XV
EL SANTURRÓN
EL RETRATO del santurrón, que se encuentra en el capítulo «De la mode», de los Caractères de La Bruyère, contiene algunas alusiones polémicas al Tartufo de Molière. El santurrón, dice La Bruyère ya al empezar, no habla de ma haire et ma discipline, au contraire; il passeroit pour ce qu’il est, pour un hypocrite, et il veut passer pour ce qu’il n’est pas, pour un homme dévot: il est vrai qu’il fait en sorte que l’on croit, sans qu’il le disse, qu’il porte une haire et qu’il se donne la discipline. Luego critica el proceder de Tartufo en la casa de Orgon:
S’il se trouve bien d’un homme opulent, à qui il a su imposer, dont il est le parasite, et dont il peut tirer de grands secours, il ne cajole point sa femme, il ne lui fait du moins ni avance ni déclaration; il s’enfuira, il lui laissera son manteau, s’il n’est aussi sûr d’elle que de lui-même. Il est encore plus éloigné d’employer pour la flatter et pour la séduire le jargon de la dévotion; ce n’est point par habitude qu’il le parle, mais avec dessein, et selon qu’il lui est utile, et jamais quand il ne serviroit qu’à le rendre très-ridicule… Il ne pense point à profiter de toute sa succession, ni s’attirer une donation générale de tous ses biens, s’il s’agit surtout de les enlever à un fils, le légitime héritier: un homme dévot n’est ni avare, ni violent, ni injuste, ni même intéressé; Onuphre n’est pas dévot, mais il veut être cru tel, et par une parfaite, quoique fausse imitation de la piété, ménager sourdement ses intérêts: aussi ne se joue-t-il pas à la ligne directe, et il ne s’insinue jamais dans une famille où se trouvent tout à la fois una fille à pourvoir et un fils à établir; ily a là des droits trop forts et trop inviolables: on ne les traverse point sans faire de l’éclat (et il l’appréhende), sans qu’une pareille entreprise vienne aux oreilles du Prince, à qui il dérobe sa marche, par la crainte qu’il a d’être découvert et de paroître ce qu’il est. Il en veut à la ligne collatérale: on l’attaque plus impunément; il est la terreur des cousins et des cousines, du neveu et de la nièce, le flatteur et l’ami déclaré de tous les oncles qui ont fait fortune; il se donne pour l’héritier légitime de tout vieillard qui meurt riche et sans enfants[76]…
Con toda seguridad, La Bruyère piensa en el tipo perfecto, digamos ideal, del santurrón, que no es más que santurrón y representa consecuentemente, sin ninguna debilidad ni vacío humanos, con una vigilancia ininterrumpida y reflexiva, el papel, fríamente concebido, que corresponde a un santurrón. Pero no podía ser intención de Molière llevar a escena la encarnación perfecta de! adjetivo «santurrón»; necesitaba fuertes efectos cómicos para la escena, y los encontró, ingeniosísimos, poniendo en oposición el papel de «santurrón» representado por su Tartufo con su carácter natural. Este mozo fuerte y sano (gros et gras, le teint frais, et la bouche vermeille), con su buen apetito (deux perdrix avec une moitié de gigot en hachis, para una cena) y sus otras necesidades sensibles, no menos desarrolladas, no tiene ni el más mínimo talento para la devoción, aun simulada. El asno siempre se descubre bajo la piel del león y Tartufo desempeña su papel pésimamente, exagerándolo hasta lo absurdo, y pierde inmediatamente el dominio de sí mismo tan pronto como le estimulan los sentidos. Sus intrigas son demasiadas y simples y ni los demás personajes de la obra, ni el espectador, ni nadie, excepto Orgon y su madre, pueden dejarse enredar. Tartufo no es precisamente la encarnación de un hipócrita redomado y con dominio de sí, sino de un mozo robusto, de apetitos fuertes y rudos, que intenta adoptar la actitud del devoto, prometedora de éxito, a pesar de que no le cuadra en modo alguno, y contradice todo su modo de ser exterior e interior. He aquí precisamente lo más cómico.
Los críticos del siglo XVII, como La Bruyère, que sólo tenían por verosímil lo racionalmente comprensible, habrían de preguntarse cómo era posible que ni aun Orgon y Madame Pernelle cayeran en sus lazos; pero la experiencia enseña que también el engaño más burdo y la seducción más necia tienen éxito a veces, cuando halagan los hábitos y los instintos de la víctima, y procuran satisfacción a sus recónditos deseos. La necesidad más instintiva y recóndita de Orgon, la cual podía satisfacer, justamente, hipotecándose en cuerpo y alma a Tartufo, era el sadismo del tirano familiar. Lo que nunca hubiera osado sin la legitimación de la devoción, ya que era tan sentimental e inseguro como colérico, puede realizarlo ahora con la conciencia tranquila: faire enrager le monde est ma plus grande joie! (3, 7, y además 4, 3: je porte en ce contrat de quoi vous faire rire). Acoge a Tartufo, porque éste le procura la satisfacción de su instintiva necesidad de atormentar al prójimo y por eso cae en sus redes, con lo cual su capacidad de juicio, de por sí no muy fuerte, se debilita aún más; y un proceso psicológico muy parecido ocurre con Madame Pernelle. Y es también ingeniosísima la forma en que Molière se sirve de la devoción para allanar los obstáculos que se oponen al libre desenvolvimiento del sadismo de Orgon.
Tanto en esta como en muchas otras de sus obras vemos que Molière concibe la realidad en forma mucho menos típica y más individualizada que la mayoría de los moralistas de su siglo. No nos ha presentado «el avaro», sino a un determinado viejo monomaniaco, con su tosecilla; ni tampoco «el misántropo», sino a un joven de la buena sociedad, fanático de la honradez, inflexible y amarrado a sus opiniones, que se cierne sobre el mundo para juzgarlo y lo encuentra indigno de sí; ni tampoco «el hipocondriaco», sino a un tirano familiar acomodado, muy vigoroso, sano y colérico, que olvida constantemente su papel de enfermo. Y, sin embargo, Molière se halla perfectamente, como se ve en seguida, dentro de su siglo moral-tipista, pues si busca la realidad individual no es sólo por su comicidad, y la comicidad significa para él la desviación de lo usual y corriente. Un hombre a quien debiera tomarse en serio sería para él «típico». Busca efectos teatrales, su genio es más vivaz y actúa con más desenfado; la técnica de corto aliento de La Bruyère, que construye el tipo moral puro a base de sus cualidades y de anécdotas, no sirve para la escena; necesita ésta efectos fuertes y más unidad en lo vital-concreto que en lo típico-abstracto y, sin embargo, la actitud moral es fundamentalmente la misma.
Otra crítica de Molière no menos instructiva se encuentra en unos versos famosos del Art poétique de Boileau (3, 391 hasta 405):
Étudiez la Cour, et connoissez la Ville;
L’une et l’autre est toujours en modèles fertile.
C’est par là que Molière, illustrant ses écrits,
Peut-être de son art eût remporté le prix,
Si, moins ami du peuple, en ses doctes peintures,
Il n’eût point fait souvent grimacer ses figures,
Quitté, pour le bouffon, l’agréable et le fin,
Et sans honte à Térence allié Tabarin.
Dans ce sac ridicule, où Scapin s’enveloppe,
Je ne reconnois plus l’auteur du Misanthrope.
Le Comique, ennemi des soupirs et des pleurs,
N’admet point en ses vers de tragiques douleurs;
Mais son emploi n’est pas
d’aller dans une place
De mots sales et bas charmer la populace.
Il faut que ses acteurs badinent noblement[77]…
En su género, esta crítica está perfectamente justificada, y como Boileau admiraba mucho en el fondo a Molière, hasta resultó suave y moderada. Pues los gestos y palabras bufos y los trucos escénicos no sólo se encuentran en las farsas propiamente dichas, a las que pertenecen las Fourberies de Scapin, citadas por Boileau, sino también en las comedias de sociedad. Por ejemplo, en Tartufo, la escena del trío Orgon-Dorina-Marianne (2, 2), en la cual Orgon está dispuesto a dar una bofetada a Dorina, caso de que ésta lo interrumpa una vez más; efecto grotesco que todavía se intensifica en la escena en que Orgon y Tartufo se arrodillan el uno ante el otro (3, 6). Incluso el Misántropo, citado por Boileau como modelo de comedia de sociedad, y que, efectivamente, es la pieza de Molière que discurre con mayor uniformidad sobre un nivel noble y social, contiene una pequeña escena bufa, la entrada en escena del criado de Alcestes, Dubois (4, 4). Molière nunca ha renunciado a los efectos que le facilitaba su dominio de la técnica de la farsa, y quizá sus ocurrencias más geniales son aquellas que le permiten acomodar situaciones cómicas clownescas, puramente mecánicas, en su origen, dentro del sentido y la vida de sus conflictos.
La intención de faire rire les honnêtes gens sans personnages ridicules, ambición propia de la escena cómica francesa desde las primeras comedias de Corneille, no ha convertido nunca a Molière en un purista del estilo. Quien haya visto sus piezas en buenas representaciones o posea fantasía bastante para imaginarse el juego escénico a través de la lectura sabe que los efectos bufos se reparten por todas partes, hasta en sus comedias más distinguidas, en el Misántropo mismo. Los actores dotados de verba y fantasía escénica siempre encuentran ocasión de dar salida a dichas posibilidades y también de improvisarlas; el mismo Molière, que era un excelente cómico, aprovechó a fondo en sus actuaciones todas las oportunidades.
Los efectos bufos no se limitan en modo alguno a los personajes del pueblo, que son a quienes alude Boileau; Molière hace objeto de tales lazzi a las personas de todas las condiciones, y en la discusión en torno a la École des femmes se ufana de haber introducido el marquis ridicule y hasta de haberle traspasado el papel que antes desempeñaba como payaso el criado cómico:
Le marquis aujourd’hui est le plaisant de la comédie; et comme, dans toutes les comédies anciennes, on voit toujours un valet bouffon qui fait rire les auditeurs, de même, dans toutes nos pièces de maintenant, il faut toujours un marquis ridicule qui divertisse la compagnie (L’impromptu de Versailles, scène 1).[78]
Se trata de una exageración desenfadadamente polémica nacida de las circunstancias, pero revela la intención realizada por Molière de dar forma grotesca al lado ridículo de todos, sin limitarse a los tipos cómicos de baja condición. Boileau, por el contrario, en su crítica, propugna una división tripartita estricta de los niveles del estilo, inspirada en modelos antiguos; reconoce, en primer lugar, el estilo elevado y noble de la tragedia, después, el medio de la comedia de sociedad, que trata de honnêtes gens y se dirige a honnêtes gens, en el cual los actores badinent noblement; y, finalmente, el bajo de la farsa popular, en el que reina le bouffon tanto en las peripecias como en el lenguaje, y que Boileau desprecia profundamente, a causa de sus mots sales et bas, que hacen las delicias del populacho. Reprocha a Molière, en tono morigerado, como vimos, el haber mezclado el estilo medio con el bajo.
Lo que más nos interesa en esta crítica de Boileau es la idea del pueblo que implica. No puede figurarse ningún tipo popular que no sea el grotescamente cómico, por lo menos como tema de representación artística. La cour et la ville significaba en el siglo XVII aproximadamente lo que nosotros llamaríamos hoy la gente educada, o el «público»; se componía de los nobles de la corte, séquito del rey, o cour, y de la gran burguesía parisiense, la ville, la cual formaba parte ya, de diversos modos, de la nobleza burocrática (noblesse de robe), o trataba de incorporarse a ella mediante la compra de dignidades; clase a la que pertenecían Boileau y la mayoría de las cabezas del siglo. La cour et la ville es una expresión con que, poco antes de Luis XIV y durante su reinado, se designa a los círculos directores de la nación, y también designa habitualmente a los grupos a quienes van dirigidas las obras literarias, y no sólo en esta, sino en otras muchas ocasiones, por ejemplo, en las discusiones sobre el buen uso del lenguaje, se la contrapone a peuple. La cour et la ville, dice Boileau, deben ser estudiadas a fin de dar con el estilo medio, con el nivel estilístico de la comedia noble, y mantenerse alejado de lo bouffon, de las gesticulaciones del pueblo: no parece que Boileau considere como posible otras imágenes del pueblo y de su vida. Y en esta parte se ven claramente los límites de su oposición a Molière, como antes hemos visto los de La Bruyère. Molière ha empleado, sin duda, efectos bufos, aun en sus comedias elegantes ha caricaturizado en forma grotesca hasta personajes de la sociedad culta; sin embargo, tampoco ve en el pueblo más que personnages ridicules.
Se puede considerar el arte de Molière como el punto más alto a que pudo llegar el realismo permisible dentro de los gustos del clasicismo francés plenamente desarrollado del reinado de Luis XIV: marca los límites de lo entonces posible. No se ha ajustado por completo al gusto dominante del tipismo psicológico, pero también para él lo peculiar y característico es siempre ridículo y extravagante. No ha esquivado lo bufo y grotesco, pero no tiene la menor idea de una representación real de la vida de las capas populares, así fuera reproducida con un criterio tan aristocrático y desdeñoso como el de Shakespeare, en lo que coincide con Boileau. Todas sus camareras y sirvientes, aldeanos y aldeanas, e incluso sus comerciantes, notarios, médicos y boticarios no son más que comparsas cómicos, y sólo dentro de la administración casera de una familia de la gran burguesía o de la aristocracia, el personal de servicio, y particularmente el femenino, representa a veces la voz del sentido común, pero su actuación se refiere siempre a los problemas de sus señores, y no a los de su vida propia.
Falta cualquier asomo de política, de crítica social o económica o de indagación de los fundamentos políticos, sociales y económicos de la vida; su crítica de las costumbres es puramente moral, es decir, acepta la estructura social existente, presupone su legitimidad, permanencia y validez general, y estigmatiza las extravagancias como ridículas. En este sentido es inferior a La Bruyère, de un talento más limitado para la representación, pero mucho más austeramente ético. La Bruyère tampoco hace en realidad ninguna crítica de la estructura de la vida social, pero como escribió hacia fines del siglo, cuando el Rey Sol ya no despedía tan claros fulgores, tuvo conciencia de esta limitación del arte literario, y hasta llegó a darle expresión en algunos pasajes de sus obras, expresión que resulta tanto más efectiva cuanto que uno siente que calla más que dice. Un homme né Chrétien et François, escribe al final de la sección sobre «Des ouvrages de l’esprit», se trouve contraint dans la satire; les grands sujets lui sont défendus… A este respecto conviene recordar el conocido pasaje sobre los aldeanos, tan impresionante, que se encuentra en el capítulo «De l’homme» (párrafo 128 en la edición de Grands Ecrivains):
L’on voit certains animaux farouches, des mâles et des femelles, répandus par la campagne, noirs, livides et tout brûlés du soleil, attachés à la terre qu’ils fouillent et qu’ils remuent avec une opiniâtreté invincible; ils ont comme une voix articulée, et quand ils se lèvent sur leurs pieds, ils montrent une face humaine, et en effet ils sont des hommes. Ils se retirent la nuit dans des tanières, où ils vivent de pain noir, d’eau et de racines; ils épargnent aux autres hommes la peine de semer, de labourer et de recueillir pour vivre, et méritent ainsi de ne pas manquer de ce pain qu’ils ont semé[79].
Aunque este significativo pasaje no desdice de su siglo, aunque sólo sea por su crítica moral, habría de permanecer solitario en la bella literatura de su tiempo; ideas de este género no se les ocurren ni a Molière ni a Boileau, y tanto aquél como éste se habrían resistido a expresarlas; tales ideas rebasan los límites de lo que Boileau llama l’agréable et le fin, no ya porque sean grandes temas, de grands sujets, pues no lo eran para la mentalidad de la época, sino porque conceden más importancia de la que estéticamente le corresponde, con su modo serio de tratamiento demasiado concreto, a un asunto contemporáneo y vulgar.
Tampoco le están prohibidos al satírico o al moralista en general los grandes temas, pues el mismo La Bruyère ha escrito capítulos que tratan del monarca y del Estado, del hombre, de los librepensadores. Por esta razón, se ha pretendido ver en el pasaje citado anteriormente (un homme né Chrétien et François) no una conciencia neta de los límites de su actividad literaria, sino una discreta crítica de su amigo y protector Boileau, interpretación muy digna de examen y fácil de defender, pero que me parece unilateral. Conociendo el modo de ser y el temperamento de La Bruyère que, si no son en modo alguno los de ningún revolucionario, propenden a la crítica honda de los problemas de su tiempo, creo que ha pensado en sí mismo y en la situación general política y estética; situación que le permitía, eso sí, tratar los grandes temas, pero hasta topar con un muro infranqueable (il les entame parfois et se détourne ensuite…); sólo podía ocuparse de ellos en un sentido general, elevado y moral. Abordar desembarazadamente la estructura concreta de su tiempo era algo que se lo impedían tanto motivos políticos como estéticos, y ambos tipos de motivos están en íntima conexión.
Las alusiones políticas contemporáneas son rarísimas en Molière, y cuando aparecen están tan discretamente indicadas como si se tratara de alguna inconveniencia, que uno describe prudentemente, o mejor aún, perifrasea. En el Tartufo, Orgon ha estado sin duda en la Fronda, al lado de la corte:
Nos troubles l’avaient mis sur le pied d’homme sage,
et pour servir son prince, il montra du courage… (1, 2).[80]
E indica en una forma no menos discreta que, no obstante, se encargó secretamente de guardar los documentos de un comprometido, muy amigo suyo, cuando éste tuvo que huir. Con la misma discreción se trata todo lo concerniente a materias profesionales y económicas. Ya dijimos que, en Molière (como en toda la literatura de su tiempo), no sólo los aldeanos y otros tipos del pueblo bajo, sino también los comerciantes, notarios, médicos y boticarios aparecen siempre como figuras grotescas. Se debe esto a que el ideal social de la época del honnête homme reclamaba una educación y una compostura lo más generales posible; repudiaba toda especialización, ya fuera la de poeta o erudito. Quien pretendiera poseer un pleno valor social no debía sacar a relucir las bases económicas de su vida y de su especialidad profesional, caso de que tuviera alguna; de hacerlo, hubiera sido considerado como pedante, extravagante y ridículo. Había que mostrar sólo aquellas aptitudes que pudieran ejercerse en elegantes amoríos o servir para una conversación de salón ligera y amable. Hay que añadir que esto condujo, en ocasiones, a que asuntos difíciles e importantes fueran representados en una forma ejemplarmente sencilla, elegante y sin pedantería, y a que, como se sabe, la expresión literaria francesa alcanzara una claridad y una validez universal sin precedentes.
Pero la especialización profesional se hizo por lo mismo social y estéticamente imposible, y sólo bajo la categoría de lo grotesco fue susceptible de imitación literaria. A ello contribuyó sin duda en algo la tradición de la farsa, pero no basta a explicar por qué se mantuvo en el nuevo género de la comedia noble y social de estilo medio con tanta excluyente generalidad la concepción grotesca del profesional. Podríamos hacer una contraprueba. Buena parte de las comedias de Molière se desarrollan en los círculos de la burguesía encumbrada, como, por ejemplo, L’Avare, Le Bourgeois gentilhomme, Les Femmes savantes, Le Malade imginaire. Todas estas familias son muy acomodadas, pero no se habla jamás de profesiones u otras actividades económicamente productivas. No llegamos a enterarnos de cómo Harpagon, el avaro, llegó a amasar su fortuna —quizá la heredara—, y el único negocio de que se habla, el préstamo usurario, es grotesco, de una generalidad intemporal y, además, improductivo, más bien inversión de rentista. No sabemos en qué se ocupa ninguno de estos burgueses: todos aparecen como rentistas. Tan sólo una vez se habla de la procedencia de la fortuna: en el Burgeois gentilhomme, donde la señora Jourdain reprocha a su marido: Descendons-nous touts deux que de bonne bourgeoisie?… Et votre père n’était-il pas marchand aussi bien que le mien?… Y con respecto a su hija, dice: … ses deux grands-pères vendaient du drap auprès de la porte Saint Innocent. Pero estos datos sirven sólo para resaltar con más fuerza la insensatez de su esposo, el señor Jourdain; el señor Jourdain es un zafio, inculto rastacueros, que no comprende el ideal social de su época, y que pretende coronar su ascenso social con medios torcidos. En vez de tratar de ser un honnête homme culto de la gran burguesía, comete la más grave falta social que entonces podía cometerse: quiere parecer lo que no es, es decir, un noble, un gentilhomme.
Lo vemos claramente en la figura de su presunto yerno, Cléonte, que Molière enfrenta al señor Jourdain, como modelo del honnête homme de procedencia burguesa. Cuando Cléonte le declara sus intenciones, el señor Jourdain le pregunta si es gentilhomme, y recibe la siguiente respuesta:
Monsieur, la plupart des gens, sur cette question, n’hésitent pas beaucoup; on tranche le mot aisément. Ce nom ne fait aucun scrupule à prendre, et l’usage aujourd’hui semble en autoriser le vol. Pour moi, je vous l’avoue, j’ai les sentiments, sur cette matière, un peu plus délicats. Je trouve que toute imposture est indigne d’un honnête homme, et qu’il y a de la lâcheté à déguiser ce que le ciel nous a fait naître, à se parer au monde d’un titre dérobé, à se vouloir donner pour ce qu’on n’est pas. Je suis né de parents, sans doute, qui ont tenu des charges honorables; je me suis acquis, dans les armes, l’honneur de six ans de service, et je me trouve assez de bien pour tenir dans le monde un rang assez passable; mais, avec tout cela, je ne veux point me donner un nom où d’autres, en ma place, croiraient pouvoir prétendre; et je vous dirai franchement que je ne suis point gentilhomme[81].
Éste es, pues, el aspecto que ofrece un joven burgués consciente de su posición, un honnête homme, que conoce el lugar que ocupa en la sociedad. El afán de nobleza en el que caen rastacueros tales como el señor Jourdain (que son ricos nada más que desde ayer, y cuyo padre era todavía un tendero) él lo rechaza. Pero, de todos modos, se halla a la misma distancia del pueblo y de una profesión concreta. Ni una palabra sobre el particular, acerca de que su familia esté acreditada en la industria de la seda o en el comercio de vinos, por ejemplo. Más bien ils ont tenu des charges honorables, es decir, han comprado dignidades, que los llevaron a formar parte del estamento medio, de la robe; él mismo fue oficial durante seis años, y es bastante rico pour tenir dans le monde un rang assez passable. A este joven no se le puede ocurrir ninguna idea de índole económica, de burguesía productiva; por el contrario, la rehúye. Su burguesía es para él, exactamente, lo mismo que la nobleza para un noble joven: un rang qu’on tient dans le monde; comprará o heredará, lo mismo que hicieron sus padres y parientes, un charge honorable. (Estas últimas consideraciones están tomadas casi textualmente de mi estudio Das französische publikum des 17 yahrhunderts, Múnich, 1933, pp. 40-42, que volveré a utilizar en el presente capítulo).
Como hemos visto, Molière no siente escrúpulo alguno ante el empleo de elementos bufos en sus comedias de sociedad, pero evita en todo momento concretar realistamente o ahondar críticamente en la situación política y económica del ambiente en que sus personajes se mueven. Propende más a dar entrada a lo grotesco en el nivel medio del estilo, que a un realismo serio y fundamental de la vida económico-política. Cuando su realismo posee un lado grave y problemático, se limita a lo psicológico-moral. Para comprender bien esto que decimos valdría la pena recordar la descripción que hace Honoré de Balzac del origen de la fortuna de Grandet, al principio de su novela Eugénie Grandet, y en la cual se entrelaza con el relato toda la historia francesa desde 1789 hasta la Restauración, y comparemos con ella la perfecta generalidad y ahistoricidad de la situación económica de Harpagon. No se diga que Molière no disponía dentro del marco de una comedia de espacio suficiente para una descripción como la que hace Balzac: también en la escena hubiera sido posible mostrarnos, en vez de Harpagon, a un comerciante al por mayor o a un arrendador de contribuciones en medio de sus negocios, pero algo semejante sólo aparece después del clasicismo, en Dancourt o en Lesage, y todavía sin ningún serio problematismo de la vida económica contemporánea.
Las observaciones hechas hasta ahora sobre las limitaciones del realismo se refieren únicamente al estilo medio de la comedia y de la sátira; en la esfera del estilo elevado, en la tragedia, son todavía mucho más rigurosas. En aquella época cuajó como nunca la radical separación de lo trágico y de los episodios de la vida diaria y humano-criatural, superando a la misma época cuyo estilo servía de modelo, la Antigüedad grecorromana. Todavía Corneille ha sentido a veces cuánto más lejos de lo que la antigua tradición exigía iba en esta dirección el gusto de su tiempo. En la escena francesa trágica no debe aparecer ni la cotidianidad en los episodios ni la criaturalidad en los personajes: surge un tipo de personaje trágico completamente extraño a la Antigüedad. A fin de ofrecer una idea concreta, voy a presentar a la par algunos ejemplos estilísticos característicos, que pertenecen a las tragedias de Racine Bérénice y Esther. Cuadros parecidos los encontramos en todas las obras trágicas de la época, aunque no con la perfección de forma que revisten en Racine.
Al principio de Bérénice se nos introduce en una habitación del palacio imperial:
La pompe de ces lieux,
Je le vois bien, Arsace, est nouvelle à tes yeux.
Souvent ce cabinet, superbe et solitaire,
Des secrets de Titus est le dépositaire.
C’est ici quelquefois qu’il se cache à sa cour[82]…
Concuerda con esto la manera de expresarse del emperador, cuando siente necesidad de estar solo:
Paulin, qu’on vous laisse avec moi (2, 1).[83]
o
Que l’on me laisse (4, 3).[84]
o, cuando desea hablar con alguien:
Titus: | A-t-on vu de ma part le roi de Comagène? Sait-il que je l’attends? |
Paulin: | … De vos ordres, seigneur, j’ai dit qu’on l’avertisse. |
Titus: | Il suffit… (2, 1).[85] |
Cuando Titus encarga al rey Antiochus que acompañe a la reina Bérénice durante el viaje, dice así:
Vous, que l’amitié seule attache sur ses pas,
Prince, dans son malheur ne l’abandonnez pas:
Que l’Orient vous voie arriver à sa suite;
Que ce soit un triomphe, et non pas une fuite;
Qu’une amitié si belle ait d’éternels liens;
Que mon nom soit toujours dans tous vos entretiens.
Pour rendre vos Etats plus voisins l’un de l’autre,
L’Euphrate bornera son empire et le vôtre.
Je sais que le sénat, tout plein de votre nom,
D’une commune voix confirmera ce don.
Je joins la Cilicie à votre Comagène[86]…
De las palabras de Antiochus citaré las siguientes:
Titus m’accable ici du poids de sa grandeur:
Tout disparaît dans Rome auprès de sa splendeur;
Mais, quoique l’Orient soit plein de sa mémoire,
Bérénice y verra des traces de ma gloire (3, 1 y 2).[87]
La descripción del rey en el prólogo de Esther es demasiado larga para que la incluyamos y sólo me permitiré unas muestras de la descripción de la busca de esposa por el rey y de su elección, que hace Esther en la primera escena:
De l’Inde à l’Hellespont ses esclaves coururent:
Les filles de l’Egypte à Suse comparurent;
Celles même du Parthe et du Scythe indompté Y briguèrent le sceptre offert à la beauté[88].
Y luego:
Il m’observa longtemps dans un sombre silence;
Et le ciel qui pour moi fit pencher la balance,
Dans ce temps-là, sans doute, agissait sur son coeur.
Enfin, avec des yeux où régnait la douceur,
Soyez reine, dit-il[89]…
Los lectores de Racine recuerdan todos cómo dispone la escena en la que Esther aparece ante el rey sin ser llamada:
Assuérus: | Sans mon ordre on porte ici ses pas! Quel mortel insolent vient chercher le trépas? Gardes… C’est vous, Esther! Quoi! sans être attendue? |
Esther: | Mes filles, soutenez votre reine éperdue: Je me meurs… (Elle tombe évanouie). |
Assuérus: | Dieux puissants! quelle étrange pâleur De son teint tout à coup efface la couleur! Esther, que craignez-vous? Suis-je pas votre frère? Est-ce pour vous qu’est fait un ordre si sévère? Vivez: le sceptre d’or que vous tend cette main Pour vous de ma clémence est un gage certain. … |
Esther: | Seigneur, je n’ai jamais contemplé
qu’avec crainte L’auguste majesté sur votre front empreinte; Jugez comment ce front irrité contre moi Dans mon âme troublée a dû jeter d’effroi: Sur ce trône sacré qu’environne la foudre J’ai cru vous voir tout prêt à me réduire en poudre. Hélas! sans frissoner, quel coeur audacieux Soutiendrait les éclairs qui partaient de vos yeux? Ainsi du Dieu vivant la colère étincelle… |
Assuérus: | … Calmez, reine, calmez la frayeur qui vous presse. Du coeur d’Assuérus souveraine maîtresse, Eprouvez seulement son ardente amitié. Faut-il de mes états vous donner la moitié[90]? |
El texto del libro de Esther no pone el ofrecimiento en este lugar, sino luego, en el banquete, con la oportuna observación, postquam vinum biberat abundanter. Nada de esto hay en Racine, del mismo modo que omitió antes un dato realista del texto bíblico, a pesar de que ofrece una imagen más clara del estado de ánimo de Esther que la simple prohibición de aparecer sin ser llamada: Ego igitur quo modo ad regem intrate potero, quae triginta iam diebus non sum vocata ad eum?
Lo que resulta de todas estas citas es el encubrimiento, llevado a su límite máximo, del personaje trágico: sea un príncipe, que se entrega en su cabinet superbe et solitaire a su amor, después de haber dicho a su séquito: que l’on me laisses, o sea una princesa, que sube a un barco que la espera, souveraine des mers qui vous doivent porter (Mithridate, 1, 3), el personaje trágico permanece siempre en actitud elevada, en el primer plano, rodeado de objetos, séquito, pueblo, paisaje y universo como si se tratara de trofeos de victoria, que están para su servicio o a su disposición. Siempre dentro de esa actitud, se entrega a sus pasiones principescas, formando parte de los cuadros estilísticos más efectistas, en el género de los anteriormente citados, aquellos en los que países enteros, partes del mundo o incluso el universo aparecen como espectadores, testigos, fondo o eco del movimiento del ánimo principesco. Veamos también algunos ejemplos de este caso particular. En Andromaque, Hermione dice (2, 2):
Pensez-vous avoir seul éprouvé des alarmes;
Que l’Epire jamais n’ait vu couler mes larmes[91]?
Mucho más famoso es el magnífico verso de la declaración de amor de Antiochus, Bérénice, 1, 4, que presento con los que le acompañan, y en donde parecen influir lo barroco exaltado y lo romántico:
Rome vous vit, Madame, arriver avec lui.
Dans l’Orient désert quel devint mon
ennui!
Je demeurai longtemps errant dans Césarée,
Lieux charmants où mon coeur vous avait adorée,
Je vous redemandais à vos tristes Etats;
Je cherchais en pleurant les traces de vos pas[92]…
Para terminar, una imagen aún de la misma Berenice:
Aidez-moi, s’il se
peut, à vaincre ma faiblesse,
A retenir des pleurs qui m’échappent
sans cesse;
Ou, si nous ne pouvons commander à nos pleurs,
Que la gloire du moins soutienne nos douleurs;
Et que tout l’univers reconnaisse sans
peine
Les pleurs d’un empereur et les pleurs
d’une reine (4, 5).[93]
La conciencia que los personajes trágicos tienen de su principesca condición es tan fuerte que no les abandona jamás. Hasta en la más profunda desgracia, en la emoción más intensa, aluden a sí mismos recordando la condición. No dicen: ¡Desdichado de mí!, sino: ¡Yo, desdichado príncipe! Hermione se llama a sí misma: une triste princesse (Andromaque, 2, 2), y Berenice, presa del desvarío más espantoso, conjura a Antiochus con las siguientes palabras:
O ciel! quel discours! Demeurez!
Prince, c’est trop cacher mon trouble à
votre vue:
Vous voyez devant vous une reine éperdue,
Qui, la mort dans le sein, vous demande deux mots… (3, 3).[94]
Titus se llama continuamente a sí mismo un prince malheureux, y en el dramático momento en que Athalie, viéndose de pronto traicionada y perdida, se entrega a la desesperación, exclama:
Où suis-je? Ô
trahison! ô reine infortunée!
D’armes et d’ennemis je suis environnée! (5, 5).[95]
Ya hemos mencionado el pasaje en el cual Esther, cayendo desmayada, exclama:
Mes filles, soutenez votre reine éperdue…
La condición principesca y el realzamiento ligado a ella se han transformado en parte de su esencia natural, inseparable de su sustancia, e incluso ante Dios o ante la muerte aparecen en la actitud que conviene a un príncipe; en completa oposición a la representación «criatural», que hemos tratado de describir en la sección correspondiente al siglo XV, en la página 235. Sin embargo, erraría quien pretendiera negarles lo humano-natural, la espontaneidad y la sencillez, como han hecho a menudo los románticos. Tratándose de Racine, al menos, dicho juicio revela una total incomprensión, pues sus personajes son perfecta y ejemplarmente naturales y humanos, sólo que su vida conmovedoramente humana y ejemplar se desarrolla en un nivel elevado, que se ha hecho para ellos connatural. Hasta ocurre a veces que por la misma elevación se logran los efectos más encantadores y profundamente humanos. Podríamos amontonar citas de Phèdre, pero me voy a limitar al parlamento de Berenice, feliz sin aprensión alguna, en el que describe casi extasiada la majestad de su amado Titus durante la ceremonia nocturna en el Senado, y termina diciendo algo que sólo puede decir un amante:
Parle: peut-on le
voir sans penser, comme moi,
Qu’en quelque obscurité que le sort
l’eût fait naître,
Le monde en le voyant eût reconnu son maître[96]?
Mientras que, como hemos visto, la conciencia de la condición principesca está fundida con la sustancia misma del personaje trágico, lo propiamente funcional del gobierno, o sea su actividad práctica sólo aparece a través de indicaciones generales. Su calidad de príncipe es mucho más una postura, una actitud, que una función práctica. En las primeras obras, especialmente en Alejandro, la actividad política y guerrera del príncipe está exclusivamente puesta al servicio de su amor; Alejandro somete al mundo solamente para ponerlo a los pies de su amada, y toda la pieza está repleta de cuadros estilísticos barrocos, como el siguiente:
Alexandre: | … |
Maintenant que mon bras, engagé sous vos lois, Doit soutenir mon nom et le vôtre à la fois, J’irai rendre fameux, par l’éclat de la guerre, Des peuples inconnus au reste de la terre, Et vous faire dresser des autels en des lieux Où leurs sauvages mains en refusaient aux dieux. |
|
Cléophile: | Oui, vous y traînerez la victoire captive; Mais je doute, seigneur, que l’amour vous y suive. Tant d’Etats, tant de mers, qui vont nous désunir M’effaceront bientôt de votre souvenir. Quand l’Océan troublé vous verra sur son onde Achever quelque jour la conquête du monde; Quand vous verrez les rois tomber à vos genoux, Et la terre en tremblant se taire devant vous, Songerez-vous, seigneur, qu’une jeune princesse, Au fond de ses Etats, vous regrette sans cesse Et rappelle en son coeur les moments bienheureux Où ce grand conquérant l’assurait de ses feux? |
Alexandre; | Et quoi! vous croyez donc qu’à
moi-même barbare J’abandonne en ces lieux une beauté si rare? Mais vous-même plutôt voulez-vous renoncer Au trône de l’Asie où je vous veux placer? (3, 6).[97] |
Esta ordenación ficticia del acaecer, que procede directamente de las novelas de amor, e indirectamente del Roman courtois (cf. páginas 137-138), la hallamos todavía muy pronunciada en la Andromaque, donde Pyrrus dice a Andrómaca:
Mais, parmi ces périls où je cours pour vous
plaire,
Me refuserez-vous un regard moins sévère? (1, 4).[98]
o más tarde, en un ejemplo modelo de hipérbole barroca, comparando su tormento amoroso con los tormentos que ha infligido él a los troyanos:
Je souffre tous les maux que j’ai faits devant Troie:
Vaincu, chargé de fers, de regrets consumé,
Brûlé de plus de feux que je n’en
allumai
…
Hélas! fus-je jamais si cruel que vous
l’êtes[99]?
Con estas declaraciones concuerdan las de Orestes, quien en su tormento amoroso ha buscado vanamente la muerte entre los escitas:
Enfin, je viens à vous, et je me vois réduit
A chercher dans vos yeux une mort qui me fuit.
…
Madame, c’est à vous de prendre une
victime
Que les Scythes auraient dérobée à vos coups,
Si j’en avais trouvé d’aussi cruels que vous (2, 2).[100]
En las obras posteriores, tales motivos resuenan más raramente. Así, vemos en Bérénice, 2, 2:
… et de si belles mains
Semblent vous demander l’empire des
humains[101]…
La concepción de los asuntos de gobierno y de la ordenación política de los sucesos varía en su conjunto posteriormente, aunque sigue siendo general y elevada, muy alejada de lo práctico y de lo objetivo. Trátase constantemente de intrigas de corte y luchas por el poder, que no trascienden de las altísimas esferas del cortejo inmediato del príncipe. Esto permitía al poeta que lo político se mantuviera dentro del marco de lo psicológico personal y se desenvolviera entre pocas personas, tratadas moralmente. Lo que hay por debajo y por detrás no alcanza expresión alguna, o muy general; esto último ocurre, por ejemplo, con aquella loi qui ne se peut changer, que impide al emperador Titus (Bérénice) contraer matrimonio con una reina extranjera. Cuando Titus, ante este conflicto, se informa sobre la opinión del pueblo, dice así:
Que dit-on des soupirs que je pousse pour elle[102]?
El género, totalmente moralista, de la ordenación política del acaecer, que excluye toda consideración problemático-objetiva y toda intromisión en lo concreto y práctico de los asuntos de gobierno, podemos verlo a la perfección en Britanicus, Bérénice y Esther. El bienestar y malestar del Estado dependen exclusivamente de las cualidades morales del príncipe que, o bien domina sus pasiones y pone su omnipotencia al servicio de la virtud y, por consiguiente, del bien público, o bien es dominado por ellas, dejándose seducir y corroborar en sus malos apetitos por los aduladores de la corte. Su omnipotencia es indiscutida y no encuentra resistencia, y ningún problema concreto ni los obstáculos que se oponen en la realidad tanto a la buena como a la mala voluntad son tomados en cuenta: están muy por debajo. Desde este punto de vista, el cuadro es por todas partes el mismo, ya sea en las alusiones a los primeros y virtuosos años de gobierno de Nerón:
Depuis trois ans entiers, qu’a-t-il dit, qu’a-t-il
fait
Qui ne promette à Rome un empereur parfait?
Rome, depuis trois ans, par ses soins gouvernée,
Au temps de ses consuls croit être retournée;
Il la gouverne en père… (Britannicus, 1, 1)[103]
ya sea en la forma en que expresa Titus su ambición inicial de ser un buen soberano:
J’entrepris le
bonheur de mille malheureux:
On vit de toutes parts mes bontés se répandre… (Bérénice 2,
2).[104]
O
Où sont ces heureux jours que je faisais
attendre?
Quels pleurs ai-je séchés? Dans quels
yeux satisfaits
Ai-je déjà goûté le fruit de mes
bienfaits?
L’univers a-t-il vu changer ses
destinées? (ibid., 4, 4).[105]
ya sea en la descripción del rey ejemplar:
J’admire un roi
victorieux,
Que sa valeur conduit triomphant en tous lieux:
Mais un roi sage et qui hait l’injustice,
Qui sous la loi du riche impérieux
Ne souffre pas que le pauvre gémisse
Est le plus beau présent des cieux.
La veuve en sa défense espère.
De l’orphelin il est le père.
Et les larmes du juste implorant son appel
Sont précieuses devant lui (Esther, 3, 3);[106]
ya sea, finalmente, en la descripción del adulador cortesano:
De l’absolu pouvoir
vous ignorez l’ivresse,
Et des lâches flatteurs la voix enchanteresse.
Bientôt ils vous diront que les plus saintes lois,
Maîtresses du vil peuple, obéissent aux rois:
Qu’un roi n’a
d’autre frein que sa volonté même;
Qu’il doit immoler tout à sa grandeur
suprême… (Athalie, 4, 3).[107]
Esta manera de interpretar lo político, que divide las cosas puramente en blancas y negras, tan simplista y exclusivamente moral, no se encuentra sólo, como hemos visto, en las piezas destinadas a las señoritas de Saint-Cyr, donde sería explicable por su finalidad especial, sino también en las otras. En las tragedias para Saint-Cyr es más bien el moralismo bíblico y en las anteriores el de la baja Antigüedad los que inspiran dicha concepción del acaecer. Pero en ambos casos destaca un motivo que no asoma en las fuentes de inspiración, o bien muy débilmente: el de la omnipotencia del soberano, motivo principal en el absolutismo barroco. El príncipe es sobre la tierra como Dios, y ya hemos encontrado el parangón entre ambos en el pasaje de Esther que hemos citado en la página 352, con el cual concuerda la descripción que hace de Dios como un gran rey moral:
L’Eternel est son
nom, le monde est son ouvrage;
Il entend les soupirs de l’humble
qu’on outrage,
Juge tous les mortels avec d’égales lois,
Et du haut de son trône interroge les rois… (Esther, 3,
4).[108]
Algo semejante encontramos en el coro final del primer acto de Athalie, que le recuerda a uno aquellos periodos magníficos de Bossuet al principio de la oración fúnebre por la reina de Inglaterra, Enriqueta María de Francia, que se extinguen en un verso de salmo: Et nunc, reges, intelligite; erudimini, qui iudicatis terram; oración que fue pronunciada en 1669, en la primera época de esplendor del rey y de Racine, veinte años antes de Esther.
En las tragedias del clasicismo francés reina, como resulta de todo lo dicho, el más estricto aislamiento de los personajes y los episodios trágicos respecto a lo inferior. Del cortejo mismo del príncipe son seleccionadas unas pocas figuras, las indispensables para la acción: ministros o personas de confianza, y todo lo demás es on. Del pueblo se habla muy rara vez, con las expresiones más generales; faltan casi por completo detalles sobre el curso diario de la vida, sobre el reposo, la comida y la bebida, sobre el tiempo, el paisaje y la hora del día, y cuando se presentan aparecen fundidos en el estilo elevado. Sabemos ya, por la violenta polémica de los románticos contra este estilo, cuya expresión más enérgica e ingeniosa la encontramos en el poema de Victor Hugo «Réponse à un acte d’accusation» (en Contemplations), que no conviene designar un instrumento de uso diario con una palabra común, con una denominación corriente. De los versos, casi excesivamente elocuentes, en los que da rienda suelta a su habilidad contra el ideal clásico de sublimidad, me ha quedado en la memoria un verso particularmente característico:
On entendit un roi dire: Quelle heure est-il[109]?
Algo así (que ocurre en el Hernani, de Hugo) sería en efecto incompatible en absoluto con el estilo elevado de Racine.
En esta sublimidad que los aísla y los mantiene aparte, los príncipes y princesas de la tragedia se entregan a sus pasiones. Sólo penetran en sus almas las consideraciones más altas, liberadas de la confusión de lo diario, purificadas del olor y del sabor de lo cotidiano, y de esta manera se reservan para los movimientos más fuertes. El poderoso efecto que producen las pasiones en las obras de Racine, y también en las de Corneille, descansa en buena parte en el aislamiento atmosférico del episodio que hemos venido describiendo, y se puede comparar con la reconstrucción aislada de las condiciones más favorables que suele practicarse en la experimentación moderna: uno puede ver el episodio completamente tranquilo y sin interrupciones.
En la esfera moral la propensión a la separación estamental de los estilos está llevada tan lejos, que las consideraciones prácticas y los reparos suscitados por la situación provienen de personajes de una esfera relativamente inferior: los héroes y las heroínas principescos permanecen aparte: su apasionada sublimidad desdeña toda reflexión práctica. En Bérénice es Phénice, la confidente, quien aconseja a la reina no desanimar por completo a Antiochus, ya que Titus aún no se ha declarado abiertamente (1, 5); y en la misma pieza es Arsace, hombre de confianza de Antiochus, quien llama la atención de su rey sobre la alternativa, ventajosa para él, en que se encuentra Berenice: según la opinión de Arsace, ella debe casarse con Antiochus, ya que Titus la abandona (3, 2). Semejantes apreciaciones calculadoras de la situación son demasiado bajas para que puedan encontrar sitio en el alma del príncipe, movida por pasiones sublimes, y además se revelan como falsas. El mismo sentimiento estilístico ha movido a Racine a no poner en la boca de la misma Fedra la calumnia de Hipólito, como sucede en su modelo, el Hipólito de Eurípides, sino en labios de su nodriza Oenone. Nos lo dice en el prefacio:
J’ai même pris soin de la rendre un peu moins odieuse qu’elle n’est dans les tragédies des anciens, où elle se résout d’elle même à accuser Hippolyte. J’ai cru que la calomnie avait quelque chose de trop bas et de trop noir pour la mettre dans la bouche d’une princesse qui a d’ailleurs des sentiments si nobles et si vertueux. Cette bassesse m’a paru plus convenable à ùne nourrice, qui pouvait avoir des inclinations plus serviles[110]…
Sin embargo, me parece que Racine en este pasaje, en el que intenta defender el valor moral de la tragedia contra los ataques provenientes del lado devoto-cristiano, da un giro en exceso «vitruoso» al pensamiento. No es precisamente la maldad moral lo incompatible con la sublimidad de su héroe principesco, sino el cálculo de la ventaja, bajo y práctico.
Otra característica muy esencial de la sublimidad de los personajes trágicos es su intangibilidad corporal; todo lo que ocurre a su cuerpo debe ocurrir en un estilo elevado, y debe quedar excluido todo lo bajo y criatural. Corneille mismo parece haber tenido la sensación de lo mucho que excedía en este sentido el sentimiento estilístico de su época a toda la tradición, incluso la de la Antigüedad. Cuando su Théodore fracasó, se achacó en parte la causa del fracaso a la circunstancia de que en la pieza se habla del peligro de prostitución de la heroína.
Dans cette disgrâce —así dice él en su «Examen» (Oeuvres, Grands Ecrivains, V, 11)— j’ai de quoi congratuler à la pureté de notre scène, de voir qu’une histoire qui fait le plus bel ornement du second livre de Saint-Ambroise, se trouve trop licencieuse pour y être supportée. Qu’eût-on dit, si, comme ce grand Docteur de l’Eglise, j’eusse fait voir cette vierge dans le lieu infâme[111]…
También es incompatible con la idea clásica francesa de la sublimidad toda muestra de caducidad corporal propia de la criatura; tan sólo la misma muerte, como suceso de alto estilo, es indispensable, pero ningún héroe trágico debe ser viejo, estar enfermo, caduco o deformado. En este escenario no hay ni Lear ni Edipo, o tendrán que someterse a las exigencias del sentimiento estilístico dominante. En el prólogo a su Edipo, Corneille habla de su modelo Sófocles:
Je n’ai pas laissé de trembler quand je l’ai envisagé de près, et un peu plus à loisir que je n’avais fait en le choisissant. J’ai connu que ce qui avait passé pour miraculeux dans ces siècles éloignés, pourrait sembler horrible au nôtre, et que cette éloquente et curieuse description de la manière dont ce malheureux prince se crève les yeux, et le spectacle de ces mêmes yeux crevés, dont le sang lui distille sur le visage, qui occupe tout le cinquiême acte chez ces incomparables originaux, ferait soulever la délicatesse de nos dames… j’ai tâché de rémédier à ces désordres… (Oeuvres, VI, 126[112]).
Uno siente, por el tono de ambas citas, que Corneille no se sometió sin contradicción interior al sentimiento estilístico de la época de Luis XIV. En su primera y, con mucho, más impresionante obra maestra, el Cid, hay un don Diego abofeteado y, al menos por un instante, viejo desvalido, y en Attila, que fue escrita en tiempo de Racine y de Boileau, el héroe muere de una hemorragia nasal, con gran sorpresa de los contemporáneos. En las tragedias de Racine hubiera sido inconcebible algo semejante. Para su generación era obvio que lo corporal y natural, o lo criatural, sólo podía ser tolerado en la escena cómica y dentro todavía de ciertos límites. También en las tragedias de Racine aparece un héroe viejo, Mithridate, pero es una figura sublime por excelencia, y su edad da ocasión a trazos estilísticos del género siguiente:
Ce coeur nourri de sang, et de guerre
affamé,
Malgré le faix des ans et du sort qui m’opprime
Traîne partout l’amour qui l’attache à Monime… (2, 3).[113]
Finalmente, es también el sentimiento de la decencia corporal —la cual, para una sensibilidad moderna, está en raro contraste con la pasión amorosa, desatada por dondequiera— lo que ha incitado a Racine a suavizar el género de acusación lanzado contra Hipólito (en Phèdre). Dice así en su prólogo:
Hippolyte est accusé, dans Euripide et dans Sénèque, d’avoir en effet violé sa belle-mère: vim corpus tulit. Mais il n’est ici accusé que d’en avoir eu le dessein. J’ai voulu épargner à Thésée une confusion qui l’aurait pu rendre moins agréable aux spectateurs[114].
Aquí podemos ver un contraste muy general con la Antigüedad: en las obras antiguas el amor raramente es un tema de estilo elevado; cuando aparece sin conexión con otros motivos divinos y del destino, es decir, como tema principal, es materia de poemas de nivel medio. Pero tan pronto como se habla de él, ya sea en obras épicas elevadas o en las trágicas, se menciona sin temor alguno lo corporal. Con la tragedia francesa ocurre precisamente lo contrario. Ha acogido la concepción sublime del amor tal como se desarrolló en la Edad Media, no sin influencia de la mística, en la cultura cortesana, y adquirió luego más amplio desenvolvimiento en el petrarquismo. Ya en Corneille, el amor es un motivo trágico-elevado, y bajo la influencia de las novelas de amor desplaza casi todos los demás temas dignos. Racine le confiere aquella fuerza poderosa que precipita a los hombres de sus derroteros y los aniquila. Y, sin embargo, apenas si puede percibirse un hálito de lo que el gusto de aquel tiempo consideraba como bajo e inconveniente: la corporalidad y la sexualidad.
Las reglas de la unidad contribuyen en forma considerable en la separación y el aislamiento del episodio trágico. Limitan al mínimo el engarzamiento del episodio en su ambiente. En un mismo lugar, en el corto espacio de tiempo de veinticuatro horas, con una acción desprendida por entero de sus lejanas ramificaciones, la raigambre histórica, social, económica y comarcal del acaecer puede tan sólo ser expresada por medio de indicaciones de un carácter muy general. Es admirable la forma en que Racine, con los medios exiguos y a base enteramente de la acción misma, creaba una atmósfera; sólo en Phèdre y Athalie consigue, de la manera más feliz que el tiempo y el espacio, en la primera mítico-griegos, en la segunda bíblicos, se aproximen a lo absoluto y extrahistórico.
Son muy raras las escenas de un momento determinado, explicado en sus peculiaridades de hora y paisaje. Se puede citar el pasaje de Britannicus (2, 2) en que Nerón describe la llegada nocturna de Junie; es un trozo magistral y demuestra, como el otro del que hablaremos en seguida, que no es por pobreza poética por lo que Racine ha presentado tan parsimoniosamente imágenes «del momento» de este género. Dicho pasaje, sin embargo, se halla estrictamente encajado en la construcción psicológica de la acción principal, y lleva el sello del estilo de la época, amiga de generalizaciones y de circunloquios, especialmente en aquellos versos que describen las vestiduras nocturnas de Junie:
Belle sans ornement, dans le simple appareil
D’une beauté qu’on vient d’arracher au
sommeil[115]…
El otro pasaje a que me refiero es el del paisaje matinal de la primera escena de Iphigénie, imitación de Eurípides. Contiene el magnífico verso:
Mais tout dort, et l’armée, et les vents, et Neptune[116],
y es único en su género por su concreción realista del momento (el rey despertando a un sirviente dormido). Pero también este pasaje se basa por completo en el curso psicológico de la acción principal: su contenido afectivo no tiene finalidad propia, y su expresión verbal no tiene nada de espontaneidad realista; es elevado y cuajado de metáforas. En general, podríamos decir que la unidad de tiempo y de lugar eleva la acción por encima de lo temporal y lo espacial: el lector o el oyente tienen la impresión de un escenario absoluto, mítico y no circunscribible terrenalmente. Ya no es el aventurero el «en ninguna parte» de la novela amorosa, poblado de amantes en una forma pedante y absurda: de esto se libera Racine bien pronto. Es un escenario alto y aislado, en el cual los personajes trágicos, sustraídos a todo suceso trivial y dialogando en estilo sublime, se entregan a sus apasionados sentimientos.
La tragedia clásica de los franceses presenta el límite extremo de la separación estilística, del desprendimiento de lo trágico de lo cotidiano-real, a que ha llegado la literatura europea. Su concepción del hombre trágico y su expresión verbal son producto de una educación estética, cada vez más distanciada de la vida media de su época. Pero esto es un descubrimiento moderno, aunque ya no muy nuevo. La teoría estética de la época nada sabía de esto. Para fundamentar, alabar o defender las tragedias de Racine y otras semejantes usaba expresiones como «naturaleza», «razón», «sano entendimiento humano» y «verosimilitud». A su siglo y aun al siguiente les pareció que en las obras de Racine se había logrado le naturel, la raison, le bon sens y la vraisemblance, junto con la bienséance y la perfecta imitación de la Antigüedad, que a veces sobrepasaba a su modelo. Necesitamos interpretar este juicio, pues ya no es comprensible. ¿Cómo puede ser racional y natural realzar tanto a los hombres y hacerlos hablar en forma tan estilizada? ¿Es verosímil, acaso, que se desarrollen crisis en tan breve tiempo y tan sin impedimentos, y que todos los sucesos importantes confluyan en el mismo espacio? Todo espíritu imparcial, es decir, todo el que no haya crecido desde la niñez y desde la escuela entre aquellas obras maestras, de forma que experimente como naturales sus peculiaridades más asombrosas, habrá de contestar que no. El hecho de que en el siglo XVII el arte de Racine no sólo fuera tenido por magistral y arrebatador, sino también por racional, ajustado al buen sentido humano, natural y verosímil, es cosa que sólo puede explicarse por la perspectiva de la época misma: disponía de pautas diferentes de las nuestras para medir lo racional y lo natural. Cuando juzgaban el arte de Racine, lo comparaban con el de la generación inmediata precedente. Entonces se daban cuenta de que las tragedias de Racine se componían de pocos sucesos, simples, claramente conectados unos con otros, mientras que los predecesores habían acumulado en exceso episodios extraordinarios y aventuras; que, además, las situaciones y los conflictos espirituales en los que los personajes de Racine se hallaban envueltos eran de una sencillez ejemplar, de una validez universal, mientras que en las generaciones inmediatamente precedentes estaban de moda, en parte por influencia de Corneille, los conflictos demasiado heroicos, exagerados e inverosímiles, y, en parte bajo la influencia de las «preciosas», las extravagancias de una galantería sentimental y pedante.
Todavía recibimos el eco del combate contra las corrientes precedentes en muchas polémicas de Boileau, en las primeras comedias de Molière y en los prólogos de Racine, especialmente en los de Andromaque, Britannicus y Bérénice. Y en Boileau y Racine podemos ver también hasta qué punto y de qué modo eran venerados como modelos los poetas antiguos. Es la simplicidad del episodio y la elegancia de la expresión lo que encantaba en el teatro griego a la élite del tiempo de Racine. Varias décadas antes, hacia la época de la juventud de Corneille, cuando los círculos de la corte y los de la mejor sociedad urbana comenzaron a interesarse por el teatro, ya se habían adoptado las reglas de la unidad, primordialmente a causa de una interpretación de la verosimilitud que no es corriente entre nosotros: se consideraba inverosímil que en las pocas horas que duraba una representación, en la escena espacialmente limitada y alejada tan sólo unos cuantos pasos del espectador, se desarrollaran sucesos muy separados entre sí en el tiempo y en el espacio. Esta verosimilitud no se refiere, por consiguiente, a los sucesos mismos, sino a su reproducción en la escena, a la posibilidad de la ilusión escénica; y el estado técnico del teatro francés, particularmente en la primera mitad del siglo, era tal que apenas si podían ser sugeridas convenientemente grandes variaciones en el escenario. Pero en cuanto se adoptó definitivamente, por dichos motivos y por el afán de imitar a los antiguos, la unidad de lugar y la convención de las veinticuatro horas, los episodios hubieron de ser ordenados de tal manera que se ajustaran a estas premisas, faena en la cual Racine es precisamente un maestro. La acción se desarrolla cómoda y naturalmente en Racine dentro de los marcos dados; y si él ha impulsado al máximo el aislamiento del escenario y la exclusión del ámbito de la acción de todo lo bajo, externo y diverso, fue sin duda con el objeto de preservar, dentro de las condiciones dadas, el reglamento de la unidad, la naturalidad del efecto.
Acto seguido, empero, y esto es desde luego lo más importante, debemos tener presente que en la época de Racine se tenía otra idea de lo natural que en épocas posteriores. No se contraponía el concepto de lo natural al de civilización, no se lo identificaba con la idea de culturas primitivas, con la mentalidad popular o con el paisaje libre, sino con una casta de hombres culta, que se comporta con gran dignidad, que se amolda sin dificultad a toda situación de la vida, por muchas condiciones previas que reclame: o sea, en el sentido en que todavía alabamos a veces en un hombre cultísimo lo natural de su ser. Lo natural significaba, aproximadamente, lo mismo que lo racional o lo conveniente. En este sentido uno se sentía, con razón o sin ella, en consonancia con las épocas florecientes de la cultura antigua, que había disfrutado en forma ejemplar estas ventajas de la armoniosa educación racional natural. Bajo Luis XIV se tuvo el ánimo suficiente para sentir la cultura propia como ejemplar, junto con la de la Antigüedad, y se impuso también esta concepción a Europa.
Se siguió edificando sobre la base de esta idea, a cuyo tenor lo natural se ofrece como producto de la cultura y la crianza, y llegó a considerarse también como natural lo que mueve el corazón del hombre en todos los tiempos y circunstancias: sus sentimientos y pasiones. Lo natural era, al mismo tiempo, lo «humano-eterno». Se vio la más alta misión de la poesía en la expresión de lo «humano-eterno» y se creía que se manifestaba con mayor claridad y pureza en las alturas soledosas de la vida, que no en el tumulto histórico bajo y confuso. Pero esto, a su vez, produjo una limitación de lo humano-eterno; sólo las grandes pasiones siguieron siendo un tema posible, y el amor, para ser representable, tenía que revestir las formas concordadas con las ideas de entonces sobre el máximo decoro.
En todo caso, en la época de Luis XIV lo natural es algo puramente psicológico y, dentro de lo psicológico, algo permanente: es sinónimo de lo eternamente humano. Si se lo expresó con las formas del sentir de la época fue para acuñar a ésta arquetípicamente, como representante de lo humano-eterno, junto al cual o por encima sólo las épocas florecientes de las culturas antiguas podrían figurar. Forma también parte del sentir de la época el realzamiento barroco de los personajes principescos. La metáfora antigua y la cortesano-medieval estaban ya desde el siglo XVI al servicio del absolutismo ascendente, y la superhombría del Renacimiento cristalizó en el barroco en la imagen del monarca. La corte de Luis XIV representa el punto culminante en la evolución del absolutismo, tanto en sí mismo como por su atuendo; la persona del rey, rodeada de la gran sociedad de los nobles feudales de antaño, cuidadosamente escalonada según los rangos —de los nobles feudales que, desposeídos de su poderío y de su función original, ya no son más que cortejo del rey—, presenta la imagen perfecta del príncipe absoluto, barrocamente realzado. La ville era la continuación de la corte, pues la alta burguesía parisiense también veía en el rey su centro de gravedad social, y las fronteras entre la cour y la ville no estaban rígidamente trazadas. Los príncipes y princesas de la casa real participaban asimismo en el realzamiento, y también, en menor escala, los que representaban al rey en los más altos puestos del ejército y de la administración. El rey y su corte conquistaron, dentro y fuera de Francia, la consideración general de modelo ideal, imitable por las jerarquías inferiores. La vida del rey que transcurre siempre en público, unida al mantenimiento incesante, en cada palabra y en cada gesto, del encumbramiento de la situación y de la índole del trato entre aquél y su cortejo, sólidamente reglamentado y hecho natural por la costumbre y la educación, representan una obra de arte social que se refleja en numerosos documentos de la época y que ha sido a menudo excelentemente descrita, particularmente en el estudio de Taine sobre Racine (Nouveaux essais de critique et d’histoire, 109-163). Lo importante e imponente es la concordancia de la dignidad exterior y la interior, exigida constantemente de las personas que formaban parte de la corte, y también manifestada por ellas sin cesar, si bien no disfrutaban más que de una porción muy limitada de libertad. El más completo dominio de sí, ponderación exacta de la situación y del lugar de cada uno en ella, rigurosa compostura en cada palabra y en cada ademán, elaborada hasta en lo más sutil y, no obstante, espontánea: estas excelencias apenas si han logrado jamás una perfección tan acabada como en la corte francesa de la segunda mitad del XVII, y se manifestaron en las formas de vida y de lenguaje del barroco tardío, donde volvieron a lucir con brillo, cobrando además una elegancia y un calor que antes no poseyeron.
Ésta es la sociedad, éstas son las formas del barroco tardío, impregnadas de nueva elegancia, y, sobre todo, ésta es la exaltación de las figuras principescas que reflejan las tragedias de Racine. Un halo de dignidad irradia de todos sus héroes; ma gloire es una palabra que emplean a menudo para designar la intangibilidad de su dignidad corpórea o espiritual, pues su dignidad no es tan sólo algo externo, sino una parte constitutiva de su ser, lo que, especialmente en las mujeres —piénsese en Monime—, alcanza una expresión admirable. Todo esto lo ha puesto de relieve Taine con su manera penetrante, aunque me parece que el juicio que con tales consideraciones obtiene sobre Racine resulta, sin embargo, un tanto unilateral. Pero, en todo caso, ha sido el primero en emplear el método sociológico, que resulta indispensable para el entendimiento de la literatura del gran siglo en su perspectiva histórica. Sin una comprensión de la situación social no podría uno explicarse cómo la exaltación y el arabesco barroco de la expresión podían alcanzar la consideración de modelos e irradiar en una época que, en tantos respectos y en tantos campos, filosófico, científico, político, económico e incluso social, posee un carácter racionalista moderno y hasta sirvió de fundamento, en distintas formas, para los métodos racionalistas modernos. Ni tampoco cómo la crítica de la época llegó a juzgar dichas formas barrocas e hiperbólicas con el patrón de la razón y buen sentido, admirando unas y rechazando otras y dando muestras en la ocasión de muchísimo gusto y de comprensión artística sin percatarse de la contradicción que el mundo formal barroco, en su totalidad, implica para un enjuiciamiento puramente racional. Este mundo formal es la expresión de una parte bien circunscrita de la sociedad, que vivía en condiciones muy especiales y cuya importancia funcional era mucho menor de la que podía suponer el prestigio de que gozaba. El sentido histórico del absolutismo perfecto no radica tanto en la creación de un gran monarca encumbrado y rodeado de una gran corte, como en agrupar las fuerzas de la nación, destruir las tendencias centrífugas, organizar unitariamente la política, la administración y la economía. La corte es, por así decirlo, no más que un producto accesorio de este proceso, y debe su existencia no a una función que hubiera que realizar necesariamente, sino al hecho de que los nobles confluyeron hacia el rey, porque en otro lugar carecían de función en absoluto. Tan sólo a partir de su nueva forma de existencia en torno al rey surgió para ellos la función de servidores de la corte. Si nos fijamos no sólo en la corte, como exponente de la cultura clásica francesa, sino también en la ville, como no cabe menos, nos encontraremos con que también ésta es una pequeña minoría que, sin dejar de ejercer por ello una influencia matizadora en el gusto de la época, no poseía conciencia alguna, positivamente burguesa, de sí misma, ni en el terreno político ni en el estético. La ville y la cour concuerdan en dos características muy importantes, de las que ya hablamos al comienzo del capítulo: que sus componentes eran gente culta, es decir, ni doctos como los especialistas, ni rudos e ignorantes como el pueblo, sino bien educados y provistos de los conocimientos adecuados para emitir un juicio con gusto; y que en ambas se tendía al ideal del honnête homme, no especializado y carente de profesión, considerando también la procedencia burguesa como un rang qu’on tient dans le monde.
Por el carácter especial de la minoría a la cual se dirigía la literatura clásica francesa, y muy particularmente por su imagen ideal de la sociedad, podemos comprender en mayor o menor grados la moda de las formas barrocas y encumbradas y también su fusión con las categorías racionales del gusto. Por el gusto del público de élite, de la sociedad culta en el círculo próximo y remoto de la corte, puede explicarse también la separación radical de lo trágico y del realismo, de cuya separación las formas barrocas, exaltadoras del hombre trágico, no representan más que un síntoma particularmente notorio. La separación clásica francesa de los estilos significa mucho más que la mera imitación de la Antigüedad, en el sentido de los humanistas del siglo XVI; el modelo antiguo es sobrepasado y se produce una ruptura tajante con la milenaria tradición popular cristiana de la mezcla de estilos. El ensalzamiento del personaje trágico (ma gloire) y el culto de las pasiones llevado al máximo son precisamente anticristianos. Esto lo han reconocido con gran justeza los teólogos de la época que enjuiciaron el teatro, especialmente Nicole y Bossuet. Oigamos algunas palabras de las Maximes et Réflexions sur la Comédie, que Bossuet escribió en 1694:
Ainsi tout le dessin d’un poète, toute la fin de son travail, c’est qu’on soit, comme son héros, épris de belles personnes, qu’on les serve comme des divinités; en un mot, qu on leur sacrifie tout, si ce n’est peut-être la gloire, dont l’amour est plus dangereux que celui de la beauté même (I sec. del cap. 4).[117]
Esto es completamente verdad, al menos desde el punto de vista del teólogo; la pasión de amor, tal como la representa la tragedia de Racine, es arrebatadora e induce al espectador, a pesar del desenlace trágico, a la admiración e imitación de destinos tan grandes y sublimes. Este caso se presenta con el mayor vigor en Phèdre: aunque tenga algo de una cristiana —como se ha dicho frecuentemente y como lo sentía el mismo Racine— a quien Dios rehúsa su gracia, la impresión en su conjunto no es en manera alguna cristiana. Todo corazón joven y sensible queda prendado de admiración por su gran pasión, que todo lo desprecia y lo olvida. No menos acertadas, y aún más perspicaces, son las palabras de Bossuet sobre la gloire: se refieren al ensalzamiento del personaje trágico, lo que, cristianamente hablando, no es más que superbia.
Pero tampoco Bossuet o Nicole hubieran podido trabar amistad con el teatro popular y cristiano de la mezcla de estilos, cuyas representaciones habían sido prohibidas un siglo antes por el Parlamento de París; se hubiera rebelado su sentimiento ético-estético del estilo. Ellos mismos participaban del gusto de la época, separador de estilos. La literatura cristiana del siglo XVII francés, grande e importante (la cual es considerada, con razón, si se la compara con las crisis de la fe del siglo XVI y con la Ilustración del siglo XVIII, como ortodoxa), es en su totalidad de un tono alto y elevado, e intensifica estas cualidades en el curso del siglo: elude toda palabra «baja», todo realismo concreto, y toma parte por sí misma en el ensalzamiento de los personajes principescos, dando la impresión, casi todas sus obras, de haber sido escritas para una élite, para la cour et la ville.
Ya se sabe cuán imperiosa ha sido la hegemonía del estilo clásico francés en toda Europa. Tan sólo mucho más tarde, y bajo condiciones totalmente distintas, han podido volver a reunirse la gravedad trágica y la realidad cotidiana.