20

La Mora, Rabat. Época actual

Después de desayunar, Carlos decidió dar una vuelta y explorar el jardín antes de volver a ponerse con los documentos, mientras ella se quedaba en casa mirando cajones, recuperando recuerdos, disfrutando de un rato de soledad en la casa de su infancia, aquella casa donde ella había sido Helenita durante muchos años y nadie sabía que acabaría siendo pintora y viviendo al otro lado del mundo.

Curiosamente, no le resultaba raro encontrar cosas que pertenecían a Jean Paul y a su familia; más extraño le parecía que fueran tan pocas, como si al correr del tiempo, apenas hubieran añadido adornos o muebles o incluso libros a lo que ya existía. Quizá fuera Yannick, tratando de preservar el pasado, de entregarle su herencia entera e intacta, por puro sentido de culpa, como había insinuado en la clínica. Se lo imaginaba diciéndole a su hijo: «Quita eso de ahí, Luc. Ahí nunca ha habido nada más que ese jarrón y así está bien. Lo trajo Blanca de Marrakech». No era de extrañar que Luc la odiara, posiblemente que odiara a toda la familia Guerrero Santacruz. Se preguntaba cómo lo habrían llevado sus padres cuando ya se habían instalado, casi exiliado, en España, si alguna vez habían vuelto de visita a su propia casa, cosas que nunca sabría porque ya no tenía a quién preguntarle, a menos que Yannick quisiera contárselo.

La respuesta le llegó en parte al entrar en la habitación de su hermana y su cuñado. En la pequeña estantería que albergaba los libros favoritos de Yannick, los que quería tener más a mano, había una foto de él con su suegro sentados en un banco de azulejos junto a una de las fuentecillas de La Mora y, por el aspecto de ambos, debía ser de finales de los años setenta. Los dos sonreían a la cámara con una expresión relajada y satisfecha en la que Helena creyó leer también algo como alivio. ¿Alivio de qué? ¿Qué problema del jardín habrían solventado? ¿Qué acertijo habrían resuelto? Se lo preguntaría a Karim, que seguramente habría tomado la foto y quizá recordase qué habían estado haciendo antes. También aprovecharía para preguntarle lo del asunto del agua. Si de verdad iban a construir cerca de allí un campo de golf tan grande podría haber problemas con el suministro, o quizá pensaran instalar una planta desaladora de aguas marinas. Habría que informarse. ¡Qué barbaridad! Dieciocho hoyos.

La palabra reverberó extrañamente en su cerebro; un aldabonazo en la puerta del castillo de la memoria que se extendió en ecos sin fin por las oscuras habitaciones cerradas de su mente.

Hoyo. Goyo.

Se quedó clavada en mitad de la terraza que llevaba a las habitaciones exteriores de invitados. Hoyo. Goyo.

¿Cómo podía haberlo olvidado?

El hoyo de Goyo. El hoyito de Goyito. ¡Cuánto se habían reído de niños y qué útil les había sido siempre! ¿Cómo era posible que no hubiese vuelto a pensar en ello?

Se dio la vuelta y casi echó a correr en su prisa por comprobar si seguía existiendo. No podía no existir. Que ella supiera, no se habían hecho grandes reformas de albañilería en la casa, y su habitación había estado siempre cerrada por orden de Jean Paul, siempre lista por si ella volvía alguna vez. El escondrijo tenía que seguir allí.

Entró como un golpe de viento en su cuarto, cruzó hasta las ventanas y se quedó mirando el pequeño banco de obra que había debajo de ellas y que por arriba estaba cubierto con una colchoneta y unos cojines. Allí se había tumbado muchas veces a leer cuando quería que la dejaran en paz, disfrutando de la sensación de que nadie más que ella y Alicia conocían el secreto que ocultaba.

Había sido idea de uno de los albañiles que su padre trajo para arreglar las habitaciones cuando los tres eran pequeños. Ese cuarto iba a ser el de Goyito y al hombre se le ocurrió, mientras ponía los ladrillos para el banco, que al chico le gustaría tener un lugar donde esconder cosas que no quería que su madre o sus hermanas encontraran. Le propuso dejar un buen hueco dentro del banco y cerrarlo por el lateral con una celosía de adorno.

Ella siempre había supuesto que su padre sabía de la existencia del agujero, pero que se había hecho el ignorante para no estropearle a Goyito la ilusión de tener un escondrijo secreto. Blanca, sin embargo, nunca supo nada de él.

Solo Alicia y ella se enteraron, pues un secreto tan grande fue demasiado para un niño de seis años y acabó por compartirlo con sus hermanas que, a partir de entonces, empezaron a usarlo también; sobre todo para pasarse cosas entre sí cuando, en la adolescencia, muerto ya Goyito, querían dejarle algo a la otra sin peligro de que la madre lo encontrara por casualidad.

Helena se arrodilló frente al hoyo con el corazón acelerado. Lo más probable era que no hubiese nada dentro. Alicia no sabía que la iban a matar; no era posible que le hubiera dejado nada como despedida, y sin embargo… Sin embargo tenía que probar; no tenía más remedio que abrir aquella celosía, meter la mano en el oscuro agujero que estaría lleno de polvo, pelusas y arañas, y moverla todo alrededor buscando lo que fuera, quizá cosas ahora estúpidas, cincuenta años después, que habrían quedado olvidadas aquel verano.

Sin darse cuenta, por un automatismo que afloraba de nuevo, echó una mirada inquieta a la puerta para asegurarse de que seguía sola. La casa estaba en silencio, del jardín no llegaban más que los arrullos de las palomas y el canto de las cigarras.

Tuvo que pelear un poco con el marco de madera que se había hinchado con el tiempo y no se deslizaba con la facilidad de antes, pero consiguió quitarlo y apartarlo para dejar al descubierto la oquedad.

Nada más meter la mano, sus dedos tropezaron con algo y, por un reflejo, volvió a sacarla, asustada, como si se hubiera quemado. ¡Había algo allí dentro!

Volvió a tender la mano hasta tropezar con algo crujiente y blando a la vez: un paquete envuelto en papel de colores, con un gran lazo rojo encima y un sobre que decía «Helena» en la caligrafía amplia y suave de su hermana. No. Dos sobres, uno encima de otro, los dos sujetos con la cinta roja que acababa en el lazo. Una gruesa capa de polvo agrietado, como un desierto en miniatura, se desmenuzó entre sus dedos.

Lo sacó todo con manos temblorosas y la garganta oprimida de angustia y, con el paquete contra su pecho, como si tuviera que protegerlo de una tormenta, se subió a la cama que Suad había arreglado mientras ellos estaban abajo desayunando, se apoyó contra el cabecero en una pila de cojines y se quedó mirando el paquete y los dos sobres.

Por una parte estaba deseando abrir aquellos mensajes del pasado y sentir de nuevo la cercanía de su hermana. Por otra, le daba auténtico horror porque sabía el daño que iba a hacerle. Pero ¿qué otra posibilidad quedaba? Podía volver a guardarlo en el hoyo de Goyo y tratar de borrarlo de su mente como había hecho con tantas otras cosas, pero nada más formular el pensamiento tuvo claro que esa no era opción. Había leído una vez que cuando de verdad no sabes qué hacer, debes tirar una moneda al aire. No para que decida por ti, sino porque, en el mismo momento de lanzarla, sabes de golpe con toda claridad lo que no quieres que salga. Era verdad.

Tenía muy claro que iba a abrir el regalo. Era un regalo, ¿no? ¿Qué otra cosa podía ser con ese papel de globos y estrellas y velas de colores?

De repente, se le cortó la respiración durante unos segundos. ¡Claro que era un regalo! ¡El regalo de Alicia por su cumpleaños! Siempre lo habían hecho así. Cuando una de ellas sabía que no podría estar en La Mora para el cumpleaños de la otra, dejaba el regalo guardado allí para que lo abriera el gran día.

Ella, en el 69, no había celebrado su cumpleaños de ninguna manera porque para el 5 de agosto Alicia estaba muerta, ellos estaban en España después del funeral y ya no habían vuelto a Rabat ese verano. Y el regalo se había quedado allí, esperando en la oscuridad, igual que Alicia. Esperando en la oscuridad.

Sintió un escalofrío al pensar esas palabras que no sabía de dónde habían salido. ¿Por qué se le había ocurrido que su hermana estaba esperando en la oscuridad? ¿Esperando qué, a quién?

Se sacudió como un perro mojado, tratando de espantar el extraño miedo que se le había instalado dentro.

Tironeó de la cinta palpando a la vez el regalo, algo blando que cedía bajo sus dedos, y, en contra de su costumbre, empezó a despegar con cuidado los adhesivos que cerraban el papel.

Un peluche se la quedó mirando con sus ojos brillantes y negros. Un mono de brazos muy largos y sonrisa simpática con un pelo suavísimo marrón acastañado. Colgada de su cuello había una fina cadena de oro con un corazón gordezuelo también de oro y un pequeño brillantito en un lado.

Levantó el animalillo del papel y, sin pensar lo que hacía, lo estrechó contra su pecho y puso los largos brazos del mono en torno a su cuello, como una bufanda. Por un instante, un aroma a lirio del valle que desapareció enseguida se desprendió del peluche mientras Helena, con los ojos cerrados, frotaba su mejilla contra el falso animal. Era casi como estar abrazada a Alicia. Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas hasta alcanzar su sonrisa.

«Te estás volviendo llorona, Helena —se dijo—. Eso es todo vejez. Casi setenta años y llorando abrazada a un peluche; pura senilidad.»

Pero era bueno estar en su habitación juvenil, llorando como una idiota, abrazada a un mono de peluche que olía al perfume de su hermana. De modo que se dejó resbalar por la colcha y se quedó de lado, de espaldas a la luz de las ventanas, con los ojos cerrados, sintiendo el brazo del monito entre su cuello y su hombro, hasta que dejó de llorar y se le tranquilizó la respiración.

Solo entonces se incorporó y abrió el sobre con dedos ávidos.

¡Cumpleaños feliz, hermanita! Aunque ya, a tus veintidós años —los dos patitos, ¡qué locura, qué vieja te estás haciendo!— y siendo licenciada en ciencias económicas, habría que llamarte doña Helena y de usted. Ja, ja.

Como no podré estar en La Mora el día de tu cumple —te dejo otra carta con las explicaciones, más bien confusas y precipitadas— te mando todo mi cariño con este mono.

¡Fue verlo y pensar en ti! Así tendrás un abrazo mío cuando esté lejos. Como sé que no te gusta el Shalimar, lo he rociado de lirio del valle, al pobre, para que pienses en mí. El otro regalo no necesita explicación. Un corazón de oro se explica solo y tú eres lista.

Con todo mi cariño para siempre y siempre y siempre, tu hermana, Alicia.

Luego había un corazón rojo, una flor, un beso marcado con lápiz de labios y dos patitos pintados en amarillo. Y la fecha de su cumpleaños: 5 de agosto de 1969.

En el jardín, Carlos llevaba un rato hablando amigablemente con Karim, quien primero le había enseñado todo el recinto, explicándole arreglos, decisiones y las dificultades de todo tipo que conlleva mantener algo tan grande, y luego había pasado a hablar de otros tiempos, cuando él era un muchacho recién casado, orgulloso de haber conseguido entrar en la policía. Sus resultados habían sido buenos, pero él seguía convencido de que las palabras de recomendación de don Goyo vertidas en los oídos oportunos habían hecho más por él que todas las pruebas físicas y psíquicas.

—Era un gran hombre, don Carlos, un hombre de una pieza, se lo digo yo. Duro cuando había que ser duro, pero amante de su familia y generoso, muy generoso. Nosotros, si no hubiera sido por él… no sé qué habríamos hecho.

—Tuvo que ser un golpe espantoso lo de su hija —comentó Carlos como al desgaire, esperando conducir la conversación hacia el tema que le interesaba.

—Fue horrible, sí. ¡La pobre señorita, tan guapa, tan joven! Y todo por una pulsera de mierda, que sería muy valiosa, pero no como para matar a su dueña. Como si no hubiese sido bastante con el robo y la violación, además la mata el hijo de puta.

—¿Usted cree que la mató el sospechoso que detuvieron?

Karim se pasó la mano por la frente, por el pelo, se giró hacia una enredadera, cortó unos cuantos tallos y empezó a emparrar otros, sin mirar a Carlos.

—No —dijo por fin—. La verdad es que no; pero nos empezamos a dar cuenta después. Al principio estábamos todos tan rabiosos por lo que había pasado que cuando lo pillamos tratando de vender la cadenita de la muchacha, lo agarramos sin pensar nada más. Todos lo habríamos matado allí mismo, sin más explicaciones, pero claro, no podía ser. Lo llevamos al calabozo y, eso sí, no habría querido yo estar en su lugar.

—¿Le pegaron?

—¿Le extraña?

—No. La verdad es que no.

—Ya sé que no se hace, que es violencia policial y todo eso. Sé que no debimos hacerlo, pero… ya sabe usted cómo son las cosas cuando se calienta la sangre.

Carlos no tenía ni idea de cómo eran las cosas cuando se calienta la sangre porque nunca había tenido que recurrir a la violencia en toda su vida, pero asintió con la esperanza de que Karim siguiera contando.

—Cuando entró don Gregorio en la celda, el pobre desgraciado ya se había llevado lo suyo, pero para él no era bastante. Al fin y al cabo era el padre de la muchacha. —Karim cambió de planta y empezó a emparrar tallos, sujetándolos con cordeles que iba cortando—. Lo dejamos un rato a solas con el detenido, para que se desahogara un poco. Yo estaba fuera vigilando la puerta y aún me acuerdo de los golpes, de los gritos. Don Goyo sonaba más como una fiera que como un hombre. No me habría extrañado que le hubiese mordido.

Caminaron unos pasos por el sendero hasta salir al pleno sol de un jardín geométrico con albercas estrechas y juegos de agua al estilo del Generalife. Carlos seguía en silencio para no cortar los pensamientos de Karim.

—De repente sonó una detonación, un tiro de pistola. Cuando entramos, el arma estaba en el suelo a los pies del detenido, que se había volado la cabeza. Don Goyo nos miró fijamente a los tres que acabábamos de entrar y todos comprendimos lo que había pasado. Meneó la cabeza un par de veces, así, de arriba abajo, sin bajar la vista, y cuando estuvo seguro de que nos entendíamos, dijo: «No sé cómo ha podido pasar. Me ha sacado la pistola del bolsillo». Así es como consta en el protocolo.

—En el que yo he leído, no —dijo Carlos suavemente—. No se nombra para nada a don Gregorio.

Karim se encogió de hombros.

—Esta parte del jardín la planearon el señor y su yerno. Es una de la que más trabajo lleva y más hombres necesita. Si se van a quedar la casa y quieren que el jardín siga como está, le aviso de que esto es una hucha sin fondo.

—Ya me figuro, ya. Dígame, Karim… entonces… después de ese… suicidio, todos ustedes empezaron a pensar que no habían cogido al verdadero asesino, ¿no es eso?

El hombre asintió con tristeza.

—Era un pobre desgraciado, un raterillo, un quinqui. Nos dimos cuenta de que no podía haber sido él cuando ya era tarde y nos llegamos a plantear reabrir el caso, pero el rastro ya estaba frío. Cuando unos años después volvió don Goyo a la comisaría, a mí ya me habían ascendido y por eso estuve en el ajo. Quería que investigáramos unas cuantas cosas que él había ido encontrando, pequeñeces, ideas raras… Se agarraba a un clavo ardiendo, el pobre. Que si la hija había ido a los Oudayas a encontrarse con un amigo o un posible amante, que si uno de los invitados de ese verano era drogadicto y podía haber conseguido la heroína que la mató, que si alguien había matado a su hija para vengarse de él por uno de los asuntos políticos en los que había estado metido… Ya le digo, espejismos, imaginaciones… Investigamos un poco sin sacar nada en limpio y lo dejamos correr. Oficialmente, el asesino había sido detenido y estaba muerto. Fin del caso. El comisario lo dejó llevarse una copia del informe y eso fue todo.

—¿Recuerda usted un caso muy posterior, de un americano que encontraron muerto en su hotel de una sobredosis de heroína?

Karim entrecerró los ojos unos segundos.

—No. No me suena; pero si fue en los años setenta o por ahí no sería el único. A muchos imbéciles les dio por venir a Marruecos a drogarse y tuvimos muchos casos de ese estilo. A veces la embajada repatriaba los cadáveres, si tenían papeles, y otras veces nos tocaba, además, cargar con los gastos del entierro. Menos mal que todo eso ya parece que no está de moda, y menos aquí en Rabat. Ahora los líos los tienen en Marrakech.

Soltó una extraña risita, como si le alegrara particularmente que la policía de Marrakech tuviera más trabajo que la de otras ciudades marroquíes, pero no le explicó qué era lo que encontraba tan divertido, y Carlos no preguntó.

Fueron volviendo despacio hacia la casa, parando en los rincones más bonitos, en todas las fuentes, las pérgolas y las estatuas para que Karim pudiera explicarle cosas.

—¿Cuál de las fuentes es la que arreglaron hace poco? —preguntó Carlos. De repente se le había ocurrido echar una mirada a la fuentecilla donde habían encontrado la pulsera.

—¿Hace poco? Ninguna, que yo sepa.

—El señor Luc estuvo con unos hombres arreglando una fuente porque el caño no funcionaba bien y no manaba agua.

Estuvo a punto de decirle que allí habían encontrado la pulsera que oficialmente le habían robado a Alicia el día del crimen, pero decidió callar de momento.

—Pues no sabría qué decirle. Lo mismo fue un día que no estaba yo, pero me extraña. Le preguntaré a Suad. A todo esto, vamos volviendo. Hoy es viernes y el cuscús estará ya casi listo. Mi mujer hace el mejor de Marruecos, ya lo verá.

—Señorita Helena… —Suad había tocado con los nudillos en la habitación pero con tanta suavidad que ella no estaba segura de si la había oído en la realidad o en el ligero sueño del que acababa de salir, un sueño que ya se estaba desdibujando y en el que Alicia la llevaba de la mano por el jardín al amanecer, cruzándose la boca con el dedo, sonriendo expectante como quien va a enseñar a otro algo que está segura de que le va a gustar, una sorpresa agradable—. Señorita, la comida está lista. Hace un día tan bonito que la he servido en la piscina, ¿le parece?

Se sentó en la cama con cierta dificultad, tratando de averiguar dónde estaba, y asintió con la cabeza sin saber exactamente a qué estaba diciendo que sí. Suad se retiró de la puerta como un fantasma. Helena parpadeó y ya no estaba. ¿O es que no había estado nunca? El mono seguía aferrado a su cuello.

Se soltó de él, abrió la cadenita y se la puso, tibia, sobre su pecho. Fue al baño trastabillando a echarse un poco de agua fría a la cara, y poco a poco se fue despabilando hasta recordar con claridad dónde estaba, qué había pasado y por qué estaba allí.

Puso orden en su pelo, se dio un toque de blanco bajo las cejas y un poco de color en los labios y sonrió a su imagen en el espejo. Ya no tenía veintidós años, pero, para tener los que tenía, no estaba demasiado mal; había pasado fases peores.

En la cama arrugada, al lado del mono —«Se llama Ali», decidió de golpe— seguían estando las dos cartas, la abierta y la cerrada. Las cogió para enseñárselas a Carlos, pero de pronto pensó que resultaba demasiado arriesgado enseñarle algo que ella aún no había leído. ¿Y si Alicia decía algo que no quería compartir con nadie? Pero tampoco quería dejarlas allí, a la vista de cualquiera. Y no podía llevarse una y dejar la otra porque luego Carlos le preguntaría por qué solo había cogido una.

Se mordió el labio inferior durante unos segundos, dudando, y luego fue a la ventana, se agachó frente al banco y metió dentro el sobre. Siempre podría decir que no se había dado cuenta de que había algo más. La leería en cuanto pudiera y seguramente se la enseñaría a Carlos. Si no, nadie tenía por qué enterarse de que la había recibido.

Cruzó la terraza a buen paso y bajó por las escaleras exteriores que desembocaban directamente en la piscina. Carlos ya estaba a la mesa con una cerveza en la mano. A su lado humeaba una sopera de caldo y, a su lado, una fuente de cuscús.

—Estaba ya a punto de dejarte sin comer. Estoy muerto de hambre. Menos mal que aquí, aunque estemos en un país musulmán, hay cerveza.

—Perdona el retraso. No te vas a creer lo que he encontrado.

Comieron con calma y gusto hasta no poder más mientras intercambiaban noticias y datos. Cuando acabaron, los dos tenían tanto en la cabeza que callaron un buen rato con la vista perdida en las aguas verdosas y cabrilleantes de la piscina.

Helena volvía a sentirse hinchada de información, indigesta. Aún no había conseguido digerir la idea de que su padre había sido militar toda su vida, de que había trabajado para los servicios de inteligencia, de que les había mentido día a día —¿también a su mujer, o Blanca sí sabía a qué se dedicaba?—, de que quizás incluso había sido un agente doble colaborando con los nacionalistas marroquíes para liberar su país de la dominación española. Y ahora Carlos le contaba lo que le había contado Karim. Su padre como asesino de un pobre desgraciado acusado falsamente del asesinato de Alicia. ¿Era posible todo aquello? Si ni siquiera habían tenido nunca armas en casa…

Bueno, sí, dos rifles de caza que Goyo tenía siempre encerrados bajo llave en el cuartito de la primera planta que llamaba su despacho y donde se refugiaba cuando decía, siempre de buen humor, que necesitaba recuperarse de tanta mujer en la casa.

¿De verdad había participado su padre en la represión de los mineros de Asturias, en la lucha por la Ciudad Universitaria? Al fin y al cabo, la guerra es la guerra, y él era militar.

Lo del ladrón de la cadenita de Alicia era otra cosa. Eso era un asesinato a sangre fría. Una venganza, una vendetta, como las de la mafia. Seguramente se podía ver también como un «ojo por ojo, diente por diente», o un rapto de locura transitoria, pero no le gustaba imaginarse a su padre disparando a quemarropa a un hombre atado a la silla de un calabozo, por muchas razones que pudiera alegar en su defensa. Y sin embargo, cuando un par de días después Goyo les contó que el detenido se había pegado un tiro en su celda, tanto su madre como ella se alegraron, lo recordaba con toda claridad. Curiosamente, el que no se alegró fue Jean Paul; eso no se le había olvidado porque le pareció incomprensible. Recordaba que, hundido como estaba en el sillón, mirando los dibujos de la alfombra, se limitó a murmurar: «¿Qué más da? ¿De qué sirve? Alicia sigue muerta». Goyo le puso una mano en el hombro y entonces Helena vio que tenía los nudillos destrozados y pensó que habría estrellado el puño contra la pared, como había hecho un par de veces a lo largo de los años en momentos de total exasperación.

¿Qué pensaría después, cuando se le pasara la rabia y se diera cuenta de que no había matado al asesino de su hija? Había seguido investigando. Eso lo sabían por Karim y por el álbum lleno de marcas y anotaciones, pero no había llegado a nada.

¿Cómo habría conseguido por fin hacer las paces consigo mismo y dejar el asunto para intentar olvidarlo?

—Helena… —comenzó Carlos desde la tumbona donde se había reclinado después del café.

—¿Sí?

—Hay algo más.

—No, por favor, me siento como una esponja empapada, ya no me veo capaz de absorber nada más.

—Entonces te lo diré luego. No es importante. Anda, túmbate un rato, se está muy bien aquí, entre sol y sombra.

—No. Tengo un poco de frío. Me voy al cuarto.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, no hace falta. Disfruta de la naturaleza.

Abrazándose a sí misma, cruzó la zona de la piscina, subió los peldaños que llevaban a la terraza, la atravesó y entró por las puertaventanas abiertas del salón. No hacía frío, pero el viento que soplaba del mar era fuerte y no le apetecía estar en el exterior, además de que, a pesar de lo que acababa de decirle a Carlos sobre la saturación de su cerebro, quería aprovechar el rato de soledad para leer la carta que había escondido, como una ardilla guarda alimento para los malos tiempos.

Cerró la puerta tras ella, sacó el sobre y se lo llevó a la cama donde Ali, el mono, seguía tumbado, esperando su regreso. Volvió a apoyar la espalda contra los cojines, se echó la colcha por encima y, con una inspiración profunda, le dio la vuelta al sobre y rasgó el lacre violeta.

Nada más ver la letra de Alicia supo que la había escrito a toda velocidad en un impulso y se preparó para una carta incoherente que le ofrecería más preguntas que respuestas. Sacó las páginas y otro sobre pequeño también cerrado que dejó a su lado para después.

¡Ay, Helena, qué difícil es esto! Figúrate que me he pasado un buen rato pensando si escribo «querida Helena» o «mi querida hermana» o alguna tontería tipo «hermanita mía», «brujita», «peque querida» o cualquiera de las cosas que nos llamábamos de pequeñas. Luego me he dicho que lo importante es empezar y es lo que acabo de hacer.

Me habría gustado tener más tiempo para hacer las cosas con calma, que todo esto hubiera pasado en un momento de tranquilidad, estando solas con los papás en La Mora, sin toda esa panda de desconocidos que llena los pasillos y se amontona en la piscina con la excusa de la superfiesta de la llegada a la Luna. Ya sé, ya sé que en parte la culpa es mía, y de JP —¿te puedes creer que es la primera vez que me doy cuenta de que JP también es la marca de cigarrillos que me gusta: John Player Special, las preciosas cajetillas negras, brillantes como la madera de un piano?—. No me hagas caso. Estoy de los nervios. Te cuento, y te cuento rápido para no arrepentirme.

Pasado mañana a estas horas ya no estaré aquí. Mañana, después de la fiesta, cuando todo el mundo se acabe de acostar —han dicho que el alunizaje será sobre las tres de la madrugada hora local y luego seguro que todo el mundo querrá aún bañarse y comer algo antes de irse a la cama—, poco después de amanecer, con la primera luz amarilla, vendrá a buscarme Michael y nos iremos juntos. Ya tengo la maleta preparada, debajo de la cama como si estuviera vacía, y pasado mañana no tendré más que cogerla con cuidado de no despertar a JP, bajar las escaleras, abrirle la puerta a Michael y subirme en el taxi.

Luego al aeropuerto. París. Escala en Londres y de ahí a Toronto. Te escribiré cuando llegue a nuestro destino definitivo: Halifax, Nueva Escocia. A partir de ahí no sé nada ni tengo planes.

Llevo meses pensando en esto, Helena. Hace más de un año que conocí a Michael y nos enamoramos. Nos hemos visto pocas veces, primero en aeropuertos, luego en hoteles, aquí y allá, pero nos hemos dado cuenta de que esto va en serio, de que nos queremos de verdad y queremos estar juntos. Le he dado mil vueltas a si es justo hacerle algo así a JP. El pobre no sabe nada; tampoco ha habido tantas ocasiones y él últimamente no para mucho en casa. A veces me consuelo pensando que podría ser que él también se hubiera enamorado de otra chica. ¡Eso sería lo mejor que podría pasarnos! Así podríamos separarnos contentos y seguir siendo amigos, incluso seguir pasando las vacaciones todos juntos aquí en La Mora. Pero no creo que vayamos a tener tanta suerte.

Como te conozco, sé que llevarás un rato pensando que por qué no te lo he contado cara a cara, por qué no lo he hablado contigo.

Primero porque al principio me moría de vergüenza de haberme enamorado estando casada, de ser una mujer adúltera, y no quería reconocerlo ni para mí misma. Luego porque tenía la estúpida esperanza de que se me pasara, de que me entrara el conocimiento, como decía Micaela, o me quedara embarazada de una vez —tanto tiempo casada y sin éxito, sangrando regularmente todos los meses con lluvia o con sol— y entonces todo quedara claro y resultase imposible. Al final, cuando yo ya sabía que esto iba en serio, porque me daba miedo contártelo y perder tu admiración, tu respeto y tu cariño. Siempre he sido tu hermana mayor, la seria, la responsable, la casada, la mujer de negocios. Así tú podías ser la pequeña, la loca, la hippy, la que se metía en líos y se atrevía a todo. Tú sabes que no siempre era así de verdad y que los papeles de las dos a veces se confundían, pero esa era la base y me daba miedo contártelo y que pensaras: «Alicia es una golfa», o una tonta, una insconsciente, una… pon ahí lo que quieras, da igual, todo me asusta.

He estado intentando volver en mí, volver a ser la chica tranquila, sensata y de fiar que todos conocéis, pero no he podido. Me he hartado incluso de la sofisticación de nuestras colecciones, de la opulencia de nuestros tejidos y la intensidad de nuestros colores. Estoy pensando en abrir un taller pequeño en Canadá, diseñar para jóvenes como nosotras, cosas sencillas que se puedan permitir comprarse sin tener que ahorrar medio año; me gustaría probar estampados geométricos blancos y negros, o con algún color, tipo Mondrian, o con muchísimos, tipo Vasarely. Ya lo irás viendo. Te quiero de conejillo de Indias para lucir mis prototipos.

En el sobrecito de dentro de este encontrarás una foto de Michael. Échale una mirada, ¿verdad que es guapo? Tiene solo un año más que yo, no cinco como JP, y es… ay, Helena, ¿cómo voy a decirte cómo es? Él quería que lo llevara a La Mora, que os lo presentara a todos, quería ser de la familia, pero no podrá ser hasta que lo arregle con JP, y de momento no puedo. Sé que JP no me dejaría ir así como así, que serían semanas o meses de discusiones, de preguntas, de terapias de pareja que es lo que se acaba de poner de moda en París… y yo no me siento capaz por el momento. No quiero perder los primeros meses, que son los mejores, discutiendo con JP en lugar de ver a Michael todos los días, de despertarme a su lado y salir a pasear de la mano y que me enseñe su país. Sé que soy una egoísta y una cobarde, pero no hay nada que hacer.

Además me horroriza que empecemos a pelearnos por la empresa —el dinero para fundarla lo puso papá, como bien sabes—, por La Mora —JP no concibe la vida sin esa casa y ese jardín, pero es mío, es nuestro, de los cuatro—, incluso por mamá y papá y por ti, que sois su única familia. Al menos, si me voy así, él se queda con todo de momento y no notará tanto mi falta.

¡Deséame suerte, hermanita! No pienses mal de mí. Te escribo en cuanto llegue y luego iremos viendo.

Ayuda a JP en lo que puedas. Él te quiere como a una hermana y te necesitará mucho en los próximos tiempos. Discúlpame con los papás. Creo que mamá sospecha algo. No quise contarle lo que aún no te había contado a ti, pero sabe que es algo que me hace feliz y creo que me cubrirá al principio, aunque no tenga muy claro lo que está pasando. Ahora puedes contárselo si quieres. A los dos. ¡Os quiero tanto! Pero tengo que tratar de encontrar mi felicidad. Me entiendes, ¿verdad?

Mil besos y hasta muy muy pronto!

Tu hermana,

Alicia

Sin darse tiempo a pensar en lo que Alicia le contaba desde el fondo de los tiempos, levantó la solapa del sobre pequeño y sacó la foto de Michael. Sí. Era guapo, como había dicho Suad, con cara de buen chico, vestido de uniforme con su guerrera negra y su corbata estrecha, con el pelo bien peinado y un mechón rebelde cayéndole sobre los ojos grises. El muchacho que habría podido ser su cuñado y ahora era un desconocido, un viejo como ella misma, un hombre de setenta y tres o setenta y cuatro años. Detrás de la foto, su nombre completo, su dirección y su teléfono.

¿Sería posible localizarlo después de tanto tiempo? ¿Para qué? ¿Para decirle que su hermana acababa de presentárselo?

Dejó caer la foto sobre la colcha y abrazó a Ali unos momentos. Luego empezó a leer otra vez desde el principio.

Cuando volvió a bajar, el sol estaba ya a punto de ocultarse tras el horizonte. Las palmeras se recortaban, intensamente negras, contra el cielo incendiado de poniente; las luces de la planta baja estaban apagadas y el silencio lo cubría todo como un paño mojado. ¿Dónde se habría metido Carlos?

Fue a la cocina, encendió la luz y vio que Suad había dejado algo preparado para la cena. Destapó la cacerola con curiosidad: carchouf, una de sus comidas favoritas, con alcachofas y pencas. En una olla, al lado, un guiso de cordero con miel y almendras. A pesar de que no hacía tanto desde la comida, se le hizo la boca agua.

Salió sin apagar la luz, ahora ya buscándolo. Un crujido en el salón la hizo acercarse a ver. Carlos estaba allí, casi a oscuras, junto a la chimenea, arreglando unos troncos para encender el fuego.

—Estamos en junio, hombre de dios.

—Me he debido de quedar frío ahí fuera; he dormido lo menos dos horas en la tumbona. ¿Nos preparas un té mientras yo enciendo esto?

Helena volvió diez minutos más tarde con un té al que había añadido un chorrito de whisky. El fuego ya crepitaba en la chimenea y Carlos lo miraba fijamente, sentado en un puf. Ella se sentó a su lado en el suelo, sobre la alfombra.

—¿Te pasa algo, Charlie? ¿Estás triste?

Él se encogió de hombros, con las dos manos rodeando la taza de té.

—Está bueno esto —se limitó a decir. Las sombras jugaban con sus rasgos creando expresiones que pasaban sobre su rostro como las nubes sobre un paisaje.

Callaron durante un buen rato. Helena quería enseñarle la carta de Alicia pero Carlos estaba tan raro que no le parecía el mejor momento.

—Creo que está empezando a afectarme todo esto —dijo por fin, pasándose la mano por la cara—. Nunca supe nada de tu familia ni me importó, porque parecía que a ti no te importaba. Luego me di cuenta de todo lo que habías sufrido y seguías sufriendo por las preguntas que quedaron sin respuesta y me entusiasmé pensando que podría ayudarte a superarlo todo y que volvieras a ser feliz. Por eso insistí tanto en que probaras con una constelación familiar. Ahora… no sé, Helena. Todo lo que estamos encontrando es… no sé cómo decir… Me afecta, me angustia, preferiría no haberme enterado.

—¿De qué? ¿De lo que le pasó a mi hermana? ¿De lo que hizo mi padre? ¿De la existencia de Michael? Mira, ahora te enseñaré algo más.

—No tengo ganas de más, cariño.

—Pero esto es bueno. Mmm… quiero decir, no es malo. Mira. —Sacó la foto del bolsillo del cárdigan y se la tendió—. Te presento a Michael, el que habría podido ser nuestro cuñado. Lo mismo conseguimos dar con él.

Carlos sacudió la cabeza en una negativa y puso la foto boca abajo en el suelo, a su lado.

—¿Por qué no?

—Porque está muerto, Helena.

—Solo tiene cinco años más que yo.

—No es hablar por hablar. Sé que está muerto, ¿entiendes? —Ahora la miraba a los ojos y estaba claro que sabía lo que decía.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque con su nombre y sabiendo que trabajaba para Pan Am he estado buscando en internet y lo he encontrado.

—¿En serio? Eres genial.

Carlos metió la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros y sacó el cuadernillo que siempre llevaba encima.

—El 17 de diciembre de 1973 el vuelo 110 de Pan Am que estaba a punto de despegar del aeropuerto Leonardo da Vinci-Fiumicino de Roma con destino a Teherán vía Beirut fue atacado por un comando palestino. Murieron 30 personas, entre ellos cuatro políticos marroquíes que iban a entrevistarse con las autoridades iraníes, el comandante y el copiloto —leyó Carlos de sus apuntes—. El avión se incendió, bueno, lo incendiaron. Luego secuestraron uno de Lufthansa y siguieron viaje. Fue uno de los mayores escándalos internacionales de los años setenta, cuando estaba empezando en serio el terrorismo mundial. Michael O’Hennesey era el copiloto.

Helena no dijo nada; apoyó la cabeza en el hombro de Carlos y cerró los ojos. Ella también estaba empezando a cansarse de todo aquello. ¿De qué servía saber? ¿De qué le había servido enterarse de que su hermana se había enamorado de otro hombre, había estado dispuesta a dejarlo todo por él y había sido asesinada el día antes de marcharse a empezar de nuevo? Ahora todavía le resultaba más doloroso pensar que, si hubieran hablado a tiempo, toda su vida habría cambiado.

Sin embargo… ¿habría sido mejor? En lugar de ser pintora, ahora llevaría cuarenta años dirigiendo Alice&Laroche, que a lo mejor se llamaría Helène&Laroche, aunque desde el punto de vista del marketing y la publicidad no habría sido aconsejable. Se habrían reunido con Alicia y Michael y sus hijos todos los veranos en La Mora o habrían hecho viajes juntos. Quizás en lugar de tener a Álvaro con el imbécil de Íñigo, habría tenido hijos con Jean Paul. Posiblemente, tampoco Luc existiría. Ni Almudena. Sus hijos y nietos serían otros y tal vez los querría más porque habría vivido siempre con ellos. Sería posible que sus padres hubiesen muerto más felices, en el seno de una familia estructurada. Tal vez su padre no habría sentido la necesidad de suicidarse. Si su madre se habría vuelto demente de todas formas era algo que no se podía saber. Carlos no existiría en su vida —¿cómo habría podido, viviendo entre París, Rabat y Madrid, haber conocido a un editor de Adelaida?— y ahora ella seria madame Laroche y pasaría sus días en la clínica de Madrid acompañando a Yannick en sus últimos meses.

¿Era esa una perspectiva mejor? No. Era simplemente otra vida, de otra mujer que no era ella; con otros sufrimientos, otras cicatrices, otros arrepentimientos y otras culpas.

—¿Y si lo dejamos ya? —preguntó en voz baja, con la vista fija en el fuego—. Al fin y al cabo, ¿qué más da? Hace tanto tiempo… Es una manía estúpida esta que nos ha dado. Cualquier día nos morimos nosotros y ¿qué importa que hayamos contestado a ciertas preguntas o no? Mañana es nuestro último día en Rabat. Vamos a ver cosas bonitas, a comer a la playa, a uno de esos restaurantes de pescado. Vamos a la Chellah, a ver las ruinas romanas, a pasear por la medina y a cenar al Dinar Jat. Vamos a olvidarnos de todas estas cosas horribles. ¿Ves como hice bien en abandonar a mi familia? —Terminó, acariciándole la mejilla sin afeitar—. ¡Y eso que no sabía ni la mitad de lo que ocultaban!

Carlos sonrió y le cogió la mano.

—Si al menos ha servido para que pienses que hiciste bien, en lugar de sentirte constantemente culpable…

—Yo siempre he pensado que hice bien. —Helena se envaró.

—¿Y lo de la culpa en la constelación?

—Eso fue idea de Maggie; yo no lo pedí.

—Pero quiere decir que, nada más oírte contar tu historia, se dio cuenta de que la culpa era un factor importante. Si ahora ya no te sientes culpable, hemos adelantado muchísimo, ¿no crees?

Estuvo a punto de contestar de malos modos, pero decidió dar un largo trago a su té, que mientras tanto se había puesto tibio y un poco amargo, y pensar su respuesta antes de hablar. ¿Se sentía menos culpable o solo se sentía culpable de cosas distintas? De no haberse dado cuenta de que su hermana tenía un problema y necesitaba ayuda, por ejemplo. De estar tan centrada en Jean Paul que todo lo demás había dejado de existir y no había percibido nada de lo que sucedía a su alrededor. De no haberse preguntado nunca quién era su padre y de dónde salía tanto dinero como el que ellos tenían. De no haberle preguntado jamás a su madre si la quería menos que a sus hermanos y por qué.

Sin embargo, tenía razón Carlos, ya no se sentía tan mal como antes. El haber indagado en lo oculto sí le había servido, le estaba sirviendo de algo. Quizá no fuera mala idea llegar hasta el final y, una vez desvelados todos los misterios, o todos los que se dejasen revelar, poner punto final, aceptarlo y olvidar para siempre.

—¿Qué era lo que querías contarme antes, cuando estábamos comiendo en la piscina? ¿Lo de Michael?

Carlos negó con la cabeza, se giró hacia la mesita del café y volvió a llenar las tazas.

—No. Mucho peor. Tiene que ver con tu padre.

La Mora, Rabat. 1969

Jean Paul dio una calada al canuto que acababa de pasarle Jimi, tragó el humo hasta el fondo y se estiró en la tumbona con la vista clavada en la luna creciente. ¡Increíble pensar que veinticuatro horas más tarde los primeros seres humanos pasearían por su superficie!

Le había tocado una buena época para estar vivo, una época llena de prodigios, un tiempo en el que cada vez se vivía mejor, con más alegría, con más libertad.

Lo malo era que eso lo estaba descubriendo ahora, a los casi treinta y dos años, cuando ya estaba atado de pies y manos a un negocio que funcionaba cada vez mejor y a una esposa a la que quería pero que no era la mujer que de verdad le llenaba. A veces miraba a Jimi y a Barbie y les tenía envidia. Habían cortado con todo, eran libres para ir y venir, hacer lo que les diera la gana, no tener que pensar en la próxima temporada ni en si sus creaciones gustarían lo suficiente como para cubrir gastos y poder ir estableciéndose entre las grandes casas de moda. Claro, que ellos tampoco habían tenido que cortar con mucho. Habían dejado de estudiar, eso era todo.

John era otra cosa. Había llegado a un estupendo equilibrio entre la libertad total y el poder pagársela él mismo sin tener que gorrear en exceso. Le había contado que había conseguido vender algunas de sus fotos y que tenía esperanzas de establecerse como fotógrafo independiente e incluso cumplir su mayor ilusión: fotografiar para Playboy. Se había pasado la última semana aprovechando los momentos en que Blanca y Goyo no estaban en casa para fotografiar en la piscina a Barbie, a Valentina y a cualquier mujer que se dejara, y la verdad era que las fotos eran espectaculares, tanto que incluso había empezado a pensar que a lo mejor sí que valía la pena contratarlo para fotografiar la colección de la temporada primavera-verano, como él le había propuesto. Alicia se negaba en redondo: John le parecía un macarra y solo lo aguantaba porque no había más remedio y pronto se marcharía con sus dos amigos.

Él había intentado de todas las formas posibles que le permitiera tomarle una foto que la convenciera de su talento. Alicia, naturalmente, no había querido, a pesar de que John había insistido casi hasta el límite del buen gusto. Le había explicado incluso con todo detalle cómo veía él la foto: Alicia sentada a caballo en una silla frente a la piscina, tomada desde detrás y a la misma altura, de manera que el espectador tuviera los ojos a la altura de su cabeza. El pelo rubio en un recogido banana y una fina cadena de oro cayéndole por la espalda junto a la columna vertebral. A izquierda y derecha, el agua violentamente azul y, desdibujadas al fondo, las altas palmeras.

Cuando lo contaba le brillaban los ojos y se notaba que las manos le picaban de ganas de coger la cámara, pero Alicia se limitaba a sonreír —esa sonrisa fría que helaba el corazón de quien la recibía— y decía que ella no era una «conejita» de Playboy, ni pensaba serlo nunca.

A Jean Paul no le habría importado tener una foto así de su mujer, pero por supuesto era ella quien decidía.

Helena tampoco había querido dejarse fotografiar así. Su foto habría sido muy diferente, según John: su cuerpo en bikini rojo de lado en una tumbona para marcar la curva de la cadera y la suave redondez de los pechos. La melena rizada, las grandes gafas de sol y los labios violentamente rojos ocupando el punto de enfoque. Todo el fondo verde oscuro tras la tumbona blanca, la piel dorada brillante de aceite, las uñas escarlata y una copa de campari con una rodaja de naranja en el suelo delante de ella. Una foto plana, de colores simples, como un cartel publicitario pintado.

Un par de días atrás Helena había aparecido a la hora de la cena con un cuadro pequeño aún húmedo y se lo había enseñado a él y a John.

—¿Algo así? —había dicho.

John se había quedado con la boca abierta. Era exactamente su foto, al óleo. «Autorretrato con piscina», había escrito en la parte de atrás. «Helena Guerrero.»

—Déjame tomarla, anda. Ni siquiera tienes que desnudarte del todo, ya lo ves.

—No tengo nada en contra de desnudarme, pero no quiero fotos. Y menos de esas. Digan lo que digan ahora las revistas y los críticos, la fotografía no es arte. Sobre todo lo que haces tú —le había dicho sonriendo, pero tan agresiva como siempre.

Curiosamente, lo que en Alicia le parecía mojigatería, en Helena lo encontraba valiente y decidido.

¡Si pudiera quedarse todo como estaba, pero con Helena en lugar de Alicia!

Ella estaba en otra tumbona, al otro extremo del círculo junto a la piscina, riéndose de algo que contaba Luigi, haciendo chocar los cubitos de hielo de su vaso. Alicia, como siempre, se había retirado ya, cada vez más temprano, como si le repugnara su compañía y la de los amigos.

A veces pensaba que si tuviera valor, se lo diría claramente y se divorciarían. Pero entonces, ¿qué pasaría con el negocio? Aún no habían amortizado la inversión, de modo que, aunque oficialmente el dinero había sido regalo de Goyo y Blanca para montar Alice&Laroche, si él quisiera devolvérselo y quedarse con la empresa, aún no tenía bastante. Aparte de que Alicia se quedaría con la mitad.

Y La Mora… Eso era lo más importante. No podía imaginar su vida sin poder volver allí, sin ese jardín, sin esa casa.

Él había sido siempre un niño pobre, nacido en París pero criado por sus abuelos en Bretaña porque tanto su padre como su madre habían muerto en la guerra. De esa época no conservaba muchos recuerdos; solo tenía siete años cuando acabó. Recordaba los tanques americanos llenos de soldados sonrientes que le regalaron chicle y una tableta de chocolate. Poco más.

A la muerte de sus abuelos heredó la casa, la vendió y volvió a París. Allí conoció a Alicia y, de hecho, empezó su vida real. Le estaba profundamente agradecido; era la mejor compañera, la mejor socia que podía imaginar. Le había dado cariño, seguridad, una familia, una casa de ensueño. Y le había permitido conocer a la mujer de su vida que, por desgracia, no era ella sino su hermana pequeña.

No podía evitar sentirse ruin cada vez que pensaba lo mal que se lo había pagado. Llevaba todo el verano dándole vueltas y vueltas a cómo salir de aquello. Sabía que a Helena le pasaba lo mismo, pero tenían tan poco tiempo juntos y solos que, cuando encontraban un rato, no hablaban de lo que más les angustiaba. En Rabat, se escapaban cuando podían a un hotel, casi siempre el Firdaous, en la Plage des Nations, un lugar semisalvaje abierto al Atlántico donde podían pasear por la playa sin que nadie los observara. Llegaban separados, pedían dos habitaciones y trataban de aprovechar el tiempo lo mejor posible.

Seguramente esa necesidad de hablar era la que lo había llevado unos días atrás a comentarle algo a John, poca cosa, cuando todos se habían retirado ya y ellos estaban tomando la última copa en el jardín de arriba, oyendo el chapoteo de la fuente en la noche oscura perfumada de jazmines.

—¿No habéis oído hablar del free love? Parecéis de otro siglo. Lo mejor sería que Alicia encontrara a otro tipo —le dijo John con la voz ya bastante pastosa—. A nadie le sienta bien follar siempre con la misma pareja. En cuanto descubra que hay otros hombres, seguro que ella sola se te quita de encima. Y entonces podréis seguir juntos en el negocio, e incluso seguir casados, ¿qué más da? Lo importante es ser libre, aunque hayas firmado algún papel. Si los dos estáis de acuerdo… a los demás que les den.

No le había dicho nada de Helena. No quería complicar las cosas.

John ya se había llevado al catre a Valentina y a Monique, y todos parecían contentos, como si lo de compartir cama no tuviera realmente más importancia que comer juntos o llevar a alguien al aeropuerto. Quizá tuvieran razón. Pero él no podía imaginar a nadie más con Helena, a pesar de que sabía que ella ya se había acostado con muchos. Ni siquiera era capaz de imaginar a Alicia con otro hombre. Nadie lo sabía, pero John tenía razón: Jean Paul seguía siendo un antiguo.

Tendría que aprender mucho en los próximos tiempos y convertirse en un hombre moderno, como al parecer eran todos los que lo rodeaban, salvo su suegro, que era un hombre de una pieza y el modelo de lo que a él le gustaría ser a su edad.

La Mora, Rabat. Época actual

El último día en Rabat se levantaron temprano para que les diera tiempo a hacer un poco de turismo. Los dos habían decidido darse una tregua y disfrutar del presente en lugar de aventurarse por los pantanos del pasado, como habían estado haciendo hasta el momento. Visitaron la Chellah, fueron a ver la Torre Hassan y el mausoleo de los reyes de Marruecos, pasearon junto al río descubriendo toda la zona nueva de marinas y restaurantes que aún estaba en plena construcción y, cuando empezaron a cansarse de tanto andar, Helena tuvo una idea repentina. Era una vuelta al pasado, pero Carlos no tenía por qué saberlo. Ya pensaría al llegar si se lo contaba o no.

—Ya sé dónde voy a llevarte a comer. Si todavía existe, claro.

—Podemos mirar en internet, ver si existe y llamar.

—No. Aunque no existiera ya, el paseo es bonito y seguro que hay otros sitios por allí. No está lejos.

Cogieron el coche y, atravesando el moderno puente que en su época no existía, llegaron a Salé, lo dejaron atrás y continuaron hacia el norte, con el oceáno, invisible, a su izquierda. Un sol espléndido hacía brillar las florecillas silvestres que cubrían los campos a través de los que discurría la estrecha carretera. En la indicación Plage des Nations, Helena se desvió a la izquierda, hacia el mar.

—Mira qué horror, lo están estropeando todo como en España la costa mediterránea, mira cuántas casas nuevas, y de las caras, directamente en la playa. Cuando nosotros veníamos aquí no había nada, absolutamente nada, salvo el hotel al que vamos ahora. —Se las arregló para que su voz sonara normal y Carlos supusiera que al decir «veníamos» se refería a ellas dos con sus padres para una comida de domingo o excursiones a la playa.

Aparcaron junto a un edificio blanco casi al nivel de la arena que, desde allí, apenas se destacaba sobre el paisaje, oculto entre rocas y grandes adelfas.

—¡Existe! ¡Sigue aquí! —dijo, admirada y feliz.

Carlos sonrió. Le encantaba verla así, entusiasmada, olvidada de la desconfianza básica que se había convertido en su marca de fábrica.

La dejó caminar dos pasos por delante de él para que pudiera disfrutar sola de la primera impresión y de los recuerdos que para ella encerraba aquel lugar.

Fue como entrar en el túnel del tiempo.

El mostrador de recepción, como sacado de una película de los años sesenta, estaba vacío. Ella lo acarició unos segundos con la vista y siguió adelante por un pasillo enmoquetado.

Apenas llegó a la puerta del comedor, Helena se tapó la boca con las dos manos y se quedó clavada allí mismo mirándolo todo como si no se lo pudiera creer. Era una sala grande con amplias ventanas al mar y la playa ahora desierta, espejos enfrente que repetían la vista y una construcción de cristal en medio, como un amplio ascensor, llena de plantas a diferentes niveles, con una fuente de platos desde los que rebosaba el agua de unos a otros. Las columnas que sostenían el techo de la sala eran blancas y se abrían por arriba como grandes setas. Todo lo demás, las paredes y la tapicería de los sillones que rodeaban las mesas vestidas de blanco, era de la gama del rosa violáceo, unas veces liso y otras con un estampado psicodélico que recordaba al cuaderno donde Alicia había escrito su encuentro con Michael. Varios ramos enormes de flores del paraíso decoraban el comedor. En cada mesa había un florero con rosas y una vela en una tulipa de cristal. Solo dos estaban ocupadas.

—¡Está todo como hace cincuenta años, Carlos! —dijo Helena con voz ahogada—. No había esperado tanto.

—Es precioso, sí. Como haberse metido en una película de James Bond de finales de los sesenta.

El mâitre, con traje negro y chaleco blanco, los acompañó a la mesa que eligieron, frente al mar. Ahora, sentados, podían ver abajo, casi a nivel de la playa, la piscina del hotel rodeada de sombrillas blancas.

—También tenemos abierta la terraza de abajo, si lo prefieren. Aunque hace un poco de viento…

—Gracias, estamos bien aquí —dijo Carlos, poniéndose las gafas para empezar a estudiar la carta.

—No me lo puedo creer —insistía Helena con voz maravillada—. Es increíble, en serio. No me extrañaría ver venir a mi madre y mi hermana del tocador. ¡El tocador! —Se puso en pie de un salto—. Pídeme lo que quieras, tengo que ir a ver una cosa.

Hacía tiempo que Carlos no la había visto tan excitada por algo, así que sonrió y volvió a la carta mientras ella se alejaba hacia el fondo del comedor.

El tocador de señoras estaba a la derecha, donde ella recordaba, y al entrar tuvo la sensación de que el tiempo se anulaba de golpe. Una sala casi circular de paredes de espejo, una mesa estrecha rodeando la sala, diez o doce taburetes tapizados de rosa frente a la mesa y los espejos de la pared, el papel floral —rosa, malva y dorado— repitiéndose en reflejos sin fin y ella en el centro, reflejada de frente, de perfil y de espaldas una y otra y otra vez, cada vez más pequeña, más lejana, más oscura en las heladas profundidades de cristal. Por un instante le pareció que las Helenas más alejadas se iban haciendo más y más jóvenes, pero parpadeó y desapareció el efecto.

Allí, sentadas en aquella salita, con los bolsitos sobre la mesa, había visto a muchas mujeres mayores que ella retocándose el maquillaje, pintándose los labios, refrescando su perfume, fumando tranquilamente un cigarrillo a solas o charlando con una amiga mientras los hombres se quedaban al otro lado del umbral sin acceso a aquel reino rosado de la femineidad. Ahora no había nadie a la vista, aunque todos los fantasmas del pasado seguían presentes. Podía sentir sus ecos alrededor, sus sombras rodeándola, acercándose, tendiendo hacia ella sus largas manos descarnadas.

Se sentó en uno de los taburetes en el centro del tocador y se quedó quieta mirando su reflejo, buscando en el rostro del espejo el que tuvo tantos años atrás, cuando ella se debatía allí dentro entre el deseo y la vergüenza, y al salir la esperaba Yannick en la mesa. Si cerraba los ojos, lo veía con toda claridad. Él mirándola avanzar desde el tocador, dejando la servilleta sobre el mantel blanco, junto a la vela encendida y las copas de malbec, poniéndose de pie para recibirla de vuelta, sentándose de nuevo frente a ella con los ojos brillantes de admiración y de deseo.

Le acudió también una imagen de Alicia, sentada a su lado, encendiendo un cigarrillo con el movimiento de cabeza que le permitía apartar la melena del encendedor y que era totalmente natural aunque parecía ensayado. ¿Habría estado Alicia también en aquel hotel con Michael? ¿Un encuentro clandestino, más atractivo por ello, como los de Jean Paul y ella misma?

Le dio risa de repente imaginar que se hubieran encontrado por casualidad, cada una con el hombre que no le pertenecía.

Al salir, Carlos levantó la vista de su cuaderno, se subió las gafas sobre la frente y le sonrió, sin dejar de mirarla mientras se acercaba. Ahora era un hombre mayor el que la esperaba, igual que ella era también una señora mayor, pero el brillo de sus ojos era tan halagador como el de tiempos pasados.

—¿Qué hemos pedido? —preguntó al sentarse—. Estoy muerta de hambre.

—Ya lo verás. ¿Has visto muchos fantasmas?

Sonrió.

—Una legión. ¿Sabes que una vez vinimos aquí para la Nochevieja? Había cena y baile. Yo debía de tener dieciocho o diecinueve años. Me pasé el rato tratando de quitarme de encima al hijo del embajador de no sé dónde, que era un pelmazo, hasta que tuvo que rescatarme papá y dejarle claro que cuando una señorita dice que no es que no, y un caballero tiene que respetar su decisión. Curioso. Ahora que sé que papá fue militar veo muchas cosas de otra manera. ¿No ibas a contarme tú algo de él?

—No hay prisa. Es algo de su época de militar de uniforme, nada que afecte al asunto de tu hermana. Ahora comamos y ya hablaremos de todo esto a la noche, en casa.

Un camarero depositó sobre la mesa una enorme bandeja llena de pescado y marisco, otro una botella de pinot gris en un cubo de hielo.

—¡Ay, Charlie, cómo me conoces!

—Soy de inteligencia rápida, querida. Dieciocho años me han bastado para aprender a tenerte contenta… en ocasiones —dijo Carlos, feliz, mientras servía el vino en las copas. Hacía tiempo que no había visto a Helena tan cariñosa con él y no pensaba arriesgarse a que se estropeara el ambiente. Ya habría tiempo después para los secretos.

Volvieron a La Mora después de dar un paseo por la medina y de comprar un par de tonterías de regalo para la familia, cosa que a Carlos le pareció increíble; Helena estaba de tan buen humor que no solo se había limitado a pensar en su nieta sino que incluso había comprado una pulsera de plata para su nuera y unas carteras de cuero para los hombres de la familia. «Así verán que no soy tan mal bicho como piensan», había comentado sonriendo y luego lo había casi obligado a comprarse una chaqueta de napa negra mientras ella elegía una roja, de un cuero tan suave que podría haberse usado para guantes.

Luego habían decidido regresar a casa para dar un último paseo por el jardín y acabar con toda la comida de Suad que aún quedaba en la nevera, recoger las cuatro cosas que habían traído y despedirse de la familia marroquí.

—Voy a dar una vuelta por ahí fuera mientras dure la luz —dijo Helena al llegar.

—Yo quiero preguntarle a Suad una tontería que se me ha ocurrido. Luego te busco.

Carlos entró directamente al salón, buscó por las carpetas hasta encontrar lo que quería y fue a ver si la mujer estaba en la cocina. Tuvo suerte. En ese mismo momento entraba desde la cocina exterior, acompañada de un chico joven que, con unos guantes de cocina enormes, sujetaba un tajine que enseguida depositó sobre la encimera de piedra.

—Mi nieto, Ahmed —lo presentó.

Se estrecharon las manos y el muchacho desapareció lo antes que pudo con una sonrisa de disculpa.

—Él ya no habla español. Aixa quería enseñarle pero su marido prefirió que aprendiera inglés.

—Bueno, yo soy australiano. Podríamos habernos entendido sin problema. ¿Qué es eso de ahí? —preguntó señalando el tajine.

—Otra de las comidas que le gustan a la señorita Helena: un tajine de sardinas.

—Si nos quedásemos una semana entera, tendríamos que salir rodando. ¡Qué bien nos trata usted!

Suad sonrió, satisfecha.

—Es que es como volver a los viejos tiempos. Los más felices de mi vida, cuando todos estaban aquí y éramos como una gran familia. Luego ya… primero solo monsieur Jean Paul. ¡Cuánto sufrió ese hombre, Dios mío! Después, a veces venía algún amigo, poca cosa. Más tarde el señor se casó con madame Betty, bueno no sé si estaban casados de verdad, yo creo que no, y nació el señorito Luc. Pero ya no era lo mismo que antes. No había esa alegría, no recibían a casi nadie, no daban fiestas. Cuando murió madame, hará unos doce años, solo quedaron el padre y el hijo.

—¿Y el señor Luc no tiene hijos propios? ¿No se casó?

Suad hizo amago de acercarse un poco, bajó los ojos y casi susurró.

—A monsieur Luc, las mujeres, no… Usted me entiende, don Carlos.

Él se apresuró a asentir.

—Sí, mujer, claro que sí. —Para romper el momento de incomodidad que se había creado entre ellos, sacó del bolsillo la foto que había traído para enseñársela—. Mire, Suad, esta foto es de hace un montón de años, de cuando la fiesta de la noche de la luna, ¿recuerda?

—Todos los días. Fue la última noche de alegría en esta casa.

—Mírela y dígame si alguna de estas personas volvió a venir por aquí después de aquella fiesta.

Suad se la acercó mucho a los ojos, dio un par de pasos hasta ponerla donde mejor daba la luz y la estudió con parsimonia, moviendo los labios como si la leyera.

—¡Qué jóvenes estaban aquí don Goyo y doña Blanca, qué guapos! A ver… no. De estos no me acuerdo. Estos eran italianos y venían bastante, pero luego ya no. ¡Este sí! Este siguió viniendo bastantes años, y era el que menos me gustaba, qué cosas. —El dedo de Suad señalaba la cara de John Fleming, el fotógrafo americano—. Debieron de hacerse muy amigos, no sé por qué, la verdad, porque era un hombre desagradable y sin educación, pero sé que hacía fotos de los vestidos de monsieur y de sus maniquís.

—¿Y venía con frecuencia?

—No, por suerte no. Una vez al año todo lo más. Se quedaba dos o tres días. Se pasaba el tiempo en la piscina, casi siempre borracho, y luego se iba. A veces se peleaban a gritos, otras veces casi ni se hablaban. Pero es que monsieur Jean Paul también se volvió muy raro tras la muerte de su mujer. Luego, muy poco a poco, fue mejorando.

—¿Se acuerda de cuándo dejó de venir el americano?

Suad sacudió la cabeza.

—Lo siento. Sé que me alegré de que dejara de venir, pero cuándo fue…

—No importa. Muchas gracias. Helena está en el jardín y quería despedirse de usted y de su hija.

—Voy a buscarla. Si no necesita nada más…

Salió al patio trasero y, ya había guardado Carlos la foto en el bolsillo, cuando volvió a asomar la cabeza.

—No sé si le servirá de algo, pero creo que dejó de venir por aquí poco después de que volviera don Goyo.

—¡Ah! ¿Volvió?

—Al cabo de muchos años, un buen día apareció por aquí como ustedes ahora, se quedó un par de días y estuvo viniendo una temporada, mientras se hicieron las obras de la piscina nueva. A ver, eso debió de ser sobre el año 79 u 80. Lo sé porque el pobre señor murió en el 81 y eso fue uno o dos años antes. A doña Blanca, en cambio, ya no la vi más.

—Muchísimas gracias, Suad, bendita sea su memoria.

Ella sonrió, orgullosa, y se marchó a buscar a Helena.