1939. Primer año: Frente a frente…
I
Al fin estoy en Moscú: «Hotel Lux», calle de Gorki, 10, habitación 39. Se han acabado los viajes, el reposo, y ha comenzado la nueva vida. Desde hoy soy un funcionario de la Komintern, en mi calidad de representante del Partido Comunista de España. Cada día, a las ocho de la mañana, un autobús especial me llevará hasta la Komintern: un edificio en forma de U, rodeado de altos muros con pedazos de vidrio en la parte superior, complementados con alambre de espino. Todas las tardes, el mismo autobús me volverá al hotel. Cada mañana deberé enseñar a la guardia —uniformes caqui y pistola al cinto— mi carnet; cada tarde tendré que volver a mostrarlo para poder salir. Y entre este espacio de tiempo —nueve de la mañana a seis de la tarde— tendré que enseñarlo muchas veces: tantas como entre y salga del pabellón donde está mi despacho; tantas como tenga que entrar o salir en los otros pabellones que constituyen la gran ciudadela del Estado Mayor de la Revolución Mundial.
Me han explicado con todo detalle y mucha seriedad la importancia de este requisito. Posiblemente se han esforzado tanto porque existe una idea muy extendida de que los españoles somos gentes poco disciplinadas.
Este carnet de tapas rojas, de nueve centímetros de largo por seis de ancho, me sirve para entrar y salir de la Komintern; para entrar y salir del hotel donde vivo. ¡Vale mucho! Mucho más que el documento que me han dado las autoridades soviéticas para residir en el país. En este documento soy un español sin ciudadanía, que está obligado cada tres meses a presentarse a la policía para prorrogar la autorización por otros tres. Este documento tiene poco valor: en él soy un extranjero al que no se le considera ni ciudadano soviético, ni ciudadano de su propio país. Soy un hombre «sin ciudadanía». No soy yo solo. En este mismo caso se encuentran todos los emigrados españoles y no pocos rusos a los que por diversos delitos —políticos o comunes— les han quitado lo que no creía que pudiera quitarse. Esto es origen para mí de no pocas situaciones desagradables. Cada vez que tengo que enseñar los documentos —y no son pocas— y ven «sin ciudadanía», comienzo a parecer sospechoso. Sin embargo, con el pequeño carnet de tapas rojas, ¡qué distinto es todo! Tengo el mismo nombre que en el documento de residencia: Luis García (la conspiración me ha privado hasta de mi propio nombre), pero mientras que en el documento de identidad soy un «sin ciudadanía» en este otro soy «un funcionario de la Komintern».
Desde la pequeña habitación del hotel veo la parte sur de la calle de Gorki; enfrente, pequeñas casas que han comenzado a derribar; un poco más a la izquierda el edificio del Soviet de Moscú, viejo caserón pintado de rojo; luego, hacia el fin de la calle, el «Hotel Nacional», la Biblioteca de Lenin, parte de la Plaza Roja y las torres del Kremlin. Cuando dejo de mirar a la calle doy vueltas y más vueltas por la pequeña habitación, como si pretendiera darme cuenta de cuáles han de ser en el futuro las dimensiones de mi vida privada: un cuadrado, dos ventanas y un mirador; una mesa de despacho con teléfono; una estatua de bronce de la que falta un brazo, y un viejo sillón; además, una cama alta, con bolas de metal, y un sofá; un armario, detrás del cual hay un lavabo cuyo depósito se debe llenar con extraordinaria frecuencia… Y es todo. Husmeo y no encuentro esas pequeñas cosas indispensables para vivir: no hay vajilla, ni cacharros de cocina.
Allá lejos, a cuarenta y cinco minutos de autobús, tengo otra pequeña habitación, pero es distinta: el cuadrado es más pequeño; en vez de una mesa de despacho hay dos; en vez de dos ventanas y un mirador, una sola ventana que da a un patio en el que se amontonan los residuos de las calderas de la calefacción, y dos grandes retratos frente a frente: Lenin y Stalin… En ella deberá desenvolverse mi vida política.
Pero estoy en Moscú…
Mientras ando de un lado para otro, aguardando a Esperanza que debe llegar de Planiernaia, casa de reposo adonde nos llevaron desde la estación, mis pensamientos vuelven hacia atrás. Es difícil despojarse rápidamente de recuerdos que entraron al rojo vivo entre nosotros. Cierto es que todo parece muy lejano, aunque de ello sólo me separan meses; mas a pesar de esa lejanía de horizonte, se ve, diría que con claridad microscópica, todo lo que fue agobiador y torturante… Madrid con un gesto distinto y una gran tragedia sobre sus casas y sus hombres… La frontera: columnas interminables de hombres y cosas… Guardias Móviles: comercios sin escaparates y sin precios fijos y vendedores y compradores; Guardias Móviles, comerciantes de artículos robados en amena charla y regular intercambio.
El Gobierno francés ha anulado el derecho de propiedad a los refugiados españoles. ¡No necesitan nada! Campos de concentración y refugios, los hay a montones en el sur de Francia.
El mundo se siente atraído por las cifras que da la Prensa francesa: «A Francia le cuesta seis millones de francos diarios el mantener a los refugiados». El mundo no ve o no quiere ver el negocio del gobierno francés y de muchos franceses, que han lanzado a sus Guardias Móviles sobre una masa indefensa de medio millón de españoles.
Sigue la cadena de mis recuerdos…
La separación: unos a los campos de concentración y a los refugios; otros, fugitivos, a perderse por las ciudades y los pueblecitos de Francia.
Con Líster a París, después de nuestro regreso de la zona Centro-Sur. No ha querido privarse de sus patillas, ni de su boina, ni tampoco de los pantalones de su uniforme de coronel. Cree en la democracia francesa y cree también en la adoración de franceses y francesas hacia las grandes personalidades. Sus patillas, su boina y sus pantalones de uniforme nos han conducido a la Süreté Nationale. Ni aun entonces, perdió Líster la fe en la democracia francesa. Y cuando el jefe de la policía le hizo saber que era un gran aficionado a coleccionar fotografías de grandes figuras, Líster, tosca, pero cortésmente, le obsequió con un retrato en el que destacaban sus patillas y sus tres barras de coronel.
Esto no impidió que nos echaran de París. Después, residimos en Chatillon-sur-Loire: un pequeño pueblo, un pequeño hotel de unos argelinos y un desfile interminable de días grises. De vez en cuando la visita de un diputado comunista francés, que nos aconsejaba paciencia y no quebrantar la orden de residencia del jefe de la Süreté Nationale. Planeación y breves escapadas a París, y leer y leer periódicos con la esperanza de encontrar la noticia del despertar de Francia.
Muy poca correspondencia. Con mis dos hermanos concentrados en Argelés y con mi madre, hermana y cuñadas. Después una visita a Clermont-Ferrand para verlas encerradas en un refugio en el que los Guardias Móviles husmean día y noche sobre la carne joven de cientos de mujeres, en espera de un desfallecimiento físico o moral.
Al fin una llamada de París para Líster. Franco le acusa de crímenes y se habla de que pedirá su extradición. Tan sólida es la democracia francesa, que algunos de sus componentes, los dirigentes del Partido Comunista de Francia, le sacan precipitadamente de las riberas del Loire para embarcarlo horas después con rumbo a Leningrado. Después soy llamado yo. Llegada a París; encuentro en un pequeño café y desde allí al Consulado soviético. Por la tarde, la estación; encuentro y despedida de Margarita Nelken; horas después a El Havre y, por último, un pequeño barco en cuyo mástil ondea una bandera con la hoz y el martillo. Por una rampa a la cubierta; desde la cubierta a los camarotes colectivos. Todo es triste en estos días: cielo plomizo, alejamiento de España, abandono de los nuestros y una frialdad mortal que envuelve al Siberia y a sus tripulantes.
No creo que sea una ilusión, pero no estoy muy seguro. Posiblemente hace sol; quizás el alejamiento de España ni será mucho ni largo; ¿quién quita que no abandone a los míos sino que simplemente me aleje de ellos, y por qué no pensar también que no hace frío ni hay frialdad en el Siberia y en sus hombres?
Al otro día, un gran buque de pasajeros que atraca detrás de nosotros. De todas los sitios cuelgan banderas; en todas ellas hay una cruz gamada y en todos nosotros una angustia que araña la garganta. Pero este encuentro me hizo comprender que por encima del dolor de los que lucharon y sufren el tormento de le derrota están las relaciones diplomáticas.
El 24 de abril zarpamos. Al otro día el capitán nos dio un cuarto independiente para Esperanza y para mí.
Había que sobreponerse. Una derrota no siempre es el fin. No podíamos hacer de nuestro camarote una celda. Había que pasear, hablar. Paseamos y comenzamos a conversar con los españoles y con los rusos. Con los primeros, de nuestra tragedia; con los segundos, de nuestro futuro… un futuro del que sólo nos separaban seis días de navegación.
Un viaje sin grandes cosas: un barco español llevando a Franco mineral sueco, un mar rizado, unas horas de molestia, y un mitin con motivo de la proximidad del primero de mayo, en el que hablamos un poeta alemán, el comisario del barco y yo. El 30 de abril, flanqueado por las costas de Finlandia y de la U.R.S.S., el estrecho pasillo que nos conduce a Leningrado.
Kronstad: siluetas de soldados con el fusil al hombro; barcos de guerra y submarinos en reposo… gris. Gris el cielo, los capotes, los barcos.
Una motora se acerca al costado del Siberia. Marinos con capotes negros suben por la escalera. Entregamos los documentos, abrimos los equipajes y esperamos. Una espera que sólo interrumpió la entrada de una mujer de uniforme preguntando precipitadamente, en un español aprendido no menos precipitadamente: «¿Traen libros?». Luego un desembarco en una estación marítima de madera, en la que hay múltiples banderitas, poca gente y algunos escaparates donde no se vende lo que se enseña. Los delegados del Socorro Rojo internacional se apoderan de nosotros. Todo está previsto: dormiremos en el tren que ha de llevarnos a Moscú; al otro día presenciaremos el desfile frente al Palacio de Invierno; visitaremos una escuela de niños españoles y más tarde al tren otra vez, pero esta vez para llevamos a la capital soviética.
Todo fue muy rápido. Desde una tribuna especial presenciamos el desfile: magnífico ejército y magníficos equipos; las armas de que carecimos durante treinta y dos meses…
Después desfiló el pueblo y con él el primer contraste. Mas era comprensible: en el orden de las necesidades nacionales ocupa el primer lugar la defensa.
Fueron muchas horas de ver pasar ejército y pueblo.
Terminado el desfile, nos llevan a ver la ciudad. Una traductora del Intourist nos va explicando cuanto pasa ante nosotros… Allí, el balcón desde donde Lenin habló a los obreros a su regreso de Finlandia… Allí la estatua de Pedro el Grande… Allí el Palacio de Invierno… Allí… Allí… Y después una casa de ladrillo: es la escuela número 5, donde estudian niños españoles.
Gran comida, canciones y bailes rusos y, por último, un mitin… Luego el tren y treinta y seis horas más tarde en Moscú, es decir, en la capital del nuevo mundo.
Sí, ya estoy en Moscú.
El mundo capitalista queda allá, con su miseria, con su explotación. He salido de un infierno. Ahora estoy en el país del socialismo, en el país donde todos somos iguales.
Mis sueños se han convertido en realidad.
Ayer todo lo veía a través de los libros y revistas; desde hoy veré el nuevo mundo a través de los hombres y las cosas.
Tengo dos cuartos, con dos medidas y dos funciones.
Y desde hoy a trabajar. Pero, ¿cuál va a ser mi trabajo? Me han dado casa, un despacho, un documento grande y otro pequeño, he sido nombrado representante del Partido Comunista de España en la Komintern, pero todavía no sé lo que tengo que hacer. Cierto que en un país donde 180 millones de personas construyen el socialismo, uno más no importa mucho…, pero ese despacho con teléfono, ese armario con tantos libros…
Sí; tengo que trabajar, si no, ¿para qué me han dado ese despacho? Tengo que trabajar, porque, además de un despacho con dos mesas, teléfono y un armario lleno de libros de los clásicos, soy un colaborador del Estado Mayor.
Bien, mañana hablaré con Geroe[1] o Stepanov. Uno es húngaro, el otro búlgaro.
El primero es secretario político de Manuilski; el segundo lo es de Dimitrov. Los dos fueron delegados de la Internacional Comunista en España. Me conocen y les conozco. Sí, ellos me dirán. Al fin y al cabo ellos… son ellos.
Me he levantado lleno de optimismo. He descansado y hace sol. Dejo a Esperanza frente a la tarea de organizar nuestra vida y salgo a la calle. El autobús nos espera. Mucha gente. Soy una novedad. Se habla en muchos idiomas, pero se mira en una sola dirección. Diez minutos, veinte, cuarenta…
Al fin, el autobús entra en el recinto de la Komintern. Me alegro. Ha terminado la pequeña tortura de oír que hablan de uno sin saber lo que dicen. Ya estoy en el despacho. Me siento y fumo.
Me gustaría hablar por teléfono, pero no sé qué número quiero, ni con quién hablar, ni qué decir.
A las diez, una mujer entra con una bandeja: un vaso de té, dos manzanas y un bollo. Termino. Me levanto y me acerco al armario. Hay muchos libros y todos en español. Pero no siento ganas de leer. Quiera hablar con Geroe o Stepanov; quiero saber qué tengo que hacer; quiero hacer algo. Pero, ¿cómo verlos?
A las once llega a mi despacho Chapiro. Es un traductor de la Sección de Prensa y Propaganda. Ha estado varios años en Cuba y habla bastante bien el español. Me trae unos periódicos de América Latina para que les dé un vistazo. Le expongo mis deseos de hablar con Geroe o Stepanov…, pero me mira y no contesta. A la una viene a buscarme para ir al comedor. Me orienta sobre el menú y pide lo que cree que más pueda gustarme.
El comedor es una gran sala rectangular con pequeñas mesas para cuatro personas y un gran retrato de Dimitrov [2] en el fondo. Aquí la gente come despacio y habla rápido. Los que menos hablan son los finlandeses… Todo esto es una pequeña torre de Babel.
La tarde transcurre lenta. Fumo y fumo. La atmósfera de mi pequeño despacho me recuerda los viejos cafés madrileños. Siento el cuarto como una pequeña camisa de fuerza. Quisiera hablar con alguien; tengo el teléfono al alcance de mi mano; hay varias personas a las que puedo hablar y, sin embargo, estoy condenado al silencio.
¿Dónde estará Geroe? ¿Dónde estará Stepanov? ¿Qué número de teléfono tendrán? Vuelvo a fumar. Y poco a poco me voy olvidando de Geroe, Stepanov…
Las seis. Salgo del despacho y lentamente me encamino hacia el autobús. Subo y me siento en un rincón. Otros hablan y otra vez miran. Uno de la guardia sube y pide los documentos; los comprueba y salimos. Ha terminado mi primer día como funcionario de la Komintern.
II
Hoy, mi segundo día como funcionario de la Komintern, he podido ver un poco más de este edificio en donde debo trabajar hasta no sé cuándo. Ya sé que en el tercer piso, a excepción de una ala que ocupa la Internacional Juvenil Comunista, trabaja Dimitrov con sus colaboradores. Pero ambos «centros de trabajo», a los que antes unía un largo pasillo, hoy están divididos por un grueso muro. Para llegar a las oficinas de Dimitrov no existe más que un camino: la puerta principal, un centinela, un piso, dos, tres, otro centinela: hombre, mesa, silla y teléfono, y unos metros más allá una puerta forrada de guata y hule para que ni entren ni salgan ruidos. En el segundo piso trabajaba Manuilski, el segundo secretario, con sus colaboradores más inmediatos: Geroe, Golubeba y Tania. Después están los despachos de los demás secretarios de la Komintern que se encuentran en Moscú: de Kussinen, Marty, Pieck, Florin, Gottwald… Y también los despachos de algunos representantes de partidos comunistas extranjeros. En el primer piso —según descendemos, bajan las categorías— está la Sección de Prensa y Propaganda que dirige un tal Freidrich, un checoslovaco que siempre camina con el cuerpo echado hacia delante y empujándose el pelo hacia la frente como si quisiera dar cierta personalidad a algo que no la tiene. Aquí también trabaja Fritz, austríaco, el único superviviente del famoso Buró Latinoamericano Comunista; luego vienen traductores, estilistas, mecanógrafas, etcétera. En una de las alas de este mismo piso está la Sección de Cuadros de la Komintern —yo diría la sección de radiografías del funcionario, de sus antepasados y descendientes—. Más abajo, en la planta, está el imperio de la burocracia administrativa, a excepción de una de las alas en las que está prohibida pasar a todo el mundo…, menos a unos hombres muy serios, con gorras, abrigos, zapatos y caminar «standard».
Fuera del edificio también he visto más que el día anterior. Me he dado cuenta —el primer día estaba demasiado preocupado con los hombres para darme cuenta de las cosas— que el edificio es una monotonía de ventanas: muchas y todas iguales. Tiene un aspecto extraño: ni es triste ni es alegre, pero…, hay algo que no acierto a adivinar. Sí, es la residencia del Estado Mayor de la Revolución Mundial; a él llegan todas las noticias del mundo y bajo su techo se cobija el cerebro colectivo de la revolución mundial; pero no es eso lo que me impresiona, y, sin embargo, no sé qué pueda ser.
Mientras llega el momento de tomar el autobús, paseo por el jardín que rodea el edificio. Ayer no vi nada o casi nada de lo que hoy atrae mi atención. Por ejemplo, en cada esquina de la «muralla» que rodea nuestro centro de trabajo hay grandes focos eléctricos montados sobre caballetes de madera, destinados, al parecer, a iluminar en un momento dado todo el espacio que hay entre la «muralla» y el edificio. Pero me ha llamado mucho más la atención una hilera de grandes postes de madera, a una distancia unos de otros de cerca de cincuenta metros y que forman en realidad una paralela con los muros que rodean el edificio. De dichos muros no están separados más de cinco metros. De poste a poste cruza un alambre que les une de seis milímetros de grueso. En cada uno de estos alambres hay una argolla que corre fácilmente, de cada argolla pende una gruesa cadena, al final de la cual hay un enorme collar. No comprendo… tantos postes, tantos alambres, tantas cadenas y tantos collares… Mas el misterio desaparece: por las noches, de cada uno de estos collares es atado un gran perro; éste, haciendo resbalar la argolla, recorre unos cincuenta metros de longitud a no más de medio metro de los muros. Quiere decirse que si algún enemigo, ¿quién si no?, logra salvar las muros, los vidrios de punta, el alambre espinoso, tropezará con una verdadera línea de perros.
Lo mismo que se guardan las fronteras del país, hay que guardar los centros nerviosos de la dirección del Estado soviético y del movimiento revolucionario mundial. Fuera del país, un mundo hostil; dentro del país, las avanzadillas de este mundo: la diplomacia, que, según me han advertido, husmea y donde puede, a través de quien sea, penetra.
Los nombres de Tukachevski, Zinoviev, Kamenev, Bujarín, Piatniski y otros me han hecho comprender.
He visto un poco más. Al fin subo al autobús que ha de llevarme a la ciudad y espero. Mientras tanto, observo a los que van subiendo. El mismo gesto, las mismas carteras. Me recuerdan a Ford y su famosa producción en serie. Algunos sacan de sus voluminosas carteras periódicos y libros y leen. Inspiran respeto. ¿Quiénes serán y qué hará cada uno de ellos?
Un hombre con uniforme sube al autobús. Automáticamente cada uno de nosotros saca el pequeño carnet de tapas rojas. Un portazo. Un motor en marcha. Y un pequeño camino hacia la ciudad. Dejo de mirar a mis compañeros de viaje y miro lo que va desfilando a través de los pequeños y no muy limpios cristales. No, no es indiferencia o desprecio hacia mis compañeros de trabajo, de comedor, de autobús, de hotel, no, no es eso, es que al fin y al cabo la revolución no son estos hombres silenciosos y extrañamente abstraídos, ni el nuevo mundo es el edificio de tres cuerpos, con innumerables ventanas, rodeado de muros, vidrios, alambre espinoso y una segunda línea de defensa dispuesta a clavar sus colmillos en la carne.
Hay que ver también todo lo que no es esto. Pues ya no tengo que ver el mundo del socialismo a través de formulaciones ni como una cosa más allá de mi horizonte visual: el mundo del socialismo es una realidad dentro de la cual vivo.
Ha quedado atrás el lugar donde están levantando la Exposición Agrícola que nos mostrará los adelantos de la agricultura soviética; pasamos por delante del gran andamio que rodea las dos figuras metálicas que coronaran el pabellón de la U.R.S.S. en la Exposición de Nueva York; desfilan durante un gran rato pequeñas casas de madera. Luego un puente y una estación de ferrocarril ante cuya entrada se amontona mucha gente con muchos bultos. Ahora una ancha calle asfaltada, con edificios de varios pisos y mucha gente por las aceras. Me gustaría bajarme del autobús, pero no sé decir lo que quiero ni tampoco estoy seguro de que sabría llegar al hotel.
El autobús se vacía ante la puerta del «Lux». La gente penetra rápida, enseña el «propus» al portero (ya sé cómo se llama en ruso este pequeño carnet de tapas rojas) y hace cola ante el ascensor… Ya estoy en mi cuarto.
Y en él algunas novedades: la mujer de Ercoli[3] ha dado a Esperanza una cazuela de aluminio; Barneto nos ha prestado una sartén, dos vasos y dos cubiertos. Acompaño a Esperanza a la cocina. Es una habitación cuadrada, de techo bajo, oscura; hay un gran fogón de gas con ocho hornillos, una mesa de madera en el centro y una pila con dos grifos. Todos los hornillos están ocupados; las amas de casa colocan por encima del derecho común las necesidades familiares. Cierto que cada habitación del hotel tiene asignado un hornillo, pero hay quien ocupa dos. Esperamos. Esperamos mucho: hasta que una mujer vieja, gruesa y despeinada entra y se lleva su tetera. Rápidamente colocamos nuestra sartén y en ella dos filetes, 5,20 en rublos. Demasiado dinero para una cena.
Cenamos rápidamente y salimos. Bajamos por la calle de Gorki hasta llegar a la Plaza Roja… Ya estamos frente al Mausoleo de Lenin; en él dos hombres de guardia que parecen de bronce; detrás las altas murallas del Kremlin, sus torres, sus estrellas; a la izquierda, la antigua Catedral de San Basilio convertida en museo.
Silencio y penumbra. Allí… y más allá… En este momento, para nosotros, el mundo lo constituyen dos hombres, dos nombres: Lenin, Stalin.
Regresamos. Se ha roto el silencio: automóviles, tranvías, gente, mucha gente. Curioseamos: las casas, los automóviles, los hombres, los escaparates. Todo nos llama la atención. Todo nos atrae. El otro mundo no existe. Olvidado todo lo de allá, todo nos es nuevo, maravilloso. Nos detenemos ante un escaparate: jamones, embutidos, botellas de vino, enormes quesos, conservas. ¿Quién no se siente optimista? ¿Quién se atreve a hablar del hambre rusa?
Nos reímos mucho, a carcajadas. Todos los artículos expuestos en el escaparate son de cartón, pintado con colores chillones, pero a pesar de todo nos es simpático. Además, ¿por qué tener los artículos verdaderos expuestos al polvo y al sol? Pasamos por delante del hotel y continuamos hasta la Plaza de Puskhin. A un lado, su estatua en bronce; al otro, el edificio de «Izvestia», un poco más lejos el viejo caserón de Radio Moscú.
De regreso, me siento ante mi pequeña mesa de despacho. Tengo tanta alegría, que hasta me da lástima la estatua de bronce a la que arrancaron un brazo. Y quisiera gritar cuanto siento, pero ¿a quién? Los rusos se reirían de mí si me pusiera a hablarles a gritos y de sus cosas; se lo contaré a los que no han visto nada de esto. Y comienzo a escribir a un compatriota, viejo residente en Francia, en cuya casa pasé algunas horas: «Al fin estoy en el país del socialismo, en el mundo de la felicidad… ¡Qué alegría…! Sólo quisiera poder llegar hasta tu viejo París, hasta nuestro amado Madrid, hasta Londres o Nueva York llevando en la palma de la mano un Moscú chiquito para gritaros: "Camaradas: mirad nuestra patria, la capital del país donde no hay ni explotados ni explotadores, donde no hay paro ni miseria… Mirad, camaradas, mirad… Pero tengo que conformarme con contarte lo que he visto…"».
Leo la carta a Esperanza. No hace ningún comentario. Paseo por la habitación. Me acuesto. La alta cama con sus boliches dorados me parece el corolario de nuestra felicidad.
Apago la luz, cierro los ojos y pienso. Cada día tiene su balance: en el mundo socialista y en el mundo capitalista. No quiero pensar en la Komintern. Concentro mis pensamientos en la gran ciudad que he comenzado a ver y en el gran pueblo con el cual convivo. El mausoleo de Lenin…, las altas torres del Kremlin. Y detrás de ellas me parece ver a Stalin con su vieja pipa, inclinada su cabeza sobre un montón de papeles. Cuanto leí de la historia de la revolución rusa y la vida de estos dos hombres va desfilando ante mí lentamente, acariciadoramente… ¿Durante cuánto tiempo? Siento que el sueño llega. Y lo recibo con una sonrisa; creo que es la primera vez que lo recibo así desde hace treinta y cuatro meses.
Moscú es una gran ciudad que se desarrolla a lo ancho; es una ciudad limpia, con muchas casas de madera y unas decenas de edificios nuevos con muchos pisos. Es una ciudad que se transforma, con un pueblo que cambia. Pero todavía domina lo viejo en las casas, en los hombres, en la ropa… Madrid… París… ¡Soy un estúpido! ¿Cómo puedo comparar aquello con esto? Aquello es el mundo capitalista; esto es el mundo del socialismo. Cierto que no todo es tan bonito como lo habíamos visto en las revistas que llegaban hasta nosotros. Pero esto no es culpa de los soviéticos: en la fotografía, la reducción hace los defectos casi imperceptibles. Y no hubiera sido lógico mirar las cosas con lupa.
Creo que estas reflexiones han sido los sueños de mi primera noche de felicidad en mucho tiempo.
III
Tercer día. Decididamente me siento más alegre en la calle o en mi habitación del hotel que en este pequeño cuarto de trabajo. En la calle veo, oigo, hablo y río… En el hotel me siento como en una pequeña república de la que yo fuera presidente. Aquí es distinto. Tengo que hacer algo; debo hacer algo. Los dos retratos, frente a mí uno, a mi espalda el otro, parecen mirar el cenicero con mal humor. Aquí todos tienen el deber de trabajar, porque construir el socialismo no es estar en un despacho sentado fumando y fumando, sino levantar casas y fábricas, roturar tierras, electrificar, sembrar la tierra de rayas de acero o franjas de asfalto. Pero yo no hago nada a pesar de que me den 700 rublos al mes; a pesar de que estoy obligado a trabajar por el socialismo en mi país: por los que quedaron allí o agonizaron en Francia, que también en el país de las tres revoluciones agonizan entre alambre de espino los héroes de la primera batalla…
Y sin embargo, no hago nada.
Pero nadie me llama, nadie me dice qué tengo que hacer… Y desgraciadamente, ¡cuánto hay que hacer…!
Quiero que el reloj marque la una. Quiero salir de este cuarto para ir al comedor y ver gente, hablar con alguien, preguntar, saber. Todo menos continuar aquí como un combatiente que en el fragor de la batalla se hubiese escapado a un lugar tranquilo.
Las doce. Mi reloj no comprende que tengo prisa.
Las doce y media. Tengo ganas de salir del cuarto y correr… correr. Pero ¿qué dirían si me vieran paseando por el jardín…? ¿Qué pensarían si me vieran llegar al comedor media hora antes de la fijada…?
La una menos cuarto… La una.
¡Al fin!
Me levanto y bajo las escaleras como un loco. Llego al comedor: nadie. Avergonzado, procuro disimular mirando un periódico mural que hay en un pequeño vestíbulo del que no entiendo nada. Al fin comienza a llegar gente: ellos tienen hambre, yo aburrimiento. Pero debo ser disciplinado, esperar. Cuando mi hora llegue, me llamarán, estoy seguro… Ellos piensan en todo… Lo malo es que yo también pienso en muchas cosas… ¿Si viera a Geroe?
Más y más gente. Pero es lo mismo; hasta ahora no conozco a nadie. Nadie habla como yo.
Sí, ¡es Geroe…! Anda rápido, con la cabeza inclinada sobre el pecho… Cuando saluda, y saluda muchas veces, su cabeza sube y baja como movida por un resorte.
No puedo perder la oportunidad. Cuando va a llegar a mi altura, salgo a su encuentro rápido, nervioso…
—¡Geroe…!
—¿Qué hay, Castro?
Me extiende la mano, me coge del brazo y entramos… En un rincón del comedor hay un pequeño mostrador, una pequeña caja registradora y una muchacha que parece regular la marcha del mundo. Geroe mira el menú y después me pregunta qué quiero comer…
—Lo que más se parezca a lo «nuestro»…
Pide rápido. Nos dan unos tickets y damos unos rublos. Después nos sentamos ante una mesa situada en un rinconcito y esperamos. Llega la sopa. Geroe come rápido. Sólo levanta la cabeza cuando parece que le falta el aire. Entra y sale mucha gente. Geroe debe ser algo muy importante en esta casa: le saludan muchos, él responde bajando y subiendo la cabeza. Casi no como. Toda mi atención se concentra en él: en su cara, en sus gestos, en sus ojos. Me da la impresión de que come porque tiene que comer, pero que lo hace sin entusiasmo, con precipitación, como si sus pensamientos estuvieran a miles de kilómetros del plato: en Francia, o en España, o en China. Sus ojos, perdidos en la lejanía, dan la impresión de estar presenciando o dirigiendo una batalla que se debe ganar a cualquier precio, pero que cualquier descuido puede hacerla perder y provocar una retirada estratégica… y otra vez vuelta a empezar.
—Pedro —le digo con cierta timidez—, tenía muchas ganas de hablar contigo…, que me aconsejaras sobre mi trabajo…
—Sube después a mi despacho… Tengo mucho que hacer, pero hablaremos.
Traen otro plato. Ahora es el tenedor el que sube y baja… Le saludan. Saluda.
Retiran los platos y traen dos vasos de café. Toma el suyo, rápido. Se levanta. Me da la mano automáticamente y atraviesa el salón muy de prisa… Saluda. Le saludan. Al fin se pierde en un recodo. ¿Qué le esperará?… ¿Un montón de papeles o seguir dirigiendo una batalla, allá lejos, que se debe ganar, pero que se puede perder?… No lo sé.
Espero un rato sin saber qué hacer. Cualquier español que me viera, pensaría que estoy saboreando el café. Pero la especialidad de los rusos es el té.
La gente me mira. Un hombre cetrino, con pelo negrísimo y una gran sonrisa, se acerca lentamente hacia mi mesa.
—¿Es usted el camarada español?
—Sí.
—Muy contento de conocerle. Ya soy brasileño. Me llamo Octavio Brandao.
Se ríe.
—Mi despacho está en el tercer piso. Cuando quiera, suba a verme. Allí hay periódicos, revistas… Además, hablaremos de España, del Brasil…
Se sienta y comienza a comer. No espero. Me despido y salgo. Mi obsesión es Geroe. Si esta esperanza falla…, subiré al tercer piso.
El despacho de Geroe es una pequeña habitación al lado de las oficinas de Manuilski. Hay dos grandes retratos y dos grandes mesas y una pequeña ventana. Sobre la mesa, un montón de periódicos y revistas. Y embebido en la lectura de ellos, Geroe. En un rincón veo una pesada caja fuerte. En otro, un armario y en éste los lomos de numerosos libros. No puedo detenerme mucho. Geroe me señala una silla. Me siento. Me mira. Le miro. Él espera y yo no sé cómo empezar. Le veo distinto a como era en España. Allí, a pesar de ser uno de los delegados de la Komintern, era cordial, comunicativo, humano. Aquí me parece frío, protocolario, sin personalidad.
—Tenía ganas de verte, Geroe, para saludarte y, además, para que me orientaras. Llevo varios días metido aquí sin saber nada, sin hablar con nadie…
—Comprendo… comprendo.
—Yo quiero hacer algo…
—Comprendo…
Después de este tercer «comprendo», dicho con el mismo ritmo y el mismo tono que los anteriores, me mira, luego su mirada se dirige hacia la ventana y tengo la impresión de que piensa. Comienzo a irritarme. Buscaba al hombre y he tropezado con el funcionario. ¡Cuán lejos estaba de saber todo el significado de esta palabra! Sigue pensando. Después, parsimoniosamente, toma una caja de cigarros, en cuya tapa un cosaco montado a caballo parece marchar hacia un fondo de montañas y de nieve, y me ofrece uno. Toma otro. Encendemos. Fuma él y fumo yo… y, además, piensa…
—¿Sabes —me dice en voz baja, con tono de misterio— que están comenzando a llegar algunos camaradas de la dirección? Es de esperar, por tanto, que muy pronto comenzará la discusión sobre el final de la guerra… Cuando la discusión termine, creo que tendrás trabajo… Independientemente de esto, yo hablaré con el camarada Manuilski de ti…
Se calla. Espero unos segundos… Geroe continúa callado. Salgo rápido dejándole con la cabeza metida entre papeles y periódicos. Llego a mi despacho. Entro y cierro la puerta dando un portazo. Miro el reloj: son las cuatro de la tarde. Todavía faltan dos horas para tomar el autobús, llegar a la ciudad, al hotel, a mi habitación. En estos momentos me es más simpática la estatua de la mujer manca que Geroe, el secretario político del segundo secretario de la Internacional Comunista.
Suena el teléfono. ¿Será una equivocación?… Tomo el auricular y oigo hablar en español. Es una voz ronca de mujer, constantemente interrumpida por una tos honda. Me invita a ir a su despacho, me da toda clase de explicaciones… Salgo, atravieso el patio, entro en el pabellón de enfrente, subo unas escaleras, tuerzo a la izquierda y me detengo ante una puerta en la que hay un número pintado: el 26. Llamo. La misma voz ronca de antes me contesta. Abro la puerta y me encuentro ante una mujer de unos cincuenta años, con la cara arrugada y el pelo ceniciento. Sentada ante una mesa, con un cigarrillo en la mano, me mira y sonríe. Le estrecho la mano y me siento.
Llaman al teléfono.
—Perdone un momento, camarada Luis —me dice—. Descuelga el auricular y comienza a hablar a gritos y a toser y toser. Mientras tanto observo cuanto me rodea: dos retratos, dos cajas fuertes, varios armarios llenos de carpetas con papeles y humo, mucho humo. Estoy en el despacho de la camarada Blagoeva[4], responsable del sector latino de la Sección de Cuadros de la Internacional Comunista.
Ella, mientras tanto, habla, fuma y tose. Yo espero.
Al fin cuelga el teléfono y me mira sonriendo.
—¿Un cigarrillo, camarada Luis?
Tomo el cigarrillo, lo enciendo, fumo y sigo esperando. Me mira y la miro. A pesar de su aspecto horrible, esta mujer me es simpática. Tiene el mismo aire que Geroe, yo diría que hasta los mismos gestos, aunque un poco más bruscos. Pero sabe reír y sonreír. Y esto ya es mucho en cierta clase de gente. Yo espero. Y ella, ¿a qué espera?… Al fin coge una pluma y escribe. La pluma araña el papel y me hace estremecer.
—Camarada Luis —me dice con la misma sonrisa—, me ha encargado el camarada Bielov, ¿sabe?, tres cosas. Primera (y se cogió un dedo de la mano izquierda): que le tenga a usted al corriente de cuando lleguen camaradas españoles a Moscú para que los reciba como representante del Partido Comunista de España. Segunda (se cogió otro dedo): pedirle que nos ayude a hacer una relación de los camaradas que han llegado a la U.R.S.S., con sus características más importantes. Tercera (y se cogió el tercer dedo): que nos haga usted su biografía.
La miro.
—Usted sabe, camarada Luis, la sección de cuadros necesita este material, debe conocer a los cuadros extranjeros…
Inclino la cabeza en señal de asentimiento y salgo. Detrás de la puerta guateada y forrada de piel quedan los retratos, las cajas fuertes, mesas, papeles, una mujer, mucho humo, el ruido rítmico de una tos crónica y el prototipo del funcionario de la Komintern.
Esta vez cruzo el patio despacio. Cierro la puerta del despacho lentamente. Lentamente me siento, saco de un cajón un montón de cuartillas y me dispongo a escribir…
¡La disciplina es una ley!
Comienzo…
«Enrique Castro Delgado. Natural de Madrid, España. Edad: 31 años Estado: casado. Profesión, metalúrgico. Después periodista (redactor de "Mundo Obrero", órgano del Partido). Ingresé en el Partido Comunista en el año 1925…».
Me cuesta trabajo seguir.
«He sido miembro del Comité Provincial de Madrid desde 1932 y miembro del Comité Central desde 1937…». Me siento cansado, mejor dicho, irritado. Pero hay que seguir. Blagoeva era una sonrisa, pero también una orden. Bielov no sé quién es. Escribo… escribo… «Organizador y primer comandante-jefe del Quinto Regimiento de Milicias Populares…». «Director General de Reforma Agraria…». «… Secretario General del Comisariado Político del Ejército Regular Popular…».
Termino por hoy. Son las seis menos cinco… Meto las cuartillas en uno de los cajones. Dejo la mesa limpia y cierro todo lo que puede cerrarse (está prohibido dejar papeles encima de la mesa, dejar abiertos cajones, armarios, etcétera) y salgo. Hoy tengo más ganas de abandonar la Komintern que otros días. Subo rápido al camión. Desde uno de los rincones, unos ojos y una sonrisa; después, una señal indicándome un asiento vacío. Me siento, a mi lado la camarada Blagoeva. El autobús arranca. Momentos después «ella» acerca su boca a mi oído y me dice en voz muy baja:
—¿Ya comenzó, camarada Luis?
—Comencé, camarada Blagoeva.
Se sonríe. Me sonrío. Y no volvimos a mirarnos ni a hablar, ni a sonreírnos en todo el camino.
Al entrar en mi habitación tiro la cartera sobre uno de los sillones y me siento. Como la noche anterior, dos filetes: 5,20 en rublos. Pero hoy, después de cenar, no salimos. Me siento cansado. El lugar que otra noche ocupara en mis pensamientos el recuerdo de Lenin y Stalin lo ocupa hoy la biografía… Hoy no hay balance, ni sonrisas, ni sueños agradables. Sólo un terrible dolor de cabeza y en mi interior el eco de una tos honda y crónica.
IV
Me levanto cansado y con la obsesión de la biografía. Bajo y llego hasta el autobús: el mismo y las mismas casas del día anterior, de todos los días. Diez minutos, veinte, cuarenta. Otra vez la Komintern… Y nos desperdigamos por los trescientos cuartos, por las trescientas ventanas y los seiscientos retratos, por este inmenso edificio, recinto de un ex fantasma que recorre el mundo.
Rompo el precinto de la puerta y entro. Rajo los precintos de la mesa, del armario, de la ventana (cada día, después que salimos, la guardia precinta todo lo precintable), saco las cuartillas y comienzo a leer lo que escribí el día anterior.
Después escribo… Una hora, dos… Al fin la firma: «Enrique Castro Delgado».
Salgo rápido, cruzo el patio, subo unos escalones, tuerzo a la izquierda y me detengo ante una puerta. Oigo toser. Llamo y entro. Blagoeva me mira y sonríe y para que no encuentre ninguna diferencia con el día anterior fuma y tose.
Nos estrecharnos las manos.
—La biografía, camarada Blagoeva.
—Gracias, muchas gracias, camarada Luis.
Se pone unas gafas de martillo (¿Molotov, Beria?), y comienza a leer…
—Bien, camarada Luis, si hubiera alguna duda, le llamaría. Muchas gracias.
Ya en mi despacho sigo pensando. Estoy preocupado. Retengo los hechos pero olvido las fechas… ¿y qué pensarán de mí si algunas fechas estuvieran equivocadas?
M…
Es la una. Me dirijo al comedor. Ante mí otra vez el pequeño mostrador, la pequeña caja registradora, marca «Nacional», la muchacha y el menú. Miro el menú como podría mirar un cuadro de Picasso. Al fin me decido a ponerlo ante los ojos de la muchacha y señalar con el dedo algunas de las líneas escritas. Doy un billete de diez rublos y recojo el cambio y una tira de tickets. Me siento a la mesa y espero. Espero con curiosidad y unas enormes ganas de reírme a carcajadas: ¿Qué me servirán? Una sopa agria. Un guisado agrio. Y después, café.
Me conformo con el café. Luego, parsimoniosamente, como si sobre mí pesara una difícil digestión, salgo. Me encuentro con Blagoeva. Me mira, se sonríe y se detiene delante de mí.
—Quiero que pase usted por mi despacho, camarada Luis.
Otra vez ante la mujer que ríe, que fuma, que tose y que, además, conoce las vidas y milagros de los comunistas de Francia, Italia, Bélgica, España, Portugal y América Latina.
—Camarada, ¿quiere usted decirme cuál fue su posición ante el grupo Bullejos-Adame?…[5].
—Estuve de acuerdo con la Carta Abierta de la Internacional Comunista.
—¿Por qué no lo ha puesto?
—Creí que después de tanto tiempo era un detalle que no tenía más que un valor histórico.
—Está usted equivocado, camarada Luis. Eso que usted llama detalle de valor histórico es muy importante desde el punto de vista político.
Recalcó casi todo: «detalle», «histórico», «importante» y «punto de vista político».
—¿Ha tenido alguna divergencia con la línea del Partido?
Su tono de voz es suave, diría que hasta acariciador… Sólo sus ojos brillan más que otras veces y se clavan en los míos, fija, muy fijamente.
—No creo… Bueno, algunas veces, sobre todo durante la guerra, la política del Partido no ha sido muy clara para mí.
Me miró:
—Una biografía, camarada Luis, debe ser una fotografía de la vida y la actividad revolucionaria de cada miembro del Partido. La vida de un revolucionario no se compone sólo de grandes hechos, también de pequeños detalles… Lenin y Stalin, camarada Luis…
Dejé de escuchar. No sé cuánto tiempo habló. Cuando se hizo el silencio me entregó la biografía y sonriendo me dijo:
—Escriba todo, camarada, hasta lo que usted crea que no tiene importancia…
Cuando llego a mi despacho una muchacha con varios paquetes de periódicos en las manos espera. Entramos. Firmo en un cuaderno y me entrega uno de ellos. Leo. En España se viven los días sombríos de la derrota; en Francia sigue la agonía y muerte de muchos de nuestros camaradas; la preparación de la guerra adquiere nuevos ritmos… Y yo preocupado con mi biografía… Blagoeva preocupada con mi biografía… Quizás también Bielov… Quizás… Así termina mi jornada de trabajo. Comienza mi vida privada. Mientras cenamos hablamos de los españoles que sufren en España y Francia. Coincidimos en que la situación internacional cada vez es más grave.
Pero en Francia siguen pensando en el bistec; siguen pensando en que Munich fue bueno y que la Declaración de los Derechos del Hombre es la Constitución Política del mundo. Mientras tanto, Hitler ha puesto una bomba de tiempo en Danzig.
Y yo preocupado con mi biografía. Y todos preocupados con mi biografía, como si la biografía de un hombre fuera para ellos la estampa de un mundo.
¿Qué haremos si la guerra estalla?… Dimitrov y Manuilski trabajan hasta muy tarde… No hay razón para sentirse preocupado… La guerra imperialista puede transformarse en guerra civil… Cierto que la guerra nunca es deseable, pero… cuando la guerra puede ser origen de nuevas revoluciones hay que verla, a pesar de lo sangriento de ella, como un medio necesario para llegar a un fin grandioso.
Por encima de todo somos comunistas.
V
Estos últimos días han sido más interesantes. Blagoeva volvió a llamarme, mas no para la biografía: era para pedirme todos los documentos de identidad personal que tenía de España. A mi extrañeza respondió con un largo discurso del que sólo recuerdo «conspiración», «agentes enemigos», «cerco capitalista», etc. Cuando terminó seguí sin comprender qué tenía que ver todo esto con mis documentos del Partido, del sindicato, del Quinto Regimiento, del Instituto de Reforma Agraria, del Comisariado General de Guerra… Pero si bien yo no comprendí, ella se quedó con mis documentos. Desde hoy no puedo demostrar legalmente que soy Enrique Castro Delgado.
He visitado a Brandao en su pequeña «guarida». Brandao es un gran hombre. Hace más de nueve años que falta de su país y sigue añorando el Brasil con dolor. Era farmacéutico, poeta y revolucionario. Hoy no es más que lo último y un funcionario de la Komintern. Periódicamente hace resúmenes de lo que dice la Prensa brasileña y cuando tiene ocasión pronuncia un largo discurso que generalmente nadie escucha. Habla con pasión de todo: del Brasil, de sus poesías, de su pasado y de su futuro. El presente no lo menciona: ignoro si intencionadamente o por olvido.
A él es a quien primero escucho algunas cosas interesantes: reniega constantemente de la burocracia; me explica también que la llegada de emigrados políticos significa una corriente de aire fresco en la Komintern, que rápidamente desaparece, que cada grupo político que llega está de moda un breve período…
He visto a Stepanov. Aquí es uno de los secretarios de Dimitrov. En España era otro de los representantes de la Komintern, agobiado por una vieja úlcera de estómago y una gran pasión por una muchacha a la que llevaba más de treinta años. Sabe inglés, francés, alemán, italiano, español, ruso… Lo único que no habla es búlgaro, su idioma natal. Se ha presentado ante mí como un gran hombre. Me cuenta que desde hace meses está escribiendo, por encargo de Dimitrov, un libro sobre «Las experiencias del Frente Popular en España».
He visto pasar varias veces el coche de Dimitrov, pero no he podido ver si iba dentro: unas cortinillas verdes han mantenido la incógnita. Detrás del coche del jefe de la Komintern marcha siempre otro en el que van unos cuantos hombres, a los que se ve muy bien, que parecen una muestra de la producción en serie.
He visto muchas cosas más. Pero el mundo socialista en general, y hasta en sus detalles, lo ignoro.
Han llegado nuevos barcos con españoles. Al parecer, la Unión Soviética sólo admite quinientos cuadros debidamente controlados por ella y garantizados por el Partido Comunista de España. A todos los que llegan los van repartiendo por diferentes casas de reposo. Por lo que he podido saber, su vida en estas casas comienza así: reconocimiento médico y conferencias y más conferencias sobre la Unión Soviética… Me cuentan que a los españoles todo les parece fantástico. Han tomado las cosas tan seriamente que hasta los chistes, a los que tan dados somos, han comenzado a considerarse una cosa de mal gusto. En la casa de reposo de Monino, porque unos cuantos españoles pusieron en el periódico mural «Abajo los calzoncillos largos» se convocó a una reunión y poco faltó para que les consideraran como unos contrarrevolucionarios… Todo es entusiasmo, un entusiasmo que en los españoles llega a lo pasional. No es una sorpresa: dudo que hubiera en el mundo gentes que quisieran y sintieran más admiración por la Unión Soviética que los españoles. Esto he podido comprobarlo mucho mejor al conocer a los comunistas de otros países. El comunista español es distinto, como el español lo es de los hombres de otros países: el español ama u odia con intensidad insobrepasable. El término medio le repugna.
¿Comprenderán aquí a los comunistas españoles?
Hace dos días he visitado Kunsevo. Es un gran recinto con altas vallas de madera. Una sola puerta y una pequeña casa donde viven permanente la guardia. En el interior, unas cuantas «dachas», en las que viven los familiares de gente destacada y dos casas colectivas: una donde viven Manuilski y otros secretarios de la Komintern, la otra donde se hospedan algunos representantes del Partido y sus familias. En la primera hay una gran sala de billar, un gran comedor, un gran vestíbulo y una servidumbre que elimina todas las incomodidades. Las habitaciones son espaciosas y bien amuebladas. En la otra no hay más que pequeños cuartos, con pequeñas camas y pequeñas ventanas o balconcillos. No hay sala de billar, ni gran vestíbulo, ni pequeño ni gran comedor, la servidumbre la compone una muchacha que se limita a pasar la escoba con demasiada rapidez, sin importarle lo que puedan pensar los huéspedes. Para comer hay dos soluciones: o guisar en el cuarto con un hornillo eléctrico, lo que supone violar las reglas establecidas, o ir a comer a un comedor situado a unos veinte metros… Una gran extensión de césped y muchos árboles. En la finca existe un koljós, que es el que suministra productos a los que aquí viven y al almacén de la Komintern.
Esta finca es desde hace algunos años la residencia veraniega de los funcionarios más destacados de la Komintern, a los que un gran autobús lleva y trae del trabajo. Los secretarios de la Komintern están exentos de la incomodidad de tener que estar a una hora fija para poder tomar el vehículo: ellos tienen sus coches particulares.
En la casa donde vive Manuilski están hospedados los españoles Checa, Uribe, Ibárruri, Líster y Modesto. Se espera la llegada de Hernández. Me han recibido con mucha cordialidad. Hemos hablado un poco de mi trabajo como representante, pero de pasada. Noto cierta preocupación en las caras. Checa, al que me unía una vieja amistad, me habla de que muy pronto se iniciará la discusión. Me comunica que al otro día debo visitar a José Díaz, que vive en el Sanatorio de Barbija. Checa, Líster y Modesto hacen las listas de candidatos a la Escuela Leninista, Academia Frunce y Academia de Estado Mayor. Me piden opinión sobre algunos de los propuestos… Observo que, por parte de Listee y Modesto, siguen protegiendo a sus viejos servidores y pistoleros.
La visita a Kunsevo, el encuentro, ofrecía no pocos contrastes con la despedida en Elda, mejor dicho, con la separación, pues en muchos casos no hubo tal despedida: Dolores, por ejemplo, tomó un avión y se fue a Orán. Unos consideramos esto como una deserción, pero la mayoría no se tomó la molestia de enjuiciarlo.
De todas maneras la visita a Kunsevo ha sido un sedante.
En un momento me he quedado solo con Ibárruri y ésta me ha dicho: «A ver cómo te portas, Castro, no olvides que eres el representante del Partido Comunista de España». No he comprendido la significación de estas palabras. Pero sin duda soy un hombre de suerte, que tiene ante sí un gran porvenir político. Mi nombramiento se ha hecho no sólo con la aprobación de la dirección de mi partido, sino, y fundamentalmente, con la del Partido bolchevique, es decir, con la de Dimitrov, Manuilski…
Me creen feliz en mi pequeño despacho. Yo hago lo posible por creer, efectivamente, que tal cosa es una gran felicidad para un revolucionario, pero en el fondo, no sé si es un presentimiento, no estoy contento… Yo me figuraba que trabajar en la Komintern era otra cosa.
Me despido de todos y regreso a Moscú. Por el camino pienso en la entrevista de mañana. Cuando llego a mi habitación hablo a Esperanza de los camaradas de Kunsevo y de mi próxima entrevista con José Díaz. Ella no presta mucha atención; yo me siento contento: todavía creo en los dioses.
Hoy no voy a la Komintern. Esto me produce la misma alegría que cuando de pequeño podía decir «hoy no voy a la escuela». A las diez de la mañana suena el timbre del teléfono. Escucho la palabra «machina» (automóvil) y bajo rápidamente. Un lujoso «Buick» me espera. Un ruso se adelanta hacia mí y me saluda militarmente. Sabe nombre y debe saber también mi cargo. El chófer repite el saludo. Subo al automóvil y éste arranca a gran velocidad. No se detiene ante los semáforos. O los policías de tránsito conocen el coche o el chófer tiene el derecho a no hacer caso de ellos.
Atravesamos Moscú. Ante nosotros una gran pista. Vamos a gran velocidad. Después de unos cuantos minutos torcemos a la izquierda y entramos en un gran bosque de pinos… Luego un arco, una garita, un centinela que nos saluda y el sanatorio… Ahora un gran lago y un edificio grande, pintado de blanco. Algunas personas pasean lentamente por los pequeños caminos que atraviesan el parque… Seguimos… Una puerta que abre un hombre joven con aspecto militar. Me saluda y me conduce al primer piso.
José Díaz me espera. Se levanta de un sillón y me abraza. Saludo a Teresa, su mujer, y a su hija.
Los dos hombres, el que vino conmigo en el coche y el que me abrió la puerta, se retiran. Díaz me invita a sentarme y Teresa pone café. Díaz comienza preguntándome cómo estoy instalado, cómo se encuentra mi familia, etc. Le encuentro más pálido y delgado que cuando lo vi la última vez en Barcelona… A pesar de que siempre le había costado bastante trabajo expresarse, noto este defecto acentuado… Noto algo más: ahora habla con más cuidado, como si quisiera evitar una expresión inadecuada o una formulación no justa.
La conversación se orienta definitivamente.
Y mientras Teresa camina de un lado para otro como una sombra, Díaz habla, lentamente, trabajosamente.
—Supongo que ya te habrán comunicado los compañeros la decisión tomada… Desde hoy vas a trabajar conmigo como secretario político…
No contesto.
—Sí —continuó—, he pensado en ti porque te conozco… Antes he tenido otros secretarios, pero al poco tiempo daban la impresión de que el secretario de ellos era yo…
Continúo en silencio…
—No todos los camaradas saben ser modestos…
No sé si es una crítica a los otros o una advertencia a mí.
—Bien, Castro, dentro de poco me incorporaré al trabajo —estaba convaleciente de la tercera operación del estómago—, y necesito que me ayudes… A mí me gusta trabajar con absoluta camaradería, con absoluta franqueza…
Le miro y comprendo que no puedo guardar silencio por más tiempo, a pesar de no sentir ningún deseo de hablar.
—Yo te agradezco, Pepe, esta nueva prueba de confianza política, pero… hablando francamente, ¿estás seguro de que podré ayudarte en la medida en que tú piensas?… Ni yo mismo lo estoy. No sé en realidad de qué trabajo se trata y por muy benévolo que sea conmigo mismo, dudo de mis capacidades detrás de una mesa de despacho… Tú sabes que mi deseo era estudiar en una escuela militar y después salir a trabajar afuera…
—No es un problema de gustos, Castro. Cada uno debe de trabajar allí donde le pone el Partido. El Partido sabe mejor que uno lo que cada cual es capaz de hacer… Debes sentirte contento. Como representante del Partido en la Komintern y como secretario mío, tienes dos de los puestos políticos más importantes…
Hay batallas que están perdidas de antemano. Ésta era una de ellas. José Díaz me decía a mí lo que yo hubiera dicho a otro camarada de encontrarme en el lugar del secretario del Partido. Eran fórmulas generalizadas e inmutables. Además, aquí ya no era un miembro del Partido que dedica a éste todas sus horas libres, aquí era un funcionario del Partido, de la Komintern, un revolucionario profesional… La influencia de una vieja educación de Partido es como una camisa de fuerza que impide toda resistencia.
—De acuerdo, Pepe.
Hizo un gesto de satisfacción.
—Comerás con nosotros y después hablaremos ampliamente.
Mientras llega la hora de comer, salimos a pasear por el parque. Detrás de nosotros marchan los dos hombres con aspecto militar.
José Díaz comenzó a hablarme de su enfermedad: era una vieja obsesión. Me contó que en la operación habían participado los mejores especialistas de la Unión Soviética; que a todos ellos los había condecorado el Gobierno y el Partido. Me habló también de que pocos días antes de la operación, Stalin le había comunicado si necesitaba algo.
—Sentí tal alegría y emoción que le escribí una carta diciéndole que mí único deseo era verle, hablar con él, estrechar su mano antes de operarme… Y Stalin llegó al sanatorio, Castro, acompañado de los demás miembros del Buró Político…
Calla, como si quisiera reproducir en su interior todos los detalles de aquel momento, sin duda uno de los mejores de su vida.
Regresamos. La mesa está puesta. Una camarera vestida de blanco espera. Llegan el doctor Bonifaci, un médico catalán, especialista en aparato digestivo, nombrado médico de cabecera, acompañado de su mujer. Vive en el sanatorio y me hace la impresión de que para José Díaz lo es todo: médico, acompañante y creo que hasta amigo. Durante la comida hablamos de muchas cosas, menos de política. No sé si es que Díaz no quiere hablar de problemas del Partido delante de Bonifaci. Por otro lado hubiera sido algo difícil hablar de cosas serias: la hija de Díaz lo hubiera impedido, como nos impedía comer con cierta tranquilidad. Terminada la comida, Díaz se acostó en un sofá. Bonifaci y yo hablamos de España, de Cataluña… Pero procuré que la conversación no derivara hacia el terreno político. No es que desconfiara de Bonifaci, pero ni le conocía ni me conocía, y en el poco tiempo que llevaba en la U.R.S.S., me había acostumbrado a dominar mis deseos de hablar.
Terminó el reposo. Se fueron Bonifaci y su mujer. Y de nuevo frente a frente, a ambos lados de la mesa de despacho.
—Pronto vamos a comenzar a discutir sobre el final de nuestra guerra. Lo ocurrido en los últimos momentos es incomprensible para mí y para los camaradas de la Komintern… ¡Incomprensible!… ¿Cómo un Partido que tenía la mayoría del pueblo con él; que disponía del 70 por ciento del Ejército, ha podido ser sorprendido y vencido por los capituladores?… Éramos el Partido que constituía el mayor orgullo de la Komintern… El único Partido que supo resistir con las armas en la mano a los fascistas de dentro y de fuera… Éramos un Partido de más de 300.000 miembros, con una gran experiencia… Y unos cuantos miserables, sin el apoyo del pueblo, sin casi fuerza militar en sus manos, pudieron vencernos y además abrir el camino a Franco…
Calla… Yo reavivo mis recuerdos.
—¿Acaso no fue mucho más fácil el 18 de julio de 1936?… ¿No lo fue igualmente cuando la crisis de Caballero?… ¿No lo fue en marzo de 1938, cuando Prieto quiso provocar la capitulación?… Y resistimos… Y vencimos… ¡Hay muchas cosas extrañas en estos últimos momentos!
De nuevo el silencio.
—No se puede echar tierra sobre este asunto… ¡Hay que ser implacable!… ¡Que caiga quien caiga!
Asiento.
Para esta discusión, que debe ser fundamental, que será fundamental, para el futuro del Partido, quiero que me hagas un informe amplio y que lo hagas pronto, pero en la inteligencia que de ese informe sólo tú y yo sabremos… Es mi primer encargo, Castro, y un encargo de gran responsabilidad…
Teresa pone dos vasos de té sobre la mesa. La conversación oficial ha terminado. Díaz toma el té lentamente, muy lentamente y en pequeños sorbos. Me explica que su estómago sólo aguanta pequeñas cantidades y con intervalos. Habla de su enfermedad casi con tanta familiaridad como de los problemas del Partido.
Las cinco. Regreso a Moscú.
Hasta la hora de acostarme estuve pensando sobre el primer encargo de José Díaz. No estaba seguro de que se pudiera decir todo lo ocurrido, ni mi opinión sobre cuanto constituía la cadena de hechos de nuestra gran derrota como españoles y como comunistas. ¿Consultar?… Pero ¿a quién?… Era mucha gente a la que era necesario acusar, por lo menos casi tanta como podía ser consultada.
Mi viejo y descolorido carnet de notas fue consultado en el espacio de unas horas, una, diez, cien veces…
¿Decir la verdad? ¿Decir una parte de la verdad? ¿Ocultar la verdad?
A simple vista, el problema parecía fácil. Pero vivía en Moscú; era un funcionario de la Komintern; era también el representante del Partido Comunista de España; era el secretario político de José Díaz.
Dudaba…
¿Es que sólo yo podía decir la verdad?… ¿Qué habían contado los representantes de la Komintern en nuestro país?… ¿Qué informe habían hecho los consejeros militares a Vorochilov?… ¿Qué habían contado los representantes diplomáticos a Molotov?…
Existían muchos canales para que la verdad no fuera ignorada… Y, sin embargo, el secretario del Partido Comunista de España quería saberla… ¿Es que la verdad no había llegado a Moscú?… ¿O es que la verdad no había llegado a José Díaz?
Dudaba y dudaba.
Yo conocía una verdad; la conocíamos muchos. Esa verdad era que el orden de errores y fracasos comenzaba así: Comité Central del Partido Comunista de la U.R.S.S.; Estado Mayor Central del Ejército Rojo; Comisariado de Relaciones Exteriores; Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista. Y, en último lugar: Buró Político del Partido Comunista de España.
Era una amarga verdad, puesto que ponía de manifiesto que la dirección del Partido Comunista de España era la menos responsable, porque fue la que menos decidió en toda la trayectoria seguida por nuestro Partido en el curso de la guerra. Era una amarga verdad; pero toda una verdad histórica.
Y dudaba y dudaba. Mas había que hacer el informe.
Y ante un montón de cuartillas pensé mucho en aquellos días pasados en que soñaba con llegar a la U.R.S.S. para que toda la verdad quedara al descubierto, para que los responsables de mucho de lo ocurrido, y que pudo ser evitado, fueran arrojados de los puestos de dirección como gente incapaz y dañina…
Durante tres días escribí… Escribí unas cincuenta cuartillas con letra menuda, extraordinariamente menuda… Pero no me atreví a hablar de la responsabilidad de los consejeros de la Komintern, ni de los consejeros militares y diplomáticos, ni de la del Comité Central del Partido Comunista de la U.R.S.S., que dirigía todo aquel estado mayor político, militar y diplomático. Hablé sólo de España y de los comunistas españoles. Y dije todo.
Otra vez a Kunsevo. Una repetición del primer viaje: el mismo coche, el mismo escolta y chófer, el mismo hombre que me abre la puerta y me conduce al primer piso. Y el mismo hombre de la primera vez que me espera: José Díaz.
Le entrego el montón de cuartillas y espero. Mucho. Sólo se oye en la espaciosa sala-despacho el ruido de las cuartillas que José Díaz va pasando lentamente, muy lentamente. Sigo esperando. Mis ojos siguen a los ojos del secretario del Partido; mis ojos quieren leer en sus ojos; en sus gestos quiero adivinar sus pensamientos; quiero descubrir si entre la verdad que él busca y la verdad que yo digo hay algo de común… Pero no descubro nada. El lee y lee… Y yo espero y espero.
Anochece. Sobre el gran parque, las sombras van aumentando su intensidad; los enfermos comienzan a replegarse hacia la casa blanca como si no se sintieran lo bastante fuertes para resistir el ataque de la noche al descubierto; delante de la puerta, los escoltas de José Díaz charlan animadamente con el chófer. Y el rumor confuso de ruidos de hombres y cosas llega hasta la sala aprisionada en un silencio agobiante que sólo de vez en cuando y por segundos interrumpe el ruido de las cuartillas…
Levanta la cabeza, me mira, mueve los labios… Y como un rumor más en este anochecer de rumores oigo…
—No podía ser de otra manera.
Nos miramos.
—Sí… Que caiga todo el que deba caer… Sólo te recomiendo que tengas en cuenta que de este informe exclusivamente tú y yo tenemos conocimiento. Sin embargo, voy a pedir otros informes…
Salgo de Kunsevo irritado conmigo mismo: debía de haber dicho todo… Me consuela solamente el pensar que aún puedo decir mucho de cuanto me he callado.
El automóvil marcha rápido. Delante de mí, las siluetas inmóviles de dos cabezas con dos gorras iguales. En el horizonte, las primeras luces de Moscú. Tengo prisa por llegar al hotel, tanta prisa, que me parece que vamos despacio… Pero no debo hablar con nadie de lo ocurrido hoy…, no puedo hablar con nadie… En el país de la verdad, la verdad muchas veces es un terrible secreto… Falta poco para llegar… Y aprovecho estos minutos de oscuridad y aislamiento para pensar en cuanto he escrito y en cuanto puedo escribir.
A mi informe han seguido otros informes: de Tagüeña, Líster, Modesto, Miguel, un búlgaro que fue comisario en Madrid, después director de la escuela política del Partido y hoy director de estudios de la escuela leninista; Ciutat, Arturo Jiménez y no sé si de alguno más. De todos ellos sólo tres eran realmente informes tendentes a dar una visión real de lo ocurrido. El de Arturo Jiménez era falso y mezquino; pretendía dar a entender que en Madrid todo funcionó con absoluta normalidad para salvarse él, que era el secretario general de la organización del Partido. Modesto se limitaba a señalar los acontecimientos de Elda y a justificar su afirmación de que «no había nada que hacer». Líster entregó una cuartilla y media. El centro de su ataque lo constituía la partida de tute de Elda: era una manera de intentar acabar con Modesto, al que odiaba cordialmente. Ni escribió más ni dijo más.
Hoy ha habido un pequeño sobresalto en mi vida familiar. La administración del hotel nos ha entregado el recibo del alquiler del cuarto: 104 rublos.
Creyéndolo una equivocación, nos habían dicho que en la U.R.S.S. los alquileres eran muy baratos, hemos preguntado a una traductora de español que nos explicara la larga lista. No hay error. Efectivamente, el alquiler del cuarto no sube a más de 24 rublos, pero a esto hay que agregar el alquiler de los muebles, de la ropa de las camas, del teléfono, del consumo de agua, gas y electricidad… Sí, las cuentas son claras: 104 rublos. No ha habido más remedio que pagarlos. El personal de la administración del hotel no discute con los inquilinos, ni tan siquiera da explicaciones: presenta el recibo y extiende la mano.
Hemos pagado y hemos contado el dinero que nos queda hasta fin de mes. La perspectiva es un poco sombría.
Durante estos tres últimos días no ha ocurrido nada nuevo en la Konmitern; entro a las nueve y salgo a las seis; el mismo autobús que me lleva me trae y las mismas personas que van conmigo por la mañana vuelven conmigo por la tarde.
He decidido no impacientarme.
Todas mis energías las concentro para esa gran discusión política en la que los responsables de tantos y tantos fracasos van a ser llevados a la picota. No es que piense que ante esta discusión-proceso la atención del mundo socialista ha de ser atraída totalmente, pero tengo la esperanza de que al menos sí atraerá la atención del estado mayor de la revolución mundial.
¡Qué nervios tiene esta gente! Ha sido derrotado el pueblo español; se han reforzado las posiciones del fascismo en Europa; se prepara éste, terminada la primera fase, España, a proseguir su tarea de ir ampliando su dominio; se acerca la hora de la gran prueba de los partidos comunistas de todo el mundo y todo sigue igual: entramos y salimos a la misma hora; comemos a las mismas horas, seguimos leyendo los periódicos de todo el mundo y también los textos de los clásicos marxistas, que no faltan en ninguno de los armarios de las trescientas habitaciones… ¿O es que no tendrán nervios? Decididamente no comprendo nada.
He visto de nuevo Kunsevo y Barbija. El motivo han sido dos reuniones presididas por José Díez en las que se ha insinuado la necesidad de hacer un informe que sirva de base a la discusión con el secretario de la Internacional Comunista. Hernández, recién llegado de África, también participa. Uribe está agresivo. Se niega a discutir mientras no se rectifique el telegrama enviado desde Moscú en los últimos momentos de nuestra lucha, en el que se preguntaba por qué el ministro comunista no había salido con la dirección del Partido en vez de salir con el gobierno. El telegrama iba firmado por José Díaz, pero la poca defensa que de él hace el secretario del Partido demuestra que se puso su firma a una cosa que él no había escrito. Con motivo del referido telegrama, entre José Díaz y Uribe se han cruzado palabras muy duras. No se tienen simpatía estos dos hombres. Uribe se considera el teórico del Partido y difícilmente soporta las críticas, aunque éstas vengan del secretario general. Y a José Díaz le irrita el gesto permanente de superioridad de Uribe. Sin embargo, y en honor a la verdad, Uribe tenía razón: él no huyó con el gobierno; él huyó con la dirección del Partido.
Las dos reuniones han sido muy superficiales, aunque ya se vislumbran futuras víctimas.
La actitud de José Díaz en ellas me ha sorprendido. Esperaba que al ataque de Uribe respondiera no aferrándose al telegrama, al fin y al cabo un accidente, sino poniendo sobre la mesa el fondo de la cuestión… Mas no ha sido así.
Tengo una mala impresión de estos preliminares.
Hoy he conocido personalmente a Manuilski[6]. Su secretaria ha venido a buscarme a mi despacho. Cuando atravieso el patio y subo las escaleras de la parte central del edificio, voy un poco impresionado. Después de todo, es el único secretario de la Komintern que representa a un partido comunista triunfante.
Cuando entro en su oficina me encuentro ante un hombre normal: de estatura mediana, pelo y bigotes blancos y una sonrisa extraordinariamente simpática. De no ser por su traje, guerrera y pantalón brik, podría confundírsele con un obrero parisién. Su apariencia es muy modesta. El despacho no desentona del hombre. Es pequeño y en él, aparte de los dos retratos, sólo hay una mesa de trabajo y una mesita con varios teléfonos de diferentes colores y un gran sofá de cuero para los visitantes.
En la mesa, muchos papeles, pero cuidadosamente ordenados. Manuilski, además del ucraniano y el ruso, habla francés, inglés, alemán, italiano y comprende el español. Creo que podremos entendemos.
Es un hombre que atrae desde el primer momento, no sólo por su modestia, sino por su jovialidad y cariño. Con sólo mirarlo percibe uno que se encuentra ante un hombre extraordinariamente inteligente. Habla rápido y sin la más ligera vacilación. Domina la técnica de saber decir en pocas palabras lo que quiere, de provocar hábilmente la respuesta y de lograr, por último, lo que desea.
—Camarada comandante —me dice mientras me abraza. Después, como recordando, añade—: ¡Ah! el Quinto Regimiento… ¡Qué gran cosa… qué gran cosa!
Me siento contento. No ha sido para mí frecuente oír hablar del Quinto Regimiento con mucha admiración sincera. En la dirección del Partido se temía elogiar mucho al Quinto Regimiento para no elogiar a los que por su propia iniciativa habían creado las bases de una organización militar que hizo posible muchas cosas. Y por lo mismo se había establecido una parquedad injusta y sospechosa que sólo terminó semanas antes de la disolución de la gloriosa unidad y centro de organización militar.
Creo que la dirección del Partido, o por lo menos la mayoría, considera lo hecho por mí y Carlos Contreras como un pecado capital. No porque el Quinto Regimiento fuera una mala cosa, sino porque no lo habían creado ellos, los jefes…
Después de un breve preámbulo, Manuilski me expuso rápidamente lo que quería:
—Camarada, yo necesito que me haga usted era el plazo de cinco días y en diez cuartillas una síntesis del papel del anarquismo español en el curso de la guerra. ¿Lo puede hacer?
Contesté afirmativamente… Habla terminado la entrevista.
Cuando llego a mi despacho el sol penetra hasta la pared del fondo. Y el sol es una buena compañía. Pienso durante un rato y comienzo a escribir.
—Quiero hacer primero un esquema, después un guión amplio, para hacer posible más tarde la síntesis solicitada… Quiero trabajar meticulosamente. Le mañana termina con la conclusión del esquema. En la tarde termino el guión.
De regreso al hotel no me he fijado en las gentes que conmigo viajan, ni en las calles… Pienso en la entrevista y en el informe… Cinco días y diez cuartillas.
Hoy trabajo con entusiasmo. Si la conspiración no me impidiera escribir en mi cuaderno de notas ciertas impresiones personales, hubiera escrito:…estoy contento, es el primer día que hago algo útil en la Komintern…
He cumplido la tarea. Entrego a Guluveba, la secretaria de Manuilski, las cuartillas. Bajo las escaleras silbando. Al llegar a la puerta el centinela me mira sorprendido. Dejo de silbar y atravieso el patio.
La emigración española empieza a orientarse.
Una gran parte se incorporará a la producción socialista. A cada uno de los colectivos que se forme se le asignará un traductor que al mismo tiempo será el profesor de ruso. Unos ciento cincuenta se incorporarán a la escuela leninista para su formación política e ideológica. Veintiséis ex jefes militares de milicias y algún ex comisario ingresarán en la escuela militar «Frunze». Seis antiguos militares profesionales se incorporarán a la Academia de Estado Mayor.
Económicamente estos grupos se dividirán de la manera siguiente: los obreros ganarán trescientos rublos mensuales durante un año. Transcurrido este tiempo, desaparecerá el salario general y cada cual cobrará lo que gane. Con estos trescientos rublos deberán comer, pagar la casa, descuentos y cuotas y, cuando se acabe la ropa que el Socorro Rojo Internacional les ha dado, también vestirse. Los alumnos de la escuela leninista tendrán todo pagado: comida, casa y ropa. Además, tendrán una asignación de 120 rublos al mes para sus gastos. Los familiares continuarán en las casas de reposo hasta que los alumnos terminen el curso que se calcula de año y medio. Los militares ganarán lo que a su grado corresponda en el Ejército Rojo.
En la sociedad sin clases la emigración española se ha dividido en clases. Cuatrocientos cincuenta comunistas españoles, luego fueron más, van a conocer tres medios distintos de la sociedad soviética: el medio obrero, el del Partido y el del Ejército rojo. El socialismo va a ser conocido a través de la vida diaria.
Con motivo de la distribución de la emigración se han producido algunas protestas y creo que ha comenzado a florecer un peligroso descontento. No es difícil explicarse las causas. Los seleccionados para venir a la U.R.S.S. fueron considerados en París y en Moscú como los mejores cuadros políticos y militares del Partido. A todos ellos se les habló de que su marcha a la Unión Soviética era con el fin de mejorar su preparación política o militar. Como una consecuencia de esto, muchas ilusiones habían surgido en cientos de españoles. A esto hay que añadir que la selección fue en gran parte injusta por la influencia del favoritismo. Los que fueron destinados a las fábricas sufrieron una desilusión. ¿No les habían dicho que iban a estudiar política o militarmente?… Además, y a pesar de la alta calificación profesional de muchos de ellos, todos comenzaron como aprendices y en muchos casos en profesiones distintas. Algunos de los que fueron destinados a la escuela leninista se consideraban magníficos candidatos para la escuela militar, y entre los militares surgió el descontento por los grados que se les dieron. Hicieron general a Modesto, coroneles a Líster y Cordón y comandantes a todos los demás, a excepción de un sobrino de José Díaz al que se le dio el grado de capitán. Con este motivo Antonio Cordón escribió una carta a José Díaz pidiendo que se le ascendiera a general de brigada, ya que se consideraba con los mismos derechos que Modesto. Líster no protestó abiertamente, pero no olvidó el «agravio». Se consideraba más capacitado que Modesto, de cuyas aptitudes había hecho numerosos comentarios. Algunos marinos que habían sido eliminados, se consideraban con más méritos que los dos que habían sido incorporados a la Escuela de Estado Mayor.
Son las primeras grietas.
Unos doscientos cincuenta españoles se encuentran en Moscú y sus alrededores. Con este motivo los domingos menudean las visitas al «Hotel Lux». Unos hablan de hacerse obreros especializados; otros aspiran a hacerse magníficos dirigentes y no faltan los aspirantes a napoleones. A través de ellos comienzo a conocer la vida en las fábricas, en la escuela política y en las academias militares.
Una nueva casta de caciques comienza a nacer.
En las fábricas, son los jefes de los colectivos; en la escuela leninista, los jefes de grupo de estudio, y en las academias militares, Líster, Modesto y Cordón. Y en torno a los caciques se forman los grupos de privilegiados y de los soplones. La cosa comienza a ser grave desde el comienzo. Pero el arreglo es difícil. Se trata de una norma, peligrosísima, porque puede agrandar las grietas que han comenzado a aparecer en nuestra emigración y acabar con muchas de las virtudes de los españoles. Han surgido algunas protestas contra los caciques y los soplones, pero inútiles. Aquí se escucha y se cree según las categorías.
Yo, en la imposibilidad de hacer otra cosa, observo.
El sector latino de la Sección de Cuadros de la Internacional Comunista trabaja intensamente: debe tener en su poder las biografías de los emigrados españoles y debe dar también una opinión de cada uno de ellos. Con este motivo mi despacho parece el de un alto funcionario: el teléfono suena y suena; Blagoeva consulta y consulta; mandaderos con papeles vienen y van; más de quinientas carpetas individuales engordan y engordan. Pero no es sólo el sector latino de la Sección de Cuadros de la Internacional Comunista el que me llama constantemente para consultarme; me llama también la sección de cuadros del Socorro Rojo Internacional; la sección de cuadros del Comité Central de los Sindicatos; la sección de Cuadros del Comisariado de Instrucción Pública: me llama…
La vigilancia revolucionaria es incansable: pide, pide y pide. Y los datos se van acumulando.
Hoy ha llegado hasta mí la biografía de mi madre, venida de Francia con mi hermana y mi cuñado, hace quince días. Era yo, su propio hijo, quien debía decir si lo que mi madre había escrito era verdad o mentira. He sentido cierta tristeza…
He llamado a Blagoeva por teléfono.
—¿Camarada Blagoeva?
—Dígame, camarada Luis.
—Acabo de recibir la biografía de mi madre, para que confirme lo que en ella dice…
—Sí… ¿Y qué?
—Nada, camarada Blagoeva.
Cuelgo el teléfono con rabia. Es mi primera protesta… Y sigo mirando el montón de biografías, que desde distintos lugares han llegado hasta mi despacho. Tengo prisa por acaban esta tarea. Es un aspecto de mi nueva profesión que no me gusta. Comprendo que la vigilancia es una necesidad en este mundo… y en el otro… pero no quiero ser yo quien la realice… ¡No quiero!…
He terminado mi jornada de trabajo.
El autobús… El puente… La estación.
Hoy me he atrevido a bajarme antes de llegar al hotel. He descendido en la Plaza de Zhersinskaia y he comenzado a caminar. Ya no veo Moscú a través de los cristales… Ni él me puede engañar ni yo pretendo engañarme… ¡Veinticuatro años de conocer el socialismo teóricamente o por medio de las revistas, han terminado!
Moscú me mira y yo miro a Moscú.
Miro todo lo que desfila ante mis ojos… Y camino… «Hotel Metropol»… «Hotel Moscú»… Presidencia del Consejo de Comisarios… «Hotel Nacional»… Y comienzo a subir por la calle de Gorki, hacia el «Hotel Lux».
Hay grandes edificios, grandes y lujosos, pero detrás de ellos se esconden, como avergonzadas de su pequeñez y miseria, numerosas casuchas de madera. Hay gente que viste bien, pero hay mucha gente que viste mal. El 90 por ciento de la ropa que veo va remendada: mucha de ella remendada hasta lo inverosímil.
No faltan mendigos. Mejor dicho, sobran. Me han dicho que se trata de gente que no quiere trabajar o restos del pasado, irreconciliables con el presente. Sea como fuere, hay mucha gente que no quiere trabajar y muchos residuos de ayer… Mucha gente con uniforme y uniformes de muchas clases.
Llego al «Hotel Lux». Me alegro de haber llegado. Enseño el «propus» y entro en el ascensor. Cuando llego a mi habitación me encuentro con que hay visitas: son dos traductores que estuvieron en España. Ella se llama Kravchenco. El no sé. Nos abrazamos. Me hablan de España y durante mucho tiempo hablan y hablo de la tierra lejana y jamás sentida como hoy. Visten bien, muy bien. En España se vestía bien. Y, además, nuestro gobierno tuvo le gentileza de no limitar el peso de los equipajes de los extranjeros que salían de nuestro país. Les invito a café.
Se han marchado. Cenamos y escribimos a Francia. Lo hacemos bajo la impresión del clima de guerra que envuelve a Europa. ¿Qué será de los que están allá?
El correo central está a unos cuatrocientos metros de nuestro hotel. Echamos las cartas y regresamos. Regresamos lentamente, en silencio. No sé lo que piensa Esperanza, pero yo pienso y pienso. Y ni aun haciendo un gran esfuerzo logro dejar de pensar… «Hotel Metropol»… «Hotel Moscú»… Presidencia del Consejo de Comisarios… «Hotel Nacional»…
Edificios elegantes; casuchas miserables. Gente bien vestida; mucha gente mal vestida. Mendigos: gente que no quiere trabajar o restos de un pasado irreconciliable con el presente.
Me siento mal…
Tengo la impresión de que algo ha crujido en mi interior… Hago un esfuerzo: mi fe cierra las primeras grietas. Quisiera hablar, tengo necesidad de hablar, pero me da miedo decir a Esperanza que me he sentido mal…
Otro día. Ya son noventa días en la U.R.S.S. Ya en mi despacho leo los periódicos que han llegado de España y de América Latina. Mi mano derecha va señalando con un lápiz rojo lo que creo tiene interés. Es la mecánica de los nuevos tiempos, mejor dicho, de mi nueva profesión, porque esta mecánica es tan vieja como la misma Komintern… Antes podía leer y al mismo tiempo sostener el cigarrillo con una mano y rascarme o tamborilear sobre la mesa con la otra. Ahora no: cuando leo sólo soy dueño de una mano… la otra debe sostener el lápiz rojo. Lo he aprendido de Geroe. Mejor dicho, Geroe me lo ha exigido: él es un veterano en estas lides. Pero debo confesar que no me ha parecido mal. Me da la impresión de que de esta manera mi trabajo es más concienzudo… y al mismo tiempo registro día por día mi sagacidad política, porque también los funcionarios de la Komintern, los revolucionarios profesionales, se oxidan…
A las tres de la tarde, Blagoeva ha entrado en mi despacho. Ha sido para mí una sorpresa: Blagoeva sólo desciende de su pedestal para ir a hablar a los que en la Komintern son más que ella. A los demás, los llama.
—Siéntese, camarada Blagoeva.
—Muchas gracias, camarada Luis, pero el camarada Dimitrov quiere hablar con usted.
¡Dimitrov! ¡El héroe de Leipzig!
Pienso en las biografías. Son mi obsesión. Pero rápidamente las descarto. Dimitrov no me llamaría para tal cosa. Para eso están Blagoeva, Bielov… Muchos…
Cruzamos el patio. Llegamos ante la entrada principal: un centinela, luego un piso, otro, otro, otro centinela y un pasillo por el que avanzamos envueltos por un silencio de monasterio… Allí… en el fondo, una pueda… Detrás de ella, Dimitrov.
Avanzo rápido. Blagoeva me sigue mientras fuma y tose.
Me detengo ante la entrada. Blagoeva llega con su fatiga y su tos. Se detiene, toma aliento y llama. Han sido unos golpes delicados, rítmicos como su tos, pero respetuosos. Deja pasar unos instantes y abre la puerta. Me invita a entrar.
Entro.
Sólo veo el fondo del despacho: una pared con dos puertas a los lados y dos grandes retratos… Unos segundos más… Ahora veo a un hombre sentado detrás de una mesa de despacho y delante de ésta otra, estrecha, muy larga, formando ambas una enorme T.
Avanzo.
Siento detrás de mí los pasos de Blagoeva y una tos ahogada, tan ahogada que me da la impresión de que esta mujer, delante de la cual tantos tiemblan, tiene miedo de toser.
Sigo avanzando.
El hombre que está detrás de la mesa se levanta y avanza hacia mí.
¡Dimitrov sonríe!
Sólo me separa un metro de él cuando veo que se adelantan sus manos; instintivamente alargo las mías; siento un apretón enérgico, pero al mismo tiempo cálido, fraternal.
—Camarada Dimitrov…
—Camarada Castro. —Su voz es suave, profunda, segura…
Dimitrov sonríe. Blagoeva sonríe… Yo sonrío. Nos señala unas sillas. Nos sentarnos. Pone delante de nosotros una caja de cigarrillos. Fumamos. Dimitrov, mientras tanto, pasea lentamente, fuma lentamente, habla lentamente.
Blagoeva, mientras tanto, traduce, fuma y tose. Yo escucho.
—Camarada —dice él y traduce ella—, usted sabe que aquí estudiaba un grupo de aviadores españoles llegados meses antes de terminar la guerra…
Hago una leve afirmación con la cabeza.
—… Lógicamente —prosigue—, terminada la guerra debían terminar el curso. Así ha sido. Actualmente dichos aviadores se encuentran en una casa de descanso en los alrededores de Moscú… Parece ser que ayer se han indisciplinado contra el director de la casa y que gritan constantemente que quieren marcharse de la Unión Soviética.
Se detiene frente a mí, enciende su pipa, lanza una bocanada de humo al espacio y continúa…
Quiero que inmediatamente salga usted con el camarada Bielov, para que hable con ellos y vea qué hay detrás de esa protesta…
Recorre en silencio la habitación… Vuelve a detenerse ante mí…
—Después me informará, camarada.
Blagoeva se levanta. Me levanto. Dimitrov me da la mano y salimos. Mi primer encuentro con el Secretario General del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista ha terminado.
Un piso, dos, tres… Un centinela… Ya estoy en el patio… Respiro con fuerza; Blagoeva tose sin limitaciones. Hemos vuelto a la normalidad. La sigo. Entrarnos en su despacho y espero. Mientras pienso en esos minutos con Dimitrov, ante el hombre al que primero venció el fascismo como delegado de la Komintern en Alemania, subiendo al poder casi sin resistencia y destruyendo casi por completo el Partido que él controlaba, y que luego había vencido al fascismo ante los tribunales… Por lo primero, el movimiento comunista internacional no le sancionó, aunque un jefe que sufre tal derrota bien merece que lo fusilen; por lo segundo, el gobierno soviético y la Komintern le premiaron con creces: el primero le salvó dándole la ciudadanía soviética; la segunda le hizo su secretario general… Se quiso salvar lo único que quedaba por salvar: el honor. Pero no estoy muy seguro de que tal cosa se salvara. Lo que sí ocurrió es que el proceso de Leipzig impidió otro proceso…
Dimitrov es un hombre alto y grueso; un hombre que mira constantemente a los ojos de aquél con quien habla. Es, además, una mezcla de hombre que habla, fuma y pasea al mismo tiempo. Recordando cuanto me habían contado de Stalin, tenía la idea de que de tanto pasear con él algo se le había pegado… Pero después supe que Stalin paseaba y hablaba muy poco con los hombres de la Komintern. Generalmente se entendía con ellos por teléfono.
Pero no puedo decir mucho más. Todo lo que he visto ha sido la pared del fondo, dos puertas, dos retratos, dos ojos y dos mesas formando una gran T.
Abren la puerta del despacho de Blagoeva. Entra un hombre de unos cincuenta y cinco años, de estatura mediana, grueso, tosco… Habla unos instantes con brusquedad. Después, mirándome, espera. Blagoeva habla.
—El camarada Bielov.
Nos estrechamos las manos. Al hacerlo, él inclina la cabeza exageradamente. Yo no. Ignoro si es una de mis obligaciones. Bielov continúa hablando. Lo hace como si estuviera ante un numeroso auditorio: fuerte, con voz ronca, agitando mucho las manos… Blagoeva traduce y traduce.
Suena el teléfono.
Blagoeva me hace una indicación de que siga a Bielov. Le sigo. Salimos del despacho. En la puerta del edificio, nos espera un automóvil. Subimos y arranca rápidamente.
Ninguno hablamos: ni Bielov, ni el chófer, ni yo.
En la imposibilidad de iniciar la conversación, me dedico a fumar y contemplar el paisaje: pequeñas casas de madera y grandes árboles, que forman los costados de la estrecha carretera por donde vamos. Luego, pasamos por delante de un aeródromo militar: alambradas de púas, garitas sobre caballetes, soldados con fusil, aviones en tierra y aviones sobre nosotros.
Después otra vez la vieja fisonomía del camino: pequeñas casas y grandes árboles. De vez en cuando alguna que otra persona que pasa indiferente a todo: a nosotros, al coche y al polvo. Seguimos. Llevamos veinte minutos de camino: veinte minutos de mirar el paisaje… Llevamos cuarenta minutos de camino: cuarenta minutos de mirar el paisaje. La carretera nos conduce al fin hasta un recinto de elevadas cercas y varias casas.
En la fachada del edificio principal hay dos grandes retratos de Lenin y Stalin y numerosas banderitas rojas. Parece ser que éste es el eterno adorno de esta sombría casa de reposo. Avanzamos hacia la casa, mientras que dos hombres avanzan hacia nosotros. Bielov manda al chófer que detenga el automóvil. Nos apeamos y saludamos. Uno es el director de la casa de reposo; el otro es el traductor. El primero, un veterano de la guerra civil; el segundo, un ex combatiente de la Brigada Internacional, de origen austríaco, llamado Kurt, cuya muerte después hizo pensar y decir a su mujer, Carmen Brufau, que había sido asesinado. Verdad o mentira, esto le sirvió para presentarse ante las embajadas como una víctima.
Pasamos directamente al despacho del director. Nos informa. Considera que todo el descontento se debe a la labor que hacen algunos elementos que él considera sospechosos. Al oír la palabra «sospechoso», Bielov ha levantado la cabeza con la misma rapidez que un perro de caza al olfatear la pieza.
Traen té.
Mientras lo tomamos, el traductor me dice que los aviadores se están concentrando en el salón de actos, donde debo hablar para acabar con la situación existente.
Unos minutos más y pasamos al salón de actos. Es una sala rectangular. Hay un pequeño escenario y en él una mesa y varias sillas. Delante del escenario, unas veinte filas de bancos y sentados unos cincuenta hombres jóvenes: son los aviadores que quieren marcharse de la Unión Soviética. En esta sala hay más retratos que en todas las habitaciones, despachos y salones de actos que he visto hasta ahora. Aquí, en la pared que está detrás de la presidencia, hay dos retratos: Lenin y Stalin; en las dos paredes laterales figuran, por orden de importancia, el resto de los miembros del Buró Político del Partido Bolchevique y los dos suplentes: Beria y Svernik.
El director se pone en pie. Se hace el silencio. Habla. Diez minutos, veinte, treinta… Se calla. Se sienta. Saca un pañuelo del bolsillo y se limpia el sudor con el mismo gesto de cansancio con que se lo limpiaría allá en los años de la guerra civil, después de un avance o de una retirada, en los veranos ucranianos… Luego habla al oído de Bielov. Bielov, muy serio, escucha y asiente.
El traductor me da una síntesis del discurso: ha hablado de la Unión Soviética, del socialismo, de Lenin, de Stalin, de que son los huéspedes de honor del pueblo soviético, de que no deben irse, de que deben quedarse…
Por lo que puedo observar, la gente no se ha conmovido.
Ahora debo hablar yo. No es fácil hablar. El representante de la Sección de Cuadros de la Komintern ha opinado, por boca del director, que deben quedarse; los aviadores, de palabra antes y con el gesto en este momento, insisten en marcharse…
—Camaradas —comienzo— … En primer término quiero saludares en nombre de la dirección del Partido Comunista de España… En nombre del camarada Dimitrov…
He hecho una pausa… pero nadie ha aplaudido ante la invocación familiar.
—… Ahora os expondré el motivo de nuestra visita. Nos han informado que desde hace algunos días habéis adoptado una actitud de franca indisciplina contra el director de la casa; que gritáis constantemente que queréis salir de la Unión Soviética…
Sigue el silencio… y continúo:
—El camarada Dimitrov, que está muy interesado por vuestra situación y perspectivas, quiere saber qué os ocurre, qué necesitáis, en qué puede ayudaros. Yo os pediría que hablarais con toda claridad, asegurándoos de antemano que cuantos deseos expongáis los transmitiré al camarada Dimitrov…
Me siento. Comienzan a hablar.
Uno… Dos… Tres… No sé cuántos… Sólo sé que han sido muchos.
Y el último que habla resume: «… terminada la guerra de España y suspendido el curso que estábamos haciendo, han desaparecido todas las razones que nos trajeron a la Unión Soviética… La mayoría de nosotros tiene familia en América y desea reunirse con ella. Éste es el problema. No somos antisoviéticos, ni anticomunistas, puesto que muchos somos miembros del Partido; estamos muy agradecidos al gobierno y al pueblo soviéticos, pero queremos marcharnos. Esto es todo lo que deseamos».
Mientras hablaban, los he estado observando. No he encontrado sospechosos. No era muy fácil tampoco encontrarlos: habían sido seleccionados entre los mejores combatientes de primera línea. Cada uno de ellos era un testigo excepcional de las mejores páginas de la historia de nuestra guerra.
Cuando han terminado de hablar miro a Bielov, pero Bielov no me mira; miro el director, pero el director no me mira; miro al traductor, pero el traductor está muy interesado mirando los retratos de los miembros del Buró Político…
Concluyo.
—Tened la seguridad de que cuanto habéis expuesto lo haré llegar personalmente al camarada Dimitrov… Por mi parte, no encuentro nada malo en vuestros deseos.
Regresamos a Moscú. Otra vez en la Komintern. Y otra vez en el despacho de Blagoeva. Durante unos minutos, Bielov y ella hablan animadamente. No entiendo nada. Después, Blagoeva se dirige a mí.
—Camarada, el camarada Bielov informará al camarada Dimitrov de la reunión.
Bielov me da la mano mientras inclina la cabeza. Blagoeva me da la mano mientras dibuja una sonrisa forzada. Y salgo.
Desde esta entrevista con los aviadores españoles hasta mi salida de la U.R.S.S., no les volví a ver… Sólo sé que algunos, porque al parecer todos es imposible, siguen pensando en reunirse con sus familiares en América…
VI
Me he enterado de que se han celebrado varias reuniones entre una delegación del Partido Comunista de España, formada por José Díaz, Vicente Uribe, Pedro Checa, Dolores Ibárruri y Jesús Hernández, con una delegación del Secretariado de la Komintern integrada por Dimitrov y Manuilski, acompañados de Togliatti, Stepanov y Geroe, como representantes que fueron de la Komintern en España.
Oficialmente no se ha dicho nada.
Pero por lo que he podido saber se han salvado casi todos: la línea de la Internacional Comunista fue correcta y la aplicación por sus delegados justa; la actuación de los consejeros militares y diplomáticos no se ha discutido; contra José Díaz no se han hecho acusaciones, su prolongada enfermedad le excluía de ellas; Dolores Ibárruri y Antón han sido los héroes, tanto que a Dolores Ibárruri, con José Díaz, se les ha nombrado secretarios del Comité Ejecutivo de la Komintern; a Antón se le ha colocado en un terreno con grandes perspectivas; Uribe, Checa, Hernández y no sé cuántos más han sido, dentro del Partido, los responsables de todo lo malo.
El resultado de la discusión me ha hecho reflexionar profundamente. No, no puedo estar de acuerdo; no puedo conformarme ni aun con la promesa de que se hará un documento amplio explicando las causas de la pérdida de la guerra y los errores y debilidades de nuestro Partido. Y no puedo estar de acuerdo porque al problema español en 1936-1939 no se le puede dar carpetazo, como se le dio al problema alemán en 1933; no puedo estar de acuerdo porque tales procedimientos entrañan un peligro mortal para el Partido…
Pasan los días y de lo acordado no se dice ni una palabra. También en la Komintern hay secretos. Sólo sé que Hernández trabaja intensamente en la elaboración de un largo documento. Parece ser que no le es fácil: hay que cambiar el nombre a los colores; al blanco debe llamársele negro, y al negro blanco; hay que generalizar; hay que echar polvo en los ojos de los militantes y aparecer «limpios de polvo y paja»; hay que aparecer como los mejores y no dar lugar a que se pueda hacer la más ligera crítica a la Komintern; hay que sostener el mito de la infalibilidad.
Sé esto y sé también que uno de los motivos fundamentales por el cual vine a la Unión Soviética con alegría —conocer ampliamente las causas de nuestra derrota y nuestra responsabilidad como Partido— se ha venido al suelo…
Mi pequeña habitación de trabajo comienza a serme antipática. Es una antipatía cordial, hasta objetiva; podría decirse; pero no deja de preocuparme el hecho de que tal antipatía cordial, objetiva, se ha producido inmediatamente después de saber cómo ha terminado la discusión de nuestra guerra.
Pasan unos días más.
Se habla de que José Díaz y Dolores Ibárruri van a incorporarse a su trabajo como secretarios de la Komintern. José Díaz se encargará del trabajo de España, de la India y de los países latinoamericanos; Dolores Ibárruri parece ser que se encargará del trabajo de las mujeres.
Y yo deberé ayudar a José Díaz.
Me siento un poco sobrecogido.
Me duele la cabeza y me siento cansado. Llevo varios días que no hago más que mirar los mapas de la India y de América Latina. He buscado en la biblioteca algo que me oriente, y desde que lo he encontrado no hago más que leer y leer: leo en mi despacho, en el comedor, en el autobús, en mi habitación del hotel… Comienzo a parecerme a los demás funcionarios: hablo poco, llevo la cartera repleta de libros y periódicos y leo y leo…
Esperanza se aburre.
A José Díaz y Dolores Ibárruri les han dado dos despachos en el tercer piso. El de José Díaz tiene una antesala donde estarán sus escoltas y la mecanógrafa. No faltan los retratos, ni la caja fuerte, ni el armario con los textos de los clásicos en todos los idiomas, ni la mesita con varios teléfonos, ni el gran sofá… El de Ibárruri es más modesto, pero la modestia no excluye lo reglamentario: los dos retratos, la caja fuerte, el armario con los textos de los clásicos en todos los idiomas, la mesita con los teléfonos… La única diferencia es que en el despacho de Ibárruri han puesto un gran florero lleno de flores.
Yo también he ascendido: del primer piso de una de las alas del edificio he pasado al tercer piso del cuerpo central. Mi despacho está al lado del de José Díaz y ambos muy cerca del de Manuilski.
Mi despacho tiene una pequeña mesa, un teléfono, un armario lleno de libros, varios mapas de la India, de España y de América Latina, dos sillas y dos retratos. Tengo también una ventana que da al patio central. Me alegro, ya no veré más el enorme montón de carbonilla de las calderas; tiene otra ventaja esta ventana: podré ver a todos los funcionarios de la Komintern, a excepción de los secretarios, que comen en sus despachos, cuando vayan al comedor. Sí, será un pequeño aparato de radiografía, porque cuando la gente tiene hambre y va donde le espera la comida, es bastante diferente a como la vemos detrás de una mesa de despacho con una fotografía de Lenin al frente y otra de Stalin a sus espaldas.
Nuevos españoles han llegado a la Komintern.
Eusebio Cimorra, que se ha incorporado a la Sección de Prensa y Propaganda; Juárez, que pasa a ocupar mi antiguo despacho y a leer periódicos y hacer resúmenes periódicos de prensa. Kety Levi Rodríguez se ha incorporado al secretariado de José Díaz como secretaria técnica. Los datos más sobresalientes de estas tres personas podríamos resumirlos en pocas palabras: Cimorra es un antiguo redactor de «Mundo Obrero», un buen periodista que ha entrado en el pozo del ocaso; Juárez es un antiguo obrero metalúrgico y un ex alumno de la escuela leninista; Kety Levi Rodríguez no sé muy bien quién es. Por el momento es sospechosa a la sección de cuadros. Es de origen judío. Mas a pesar de cuanto le han dicho sobre la igualdad de razas en la Unión Soviética, ha decidido llamarse Kety L. Rodríguez.
Mi vecindad ha mejorado mucho: a un lado, Manuilski y Geroe, a otro lado, José Díaz y Dolores Ibárruri; un poco más lejos, Kussinen, Pieck, Florín y Gottwald; y más lejos, Togliatti.
Creo que este cambio de situación ha influido bastante en la gente que me rodea. Ya no me miran con curiosidad, sino con cierto respeto. Hasta el centinela de la puerta del edificio —el mejor barómetro— me sonríe, me da los buenos días o las buenas tardes, aunque también es cierto que no me deja entrar ni salir sin enseñar el «propus».
Hoy, en mi calidad de secretario político de José Díaz para España, la India y América Latina, he hablado con Octavio Brandao y con un ruso que hace el trabajo informativo de la inmensa colonia inglesa.
Para Brandao, América Latina es el Brasil: me ha hablado de la gran bahía de Río de Janeiro, del Amazonas, de las inmensas riquezas naturales que tiene su país, de Getulio Vargas… Ha hablado durante dos horas y durante dos horas he escuchado… ¡Será terrible si la revolución tarda en estallar en el Brasil!
Me siento preocupado y con dolor de cabeza.
El ruso que hace el trabajo informativo de la India es un hombre joven, tosco, al que he visto cocinando más de una vez en la cocina colectiva del «Lux». Habla inglés, y Kety L. Rodríguez me traduce. Yo no comprendo nada.
Después de estas dos entrevistas, he sacado en limpio que para Brandao, el Brasil es el país más importante, no ya de América Latina, sino del mundo entero; que la India continúa siendo una parte de Asia; que el Partido Comunista es muy pequeño; que no hay contacto con él y que todo lo que sabemos de dicho país y del movimiento revolucionario es lo que publican los periódicos y revistas de la Gran Bretaña.
Mi dolor de cabeza ha aumentado.
Hablo con Kety L. Rodríguez y, al poco rato, del botiquín de la Komintern llega una enfermera con unas pastillas de piramidón. Las tomo y dejo caer la cabeza sobre mis brazos.
Un torbellino de nombres hace más lento el efecto del piramidón que me trajo una mujer con una bata blanca, no muy blanca vista de cerca: Brasil, Getulio Vargas; India, Gandhi, Nehru; Méjico, Cárdenas: en total una colonia inglesa y muchas repúblicas latinoamericanas.
Una muchacha me trae un paquete de periódicos franceses. Firmo el «recibí» y se va. Son varios números de L’Humanité, Gabriel Peri refleja la zozobra de Europa y quizá su propia zozobra.
Noto a Francia encogida. A Inglaterra enferma. Al Tercer Reich ensoberbecido.
Me he olvidado de la India y de todas las repúblicas latinoamericanas. El volcán no está tan lejos. Pero aquí, en mi pequeño despacho de la Komintern, veo los acontecimientos sin inquietud: mis flancos están protegidos por Manuilski, Kussinen, Pieck, Florin, Gottwald…
Algunos españoles salen de la U.R.S.S.
Hernández y Comorera, a Suecia. Deben ser el enlace entre Francia y Moscú. Martínez Cartón, Galán, Diéguez, Arturo Jiménez, Guardiola y algunos más, hacia Francia, camino de América. Deben organizar y dirigir la campaña de solidaridad con la República Española. Galán, después de innumerables trabajos para casarse, ha tenido que dejar a su mujer; Martínez Cartón ha tenido que luchar para poder sacar a su mujer y un hijo.
También se van Uribe y Checa. El primero porque todavía es ministro del gobierno Negrín; el segundo, porque es una de las pocas garantías que nos quedan.
Ni José Díaz ni Dolores Ibárruri se han incorporado al trabajo, a pesar de que cada día circulan los rumores de que van a llegar. Sigo hablando con Brandao: hablo en el autobús, en el comedor, en mi despacho, en el ascensor y de vez en cuando en mi cuarto del hotel… Una enfermera me sigue trayendo regularmente pastillas de piramidón. El otro colaborador viene poco a verme. De la India no hay mucho que contar.
Hoy he aprovechado para leer a Lenin y Stalin sobre la primera guerra imperialista. Después he ido a la biblioteca y he pedido las memorias de Churchill sobre esta gran catástrofe. No me las han dado: debo tener un permiso especial porque pertenecen al departamento secreto. Renuncio a solicitar el permiso: la cara que ha puesto la bibliotecaria me ha dado a entender que no está bien visto leer tales libros…
Gabriel Peri sigue mostrando un panorama sombrío. Se habla de Danzig. Se habla de la línea Maginot. La guerra se cierne sobre Europa… Pero de la primera guerra mundial surgió la primera gran revolución socialista. Desde el mirador de mi hotel veo a Moscú esconderse en la noche. En un horizonte cada vez más confuso las torres del Kremlin, sus estrellas rojas… Allí vive Stalin. Esperanza me llama para cenar. Cenamos.
Llegan Listen y Modesto. Más erguidos que nunca; más militares que ayer. Me hablan de la Academia, de dos de sus profesores que estuvieron en España: Malinovski[7] y Walter[8]. Mientras hablan toman dos o tres veces café y se fuman mis cigarros. Y hablan, hablan, hablan.
Líster mira el reloj. Se levantan, se abrochan el correaje que se habían soltado al llegar, se miran el uno al otro, nos dan la mano y se van… Por el pasillo resuenan sus pasos, cruje el piso. Luego, el silencio. Moscú duerme. Nosotros debemos dormir.
VII
En cada habitación del «Hotel Lux» hay un pequeño altavoz. En el noventa por ciento de las habitaciones de la U.R.S.S. hay altavoces. En las plazas más importantes de todas las ciudades soviéticas hay altavoces. Con este sistema, el gobierno puede hablar cuando quiere al país entero. Me han dicho que tal sistema no existe en ninguna otra nación. De acuerdo. Me han dicho que en los demás países una parte de sus habitantes tiene aparato de radio. De acuerdo también. Por lo que deduzco que los soviéticos pueden oír a su gobierno y las emisiones oficiales, y que en los demás países, a excepción de Alemania, Italia y España, se puede oír lo que a uno le dé la gana.
Como no entendemos el idioma (yo no lo entendí nunca), nuestro altavoz carece para nosotros de valor informativo; como no tenemos despertador, lo dejamos enchufado por las noches para que a las seis de la mañana nos despierten. La jornada de radio comienza a las seis de la mañana: marcha deportiva, ejercicios gimnásticos y luego el noticiario que dos horas después publicarán todos los periódicos soviéticos. A continuación, música y discursos, discursos y música hasta las dos de la madrugada, cuando de nuevo radian noticias, para terminar con la Internacional.
Nos ha despertado la marcha deportiva, hemos escuchado después los ejercicios de fisicultura. Pero lo hemos oído como quien oye llover: el hábito crea la indiferencia. Esperamos el noticiario con la ilusión de oír el nombre de España, pero no hay noticiario. Una voz grave, monótona, comienza a escucharse. No prestamos atención. Y habla y habla. Muchos minutos, no sé cuántos… Al final oímos los nombres de Molotov y Ribbentrop.
En la habitación de al lado se oyen pasos precipitados. Nosotros seguimos en la cama: faltan cuarenta y cinco minutos para levantarse. Las siete y cuarto.
Me levanto, me afeito, me lavo y me visto. Esperanza mientras tanto hace el desayuno… Desayunamos. Las ocho.
Tomo la cartera y bajo rápidamente: el autobús sale a las ocho y diez. Cuando llego, el cuadro es distinto al de los demás días. Hoy la gente no se ha precipitado a conquistar su asiento. Esperan en la acera, en grupos, discutiendo animadamente, algunos casi a gritos.
Miro a unos y a otros; nadie me mira. Doy los buenos días; nadie me contesta.
Continúan hablando, gesticulando, moviendo los brazos. El único que no habla, soy yo; el único que no gesticula, soy yo; el único que no mueve los brazos, soy yo.
Llega Octavio Brandao. Es casi el último y viene como siempre: corriendo y fatigado. ¡Pero qué brillo en sus ojos, qué sonrisa en su cara!
Va de un grupo a otro. Es seguro que Brandao no habla hoy de sol, ni del Brasil, ni de Getulio Vargas, porque todos le escuchan… Pero entonces, ¿de qué habla Brandao?
Al subir al autobús, me ve; me abraza. El que viene detrás de nosotros nos empuja sin ninguna diplomacia. Brandao tira de mí hacia el interior del autobús. Me habla a gritos, se sonríe maliciosamente, se ríe a carcajadas, mueve los brazos, se abrocha y se desabrocha la chaqueta… Pero a pesar de todo hasta ahora no comprendo nada de cuanto me dice. Cincuenta voces en numerosos idiomas lo impiden. Brandao grita más y más, gesticula… Nada… Hay en su mirada un gesto de cansancio y desesperación… Al fin me echa el brazo por encima del hombro, pega su boca a mi oído…
—¡Formidable!, camarada Luis, formidable… La Unión Soviética ha concertado un tratado de no agresión y de comercio con Alemania… Molotov y Ribbentrop han firmado en nombre de sus respectivos gobiernos… ¡Formidable!… ¡Formidable!…
Cincuenta voces en distintos idiomas deben repetir lo que Brandao me acaba de decir. Miro a los alemanes. Tengo la impresión de que todos han crecido. De que se han vuelto más alemanes, más…
—Los dos grupos frente a sus contradicciones… La Unión Soviética en pleno desarrollo pacífico… ¡Formidable!… ¡Fantástico!… Que se destrocen ellos… Así serán más fáciles nuestras tareas… ¡Fantástico!… ¡Formidable!…
Me mira. Le miro. Sonreímos.
De pronto, todos los que van de pie parecen querer lanzarse sobre las espaldas del chófer… Hemos llegado. Pero hoy nadie se ha dado cuenta del tiempo, ni de la estación, ni del puente, ni de la estatua alegórica de la Exposición Agrícola, ni de la última curva para entrar en el recinto de la Komintern.
Nos desperdigamos más de prisa que otros días.
Llego hasta la puerta de mi despacho; rompo un precinto y entro. Rompo otro precinto y otro… Me siento y saco algunas carpetas con resúmenes de la Prensa extranjera y correspondencia de los colectivos españoles. A las once de la mañana traen el boletín en español y Pravda. En la primera página del boletín, el Tratado; en la primera página de Pravda, el Tratado y un gran retrato de Stalin, que parece decir a todos los comunistas del mundo: «He sido yo, ¿lo oís?… Yo».
Leo el Tratado… Lo leo una vez, dos, tres… Miro Pravda una vez, dos, tres… Y pienso. Mientras pienso, me parece escuchar una voz suave, pero enérgica, que me repite sin cansarse: «Stalin tiene razón»… «Stalin nunca se equivoca»…
Suena el teléfono. Esperanza me llama desde el hotel.
—¿Te has enterado del Tratado?
—¿Qué te parece?
—Lo estoy leyendo en este momento.
Colgamos.
Y de nuevo leo el Tratado. Y de nuevo miro Pravda. Estoy seguro de que en las doscientas noventa y nueve habitaciones, doscientos noventa y nueve funcionarios leen el boletín y miran Pravda, y que igual que a mí una voz suave, pero enérgica, les repite sin cansarse: «Stalin tiene razón»… «Stalin nunca se equivoca». Sí… Pero… Yo soy español. Alemania ayudó a Franco a subir al poder y a hundir nuestra República. Un avión «Messerschmidt» cortó con el fuego de sus ametralladoras la vida de mi hermano Manolo en un pueblecito de Cataluña… Hitler aspira a dominar Europa. Me asusto de mis reflexiones. Me acuerdo de las cincuenta voces en tantísimos idiomas que gritaban en el autobús. Me acuerdo… Pero me acuerdo de España… Si pudiera olvidarla; si pudiera olvidar a mi hermano, tendido en la pequeña sala de un pequeño hospital, pálido, serio… Entonces sí que gritaría como esas cincuenta voces que me martillean… Pero… Pero desde Almería a Guernica, desde Badajoz a Barcelona se eleva ese «pero»… Muertos… Muertos… Muertos… Un millón de muertos en una población de veinticuatro millones de habitantes. Miro el boletín… Miro Pravda («La verdad»)… Sí, la verdad está ahí. Soy un sentimental. Un esfuerzo… Mis viejos recuerdos se van esfumando lentamente… Otra vez soy el representante del Partido Comunista de España en la Komintern; otra vez soy el funcionario de la Komintern; otra vez soy el colaborador del Estado Mayor de la Revolución Mundial. Ya no hay zigzags… Todo es recto como la Avenida Nevski.
Ellos pensaban liquidar sus pugnas sin lesionar sus propios intereses: Inglaterra y Francia quedándose con sus imperios, pero dejando manos libres a Alemania en la otra dirección… Alemania creando su imperio a costa de las tierras del Este. Ahora ya no es posible. Están frente a frente: Alemania deberá construir su imperio a costa de los otros imperios; los otros deberán defenderse… Y chocarán… Se irán debilitando… Surgirá el descontento de los pueblos… Y la Unión Soviética, fresca y poderosa, resolverá de una vez y para siempre un viejo problema histórico… ¿Que para que ellos se deshagan hay que dar a Alemania petróleo?… ¡Se lo daremos! ¿Que para que ellos se deshagan hay que dar trigo a Alemania?… ¡Se lo daremos! ¿Que para que Alemania pueda encender la mecha hay que darle garantías en el Este?… ¡Se las daremos! ¿Que para que el descontento de los pueblos surja habrá que dejar que el ejército alemán destruya pueblos y ciudades y mate a millones de hombres, mujeres y niños?… ¡Lo dejaremos! El objetivo estratégico es claro… Ahora estoy un poco más tranquilo.
Vuelvo a leer el Tratado. Mientras leo, me froto las manos y sonrío. Me levanto y me acerco a la ventana.
La gente comienza a ir al comedor. Charlan animadamente. Parece un día de fiesta: los jefes sonden a los subalternos; los subalternos sonríen más que otros días a los jefes. La gente se agrupa en el comedor. Se dice ¡formidable! en numerosos idiomas. Brandao ha sido desplazado: ahora todos gritan más que él; todos ríen más que él; todos agitan las manos más que él. Llego hasta la mesa donde está sentado. Coincido con Geroe. Comienzan a hablar. Yo escucho. Brandao es un pasional; Geroe un teórico. Brandao no razona: grita. Geroe no grita: razona. Y yo escucho. Cuando salgo del comedor, yo también grito, yo también río, yo también me abrocho y me desabrocho la chaqueta.
¿Soy Brandao o soy yo? Somos iguales: él grita y yo grito; él ríe y yo río; él agita las manos y yo agito las manos; él se abrocha y se desabrocha la chaqueta y yo me abrocho y me desabrocho la chaqueta; él está nervioso de alegría y a mí la alegría me ha puesto nervioso… Y lo mismo ocurrirá a Dimitrov y Manuilski, a Togliatti y Pieck, a Florin y Kussinen, a Gottwald y Marty, a José Díaz y Dolores Ibárruri, a Geroe y Stepanov… Y así hasta noventa millones de parejas dentro de la U.R.S.S. y no sé a cuántos miles y millones fuera.
Mas, ¿qué pensará la otra gente? ¡Bah! Y ahora a esperar que nuestra estrategia dé sus frutos. ¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!… A la revolución mundial se le ha puesto una inyección de aceite alcanforado.
VIII
Moscú es lindo en el verano. Miles de brochas blanquean miles de casas; miles de casas estarán limpias por fuera durante no más de dos mil horas. El asfalto brilla. Los hombres parecen hombres y las mujeres, mujeres… Ellos se afeitan la cabeza y se visten de blanco; ellas despiertan a todo: a la vida y al color. Cuando el invierno acaba, ríen y cantan y muestran sus vestidos rojos, verdes, amarillos, blancos; todos muy rojos, muy verdes, muy amarillos y muy blancos. Ni una sola nube empaña el cielo político del país del socialismo. El horizonte en llamas está más allá de sus fronteras.
Mi horizonte es distinto: frente al mirador de mi habitación hay una callecita estrecha: en la callecita, un hotel de antes de la revolución; en el hotel, un gran balcón; en el balcón, una gran bandera con la cruz gamada: es el emblema del Tercer Reich. Por lo demás, nada.
En Moscú hay muchos alemanes: los de antes y los de ahora. Los de antes se hospedan en el «Hotel Lux»; los de ahora lo hacen en el «Hotel Metropol». Los de antes son los restos del ejército de Thaelman[9]; los de ahora son las avanzadillas del ejército de Hitler. Los del «Hotel Lux» trabajan en la Komintern; los del «Hotel Metropol», en el Comisariado de Comercio o en el de la Industria. Los de antes llevan como salvoconducto un pequeño carnet de tapas rojas; los de ahora un pasaporte diplomático. Pero son diferencias que no se aprecian a simple vista.
Moscú es lindo en el verano… Hoy hemos querido tomar una botella de cerveza y hemos podido tomarla. Fuimos al «Hotel Metropol», nos sentamos a una mesita al aire libre y pedimos una botella de cerveza.
El camarero nos miró de arriba abajo.
—No tenemos cerveza.
—Y esos señores de esas mesas, ¿qué toman?
—La cerveza la tenemos reservada para los extranjeros.
—¿Está usted seguro de que somos rusos?
Se va… Viene acompañado del maître…
Las mismas preguntas e idénticas respuestas. Al fin llega la botella. El camarero nos sirve de mala gana; el maître, desde lejos, nos mira con mala cara… ¡Qué placer poder mirar horizontalmente a los representantes de Adolfo Hitler! Hay cosas que sólo son posibles en la U.R.S.S. Saboreamos la cerveza y nuestra pequeña, pequeñísima venganza.
Desde el 24 de agosto han cambiado mucho las cosas. Ni en la Prensa ni en las revistas soviéticas se alude al fascismo alemán. En la Komintern tampoco. El Tratado, entre otras cosas, tiene como base la lealtad, y en nombre de esta lealtad hemos «olvidado temporalmente» al fascismo alemán. Pero como no podemos estar callados, como no debemos callamos, hablamos de los «panis» polacos y del imperialismo anglofrancés.
Peri sigue escribiendo. Después de leerle miro el mapa que está frente a mí, debajo del retrato de Lenin.
28 de agosto: se agudiza la crisis.
10 de septiembre: la aviación del Reich ataca Varsovia; en la frontera germano-polaca se producen los primeros choques entre unidades militares; Danzig es anexionado definitivamente a Alemania. 3 de septiembre: Inglaterra y Francia se consideran en guerra con Alemania. 8 de septiembre: los alemanes llegan hasta las puertas de Varsovia. 16 de septiembre: Varsovia capitula después de una heroica resistencia. 29 de septiembre: en Moscú se firma un pacto entre la Unión Soviética y Alemania sobre el reparto de Polonia.
De Polonia ya no se habla. La parte occidental ha quedado anexionada a Alemania. La parte central funcionará como un protectorado alemán. La parte oriental queda anexionada a la U.R.S.S. La línea Curzon ha pasado a ser una pieza de la historia contemporánea. Desde hoy sólo miramos el mapa para ver a quién le cae encima la desdichada suerte de Polonia.
Europa sigue lanzándonos sus náufragos. Han llegado a Moscú, Mauricio Thotez[10], secretario general del Partido Comunista francés; Ramette, miembro del Buró Político y secretario de la minoría parlamentaria comunista; Alard, miembro del Comité Central… Pero en la Unión Soviética no existe ninguna persona que se llame Thorez; conocemos a un tal Ivanov, que no habla ruso, que habla francés correctamente, que se está dejando crecer la barba, que vive en Kunsevo y que se entretiene en un huertecito que hay delante de una magnífica casita de campo. Ramette y Alard se han incorporado rápidamente a la Komintern.
En la Komintern estamos contentos: todos recordamos las palabras de Stalin en el XVIII Congreso del Partido Comunista de la U.R.S.S.: «No estamos dispuestos a sacar a nadie las castañas del fuego». Tenemos fe. En la primera Guerra Mundial se hundieron tres imperios y surgió un país socialista. ¿Cuántos imperios se hundirán en ésta y cuántos países socialistas surgirán? No pensamos: la jugada es demasiado complicada… y en el Kremlin piensan por nosotros.
José Díaz y Dolores Ibárruri van a incorporarse al trabajo… Una mujer ha vuelto a limpiar el polvo de los dos despachos y a poner flores frescas en un lindo florero de cristal construido por los emigrados checos.
Me han convocado a una reunión. Se celebrará en el salón de reuniones del cuarto piso. No me han dicho para qué. Sólo el lugar y la hora. Subo. Entro. Está Marty, que preside, Manuilski y los representantes de los partidos comunistas extranjeros. Comienza la reunión. Marty nos hace un pequeño informe sobre la situación de los miembros de las Brigadas Internacionales que se encuentran en Francia. Su situación se agrava de día en día; ¿qué hacer?
Nosotros no sabemos qué hacer. Florín, tímidamente, señala que si se trata de una guerra contra el fascismo pueden incorporarse al Ejército francés. Manuilski interviene rápida y bruscamente.
—Se trata de una guerra imperialista, de la segunda guerra imperialista. Esto debe ser claro para todos.
Florín calla.
Los demás miramos a Manuilski, a Marty, a Florín.
Manuilski vuelve a hablar.
—Hay que salvar a esos camaradas. Es un compromiso de honor para todos nosotros. Por nuestra parte, es decir, por parte del Partido Bolchevique y la Komintern, estamos dispuestos a fletar todos los barcos que sean necesarios, siempre que el Partido Comunista de Estados Unidos sea capaz de lograr la autorización de tránsito por ese país.
Se calla. Se quita las gafas y las deja caer sobre la mesa con un gesto de cansancio… Nos mira.
Nosotros le miramos. Después miramos al representante del partido americano. Ross está nervioso, creo que hasta pálido.
—Usted tiene la palabra, camarada Ross —dice Marty.
Asiente Manuilski.
Ross se pasa la lengua por los labios, se quita y se pone las gafas, mira su libreta de notas y comienza…
—Camaradas: yo no puedo menos que agradecer profundamente al Partido Bolchevique y a la Internacional Comunista su disposición de poner los barcos que sean necesarios para trasladar a América a los camaradas de las Brigadas Internacionales y a los camaradas españoles… Pero para ello, como muy bien ha dicho el camarada Manuilski, es preciso tener la autorización de tránsito por los Estados Unidos… ¿Puede mi Partido lograr tal autorización del Gobierno de mi país?… No me atrevo a afirmar que sí; por lo tanto, antes de contestar afirmativamente, pido tiempo para comunicarme con el camarada Browder, el cual creo yo que puede decirnos las probabilidades existentes.
Manuilski ofrece los barcos; el partido americano no puede ofrecer nada. Claro es que Manuilski es el representante del Partido Bolchevique en el poder y Ross el representante de un pequeño partido en la oposición… Pero… ¿Por qué han de marchar inevitablemente para Estados Unidos?…
Manuilski está ufano; Ross está nervioso.
Marty, después de leer un papel que le ha hecho llegar Manuilski, propone que se nombre una comisión de tres: el representante del Partido Comunista de España, el representante del Partido Comunista de los Estados Unidos y el representante del Partido Comunista de Austria.
No sé para qué y pregunto.
—Camarada Marty, ¿me quiere decir cuál será la tarea de esta comisión? Marty me mira. Manuilski me mira. Todos me miran. Y yo espero la respuesta.
—La tarea de la comisión —aclara Marty— es la de hacer una resolución con los acuerdos habidos…
—¿Qué acuerdos?… Manuilski ofrece barcos; Ross no puede ofrecer el tránsito. Lo único sensato es esperar la respuesta de Browder.
—Camarada Marty…
—Camaradas —me interrumpe Manuilski—, propongo que la comisión se reúna inmediatamente y nos presente una resolución sobre el caso. La proposición es aprobada por unanimidad.
Nos reunimos en mi despacho. Durante un gran rato nos miramos sin decidirnos a hablar ninguno de los tres. En vista de ello pregunto:
—Camaradas, ¿creen ustedes que es posible hacer una resolución?… En mi opinión no es posible… La Unión Soviética ofrece los barcos, pero para desembarcar a nuestros camaradas en América es necesario el tránsito por los Estados Unidos, lo que no tenemos. Lo lógico sería hacer una resolución muy breve que dijera más o menos: «Reunidos los representantes de los Partidos Comunistas en la Komintern con los camaradas Manuilski y Marty, para discutir la manera de ayudar a salir de Francia a los miembros de las Brigadas Internacionales y a los camaradas españoles, consideran que lo más importante es que por parte del Partido Comunista de los Estados Unidos se gestione la autorización de tránsito. Consideran también que en el caso de que dichas gestiones no tengan éxito se haga una sugerencia al Partido Bolchevique para que vengan a la Unión Soviética».
Ross asiente.
Furemberg, el representante del Partido austríaco, interviene.
—Creo, camaradas, que la resolución que debe hacerse no puede llevar ningún emplazamiento al Partido Bolchevique. Sería incorrecto. Propongo por el contrario que se haga una breve resolución en la que se señale que el Partido Comunista de los Estados Unidos iniciará rápidamente las gestiones para obtener el derecho de tránsito.
Ross guarda silencio.
Yo miro al representante austríaco.
Él permanece impasible.
—Camaradas, yo propongo que el representante austríaco haga la resolución y nos la presente para la firma…
Mi tono hace levantar la cabeza a los dos.
—De acuerdo —contestan después de unos segundos de silencio. Salen de mi despacho.
Han pasado varios días. No conozco la resolución que se ha hecho. Sólo sé que la Unión Soviética ha quedado bien, con un ofrecimiento que de antemano se sabía que no podía cumplir; que el Partido Comunista americano ha quedado mal por no arrancar del Gobierno de su país una autorización que de antemano sabíamos que no podría lograr. Sé más: que los miembros de las Brigadas Internacionales y los refugiados españoles continuarán en Francia. Pero, eso sí, a Francia llegará la noticia de que la Unión Soviética ofreció todos los barcos que fueran necesarios; que el Partido americano no trabajó bien al no conseguir la autorización de tránsito…
Pasan varios días más.
De medio millón de refugiados españoles y de las Brigadas Internacionales que hay en Francia sólo han podido salir para América unos treinta mil. Hubieran podido salir más, sin necesidad del tránsito americano, pero no hubo suficientes barcos…
Hoy he recibido dos buenas noticias.
Primera: A las seis de la tarde, un conferenciante del Comité Central del Partido Bolchevique dará una conferencia sobre la situación internacional. Segunda: Dentro de unos días se reunirá el Soviet Supremo y me han ofrecido una invitación para asistir a sus sesiones.
Las dos cosas son nuevas para mí…
Ya estamos todos sentados.
En la tribuna, Dimitrov, Manuilski, Marty, Togliatti, Pieck, Florín, Gottwald y algunos altos funcionarios del aparato. Entre ellos el conferenciante.
Vilkov, el secretario de la organización del Partido de la Komintern, se levanta con un papel en la mano…
—Camaradas, vamos a proponer el presidium de honor.
Una pausa.
Vilkov.— Camarada Stalin…
Nos levantamos y aplaudimos como locos. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Molotov…
Nos levantamos, aplaudimos un poquito menos. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Vorochilov…
Nos levantamos y aplaudimos igual que antes. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Kalinin…
Nos levantamos y aplaudimos un poquitín menos. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Andreiev…
Nos levantamos, aplaudimos igual que al anterior y nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Kaganovich…
Nos levantamos y aplaudimos un poco menos. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Mikoyan…
Nos levantamos, aplaudimos un poco menos y nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Kruschev…
Nos levantamos, aplaudimos igual que al anterior y nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Beria…
Nos levantamos, aplaudimos con frenesí. Nos sentamos.
Vilkov.— Camarada Svernik…
Nos levantarnos y aplaudimos un poco. Nos sentarnos.
Ya tenemos presidium de honor. Tomo alientos, me seco el sudor que baña mi frente y me dispongo a escuchar al conferenciante.
Pero Vilkov sigue agitando un papel…
—Camaradas, vamos a nombrar el presidium efectivo…
Me pongo en tensión, creo que los demás también. Y la misma voz que había pronunciado ya once nombres continuó implacable e incansable como si no fueran suficientes los que constituían la más gloriosa dirección del más glorioso Partido.
—Camarada Dimitrov…
Nos levantamos. Aplaudimos. Nos sentarnos.
—Camarada Manuilski…
Nos levantamos. Aplaudimos. Nos sentamos.
—Camaradas Blagoeva, Bielov, Stepanov, Zerahiskaia…
No nos levantamos. No aplaudimos.
Estamos un poco cansados, nos duelen un poco las manos. Pero la cosa bien merece la pena: tenemos dos presidiums: el de honor y el efectivo.
El conferenciante hace lo que todos los conferenciantes del mundo: sube a la tribuna, ordena sus papeles, comprueba si le han puesto el vaso de agua (aquí es de té), se pasa la mano por la frente como si fuera a pensar lo que va a decir, mira al auditorio, tose y…
«Camaradas…».
Diez minutos.
«… el camarada Stalin, previendo lo que nos amenazaba…». Los aplausos impiden al orador terminar la frase, si es que la frase tenía que terminar de otra manera… Y el conferenciante sonríe, sonríe…
Veinte minutos.
El conferenciante clava sus miradas en el público, yo creo que me mira y miro para otro lado… Hace una pequeña pausa y…
«Los imperialistas pretendían hacer cambiar la dirección del ejército alemán hacia el Este… Pero la clara visión de nuestro genial timonel, camarada Stalin…».
Otra tempestad de aplausos. Treinta minutos. Cuarenta minutos. Llevamos cuatro tempestades de aplausos. Cincuenta minutos. Una hora. Llevamos seis tempestades. Ya no queda té en el vaso y a la izquierda del orador sólo restan algunas cuartillas.
Creo que muchos de los oyentes ya no oyen nada. En mi fila algunos tienen el periódico sobre las rodillas, de forma que no se vea desde la tribuna, y leen. Otros creo que duermen con los ojos abiertos. Dimitrov lleva pintando sobre unas cuartillas mucho tiempo y a medida que cubre el blanco de cada una de ellas la estruja y la coloca cuidadosamente delante de él: ya hay una respetable fila. Manuilski está muy entretenido con su vieja cachimba: creo que después de mucho tiempo ha conseguido limpiarla. Los demás miembros del presidium efectivo parecen escuchar embelesados… Del presidium de honor no sé nada.
La última hoja del pavoroso montón está ya en las manos del conferenciante.
«… y la maniobra criminal, urdida por los perros imperialistas, se ha venido al suelo estrepitosamente, gracias a ese Tratado de alcances históricos incalculables, expresión del genio político de nuestro camarada Stalin».
Se levanta el presidium efectivo. Nos levantamos nosotros. Aplaude el presidium efectivo. Aplaudimos nosotros. Y la última tempestad comienza a decrecer.
Se sienta Dimitrov. Se sienta Manuilski. Nos sentamos nosotros. El conferenciante recoge los papeles, mira el vaso de té, saca un pañuelo, se limpia la frente y… desciende de la tribuna a sentarse al lado del presidium efectivo. Yo espero. Vilkov se levanta. Me estremezco. Creo que se han estremecido hasta las columnas.
«Camaradas: quiero proponeos en nombre del presidium que enviemos una resolución al camarada Stalin…». Lee. Escucho. No entiendo nada. Se levantan todos; aplauden todos. Yo también aplaudo. Estamos de acuerdo con el Tratado germano-soviético.
Vilkov.— Ha terminado la reunión.
Comenzamos a salir. El pequeño río de gente se divide: pasa el presidium efectivo. Al final marcha el conferenciante. Sonríe a todos. Le miro y me sonrío: parece una colección de Pravda.
Cuando salgo a tomar el autobús, éste no ha llegado todavía. Pregunto a Brandao qué es lo que ocurre.
Brandao sonríe.
—Cuando hay conferencias, no vienen hasta las ocho y media…
Y sonríe. Y yo también. Entre dieciséis kilómetros que hay hasta el hotel y dos horas de conferencia, lo menos malo son éstas. Pero no estoy descontento. De la conferencia no he entendido nada a excepción de lo poco que me ha traducido Brandao, pero he aprendido cómo debe uno comportarse en esta clase de actos.
IX
Han pasado varios días. De la conferencia sólo tengo un levísimo recuerdo y un pequeño dolor en la palma de las manos… Mi pensamiento se concentra en la próxima reunión del Soviet Supremo de la U.R.S.S.
Hoy Blagoeva me ha llamado a su despacho y me ha entregado una pequeña cartulina roja: es la invitación para el Kremlin. Me ha aconsejado que lleve todos los documentos de identidad… De regreso a mi despacho le doy vuelta y más vueltas: el escudo de la Unión, varias líneas de texto impreso y dos palabras escritas a mano: me figuro que deben decir «Luis García».
No puedo trabajar. Son las cuatro y la reunión comienza a las ocho… Pero en realidad ya estoy fuera de mi despacho, fuera de la Komintern. Tengo la impresión de que me encuentro en la Plaza Roja mirando la gran muralla, las torres, las estrellas de cinco puntas; que luego mi vista desciende hasta la entrada; que veo los centinelas, las garitas, el comienzo de un ancho paseo con árboles a un lado y casas a otro.
Las seis… El autobús… Cuarenta minutos… «Hotel Lux».
Tengo dos trajes. Los dos fueron comprados en Francia. Me pongo el mejor, 200 francos en Perpignan, y salgo… No sé si me he despedido de Esperanza. Faltan cuarenta y cinco minutos, vivo a ochocientos metros del Kremlin y tengo la obsesión de que voy a llegar tarde… Camino de prisa, muy de prisa… Se termina la calle Gorki… queda atrás el «Hotel Moscú»… ya estoy en la Plaza Roja. Me detengo nervioso. ¿Llevaré todo?… Mi mano se hunde violentamente en el bolsillo interior de mi chaqueta… Sí, tengo todo: la invitación, el «propus» de la Komintern y el pasaporte «sin ciudadanía». Los miro. Los vuelvo a mirar. En los tres documentos, dos palabras escritas a mano. Me aseguro de que no existen diferencias entre ellas y continúo el camino.
El mausoleo. Aquí están los restos de Lenin. Me han dicho que se conservan maravillosamente, gracias a la ciencia acumulada de Svarski, que es un secreto de Estado, pero que a medida que pasa el tiempo el cuerpo va reduciéndose de tamaño.
Siento una admiración inmensa por Lenin, pero no siento ningún deseo de penetrar en esta mole de mármol. No pretendo cometer un sacrilegio, es que en verdad no me gusta visitar los lugares donde la vida ha terminado. No me ha gustado nunca.
Ya estoy frente a la puerta del Kremlin. Me coloco detrás de un grupo de gentes y avanzo. En la mano derecha llevo la invitación, el «propus» y el pasaporte… Hay que pasar entre los oficiales de la N.K.V.D. Se avanza despacio. Ya estoy ante ellos. Entrego la invitación, el «propus» y el pasaporte. Miran los retratos y después me miran a mí. Luego miran los nombres que figuran en los tres documentos, me sonríen y paso…
¡Ya estoy dentro del Kremlin! A un lado del paseo, un jardín extraordinariamente cuidado: al otro casas limpias, muy limpias. En la esquina de cada edificio, centinelas. Y un ambiente de viejo monasterio, y un silencio impresionante que hiere levemente nuestras pisadas.
Las que van delante tuercen a la derecha, tuerzo a la derecha; ahora a la izquierda, yo a la izquierda. Suben unos escalones; subo… Dos centinelas… Entrego mis documentos, los miran, me miran… Me los devuelven, me sonríen y entro… Un gran vestíbulo y arañas radiantes de luz… Y mucha gente; muchos uniformes; muchas condecoraciones. Y a ambos lados, dos lujosos e inmensos guardarropas. Soy el furgón de cola: espero a que la gente se ponga en movimiento y me coloco detrás. Suben por la escalinata. Les sigo. Ahora a la derecha. Tiran de mí hacia la derecha. Dos centinelas. Los que van delante de mí sacan los documentos y los enseñan. Hago lo mismo. Y los centinelas hacen lo mismo que antes, que hace dos años, diez…
Entramos. Ya estoy en el gran salón de sesiones. Me aparto a un lado de la puerta y miro… ¿Cuál es mi sitio? Un hombre vestido de paisano avanza rápido hacia mí. No sé qué decir ni qué debo hacer, pero instintivamente enseño los documentos. Me mira y sonríe. Me hace una indicación y le sigo. Avanzamos en dirección a la tribuna. Me indica un lugar. Me siento. No sé qué hacer. Miro lo que hacen los demás. Casi todos han sacado unos auriculares de un pequeño cajón que hay debajo del tablero del pupitre que está delante de cada uno de nosotros… Saco los auriculares… Otros leen periódicos… Yo no tengo periódico… Otros hablan… Yo no sé hablar ruso y no puedo hablar con nadie. Miro a todos los lados… En unos palcos que hay a la derecha y que parecen colgados de la pared, hay mucha gente: son los diplomáticos. No miro mucho… Mis miradas se han clavado en la tribuna. Sobre mi muñeca parece repercutir el tictac del reloj… Pero creo que no es del reloj. Miro y miro… Sigo mirando. Allá, en el fondo, una estatua de Lenin.
¡Silencio!… Unos segundos… Comienzan a entrar hombres y hombres a la tribuna… Una ovación atronadora… Aplaudo… Me hago daño… Sigo aplaudiendo…
¡Stalin!
Y yo, a veinte metros de él. ¿Os figuráis qué es eso? Ya no miro a ningún lado. Mi campo visual se ha reducido a un hombre: Stalin.
Los demás se ponen los auriculares. Yo también me los pongo… Los demás escuchan al hombre que ha comenzado a hablar. Yo miro. No al hombre que ha comenzado a hablar. Yo miro a un hombre que no habla y que está detrás del que ocupa la tribuna.
Una línea recta de veinte metros… En un extremo él; en el otro, yo.
Cabeza de sabio. Rostro de obrero. Traje de soldado. Barbusse fue genial.
No estoy muy seguro de que todos los sabios tengan la cabeza como la tiene Stalin; ni de que todos los obreros tengan algo de común con el rostro de Stalin… Pero Barbusse fue genial.
Sólo un francés o un español podían hacer una tal definición. Una definición sobria, pero maciza; cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado…
Tengo un recuerdo muy lejano de mi abuelo materno. Era un viejo cerrajero que no sabía vivir fuera del taller… No, no se parecía a Stalin, ni cabeza de sabio ni traje de soldado… Pero hay algo de común entre los dos… ¿Os figuráis la admiración de un niño hacia un anciano que lima o forja, que domina el hierro?… ¿os figuráis a un modesto revolucionario ante el jefe de la revolución mundial, ante el constructor del socialismo, ante el hombre que domina algo más fuerte que el hierro, la marcha de la historia?
Aplauden… Aplaudo.
Gritan «Viva Stalin»… Grito «Viva Stalin»… Se levantan. Me levanto… creo que nadie ha intervenido después del informe de Molotov… Creo también que se ha aprobado el Tratado germano-soviético. Yo sólo he visto a Stalin. Lo demás…
Otra vez en la Plaza Roja. Pero no veo casas, ni gentes… Me parece caminar por una llanura inmensa, con Stalin a mi lado.
El «Lux». Otra vez la habitación 39. Y hablo y hablo. La jornada ha terminado. Ahora, a dormir. Mañana, a la Komintern… Me desnudo, doblo cuidadosamente el traje y me acuesto. Y van desapareciendo las sombras… Y llega el día. Sólo recuerdo que he hablado y hablado… Y que delante de mí estaba sentado, con su vieja pipa en la mano, el hombre de cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado.
X
La vida en la Komintern transcurre como siempre: se podría vivir sin calendario.
Fuera de la Komintern la vida tiene sus cambios, el cielo comienza a parecer una gran plancha de zinc; las ventanas de las casas se han cerrado y se tapan las rendijas con masilla; en los tranvías, en los autobuses, en los trolebuses y en el Metro comienza a oler a naftalina, las ropas de invierno han abandonado los baúles.
No ha nevado aún, pero la nieve nos amenaza.
No siento curiosidad por conocer los inviernos rusos, me conformo con lo que escribieron sobre ello los historiadores de la invasión napoleónica. Además, mi abrigo de España tiene perdida la batalla… Y Bogdanov, el presidente del Socorro Rojo Internacional, no quiere darme un abrigo de invierno, a pesar, según parece, de que el Comité Central del Partido Bolchevique le ha ordenado equiparnos. He hablado varias veces con él sobre este asunto… Me escucha, se acaricia su cuidada perilla, se frota las manos lentamente como si tuviera miedo a lastimárselas y me mira, me mira fijamente, mucho tiempo, casi tanto como el que dura la conversación. Sin dejar de acariciarse la perilla me sonríe… Muchas veces he creído que esa ligerísima sonrisa significaba la concesión del abrigo. Pero Bogdanov ha sido diplomático en los países capitalistas y lo sigue siendo en la U.R.S.S. con la emigración española.
Ha caído la primera nevada y no tengo abrigo de invierno. Este hecho ha simplificado mi vida: soy un prisionero del despacho, del autobús y de mi habitación del hotel. Moscú comienzo a verlo a través de tres pequeños círculos, en el hielo que cubre los cristales de mi despacho a fuerza de echar el aliento y de hurgar con el dedo he hecho un pequeño agujerito; cuando voy en el autobús y quiero ver algo más que estos hombres y mujeres siniestramente serios hago lo mismo; y cuando en el hotel quiero ver algo más que los límites de mi vida privada repito la operación.
Mis horizontes son limitadísimos, pero ¿a quién echar la culpa?… El gobierno soviético no es responsable de un clima tan infernal: yo tampoco lo soy… pero mi mundo se compone de un cuadrado (mí despacho de la Komintern), de un rectángulo (el autobús de la Komintern) y de otro cuadrado (la habitación del hotel de la Komintern). Por el agujero de mi despacho sólo veo una parte del patio por la que no pasa gente; por el autobús, figuras de hombres y casas que duran segundos, y por el del hotel, algunos tejados, las torres del Kremlin y una estrella de cinco puntas que por la noche está iluminada. La gente de la Komintern me mira como a un loco. Bogdanov quizás como a un intruso. Y yo, envuelto en mi inmensa soberbia, procuro disimular que tengo frío.
Hay abrigos de todas clases. Los hay de un paño suave y forrados con una piel finísima: son los de los secretarios. Los hay de un paño y de una piel menos finos: son los de los altos colaboradores, los de la gente del aparato secreto y los de algunos representantes del partido. Los hay de un paño basto y con guata por dentro: son los de los demás funcionarios. Y existe el mío, gris, delgadito, sin piel ni guata. Pero no quiero luchar más. Pienso que es más agradable una pulmonía que una conversación con el Presidente del Socorro Rojo Internacional, camarada Bogdanov, antiguo miembro de «los buscadores de Dios».
José Díaz y Dolores Ibárruri se han incorporado a la Komintern. Pero esto no ha alterado los ritmos de mi vida de funcionario. En la Komintern creo que no ha tenido tampoco carácter de acontecimiento. Al fin y al cabo todo se limita a dos «propus» más y a dos saludos más de los centinelas.
El trabajo con José Díaz no ofrece grandes novedades: a las diez de la mañana sube Chapiro, pasa por delante de le secretaria y los dos escoltas, penetra en el despacho y durante dos horas traduce todo lo que considera de interés y que publican los periódicos o boletines; a las doce me toca a mí: paso por delante de la secretaria y los dos escoltas, entro en su despacho, le informo de lo que sé sobre la emigración o de cuanto dicen los telegramas de Tass o de los corresponsales de la Komintern en todos los países y después hablamos, mejor dicho habla Díaz. Muy poco de la India, un poquito más de América y mucho, muchísimo, de España. Es un cambio de impresiones que no deja huella.
De lo que hace Dolor. Ibárruri sé muy poco, aquí no hay novelas policíacas. De lo que quiere sé algo más: aspiraba a saber por mi conducto todo cuanto hiciera José Díaz. Mi ética ha comenzado a crearme dificultades en mi vida política. Ni me alegro ni lo siento.
A José Díaz le han empezado a pedir artículos para diversos periódicos y revistas. Y como aquí la espontaneidad es una reminiscencia pequeño-burguesa o anarquista, se ha establecido rápidamente un método. Yo los escribo. Díaz los firma y Geroe los aprueba. De las correcciones que Geroe hace a los artículos nos enteramos cuando los vemos publicados… Desde que Geroe es nuestro «control», nuestras relaciones son distintas. Cierto que cuando me cruzo con él, me saluda bajando y subiendo la cabeza, pero creo que saluda así hasta a los cuadros de los museos. Mas en su despacho, es distinto, cuando entro, levanta trabajosamente la cabeza, me hace un saludo casi imperceptible, espera a que le ponga los materiales delante, toma un lapicero y tacha o agrega sin mirarme. Se siente seguro. Geroe es de la clase de funcionarios que son un verdadero poder. Son los puntos de apoyo de los hombres de paja de la Komintern.
Geroe y Stepanov o Stepanov y Geroe, secretarios políticos de Dimitrov y Manuilski, visitan con frecuencia a José Díaz. Cada visita de ellos es un encargo para mí… Tengo una sospecha, ligerísima sospecha, de que José Díaz, secretario del comité ejecutivo de la Internacional Comunista y responsable para la India, América Latina y España, y yo, secretario político de uno de los secretarios de la Komintern y representante del Partido Comunista de España, somos los secretarios políticos de los camaradas Stepanov y Geroe.
José Díaz ha aparecido hoy en la Komintern vestido de una manera muy distinta a su costumbre: ha desaparecido el traje europeo y le ha sustituido una guerrera, un pantalón brik y unas botas altas… Kety L. Rodríguez le ha hecho muchos elogios; yo me limitaba a mirarle.
En el despacho de José Díaz ha habido mucho revuelo. Varios trabajadores han estado colocando varios mapas: de la U.R.S.S., de la India, del continente americano y de España. Han tardado mucho y han hecho un ruido espantoso. Mientras tanto, José Díaz paseaba. A partir de entonces, le he sorprendido varias veces mirando detenidamente los mapas: pienso que la geografía tiene para él una gran atracción. Las novedades no han terminado con esto, sobre su mesa de despacho han colocado un reloj-calendario en el que se pueden marcar los días y las horas de reunión, de las que avisa haciendo sonar estrepitosamente un timbre. ¡La organización es perfecta! Desde mi pequeño despacho oigo el ruido que hace José Díaz al abrir y cerrar la caja fuerte. Sin embargo, he podido observar que dentro de ella no se guardan más que tres carpetas con recortes de periódicos y los resúmenes que hace Brandao… No son materiales muy importantes, pero la caja fuerte se ha hecho para usarse. José Díaz quiere hablar con Cimorra. Cimorra ha subido a mi despacho… Le he hecho tomar un bloc y un lapicero y le he introducido. Al cabo de una hora ha vuelto a visitarme: trae cara de asombro, el bloc y el lapicero en la misma mano y en aquél ninguna nota.
—¿Qué te pasa?
—No sé. He escuchado a Pepe durante una hora… Sé que quiere que le haga una serie de artículos sobre el anarquismo español, pero no he podido enterarme de qué es lo que quiere que diga.
Comprendo…
Le he aconsejado, sin embargo, que comience y le presente lo antes posible el primero en que preste atención a las críticas u observaciones que le haga. Desde hoy Cimorra no es agradable en el despacho de José Díaz. Se le considera un hombre incapaz de escribir uno o varios artículos sobre el anarquismo, a pesar de las precisas orientaciones que se le dieron…
Hoy no voy a la Komintern. José Díaz me ha citado en su casa a las diez y media de la mañana. José Díaz vive cerca de la embajada japonesa y al lado del Instituto Agrario. Es una casa nueva, con varios pisos y varios centinelas en la puerta vestidos de paisano. Aquí viven muchos altos funcionarios de la Komintern: Manuilski, Blagoeva, Bielov, etc. En un jardín que hay delante de la casa pueden verse a todas horas varios automóviles, muchas niñeras y niños con abrigos de pieles y algunos árboles sin vida, a pesar de la proximidad del Instituto Agrario… He subido tres pisos y he llamado. A los pocos instantes se ha abierto la puerta y me he encontrado con un hombre y una sonrisa: el primer escolta; he dado unos pasos y delante de mí otro hombre y otra sonrisa: el segundo escolta; luego he visto a la hija de Díaz; después a la mujer de Díaz; he seguido caminando hasta el despacho y en él me he encontrado con dos hombres: Díaz y Geroe. Nos saludamos. Me siento. Espero.
Díaz comienza a hablar. Geroe escucha, yo escucho.
—El camarada Dimitrov me ha encargado que haga un artículo sobre las experiencias de los comunistas españoles…
Geroe aprueba. Yo sigo escuchando.
—El artículo debe tener tres partes.
Geroe aprueba. Yo no digo ni hago nada.
—¿Cuál es vuestra opinión?
Geroe. —Creo que podríamos seguir el siguiente método: yo podría hacer la primera parte, puesto que hay que tomar diversos datos de algunos libros en ruso; Castro podría hacer la segunda señalando los acontecimientos principales, y tú, la última, la de las conclusiones…
Díaz mira a Geroe, después a mí. Luego se levanta y pasea. Geroe es una esfinge, yo un espectador. Díaz sigue paseando. Y yo comienzo a comprender.
Yo.— Si os parece, Geroe podría hacer la primera parte y yo las otras dos… Después Pepe, con este material como base, podría terminarlo definitivamente…
Geroe sigue siendo una esfinge. Díaz una sonrisa. Y yo otra vez un espectador.
—De acuerdo —concluye Díaz.
Nos invita a quedarnos a comer con él. Aceptamos. Mientras Teresa prepara la comida, hablamos de todo. Pepe con preferencia de sus tiempos de anarquista. Comemos. Salimos: Geroe hacia la Komintern; yo hacia el «Lux». Geroe con abrigo de buen paño y fina piel; yo con un abrigo gris, de modesto paño y sin más piel que la mía… Él, erguido. Yo, encogido.
Ya estoy en mi habitación. Fuera, un atardecer de treinta grados bajo cero. Esperanza me prepara un té que me hace entrar en calor. Me siento ante la mesa del despacho, miro a la mujer de bronce a la que falta un brazo, recuerdo la entrevista y me sonrío pensando en Geroe.
Y pienso… Pienso sobre las experiencias de los comunistas españoles. ¿Quién mejor para exponerlas que el secretario general del Partido? Mis dudas residen en saber de verdad quién ha sido el secretario general del Partido Comunista de España antes y después de le guerra… Ésta es la cuestión.
Fumo y pienso.
José Díaz fue nombrado secretario general en el Congreso de Sevilla. Pero detrás de él estaba la inmensa figura de Vittorio Codovila[11]… A Vittorio Codovila le sucedió Palmiro Togliatti (Ercoli). Sí, ellos podrían escribir las experiencias de 1937; Togliatti desde mediados del 37 hasta 1939… Claro es que serían las experiencias oficiales. Las otras experiencias… Dejo de pensar en esto. Comienzo a escribir…
He escrito dos días y he hablado dos veces con Geroe. José Díaz nos espera a las diez…
Geroe saca sus cuartillas y lee; yo saco las mías y leo. José Díaz escucha. Estamos de acuerdo.
El artículo se titulará «Stalin, estrella que guía a los comunistas españoles». Mañana se enviará al extranjero. José Díaz está contento… Yo sigo pensando en Codovila, en Togliatti.
He llegado a una conclusión que oculto hasta a Esperanza misma: he descubierto sin lugar a dudas la existencia de los hombres de paja; he comprendido su papel y me he sonreído con cierta pena de la alegría que nos produjo que en el XVIII Congreso del Partido Comunista ruso se calificara a José Díaz y Dolores Ibárruri de «… dirigentes de temple estaliniano…». Sólo tengo una duda…, ¿cuántos serán o seremos los hombres de paja?…
La mejor manera de conservar un secreto es olvidarle… Pero me cuesta trabajo olvidar esto… Siento rabia y asco… Me da pena José Díaz… Creo que también me doy pena yo…
Hoy, 26 de noviembre, la prensa soviética ha publicado la denuncia del pacto de no agresión con Finlandia. Se habla de Finlandia, se habla de Inglaterra y Francia… Tan de acuerdo estamos con Pravda, que sólo hablamos de lo que ella habla… Y no hablamos de Alemania, y a pesar de que ella es nuestro principal consumidor de petróleo y trigo. En la U.R.S.S. se habla de socialismo nacional y del Tratado de Versalles.
XI
Llevo doscientos cuarenta y cuatro días en el país del socialismo. Desde México me escriben cartas en las que se trasluce cierta envidia. Una de mis cuñadas me habla de ser tractorista, stajanovista… Yo la escribo sobre temas familiares.
¡Estamos en guerra con Finlandia!… Parece ser que nuestra seguridad socialista estaba amenazada. Ciento ochenta millones de ciudadanos soviéticos esperan. La Komintern espera… Yo espero.
La respuesta no se ha hecho esperar: 300.000 finlandeses, o sea toda la población militarizable ocupa las trincheras; el Ejército Rojo ha sido parado en seco. Ciento ochenta millones de ciudadanos soviéticos están preocupados. La Komintern está preocupada. Yo estoy preocupado.
Inglaterra y Francia han propuesto someter el pleito a la Liga de las Naciones; la U.R.S.S. se he negado; la Liga de las Naciones le ha expulsado de su seno. Un enigma ha dejado de serlo: los pueblos prefieren luchar contra la U.R.S.S. a alzarse contra sus propios gobiernos.
Geroe ha escrito rápidamente y José Díaz ha publicado un artículo titulado «La verdad sobre los acontecimientos de Finlandia». A pesar de este artículo, los finlandeses continúan luchando bajo las órdenes de Mannerheim, los soldados soviéticos detenidos desde el mar de Barentz hasta el Báltico y la estrategia militar estaliniana intentando salir del primer bache.
Hoy el autobús no nos ha llevado a la Komintern. Una nueva dirección nos ha conducido al Instituto Agrario: Manuilski va a dar una conferencia sobre la situación internacional.
Una sala cuadrada, muchas sillas y mucho polvo. En espera a que la conferencia dé principio, paseamos, hablamos, fumamos. La atmósfera es insoportable, pero los enterados auguran que habrá cosas interesantes. Todos pensamos en Finlandia. Pero nadie habla de Finlandia.
A las nueve y media llega Manuilski. Detrás de él, por este orden, Geroe, Stepanov, Blagoeva, Bielov, Vilkov…, no es la guardia de honor. Son el presidium efectivo que ya llega preparado. Manuilski sube rápido al escenario. Le sigue el presidium. Hay cinco minutos de nombres y aplausos y sólo cuando tenemos los dos presidiums de rigor, Manuilski avanza hacia la tribuna. Abre una gran carpeta y extiende un gran número de recortes de periódicos y notas. Luego comienza. Es un gran orador: rápido, preciso, a veces violento. Nos habla del peligro de una coalición imperialista, de la amenaza que se cierne sobre el primer país socialista, de la necesidad de estar preparados redoblando nuestros esfuerzos… Hasta ahora las cosas «interesantes» siguen siendo las de todos los días, las de todos los periódicos, las de todos los discursos. Pero seguimos a la expectativa.
Manuilski hace una pausa, bebe un poco de té y durante unos segundos nos mira fijamente. Los nervios se han tensado. La voz del viejo revolucionario restalla contra las viejas paredes.
«…la guerra de Finlandia es la expresión rotunda del fracaso de veinticinco años de esfuerzos de los partidos comunistas, de la Internacional Comunista… Hemos trabajado durante mucho tiempo para hacer imposible la lucha contra la Unión Soviética, el primer país socialista; hemos creído hasta ahora que los pueblos se negarían a luchar contra nosotros…».
Expectación en los ojos y angustia en las caras.
«…y no es así. En Finlandia hasta las mujeres se han unido a la lucha contra nosotros y no es extraño encontrar sus cuerpos reventados en el interior de los fortines».
Silencio.
«…hay que corregir muchas cosas, camaradas. Los hechos nos demuestran que no hemos trabajado bien, que todas nuestras esperanzas carecían de base… No es posible continuar así…».
Geroe escribe precipitadamente y pasa una nota a Manuilski. Manuilski lee. Una pausa y de nuevo se escucha su voz. Pero la conferencia ha vuelto a ser lo que era al principio: lo de todos los días… Y es que los funcionarios modestos de la Komintern no pueden saber ciertas cosas. Eso queda para nosotros, para los «cuadros». El disco sigue girando. Ya no escucho.
Hacia la Komintern… Somos gente seria, hoy mucho más seria que ayer… Cada cual piensa en lo que hay que cambiar… Y aquí, los cambios se temen… El «no es posible continuar así», resuena en los oídos de todos los colaboradores del estado mayor… y nos martillea. Y todos, comprendiendo que la cosa es muy grave, clavamos nuestras barbillas en el pecho y meditamos…
En la Komintern hay noticias alarmantes. Las cosas en el frente ruso-finlandés no van bien. Ha sido nombrado jefe del frente Timochenko; se han paralizado las operaciones ofensivas del Ejército Rojo y en la retaguardia se entrenan precipitadamente unidades frescas en el asalto de una supuesta línea Mannerheim…
He recibido la orden de salir para Leningrado. Hay noticias de que la situación de los niños españoles no es buena. Salgo esta noche a las diez. Ya estoy en la calle. Chapiro me acompaña a la estación. Hay mucha nieve y muy poca gente. Mi abrigo gris, sin piel ni guata, está vencido. Los treinta y dos grados bajo cero han llegado hasta la carne. Caminamos de prisa. Tirito. Chapiro habla y habla. Yo no le escucho. Finlandia me preocupa; me preocupa lo que pueda ocurrir en Leningrado… Al parecer, la situación que vimos a nuestra llegada a la U.R.S.S. estaba muy lejos de la realidad.
En la estación hay poca gente. Subimos al vagón. Tengo por vecina a la mujer de un señor gordo, excesivamente gordo. Ella también es muy gorda, excesivamente gorda. Fuma mucho y habla más y más alto que el marido. Él dice a todo que sí. Muchos militares. El tren arranca y pego mi cabeza a la ventanilla. Veo pasar sombras y más sombras… Después, la estación de Kalinin… Después me duermo.
A las once de la mañana llego a Leningrado. No me espera nadie, a pesar de que el presidente del Socorro Rojo Internacional había recibido la orden de esperarme. Doy una vuelta por el andén y miro a todos esperando que alguien se fije en mí. Espero… y me canso de esperar. Utilizando un pequeño croquis que me hiciera un compañero en Moscú, salgo del andén y camino y camino. Al fin veo una casa de ladrillo, de dos pisos. Sí, es la Escuela número 5.
Mi llegada es una sorpresa. Los niños y los maestros españoles se alegran; el director y los empleados rusos, no lo sé.
No sé nada. Me ordenaron venir para arreglar lo que estaba desarreglado, pero se olvidaron de decirme qué era lo que estaba mal. Tengo mis dudas de que pueda saberlo. Llevo veinticuatro horas en Leningrado, y estoy lo mismo que veinticuatro horas antes. No, no estoy vigilado. Ando por la escuela de un lado para otro, pero siempre que comienzo a hablar con algún niño o profesor, aparece el director o la educadora o el traductor… No por ello dejo de preguntar…, pero sí por ello dejan de contestarme.
—¿Coméis bien?
—Sí, muy bien.
—¿Tenéis ropa y calzado de invierno?
—Sí, tenemos de todo. El gobierno y el pueblo soviético nos atienden y dan cuanto necesitamos.
—¿Estáis contentos?
—Contentísimos… Nos tratan como si fuéramos sus hijos.
Sé que todo ello es una verdad a medias… Pero ¿cómo lograr saber la verdad completa? El director, cada día, mañana y tarde, me hace un informe sobre los distintos aspectos de la vida en la escuela… Pero sé que esto sólo es la verdad a medias, ¿mas cómo lograr la verdad completa? He podido adivinar, a través de pequeños detalles, que la escuela es un floreciente negocio para unos cuantos. En la escuela hay ropa, calzado, comida… Mas, contando los empleados, he visto que hay tantos como alumnos. Es decir, por cada uno que alimenta el gobierno ruso, debe alimentar a un empleado soviético… Y para tantos no hay. El problema sexual es un verdadero cáncer. Las enfermedades completan el cuadro. Y de ellas, la anemia y la tuberculosis predominan. Pero… entre los niños y yo hay un muro: el miedo de ellos. Entre el director y yo hay otro muro: la verdad oficial… Pero detrás de toda la decoración, de los periódicos murales que hablan de la felicidad de aprender en una escuela soviética, hay una gran tragedia que forma la tragedia de cada uno de los niños que aquí se encuentran y de no pocos maestros y educadores españoles. He hablado con la responsable de los problemas pedagógicos del Comité del Partido de Leningrado. La sonrisa con la misma cordialidad que me recibió y salgo lo mismo que entré.
Cuatro días más en Leningrado. La sonrisa del director se ha hecho menos franca; la sonrisa de la educadora ha desaparecido; al traductor casi no lo veo. Me han vencido: regresaré a Moscú sin saber qué ocurre en la Escuela número 5.
Decido salir para Moscú. Fiesta de despedida. A mis costados, el director y la educadora. Y en torno a los tres, el miedo de los niños y de los maestros españoles. Comprendo. Me van a despedir a la estación.
Otra vez en Moscú el informe sobre mi viaje ha sido verbal. He hablado durante dos horas con los responsables de las escuelas de niños españoles en el Comisariado de Instrucción Pública. La responsable principal es diputado por una de las repúblicas del centro de Rusia: se llama Coñagina. Me han escuchado con mucha atención, me han prometido una seria investigación y me han despedido dándome palmaditas en la espalda. Siete años después todo continuaba igual.
En la Kornintern siguen pesando las palabras que pronunciara Manuilski. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? Quien ha dirigido la política de los partidos comunistas ha sido el Comité Central del Partido Bolchevique, a través de la Komintern; quien ha nombrado a los jefes de estos partidos ha sido el Comité Central del Partido Bolchevique, a través de la Komintern; quien mantiene a dichos jefes en el Comité Ejecutivo de la Komintern es el Comité Central del Partido Bolchevique. Para él no hay secretos. Conoce a cada uno de ellos mejor que se conocen éstos a sí mismos. El Comité Central del Partido Bolchevique lo sabe todo. Sabe que el Estado Mayor de la Revolución Mundial está integrado por vencidos: Kossinen fue vencido por Mannerheim; Piek y Florín por Hitler; Togliatti por Mussolini; Gottwald por un monseñor cualquiera; José Díaz y Dolores Ibárruri por Casado y Miaja; Thorez y Marty por Pétain; Dimitrov por el rey Boris y por el fascismo alemán…