaco corona a su nuevo gobernante, el príncipe Rainiero; en Londres se reconstruye la dañada San Pablo; ese año hace un verano de calor tropical; el príncipe Carlos es un bebé con un rizo adorable; el plan Marshall de ayuda económica a Europa funciona; Berlín se divide, la zona soviética se convierte en Berlín del Este, capital de la República Democrática de Alemania, y las otras tres zonas son Berlín del Oeste; el nuevo avión Double Decker vuela de Londres a Nueva York en menos de nueve horas; los EE UU y la URSS entran en la época de la «guerra fría»; a la fiesta real de la reina de Inglaterra son invitados Errol Flynn, Gregory Peck, Douglas Fairbanks y Rosalind Russell; se descubre un nuevo anestésico que permite a las mujeres un parto sin dolor. En el diccionario del mundo existía el mundo.

En el diccionario del mundo nosotros apenas existíamos. En nuestro diccionario el mundo apenas existía. El día en que nací, el 27 de marzo, en la finca agraria Belje se desarrolla con éxito el trabajo y la educación física, se observa el progreso de la cooperativa de Velimirovac, el país se prepara para la completa realización del plan de la siembra de primavera y a las brigadas del frente se incorporan diez mil mujeres de Split. Ese día se realiza la distribución de botes de leche, para los consumidores D-1: dos latas por el cupón n.º 1 de la cartilla de racionamiento republicana. Ese día en Zagreb en el cine Balkan ponen la película soviética La joven guardia, en el cine Zagreb la película soviética El tren va al Este, en el cine Jadran la película soviética Aventuras de Nasradin Hodza, y en el cine Romanija El acorazado Varjag. También una película soviética.

En el diccionario de mi mamá los mundos no existen. En su diccionario existo yo, su marido que no morirá y la sopa de harina.

Sopa de harina (o sofrita)

3 cucharadas grandes de manteca o mantequilla

4 cucharadas grandes de harina

1 cucharada pequeña de cominos

1,5 litros de agua

sal al gusto

pan cortado en dados y frito en aceite

Freír la harina en la manteca caliente hasta que se dore. Añadir a la fritura los cominos, freír un poco y añadir agua sin dejar de remover. Añadir sal a la sopa y dejar hervir quince minutos más. Servir en cada plato un poco de pan frito y verter la sopa por encima.

Una casa de muñecas

Con el traslado a la nueva casita (tendría tres o cuatro años) de dos habitaciones, cocina espaciosa, cuarto de baño, despensa, porche y jardín, yo empezaría a conocer el mundo (es redondo como un huevo), y mamá tendría lo que siempre quiso: una gran casa de muñecas. Con el traslado empieza una época alegre en la que todas las cosas serían las primeras.

El primer dormitorio de mis padres, comprado a plazos, de madera de nogal, con una gran cama de matrimonio, mesillas de noche, grandes armarios tripudos brillantes como espejos y una cómoda baja con un gran espejo alto, una pieza de enigmático nombre: ¡tocador! Al dormitorio pronto le seguiría la cocina con una alacena, la primera cocina de gas, en el cuarto de baño habría un calentador de leña que veía por primera vez y que se parecía a una raqueta que vería más tarde y la corona de todo sería la primera radio llamada Nikola Tesla. Con el traslado a la nueva casa sentiría por primera vez el mágico sabor de una fruta del sur llamada naranja, me regalarían la primera muñeca de goma vestida de tirolesa, lo que borrosamente evocaría la existencia de algún otro país en el que vivían unas niñas vestidas de manera diferente.

Después, todas esas cosas cambiarían, nosotros nos mudaríamos a un piso nuevo, pero la época alegre de las cosas nuevas no se acabaría, vendrían algunas otras primeras cosas: el primer paté industrial de la marca Gavrilovic, el primer televisor llamado Einiš, el primer gramófono, la primera lavadora, el primer automóvil Volkswagen 1300. Mamá encendería su primer cigarrillo y empezaría a fumar. Comenzaría otra primera época. La vida colectiva de la calle en la que estaba nuestra primera casita y esa colectividad callejero-sindical se sustituiría con la aparición del primer televisor, otra colectividad mediática. La idea del mundo redondo y entero como un huevo estaría apoyada por las mismas canciones (Marina y Mustafa), pero esa idea muy pronto se agrietaría. De las astillas brotarían los perfiles de otros mundos existentes: primero, por alguna razón, existiría sólo México, los mexicanos y la Mamá Juanita y luego, al poco, los hindúes. La existencia de estos últimos estaría atestiguada por las lágrimas colectivas de unos veinte millones de yugoslavos provocadas por la visión de las tristes películas indias. Luego irrumpirían algunos otros países, sobre todo africanos. Su existencia la atestiguarían sus representantes. Nosotros agitaríamos las banderitas y tartamudearíamos sus enigmáticos nombres, difíciles de pronunciar: nkrumah, sirimavobandenaraike, nasser, haileselassie, indiragandi… Mamá aseguraría que antes de que yo naciera había existido Rusia, pero yo al principio no encontraría huellas que confirmaran algo así.

Hollín

Hollín fue una de las primeras palabras que aprendí, tan natural como las palabras mamá, papá, pan, agua. Vivíamos en un pequeño lugar industrial en el que había una «fábrica» de hollín. En esa fábrica trabajó mi padre. También petróleo era una palabra natural. No lejos de nuestra ciudad había pozos de petróleo, al fin y al cabo el hollín se obtenía del petróleo.

La calle en la que vivíamos se llamaba colonia (abreviatura de colonia obrera), y las casitas de esa colonia eran una muestra piloto de las futuras urbanizaciones obreras «modernas».

Mamá a menudo me llevaba a bañarme a los aseos de la fábrica (lo cual era mucho más fácil que calentar con leña el «moderno» calentador de nuestro baño). Los obreros tenían las pestañas densamente impregnadas de hollín, parecían pintados y pestañeaban con esas pestañas como muñecas. Me acuerdo de que en las frías cabinas de piedra con duchas calientes chorreaban riachuelos de agua negra por todas partes, asomando a través de los grises montones de la espuma del jabón.

Mamá luchaba a diario contra el hollín. Por las mañanas solía pasar un trapo húmedo por las repisas de madera de las ventanas.

—Otra vez ha llovido hollín… —decía arrastrando el dedo índice, ese instrumento de medición tan preciso, por los cristales de las ventanas.

Solemnemente volvía el índice hacia mí y con un tono como el de Marie Curie tras descubrir el radio, decía:

—¿Lo ves?

—Sí —respondía, y me fijaba atentamente en el dedo de mamá untado con ese negro y grasiento polen.

Todos los días abría las ventanas, se asomaba fuera, dirigía la mirada al cielo, bufaba descontenta y cerraba las ventanas.

—¡En el aire otra vez hay hollín!

El hollín era el quinto elemento.

Los días grises los granitos de hollín caían del cielo despacio como una lenta y menuda lluvia de arañas. Los días de sol el aire reverberaba con las diminutas arañas doradas. Observaba sin aliento su invasión silenciosa e imparable. Cuando una de esas arañitas se posaba en mi mano, la aplastaba y el oro se convertía en una manchita negra y grasienta.

En invierno, cuando nevaba, el hollín se posaba en el manto de nieve. Por las mañanas rompíamos la helada corteza grisácea, mirábamos emocionados la blanca nieve y «hacíamos Cristos» dejando huellas de nuestros cuerpos de niños en la nieve.

Junto a la palabra petróleo la cadena de la memoria siempre une la misma combinación de palabras: Tito vive. A la inauguración del pozo de petróleo vendría el presidente mismo, Tito en persona. El petróleo manaría del pozo hacia el cielo en un tremendo chorro y la lluvia de petróleo regaría a los invitados. El traje nuevo de mi padre, hecho para la ocasión, quedaría inservible para siempre.

—Ni siquiera se le puede dar la vuelta… —diría mamá decepcionada.

La bola de cristal

El primer objeto inútil en la casa, en esa época de primeras cosas, era una bola de cristal. En la bola había una ciudad pequeña y encima de la ciudad se desplegaba un cielo azul oscuro. Cuando se le daba la vuelta a la bola, sobre la ciudad nevaba lentamente. La bola era un objeto mágico, la observaba por todas sus partes, le daba vueltas y vueltas para sacudir de sus pequeños bastidores algo más que la nieve segura.

Posteriormente muchas bolas mágicas fueron declaradas kitsch y echadas de las casas.

Bajo los dedos imagino el frío liso, me quedo mirando atentamente los bastidores de la pequeña ciudad, me parece minúscula y remota como algún otro planeta. Hechizada por la magia, le doy la vuelta a la bola. De la tierra al cielo se precipitan los copos de nieve, menudos como partículas de hollín.

La Condesa Singer

—¿Señora, tiene retalitos?…

Una mujer enorme está sentada y nos mira con una mirada brillante y penetrante. Nos hemos colocado una al lado de la otra como manzanas, con la cabeza alcanzamos el marco de la ventana, nos asomamos dentro. Con un amplio movimiento del brazo la mujer coge de un saco un puñado de retales, los agarra como hojas secas y por la ventana nos da a cada una un puñado.

Retrocedemos con nuestro tesoro y, sonrosadas de emoción, miramos impacientes el contenido. El tesoro centellea ante nuestros ojos: retales a rayas, retales con lunares, a cuadros y rombos, con dibujos y florecitas, lisos y estampados.

La Condesa era la persona más importante de nuestra calle. Su apellido era Conde y todos la llamaban, con mucho respeto, Condesa. Los retales los necesitábamos para las muñecas. Las muñecas eran de trapo, la cabeza y el tronco rellenos de paja (o de trapos), con lienzo blanco por fuera, cosidas a mano. En la cara dibujábamos con lápiz-tinta (palabra desaparecida: un lapicero precioso de corazón gordo, blando y morado) los ojos, la nariz y la boca (Punto, raya, rayita, ya está la nenita). A esas muñecas de trapo calvas las vestíamos con los vestidos hechos con los retales de la Condesa.

Con sus retales hacíamos ropa para nuestras muñecas, y la Condesa hacía ropa para nuestras mamás y para nosotras, las niñas. La Condesa era modista y, en aquel histórico tiempo preconfeccionista, una persona muy importante, casi tan importante como un médico.

—¡Vamos a donde la Condesa! —decía mamá, y yo ya estaba dándole la mano.

A esa mujer enorme nunca la vi en la calle. Era como si estuviera completamente empotrada en su habitáculo, esa jungla en la que a cada paso acechaba una fauna variada y peligrosa. Parecía que en esa habitación todo estaba sólo temporalmente en poder de la Condesa, parecía que era suficiente un momento de descuido para que las peligrosas fieras empezaran a vivir sus propias vidas. El metro serpenteante se enroscaba mansamente alrededor de sus dedos, pero a menudo se deslizaba y escapaba rápido a un rincón. Ahí había inocentes, veloces y desdentadas canillas que se empujaban y apretaban una con otra y peligrosos erizos almohadillados con las púas siempre enhiestas. Los retales indomables de colores de loro bullían dentro del saco y en cualquier momento saltaban fuera escurriéndose por el suelo. Cintas y encajes como suntuosos lirios daban una sombra en la que dormitaban los escarabajos: automáticos, corchetes, botones metálicos. En las cajas de plástico se multiplicaban los alfileres; los dedales metálicos bostezaban con su bostezo gris y amenazador; los botones como cucarachas embelesadas por la luz corrían por el suelo cada dos por tres; en las perchas colgaban los vestidos sin acabar invadidos por un ejército de hormigas blancas, los «hilvanes»; y por todas partes, por todos los rincones, por el suelo y por el techo, avanzaban los imparables hilos.

Esa enorme mujer parecía soldada a su máquina de coser Singer. Ellas dos eran una: la Condesa Singer. El gran cuerpo de la Condesa Singer con una pierna se movía a sí mismo (la otra pierna, mientras, sosegadamente la ponía detrás), con una mano le daba vueltas a la negra rueda metálica, con la otra domaba la viva tela pinchándola con la aguja. Como una enorme fiera la Condesa Singer zumbaba, cada poco escupía, extendía hilos a su alrededor, pinchaba con las agujitas. La Condesa Singer era la señora de la jungla y sus poderosos zumbidos superaban los demás sonidos: los sonidos de tintineo, cloqueo y cuchicheo, los sonidos de sordas y suaves caídas de insectos y serpientes en el suelo.

En un rincón de la jungla había un fetiche en forma de tronco sin brazos ni cabeza, divinamente ciego, sordo e indiferente a la vida de la jungla, un maniquí de costura de madera.

En ese remoto tiempo preconfeccionista la Condesa Singer hacía de todo: braguitas, sujetadores, trajes de baño, vestidos, camisas, faldas, pantalones, abrigos y capas. La Condesa Singer sabía hacer de un gastado traje de papá, con la tela del revés, un elegante traje para mamá, y a veces quedaba también para una falda para mí. La Condesa Singer podía hacer la misma blusa que llevaba Katharine Hepburn (a la que se parecía mi mamá) en la película La reina de África y el mismo vestido que llevaba Ava Gardner (a la que quería parecerse mi mamá) en la película Las nieves del Kilimanjaro.

Sólo a veces, por razones desconocidas, la Condesa Singer expresaba su caprichosa voluntad.

—Condesa, aquí pondremos una chorrera…

—Una pechera simple —decía lacónicamente la Condesa Singer.

Y las mujeres obedecían.

Ella cosía liso y fruncido, con tablas y al bies, domaba los lienzos, linos, crespones, repses, georgettes, percales y sedas.

—Condesa, aquí pondremos un cuello chal…

—Camisero —cortaba la Condesa Singer.

Y las mujeres obedecían.

Gracias a la Condesa Singer, a la vida anterior en Varna, una ciudad grande y verdadera en comparación con nuestro pequeño lugar, y a sus conocimientos del arte cinematográfico, en aquella época preconfeccionista mi mamá era la mujer más elegantemente vestida del lugar.

Los imparables hilos invadían todas partes, todos los rincones, el suelo y el techo, colgaban, hormigueaban, reptaban y se pegaban a las clientas de la Condesa Singer como sanguijuelas.

Cuando se despedía de una clienta, la Condesa Singer primero le quitaba los hilos y al final, levantando el último como si hubiera acabado de matar un insecto, decía con importancia:

—Alguien moreno piensa en usted.

Lo decía cuando el hilo era blanco. Si por el contrario el ejemplar de la fauna de la modista era de color negro, la Condesa Singer decía:

—Alguien rubio piensa en usted.

La Condesa Singer tenía una hija a la que llamaban Gina, por la actriz italiana Gina Lollobrigida. Gina se parecía de verdad a la Lollobrigida, como dos gotas de agua, y era tan guapa como una actriz. Tenía la cara redonda y blanca, vivos ojos negros, los labios gruesos, los dientes blancos y la cintura extraordinariamente estrecha.

—Gina tiene la cintura así… —decían las mujeres juntando los índices y pulgares en un círculo.

Gina tenía un pelo corto brillante y negro que enroscaba en las mejillas y en la frente en caracolillos. Se llevaba a la boca el pulgar y el índice como si se preparara para contar un fajo de billetes, los chupaba y luego con el pulgar y el índice mojaba un mechón y hábilmente lo enroscaba en forma de seis. A cada lado de la cara Gina tenía por lo menos seis de esos seises, y en la frente dos, enroscados como dos grandes caracoles negros.

Aunque era guapa como una actriz e iba vestida como una muñeca, aunque se le pegaban hilos blancos y negros en abundancia, aunque en ella debieron de pensar muchos hombres rubios y morenos, Gina no se casó nunca.

—No tenía suerte con los hombres —decían las mujeres.

Quién sabe, tal vez la infeliz Gina estaba en el invisible poder de la maléfica fauna de la sastrería de la Condesa Singer.

Sea como fuere, tengo una fotografía con Gina, de una excursión sindical de obreros a la que los padres nos llevaron también a nosotros, los niños. En la fotografía el viento abomba el vestido blanco y fruncido de Gina, lo que destaca todavía más su estrecha cintura. Detrás de ese voluminoso paracaídas del vestido de Gina se me ve a mí con un lazo blanco en el pelo. Detrás de nosotros arde la llama eterna. La llama viene de la Tumba del Héroe Desconocido en el monte Avala, donde se tomó la fotografía.

La tita Pupa

Estoy de puntillas en el encerado parqué impregnado de una luz dorada. Estoy recta, con la tripa metida, el cuello estirado, sobre la cabeza llevo un libro. Echo una pierna con cuidado. El parqué amarillo lanza haces de luz hacia el techo, trago aire, detengo la respiración como si fuera a bucear, echo otra pierna y el libro se cae al suelo con estruendo.

—¡Vete al cuerno! —dice la tita Pupa y ríe chirriando como si tosiera.

Tante Puppe. Era alta, enjuta, huesuda, de nariz encorvada como un fino pico, de ojos azulados y parpadeantes que miraban el mundo como si lo supieran todo de antemano. Cojeaba un poco, pero aun así andaba muy recta, ligera, llevaba la cabeza alta, estiraba el cuello como un animal cuellilargo y con su fina nariz olisqueaba cautelosamente el aire.

Vivía en una pequeña casa con porche y jardín grande. Las habitaciones eran grandes, soleadas, con puertas que se abrían de par en par de una sala a otra. Al entrar en la casa nos poníamos anchas zapatillas de paño. En su casa se deslizaba sin ruido, como en los museos rusos. En el jardín por alguna razón sólo cultivaba opulentos arbustos de flores «apelotonadas». Crecían ahí blancos grumos de flores que llamábamos «albóndigas», gruesas hortensias que camaleónicamente cambiaban de color y suntuosas peonías blancas y tiernamente rosadas. Me gustaban los grumos de flores tanto como a ella: en ellos durante horas estudié la vida de las hormigas.

La tita Pupa era una maestra de antes de la guerra (¡Es una maestra de antes de la guerra!), lo que quería decir que sabía alemán, tocaba el piano y era, naturalmente, árbitro absoluto en cuestiones de elegancia y belleza.

Me enseñaba, sin éxito, el arte de andar bien. Estaba fuertemente convencida de que el andar bien era una de las cosas más importantes de la vida.

—Observa a los animales —me decía—. ¡Qué elegancia de movimientos!

Estudiaba atentamente los animales a mi alcance.

—¡¿Y la gallina?!

—Incluso la gallina tiene cierta elegancia —decía seria.

Recuerdo la habitación soleada, ella está sentada recta en el sillón, golpetea con su bastón el suelo como un maestro de ballet, yo me estiro de puntillas (¡Mete la tripa!), meto la tripa (¡Aguanta la respiración!), aguanto la respiración (Ahora respira lentamente…).

El arte de andar bien no lo aprendí. No entendía cómo se podía respirar con la tripa metida, pero todo lo hacía para quedarme más tiempo con ella. Me moría de felicidad cuando a veces, con un gesto principesco, me invitaba a dormir, o cuando mis padres le pedían que me cuidase un rato.

Estoy tumbada en su cama cubierta hasta la barbilla, me he agazapado, la puerta que lleva a la otra habitación está abierta de par en par. Del baño sale su hijo, de dieciséis años, de piel dorada como el mismo rey Midas, tiene la toalla alrededor del cuello. De la radio llega una canción popular. Él se está frotando con la toalla al ritmo de la música, se sacude las gotitas doradas, se mueve con pasos de baile. Estambul. Constantinopla. Estambul —a la izquierda—, Constantinopla —a la derecha—, Estambul —arriba—, Constantinopla —abajo—…

A la puerta se asoma la tita Pupa, olisquea levemente el aire a su alrededor, anda ligera, recta, corta el espacio como un pez el agua, luego desvía su fino pico y ve un par de maravillados ojos de niña asomándose debajo de la manta…

—¡Vete al cuerno!

A veces me siento así en el sillón y leo, luego de repente me levanto, me pongo el libro en la cabeza, me estiro de puntillas, meto la tripa. Siento el peso del libro sobre la cabeza y un confuso placer físico. Y entonces vuelvo al sillón, cojo el libro y pienso que en el arte de andar bien realmente hay algún secreto, alguna verdad superior que no está al alcance de todos. Esa verdad la sabía la tita Pupa.

Las tías

A menudo le pedía a mamá que me hablara de su familia búlgara, ramificada como los hijos del diente de león.

—Primero estaban el abuelo Milan y la abuela Lyuba —empezaba la historia desde los abuelos.

—¿Y después?

—Y después el abuelo Milan y la abuela Lyuba tuvieron siete hijos: Bogumil y Todor, Eksena, Pavlena, Anastasia, Vasilka y Tsvetanka.

Yo tachaba cruelmente a los aburridos Bogumil y Todor y pedía que me hablara de la abuela y de las tías.

—A Eksena la llamaban Asenka, a Pavlena, Pavla, a Anastasia, Natsa, a Vasilka, Vasilka y a Tsvetanka, hmmm…, Tsvetanka —seguía ella disfrutando con mi placer.

—¿Y qué más?

—Eksena se casó con Simeon, Pavlena con Slavcho, Anastasia con Vancho, Vasilka con Tsvetan y Tsvetanka con Levcho.

—¿Y después? ¿Qué más?

Enumeraba las ramas y ramitas del árbol familiar (Pavlena y Slavcho tuvieron cuatro hijos: Rumena, Dunka, Ilcho y Milanka…). La sola enumeración de los nombres la escuchaba con tanto suspense como si se tratase del cuento más interesante del mundo. Vasilka era la más guapa, pero murió joven; Pavlena se casó con el más tonto que luego se hizo el más rico; Eksena se casó con el más guapo, Tsvetanka con el más listo y a Anastasia el destino, que a ninguna había privado de felicidad, le deparó el mayor de los ¡pedorreros!

Era el mayor pedorrero de la familia —dice mamá disfrutando al pronunciar la palabra prohibida—. Tiraba unos petardos que levantaba el polvo —dice sustituyendo el verbo impermisible con la frase permitida «tirar petardos».

Eksena, Pavlena, Anastasia, Vasilka y Tsvetanka eran mis muñecas imaginarias, mis conjuros y mis rifas (Eksena fue a por leña, Pavlena la cortó, Anastasia encontró un huevo, Vasilka lo frió y Tsvetanka, Tsvetanka ¡se lo comió!), mis nombres ficticios, mis cartas infantiles, cinco damas, heroínas de cuentos de hadas. Era suficiente que mamá contara sólo algún detalle: Anastasia se pintaba con carbón de cerillas; a Eksena, mi abuela, sin apenas cumplir los dieciséis, la cogió y la raptó un joven guapo, mi abuelo, y se la llevó a la otra punta del país, a las costas del Mar Negro; Pavlena engañaba al tonto de su marido y por eso Dios la premió con hermosos hijos; y yo vestía mis muñecas con los cuentos inventados y les creaba sus destinos.

Eksena, Pavlena, Vasilka, Tsvetanka y Anastasia guardadas junto con Pandora y su caja, con el rey Midas, con las historias de partisanos, con los Argonautas y su búsqueda del vellocino de oro, junto con las historias sobre Tito, con la infeliz Medea, con los cuentos populares rusos, con el pobre Pale que se quedó solo en el mundo, con el niño Némecek de Los muchachos de la calle de Pál[16] y con Audie Murphy, actor americano, héroe del Oeste, quedarían en el fondo permanente de mis mitos infantiles.

De esa familia ramificada del diente de león hoy me acuerdo de pocos, a pesar de haber conocido a algunos. Eksena, Pavlena y Anastasia en vivo perdieron su aura de cuento y se convirtieron con el tiempo en su antítesis gris. Por alguna razón quedó viva sólo la imagen del insignificante Vancho (¡ay, caprichosa memoria!), el mayor pedorrero de la familia. Aunque la imagen la creó mi imaginación en mi infancia, esa imagen, una de las pocas que quedan en el álbum, hoy tiene toda la «realidad» de una fotografía.

Lo «recuerdo», pues, con su elevada tripa gorda, con la nariz chata sobre una cara que la mano de Dios también había amasado hacia arriba, con un ancho pantalón blanco, una camisa blanca, una gorra blanca de marinero, con negras gafas redondas de ciego sobre la nariz y con un obligado bastón en la mano, paseando por el soleado paseo marítimo. Detrás de él aletea una bandada de sombras de palomas. Él se vuelve, las ahuyenta enfadado con el bastón, pero la porfiada bandada sigue aleteando detrás de él. Entonces se rinde, camina importante, el sol relumbra, la sombra de la bandada de palomas se arrastra detrás de él como un vibrante manto real. Camina el rey de los pedorreros.

Bina

—Toma —decía mamá metiéndome un envoltorio en las manos—. Llévaselo a la señora Bina y pídele por favor que me coja esta carrera.

En mi álbum interior he guardado, por razones que sólo conoce la caprichosa memoria, la imagen de la señora Bina, la italiana. (Ellos son italianos, decía mamá, aunque yo no tenía claro qué significaba eso.)

Bina cogía las carreras de las medias. Desaparecida la necesidad (las medias rotas pronto simplemente se tirarían), desaparecerían también las palabras (Se me ha hecho una carrera en las medias; hay que coger las carreras), y junto a ellas también esa pequeña destreza.

Pálida, callada, de sonrisa cansada y de sesgados ojos de zorro, la señora Bina cogía carreras. Era la única que tenía una aguja mágica con ganchito y las mujeres le llevaban sus medias rotas de nylon (de cristal), raras veces de seda, primero con costura y después sin costura. Con su mágico ganchito quirúrgico Bina cogía pacientemente un hilo tras otro, una carrera tras otra, y hábilmente cosía las vergonzosas rayitas blanquecinas como si nunca hubieran existido.

Parecía que encontraba placer en esa menuda labor. Su pequeño marido de piernas torcidas le pegaba, su suegra se pasaba el día bebiendo y pescando en un cercano arroyo (donde un día la cogería de los pies el Hombre del Agua y la arrastraría al fondo para siempre), y sus hijos no eran de mucho consuelo.

Acercándome a la casita de ellos, mis pasos se volvían más lentos. Siempre se sentaba al lado de la ventana. Me gustaba observar cómo ahuyentaba las moscas con una sacudida de la cabeza, cómo captaba con los ojos cansados la luz del día, cómo se ponía la media transparente en la mano siguiendo con la mirada las rayitas traicioneras, cómo se quitaba la media de la mano como un guante precioso, cómo ponía la media en el «huevo» de madera, ajustando la rayita en el medio, y cómo cogía con el reluciente ganchito, una por una, las carreras errantes.

Cuando me veía sonreía, enmarcada por el ventanuco como una foto en vivo, con una sacudida de la cabeza ahuyentaba las moscas y sesgaba un poco su amarilla mirada de zorro.

Un día, cuando ya había cogido las carreras de todas las medias, sobre la medianoche, mientras todos dormían con un sueño profundo, apretando en el pecho su aguja con ganchito, salió en zapatillas al patio. Se paró un instante, miró al cielo estrellado y luego, como hechizada, se dirigió al huerto y se detuvo delante del pozo. Ahí se quitó las zapatillas, se fijó en el reflejo de la luz de la luna en el agua, quizá le pareciera ver sobre la reluciente superficie color amarillo pálido una carrera que tenía que coger. Y así, con la reluciente aguja en la mano, saltó al pozo.

Por la mañana encontraron el par de zapatillas ordenadamente colocadas. En el funeral el pequeño marido de piernas torcidas, su madre y los cuatro hijos, todos de luto, lloraban y se amontonaban alrededor del ataúd como moscas.

A menudo se me aparecía la imagen de las zapatillas al lado del pozo. En esa imagen las zapatillas, levantadas sobre el suelo, flotaban. Y cuando después de ese suceso alguien decía que alguien había muerto, lo primero en lo que pensaba era en un par de zapatillas abandonadas y vacías.

El árbol del Paraíso

En el jardín de la amiga de mamá, Tina, crecía un árbol único, un manzano japonés.

—Ven —decía en tono de orden el hijo de Tina, Tomica, de mi edad.

Obedientemente corrí detrás de él. Nos encontramos delante del árbol. Encima de nosotros se elevaba la florida cúpula rosa oscuro.

—Ahora vamos a subir —dijo Tomica. Subimos al tronco corto y nos sentamos en las cómodas bifurcaciones de las ramas.

—¿Ves? —decía con importancia dibujando con la mano el espacio de su territorio.

Nos sentamos en el árbol del paraíso completamente escondidos por su florida cúpula. Los rayos del sol atravesaban la cúpula vertiendo sobre nosotros gruesas manchas vibrantes. Estuvimos así sentados en ese cálido baño de manzana embriagados por el zumbido de los insectos, por el olor de las flores rosa oscuro y por el juego de luces y sombras. Todo era tan dulce y espeso, tan insoportablemente oloroso y estaba tan cerca, como tras una lupa. En un momento me pareció que iba a caerme de la dulce embriaguez. Me agarré a la rama, arrastré descuidada la palma por la corteza rugosa y me corté el dedo.

Del corte rosado resbaló una gota de sangre y silenciosamente cayó en un pétalo.

—Chupa la sangre rápido —susurró Tomica.

—¿¡Por qué!?

—Si no, morirás… —dijo con voz misteriosa y terrible.

Obedientemente me chupé la gotita de sangre del dedo sintiendo un desconocido sabor dulzón. El corazón me latía por sentimientos confusos: me pareció que estaba al borde de un descubrimiento profundo y grande, de un secreto. Estaba temblando, aspiraba el cargado olor de las flores, olisqueaba el aire a mi alrededor como un ciego para dar con las huellas del secreto cuyos abismos intuía. La palabra morir repiqueteó y se quedó flotando en el aire como un anillo de oro.

—Y ahora haremos nieve —dijo Tomica y sacudió la rama.

Sobre la verde hierba debajo de nosotros caía la nieve rosa oscuro. Entre los pétalos que flotaban en el aire vi aquel mío, con la gota de sangre. Estuvimos sentados así, pequeñitos, encajados en la bola de cristal, envueltos en la nevada florida, completamente solos en el mundo, Tomica y yo.

Fronteras

El mundo seguro en el que siempre lloviznaba una lluvia de polen de hollín tenía sus fronteras bien delimitadas. Y en las fronteras acechaban peligros.

Una de las fronteras era la vía del ferrocarril. Detrás de la vía comenzaba la lejanía desconocida. Por la noche relucía con un brillo azul oscuro, pulsaba y emitía sonidos entre los que se discernían los silbidos de las locomotoras de vapor y el croar de las ranas. Durante el día la lejanía vibraba perezosa en una apacible neblina azul claro. Ahí, detrás de la vía, encubiertos por la seda azul de la lejanía, vivían los gitanos que se llevaban a los niños pequeños. A menudo se me aparecían en el horizonte, imaginaba que tiraban de esa seda, me cubrían con ella como con un pañuelo y yo desaparecía para siempre. Lo mismo que, por lo demás, ya habían desaparecido muchos niños curiosos.

La otra frontera era engañosa: en la primavera brotaba como una fascinante cinta de encaje blanco níveo, y en el invierno como un negro matorral de espino. Detrás de esa frontera acechaba un peligro más terrible que los gitanos que se llevaban a los niños pequeños. Su nombre era Hombre del Agua, un ser misterioso que vivía en el arroyo y que se llevaba al fondo a muchos niños curiosos. Temblando de miedo y de un dulce temor me deslizaba por la espesura, me escondía entre los verdes helechos del río, desmenuzaba con los dedos excitados el barro húmedo y observaba con atención el agua amarilla esperando una señal Suya.

Entre estos dos mundos peligrosos y emocionantes que acechaban detrás de las fronteras me dirigí a un tercero, al primer curso de la escuela primaria.

La zona gris del olvido

Tú me escribes a mí para ti, y yo escribo sobre mí, para ti, dice la «rosada y rellenita» Alya, la destinataria de las cartas de amor de Viktor Shklovsky.

Escribiendo sobre ella, persigo desde la oscuridad del olvido mis propias imágenes, pero ellas a la vez nos son comunes. Aun si en un momento no está en la foto, ella está presente.

Mirando las fotografías en los álbumes me doy cuenta de la simetría entre las fotografías y la memoria. Allí donde se acaban nuestras fotos comunes (y empiezan mis fotos del colegio, mis fotos de los veraneos con el colegio, mis fotos con mis amigas) se acaba la zona del recuerdo. Desde ahí, como si no me acordara de nada más. Como si únicamente las fotografías comunes fueran garantía de cualquier recuerdo. Ahí donde nuestras fotos se dividen (cada vez más numerosas las mías y cada vez menos numerosas las suyas) empieza la zona gris del olvido. Quizá me acuerde de los hechos (aquel año viajamos aquí o allí, aquel otro cambiamos eso o aquello), pero ésos ya no producen imágenes.

El Mar Negro

La memoria, parece, no es completamente caprichosa. Es como si gateara por unos ocultos meandros suyos siguiendo las delgadas leyes de la simetría.

Su Mar Negro (enseñando las fotografías decía: ésta es mi Varna, éste es mi Mar Negro) lo vería yo una vez desde el otro lado, en Odessa, recordando borrosamente que una vez ya había visto en alguna parte una ciudad parecida y un mar parecido. Una embriaguez momentánea (o el totalmente legítimo meandro de la memoria) no me permitiría recordarlo, ni siquiera se me ocurriría el simple pensamiento de que al otro lado del mar se hallaba Varna, en la que tantas veces había estado. Escucharía el murmullo del mar en los brazos de mi amante, extenuada por un fuerte sentimiento de desesperanza. Recordaría el intenso olor de las pequeñas manzanas medio secas en un plato metálico que la mano invisible del amable casero había dejado sobre la mesilla. El olor de esas pequeñas manzanas se solaparía con el sentimiento de impotencia y para siempre quedaría enlazado permanentemente con él.

Muchos años después, en Nueva York, en un piso del Upper West Side, volvería a sentir el mismo olor en la nariz. Descubriría que la inquilina del piso de Nueva York, una emigrante de Odessa, era la «mano invisible del amable casero» que una vez antaño había puesto el plato metálico con las pequeñas manzanas medio secas en la mesilla para un hombre y una mujer. ¡Ay, los escrutables caminos del destino!

Del Mar Negro me acordaría muy claramente en otra ocasión, en un tercer lugar. Un verano, en el largo muelle de madera en Brighton, en Inglaterra, compraría un algodón de azúcar, me sentaría en la playa envuelta en un impermeable (acurrucada como un pájaro, como los ingleses), respiraría el fuerte y frío viento, fundiría con la lengua los mechoncitos del algodón de azúcar y en un instante sentiría, con total nitidez, que tenía dieciocho años, que a veces me llamaban Eli y que allí, al otro lado del mar, en la otra orilla, se hallaba la ciudad en la que una vez había estado como otra persona, la ciudad de Odessa.

Cita

«Creo que la memoria es el rabo que afortunadamente perdimos para siempre en el proceso de la evolución. Ella dirige nuestros movimientos incluyendo las migraciones. Además, el propio proceso de recordar contiene algo obviamente atávico, aunque sólo sea porque este proceso nunca es lineal. Asimismo, cuanto más se acuerda uno, tal vez esté más cerca de la muerte.

»Si esto es cierto, es bueno que la memoria le falle. Pero ella, igual que el rabo, con mucha más frecuencia se distorsiona, se tuerce y se desvía hacia un lado; y esto lo tendría que seguir el relato, a pesar del riesgo de sonar inconsecuente y aburrido, y es extraño que la prosa del siglo XIX, que tanto abogó por el realismo, se ocupara tan poco de ella. Aun si el escritor es realmente capaz de imitar sobre el papel las más finas vacilaciones de la mente, su esfuerzo de ocupar el lugar del rabo con toda aquella belleza de torsión está condenado al fracaso. Porque la evolución nunca es sin consecuencias. Con el tiempo, todo lo que está dentro de la memoria se endereza hasta el punto del olvido total. Nada puede hacer retroceder, ni siquiera la ayuda de las enroscadas letras de las palabras escritas a mano» (Joseph Brodsky, Menos que uno).

El tesoro de mamá

El tesoro más grande de mamá eran sus libros, aquellos que en la maleta llena de pequeñas manzanas había traído consigo y los que empezó a comprar cuando llegó.

También mi nacimiento estaría marcado por un libro, la novela de Maxim Gorki La madre. Impulsado por lo apropiado del título, sin leerlo, el libro lo compró mi padre y se lo trajo a mamá a la maternidad el día de mi nacimiento.

En la pobreza general de posguerra una de las frases huecas ideológico-propagandísticas más fuertes (en el mismo nivel que la de que la limpieza es la mitad de la salud) era la de que un libro es nuestro mayor tesoro. Los mensajes propagandísticos como saber es poder y un libro es nuestro mejor compañero eran apoyados no sólo por el folklore en el cual la razón a mandar y la fuerza a faenar, sino también por las historietas apócrifas sobre los grandes del socialismo, los autodidactas que leían, leían y leían, como Lenin; leían incluso por la noche, con la luz de la luna, como Maxim Gorki; los que, educándose, de campesinillos se convertían no sólo en conocedores de varias lenguas extranjeras, sino también en virtuosos pianistas, como Tito. Este cliché relacionado con los grandes del socialismo se repetiría unos cuarenta años después cuando el nuevo presidente croata, ex comunista, converso, creara su imagen mediática fotografiándose en pose de una concentrada lectura de una novela, ni más ni menos, del escritor americano John Irving. Observando este insípido arreglo fotográfico, me acordaría de otro Irving, Irving Stone, escritor que tenía un lugar honorífico en la biblioteca de posguerra de mamá.

La auténtica pasión de mamá por la lectura se me contagió en la temprana infancia también a mí, así que su modesta biblioteca se convirtió en común. A Los muchachos de la calle de Pál y a El aprendiz Hlápić[17] a falta de libros propios de mi edad, los sustituí muy pronto con Lucrecia Borgia (La hija del Papa) y con Upton Sinclair y su Petróleo, uno de los primeros libros de nuestra biblioteca. (Creo que lo había comprado mi padre en 1946, también por el título. Mi padre trabajó en la industria petrolera.) Upton Sinclair, junto con Irving Stone y Theodore Dreiser, era el escritor americano preferido de mamá. Algo después apareció una colección de «novelas de cine» con una foto, una escena de la película, pegada en la primera página, así que la Primera dama de América de Stone ocuparía un sitio permanente en la biblioteca de mamá.

Los títulos de la biblioteca de mamá hoy representan un valioso dato sobre las primeras ediciones y traducciones de la posguerra; porque mamá compraba cuidadosamente cada libro nuevo que aparecía en el pobre mercado literario de después de la guerra.

De esta manera las dos forjamos juntas nuestro gusto sin poder decidir qué era mejor: las novelas de Trygve Gulbranssen El viento de la montaña y No hay camino en los alrededores, o la de Robert Penn Warren Todos los hombres del Rey; Primavera mortal de Lajos Zilahy o Moulin Rouge de Pierre la Mure; la novela de Daphne Du Maurier Rebecca o la de Balzac La Rabouilleuse; la Armance de Stendhal o El egoísta de George Meredith; El castillo del sombrerero de Cronin o La vida de Marianne de Marivaux; La verdad de Zola o el Leviatán de Julien Green; Joseph Andrews de Fielding o Los Pickwick de Dickens…

En 1951 mamá compró la novela de Gertrude Stein Melancthe, pero creo que nunca la leyó. Compró aquel libro porque le gustaban los títulos con nombres femeninos: Ana Karenina, Emma Bovary, Carrie, Armance, Rebecca, Lucy Crown… Los nombres femeninos en el título de antemano prometían un destino con el que podría identificarse y comparar su vida con la vida de la heroína de la novela. A veces le gustaban los títulos por sí mismos, como la novela de Guy de Maupassant Fuerte como la muerte.

Sin embargo, una novela nos era realmente común: Tess, la de los D’Urberville de Hardy, comprada en 1954.

El Libro del Saber, enciclopedia popular con estampas, fue durante mucho tiempo mi libro preferido. En una infancia sin televisión, sin dibujos animados, sin vídeo ni ordenador, en una infancia donde todas las atracciones de hoy estaban comprimidas en una, en un libro, mi hambrienta, desordenada y confusa cabeza de niña juntaría en el mismo grupo las estampas de peces, de flores, mariposas, barcos, nombres en latín, nombres de personas, nociones del Libro del Saber e ideas sobre la vida de los mayores adquiridas en la lectura de las novelas de mamá.

Nos sacamos el carné de una biblioteca y yo me hice amiga de Margita, la bibliotecaria, callada y apasionada devoradora de libros. Guiada por su propia pasión por la lectura, Margita me prestaba libros sin criterio alguno, o mejor dicho según unos criterios suyos. Así, por ejemplo, mientras los demás niños se volvían locos por Karl May, ella me prestó La metamorfosis de Kafka. Si ése era un libro sobre alguien que se convertía en un insecto (pensaba Margita), seguro que le resultaría interesante a un niño.

Paralela a esa dulce unión lectora que íbamos consolidando mamá, Margita y yo, por mi parte empezó una silenciosa e inconsciente traición de la que tuvieron la culpa los franceses.

Una de las palabras mágicas de mi infancia era la palabra de incierto contenido Sorbona. Mamá dijo de alguien ¡Él estudió en la Sorbona! con un tono que expresaba un hecho digno de maravillarse y la infalible credibilidad de la persona a la que se refería el hecho. La palabra mágica yo la pronunciaba mal, Sobrona.

Otra palabra mágica era buhardilla. Sonaba igual de mágica que Sobrona. El significado de ambas palabras no me era muy claro, pero la convicción de que la buhardilla existía únicamente en París era férrea. No podía afirmar lo mismo con igual seguridad de Sorbona.

A buhardilla, París y Sorbona poco a poco se unió la lengua francesa. Buscaba las emisoras en nuestro primer aparato de radio hasta que empezaba a gorjear y a fluir el francés en mis agradecidos oídos. A través del ojo verde de la Nikola Tesla, deslizándome con el gorjeo francés como por el agua, salía navegando desde la pequeña ciudad provinciana llena de hollín hacia un mundo grande y desconocido. En secreto decidí hacerme famosa como Minou Drouet, escritora francesa, estrella de la literatura de niños. Un poco más tarde cambié de opinión y decidí convertirme en Françoise Sagan. Para empezar, me corté el pelo como Jean Seberg en la película Buenos días, tristeza.

Después decidí que encontraría a alguien como Jean Paul Sartre y que viviría con él en una buhardilla. Para mamá no había sitio en esa buhardilla. Algo más tarde renunciaría a la buhardilla y a Jean Paul Sartre, pero la transitoria fascinación francesa ya había hecho lo suyo: aparecerían varios primeros libros de una biblioteca sólo mía.

Historias del chicle

Adoraba el cine. En ese pequeño lugar de provincias existía al principio un proyector de cine colocado en una sala improvisada del hotel local. Mamá me llevaba a ese cine todos los días, veíamos la misma película varias veces.

Estaba suscrita a la revista El Mundo del Cine, llena de maravillosas fotos y dulzonas lecturas sobre las vidas de los actores, sus escándalos, bodas, divorcios, sobre sus flirteos, borracheras, desgracias. Devoraba esas historias y se las sabía todas de memoria.

Algo más tarde aparecieron los chicles con cromos de actores de cine. Una vez recibí como herencia (de una niña mayor que había decidido hacerse adulta) un auténtico tesoro: un álbum de cromos de actores. Hojeaba el álbum y con cada cromo mamá sabía tejer una historia: sobre Ava Gardner, la hija pobre de un granjero, «la condesa descalza», la mujer más guapa del mundo a la que ni su belleza pudo salvarla de un destino infeliz; sobre la bellísima Susan Hayward (mamá lloró viendo la película Lloraré mañana); sobre Gilda, Rita Hayworth, «la diosa del amor» que se casó con Ali Khan, el hombre más rico del mundo; sobre la caprichosa Vivien Leigh, la hermosísima Scarlett O’Hara de la película Lo que el viento se llevó, Ana Karenina, la inolvidable «vieja muchacha» de la película Un tranvía llamado deseo y su matrimonio con Laurence Olivier; sobre el actor de carácter Jean Gabin, albañil que se convirtió en actor y marido de la legendaria Marlene Dietrich; sobre el romántico soñador Gérard Philippe, inolvidable héroe de la película El Diablo en el cuerpo, condenado a morir joven de cáncer; sobre el guapísimo Rhett Butler, Clark Gable, aventurero de bigotito irresistible; sobre Martine Carol, sobre Leslie Caron, sobre la misteriosa Michele Morgan, sobre la igualmente misteriosa Greta Garbo, sobre la severa y mala Joan Crawford y la peculiar Bette Davis; sobre la encantadora y alegre Carole Lombard, mujer de Clark Gable, que murió trágicamente en un accidente aéreo; sobre el melancólico cínico Humphrey Bogart, Bogey, y su mujer Lauren Bacall; sobre el amor eterno entre Spencer Tracy y Katharine Hepburn…

Más tarde llegaron otras estrellas, sólo mías, la primera entre ellas fue el actor americano Audie Murphy, condecorado con veinticuatro medallas al valor, héroe del western, pero el brillo de las primeras estrellas de cine enlazado con sus vidas que tan hermosamente contaba mi mamá nunca se apagó.

Y cuando una vez después, mucho después de lo que debía, vi la película de Ford How Green Was My Valley, un súbito relámpago de vago recuerdo, un montaje instantáneo del cerebro me hizo volver atrás, al álbum de cromos de chicles. Sólo que en vez de Maureen O’Hara allí estaría el cromo de mi mamá.

El señor Pinito

El operador de cine, de origen checo, era un hombre menudo con un eterno cigarro encendido pegado al labio inferior. A la pregunta ¿cómo está? contestaba en checo: Jako sosnichka! «¡Como un pinito!» Al mismo tiempo se enderezaba ágilmente, se tocaba vigorosamente el pecho con la mano como si comprobara la solidez del material y desplegaba una sonrisa por la cara. En su figura detrás de la cual siempre ondeaba la fiel nubecilla del humo del cigarro no había absolutamente nada de perenne.

A nosotros, los niños, nos dejaba entrar en el cine sin entrada y sentarnos en las butacas, o en las sillas auxiliares de tijera, si el cine estaba lleno. En las matinés de domingo el único público éramos nosotros, los niños, y la mujer del maestro local que, después de haber parido un montón de hijos, había desistido de ser la mamá o la mujer de alguien y había vuelto a la infancia. Ella iba al cine todos los días. Completamente ausente, sin percibir a nadie a su alrededor, con una tripa grande y prominente, la mujer del maestro local entraba en la sala con un helado en una mano y una bolsita de caramelos en la otra. En la oscuridad de la sala de cine rompía ruidosamente los caramelos con los dientes y hacía crujir los papelitos.

El operador de cine cerraba la puerta detrás de nosotros y luego, seguido por la nubecilla de humo, subía a la cabina del proyector. Durante mucho tiempo Sosnichka hizo todos los trabajos en el cine de provincias: vendía las entradas, conseguía las películas, rasgaba las entradas en la puerta, cerraba detrás del público y ponía las películas.

Hoy, en la oscuridad de las salas de cine, a veces espero ver el plano tan repetido: su cara y una nubecilla de humo encima de su cabeza en el estrecho rayo vertical de luz, y luego el dulce aguardar cuyo tiempo se medía en pasos (¿cuántos pasos necesita un operador de cine para llegar a la cabina del proyector?).

Después de muchos años por casualidad me encontré con él, y me alegré de verle. A mi pregunta ¿cómo está?, se enderezó, desplegó una sonrisa como una banderita y con la endeble mano se tocó el pecho. Jako sosnichka, dijo. Varios días más tarde murió. Tal como se tocó por última vez para averiguar la solidez del material, así murió el siempre perenne señor Pinito.

Mamá en la bola

Doy vueltas con el índice sobre la superficie de cristal de la bola. La cojo en la mano como una manzana: caliento el frío cristal, enfrío la caliente mano. Desde el oscuro cielo llovizna la nieve sobre la pequeña ciudad. Dentro de la bola está mi mamá sentada y se chupa los copos del dedo.

La observo a través del cristal, pienso en ella, intento palpar su núcleo. Le doy la vuelta a la bola y por su cara pasan las sombras de Emma Bovary, Maureen O’Hara, Tess, Carrie… Las sombras se devanan una encima de la otra según una secreta proximidad, se enlazan atadas con hilos secretos. Reconozco el mismo brillo de sus ojos, algún almidonado y blanco detalle de la ropa, una horquilla en el pelo, la postura del cuerpo, una mirada, un movimiento, una frase. Los une el mismo pegamento, la secreta energía que producen los destinos de mujer, calcándose uno en otro, buscando el reflejo uno en otro como en un espejo.

La estoy observando dentro de la bola y me parece que todas ellas son sus verdaderos núcleos, ella está con ellas, con Tess, Maureen, Carrie, Ava, Ana, Emma, Bette, real e irreal a la vez. Veo esas dos arrugas que imparablemente caen hacia abajo acabando en tristes bolsitas, veo esa mueca de descontento por un destino que había empezado como una novela, que no había terminado como una novela, que se había detenido a mitad de camino condenándola a envejecer sin fuertes recuerdos, a ir tirando, a un vago anhelo, a una bola de cristal. Leo en su cara los posos de las novelas leídas y de las películas vistas, los posos de los destinos de mujer, fuertes, apasionados, que terminan con un final dictado por un novelista o un director, mientras que el suyo sigue en una vaga amargura, tanto más grande y vaga cuanto más apasionadas y lúcidas eran sus ideas sobre su futura vida.

Le doy la vuelta a la bola y de repente me da pena mi mamá, tan pequeña y confinada, seguro que está terriblemente sola, seguro que tiene frío. Cojo la bola en la mano como una manzana, me la acerco a la boca y la caliento con mi propio aliento. Mamá desaparece en la niebla.

La primera foto de la vejez

Recuerdo sus ataques de risa. La miraba extrañada y un poco asustada, me parecía que se iba a ahogar en su propia risa. Mi padre sólo agitaba la mano y se alejaba. Y eso provocaba una nueva avalancha de risa. Parecía que con esa risa perforaba por un momento alguna membrana interior. Hoy me parece que esos pliegues de risa, que se desplegaban rápidos e imparables, significaban la conquista de algún tipo de libertad, porque no conocía otro, un hondo respiro antes de volver a su habitual forma anterior.

Tras parar, también de forma repentina, se secaba las lágrimas, aspiraba profundamente y con satisfacción, se atragantaba unas veces más esperando una nueva avalancha, estiraba la mandíbula tensa y luego, segura de haberse tranquilizado por completo, me abrazaba: todo va bien, no tengas miedo, el temporal de risa ya ha pasado.

Poco después de la muerte de mi padre nos encontramos con unos amigos de la familia en una corta excursión. Ella estaba de luto, llevaba una falda estrecha y ropa incómoda para pasear por el bosque. Durante un paseo tranquilo de repente y sin motivo alguno respiró profundamente, se levantó un poco la falda y echó a correr. Corría ágil, ligera, sujetándose la falda como una niña, corría sorprendentemente rápido, con el cuerpo enderezado hacia delante como si en ese momento, sólo un poco más, unos pasos más, fuera a perforar aquella membrana interior. Cuando se paró jadeante, hizo un ademán indefinido con la mano, como si se secara las lágrimas y como si a la vez se disculpara.

Creo que a partir de ese momento empezó a envejecer.

Un gélido cubito de miedo

Me gustaba bailar, antes papá y yo íbamos a las fiestas, pero él no sabía bailar, se aburría, así que, poco a poco, lo dejamos, dice.

Me gustaba reír, pero papá siempre estaba muy serio, así que, poco a poco, lo dejé, dice sin reproche en la voz.

Creo que en un momento miró a su alrededor: su antigua patria ya no existía y su madre, su padre y su hermana murieron, ya no había razones para ir allí. En su mapa interno Varna, poco a poco, fue corroída por la humedad del olvido y se convirtió en una mancha de vaga pérdida. Dirigió la mirada hacia delante: su marido ya no estaba, sus hijos habían abandonado el hogar, sus amigos iban envejeciendo y poco a poco desaparecían. Ahí, delante, la esperaba únicamente el cartero que cada primero de mes le traía la pensión. Por este simple saldo se quedó sin aliento, se mareó, le pareció que se iba a caer.

Creo que a partir de ese momento empezó a negarse a salir. Fuera la sobrecogía una súbita languidez, un angustioso sentimiento de que iba a caerse, una taquicardia que le quitaba el aliento, la bañaba el sudor, se ponía pálida y en su rostro se leía el miedo. ¿De qué tienes miedo? Tengo miedo de caerme, respondía insistentemente. No te vas a caer, estoy contigo. Sí, me voy a caer…

Tenía miedo de las tiendas, de los restaurantes, de los paseos, de la gente, de los ruidos, de los automóviles, de los perros, de los niños, de la naturaleza, de las plazas, del mercado, todo le provocaba ansiedad, todo le molestaba, sólo se tranquilizaba en su piso, temblando como un animal asustado.

Parecía que le hubiera empezado a gustar su propio confinamiento. Se sentía segura sólo en zapatillas, aunque durante años había estado soñando en secreto con poder librarse de ellas algún día.

No obstante, después de cierto tiempo se asomó fuera. Poco a poco, hasta la tienda, hasta el mercado, a ver a una amiga, pero el mundo se había encogido definitivamente y el miedo no había desaparecido. Sólo se había ocultado.

Miedo a lo desconocido, miedo a la gente, miedo a la enfermedad, miedo a la muerte, miedo a los espacios abiertos, miedo a los espacios cerrados, miedo a las noticias desagradables, miedo a los viajes, miedo a los espacios desconocidos, miedo a los accidentes que pudieran ocurrir, miedo a la guerra, miedo al hambre, miedo a la calle, miedo a la brutalidad, miedo al avión, miedo al teléfono…

Ese miedo lo canalizó parcialmente en ciertos rituales, pero supo inventar sólo dos: la comida del domingo y la visita regular al cementerio, a la tumba de su marido. Con férrea insistencia nos pidió a nosotros, mi hermano y yo, que participásemos en los rituales. A veces ponía en práctica una voluntad completamente nueva y desconocida con algunas tareas inocentes que nos encargaba: había que encontrar un remache, un fusible, una pieza de la cocina, una bombillita.

En vez del azúcar levemente alto, se inventó el azúcar gravemente alto y se ocupó de él como de su propio hijo. A veces se saltaba las normas y entonces no dejaba de decírmelo. Sabes, ¡ayer me comí una tableta pequeña de chocolate! Se quedaba decepcionada cuando le decía: No pasa nada, hiciste bien.

Leía de nuevo los libros que ya había leído. No bordaba, no tejía, no cosía, no hacía conservas (¡Para quién, tengo el azúcar alto!), no quería ni perro, ni gato, ni pájaro, además, nunca le habían gustado los animales (¿Qué hago con ellos si me voy a alguna parte?, decía, aunque no iba a ninguna parte), no tenía ningún hobby, ya no visitaba a los antiguos amigos de la familia (¿Para qué ir a su casa si papá ya no está?), se negaba a viajar (¡Sola no voy ni muerta!), sólo quería a dos antiguas amigas, ambas viudas como ella. Con Ankica repetía el pasado y se reía y Mirjana la tranquilizaba con su presencia.

Parecía que ya nada se le daba bien. Unicamente las delicadas violetas de las macetas de la ventana florecían con grandes flores rosadas y blancas bajo su cuidado.

Cuando enfermó por primera vez gravemente, me asombró el grado de su soledad. Vivió el hospital y las visitas diarias de sus amigas y viejas conocidas y conocidos como una especie de cumpleaños. Como si con aquellos ramos de flores y con las charlas diarias hubiese olvidado dónde se hallaba realmente. Después de mucho tiempo ya no estaba sola, todos, desde los médicos hasta las visitas, le preguntaban sinceramente que cómo estaba.

Huevo kinder

Ese cambio ocurrió silenciosa, casi imperceptiblemente.

Desde siempre le habían gustado los pijamas, le gustaba que fueran nuevos, de colores frescos, justificaba la compra de los nuevos con el hospital. Que se queden ahí, ya, me harán falta, ¡¿y qué si me llevan urgentemente al hospital?!

Entonces empezó a refunfuñar que necesitaba una bata. Tenía varias batas completamente nuevas, pero por alguna razón quería un kimono. Un kimono de seda, como el que tú quieres, es una prenda hortera, uno de ésos cuesta sólo un par de dólares, observé. ¿Entonces por qué no me lo has comprado? Porque es barato y hortera. Para mí, no, obstinadamente seguía en lo suyo. En una ocasión se compró una seda barata color violeta y verde y mandó hacer una bata parecida a un kimono. Nunca se la puso. Está en el armario. Y otra vez, al final, se compró uno como ella quería, de importación, barato, de seda artificial, con un dragón en la espalda. Ese kimono me produjo una mezcla de rabia y compasión. Nunca se lo puso.

En mi armario descubrió una bata de seda rosa pálido que en alguna ocasión yo había comprado en el extranjero y se puso a suplicarme como una niña que se la regalara. Cierta crueldad instantánea por esa debilidad infantil, tan inapropiada para su edad, no me permitió simplemente regalársela.

Una vez, mientras estuve de viaje, ella sola cogió la bata. De todos modos a ti te queda pequeña, dijo, y era la verdad. Guardó ese brillante trapito rosa claro en su armario. Nunca se lo puso.

Cada vez con más frecuencia solía lucir algún nuevo jersey, alguna falda, alguna blusa. Escogía, para mi gusto, cada vez cosas más feas, ella que hasta hacía poco pasaba por una persona de buen gusto.

Le empezó a divertir comprar en los mercadillos improvisados donde vendían su mercancía los pequeños revendedores polacos, rumanos, rusos o locales. Se traía una colcha inútil, unas tenazas inútiles, un reloj sin valor, iba metiendo en su ordenada casa de muñecas objetos cada vez más inútiles.

Nunca había tenido ni deseado joyas. De repente empezó a comprar joyas baratas, cadenitas de plata, collares, insistía en comprarme un anillo de oro, a su hijo quiso comprarle como recuerdo un anillo de sello.

Cada vez con más frecuencia iba a Graz de «viaje de compras» de un día, donde compraba arroz, pasas a granel, café. Los demás también compraban lo mismo: arroz, pasas y café. Su despensa se llenó de provisiones inútiles.

La vecina Verica encontró en un detergente italiano un regalo de propaganda, una cámara automática. Durante algún tiempo se empeñó en que le comprase el detergente italiano, y cuando me negué, inundada por la misma mezcla de rabia y compasión, confió su deseo a un amigo mío. Lo hizo con cierta coquetería, un poquito autoirónicamente (Ya sé que son tonterías, pero…) como si le confiara un pequeño y dulce secreto (Sabe, desde siempre me ha gustado hacer fotos…).

Ese detalle produjo en mí un dolor punzante como una aguja. Su inocencia (¡en cada detergente italiano la esperaba una cámara de fotos!), esa ingenuidad de su deseo y esa férrea obstinación infantil de conseguir el objeto deseado abrieron un pequeño pasadizo, la iluminaron con una luz diferente. Quizá no pedía nada más. ¡A alguien que de una manzana hiciera una rosa! Algún pequeño milagro. Un huevo kinder en el que duerme una dulce sorpresa. Un pequeño truco que hiciera la vida más soportable. Un pañuelo de seda de un sombrero, una paloma, una varita mágica, unas imágenes móviles. Una bola de cristal en la que nieva. Una rosa de una manzana. Nada más. Dios, ¿es eso mucho? Dios, ¿eso es todo?

Una rosa de manzana

Aquel lejano 1946 en el tren desierto que se movía lentamente por un país destruido por la guerra, ella viajaba hacia su futuro. El viejecito de cara noble (el único detalle que recuerda con nitidez), aquel que entró en el compartimento de ventanas cubiertas por la cortina de una lluvia menuda y pegajosa, sacó una navaja de bolsillo, con un preciso corte quirúrgico quitó la piel de la manzana que le habían dado e hizo una rosa. Tal vez ese desconocido en aquel entonces cortaba su destino. Una rosa de una manzana, simple, pobre.

En su infancia lo que más miedo le daba eran unos guantes dados la vuelta. Cada vez que se echan, las cartas significan una cosa y al mismo tiempo la opuesta, la cara y el envés. En la piel que se separa sin ruido de la carne de la manzana y como una serpiente se enrosca alrededor de los dedos del desconocido antes de convertirse en una rosa, quizá esté toda su vida, todos los detalles, quizá incluso un pequeño presagio del corte quirúrgico en la mama que le harían cuarenta y tres años después.

Pequeñas señales de humo

Pongo el contestador, escucho la cinta. Bueno, Bubi, ¿dónde andas? Nunca te encuentro…, el pequeño aparato rechina en la penumbra, chasquea resueltamente, produce enfadados ruidos de plástico. Estoy sentada cómodamente en el sillón envuelta por el silencio y por la luz color limón que rezuma de la lámpara de noche. Cojo el auricular, lo sujeto entre el hombro y la mejilla, froto la mejilla con el plástico frío. Podría llamarla, charlar con ella antes de dormir, adormecerla con palabras que no significan nada, quejarme de la tensión baja, se animará, dirá yo también la tengo baja hoy, preguntarle si ha ido al médico, comentarlo con detalle, preguntarle si ha ido al mercado, yo también he ido, decir qué caro está, horroroso, dirá que horroroso, preguntar por las vecinas, informarle de la compra de un nuevo grifo, ya no se te sale, decir que no, bien que por fin lo hayas arreglado, y cuánto has pagado, tanto y tanto, dirá no me digas, horroroso, preguntarle qué preparará mañana para comer y, a propósito, qué le dijo el médico del azúcar, un poco alto, dirá, ¿y eso?, me extrañaré, dirá que no lo sabe ni ella, y luego decirle algo alegre y desearle buenas noches…

En vez de su número marco la información horaria, once horas, cincuenta y cinco minutos, tres segundos, dice la voz, yo me callo teniendo el auricular apoyado en la mejilla, lo mimo, froto la mejilla con el plástico frío, once horas, cincuenta y cinco minutos, cinco segundos, inflo la boca como si fuera a decir algo, la redondeo para unas pequeñas palabras redondas, once horas, cincuenta y cinco minutos, siete segundos, silenciosamente pronuncio hola, estoy aquí, aquí está tu Bubi, las burbujitas de las palabras suben arriba, once horas, cincuenta y cinco minutos, diez segundos, las burbujitas están flotando, se apiñan a mi alrededor como mariposas nocturnas. Del auricular fluye indiferente el tiempo y enfría mis sienes cansadas.

La imagino en la cama, leyendo algo. Le escuecen los ojos, se quita despacio las gafas, cierra el libro y deja las gafas encima del libro. Se incorpora, durante cierto tiempo está así sentada en la cama moviendo las piernas, desmenuzando el aire con los dedos de los pies. Entonces mira su mano hinchada, la pone debajo de la luz de la lámpara de noche y la observa con atención. Coge el mando a distancia, enciende el televisor, cambia los canales, en todos la espera la pantalla vacía. El vacío cruje monótono, desde la pantalla se filtra la nieve en la habitación. Apaga el televisor, perezosamente va al baño. Ahí, durante largo rato se sienta en la taza, desmenuza el aire con los dedos de los pies, está orinando. En la penumbra escucha su propio rumor. Del baño va a la cocina. No enciende la luz. Abre la nevera, mira el escaparate iluminado, busca algo con la mirada. En las blancas baldas de alambre hay yogures, un tetrabrik de leche, un cachito de queso, la cena de un ratón. Cierra la nevera, no coge nada.

Se acerca a la ventana, con los dedos toca en la oscuridad las peludas hojas de las violetas. Se apoya en la repisa de madera, fuma, mira en la oscuridad. Debajo de ella rumorean y relucen grandes hojas verdes. Iluminadas por la luz de la luna parecen platillos. Dentro de un año o dos los verdes platillos de brillo metálico subirán hasta su ventana. Los árboles de hojas grandes crecen rápido.

Oye su corazón latiendo en la oscuridad. Tac-tac, tac-tac… Siente emoción, como si por dentro golpeara asustado contra las paredes un ratón perdido. Inconscientemente acaricia las peludas hojas de las violetas, está tranquilizando su corazón.

En alguna que otra ventana de los edificios vecinos titila una pálida luz. En una ventana percibe la figura oscura e inmóvil de un fumador. En otra, una mujer inmóvil fuma con los codos apoyados en la repisa. Mira a la mujer como a su reflejo en un espejo. Tres pequeñas brasas, tres luciérnagas titilan en la oscuridad. La frondosa hojarasca absorbe la finita neblina de humo. Siente un repentino deseo de saludarlos con la mano. Descarta esa ocurrencia, pero oculta en la oscuridad sonríe. E imagina el movimiento de su mano. Su discreta, pequeña señal con el dedo. E imagina que los dos fumadores en la oscuridad le mandan a ella la misma señal.