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Georgios Skoukakis iba tarareando una cancioncilla mientras conducía su Buick Riviera de color marrón hacia el noroeste, atravesando Queens en dirección a Belmont Race Track y Floral Park, hacia su cálida casita cercana a Lake Success. No podía menos de sonreír al recordar lo nerviosos que aquellos dos tipos se habían puesto, excitados y acalambrados. Allí estaban, con tanta experiencia guerrillera en Chipre, jóvenes de apenas treinta años, sanos, profesionales y bien armados. Y por el otro lado, él, Georgios Skoukakis, de cincuenta y dos años, nacionalizado americano, joyero, pequeño comerciante, sin ninguna experiencia de violencias o guerrillas, sin haber estado jamás en el ejército, ¿y quién mantenía la calma? ¿Quién había tenido que decir: «Tranquilos, señores, vísteme despacio, que tengo prisa»? ¿Quién se había comportado con total tranquilidad, naturalidad y normalidad tomando al Fuego Bizantino en la palma de su mano como si se tratara de la cosa más normal del mundo y colocándolo en la caja fuerte de su tienda como si no fuera más que un ligeramente caro reloj de pulsera llevado a reparar? ¿Quién, sino Georgios Skoukakis mismo, sonriendo con una cómoda sonrisa mientras conducía por las tranquilas calles de Queens, chupeteando su segunda pipa favorita, mientras tarareaba una cancioncilla autosatisfecha?
Al revés que la mayor parte de los países, que son tan sólo dos naciones —Corea del Norte y Corea del Sur, Alemania del Este y del Oeste, el Líbano cristiano y el musulmán, la Sudáfrica blanca y la negra, Israel y Palestina, los dos Chipres y las dos Irlandas—, los Estados Unidos son varios cientos de naciones, todas las cuales coexisten como universos paralelos o labor de taracea en el mismo y enrevesado cuadrilátero que forma América. Allí está la Irlanda de Boston, el Israel de Miami Beach, la Italia de la California Norte, la Cuba del sur de Florida, la Suecia de Minnesota, la Alemania de Yorkville, las Chinas de cada ciudad, el México de Los Ángeles, el Puerto Rico de Brooklyn, todo un conjunto de Áfricas y la Polonia de Pittsburg, por nombrar sólo unas pocas.
Los nativos de dichos países soportan muy a la ligera su duplicidad de lealtades, preocupándose muy poco por los conflictos potenciales y siempre dispuestos a servir a cualquiera de ambas naciones que los necesite. Así, el IRA de la Irlanda original está financiado y aprovisionado de armamento por los irlandeses de la Irlanda americana. Así, la independencia de Puerto Rico se ve apoyada mediante la voladura de bares en Nueva York. Y así, un griego de nacimiento nacionalizado americano se siente en disposición de prestar ayuda en el tira y afloja grecoturco sobre Chipre.
Georgios Skoukakis, además de su habitual oficio de reparación de relojes y comercio de anillos de compromiso, tenía una faceta que había terminado por resultar útil para su otra nación. De vez en cuando visitaba su antiguo país y combinaba siempre los negocios con el placer trasportando joyas en ambas direcciones —todo perfectamente legal, puesto que previamente al primero de tales viajes había solicitado y obtenido los correspondientes permisos y licencias. Durante años había venido financiando sus plácidas vacaciones en Grecia mediante el transporte de relojes digitales a Salónica, de donde retornaba con oro viejo.
A la mañana siguiente otro de estos viajes iba a tener lugar. Las maletas se hallaban ya hechas, las reservas confirmadas, todo estaba listo. El e Irene se levantarían al día siguiente, se dirigirían en coche al Aeropuerto Kennedy (con una parada en la tienda, desviándose sólo unas pocas manzanas de la ruta), dejarían su coche en el aparcamiento de larga estancia, tomarían uno de los autobuses gratuitos de la terminal y tranquilamente abordarían el vuelo matutino de la Olimpic Airways con destino a Atenas. Y en el viaje, en medio de los aretes y pulseras de fantasía cansinamente revisados por los aduaneros, iría una miscelánea de bisutería barata, toda ella hecha a base de grandes pedruscos falsos.
La audacia de semejante plan era su mayor ventaja. El camino menos verosímil, por supuesto, para sacar el Fuego Bizantino era la vuelta de la joya al mismo aeropuerto de donde había sido robada. Además, pocas personas podían ser capaces de hacer pasar un anillo montado con una piedra roja por delante de las narices de los aduaneros de cualquier aeropuerto de América al día siguiente mismo por la mañana. Georgios Skoukakis era tal vez el único cualificado para llevar a cabo tal tarea. Daba la casualidad de ser, además, un tipo tranquilo, estable y digno de confianza.
Al girar hacia Marcum Lane, Georgios se sintió un tanto sorprendido al divisar luz en las ventanas de la salita de su casa, pero se sonrió a sí mismo, diciéndose que sin duda también Irene se sentía tensa aquella noche, incapaz de dormir y esperándolo despierta, lo que era muy de agradecer: sería agradable charlar con ella y contarle lo nerviosos que estaban los jóvenes.
Ni siquiera se molestó en meter el coche en el garaje, dejándolo junto a la acera para el día siguiente. En el sendero del jardín, se detuvo a prender su pipa… puff, puff, puff. Sus manos estaban perfectamente serenas.
Irene debía haberlo visto por la ventana, porque al ir a penetrar en el porche la puerta principal de la casa se abrió. Su tensa y descompuesta expresión le reveló que había estado en lo cierto, se hallaba bastante inquieta y mucho más nerviosa por su aventura de lo que antes había dejado ver.
—Todo ha ido bien, Irene —le aseguró él, mientras penetraba en la casa, se volvía, se quedaba quieto, pestañeaba y se le hacía un nudo en la garganta. Se había quedado mirando fijamente a través del arco del vestíbulo a los dos tipos altos y esbeltos con gabardina y traje oscuro que en la salita acababan de levantarse de los sillones floreados y avanzaban hacia él. El más joven de ellos llevaba bigote. El de más edad había sacado su billetera y mostraba su placa diciendo:
—FBI, señor Skoukakis. Agente Zachary.
—Lo confieso —gimoteó Skoukakis—. ¡Yo lo hice!