20

—El anillo también —dijo el sargento de guardia.

Dortmunder echó una mirada a su mano izquierda.

—No me lo puedo sacar —dijo—. Lo tengo atascado, y nunca me lo saco.

Mirando con aire indefenso al sargento por encima de las cosas que había ido depositando sobre el escritorio —la billetera, las llaves, el cinturón— dijo:

—Es mi anillo de bodas.

Uno de los agentes que lo habían arrestado, el situado a su izquierda, dijo:

—La mujer con la que vives no llevaba anillo de casada.

—No estoy casado con ella —dijo Dortmunder.

El otro agente, el situado a su derecha, dijo:

—Vaya jeta que tiene.

Y ambos agentes se echaron a reír.

—Muy bien —dijo el sargento de guardia, y le alcanzó un impreso y una pluma por encima del escritorio—. Ésta es la lista de sus pertenencias. Léela, firma, y se te devolverá todo cuando te marches.

Dortmunder tenía que sostener el impreso con su mano izquierda. El rubí escondido entre sus dedos hacía tanto bulto como una patata. Tenía que mantener la mano parcialmente cerrada todo el tiempo, lo que resultaba raro y sin duda se veía raro. John A. Dortmunder escribió, con mano un tanto temblorosa, y empujó el impreso sobre la mesa. Su brazo izquierdo se relajó al bajar, y los dedos se plegaron.

—Vamos, John —dijo el agente de la izquierda.

Atravesó con ellos una gran sala y una puerta de cristal esmerilado, y penetraron en un largo pasillo de color crema con bancos verdes adosados de trecho en trecho a la pared izquierda. Al menos treinta tipos, ninguno de ellos bien vestido, tomaban asiento en aquellos bancos, con cara de aburrimiento, cansancio, ultraje, temor, fatalismo o perplejidad —ninguno con cara de felicidad—. En el extremo final del pasillo, dos polis con rostro ausente se apoyaban contra la pared. Uno de ellos llevaba tirantes de color azul.

—Siéntate ahí, John —dijo uno de los agentes que lo acompañaban.

Y Dortmunder tomó asiento en el banco verde de plástico. Los agentes, sin decir adiós siquiera, se fueron.

Dortmunder se hallaba ahora haciendo cola. La puerta situada al fondo del pasillo, donde los dos polis se hallaban montando guardia, se abría de tanto en tanto, y el siguiente de los sentados en los bancos entraba. Nadie salía de allí de nuevo, lo que significaba que o bien había otra puerta de salida o que el minotauro estaba allí dentro, y se los tragaba a todos.

Dortmunder se sentó con las manos entre los muslos y los dedos cruzados, con el rubí abriéndole un inexorable boquete en la mano, como si de un rayo láser se tratara. Cada poco, la persona situada más cerca de la puerta en la hilera de bancos entraba a ver al minotauro y todos los demás adelantaban un puesto, deslizando el culo sobre los bancos. De vez en cuando, un nuevo elemento venía a tomar asiento a la derecha de Dortmunder. Cada vez que uno intentaba hablar con su vecino, los guardias del final del pasillo decían:

—Silencio ahí, no se puede hablar.

El silencio era pesado, envolvente, discordante.

¿Y a qué venía todo aquello? Dortmunder sabía que con sólo que él se levantara y mostrara la palma de su mano izquierda se acabaría el suspense, y todos aquellos tipos cuasi-inocentes podrían irse a casa y el mismo Dortmunder podría dejar de preocuparse por el momento en que el hacha fuera a caer. Mejor era acabar con aquella historia, incluso para él.

Y, sin embargo, no podía hacerlo. No había la más mínima esperanza y, sin embargo, él seguía esperando.

Bueno, en realidad no. No era tanto esperanza, como mero negarse a ayudar al destino en sus malvados designios. Todos los guardianes de la ley del noroeste se hallaban buscando el Fuego Bizantino y Dortmunder se hallaba sentado en aquella comisaría local llevándolo. El desastre se produciría cuando tuviera que producirse; no era incumbencia de John A. Dortmunder acelerar las cosas.

Pasaron tres horas, en las que cada segundo parecía enmohecer. Dortmunder llegó a intimar con la pared que tenía enfrente; cada desconchón, cada resquebrajadura le resultaba familiar. Y aquel peculiar color crema se le quedó grabado en el cerebro para siempre, como las teselas de un mosaico. También las rodillas de sus convecinos le parecían conocidas desde siempre; podía reconocerlas entre una hilera de cientos, tal vez de miles.

Había unos cuantos perfiles a izquierda y derecha que le resultaban familiares, pero como no estaba permitido hablar (y sabía los problemas que podía buscarse por reconocer delante de los polis a determinados individuos), Dortmunder no confraternizó. Se limitó a quedarse allí sentado, y a deslizar el culo de tanto en tanto hacia la izquierda sobre los bancos de plástico verde, según iba transcurriendo lentamente el tiempo. Los polis situados al fondo del pasillo eran reemplazados por otros idénticos —ni mejores ni peores— y el tiempo seguía transcurriendo renuente a través del ojo de la aguja del presente y hacia el estómago de camello del pasado, hasta que no quedó ya nadie a la izquierda de Dortmunder, lo que significaba que era el primero de la fila. Y también que su mano izquierda resultaba peligrosamente visible a los polis. Quienes ni siquiera lo miraban. En realidad, no miraban a nada ni a nadie aquellos policías. Todo lo que hacían era estar allí de pie y de vez en cuando murmurarse algo entre sí sobre cerveza y perros calientes o decirle a alguien que se callara, o bien de tanto en tanto enviar a la siguiente víctima al otro lado de la puerta, pero nunca miraban concretamente a nada, o mostraban curiosidad por nada, o daban curso a la menor expresión facial o producían siquiera lo que pudiéramos llamar verdaderos signos de vida. Eran más bien como el recurso de los guardias, más que los guardias mismos.

—El siguiente.

Dortmunder exhaló un suspiro. Se puso en pie, con la mano izquierda pegada al costado, los dedos plegados, y penetró, atravesando la puerta, en un cuarto pintado de verde claro e iluminado por tubos fluorescentes, donde tres escépticos individuos se lo quedaron mirando con cínico desengaño:

Además del escritorio y su ocupante, que era un detective de pesada complexión vestido de paisano, con barba de un día sobre las mejillas y una mata de pelo rizado rodeándole la calva, había un detective joven de paisano, sentado en una silla de madera a la izquierda del anterior, vestido con jeans, zapatillas deportivas, camiseta adornada con un anuncio de Budweiser y una zamarra de mezclilla, y en una silla de escribir a máquina a la derecha del primero, un estenógrafo de aspecto taciturno y redondeados hombros vestido con traje negro, y colocado ante una máquina estenográfica montada sobre una mesita de ruedas. Había también en el cuarto una silla negra de madera sin brazos delante del escritorio. Como un caballo que vuelve a su pesebre al finalizar el día, Dortmunder fue derecho hasta esta silla y tomó asiento.

El detective de más edad parecía muy cansado, pero lo manifestaba de un modo hostil y agresivo, como si fuera culpa de Dortmunder. Barajó las carpetas que tenía sobre la mesa y luego levantó la vista hacia él.

—John Archibald Dortmunder —dijo—. Se te ha pedido que vengas aquí para prestar a la policía la asistencia que esté a tu alcance prestar en lo relacionado con el robo del Fuego Bizantino. Tú voluntariamente has venido aquí a prestarnos esa colaboración.

Dortmunder frunció el ceño.

—¿Que yo he venido voluntariamente?

El detective pareció sorprendido.

—No has sido arrestado, John —dijo—. No has sido arrestado porque no se te han leído tus derechos. Si te hubiéramos detenido te habríamos permitido hacer la llamada telefónica de rigor. Si te hubiéramos detenido te habríamos tomado la filiación y tendrías derecho a tener un abogado presente en esta conversación. Pero no estás arrestado. Se te pidió que colaborases y has venido aquí a colaborar.

Dortmunder dijo:

—¿Quiere usted decir que he estado aquí afuera durante tres horas por mi propia voluntad? ¿Y que todos esos tipos de ahí fuera han venido voluntarios?

—Así es, John.

Dortmunder meditó brevemente la situación, y dijo:

—¿Qué pasaría si hubiera cambiado de opinión? ¿Qué pasaría si mientras estaba ahí fuera hubiera cambiado de opinión y decidido no colaborar más y largarme?

Entonces, te arrestaríamos, John.

—¿Bajo qué acusación?

El detective sonrió con una sonrisa muy leve.

—Ya se nos ocurriría algo —dijo.

—Claro —dijo Dortmunder.

El detective echó una mirada a los papeles que tenía ante sí.

—Convicto de dos robos —comentó—. Dos veces en prisión. Cantidad de arrestos. Recientemente en libertad condicional, con una calificación positiva del oficial de seguimiento que yo personalmente considero un trozo de mierda —y alzando hacia él la vista, dijo—: ¿Tienes tú el rubí, John?

Dortmunder a punto estuvo de decir que sí, pero se dio cuenta a tiempo de que aquello no pasaba de ser humor policial y que no tenía por qué responder nada. A la bofia no le gusta que los civiles le rían los chistes; lo que quieren es que se los rían los otros polis, que es lo que hizo el de la camiseta con el anuncio de Budweiser, con una especie de gruñido nasal medio catarral, a lo que añadió:

—No nos lo vas a poner tan fácil, ¿verdad, John?

—No —dijo Dortmunder.

—¿Sabes por qué te echamos el guante esta vez, John? —preguntó el detective de más edad.

—No —dijo Dortmunder.

—Porque estamos echando el guante a todos los criminales conocidos —dijo el detective mayor.

Y miró por encima del escritorio a Dortmunder esperando obviamente alguna respuesta.

—Yo no soy un conocido criminal —dijo Dortmunder.

—Nos resultas conocido a nosotros.

Es terrible ser un tipo legal para los polis, pero a ellos eso les gusta. Dortmunder suspiró y dijo:

—No me he desmandado desde mi segunda caída. Logré rehabilitarme en prisión.

—Rehabilitado —dijo el detective, como un cura pudiera decir «Astrología».

—Sí —dijo Dortmunder—. El informe de mi seguimiento así lo dice.

—John, John, el año pasado se te cogió con una acusación de robo en una tienda de televisores.

—Fue un simple malentendido —dijo Dortmunder—. Se me declaró inocente.

—Según dice aquí —dijo el detective—, tuviste un importante asesoramiento legal. ¿Cómo pudiste permitírtelo, John?

—No me pasó la minuta —dijo Dortmunder—. Fue una especie de acto de caridad.

—¿Hacia ti? ¿Y por qué un abogado de campanillas iba a hacerte a ti una caridad?

—Estaba interesado en mí —dijo Dortmunder— desde un punto de vista jurídico.

Los detectives se miraron entre sí. El estenógrafo manejaba su máquina con delicados golpecitos de dedos, lanzando de tanto en tanto a Dortmunder miradas de incredulidad y desagrado. Dortmunder se hallaba sentado con las manos recogidas en el regazo y su pulgar derecho acariciando el Fuego Bizantino. El detective mayor dijo:

—Muy bien, John. Eres un tipo honrado ahora y sólo te ves envuelto con la ley por error. Por malentendidos.

—Es mi pasado —dijo Dortmunder—. Resulta difícil vivir con un mal pasado a cuestas. Ustedes saben bien cómo es eso.

—Sí, claro —dijo el detective—. Y te compadezco.

—Yo también —dijo Dortmunder.

El detective más joven dijo:

—¿Dónde trabajas ahora, John?

—Estoy buscando trabajo por el momento —le respondió Dortmunder.

—¿Buscando trabajo? ¿Y de qué vives?

—De ahorros que tengo.

Los detectives se miraron entre sí y suspiraron al unísono. El mayor de ellos clavó su cínica mirada en Dortmunder.

—¿Dónde estuviste la última noche, John?

—En casa —dijo Dortmunder.

—¿Tenías a muchos amigos y conocidos contigo?

—Sólo la chica con la que vivo.

El detective joven preguntó:

—¿No es tu esposa?

—No estoy casado.

—¿Y ese aro de casado?

Dortmunder bajó la vista y vio el aro de oro situado en el dedo corazón de su mano izquierda. Resistió la tentación de echarse al suelo y soltarlo todo.

—Sí —dijo—. Así es la cosa. Estuve casado en otra época.

—Hace ya bastante tiempo —dijo el inspector de más edad, tamborileando en la hoja que tenía delante—, según reza aquí.

Dortmunder no tenía ganas de seguir hablando sobre el anillo, no tenía la más mínima gana. No quería que la gente se lo mirara, pensara en él o lo tuviera siquiera en la cabeza.

—Lo tengo atascado y no me sale —dijo.

Tenía el corazón en la boca. Se arriesgó incluso a darle un tirón pequeño, esperando que nadie llegara a atisbar el rojo del rubí entre los dedos.

—Por eso no lo dejé con mis demás cosas a la entrada —explicó—. No me sale y tengo que llevarlo todo el tiempo.

El detective joven sonrió burlón.

—Los viejos errores se pagan, ¿eh? Parece que el pasado no se borra fácil, ¿verdad, John?

—No —dijo Dortmunder. Y escondió su mano izquierda en la entrepierna.

El detective mayor dijo:

—¿No habrás ido por casualidad a robar ninguna joyería la pasada noche, verdad John?

—En absoluto —dijo John.

El detective se restregó los ojos, bostezó y estiró y meneó la cabeza:

—Tal vez estoy un poco cansado —dijo—. ¿Sabes John que hasta empiezo a creer que dices la verdad?

Quedaban aún varios cabos sueltos y varias preguntas retóricas sin responder. Pero Dortmunder no dijo nada. No pensaba decir nada aunque los cuatro tuvieran que quedarse en aquella habitación hasta el fin de los tiempos, hasta que el infierno se congelara, hasta que los ríos se secaran y el amor se acabara. Seguiría sentado allí igual y sin decir una palabra.

El detective exhaló un suspiro.

—Sorpréndeme, John —dijo—. Danos alguna pista. Dinos algo sobre el Fuego Bizantino.

—Creo que es muy valioso —dijo Dortmunder.

—Gracias, John. Te agradecemos la información.

—De nada —dijo Dortmunder.

—Puedes irte a casa, John.

Dortmunder se lo quedó mirando profundamente asombrado.

—¿A casa?

El detective señaló la puerta de la pared lateral.

—Vete, John —dijo—. Vete y no peques más.

Dortmunder se alzó sobre sus temblorosos pies, acarició agradecido el Fuego Bizantino y se fue a casa.