II
«El joven sonrió, levantó la mano con un guante amarillo, movió la mano por encima de la cabeza y de repente desapareció. El guarda olisqueó el aire. El aire olía a plumas quemadas».
DANIIL KHARMS, El joven que asombró al guarda
Una conocida mía de Belgrado, S. T., psicóloga de profesión, profundamente asqueada y amargada por todo lo que pasaba, dejó Belgrado al principio de la guerra y se fue con su familia al extranjero. Después de vagar por Europa, se iría a América, se detendría en el estado de Maine, en un pequeño lugar rodeado de bosques, y encontraría trabajo en el hospital psiquiátrico de allí. Mi conocida se había llevado sólo las cosas más necesarias, entre otras, un diario en el que durante años, por razones exclusivamente profesionales, anotaba sus sueños.
Ahora, en el nevado Maine, donde dice que se quedará para siempre, rodeada de verdaderos locos, que, dice, la tranquilizan, mi conocida lee su diario.
—Resulta que durante años he estado soñando los horrores de la guerra, sin saber de dónde venían esos sueños. Todo lo que he soñado ha ocurrido —me dice.
¿Habría soñado mi conocida los horrores de la guerra que después sucedieron, o los horrores de la guerra en algún futuro ya habían sucedido y mi conocida sólo los soñó?
A los señores de la guerra les gusta la palabra sueño y sus derivados. Ellos no sueñan sueños propios, ellos hacen realidad los sueños milenarios de sus pueblos. ¿Es que de verdad el pueblo sueña? Sí, dice la gente, con eso hemos soñado mil años enteros. Nuestro sueño se ha convertido en realidad. Quizá los pueblos elijan como gobernantes oniromantes que les interpreten el contenido de los sueños soñados durante mucho tiempo. ¿Dónde están realmente las fronteras entre los mundos soñados y los reales?
¿Quizá esas fronteras no existan, quizá ambos mundos sean reales, sólo que la realidad soñada es más peligrosa, simplemente porque todavía no ha sucedido? El historiador Ammianus Marcelinus en su libro Res gestae menciona en un lugar a Mercurio. A ese Mercurio la gente le llamaba el señor de los sueños porque husmeaba por ahí, preguntaba a la gente por sus sueños, aguzaba el oído cuando la gente se contaba lo que había soñado e informaba al emperador de todo eso. Así murió mucha gente. Se corrió la voz sobre el señor de los sueños. Ya nadie quería reconocer que había dormido, y mucho menos que había soñado algo. Y la gente sabia se lamentaba de no haber nacido a los pies de las montañas del Atlas, porque allí, decía la leyenda, la gente nunca soñaba.
Señores de la guerra, señores de los sueños. El atractivo de la oniromancia, de cualquier adivinación y de la predicción del futuro no se esconde en el texto del sueño sino en la interpretación. En este sentido, cualquier texto, incluso una receta de soufflé de queso, puede ser leído como una revelación del futuro, o, posteriormente, como su cumplimiento. Esto lo saben muy bien los adivinos y los señores, los emperadores y sus esbirros, los politicos y los psicoanalistas. De ahí esa relación tan cercana entre ellos.
Alfred no pertenece a esa serie. La verdad de la lectura de las cartas del tarot de Alfred, como se ha demostrado más tarde, no estaba en el mensaje sino en su ejecución. Poco después de la revelación de Alfred (o de mi sueño) la realidad circundante se convertiría en un caos (un caos de citas, entre otros), en ruido lleno de ira y de dolor.
Sea como fuere, lo importante para nuestra historia es que la velada en la que apareció nuestro visitante nocturno fue nuestro último encuentro, lo cual entonces aún no sabíamos. Después, ante nuestros ojos empezó a desplegarse la realidad soñada.
No tengo intención de envolver otra vez la horrible realidad en palabras, convirtiéndola en una historia sobre un apocalipsis local, ni de respaldar los mensajes de las fortune cookies de Alfred (es decir, la historia) con imágenes de la aterradora realidad, para demostrar su veracidad. La realidad de la que hablo en este momento todavía es verificable. Es suficiente ir a un país despedazado del sur de Europa y comprobarlo in situ. O por lo menos volver a ver las imágenes de la televisión y leer los periódicos de 1991 a 1995.
Ésa es una realidad, digo, verificable todavía. Porque dentro de poco la hierba cubrirá los campos de minas, en el lugar de las casas destruidas se levantarán nuevas, todo crecerá, desaparecerá y se instalará otra vez un sueño, en un relato, en una profecía de adivino. Se establecerán otra vez fronteras fijas entre los mundos existentes y los soñados. Quedarán, eso sí, personas, testigos, que no reconocerán esas fronteras, apelando a su experiencia de pesadilla, como prueba de lo sucedido, pero habrá pocos que los escuchen. Con el tiempo a ellos también les cubrirá la hierba.
Antes del inicio de la guerra soñé un sueño del que todavía hoy me acuerdo. Oía el timbre de la puerta de mi piso de Zagreb. Abría la puerta y empezaban a afluir en mi piso ríos de gente, hombres, mujeres, niños, ancianos. Entraban silenciosamente en mi piso, se instalaban, se acostaban en mi cama, se sentaban en mi escritorio, entraban en mi cocina, abrían mi frigorífico, se duchaban en mi cuarto de baño, todo sin palabras. Dios, cuántos hay y cómo es que caben todos en un espacio tan pequeño, pensaba. Éste es mi piso, gritaba, cómo se atreven, protestaba, llamaré a la policía, me enfurecía. La gente no me veía. Era invisible, simplemente no oían mi voz.
Después de algún tiempo vi ríos de gente que pasaban por las pantallas de televisión, algo más tarde me encontré a esa gente, o parecida, viajando por el mundo. Yo, a saber, ya no vivo en mi piso de Zagreb. Y mi piso ya no es mío. Lo único que hoy poseo es una maleta.
No empleo la maleta como un sustituto metafórico corriente de la palabra exilio. La maleta es, de hecho, mi única realidad. Ni siquiera los sellos, que se multiplican en las páginas de mi pasaporte, me convencen suficientemente de la realidad de mis viajes. Sí, la maleta es mi único punto firme. Todo lo demás lo sueño o todo lo demás me sueña a mí, lo cual ya da igual. En la maleta hay algunas cositas totalmente absurdas. Entre ellas, una fotografía antigua y amarillenta y otra vacía y sobreexpuesta.
Nuestra única fotografía juntas. En la fotografía, un bostezo de blancura. Y ahí, empezando por la izquierda (¿es la izquierda?), debía de estar Nuša la de ojos oscuros, luego Doti la de ancho rostro y penetrante mirada, luego Ivana con una sonrisa que se desborda por la cara como agua caliente, ahí también está Alma, toda en tonos cobres, a su lado la fiel y siempre seria Dinka y yo, con cara de niña, dicen, y el cuerpo que me dejaron en herencia los genes deseosos de poder de mis antecesoras de pechos llenos y tez lechosa. No están Nina y Hana, ellas no estaban con nosotras esa noche.
A nuestra fotografía en blanco añado esa otra. Una fotografía amarillenta de principios de siglo es como una luz encendida en una ventana oscura, como un complaciente gesto secreto con el que invoco las imágenes de la indiferente blancura.
Y pienso, cómo es que después de tantos años de conocernos sé tan poco sobre ellas. Con esfuerzo saco las imágenes a la superficie y, mira, ahí donde debería estar el rostro de Nuša apenas aparece una mancha borrosa, donde otra, sale a la superficie sólo un gesto, donde la tercera sólo el contorno de la cara, donde la cuarta la sonrisa, donde la quinta toda la figura, pero completamente diferente, nueva, por supuesto, no la que yo recuerdo.