1941.
Tercer año: La defensa de un fantasma:
el socialismo
I
Alemania ha perdido la batalla por Inglaterra. Italia ha perdido la batalla por Grecia y Libia. Alemania ha pedido a Italia sus fuerzas aéreas para ver si aún es posible dar un golpe de muerte a la Gran Bretaña; Italia ha pedido a Alemania su ayuda militar para ver si puede evitar una catástrofe en Greda y Libia.
Todo un síntoma.
¿Sabrán verle aquí?… Como siempre, no sé nada. Mientras tanto, los Estados Unidos de Norteamérica han movilizado su flota de guerra…
Otro síntoma.
La amenaza sobre el SE. de Europa se hace evidente… Con ello desaparecen todas las dudas sobre que Alemania ha perdido la batalla por Inglaterra; con ello se confirmará que el centro de gravedad de la guerra va a desplazarse a los Balcanes.
Y yo viendo todo desde aquí… Desde esta gran ciudadela… Sin otro temor que el de que se pierda la gran oportunidad, si es que ya no se ha perdido… Y como no tengo otra cosa que hacer que luchar contra mi dolor de cabeza, me dedico a pensar en el socialismo, en el mundo que soñé y en el que vivo…
Sí…
Para el hombre existen algunas cosas que son la razón de su existencia: el bienestar y la libertad…, si no, ¿para qué vivir?… Y para mí ambas cosas son el socialismo. Otra cosa no, no creeré que sea socialismo, aunque me lo griten al oído día y noche y aunque el no creerlo signifique algo más que la muerte física. Mas estoy en el país del socialismo desde hace bastante tiempo y no sé lo que es el bienestar, no sé lo que es la libertad.
Sí.
Oigo hablar de esto muchas veces al día; no hay un día sin que la Prensa soviética no publique algo hablando de «nuestro bienestar soviético»…, de… «nuestra democracia soviética»… Pero el bienestar y yo no nos hemos visto las caras aún. La democracia y yo seguimos sin conocernos.
¿Ocurrirá lo mismo al pueblo soviético? No lo sé. Pero si le ocurre lo que a mí me ocurre es que no existe la democracia. Y si tales cosas no existen es que no existe el socialismo, al menos ese socialismo del cual he sido y soy partidario desde hace muchos años y con el cual sueñan millones de gentes.
Me da un poco de miedo hacer esta afirmación rotunda. ¿Será que yo no he sabido verlo?… ¿Será que el socialismo es distinto aquí a como nos lo habían dibujado nuestros grandes maestros y como lo habíamos soñado?… Recuerdo a Lenin… Una y otra vez… Sí, busquemos por todas partes. Miremos por todas partes…
Pero, ¿dónde encontrar el bienestar?… ¿Dónde estará la democracia?
Y, sin embargo, tiene que existir.
Si…
Me resisto todavía a creer que el socialismo ruso sea cuanto vi en mis precipitados viajes a Gorki, Jarkhov, Krematorsk y Vorochilogrado… No, no puedo creer que eso sea el socialismo que llevan construyendo, hace más de veintidós años, ciento ochenta millones de personas.
No…
Un viaje a Gorki y otros a tres ciudades de Ucrania son muy poco.
Pero…
Yo no puedo hacer lo que hizo Máximo Gorki: abandonar su casa y recorrer Rusia entera en busca de la verdad… Él pudo hacer lo que le dio la gana: ver todo y preguntar a todos… Parece ser que al zar no le preocupaban gran cosa las andanzas de muchos de sus súbditos.
Sin embargo, yo no puedo hacer lo que hizo Máximo Gorki… Para ir de una ciudad a otra se necesita un permiso de las Milicias; para adquirir un billete de ferrocarril se necesita además de una gran paciencia y dinero, enseñar el permiso; cuando se llega a una ciudad cualquiera hay que presentarse a las Milicias… Y para salir de una ciudad hay que justificarlo… Y para permanecer en una ciudad hay que justificarlo también…
Todo hay que justificarlo.
¿Y será una justificación lo suficientemente sólida el querer ver cómo es el socialismo? ¿Me darían permiso las Milicias para salir de Moscú? ¿Me darían en los ferrocarriles billete para cualquier lugar de Rusia? ¿Me dejaría el jefe de las Milicias de cualquier ciudad permanecer en ella todo el tiempo que quisiera? ¿Me dejarían ver un koljós cualquiera? ¿Me dejarían entrar en una oficina cualquiera? ¿Me dejarían visitar un cuartel? ¿Me permitirían visitar una cárcel? ¿Me dejarían ver las casas en las que vive la mayoría de la gente? ¿Me dejarían ver qué comen el 90 por ciento de los ciudadanos soviéticos? ¿Me permitirían preguntar a todo el mundo lo que necesito saber para seguir creyendo?
No…
No me dejarían abandonar la Komintern… «Camarada Castro, ahora no hay tiempo para dedicarse a ver las cosas… Hay que trabajar… España reclama todos sus esfuerzos».
Sí, esto me dirían.
Y ante una insistencia, ni tan siquiera esto.
No es que aquí no haya turismo. Lo hay. Y para organizar el turismo existe el Intourist. Y para que los turistas vean lo que es el país del socialismo existe una fábrica de dulces modelo, una fábrica metalúrgica modelo, un koljós modelo, una casa-cuna modelo, un viaje por el Metro modelo, un viaje por el modelo de canales, el canal Volga-Moscú, una visita al Mausoleo de Lenin…
Cientos de turistas o de delegados obreros podrían hablarnos de estas siete cosas… Pero yo quiero ver aquello adonde no ha llegado el turismo; yo quiero ver el socialismo de hoy, ante la duda de no saber si podré ver el socialismo de mañana. Pero no es posible. En el país del socialismo el comunista Enrique Castro no puede hacer lo que en la Rusia zarista hizo el vagabundo Máximo Gorki… Y no me queda otro remedio que buscar el bienestar en donde vivo y trabajo: en el «Hotel Lux» y en la Komintern; y no me queda otro recurso que buscar la democracia en la Komintern y en el «Lux»… En total, entre unas dos mil personas. No importa. Luego puede multiplicarse por…
En la Komintern hay un gran comedor para todos, a excepción de los secretarios, que comen en sus despachos. En este comedor hay grandes ventanales, una magnífica ventilación, pequeñas mesas con blancos manteles, camareras vestidas de blanco y grandes macetas con extrañas plantas. Todo esto es para todos. Al lado del comedor hay una gran cocina. En ella, hombres y mujeres vestidos de blanco, grandes fogones, cacerolas, sartenes, fuentes y enormes cantidades de comida de muchas clases. También todo esto es para todos, pero… Para poder comer en el comedor de la Komintern se necesita un talón que es preciso entregar a la ciudadana que está en la caja registradora. Sin este talón, ella no entrega a nadie «tickets», aunque se le dé el dinero que se quiera…
Y hay talones A.
Y hay talones B.
Los primeros son para los cuadros. Los segundos, para los empleados. Los de los talones A se quedan satisfechos. Los de los talones B se quedan con hambre… Y se quedan con hambre por dos razones: porque no les dan mucho y porque una parte de lo que les dan, lo meten en un tarro de cristal para llevárselo a sus niños o a aquellos familiares que trabajan en lugares donde no hay comedor, ni talones A ni talones B.
Y los que tienen talones B son la mayoría.
La Komintern tiene viviendas para sus funcionarios y empleados: el «Hotel Lux» y la casa que está al lado del Instituto Agrario; tiene también dos residencias veraniegas: Kunsevo y Puskhin. En el «Lux» hay seis pisos y, sin duda, más de cuatrocientos cuartos. Los enterados afirman que viven en él cerca de dos mil personas. En el edificio contiguo al Instituto Agrario también hay seis pisos. Los enterados afirman que en ellos no viven más de doce familias.
En el «Lux» hay seis pisos y existen cuartos A, B y C.
En los cuartos A viven gentes como Togliatti, Pieck, Blagoeva, Friedrich, Geroe, Gottwald y los representantes de los partidos comunistas extranjeros más importantes en este momento. Estos cuartos suelen tener dos habitaciones, muebles buenos, balcones a la calle, etc. En los cuartos B viven los representantes de los partidos comunistas extranjeros menos importantes, algunos jefes de secciones sin trascendencia y empleados de alguna categoría. Estos cuartos tienen una sola habitación, los muebles están muy usados y no tienen balcones a la calle. En los cuartos C vive el resto de las gentes que trabajan en la Komintern. Son habitaciones muy pequeñas, oscuras, muchas de ellas sin ventanas y las mejores con una ventana a un viejo patio… Y no sé qué clase de muebles puedan tener. De estas habitaciones sólo he podido ver bien a sus habitantes, muchos en cada habitación, gente pobremente vestida y generalmente muy delgada.
En cada piso del hotel hay dos cocinas de gas. En estas cocinas guisan los familiares de los funcionarios y empleados de la Komintern. En unos hornillos se guisa todos los días carne; en otros se «fríen» todos los días «blinis», mezcla de harina y agua con la menor cantidad de grasa en la sartén.
Las residencias veraniegas son del mismo corte, pero a ellas sólo van los funcionarios. Y también entre los funcionarios existen categorías A, B y C y los «sin ciudadanía».
La Komintern tiene dos almacenes de ropa, calzado y artículos de tocador. Uno está en la céntrica y concurrida calle de Petrovka. En este almacén se puede comprar de todo y por poco dinero. Mas para comprar en él se necesita un «propus» especial y un talonario de «tickets» por una cantidad de dinero determinada. Este «propus» y este talonario sólo los tienen los secretarios de la Komintern, algunos representantes del Partido y algunos jefes de secciones importantes[16]. Aquí las dependientas o dependientes son cordiales, correctos y muy serviciales. En este almacén sólo he entrado una vez. Jesús Hernández me prestó su «propus» y su talonario para poder comprarme un traje. El único traje que he podido comprarme en 1os siete años.
El segundo almacén no está en la céntrica y concurrida calle de Petrovka, sino en una callejuela detrás de Arbat. Aquí hay pocas cosas que comprar. Y los empleados se distinguen por su brusquedad y en procurar por todos los medios que los compradores se vayan sin comprar, son los stajanovistas del «no hay». Aquí para comprar no se necesita ni «propus» ni talonario; se necesita solamente un vale, que haya lo que uno quiere y que los empleados se lo quieran vender.
Los vales los da el sindicato por este orden: dirigentes del sindicato, colaboradores de los dirigentes del sindicato y activistas del sindicato. Y los vales que sobran, que casi nunca sobran, a los demás miembros del sindicato…
En la Komintern, pues, hay tres tipos de gentes.
La A.
La B.
La C.
La C la integran el noventa por ciento de los que trabajan en la Komintern.
Sí, hay bienestar. Pero un bienestar que sólo alcanza a un diez por ciento… A un diez por ciento, la nueva clase, la «pirámide… Bastante menos que en la Francia pequeño-burguesa e infinitamente menos que en los Estados Unidos de Norteamérica, la base actual del capitalismo industrial.
Y la Komintern es un centro privilegiado.
Hay que suponer, por tanto, y no creo exagerar, que fuera de la Komintern exista la misma proporción de bienestar, lo que quiere decir que el bienestar sólo alcanza la décima parte de la población total de la U.R.S.S.
Y ahora, a buscar la democracia.
La democracia tiene que encontrarse en alguno de estos seis pisos de la Komintern o repartida entre ellos.
Sí…
Está en los seis pisos.
Si uno se encuentra a Dimitrov, que está en el sexto piso, le saluda cordialmente; si uno se encuentra a Manuilski, que está en el quinto piso, lo saluda sonriente; si uno se encuentra a Gottwald, que está en el cuarto piso, le saluda; si uno se encuentra a Friedrich, que está en el tercer piso, le saluda con una profunda inclinación de cabeza; si uno se encuentra a Fritz, que está en el segundo piso, le saluda con una cínica sonrisa; si uno se encuentra con el comandante de la guardia que está en la planta, le saluda con un gesto misterioso.
¿Educación?
No; el saludo, al parecer, es una manifestación de la nueva democracia.
Una, que no la única…
Si uno asiste a una reunión del Secretariado y da una opinión contraria a la de Dimitrov o Manuilski, le escuchan… Pero al final se aprueba sin discusión la posición de aquéllos y no la de uno. No hay votación, solamente un resumen de Dimitrov o Manuilski en el que lo dicho por ellos toma carácter de ley. Si hay que nombrar una comisión para cualquier cosa, primero proponen Dimitrov o Manuilski; después puede proponer uno, pero siempre se aprueba lo que ellos propusieron. Si hay elecciones en la organización del partido o del sindicato, uno puede proponer a quien quiera, pero previamente le han entregado una lista de los que se pueden proponer. Si uno discrepa y la discrepancia no es de fondo, no le hacen caso; si la discrepancia es grave, pretenden «convencerle»; si uno insiste, le indican que sufre una desviación de éste u otro tipo, y si después de esto no rectifica, rápidamente viene la sanción. Uno puede escribir lo que quiera para la radio o revistas soviéticas, pero después pasa por numerosos controles, que quitan o ponen a su capricho, sin consultar al autor. Uno puede estar contra la Línea política que se sigue, pero siempre que esta oposición sea un riguroso secreto.
¿Por qué esto es así?
Existe el principio de que los jefes nunca se equivocan.
Y, de acuerdo con este principio, la elección se hace desde arriba y luego se presenta a los de abajo para que digan que sí; la línea política se traza desde arriba y luego se presenta a los de abajo para que la acepten; las críticas,…se hacen desde arriba y se les comunica a los de abajo para que las repitan.
Uno no puede cambiar libremente de trabajo, porque el trabajo se lo dan a uno. Uno no puede cambiarse de casa, porque la vivienda se la proporcionan a uno en la empresa donde trabaja. Uno no puede trasladarse de ciudad libremente, porque la residencia se la fijan… Sí, hay democracia. Pero una democracia de la que sólo disfrutan unos cuantos; yo diría, y no quiero exagerar, que el diez por ciento de todos los que forman parte del aparato de la Komintern, entre los cuales me encuentro.
Y la Komintern es un centro privilegiado.
Hay que suponer, por tanto, sin ánimo de exagerar, que fuera de la Komintern exista la misma proporción de democracia. Esto quiere decir que la democracia sólo alcanza a la décima parte de la población total de la U.R.S.S., este inmenso Estado al que llaman socialista y multinacional.
Es decir, no llega a los obreros.
No llega a los campesinos.
No llega a los empleados.
Llega solamente a un diez por ciento. ¿Y quiénes forman ese diez por ciento? La nueva clase social dominante[17] en la sociedad sin clases: los funcionarios principales del Partido, del Gobierno, del Ejército, de la N.K.V.D. y de los sindicatos.
Por algo me ha sido tan difícil encontrar el bienestar y la democracia… Por algo yo no encontraba el socialismo en el llamado país del socialismo. Pero al fin he encontrado un poquito de bienestar, un poquito de libertad y un poquito de socialismo.
Sí… Muy poquito… Tan poquito, que me ha sido muy difícil encontrarlo. Pero es explicable. Rusia, la Rusia de hoy, al fin y al cabo, constituye la sexta parte de la superficie del globo. Y el hombre, desgraciadamente, dista mucho de poseer la vista del águila… Mientras tanto, mi vida sigue hundiéndose en el dolor de sentirme engañado.
II
Sí, hacia el SE. de Europa.
Bulgaria se ha adherido al Eje… Yugoslavia se ha adherido al Eje… Un movimiento derroca al príncipe regente Pablo y al gobierno, a causa de haber firmado su capitulación al Eje.
6 de abril. Alemania se encuentra en guerra con Yugoslavia y Grecia. La democracia yugoslava se ve abandonada por todas las democracias, a pesar de los numerosos tratados de ayuda mutua existentes. Unas, intentan justificar su abandono; otras, ni siquiera eso…
13 de abril. Los alemanes entran en Belgrado. La U.R.S.S. y el Japón convienen en que si uno de ellos es atacado, el otro permanecerá neutral.
27 de abril. Las fuerzas griegas capitulan.
27 de abril. Las fuerzas alemanas entran en Atenas.
Los acontecimientos van rápidos, demasiado rápidos… Y en la Komintern no se habla de os acontecimientos. Y no es costumbre preguntar. Sin embargo, Geroe está más serio que nunca. Stepanov está más serio que nunca. Pero no me atrevo a preguntarles.
¿Y José Díaz?
¿Y Dolores Ibárruri?
Ellos tampoco se atreven a preguntar…
Me duele la cabeza… Me duele terriblemente. Fuera hace frío. Pero me parece más terrible mi dolor. Y haciendo un gran esfuerzo, me pongo el abrigo, el gorro, los chanclos y salgo.
¿La guerra? ¿El socialismo? ¿El dolor de cabeza?
Marcho lentamente. Y llego al antiguo edificio de la Komintern, en donde está nuestra pequeña clínica de emergencia. Las enfermeras charlan animadamente. Me miran. Las miro…
—Piramidón, camaradas, me duele mucho la cabeza.
Me miran, siguen hablando y, ¡por fin!, una de ellas se levanta, se acerca a un armario, saca un frasquito y mira una etiqueta. Y luego me mira. Y yo no deje de mirarla.
Destapa el frasco. Una. Dos. Tres. Cuatro. Las mete en un pequeño sobre de papel transparente y me las entrega.
—Gracias, camarada.
No contesta. La conversación vuelve a reanudarse. Salgo. Bajo la escalera lentamente, como si no quisiera irritar el dolor… Pero sigo sintiendo el golpe brutal y rítmico en el interior de mi cabeza… Cruzo el jardín, que es un mar de hielo y nieve. Vuelvo a entrar en el gran edificio. Ya en el despacho, me quito el abrigo, el gorro, los chanclos, lleno un vaso de agua, rompo el sobrecito y…
En una mano, el vaso. En otra, cuatro pastillas… Una. Dos. Tres. Cuatro. Se han terminado. Se acaba el agua. Me siento y reclino la cabeza sobre los brazos. Unos minutos. Otros más. Siento sueño. Pero la guerra…, el socialismo. Hago un esfuerzo y olvido estas cosas. Y toda atención se concentra en medir la intensidad del golpe…
Puum.
Puum.
Menos dolor, más sueño.
Puum.
Puum.
Me despierto… ¿Cuánto tiempo habré estado dormido?… No, no siento el golpe, pero no me atrevo a tocarme la cabeza: tengo miedo de que el más pequeño roce despierte el dolor. Es de noche.
¿Qué hora será?… Me acuerdo de que existe un autobús, de que ese autobús es el que me lleva al hotel, y de que si lo pierdo, tardaré mucho en llegar. Bajo corriendo las escaleras. Cruzo corriendo el jardín.
Sí…
¡Está!
Me pongo en la cola y espero… Delante de mí, los de siempre; detrás de mí, los de siempre… ¿Hasta cuándo?
Un centinela se coloca delante de la portezuela, da unos golpes en el cristal y el chófer la abre. Cada uno de nosotros saca el «propus», cada uno de nosotros lo enseña y después vamos subiendo lentamente, silenciosamente… Me dejo caer en un rincón… Tengo miedo de respirar; tengo miedo de que el autobús arranque… Sí, mucho miedo… Porque allá en mi interior siento de nuevo unos golpes, ahora débiles, ahora más fuertes… Ahora…
Pumm.
Pumm.
El hotel. Otra vez el «propus». Primer piso. Segundo piso. Camino como un sonámbulo. Creo que de un momento a otro voy a caerme… No sé si voy despacio o de prisa… Un esfuerzo… Otro más… Creo que… Sí… ¡Ya! Mi mano se crispa sobre el picaporte. Unos segundos y abro. Abro y entro. Sí, hay gente, pero yo avanzo y avanzo hasta llegar a la mesa de despacho, hasta tocar el sillón… Y me derrumbo.
Oigo a mi lado la voz de Esperanza.
—¿Otra vez el dolor?
—Sí…
Oigo que habla por teléfono; oigo la palabra piramidón una y otra vez…
—Gracias, camarada.
Oigo…
Puum.
Puum.
Llaman a la puerta… Abren… Otra vez la voz de Esperanza.
—Gracias, camarada.
Siento a Esperanza acercarse hasta la mesa; oigo ahora cómo se aleja, escucho el ruido del agua al caer en el vaso y abro los ojos. Ante mí, varias pastillas de piramidón; ante mí, un vaso de agua… Y ahora, como antes, como ayer, como muchos días: en una mano, las pastillas; en la otra, el vaso. Y en el fondo de mí ese dolor que me recuerda la locura.
Una. Dos. Tres. Se han acabado las pastillas. Se ha terminado el agua. Con mucho cuidado dejo descansar la cabeza en el respaldo del sillón y cierro los ojos.
Tengo ganas de vomitar. Y sueño, mucho sueño.
Me voy olvidando de todo: de la Komintern, de la guerra, del socialismo, del dolor de cabeza…
Ya no siento el golpe, pero casi tampoco me siento.
Van pasando los minutos… Abro los ojos y mis ojos se encuentran con los de Carlos Díez y de Planelles, que me miran.
—¿Se ha pasado ya? —me pregunta Carlos.
—Sí, por el momento sí.
Esperanza nos sirve té. Mientras lo tomamos, ellos me siguen mirando. ¿Por qué me mirarán de ese modo?… ¡Bah!… Qué importa… Lo inquietante ha pasado ya…
Hemos hablado mucho. La guerra preocupa a nuestros compañeros. Pero yo no sé nada, ni tampoco quiero decir que nada sé. ¿Qué pensarían los compañeros si yo les dijera que allí, «allí», no sabemos nada de lo que pueda pasar dentro de paco?… Pero ¿por qué me seguirán mirando?… Ahora veo a Carlos Díez levantarse, acercarse lentamente a mí y mirarme fijo a los ojos. Ahora es Planelles el que se levanta, el que se acerca, el que me mira…
¿Por qué?
Me hacen una seña y los tres salimos al pasillo.
—Castro, o te pones rápidamente en cura o dentro de dos o tres meses, tu estado puede ser grave.
Miro a Planelles.
—Sí, muy bien pudiera ser un tumor cerebral…
El golpe me ha estremecido… Tres meses… Y luego, nada… Volvemos a la habitación. Fumo, fumo y fumo… Quisiera hablar y no quiero hablar… ¿Para qué?… Tres meses… Noventa días…
Se marchan.
Si estuviera solo, creo que lloraría. No, de miedo, no: de rabia. Noventa días no es tiempo para ver todo lo que quiero ver… ¡Todo!… Y sentado en el viejo sillón, fumo, fumo y fumo… Y pienso: «…pudiera ser un tumor cerebral».
Esperanza me mira.
—¿Qué te han dicho?
—Que tengo que ponerme en tratamiento.
—¿Nada más?
—Nada más.
Para cortar la conversación, saco unos papeles y clavo mi mirada en ellos. Y miro. Tengo la impresión de que alguien ha escrito una, diez veces, cien veces «…pudiera ser un tumor cerebral». Hago un esfuerzo. No… Nadie escribió «pudiera ser un tumor cerebral»… Y leo: «…más al norte, los ejércitos de Aragón y Navarra continuaban su progresión. El general Pozas había renunciado desde los primeros momentos de la ofensiva a oponerse a la voluntad enemiga. En su desdichada tesis de «Cataluña se defiende en el Bruch» encontraban los pusilánimes y cobardes una justificación pata su retirada» y el enemigo una puerta abierta de par en par para apoderarse de Cataluña.
No me acuerdo de lo «otro». Me acuerdo sólo de la batalla de Aragón. Y ya no disimulo.
Ahora leo con pasión… Ahora escribo…
«Así termina la segunda fase de la ofensiva enemiga sobre Aragón, en la que aparecieron con extraordinaria claridad los elementos de traición enquistados en la dirección del ejército del Centro y fomentados por el ministro de la Defensa Nacional». Y recuerdo aquellos días…
—¿Cenamos, Enrique?
—Yo sólo quiero un vaso de té.
No hablamos… Las palabras de Planelles han vuelto a aparecer de nuevo en mí:…pudiera ser un tumor cerebral»…
En la Komintern todo sigue igual. Y, sin embargo, hay un pequeño cambio.
Blagoeva me ha encontrado en los pasillos y me ha saludado muy cordialmente.
—¿Qué tal, camarada Castro?
—Bien, camarada Blagoeva.
—Pero hay que cuidarse, camarada.
—Gracias…
Y la he visto perderse en el pasillo como una sombra a la que diera vida su vieja tos y el humo de un cigarro.
Dolores Ibárruri me sonríe… Manuilski me da palmaditas en los hombros cuando me encuentra… Y algunos de los más allegados a nuestro Secretariado me miran con cierto aire de compasión.
Las palabras «…pudiera ser un tumor cerebral» danzan por los pasillos de la gran ciudadela de la revolución mundial…
El teléfono suena… Oigo le voz de José Díaz… Voy a su despacho.
—Castro, me han hablado los camaradas Diez y Planelles. Tienes que ver al médico. He hablado con el camarada Dimitrov y él ya se ha puesto en relación con el director de la clínica del Kremlin. Te espera esta tarde a las cinco… No debes preocuparte mucho, Castro, pero debes hacer algún caso a los médicos…
—De acuerdo, Pepe.
Regreso al despacho e instintivamente paso mis manos una y otra vez por mi cabeza… A veces las detengo en un punto cualquiera y aprieto con la intención de ver si noto algo anormal…
Las cuatro.
Blagoeva me avisa comunicándome que tengo un coche a mi disposición para ir a la clínica. Debo estar muy mal.
La clínica del Kremlin está en la calle de la Komintern, casi enfrente a la Biblioteca de Lenin. Es un edificio grande y moderno, delante del cual siempre hay numerosos automóviles. Tanto yo como mis familiares tenemos un «propus» para esta gran clínica desde los primeros días de nuestra estancia en el país.
Entro.
A la derecha hay una gran ventanilla. Me acerco y a una enfermera que se asoma le entrego mi «propus», a cambio de un papel amarillo en el que está escrito el número de una habitación… Avanzo por un largo pasillo y sobre una gruesa alfombra… Una puerta. Un número. Me detengo y doy unos golpecitos tímidos. Se abre la puerta y entro. En el interior, tres personas: el profesor Rappaport y los doctores españoles Díez y Bonifaci. Nos saludamos. El profesor me indica una silla. Me siento. Él se sienta enfrente de mí y me mira. Desde uno de los ángulos de la habitación, me miran Díez y Bonifaci…
Sus dedos abren mis ojos cuanto pueden y miran en ellos. Es posible que sólo sean unos segundos, pero me han parecido muchos minutos. Ahora sus manos palpan mi cabeza. Avanzan lentamente, se detienen, ejercen una leve presión y continúan. Luego me pregunta si he perdido alguna vez el conocimiento por la intensidad del dolor, si cuando estoy bajo sus efectos siento náuseas.
Contesto mecánicamente a todo.
Me desnudo.
Me tiendo en una pequeña cama y con una aguja de acero va arañando algunas partes de mi cuerpo. Ahora, ya sentado, golpea mis rodillas con un martilla en busca de reacciones, que no se producen. Ya estoy de pie…
—Cierre los ojos, camarada.
Los cierro.
—Extienda las manos, camarada.
Las extiendo.
—Siéntese, camarada.
Me siento.
Hablan entre ellos: el profesor Rappaport, con tono doctoral; el doctor Díez, apasionado y nervioso; el doctor Bonifaci, pausadamente… Creo que no se ponen de acuerdo, y esta creencia me hace sonreír.
El profesor Rappaport se vuelve hacia mí.
—Camarada Castro, vamos a hacerle varias radiografías de la cabeza; van a verle el oculista y el neuropatólogo. Después es posible que tenga que residenciarse por algunas semanas en el sanatorio de Barbija… Allí estará muy bien, camarada Castro, muy bien…
Ahora siguen hablando entre ellos.
Carlos Díez insiste en que todos los síntomas indican tumor cerebral; el profesor Rappaport duda; el doctor Bonifaci lo niega totalmente… Y yo comienzo a ver las cosas con más tranquilidad.
Regreso al hotel. Y lo hago caminando lentamente, con cierta alegría. Una calle. Otra. Otra más. Y ahora la calle donde está la embajada del Tercer Reich. En un balcón, una gran bandera con la cruz gamada, y en la puerta dos milicianos.
Miro a los milicianos.
Me miran…
Y tengo la impresión de que ellos saben mucho mejor que los médicos lo que tengo en la cabeza…
El hotel. Un día. Otro.
Tengo que salir para Barbija. Y como no tengo opción, preparo mi equipaje. Dentro de la pequeña maleta guardo algunos materiales sobre la guerra de España: me propongo aprovechar el tiempo.
Barbija. Me han dado una preciosa habitación en el primer piso de una de las alas de este gran edificio blanco. Está pintada de verde clarísimo. Tiene un gran balcón que da al bosque. Dentro de esta habitación hay muchas cosas: una espaciosa cama con una ropa blanquísima; un amplio «closet»; una gran mecedora de mimbre; una pequeña mesita de despacho; varias sillas; otra mesita, ésta para comer; y luego muchos conmutadores: uno para la radio, otro para regular la ventilación, otro para una pequeña lámpara central, otro para una lamparita que está sobre la diminuta mesa de despacho, otro Para una lámpara que está sobre la mesa de comer, otro…
Y tengo otra pequeña habitación: el lavabo. En él hay pasta para los dientes, jabón de olor, varias toallas blanquísimas, un pijama también blanco, un albornoz rojo, unas zapatillas grises y unos calcetines azules de algodón.
No llevo más de diez minutos en la habitación cuando entra la doctora del piso. Durante una hora me ha estado preguntando sin una pausa y sin un gesto de fatiga. Cuanto he contestado, lo ha escrito en un cuestionario. Una enfermera ha presenciado todo, sin hablar, sin moverse, sin… Cuando la doctora ha terminado, ha comenzado la enfermera: me ha indicado con todo lujo de detalles qué botoncito debo tocar para que venga la doctora o ella, éste o el otro, para que me traigan la comida… Yo me he limitado a decir que sí a todo.
Y se van.
Por hoy, han terminado.
Tengo ganas de acostarme. Sí, estoy harto de hablar y de que me hablen.
Ya en la cama, pongo la radio muy bajita, una música suave se deja oír. Escucho. Luego tomo unos periódicos latinoamericanos que me he traído consigo y leo. Fuera, anochece. Y sigo leyendo.
Unos golpecitos en la puerta: es la enfermera. Me trae café con leche. Antes de que pueda beberlo, me hace tomar una pastilla, luego me toma el pulso y apunta; luego me pone el termómetro, espera, lo mira y vuelve a apuntar. Ahora me sonríe y me indica el café. Bebo… El café es francamente delicioso. Por primera vez tomo café auténtico en la U.R.S.S. Se marcha.
Sigo leyendo.
A las nueve vuelve a entrar. Se acerca, me toma el pulso y apunta. Me pone el termómetro, lo mira y vuelve a apuntar. Luego me mira…
—Buenas noches, camarada.
—Buenas noches…
Y sale.
La mañana ha sido una tortura: primero un interrogatorio lentísimo por un médico con gestos de loco. He salido de su despacho después de una hora de preguntar él, de contestar yo y de escribir él…
Ahora al cardiólogo, al oculista, al neuropatólogo, al radiólogo.
Tengo la impresión de que voy a caerme y me agarro desesperadamente a la silla, y clavo mis miradas en todo lo que me rodea… Sí, el doctor da vueltas en el aire, agita los brazos como un loco; ahora veo su figura reproducida en dos ángulos de la habitación; en éste…, en el otro; grito y grito y nadie me hace caso… ¿Por qué?… ¿Por qué todo esto? La habitación está llena de batas blancas, que se mueven de un lado para otro como figuras de aquelarre; ahora son muchos hombres que me preguntan al mismo tiempo y al mismo tiempo que escriben: «…Camarada Castro, ha estado usted alguna vez…». «…Camarada Castro, su padre padeció de sífilis…». «…Camarada Castro, no ha tenido usted ninguna enfermedad venérea…». «Camarada Castro…». No, no puedo más… Intento levantarme de la silla, quiero poner los brazos delante de la cara para detener el suelo que se viene hacia mí… Un golpe… Mi cabeza… Otra ver mi cabeza…
Puum.
Puum.
Estoy sentado en la cama. A mi lado una enfermera me mira fijamente. La miro, después cierro los ojos como si fuera a dormir. Y creyéndome dormido, se va. Cuando oigo cerrar la puerta, abro los ojos, respiro con fuerza y.
Otro día más.
Plan: debo levantarme a las nueve de la mañana y bajar al gimnasio a hacer ejercicios físicos; a las diez, un baño de un cuarto de hora en una agua verde, en la que han echado previamente cantidades enormes de polvo de pino; a las once, paseo de una hora por el bosque, a las cuatro de la tarde, una hora echado al aire libre, metido en un enorme saco de pieles. Puedo comer lo que quiera, en la seguridad de que no aumentaré de peso ni un solo gramo. Se piensa que el exceso de grasa puede ser la causa de mis dolores de cabeza.
Y muchas visitas a mi habitación: la enfermera, el médico del piso, el neuropatólogo, el cardiólogo, el…
Otro días más.
Estoy en una gran sala en la que hay numerosos aparatos. Un hombre fuerte y enérgico me hace montarme en un potro de madera. Luego toca un botón y este brillante «clavileño» parece convertirse en un centauro… Un minuto…, un minuto más… Creo que ya llevo sesenta minutos… Sí, estoy seguro de que llevo dos horas. La habitación comienza a dar vueltas a mi alrededor. Me desmonta. Y ahora a remar… Con seguridad debo marchar contra la corriente: ¿será mi sino?
—No puedo más, camarada.
Ahora me lleva hacia un aparato en el que hay muchos rodillos que giran a una velocidad tremenda. Los rodillos baten mis carnes. Y el hombre que está detrás de mí me empuja violentamente contra ellos.
Ahora al baño.
Y a pesarme. Salgo al bosque y ando unos cuantos cientos de metros. Cuando creo que nadie me ve, me siento en mi banco y me fumo dos cigarrillos seguidos… Regreso. Como. Me tiendo en la cama.
A las cuatro, un hércules vestido de mujer entra, me toma en sus brazos, me mete en un saco forrado de piel y me tiende en la hamaca, al aire libre.
—No se duerma, camarada.
Me he dormido.
Cuando se termina todo y me dejan solo, saco mis papeles de la pequeña maleta y escribo.
Hoy ha llegado Manuilski. Con veinticuatro horas de intervalo ha llegado también Raymond, secretario de la Internacional Comunista.
El primero viene bastante mal: parece ser que nada más llegar le han hecho varias sangrías para evitar una complicación mortal. Está recluido en una habitación especial y le tienen prohibidas las visitas. El diagnóstico de Raymond Guyot es más simple: es un imbécil. Un imbécil que quiere dar la impresión de que es un gran hombre: Por las mañanas llega precipitadamente al salón de lectura, toma todos los periódicos del día y lee, mientras hace toda clase de gestos y ademanes… Luego se levanta, pasea muy despacio, pasándose la mano por la frente, moviendo la cabeza afirmativa o negativamente… Después vuelve a sentarse, saca de su bolsillo un bloc y un lapicero y escribe. Vuelve a levantarse, se acerca mí y me dice con voz lo suficientemente alta como para que lo oigan todos: «Camarade, la situation internationale est très compliquée…». Luego se aleja, llega hasta el teléfono y habla con Moscú.
Habla fuerte. Rápido. Acaloradamente.
Habla con su mujer.
Y cada mañana se repite la misma escena, y cada vez que cree que alguien puede escucharnos me repite: «Camarade, la situation internationale est trés compliquée».
Le huyo.
No porque crea que el tumor cerebral es contagioso; temo que sea contagiosa la imbecilidad.
Hoy Manuilski ha salido de su habitación.
Es un gran viejo: se ríe, nos cuenta mil aventuras de su época de emigrado en Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, Suiza… Y después, organiza partidas de dominó en las que grita y ríe y da fuertes golpes con las fichas en la mesa. Con frecuencia me hace jugar de compañero con él y cuando ganamos se entretiene en descargar toda su ironía sobre los vencidos. Por las tardes me suele llamar para que juguemos una partida de billar. Si pierde, ya sea al dominó o al billar, se levanta con un gesto de mal humor y durante unos minutos pasea nerviosamente sin hacer caso a nadie. Los días en que hay cine me reserva un asiento a su lado.
Hoy me ha sorprendido en mi habitación escribiendo. Se ha acercado, ha mirado muy serio por encima de mi cabeza, se ha sonreído y, después de mirarme fijamente, ha salido sin decir una palabra.
Ya no me obliga a jugar al dominó. Ni me invita a jugar al billar. Ni me reserva un asiento a su lado en el salón de cine. Y cuando nos encontramos me mira y, sonriéndome, me dice: «¿Marcha?». Y al contestarle yo: «Marcha, camarada Manuilski», sonríe, continúa su camino, vuelve la cabeza, me mira, vuelve a sonreír y se pierde por los inmensos salones de este gran palacio para enfermos y sanos.
Raymond Guyot ha regresado a Moscú. Me alegro. Dimitri Manuilski ha vuelto a Moscú… Y yo quiero regresar también. Llevo treinta y dos días y me es difícil aguantar más.
Hoy he hablado con el director exponiéndole mi deseo de terminar y marcharme. No me ha dicho ni que sí ni que no: posiblemente va a consultar a Moscú.
No me importa, mi decisión está tomada.
A las cuatro de la tarde ha llegado un coche de la Komintern. No sé a quién ha traído, si es que ha traído a alguien, ni sé para qué ha venido, si es que no ha traído algún enfermo, pero decido aprovechar la ocasión. He metido precipitadamente mis cosas en la maleta y he bajado al patio a hablar con el chófer… Regresará a Moscú después de treinta minutos. Le he preguntado si había algún inconveniente para que me llevara… No hay ninguno: cree que todo está en orden. Cuando he visto que hacía los preparativos para regresar he tomado mi maleta y he salido por una puerta trasera que da al bosque, me he encaminado hacia la salida principal y en un recodo he esperado. A los pocos minutos he visto aparecer el coche. Al verme, el chófer ha detenido el automóvil. Segundos después marchamos por la carretera principal hacia Moscú dejando detrás de mí esa inmensa cárcel dorada, donde uno no es nada.
Ha terminado mi pequeña tortura… Y la Komintern se ahorrará ciento cincuenta rublos diarios, porque cuidar la preciosa vida de los cuadros políticos no es barato ni en el país del socialismo.
A Moscú.
Mentalmente insulto a Planelles; un poquito menos a Carlos Díez.
Y me siento feliz. Delante de mí ya no hay un plazo de noventa días. Ya no soy un condenado. Y vuelvo a acordarme de la guerra. Y vuelvo a acordarme del socialismo. Y…
Mis pensamientos se han cortado bruscamente: delante de nosotros un gran portal con dos grandes columnas de mármol. Es el «Lux».
—Gracias, camarada.
El coche se aleja. Yo saco el «propus» y entro.
Otra vez en la habitación.
III
En Moscú hay muchos rumores: que si la Komintern va a subir los sueldos a todos los funcionarios; que si la aviación alemana ha realizado numerosos vuelos de reconocimiento sobre el terreno soviético; que si Stalin va a dar una recepción a la nueva promoción de oficiales y que con este motivo haría un importante discurso; que si desde nuestras fronteras se ven las concentraciones militares alemanas…
No sé qué será verdad ni qué mentira…
Los rumores comienzan a confirmarse.
En la Komintern nos han subido el sueldo. Desde hoy ganaré 1.400 rublos mensuales, es decir el doble de lo que ganaba ayer; desde hoy pagaré también el doble de impuestos de los que hasta ayer pagaba. Se dice (¡y cuando aquí se dice!) que van a subir el precio de muchos artículos de primera necesidad.
No sé si preocuparme o no.
Losovsky ha hecho una importante declaración: la aviación alemana ha realizado y realiza numerosos vuelos de reconocimiento en la profundidad de nuestro territorio. En algunos de ellos ha penetrado hasta trescientos cincuenta kilómetros.
Stalin ha hablado…
Y le han escuchado, además de los de siempre, la nueva promoción de oficiales de la Academia Frunce.
Stalin ha hecho varias afirmaciones importantes: que «tenemos trescientas divisiones, la mitad de ellas mecanizadas»; que «de esta guerra el socialismo se extenderá a nuevos países…».
No sé si ha dicho más cosas, pero creo que no es poco.
Mientras tanto, al otro lado de nuestras fronteras, continúa concentrándose el ejército alemán. El Estado Mayor de nuestro ejército de cobertura informa periódicamente de ello.
Stalin ha reemplazado a Molotov en la Presidencia del Consejo de Comisarios del Pueblo.
La inquietud se ha convertido en un fenómeno de masas.
Yo también me siento inquieto.
Cierto que cuando me acuerdo del discurso de Vorochilov en el XVIII Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S., casi siento el deseo de que la guerra estalle pronto, para ver cómo aplastan a los alemanes antes de que logren pisar una sola pulgada de nuestro territorio… «Daremos dos golpes por cada uno que den los enemigos». Sí, me acuerdo muy bien, ésta fue quizá la conclusión más importante de aquel discurso, mejor dicho, la sintetización de aquellas pesadísimas tablas, en las que sólo se hablaba de tantos por ciento… Pero, si recuerdo el informe de Malenkov en el mismo congreso, ya no siento tantas ganas de que la guerra estalle: el cuadro daba la impresión de que un huracán azotaba sin interrupción el nuevo mundo…
En la Komintern, mientras tanto, todo sigue con el ritmo de costumbre. En Kunsevo se están preparando las habitaciones. En Puskhin se están preparando las habitaciones.
¿Habrá veraneo?
¿Habrá guerra?…
Con la mayoría de nuestros compañeros que estudian en las academias militares no se puede hablar de esto: repiten lo que oyen y no quieren comprometerse a opinar por temor a una «desviación» o a una concepción alarmista, que les prive de sus privilegios…
Estudian, aunque no todos. Lo demás parece preocuparles muy poco.
Hoy hemos llegado a Kunsevo. El verano comienza. Me han dado una habitación en el primer piso de una de las viviendas colectivas. En otra, también colectiva, que hay a cincuenta metros de la nuestra, viven Vidiella y su mujer.
Vidiella está escribiendo la segunda parte de «Los de Ayer». No suele ir a la Komintern casi ningún día, a excepción de aquéllos en que tiene que recibir algo.
A nuestro lado vive Bielov, el segundo jefe de la sección de Cuadros de la Komintern. En el mismo piso, pero más lejos, vive Geroe con su mujer y su hijo, que es de otra mujer que acostumbra pasar los domingos también en Kunsevo. En la planta baja vive el secretario de la Comisión Internacional de Control. Y en casitas para dos familias viven Stepanov, Raymond Guyot y algunos otros altísimos funcionarios.
Ivanov (Mauricio Thorez) sigue viviendo en su casita independiente. Su pequeño huerto es un verdadero jardín que nos recuerda los campos de Francia en sus días de paz y bienestar. Creo que sus progresos del alemán y del ruso son sorprendentes.
Manuilski sigue viviendo en la «Casa Roja». También viven Togliatti y su mujer, Pieck y una de sus hijas, Florín, su mujer y su hijo, Anna Pauker y sus dos hijos, y el solterón Rakossi.
Hablo poco con mis vecinos. Manuilski sale muy temprano y regresa muy tarde. Con Geroe y Stepanov sólo las palabras indispensables. Los alemanes únicamente hablan alemán. Togliatti es poco comunicativo. Rakossi es un pesado: está orgullosísimo e inaguantable, por el hecho de que el gobierno soviético le ha liberado, a cambio de unas banderas húngaras que el ejército zarista conquistó en la primera Guerra Mundial. Nos habla en italiano y siempre quiere tener razón. Y con Raymond Guyot no quiero hablar.
Realmente, en Kunsevo estoy pocas horas: salgo a las ocho de la mañana y regreso a las ocho de la noche. A estas horas sólo tengo tiempo para cenar y charlar un rato con Vidiella, que quiere saber cuanto pasa en la Komintern y en el mundo.
Los domingos son más aburridos que los días de trabajo.
Si paseamos nos encontramos con todos los de siempre. Al cruzarnos inclinamos ceremoniosamente la cabeza y continuamos sin pronunciar palabra. Si hay sesión de cine volvemos a encontrarnos. Al entrar saludamos: mientras dura la película permanecemos en silencio; cuando salimos nos despedimos con otra ceremoniosa inclinación de cabeza: el pasado sobrevive a través de mil pequeños detalles.
Nada más.
Sin embargo, la temperatura es mucho más agradable que en la Komintern.
Hoy, de nuestra pequeña habitación ha desaparecido mi reloj de plata. Me lo había regalado Santiago Álvarez, Comisario del V Cuerpo del Ejército Republicano. No lo he sentido por lo que valiera, pero era un recuerdo y me hacía un gran servicio. Además en la U.R.S.S. es muy difícil adquirir un reloj y casi tan difícil acostumbrarse a llevarlo en la muñeca por su enorme tamaño. He esperado dos días a ver si ocurría lo que con los doscientos rublos. Sigo sin reloj.
IV
Los rumores son cada día más alarmantes. Sin embargo… en la Komintern, para entrar, se necesita el «propus»; para entrar en el «Lux» se necesita el «propus». Esto quiere decir que ni en la Komintern ni en el «Lux» circulan libremente los rumores…
¿Cree o no cree la gente soviética en los rumores?… Lo único que sé sobre el particular es que la gente parece no conocer otra verdad que la verdad oficial. ¿Seguirá llegando nuestro petróleo a Alemania? ¿Seguirá llegando nuestro trigo a Alemania? Es un secreto para mí.
Lo que no es ya un secreto es el futuro inmediato. Tengo la seguridad de que habrá guerra. Dejando a un lado los rumores, pienso que Alemania no puede consolidar su victoria en Europa sin una derrota total de Inglaterra y también de la U.R.S.S. A Inglaterra sólo ha conseguido encerrarla por algún tiempo en sus islas e inutilizarla temporalmente para cualquier acción ofensiva sobre Europa. Alemania sabe que Inglaterra, por sí sola, será incapaz de tal acción. Alemania sabe que Inglaterra necesita a los Estados Unidos de Norteamérica, para ayudar a Inglaterra necesitan algún tiempo, el suficiente para anular a los aislacionistas y preparar su máquina de guerra. Este tiempo que los Estados Unidos de Norteamérica necesitan para entrar en la guerra, es el que dispone Alemania para derrotar a la U.R.S.S. y volverse entonces con todo su enorme poderío contra Inglaterra y los Estados Unidos. De esta manera, evitarían la guerra en dos frentes y aseguraría su victoria por muchos años.
Hitler y su Estado Mayor quieren garantías absolutas en el Este. Y tales garantías no las dan los tratados, sino una victoria militar que le permita utilizar todos los recursos humanos y materiales de los vencidos.
Sí, habrá guerra.
¿Cuándo?
Es difícil precisarlo. De acuerdo con la teoría soviética de que Alemania, a medida que conquista nuevos territorios, se debilita, hay que suponer que todavía necesitará varios meses para agredir a la U.R.S.S. Pero varios meses significan el invierno… Y estoy convencido de que por poco sentido común que puedan tener los militares alemanes no se lanzarán a tal aventura.
Si la teoría soviética sobre el debilitamiento alemán es justa, no habrá, por tanto, guerra hasta el verano de 1942. Si la teoría soviética sobre el debilitamiento alemán es falsa, la guerra puede comenzar en cualquier momento.
Pienso y pienso en dicha teoría.
Y he llegado a la conclusión de que es falsa…
¿Por qué?
En primer lugar, porque la sustitución de Molotov por Stalin significa que la Unión Soviética se encuentra ante un momento trascendental para su existencia. En segundo lugar, porque considero que dicha teoría se lanzó a la circulación para justificar la política exterior de la U.R.S.S. a partir de 1939: su inhibición ante la tragedia que vivía Europa, invadida y esclavizada por los ejércitos alemanes. De otra manera, no hubiera sido extraño que la gente se hubiese preguntado: ¿Por qué no atacar a Alemania ahora que tiene todas sus fuerzas embebidas en el Occidente y no después?… ¿Por qué, si Alemania se fortalece con la conquista de nuevos territorios, seguimos manteniendo un pacto de no agresión y de relaciones comerciales que, al fin y al cabo, constituye una valiosa ayuda para sus planes de dominación? Era lógico que la gente hubiera pensado esto.
Pero la referida teoría descartó tales pensamientos. La gente estaba contenta: el pacto facilitaba a Alemania la conquista de nuevos territorios y la conquista de nuevos territorios debilitaba a Alemania. ¿No era esto, acaso, una política genial de Stalin?
Nos han engañado.
Nos han engañado una vez más.
Alemania es hoy más fuerte militarmente que lo era el primero de septiembre de 1939. Su economía de guerra se ha reforzado, no sólo por lo que obtiene de los países ocupados, sino por lo que obtiene también de la U.R.S.S. a través del famoso pacto. Alemania es hoy más fuerte militarmente que en 1939, porque entonces tenía ante sí los ejércitos de los países del occidente de Europa, mientras que hoy, en el occidente de Europa, no hay ninguna fuerza militar, a excepción de la inglesa, encerrada en sus islas, que pueda causar alguna preocupación seria al Estado Mayor alemán. Y un movimiento interior de resistencia armada sólo allá, en la pequeña Yugoslavia.
¿Se habrán engañado los dirigentes soviéticos?
Yo creo que no.
Ellos sabían que Alemania, a medida que conquistaba nuevos territorios, se fortalecía, que la fortalecían con el tratado germano-soviético. Sí, lo sabían porque entre los dirigentes soviéticos no existen idiotas. Entonces ¿por qué esa estrategia?… ¿Respondía la potencialidad soviética a las cifras lanzadas a voleo por sus dirigentes? ¡No!… ¿Respondía la fortaleza militar de la Unión Soviética a las cifras que durante años estuvo lanzando Vorochilov al mundo! ¡No!… ¿Contaba la Unión Soviética con un poderoso movimiento revolucionario en Europa que constituyera un valioso aliado militar en el momento decisivo? ¡No!… Ésas son algunas razones que fundamentaban sus estrategias, pero no eran las únicas. La U.R.S.S. tenía dos poderosos bloques, cada uno de los cuales, por sí solo, era más fuerte que ella y, por lo tanto, un gran obstáculo para sus planes. Lo importante era que los dos bloques entraran en guerra y que dicha guerra tomara un carácter de desgaste que permitiera a la U.R.S.S., más tarde, convertirse en árbitro de la situación con el menor esfuerzo.
La suerte que pudiera caer sobre los pueblos de Europa era un problema secundario para los dirigentes de la U.R.S.S.
Pero no hubo tal guerra de desgaste. El camino alemán de la conquista de Europa fue fácil y rápido. Inglaterra se replegó a sus islas, salvando incluso una gran parte del pequeño ejército expedicionario. Y ahora, Alemania se vuelve hacia la U.R.S.S. buscando una victoria rápida, antes de que los Estados Unidos de Norteamérica pongan su enorme poderío en la balanza de la guerra.
Ha fracasado, pues, la estrategia estaliniana.
No importa que no se quiera decir.
Los hechos lo evidencian.
Estamos en vísperas de una agresión que ha de costar ríos de sangre al pueblo soviético, que ha de dar un golpe brutal a su economía soviética, que ha de prolongar por muchos años unas condiciones terribles de vida, porque el famoso plan de dominar Europa sin esfuerzo ha sido una fantasía.
Pero estoy seguro que nadie quiere pensar en tales cosas.
Hoy me he enterado que el mariscal Kulik[18] es el jefe del ejército soviético que cuida nuestras fronteras occidentales. Lo siento. Conocí a Kulik cuando en España se llamaba Kupper y era consejero militar del general Pozas. Hablé con él en distintas ocasiones sobre nuestra situación militar y llegué a la conclusión de que era un campesino ignorante y engreído, que vivía de las glorias, sin gloria, de haber sido jefe de artillería en Tsarisin. Me he enterado también de que el general Pablov[19], jefe de las fuerzas blindadas de la U.R.S.S., que fuera consejero de tanques en España, también se encuentra en Ucrania. No tengo un buen recuerdo de él. A excepción de la batalla de Guadalajara, no hubo una sola vez que en el empleo de los tanques fuese acertado, a pesar de que nunca tuvimos más de algunas docenas.
Stalin ha dicho que tenemos trescientas divisiones. Al parecer, Hitler no puede disponer de más de doscientas cincuenta, incluyendo las de los países satélites. Por ello, a pesar de Kulik, de Pablov y de muchas cosas más, pienso que Hitler es más débil que nosotros no obstante y ser más fuerte que en 1939.
Entonces…
Sí, somos más fuertes que Hitler y si la derrota de éste supone la liberación de Europa y, por tanto, de España ¿por qué no desear que la guerra estalle?
No, no es ningún sacrilegio.
Lamento de antemano los sufrimientos y pérdidas que tendrá que sufrir el pueblo ruso, lo lamento casi tanto como los sufrimientos y pérdidas que padeció nuestro pueblo, pero…
Sí…
Si la libertad de Europa y de España exige me precio, páguese… que antes lo pagamos nosotros para que tales libertades no se perdieran.
La guerra es un medio. Así me lo han dicho. Y así, y mejor que nunca, lo veo hoy. Y el fin justifica los medios…
La inquietud ha traspasado la coraza de los funcionarios de la Komintern. Hoy, de regreso a Kunsevo, he coincidido con Geroe. El camino es demasiado conocido para que pueda distraernos. Y, al final, hemos entablado una breve conversación.
—¿Qué piensas, Pedro, de la situación internacional?
—Que es grave.
—¿Crees que habrá guerra?
—Es posible.
—Será una guerra larga y dura…
—Sí; el enemigo es fuerte y no hay que hacerse ilusiones. En los primeros meses tendremos muchas dificultades, incluso reveses serios…
—¿Tú crees?
—No tengo ninguna duda.
Geroe no es un charlatán. Es inteligente, y la discreción y la prudencia son posiblemente sus dos rasgos más destacados.
Ahora estoy más preocupado que antes.
Pero no le pregunto más. Callo y pienso. Él también permanece en silencio; no sé si pensará en la guerra o en las palabras que ha pronunciado. El autobús abandona la carretera principal y marcha ya por el estrecho camino que conduce a nuestra residencia veraniega.
El centinela abre la puerta.
Pasa el autobús. Unos cientos de metros más y se detiene delante de nuestra casa.
—Hasta mañana, Castro.
—Hasta mañana, Pedro.
En el balconcillo de mi habitación, Vidiella.
Me espera.
Subo, me siento a su lado, saco un cigarrillo y fumo. Vidiella me mira y después, con la impaciencia de todos los días, la pregunta de todos los días.
—¿Qué hay de nuevo, Castro?
Le cuento lo que me ha dicho Geroe. Le informo de lo que dicen los boletines internos de la Komintern. El silencio también. Esperanza guisa en el infiernillo eléctrico. Algunos funcionarios pasean con sus mujeres por delante de nuestra casa. Kunsevo es casi un Versalles pequeñito.
Llega el coche de Togliatti.
Ahora el de Pieck.
Diez minutos después el de Florín, el de Anna Pauker, el de Rakossi, el de Raymond Guyot.
Vidiella se levanta. Durante un rato mira a lo lejos. Luego se quita las gafas y se frota los ojos con más violencia que nunca…
—Me voy a cenar. Luego vendré un rato.
—Como quieras, Vidiella.
Y le veo alejarse como una sombra por el estrecho sendero que conduce a su casa.
Las nueve y media.
Cenamos.
Y desde el balconcillo veo regresar la sombra de Vidiella y detrás de él, como su sombra, a Rafaela.
Esperanza saca al balcón una taza de té para Vidiella y una de café para mí. No hablamos. Esperanza tampoco.
Sólo oímos la voz de Rafaela, que critica a Rafael, que relata con todos sus detalles los incidentes caseros de la jornada.
Vidiella me mira. Noto su preocupación, pero no tengo ganas de hablar. Quiero meditar sobre todo lo que está pasando, quiero pensar en mi partido, en todos los partidos comunistas de Europa. La batalla puede ser decisiva y no tengo el menor deseo de responder a las preocupaciones de Vidiella; tengo bastante con las mías.
Pero Vidiella no puede contenerse.
—¿Damos un paseo, Castro?
Es la costumbre de todas las noches y no puedo negarme.
—Como quieras.
Salimos.
Detrás de nosotros, Esperanza y Rafaela. Delante de nosotros, un estrecho camino que conduce a la «Casa Roja». Una ráfaga de luz ilumina el camino. Nos apartamos. El coche de Manuilski pasa rápido.
—Viene muy tarde —me dice Vidiella.
—No; como todas las noches.
Una pausa.
—¿Y qué se dice en la Komintern de todo esto?
—Nada, Vidiella.
—¿Nada? —insiste.
—Nada… Allí, aparentemente, todo da la impresión de que estamos tan lejos de la guerra como de España.
—¡Es increíble!
—Pero es verdad. Y, además, ¿por qué te parece increíble?
—¿Preguntas por qué?… ¿Es que te parece tan lógico que cuando la situación es tan tensa, en la Komintern no se diga nada, que no sepamos nada, que no hagamos nada?
—Y sin embargo, así es, Vidiella.
—No lo comprendo.
—¿Acaso lo quieres comprender?
—¿Por qué hablas así, Castro?
—¿Recuerdas que alguna vez nos hayan consultado para algo?
—Hombre…
—Nunca, Vidiella. Nos han dicho siempre lo que hay que hacer, pero nunca nos han pedido opinión sobre qué hacer y cómo hacerlo.
—Pero…
—¿Por qué había de ser diferente ahora?
—Somos funcionarios de la Komintern.
—No creo muy acertada esa expresión… Yo diría empleados… ¿Me entiendes?… ¿Y por qué a un empleado le van a informar de lo que piensan hacer, de lo que puede ocurrir, de lo que convendría hacer?… Un día cualquiera, Vidiella, ocurrirá algo importante…Y ese día, tú y yo y muchos más recibiremos una orden… Sí, una orden.
Vidiella se ha vuelto hacia mí. He visto reflejado en su rostro el terror. No sé si por conocer la verdad o a que alguien haya podido escucharnos.
—Sí, Vidiella… A ti parecen sorprenderte mis palabras, pero es porque nunca te has detenido a pensar qué es lo que somos aquí… Qué es lo que hemos sido allá…
Nos vamos acercando a la «Casa Roja». El coche de Manuilski espera en la puerta. El comedor está iluminado. El centinela va y viene por delante de la puerta.
Diez pasos en una dirección.
Diez pasos en dirección contraria.
Cuando pasamos delante de él nos saluda, llevándose la mano a la gorra. Saludamos haciendo lo mismo.
—Estoy preocupado, Castro.
—Yo también.
—¿Crees que debo ir mañana a la Komintern?
—Tú verás…
Seguimos caminando en silencio. Detrás de nosotros la voz de Rafaela… Nuestra casa… Seguimos… La casa de Vidiella… no entramos…
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Y rodeados por la noche regresamos a nuestra habitación. En la casa reina un gran silencio. Me asomo al balcón. El coche de Manuilski regresa a Moscú. Y voy siguiendo con mi mirada el raudal de luz hasta que se pierde en la lejanía. Luego miro a un lado y otro. No veo muchas cosas: sólo las lucecitas de las casas que rodean nuestra residencia veraniega y la luz de la entrada principal que alumbra el ir y venir del centinela.
Entro en mi habitación y me acuesto.
Tengo ganas de que llegue mañana y también de que termine, tengo ganas de que lleguen los días y terminen las semanas… Tengo ganas de poder sentarme horas y horas en la silla de mimbre y de pensar o no pensar nada. Es lo único que puedo hacer.
Hacia la Komintern.
Y en la Komintern rostros llenos de satisfacción de hombres que leen el editorial de Pravda… En México ha sido asesinado León Trotsky… Los comentarios son como siempre: una repetición de lo que dice el comentario editorial del órgano central del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S.
En la Komintern la noticia es una buena noticia.
Me abstengo de hablar del asunto… ¿Acaso sería mejor la situación en la U.R.S.S. si Trotsky fuera el secretario general del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S.?… ¿Acaso sería distinta la realidad «socialista»?… ¿Acaso la estrategia hubiera sido distinta y distintas las perspectivas? Tengo mis dudas… Tantas dudas que la muerte del exiliado la veo simplemente como un asesinato y no como una gran pérdida política para el socialismo en el mundo.
Sábado.
Domingo.
Domingo sin sol… No tengo ganas de hacer nada, sólo de sentarme en la silla de mimbre y de pensar o no pensar, pero dejar que las horas transcurran. Salgo al balcón. Fuera, el ambiente es extraño. Casi toda la gente que habita en Kunsevo está fuera de las casas y pasea en parejas por delante de nuestro balcón… Y pasea silenciosa, sombría, terriblemente sombría.
Esperanza llega hasta mí.
—¿Sabes que va a hablar Molotov?
Hay en su tono algo de tragedia que no puede ocultar… ¿Otra vez la guerra?… Pero no se atreve a preguntarlo, a pesar de que tengo la seguridad de que lo piensa.
¡Sí, otra vez!
Me mira, esperando mi respuesta… No respondo… Entro en la habitación, tomo la chaqueta y bajo al paseo. Y, como todos los demás, camino de un lado para otro.
Veo venir a Fritz. A su lado, Shina, su mujer. Salgo a su encuentro. El cínico Fritz no ríe, a pesar de que es domingo. La diplomática Shina no sonríe, a pesar de que es día de fiesta. Ni ríen ni sonríen.
—¿Es cierro, Fritz, que va a hablar Molotov?
—¿La guerra?
—Quién sabe…
Esperanza baja y llega hasta nosotros. No pregunta. Hay gestos que lo dicen todo… Y Fritz y Shina siguen paseando de un lado para otro… Y una nueva pareja, Esperanza y yo, comienza a pasear de un lado para otro en espera de lo que inevitablemente tenemos que saber.
Las diez y media. Las once. Y de pronto la señal de Radio Moscú. Una vez. Otra. Otras más. Y la voz de Molotov, gris, más gris que nunca… Y decenas de caras lívidas que escuchan… Y mujeres que lloran… Y hombres que tiemblan… Y yo, que pensando en que la guerra pueda ser la liberación de Europa y de España, tengo unas ganas enormes de reír… Y la voz de Molotov. Monótona. Sombría. La agresión ha comenzado. Las fuerzas alemanas han atravesado nuestras fronteras por varios puntos a la vez: los aviones alemanes han comenzado a bombardear nuestras ciudades.
Escucho. Escucho la voz de Molotov y la voz de Fritz, que traduce. Se han callado los dos. Nadie habla… Unas mujeres lloran… Algunos hombres tiemblan… Y yo… Nos miramos unos a otros… Nadie sabe qué hacer… Los colaboradores del estado mayor de la revolución mundial han sido sorprendidos por la gran batalla.
Siento ganas de escupir…
Los comunistas de todo el mundo pensarán que la Komintern ha entrado también en guerra; que los mejores hombres del movimiento revolucionario mundial se han puesto en tensión; que cada cual ha ocupado su puesto de lucha…
Nadie se nos figura así.
Yo mirando a Fritz.
Fritz mirándome a mí.
Bielov mirando a Geroe.
Geroe mirando a otro…
Ellos piensan que somos algo… Pero no saben que no somos nada…
Eso sólo comenzamos a saberlo nosotros.
Miro el altavoz… Luego a Fritz… Ahora a Shina… Tomo a Esperanza del brazo y continuamos nuestro interrumpido paseo.
—¿Qué vais a hacer?…
—No lo sé…
¿Por qué corre la gente?… Nos acercamos a la casa… La Komintern ha tenido su primera baja: un viejo colaborador de la Komintern, alemán, no ha podido recibir la noticia con tranquilidad: un derrame cerebral le ha postrado en la cama, quizá porque no pensó nunca que los pueblos no se levantarían contra sus gobiernos en caso de una agresión a la U.R.S.S… Era un gran teórico del movimiento comunista alemán y uno de los grandes teóricos de la Komintern…
Aparte de esto, creo que era el alemán más honrado de todos estos alemanes que ayer, cuando el pacto germano-ruso, se sintieron más alemanes; que hoy, cuando la agresión ha comenzado, se han hecho menos rígidos, menos soberbios; creo que hasta menos alemanes…
Me dirijo a Fritz.
—¿Por qué no telefoneas a la Komintern?…
—Voy a llamar.
A los pocos minutos el autobús se detiene ante nuestra casa, y los «cuadros» subimos rápidamente… Las mujeres nos miran… Unos cuantos chicos juegan un poco más lejos… Arranca… Hacia Moscú… Hacia la Komintern… Y en todos la misma pregunta: ¿para qué?
En las calles, casi nadie; en la Komintern es domingo: casi nadie también. Entro en mi despacho y espero. Una hora. Dos horas. Se abre, al fin, la puerta de mi despacho y entra Dolores Ibárruri…
—Hola, Castro.
—Hola, Dolores… ¿Qué hacemos?…
—Hasta ahora, nada. El autobús regresa a Kunsevo. Puedes irte también. Todos los demás se van.
Salgo del despacho, bajo las escaleras, cruzo el jardín y otra vez en el autobús…
Y en Kunsevo, Vidiella que me espera asomado al balconcillo. Subo. Vidiella me mira… Esperanza me mira… Rafaela se mira las manos… Y yo cuento lo ocurrido: Moscú está sin vida; la Komintern, vestida de domingo…
Ni Madrid. Ni Valencia. Ni Bilbao. Ni Barcelona. No; aquí parece que la vida se ha detenido, que la población se ha hundido en sus cosas.
Salimos a pasear… Es un caminar lento, sin palabras y sin ruidos. El resto de la gente no pasea… Y pasan las horas. Llega la hora de cenar y cenamos. De nuevo a pasear, pero esta vez no es un paseo sin rumbo: vamos hacia la «Casa Roja». Allí está Manuilski, allí están casi todos los componentes del estado mayor de la revolución mundial.
Ahí está Manuilski, hundido en un sillón, esperando que la B.B.C. de Londres hable; ahí está Friedrich, el jefe de la sección de información y propaganda, caminando de un lado para otro, más insignificante que nunca; y ahí está «Irene Toboso»…
Los demás, no sé dónde están.
Manuilski parece haber envejecido diez años… Está con el cuerpo inclinado, sin moverse; en una mano tiene su vieja cachimba, que hoy no humea…
Cuando entramos, levanta la cabeza y nos mira.
—Buenas noches, camaradas.
—Buenas noches, camarada Manuilski.
Nos sentamos y esperamos. La B.B.C. todavía no habla. La figura del centinela sigue viéndose tras los cristales pasar de un lado para otro. Vidiella se ha hundido en un sillón. Y yo miro a Manuilski.
¿En qué piensa?
Hay algo que retrata a Manuilski en estas horas amargas. Su mirada sin brillo y perdida. Su vieja cachimba apagada. Y su quietud…
Comprendo toda su tragedia. Tiene fe, pero en estos momentos el viejo Manuilski no se apoya en su fe: piensa, sin duda, en lo que pueda hacer Inglaterra; piensa, quizá, en lo que puedan hacer los Estados Unidos de Norteamérica. La cuestión no es un problema de fe, es un problema de fuerza.
El viejo Manuilski está en el secreto de las estadísticas.
El viejo Manuilski está en el secreto de la fuerza real de los partidos comunistas de Europa; está en el secreto de la fuerza del fascismo alemán. Lo único que parece olvidar en estos momentos es la importancia y volumen de las contradicciones entre las democracias capitalistas y el fascismo. Y tiene miedo —lo dice su actitud— de que pueda formarse una gran coalición antisoviética. Hoy Manuilski es pasional y al mismo tiempo frío: su pasión le empuja a creer ciegamente, pero en sus cálculos mentales predomina la incertidumbre.
El peso de alguien que baja del piso de arriba, hace crujir las escaleras, Togliatti llega hasta el «hall» y, cuando la escalera ha dejado de crujir, Togliatti ha pasado como una sombra y se ha dejado caer en un sillón. Luego se ha quitado las gafas y ha sacado un pañuelo. Y me da la impresión de que en estos momentos no se acuerda de la B.B.C. y de que toda su atención se concentra en limpiar los cristales de sus inseparables gafas…
Togliatti es hoy como todos los días.
Llegan Pieck y Florín y se sientan.
Friedrich se acerca al aparato de radio, hurga un poco y después mira su reloj de pulsera.
—¿Nada? —pregunta Manuilski en ruso.
—Nada —contesta Friedrich en alemán.
Togliatti ha terminado su tarea. Mira cuidadosamente los cristales a través de la luz y después nos va mirando uno a uno. Ahora pone una pierna sobre la otra y una inmovilidad de piedra se apodera de él.
¡La B.B.C.!
Ocho personas nos hemos puesto en pie… ¡La B.B.C. habla!… Habla Churchill… Y Churchill promete a la Unión Soviética la ayuda británica para resistir la agresión del Tercer Reich. Manuilski ríe. Ríe como siempre… Y ahora enciende su vieja cachimba… Y ahora pasea con un ritmo nervioso, de viejo militar.
¡Jarashó!…
¡Jarashó!…
Sí, es el mismo «¡Jarashó!» que se oía en Barbija cuando ganábamos una difícil partida de dominó… Sí, hoy también es una difícil victoria la que hemos obtenido.
Togliatti ha vuelto a sentarse. Y sin querer he recordado las palabras de una mujer que trabajó a su lado en España, durante nuestra guerra: «Es un hombre que me haría el amor con la misma frialdad con que daría la orden para que me fusilaran».
Así es Togliatti.
Pieck y Florín hablan a gritos.
Fiedrich sonríe; «Irene Toboso» sonríe…
La vida ha vuelto a la «Casa Roja»… Jamás a un adversario político de la categoría de Churchill se le ha escuchado con tanta atención por sus enemigos. Es muy posible que en toda su larga vida política, no haya encontrado Churchill un auditorio tan atento, tan identificado con él, tan agradecido, como este grupo de ocho personas… Y es muy posible que lo mismo haya ocurrido en toda la Unión Soviética, sin excluir el Kremlin. Nadie se acuerda de las Memorias de Churchill sobre la Primera Guerra Mundial. Nadie recuerda nada. Me levanto. Vidiella me imita.
—Buenas noches, camaradas.
—Buenas noches —nos responden todos.
Y los dejamos allí: a Manuilski paseando nerviosamente y repitiendo sin cesar su «Jarashó»; a Togliatti, sentado e inmóvil; a Pieck y Florín hablando a gritos; a Friedrich e «Irene Toboso» sonriendo a unos y a otros.
Salimos.
El centinela no ha escuchado a Churchill. Y sigue paseando como siempre: diez pasos en una dirección, diez pasos en dirección contraria.
Nos alejamos de la «Casa Roja». Cuando llegamos a nuestra casa, nos encontramos con todas las luces encendidas. Oímos voces y gritos y risas.
—Hasta mañana, Vidiella.
—Hasta mañana, Castro.
Faltan unos minutos para las doce. Sólo unos minutos para que termine el 22 de junio de 1941.
Me acuesto. En las otras habitaciones siguen las voces, los gritos, las risas. Yo pienso en el viaje de mañana. Y pienso también en el plan estratégico que ha fallado… ¿Dirán mañana que ésa fue la causa de que el socialismo de marca rusa no impere en el mundo para bien de la humanidad?… No lo sé, pero no me extrañaría que buscaran en la agresión de Alemania, hoy, la justificación del nuevo fracaso de mañana.
Desde hace unas horas somos combatientes. Y nuestros adversarios, aquéllos con los que teníamos un pacto de amistad…, y nuestros aliados, aquéllos a los cuales culpábamos de todo cuanto estaba aconteciendo en el mundo. El cinismo y la dialéctica son hermanos gemelos.
No sé si Europa entera estará mirando hacia el Este. No sé tampoco si Europa entera se preguntará en estos momentos: «¿Por qué no antes, si sabíais que después ellos tomarían la iniciativa?».
No comprenden nuestra estrategia. Ni yo tampoco. ¿Qué ocurrirá mientras tanto en nuestras fronteras?… ¿Habremos devuelto el golpe con dos golpes demoledores? Mañana lo sabré. Porque desde hoy también nosotros tenemos nuestro parte de guerra.
Seguimos entrando a las nueve y saliendo a las seis. El mismo autobús que nos lleva, nos trae y con la misma gente que voy, vengo.
En Moscú hay pánico. La gente se ha lanzado a los Bancos a sacar sus modestos ahorros… Pero el Gobierno ha limitado las cantidades que cada persona puede retirar. Y, con su previsión de siempre, ha mandado que todos los ciudadanos soviéticos que posean aparatos de radio, los entreguen inmediatamente. Y la gente hace «colas» interminables con sus bultos debajo del brazo, envueltos en telas de mil colores… Hay muchos que con esto entregan todo su capital soviético… No creí que llegarían a tomarse estas medidas: pensé que tantos años de régimen soviético habrían sido suficientes para inmunizar a los ciudadanos de la influencia de Radio Berlín o de Radio Roma… Pero al parecer, el hombre soviético es tan emocional e influenciable como los hombres que habitan en el mundo capitalista.
¡Movilización general! Los primeros movilizados comienzan a acudir a los centros de reclutamiento. Llegan con un saco a la espalda y seguidos por su mujer y, a veces, de algunas criaturas que lloran a gritos. En los cristales de todas las casas de Moscú se han comenzado a poner tiras de papel engomado. En las casas y lugares de trabajo han empezado a organizarse los grupos de defensa antiaérea.
Día 23. Grovno es tomada por los alemanes.
Día 24. Brest-Litovsk es bombardeada por la artillería alemana. Vilna y Kovno son conquistadas por los ejércitos de Hitler.
Día 26. Finlandia declara la guerra a la U.R.S.S. La gran batalla de tanques que se desarrolla al norte de Kovno ha terminado. Se dice que en ella hemos perdido el ejército de tanques que mandaba el jefe de las fuerzas blindadas de la U.R.S.S., general Pablov.
Hasta mi habitación del hotel ha llegado la noticia de que el coronel-general Stern, jefe de la defensa antiaérea de la U.R.S.S., miembro del comité central del Partido Comunista, héroe del lago Jasan y antiguo consejero militar en España, ha sido encarcelado. Se rumorea también que numerosos generales han sido detenidos.
Los alemanes siguen avanzando. Ayer confiábamos en la línea Stalin… Hoy dudamos de la línea Stalin. La gente está inquieta. ¿Qué ha sido del dinero que durante tantos años entregó el pueblo soviético para la defensa? ¿Dónde ha ido a parar el fondo de tantos y tantos sacrificios? Yo también me pregunto lo mismo. Y me contesto: ¿acaso el problema de la defensa no sería un pretexto para justificar la miseria de todo un pueblo, los elevados impuestos, la falta absoluta de libertad?
En la Komintern, cada mañana, se lee el parte de guerra, y después se mira el mapa de la U.R.S.S. Y el repliegue continúa. Hitler ha elegido como dirección del golpe principal la misma que eligiera Napoleón… ¿Haremos lo mismo que Barclay y que después siguiera haciendo el príncipe Kutusov?
Día 30. Los alemanes ocupan Minsk.
La línea Stalin es hermana de desdichas de la línea Maginot. Vorochilov no nos ha resultado mucho mejor que un tal Gamelin. Y como una consecuencia de todo esto, se ha creado el Comité de la Defensa del Estado. Es curiosa su integración: Stalin, Molotov, Vorochilov, Malenkov y Beria: Partido, diplomacia, Ejército, industria y policía.
En la Komintern, la vida sigue su ritmo de siempre. Las únicas novedades son que casi todos los aparatos de radio que había en el «Lux», están ahora en la Komintern, bajo la vigilancia de Friedrich; se ha creado una sección de escuchas, bajo el mando directo de Friedrich, que oyen las radios de nuestros aliados y de nuestros enemigos, pero cada uno de los que integran esta nueva sección se ha comprometido a no decir nada de lo que escuche y ha pasado a depender de las autoridades militares. La Komintern, en realidad, ha dejado de existir; mejor dicho, la Komintern se nos muestra hoy en su verdadera fisonomía: un órgano al servicio del Estado soviético. Sólo los secretarios de la Komintern pueden escuchar las radios extranjeras por medio de un aparato que les han instalado en cada uno de sus despachos. Pero también para ellos existen las leyes de tiempos de guerra. Todos los demás debemos conformamos con la verdad oficial.
Comienzan a llegar telegramas sobre las posiciones adoptadas por los partidos comunistas extranjeros.
Están en la línea.
La guerra ya no es imperialista: lo fue hasta el día 21. La guerra es una guerra progresiva: lo es desde el día 22.
Nuestra dialéctica es fantástica.
En los periódicos y revistas soviéticos ya no se habla del imperialismo inglés o norteamericano. Ahora se habla solamente del imperialismo alemán e italiano.
José Díaz se extingue. Está recluido en Puskhin y ya no viene por la Komintern. Dolores Ibárruri ha tomado en sus manos los poderes. Y en el fragor de la guerra más grande que conoce la historia, se dedica a recibir lecciones de francés de la políglota «Irene Toboso» y lecciones de ruso de una profesora judía.
Hernández sigue escribiendo su libro. Yo sigo escribiendo el mío. Y esperamos a que un día el secretario de la Komintern, el estado mayor de la revolución mundial, nos diga qué tenemos que hacer. Nadie se acuerda de nosotros. La Komintern es un edificio, un nombre y unos cientos de funcionarios, que obedecen ciegamente, automáticamente, nada más.
Hoy han llegado a la Komintern Líster y Modesto. Hemos creído al principio que venían a ofrecerse para poner al servicio del primer país socialista sus conocimientos militares. Su llegada ha causado cierto revuelo. Pero todo ha sido una alarma: no hemos tenido que convencerles de que debían reservarse para la lucha decisiva en España. Ellos no venían a plantearnos problemas escabrosos, solamente a decirnos que la Academia Frunce había editado un libro sobre la batalla del Ebro, en el que su autor, uno de los consejeros militares que tuvimos en España, los acusa de borrachos, incapaces —y cobardes… Y quieren, ellos nunca suelen pedir mucho, que la delegación del Partido Comunista de España en la Komintern exija que el libro sea retirado de la circulación. Primeramente, han visitado a Geroe, pero Geroe les ha enviado a nosotros. Hemos estado presentes Hernández y yo. Les hemos escuchado y hemos hecho que pensábamos. El encargo, al parecer, venía dirigido a mí. El hecho de estar escribiendo un libro sobre la guerra de España, les ha hecho pensar que yo podría ser su mejor abogado.
Cuando se han marchado, he entrado en el despacho de Geroe.
—Creo, Geroe, que nosotros no podremos protestar por ese libro. En primer lugar, cada ciudadano soviético o griego puede enjuiciar nuestra guerra y a nuestros hombres como él considere más justo. Además, en dicho libro no se enjuicia al Partido Comunista, y, por lo tanto, el Partido Comunista no tiene que intervenir en el pleito, y, por último, yo, personalmente, no estoy dispuesto a defender lo indefendible. Ellos, que actualmente son miembros de la Academia Frunce, pueden muy bien elevar una protesta al director y exigir que se discuta el problema.
Geroe me ha mirado.
Comprende.
—Yo también pienso así.
Ya en mi despacho, me reafirmo en la idea de no hacer nada. Demasiado caro ha costado y costará todavía al pueblo español haber aceptado como genios a imbéciles y delincuentes comunes.
V
Seguimos viviendo en Kunsevo. Cada mañana leo los partes y después miro el mapa de la U.R.S.S. que tengo delante de mí, debajo del retrato de Lenin.
En la Komintern casi no se habla.
Mejor dicho, no se habla de la guerra. La causa de este silencio está justificada; hay una orden del comité central del Partido Bolchevique de denunciar cualquier comentario alarmista o pesimista. Y la gente tiene miedo a hacer comentarios… Porque hay muchas personas en este inmenso edificio que escuchan con la esperanza de poder llevar al comité central al descubrimiento de un «enemigo del pueblo».
Hoy ha habido alarma aérea. Nos han despertado a las cinco de la mañana y nos han hecho abandonar la casa para refugiarnos debajo de unos árboles. No sé el efecto de esta alarma en Moscú, pero he podido ver sus efectos aquí, en la residencia veraniega de la Komintern. Hemos permanecido dos horas debajo de los árboles. Y han sido inútiles todos nuestros intentos de convencerles de que era muy difícil localizar cinco o seis casitas en un inmenso bosque.
La orden era terminante.
Pero al menos nos ha servido para conocer más de cerca a las gentes. Y las gentes de aquí son capaces de disimular todo, menos el miedo. He visto llorar a unas cuantas mujeres, temblar a algunos hombres, bostezar a Geroe y tiritar de frío a Esperanza.
Mientras los aviones, allá lejos, daban vueltas y más vueltas, me he acordado de Madrid y he sonreído.
La guerra va descubriendo nuevas cosas: el nacionalismo ruso se ha quitado la careta del internacionalismo. Se han olvidado de las agresiones de Hitler a otros países: sólo se habla de la agresión de Hitler a la Unión Soviética. Se han olvidado los crímenes de Hitler en los países ocupados: sólo se habla de los crímenes de Hitler en los territorios invadidos del país del socialismo. Se ha olvidado que cuando Hitler invadía a Europa, la U.R.S.S. permanecía muda: ahora sólo se habla de por qué los demás países no se alzan para defender el primer país socialista.
Rusia por encima de todo. Los rusos por encima de todos.
Una nueva verdad bolchevique hasta hoy desconocida.
¿Dónde está la solidaridad internacional?, se preguntan… Esa misma pregunta nos la hicimos nosotros durante treinta y dos meses. Fue entonces cuando los españoles supimos que el internacionalismo proletario había sido enterrado. Porque la pequeña ayuda que se dio a España y que se cobró con creces, no era una ayuda para vencer, era sólo una ayuda para prolongar nuestra agonía y mantener abierto un frente que distrajera determinado número de fuerzas y esfuerzos del fascismo internacional. Y, sin embargo, ahora los soviéticos miran a Europa y al mundo con un gesto de violento reproche.
¿Por qué se quejan?
La clase obrera polaca no comprenderá jamás por qué, cuando todos sus esfuerzos se concentraban en detener el avance de los alemanes, un golpe que llegó del Este terminó con los últimos focos de su resistencia. La clase obrera francesa no comprenderá tampoco el por qué, cuando ella, por encima de los capituladores, hacía un esfuerzo desesperado para salvar a Francia, los tanques y aviones alemanes funcionaban con petróleo ruso. La clase obrera yugoslava no se explicará por qué cuando existía un tratado de ayuda mutua entre su país y la U.R.S.S., la U.R.S.S. dejó indefenso a su país frente a los invasores alemanes. La clase obrera alemana, lo poco bueno que quedará de la clase obrera alemana, no comprenderá por qué al fascismo alemán, que la esclavizaba, la U.R.S.S. le vendía trigo y petróleo para mantener su tiranía y esclavizar a otros pueblos. Sí es difícil comprenderlo. Aquí parece ser que el único que lo comprende todo, que lo sabe todo y que hace todo es el jefe supremo de la revolución mundial, Stalin; y aquí los jefes nunca se equivocan. Así nos lo han dicho. Así nos han obligado a creerlo.
El internacionalismo es una gran cosa. Una gran cosa, siempre que se aplique. De otra forma, sólo es una frase, una fórmula sin contenido, una ilusión más, en un mundo donde la ilusión no encaja.
Este aire de superioridad de los rusos, me irrita.
Y me irrita porque, como español, no puedo admitir que los demás pueblos se sientan superiores a mi pueblo. Y no es que yo pretenda desempolvar nuestra vieja historia, hablo de nuestra historia contemporánea…
Se habla en voz baja de que tengo tendencias nacionalistas, de que para mí España es lo primero. Sí, lo confieso. Hoy, como ayer, me siento más español que nunca, y lo que más deploro es haberme olvidado de esta condición durante muchos años. Pero, además, ¿por qué me critican los afectados del cólera del nacionalismo?… Mas a pesar de mi acendrado amor a España y a mi pueblo, no he negado jamás el internacionalismo, ni lo niego tampoco ahora. Solamente afirmo que el internacionalismo proletario no existe, porque se ha convertido en una fórmula escolástica y ha sido sustituido por la solidaridad internacional de los Estados.
Mis reflexiones sobre este escabroso asunto han sido cortadas bruscamente.
3 de julio.
La Radio Moscú ha estado llamando la atención de todo el pueblo. Desde el amanecer estamos pendientes de los altavoces.
¡Habla Stalin!
Hemos oído unos pasos acercarse lentamente hasta el micrófono; hemos oído toser varias veces; hemos oído el ruido del agua al caer en el vaso. Y, por último, hemos escuchado una voz ronca y cansada salir lentamente de los labios de un hombre…
Y este hombre era Stalin…
«¡Camaradas! ¡Ciudadanos! ¡Hermanos y hermanas! ¡Combatientes de nuestro Ejército y nuestra Marina!»…
Desde nuestro balcón vemos a la gente detenerse y mirar hacia los altavoces instalados en el edificio del Soviet de Moscú.
Y la voz ronca y cansada continúa… A veces se corta y volvemos a oír el ruido del agua al caer en el vaso.
Y después sigue…
«…en lo que respecta al hecho de que parte de nuestro territorio haya resultado, no obstante, invadido por las fuerzas fascistas alemanas, se explica, principalmente, porque la Alemania fascista comenzó la guerra contra la U.R.S.S. en condiciones favorables para las fuerzas alemanas y desfavorables para nosotros. En que las tropas de Alemania, como país que estaba en guerra, se encontraban ya íntegramente movilizadas y las ciento setenta divisiones lanzadas por Alemania contra la U.R.S.S. y concentradas en la frontera de nuestro país, esperando solamente la señal de empezar las operaciones, mientras que las fuerzas soviéticas tenían que ser movilizadas y llevadas a la frontera. De no poca importancia ha sido también el hecho de que la Alemania fascista ha violado, inesperada y pérfidamente, el pacto de no agresión concertado con la U.R.S.S. en 1939…».
Stalin sigue hablando.
Yo pienso… ¿No había denunciado Lososvky los vuelos de reconocimiento de la aviación alemana en territorio soviético mucho antes de que se produjera la invasión? ¿No había declarado Stalin que teníamos trescientas divisiones y de ellas ciento cincuenta mecanizadas? ¿No había dicho Vorochilov que nuestra superioridad numérica y técnica era superior a la de no importa qué otro país? ¿No había asumido Stalin la presidencia del Consejo de Comisarios del Pueblo? ¿Podía creerse en la fidelidad a los pactos del fascismo alemán? ¿No nos habían hecho creer en la infalibilidad de la previsión estaliniana? Por qué entonces hemos sido sorprendidos?… ¿Por qué frente a la agresión, nuestras fronteras estaban guarnecidas solamente por unas setenta divisiones, mientras que en Siberia, en el Cáucaso y Moscú, se encontraban potentes agrupaciones militares?
Stalin sigue hablando…
«…Pueden preguntarnos: ¿cómo ha podido ocurrir que el Gobierno soviético se haya avenido a concertar un pacto de no agresión con gente tan falsa y tan monstruosa como Hitler y Ribbentrop?… ¿No habrá habido un error por parte del Gobierno soviético? ¡Claro que no!… «…¿qué es lo que hemos ganado al concertar con Alemania el pacto de no agresión? Hemos asegurado a nuestro país la paz durante año y medio y le hemos dado la posibilidad de preparar sus fuerzas para rechazar a la Alemania fascista si, a pesar del pacto, se arriesgaba a agredir a nuestro país…».
Pienso y me pregunto…
Si con el pacto se aseguró año y medio de paz a la U.R.S.S., ¿no significa acaso que la U.R.S.S. colocaba por encima de todo sus intereses nacionales, sin importarle en ese momento la suerte de los demás pueblos en lucha contra el fascismo alemán?
Y si en ese año y medio se logró preparar las fuerzas para rechazar la agresión ¿por qué en ese año y medio no se acercaron a la frontera, principalmente, cuando ya se sabía que el imperialismo japonés, por mucho tiempo, no estaría en condiciones de lanzarse contra la U.R.S.S., ya que su primer objetivo estratégico consistía en arrojar del Pacífico a americanos e ingleses?
Y si en verdad se habían preparado dichas fuerzas y teníamos trescientas divisiones, ¿cómo se explica que retrocedamos ante los golpes de ciento setenta divisiones alemanas?
Stalin sigue hablando.
Yo dialogo con mis dudas, Y al final dudo más que al principio. Hace año y medio no me hubiera atrevido a dudar de nada de lo que dijera Stalin, pero desde entonces, ha llovido mucho… El discurso de Stalin del 3 de julio de 1941 es el esfuerzo de un hombre endiosado, que quiere aprovechar su prestigio e influencia para ocultar el fracaso de una política de varios años.
Sí… Estoy convencido de ello.
¿Qué piensa, mientras tanto, el pueblo soviético?
Durante todo el día, Radio Moscú transmite el discurso de Stalin… Los comités del Partido en todos los lugares organizan reuniones en las que el secretario lee el discurso y luego pregunta a los asistentes: «¿Algún camarada tiene alguna duda?».
Y nadie tiene dudas.
Ciento ochenta millones de ciudadanos están conformes. Miles de resoluciones llegan al Kremlin.
Las dudas se esconden dentro de muchos hombres, se dejan ver en las innumerables «colas» y campean libremente, aunque en voz baja, en muchas habitaciones previamente cerradas.
En la Komintern también nos han reunido. Ha presidido Vilkov. Y ha leído el informe Mirov. Y hemos escuchado por la tarde lo que habíamos escuchado por la mañana.
Termina Mirov.
Empieza Vilkov.
—¿Algún camarada quiere pedir la palabra?
Silencio.
—Se levanta la reunión.
Y hemos vuelto a nuestros despachos. Y ya sentado ante la mesa, me he preguntado: ¿En qué pensaría la gente cuando Mirov leía? Sí, la gente estaba muy seria; todos los ojos miraban a Mirov… Pero era una mirada perdida, como si cada una de las personas cuyos ojos miraban en la dirección del hombre que leía, estuviera pensando en otra cosa. Y es que desde hace dos semanas lo más importante para la gente son los partes de guerra: en ellos está la verdad, a pesar de que en cada uno de ellos haya algo de mentira.
Termina la jornada de trabajo.
Como todos los días, el autobús nos lleva a Kunsevo. Como todos los días, Vidiella me espera en el balconcillo. Antes de que me pregunte nada, le entrego el boletín en español, en el que viene íntegro el discurso de Stalin.
Mientras Vidiella lee, yo pienso que los alemanes han cruzado el río Beresina, en el sector Berisov-Bobruisk.
Termina la jornada de trabajo.
—Formidable discurso, Castro.
Vidiella ha dicho lo que ciento ochenta millones de ciudadanos han dicho al comentar públicamente el discurso. Yo he dicho lo que ciento ochenta millones de ciudadanos han dicho cuando alguien ha calificado de «fantástico» el discurso de Stalin.
Pero Vidiella ha debido percibir algo en el tono con que he dicho «sí». Me mira. Yo miro a otro lado. Creo que el discurso no ha sido una inyección para nadie.
La consigna de «tierra quemada» da una perspectiva dolorosa a millones de ciudadanos soviéticos, que llevan años y años trabajando agotadoramente y mal comiendo para levantar lo que ahora hay que destruir: los resultados de los primeros planes quinquenales en el occidente soviético.
Comprendo la tristeza del pueblo ruso.
Pero aquí nadie es capaz de preguntar al gobierno.
Ni un ciudadano cualquiera.
Ni un periódico cualquiera.
Ni un diputado cualquiera.
Es una democracia sin democracia.
VI
Rusia y Gran Bretaña han firmado un pacto de asistencia mutua y se comprometen a no hacer la paz por separado.
Es un acontecimiento.
El mariscal Vorochilov es el encargado de la defensa del sector norte; el mariscal Timochenko, del sector central, y el mariscal Budiony, del sector sur.
Es otro acontecimiento.
El mariscal Budiony se retira del sector Novograd-Volinsk a Zitomir. Entra en su octavo día la gigantesca batalla de Smolensk, cuya defensa dirige el mariscal Timochenko. Los alemanes están a cuarenta y dos kilómetros de Leningrado, cuya defensa se ha encargado a Vorochilov y Zdhanov.
En Inglaterra se firma un pacto soviético-polaco, por el cual la U.R.S.S. renuncia al territorio polaco anexionado en 1939, de acuerdo con los alemanes.
Otro acontecimiento más.
Llevamos un mes de guerra.
Desde el punto de vista militar, toda mi atención se concentra en Smolensk, en Timochenko. Timochenko quiere realizar una batalla de desgaste en donde no la quiso o no le dejaron dar a Barclay a la «Grande Armée». Creo que Timochenko está más en lo cierto que lo estuvo Barclay. Sin embargo, Timochenko no es popular en la U.R.S.S.
¿Por qué?
Hay sus razones. A Timochenko no se le perdona haber desplazado a Vorochilov, previa la demostración de su incapacidad, ni tampoco haber obligado a los militares a dejar de estudiar tanto la historia del Partido Bolchevique de la U.R.S.S. y estudiar un poco más los problemas de la defensa del país, cuando era más fácil hacer carrera con la Historia… que con los reglamentos; no se le perdona haber quitado tantas prerrogativas a los comisarios hasta acabar por suprimirlos, suprimiendo con ello lo que había dejado de ser desde hacía tiempo el complemento del mando militar para convertirse en una poderosa casta en el seno de las fuerzas armadas; tampoco se le perdona el haber rebajado a los altos jefes un grado, después del estrepitoso fracaso inicial de la guerra con Finlandia… Ni al parecer que tenga criterio propio. Como no se le ha perdonado al coronel-general Stern el haber demostrado que el comandante en jefe del Primer Ejército Especial del Extremo Oriente, el general de Ejército, Blucher, era un mal militar, a pesar de haber sido uno de los héroes de la guerra civil.
La situación es grave.
No tenemos trescientas divisiones, como afirmó Stalin, sino ciento cincuenta distribuidas así: 70 divisiones en el frente occidental; 50 divisiones en el Extremo Oriente; 10 en la zona militar del Cáucaso y 20 como reservas generales, de las cuales se han utilizado unas cuantas para alimentar la batalla defensiva de Smolensk.
Tanques tenemos muy pocos. Los más y los mejores constituían el ejército especial, mandado por el jefe de las fuerzas blindadas, general Pablov, y destrozado en los primeros días. Dicho jefe ha sido fusilado y la noticia de su fusilamiento se ha dado a conocer al ejército por medio de una orden confidencial. Del mariscal Kulik, jefe del ejército de cobertura en las primeras semanas de la guerra, no se sabe nada. Nuestra aviación se reduce a grupos aislados. Las repercusiones de todos estos acontecimientos no puedo percibirlas más que en la Komintern y en el «Lux»… Y sólo de vez en cuando en la calle. Pero esto no es frecuente, ya que nuestro aislamiento del pueblo ruso es casi absoluto.
La gente se ha vuelto taciturna.
Reírse no está bien visto.
En la Komintern sólo trabaja la sección de Información, que dirige Friedrich.
Los demás…
Los demás leemos el parte, miramos el mapa de la U.R.S.S., vamos a comer a las dos, regresamos a las dos y media, esperamos que den las seis, tomamos el autobús y unos a Kunsevo, otros al «Lux», otros a la casa inmediata al Instituto Agrario, unos cuantos a unas cuantas casas distribuidas por todo Moscú.
Ahora es fácil encontrarse con los jefes y que no le saluden a uno. Ahora es casi imposible hablar con ellos.
Nadie quiere hablar. Todos tienen miedo de hablar… Todos… Los del sexto piso, los del quinto, los del cuarto, los del tercero, los del segundo, los del primero y ni que decir de nuestros guardianes…
Ahora la Komintern ya no se llama Komintern: se llama Instituto Científico 301. Ahora nosotros no somos colaboradores políticos de la Komintern: somos colaboradores científicos del Instituto Científico 301. Nos han cambiado el «propus». Ya no es rojo, ahora es sepia oscuro. Las medidas conspirativas se han hecho más rígidas que nunca: los centinelas miran con más detenimiento los «propus»; las visitas de la emigrados a la Komintern se han reducido al mínimo y para entrar necesitan que Bielov o Blagoeva hablen por teléfono con la guardia para que les den «propus»; a la sección de Friedrich está rigurosamente prohibido entrar; la sección de Prensa controla no sólo a los que leen periódicos extranjeros, sino que anota también cuántas horas o días los tienen en su poder… Y en la calle es peligroso hablar en un idioma extranjero. Nadie tiene confianza en nadie.
En el «Lux» también se han acentuado las medidas de precaución. Pero los maridos hablan a sus mujeres y las mujeres comentan en la cocina lo que les han dicho los maridos. Las cocinas del «Lux» son los centros mejor informados de la U.R.S.S. Lo que ya no sé en la Komintern, lo sabe Esperanza en la cocina. Y en el «Lux» no se disimula tan bien como en el Instituto Científico 301: aquí la inquietud, la desconfianza e incluso el pánico, se manifiestan abiertamente. Cierto que no a través de palabras, pero sí a través de gestos…
La comida comienza a escasear. Las «colas» a las puertas de los establecimientos se hacen más largas y duran más tiempo cada día. El pan negro, a las veinticuatro horas, se pone verde… Miles de hombres vestidos de paisano hacen la instrucción en las grandes arterias del Moscú moderno… Entre los funcionarios extranjeros de la Komintern no faltan los que todo les parece bien.
Si ven «colas» en las puertas de los establecimientos, exclaman: «¡Qué magnífica organización!… Cada ciudadano sabe el establecimiento que le corresponde, qué día debe recoger su ración y llega, se pone a la «cola» y con una paciencia ejemplar espera…».
Sí, yo también creía eso. Habían pasado tantos años de racionamiento en la U.R.S.S., que consideraba a los soviéticos unos verdaderos especialistas en la organización del problema. Pero ahora he cambiado de opinión. Cierto que cada ciudadano tiene asignado un lugar en donde adquirir las raciones; cierto también, que tiene una cartilla en la que figuran las cantidades que le corresponden mensualmente de cada producto… Pero… Cada día hay que ir a ver si dan lo que tienen que dar y cada mes dan menos de lo que el mismo gobierno asignó a cada ciudadano… Yo no sé si es una elevada conciencia lo que domina en estas filas interminables de gente… No lo sé… Pero a veces tengo la impresión de que un fatalismo colectivo domina a este pueblo y le hace conformarse con todo.
Fatalismo y miedo.
A los franceses les entusiasma ver formaciones de hombres en traje civil haciendo la instrucción militar… Cuando los ven, me hablan de la Comuna, de la revolución proletaria, de la clase obrera en el poder. Yo les contesto, pero no me siento contento. Estos batallones de obreros por las calles haciendo la instrucción, no me recuerdan a la clase obrera en el poder, ni la revolución proletaria…, me recuerdan aquellos días en que en España no teníamos nada y había que improvisarlo todo…
Nuestros compañeros de las fábricas van perdiendo peso. En estos momentos no es ni por el excesivo calor ni por el excesivo frío.
Es la guerra.
Se han aumentado las normas y las horas de trabajo; se han reducido las cantidades de comida que daban en los comedores de las fábricas; la inseguridad de los transportes les exige a los obreros salir de sus casas mucho antes de lo acostumbrado, ante el peligro de que falte el transporte y tengan que ir andando… Porque ahora no se puede llegar tarde ni faltar al trabajo, a menos que uno quiera conocer los tribunales de guerra. Ni incluso los enfermos pueden faltar antes de que el médico los autorice para ello. La baja no se da si la fiebre no pasa de 38 grados. Y el único médico que puede dar la baja es el médico de la fábrica, que no va a la domicilios de los enfermos sino que hay que ir a verle aunque se tengan 40 grados, para que certifique que se tienen más de 38.
La vida se ha hecho terriblemente dura. Se come poco. Se trabaja mucho. No se puede preguntar nada. No se puede hablar de la guerra más de lo que dice el parte del Buró de Información. En la calle no se puede hablar en voz alta un idioma extranjero ante el peligro de ser detenido.
¿Y por qué todo esto? ¿No es un pueblo totalmente identificado con el régimen? ¿No es un pueblo totalmente identificado con el gobierno? ¿No han llegado las votaciones en favor del régimen y del gobierno a un 98,8 por ciento?
Entonces…
¿No será que vivo en el país de la Gran Mentira?
Hemos perdido Smolensk. La gente habla con rencor de Timochenko. Pero Timochenko ha hecho lo único que podía hacer: detener el avance alemán en la dirección principal durante unas semanas y dar tiempo para que se acercaran las reservas. Para mí, la batalla de Smolensk ha sido el Marne ruso. Timochenko empieza a caer en desgracia. Sí… Porque cuando comienzan los rumores…
Las fuerzas de Budiony han pasado a la parte oriental del Dnieper. La artillería alemana ha comenzado a bombardear Leningrado. Y, por último, con el corte del ferrocarril Leningrado-Moscú, se ha establecido el cerco a la ciudad de Lenin…
Hoy me he enterado de algo que el parte de guerra no dice: de la batalla del Cáucaso. Al Cáucaso no habían llegado los alemanes. Cierto. Pero allí cerca había una pequeña República: la República Alemana del Volga. En ella existía naturalmente el régimen soviético, calles que se llamaban «Calle de Marx», «Calle de Engels», «Calle de Rosa Luxemburg», etcétera… Unos dicen que los alemanes habían hecho descender paracaidistas y que la población les había dado su apoyo; otros, no sé si los más enterados, afirman que quien había hecho descender los paracaidistas había sido la N.K.V.D. Lo cierto es que varios Cuerpos de Ejército de la N.K.V.D. llegaron a la República Alemana del Volga y dieron a su millón de habitantes un plazo de veinticuatro horas para que abandonaran la región; les dieron también el permiso para que llevaran una tonelada de cosas por cabeza… Y un millón de personas han salido de las orillas del Volga hacia una región de Siberia. Han cambiado sus casas por la estepa. Y allí han quedado miles de casas abandonadas, cosechas sin recoger y millares de cabezas de ganado y animales domésticos vagando por la en otros tiempos floreciente República Alemana del Volga.
Y los alemanes ya no tienen República: ni la de Weimar ni la del Volga…
Hoy, en el «Lux», también ha habido revuelo. A las once de la mañana varios automóviles han llegado y se han detenido ante la puerta principal del «Lux». Un grupo de hombres ha entrado en el hotel, si necesidad de «propus», ha subido a diferentes pisos, ha entrado en varias habitaciones y al final se ha llevado a varios alemanes con sus familias, incluso a alemanes que eran miembros del Comité Central de su partido…
Y en el «Lux» hay pánico… Pánico por el avance de los alemanes. Pánico por las incursiones de la N.K.V.D.
Ha comenzado la evacuación. Esperanza y su hermano Alejandro han evacuado con la escuela de Tarasovka. Van a la antigua República Alemana del Volga; mi madre y mi hermana han salido con otro grupo de españoles, con destino a Taskhent. En voz baja se habla de que habrá nuevas evacuaciones.
29 de septiembre. Molotov declara inaugurada la conferencia tripartita de Moscú. 10 de octubre. Molotov clausura la conferencia tripartita de Moscú. Rusia tendrá todo lo que pueda necesitar para hacer frente a la agresión alemana. He lanzado un suspiro de alivio al conocer la noticia. Rusia entera ha lanzado un suspiro de alivio.
2 de octubre. Con u. fuerza calculada en dos millones de hombres, 5.000 tanques y más de 5.000 aviones, los alemanes han lanzado su gran ofensiva contra Moscú en un frente de 650 kilómetros. Los alemanes a doscientos cincuenta kilómetros de Moscú. Los alemanes a ciento cincuenta kilómetros de Moscú.
Y yo cada mañana del hotel «Lux» al Instituto Científico 301. Y yo todas las tardes del Instituto Científico 301 al hotel «Lux». Y viendo Moscú en detalle. Porque ahora no hay autobús que nos lleve y nos traiga. Y yo mirando todo lo que pasa. Y pensando en todo lo que veo. Ahora Moscú sí es Moscú: la guerra ha suprimido el decorado. Ya nadie se preocupa de ocultar nada. Y la verdad y yo frente a frente. No sé por cuanto tiempo, pero es una gran oportunidad de ver la verdad soviética, de ver a los hombres soviéticos, de ver la moral soviética. No soy un combatiente. Si fuera un combatiente cometería un delito al detenerme a mirar las cosas. Soy solamente un espectador en presencia de un espectáculo sangriento.
VII
La situación de la emigración española se ha hecho tan difícil que Hernández ha propuesto la creación de una Brigada de infantería integrada por todos los que puedan formar parte de ella. Hernández hace con esto un intento de salvar a nuestros camaradas del hambre, que muchas veces es bastante peor que la muerte.
¿Logrará salvarlos de las dos cosas?
No lo sé.
Una brigada, integrada en su mayor parte por españoles, se entrena en los alrededores de Moscú. Su jefe es Hungría, un viejo camarada de Valencia, que como guerrillero ha probado su valor e iniciativa. El representante del partido en la unidad es Ortega, un antiguo campesino que pasó por la escuela leninista y después por la escuela política especial y en las que al parecer no aprendió otra cosa que a ser un perfecto hipócrita. Fusimaña representa al P.S.U. de Cataluña.
Se entrena todos los días.
Y algunos domingos sus componentes aparecen por Moscú y nos cuentan su nueva vida: comen y hacen ejercicios y, según parece, cada uno de ellos cobra el salario correspondiente a la categoría que tenían en España. Por el momento comen ellos y comen sus familiares.
Al parecer, Hernández ha tenido éxito en sus propósitos.
Mientras tanto… Allá lejos, a veinticuatro kilómetros de Moscú, Kunsevo se ha quedado abandonado y triste, con sus empleados siempre mirando hacia occidente por donde el parte de guerra dice que los alemanes avanzan.
Aquí, a veinticuatro kilómetros de Kunsevo, está Moscú. ¿El Moscú real o el Moscú de propaganda?… No lo sé. Todavía no sé cuál es la verdad y cuál la mentira. Cierto que voy avanzando. Muy poco a poco. Y con grandes sufrimientos. Pero…
Ya no soy un revolucionario sin trabajo. Desde hace unos días soy el responsable del sector español de escuchas. No trabajo de día, sino de noche. Y escucho el parte de guerra ruso y el parte de guerra alemán. Los dos dicen algo de verdad, los dos dicen algo de mentira. Pero sé más que antes.
Cada día, a las seis de la tarde, salgo del hotel «Lux», me encamino hacia la Plaza de Puskhin y allí espero unos minutos hasta que llega un tranvía que me deja en las inmediaciones del Instituto Científico 301… Y todos los días, cuando me falta poco para llegar al término de mi viaje, suena la alarma aérea. Se detiene el tranvía, nos hacen bajar a todos y a todos pretenden empujarnos hacia los refugios; pequeñas casitas de madera en cuyo interior hay una pequeña cueva. Y todos los días, en ese critico momento, comienzo a violar las leyes soviéticas. Si voy al refugio, no escucho la radio, no cumplo con mi tarea… Y para cumplir con mi tarea, en cuanto suena la alarma y se detiene el tranvía salgo corriendo como un loco en dirección de la Komintern. Los milicianos tocan y tocan sus silbatos para que me detenga. Yo les maldigo mientras corro. Y corro en zigzag, pues sé que los milicianos tienen orden de disparar contra aquel o aquellos que no les obedezcan. Después de diez minutos de una carrera loca, en la que a veces tengo la impresión de que mi corazón va a estallar, llego hasta la puerta de la Komintern, enseño el «propus» y entro. Y en uno de los escalones que hay en la puerta principal del edificio me siento, saco un cigarro y fumo. Fumo y toso; después de esta carrera perseguido por los silbatos de los milicianos, no puedo tragarme el humo. Luego, lentamente llego hasta el ascensor, dos pisos y el pasillo que conduce al cuarto en que están instalados los dos aparatos de radio. Conmigo trabajan Segis Álvarez, Moncho, Vicente Pertegás, Echenique y Marina Sendín. No hablamos de lo que escuchamos; nos limitamos a escuchar y escribir por turno y a dictar por turno a Marina Sendín lo que hemos escrito, para que después pase al Boletín secreto del Instituto Científico 301, que llega a todas las direcciones principales del Ejército, de la diplomacia y del partido.
Hacia las cinco de la mañana terminamos nuestro trabajo. Salimos agotados. Son muchas horas sometidos a una enorme tensión nerviosa, sincronizando los aparatos para no perder ni una sola palabra, escribiendo con un ritmo de vértigo y atormentados al mismo tiempo por todo lo que oímos.
Un tranvía que tomamos delante de la exposición Agrícola nos lleva hasta la Plaza de Puskhin, desde ésta, andando al «Lux». Me suelo levantar a las doce. Unas veces solo y otras acompañado por Cimorra, que se ha venido a vivir conmigo, vamos a comprar comida o tabaco al Mercado Central, situado al lado del Circo. Yo no sé si este mercado es la inmensa Rusia en pequeño. No lo sé. Delante del mercado, milicianos y vendedores confundidos. Los milicianos mirando al que pasa, al que vende y al que compra… Los vendedores ofrecen su mercancía acercando su boca al oído de los transeúntes, posibles compradores, y diciendo en voz baja:
«Kasbet». «Volga». «Metro».
El mercado tiene dos puertas estrechas. De estas dos puertas parten dos trechos callejones, con barracas a los lados y decenas de vendedores ambulantes que conducen a una gran plazoleta en cuyo centro hay una gran nave. El mercado, decenas de puestecillos y cientos de vendedores con gestos de truhanes. El mercado propiamente dicho no me ha interesado nunca. Es como todos los mercados rusos: mucha gente, muchos puestos, muchas moscas y un olor insoportable. Aquí se venden carnes, frutas, legumbres; pero el tabaco y muchas otras cosas más, se venden fuera de esta nave donde la atmósfera es irrespirable.
Y siempre damos la espalda al mercado oficial. Porque en el mercado oficial no hay lo que buscamos. Y nos fundimos en el mercado negro. Aquí hay de todo. Unos hombres jóvenes, con las manos cubiertas de callos, nos ofrecen infiernillos eléctricos: son obreros de una fábrica de material eléctrico; aquí un señor de unos sesenta años, con sombrero hongo, gabán negro, camisa blanca que ya es casi negra no sé si por el sol o por la falta de agua, y cuello duro, restos de otra época, nos ofrece una cucharilla de plata, de metal blanco; aquí es una mujer joven, prematuramente envejecida, que pretende vendernos tres caramelos sin envoltura, que descansan en una mano ennegrecida; aquí un chiquillo envuelto en un montón de harapos mete la mano en el bolsillo de una ciudadana bien vestida; ahora es un horrible mendigo que nos pide por San Nicolás unos copeks. Aquí se venden cerraduras; aquí vodka del mejor; en este otro lugar, relojes de todas las marcas, y medias de seda, y uniformes de soldado. Y botones viejos… tres agujas oxidadas… varios clavos torcidos… una taza a la que falta el asa… botellas… tacones de goma usados… cartillas de racionamiento… linternas… piedras para los mecheros… mecheros… cordones para los zapatos… y por fin encontramos lo que buscábamos: tabaco. Compramos cada uno un paquete «Volga». Cada paquete, treinta rublos; los dos paquetes, el salario medio semanal de cualquier obrero soviético. Damos otra vuelta: ya no queremos comprar más, sólo queremos ver. Aquí se encuentran todos los tipos que se quieran: todas las especies de delincuentes confundidos con los restos del ayer y con el hoy; funcionarios del nuevo Estado, no menos delincuentes que los otros; obreros que venden lo que roban donde trabajan, para poder vivir; mujeres que venden los objetos más inverosímiles; el hombre con hongo, que fue un alto funcionario del zar. Y a milicianos de todos los tipos y todas las edades, paseando por entre este pequeño mundo de una Rusia eterna.
De regreso del mercado como o comemos.
Mientras preparo el café suele llegar Sánchez Arcas, destacado arquitecto español, que dirigió la construcción de los edificios del Hospital Clínico de Madrid, que se hizo famoso en nuestra guerra, que viene a pasar un rato de tertulia.
No quiero comer nunca delante de él. Sufro. Sus ojos miran el movimiento de mí mano… Y mira y mira de una manera extraña, fija, muy fijamente, como si fuera contando las veces que aún tengo que bajar o subir la mano, como si fuera calculando lo que puede admitir mi estómago… No, no es su cara la que refleja el hambre, son sus ojos que no pueden apartarse del plato.
Acostumbro a ofrecerle.
Pero cuando por olvido o porque tengo poco no lo hago, Sánchez Arcas, todo correcto, con un tono suave y acariciador, suele decirme:
—¿Me dejas probarlo? Tengo la impresión de que debe de estar bonísimo…
—¿Cómo no?
Y se lleva a la boca, lentamente, lo que sea; y mastica despacito, como con miedo a tragárselo demasiado pronto. Luego toma una o dos tazas de café y le acerco la cajetilla.
Es un colaborador de la Academia de Arquitectura de la U.R.S.S. En su deseo de hacer algo útil ha escrito una «Historia de la arquitectura española». En la Academia produjo una gran impresión. La elogiaron mucho y prometieron publicársela. Después le dijeron que la guerra no permitía la edición de libros de elevado costo. Y al poco tiempo, sus ideas y los materiales que figuraban en su «historia…» comenzaron a aparecer en las revistas de arquitectura soviéticas, en largos trabajos con carácter más de tesis que de historia. Y no los firmaba Sánchez Arcas; las firmas eran de sus compañeros soviéticos de la Academia de Arquitectura. Ha hecho también el proyecto de un refugio antiaéreo, que le ha valido muchas felicitaciones del jefe de la sección correspondiente, funcionario a las órdenes del jefe de la defensa de Moscú… Sánchez Arcas estaba contentísimo. Creía haber hecho algo útil y sentía la alegría y el legítimo orgullo de haber contribuido a la defensa del primer país socialista. A las pocas semanas comenzó a construirse el refugio, pero firmando no como autor del proyecto nuestro buen Sánchez Arcas, sino el jefe de esa sección dependiente del comandante jefe de la defensa de Moscú. Sánchez Arcas no comentó nada. Y va todos los días a la Academia, estudia todos los días ruso, asiste a todas las reuniones a que le invitan y cumple todos los acuerdos que se toman. Y adelgaza. Es una sombra gris. Y siempre sonríe… Y siempre que uno come, le mira con la misma mirada… Y siempre que uno, por olvido, no le ofrece, se oye su voz suave y agradable: —«¿Me dejas probarlo? Tengo la impresión de que debe de estar bonísimo…». Después de este raro de tertulia, Sánchez Arcas se va a su casa o baja a la habitación del doctor Bonifacio, donde repite lo que ha hecho en mi habitación… Y yo recojo los cacharros, si tengo tiempo los friego, barro un poco y salgo hacia el Instituto Científico 301. Y a la mitad del camino la alarma… Y yo corriendo en zigzag… Y los silbatos de los milicianos a mis espaldas… Y la llegada por inercia ante el centinela… Y la presentación por costumbre del «propus»… Y el cigarrillo, allí en las escaleras de la entrada principal… Y a escuchar Berlín, Londres, Roma…
He vuelto a caer enfermo. Desde hace unos días no escucho las transmisiones extranjeras ni tampoco los silbatos de los milicianos.
Hoy he recibido dos cartas: una de mi madre y hermana, hablándome de un viaje de siete mil kilómetros y de su llegada a Taskhent. No sé si es la separación o el ambiente que dejaron en Moscú al salir, pero en la carta se deja ver una gran inquietud y no poca amargura. La carta de Esperanza también es breve: un relato del viaje, más de mil kilómetros por el Volga, una impresión desoladora del lugar en donde deben vivir y la advertencia de que no le envíe dinero. Con el grupo de niños de la escuela de Tarasovka han ido a parar a uno de los pueblos de la antigua República del Volga. Los únicos habitantes son ellos. Lo demás… Lo demás, casas abandonadas, animales abandonados, cosechas abandonadas… Y entre todo este abandono, ellos… Me dice que Alejandro vive en la escuela y ella en la misma casa de Laín Entralgo y su mujer. Refleja una gran preocupación: las autoridades de la región les han prohibido matar a cualquier clase de animales, a pesar de que cada día mueren decenas de ellos por abandono; no les permiten recoger la cosecha, a pesar de que si no la recogen pronto las próximas nieves la destruirán… Y ante ellos se plantea este dilema: o violar las leyes soviéticas o limitarse a comer, solamente cocido, el trigo que los alemanes del Volga no pudieron llevarse a Siberia…
He contestado a ambas canas. Y después… He permanecido mucho tiempo mirando a la calle y a las gentes, a través de los cristales del mirador. La gente camina rápidamente y, a pesar de ello, con aire de cansancio. Apenas levantan los pies del suelo, hasta podría decirse que no los levantan, que los arrastran… Y es que ya son muchos días de alarma, muchos días durmiendo solamente unas horas. Y la gente ya no puede con su alma: se duerme en los tranvías, en los autobuses, en los trolebuses, en el metro y hasta en las colas he visto a la gente dormirse de pie. Y la producción ha bajado en proporciones alarmantes. Las noches en Moscú son de angustia: la gente camina todo lo de prisa que puede, para llegar adonde va antes de que las sirenas suenen… Y a estas horas la calle de Gorki comienza a quedarse desierta. Y las casas de cuyos balcones y ventanas no sale ni el más leve rayo de luz, parecen monstruos en reposo. Y los faroles, luz reducida al mínimo, rojiza y vacilante, parecen enormes candelabros en agonía.
La noche ha llegado. De un momento a otro aullarán las sirenas. Cierro cuidadosamente la ventana, enciendo la luz y me siento en el sillón; me encuentro mal. Al dolor de cabeza hay que agregar esta vez una enorme debilidad que hace que muchas veces al día todo dé vueltas a mi alrededor. Los médicos no dicen nada. Yo tampoco a ellos. Ellos no tienen tiempo de pensar en mí y yo me siento incapaz de pensar en ellos.
Desde hace varios días no hago más que pensar en la situación general de la guerra y en sus perspectivas; en el Partido Comunista de España y en sus tareas en relación con la guerra y la lucha contra Franco.
Sí…
No creo que debamos esperar a que la victoria de las fuerzas democráticas sobre Alemania e Italia nos dé a nosotros, españoles, la victoria. Es cierto que tal cosa podría ocurrir, pero hay que pensar en que tal cosa también puede no ocurrir.
Es una idea que me tortura: si no aprovechamos la situación actual para crear las condiciones de nuestra propia victoria y termina la guerra y Franco sigue en el poder y surgen las contradicciones naturales en el campo de la coalición democrática ¿cómo podremos liberar a España?
No sé si los demás piensan en esto.
Moscú está en silencio.
El «Lux» está en silencio.
Las sirenas otra vez.
También en el «Lux» se ha roto el silencio… Por los pasillos se oyen pasos precipitados, puertas que se abren y se cierran violentamente, niños que lloran y mujeres que gritan…
Sigo escuchando.
Abren la puerta de mi habitación. El vigilante del piso entra… Es un hombre cualquiera, pero con el mismo gesto de los demás hombres. Me mira fijamente, como alarmado de mi olvido del deber.
—Camarada Castro, debe bajar al refugio.
—Estoy enfermo, camarada.
—A pesar de todo debe bajar.
Le miro…
Él espera a que salga de la habitación.
Me levanto.
Meto en mi bolsillo los cigarros y las cerillas y salgo lentamente, con rabia.
Pero sé que es inútil toda discusión.
Un río de gente se ha concentrado en la escalera interior que conduce a los refugios. Dejo pasar a la gente. Y la gente pasa lo más de prisa que puede, mientras las sirenas aúllan y aúllan aumentando el espanto de esta muchedumbre que tirita y grita.
Sabemos que todavía están lejos.
Y la gente baja y baja.
Al fin me incorporo a la fila. Y cuando entro en el refugio ya encuentro colchones y mantas extendidos en el suelo y niños y mujeres acostados. En un rincón del refugio está un grupo de españoles: hablan y ríen. En otro rincón está Palmiro Togliatti. Ni habla ni ríe.
Me voy con los españoles.
Fuera se oye el ruido de los cañones y de las ametralladoras antiaéreas y el ruido de los motores de los aviones de caza.
En el grupo de españoles se protesta.
—Al refugio, al refugio… ¿y cuándo dormimos?
—Además, ¿de qué sirve este refugio? Una bomba y la historia ha concluido.
—Yo no bajo más…
—¿Y el vigilante?
—No será difícil.
Togliatti nos mira.
Cada vez se oye más cerca el ruido de los aviones de bombardeo. Ahora es una bomba, otra, y otra más.
Una mujer se acerca a nosotros y nos pregunta.
—¿Son bombas, camaradas?
—Sí, son bombas.
Regresa a su colchón, se mete debajo de la manta, se tapa la cabeza y se encoge cuanto puede. Los españoles seguimos hablando en voz alta. Togliatti sigue mirándonos… Todos nos miran. Quizás les irrita que hablemos en voz alta.
Quizás la costumbre de no interrumpir les hace mirarnos con rabia por mezclar nuestras voces o nuestros gritos con ese ruido sordo, próximo o lejano.
Ha entrado Shina.
Trae en la mano «Pravda».
—Camaradas, un poco de silencio. Vamos a leer el editorial de «Pravda» y algunas otras noticias importantes.
La gente se levanta de mantas y colchones, se coloca en la actitud más resignada y se dispone a escuchar.
Nosotros seguimos hablando.
—Camaradas españoles, ¿quieren hacer el favor de callarse?
—¿Por qué? —pregunta uno.
—Voy a leer «Pravda»…
He mirado a Shina y comprobado cuanto me hablan dicho. Shina está borracha, pero Shina es un trabajador político, además de agente de la N.K.V.D. y de fiscal, que aun estando borracha quiere cumplir con su «deber».
Comienzo a hablar en voz alta.
—Camarada Castro…
—¿Qué?
—¿Quiere callarse?
—No.
—¿Por qué, camarada?
—Porque el noventa por ciento de los que estamos aquí hemos leído o nos han leído esta mañana el editorial de «Pravda»… ¡Déjenos en paz, Shina!
La gente me ha mirado asombrada. Los españoles no. Togliatti ha mirado a Shina. Y Shina se ha guardado el periódico. Después se ha sentado y no sé si ha cerrado los ojos por comodidad o es que se ha dormido. Fuera sigue oyéndose el ruido.
Más lejos… más cerca… silencio.
Se oye la voz del speaker de Radio Moscú.
—La alarma ha terminado.
Y el río de gente sube. Dejo que pasen. Por fin me incorporo a la corriente. Ya estoy en el cuarto… Caliento el agua, hago té y me tomo dos vasos seguidos.
Tengo frío y sueño.
A los diez minutos de estar en la cama llega Cimorra.
—¿Qué hay, Castro?
—Nada…
Se sienta en el sillón y durante unos minutos lo único que hace es lanzar bocanadas de humo al espacio. Rápidamente la habitación es invadida por ese olor detestable que caracteriza a la pipa de Cimorra, que toda la emigración, y no pocos rusos, conocen. Después se levanta y pone la tetera a calentar.
Le miro atentamente.
Sí… Cimorra está hoy más preocupado que ayer.
—¿Qué dice el parte de guerra, Cimorra?
—Los alemanes siguen avanzando.
—¿Y la B.B.C. de Londres?
—Confirma el avance alemán.
—¿Y Radio Berlín?
—Ya habla de Moscú.
—¿Y en Radio Moscú?
—Un ambiente de pánico que da asco.
Nos callamos. Le observo… Echa en el vaso un poco de esencia, luego el agua hirviendo, después dos cucharadas de azúcar… Da unos sorbos y vuelve a dejar el vaso sobre la mesa… Ahora enciende de nuevo su pipa.
Humo y humo… Y el maldito olor que produce náuseas. Enciendo un cigarro.
—¿Quieres té, Castro?
—Bueno.
Cimorra se acerca al lavabo y prepara un vaso… Apenas oigo el ruido del agua.
—Cimorra, por favor, limpia bien el vaso.
Cimorra suelta una carcajada.
—Hasta con jabón lo estoy lavando…
Sale y se acerca a mí.
—¿Y cómo has hecho para no mojarte las manos?
Vuelve a reír. Y yo renuncio a tomar el té en un vaso limpio. Bebe su té y bebo el mío. En el hotel, un silencio absoluto. En la calle, más y más silencio.
Da la impresión de que el mundo se reduce a esta pequeña habitación y a dos hombres.
—¿Qué opinas, Castro, de la situación?
—No creo que Moscú pueda perderse. Moscú, hoy, es Madrid en 1936: el mismo valor político y militar… No puede perderse.
Me callo. Cimorra me mira… Comprendo.
—Ni los alemanes tienen ya alientos para conquistarle, ni los rusos pueden hoy abandonarlo.
—¿Pero no hay paralelo entre hoy y 1808?
—En cierta medida sí, pero sólo en cierta medida. Los alemanes, como Napoleón, han elegido como dirección principal la de Moscú. Los alemanes, como Napoleón, han tenido una enorme superioridad inicial y éxitos importantes. Pero a pesar de todo la situación es distinta, muy distinta. Y no me refiero solamente a las condiciones político-sociales actuales. Me limito a señalar el panorama militar: las reservas rusas, al parecer, no han entrado en juego; una gran coalición militar democrática está formándose; la ayuda norteamericana tengo entendido que comenzará a llegar muy pronto… Y los alemanes están cansados. Y mira Moscú: agua, nieve y frío. ¿Te figuras lo que será esto en los frentes?
Cimorra sigue mirándome.
—Sí, Cimorra, para mí los alemanes han perdido ya la guerra: en occidente y en oriente.
—Entonces…
—No, yo no afirmo que nosotros ya hayamos conseguido la victoria, solamente digo que los alemanes ya no pueden lograrla.
Cimorra vuelve a llenar su pipa. La enciende. De nuevo, humo y humo y un terrible olor… Ahora sacude la pipa contra la mesa del despacho… Un montón de ceniza se forma en el suelo.
—Cimorra…
—No tiene importancia, Castro, me toca barrer a mí.
Se desnuda y se mete en la cama. Ahora se quita las gafas y se cubre con una mano el ojo de cristal.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Apago la luz. Comienzo a oír el ruido de algunos camiones que pasan rápidos.
Miro el reloj: las cinco de la mañana. Cierro los ojos y pienso que voy a dormirme…
Suena el teléfono.
Me tiro de la cama y descuelgo.
Hernández habla desde la Komintern.
—¿Cómo te encuentras?
—Ya voy mejor.
—Luego pasaré a verte.
Cuelgo el auricular y me vuelvo a la cama. Pero ya es imposible dormir. La vida vuelve al «Lux»: son las nueve de la mañana… Allá, en su pequeña cama, Cimorra duerme cubriéndose un ojo con su mano izquierda. En el pasillo hablan unas mujeres. Un poco más lejos un niño llora y de la calle llega hasta mí el ruido de coches y camiones que pasan y pasan sin tregua…
Me levanto y toco el radiador de calefacción: está frío. Enciendo e1 hornillo y pongo la tetera con agua. Tomo un cigarro y voy al retrete. En el pasillo las mujeres siguen cuchicheando. Entro en el retrete y salgo sin detenerme. La propiedad socialista está cubierta de mierda… Prefiero el olor de la asquerosa pipa de Cimorra. Cuando entro en la habitación, el agua de la tetera hierve y la pipa de Cimorra humea.
—¿Qué hay, Castro?
—Nada, que te levantes.
—Si es tempranísimo…
—Sí, pero hoy te toca fregar y barrer.
Una carcajada, y otra y otra más… Cimorra se ha puesto rojo… Uno de sus ojos se ha llenado de agua. El otro continúa impasible…
—¿Pero no te tocaba a ti?
—No.
Sigue riéndose. Al fin se levanta, se pone su viejo albornoz, que él cree que está impecable, y se dirige al lavabo… Oigo ruido del agua…
—Está helada.
—Ponte guantes.
Vuelve a reírse; yo también me río. Algo ha chocado violentamente contra el suelo. La voz de Cimorra se eleva en una maldición.
—¿Qué te ha pasado?
—Un vaso.
—¿El penúltimo?
—Sí, el penúltimo.
Me acerco al lavabo. Cimorra está inclinado sobre un reducido montón de cacharros. No sé en qué piensa o si piensa algo… Con su vieja pipa en la boca, con su elevada estatura y su deshilachado albornoz, me da la impresión de una estampa antigua…
—¿Cuál se ha roto, Cimorra?
—El tuyo.
Los dos soltamos la carcajada.
Tomo el único vaso que nos queda y me sirvo té. Cimorra se sienta enfrente de mí y me mira…
—Egoísta, no te da lástima.
Yo apuro mi té sin prisas. El pierde la paciencia y se levanta. Vuelve con una botella, echa en ella un poco de esencia de té, después el agua hirviendo, por último dos cucharadas de azúcar, tapa con el dedo la boca de la botella y la agita violentamente.
Nos reímos.
Ha terminado el desayuno. Ahora se levanta y sale al retrete. A los pocos segundos vuelve precipitadamente. Entra y como un loco comienza a dar grandes chupadas a la pipa. El humo nos envuelve… Me mira… Yo le miro y me sonrío…
Opto por no contestar.
—Se han llevado la tabla, la lámpara, la llave de la luz y han ensuciado todos los rincones… ¿Otro té, Castro?
Volvemos a «desayunar». Él vuelve a encender su pipa.
—¿Por qué no la limpias, aunque sólo sea una vez?
—Todavía tira.
Cimorra ha terminado de vestirse. Anda de un lado para otro sin saber qué hacer. Le miro. Quisiera decirle que se marchara… Pero no es necesario.
—Hasta luego, Castro.
—Hasta luego.
Un portazo hace estremecer los cristales de la puerta y ventanas. De Cimorra sólo queda su viejo albornoz tirado sobre la cama, y el insoportable olor de su pipa. Estoy sólo, sin tener que dialogar, sin nada que me distraiga. Las cuatro de la tarde.
En Moscú comienza a anochecer.
Como todos los días, cierro las ventanas cuidadosamente. Como tantas veces al día pongo la tetera con agua en el hornillo.
Y una taza de té, otra…
¿Qué dirá Cimorra cuando vea que he consumido tanto azúcar?
Unos golpes en la puerta: es Jesús Hernández.
Comenzamos a hablar de todo: los alemanes continúan avanzando; nuestros camaradas siguen haciendo la instrucción; en la Komintern silencio y espera.
Fumamos.
—¿Y tu salud, Castro?
—Ya va mejor.
—¿Irás pronto?
—Creo que dentro de dos o tres días.
Seguimos fumando.
Una noche más envuelve a Moscú.
Hernández se levanta. Un fuerte apretón de manos y otra vez el silencio y yo.
Los funcionarios de la Komintern han terminado su jornada. En el pasillo se oyen pasos… Y voces… Y minutos más tarde muchas mujeres en la cocina que guisan precipitadamente.
Unos minutos más.
Los funcionarios de la Komintern comen.
La habitación está fría, lo está el radiador, el ambiente.
Enchufo el altavoz… Y, como siempre, Radio Moscú repite lo que «Pravda» dijo por la mañana. Quizás dentro de un rato nos diga que los aviones alemanes se acercan.
Desenchufo el altavoz.
Sé que el hotel «Lux» se estremecerá; que el vigilante del piso abrirá la puerta, se detendrá ante mí, y que me dirá lo de siempre: «Camarada Castro, hay que bajar al refugio». Y sé más: que le contestaré como siempre: «Estoy enfermo, camarada». Y que él repetirá: «A pesar de todo debe bajar». Y sé de antemano que volveré abajar a ese refugio que detesto.
Sentado en el viejo sillón pienso en todo esto y en muchísimas otras cosas.
¿Qué pasará en el frente?
¿Qué pasará en Taskhent?
¿Qué pasará en aquel pueblecito de la república alemana del Volga?
12 de octubre.
Un autobús cuarenta minutos… en la Komintern.
La Komintern está aprisionada por el silencio. Sus funcionarios por la conspiración. Yo por el no saber qué hacer.
Todo sigue igual. Solamente una pequeña novedad: Ibárruri considera como derrotismo el señalar la necesidad del segundo frente como condición indispensable para ganar la guerra. Para ella es dudar de la Unión Soviética y de sus fuerzas, de Stalin y del socialismo.
Cuatro días más.
Los alemanes prosiguen su lucha por la posesión de Moscú desde Kalinin a Kaluga.
Mientras tanto los hombres pasan como sombras por los pasillos de la ciudadela; las mujeres pasan como sombras por los pasillos del «Lux».
Nadie habla.
Sólo Radio Moscú.
Stalin ha llamado a Dimitrov y Manuilski. En el despacho de Dimitrov una importantísima reunión del Comité Ejecutivo de la Komintern. En el pasillo me encuentro a Togliatti.
—Hola, Ercoli.
—Hola, Castro… A propósito, creo que dentro de unos días saldrás de Moscú con Dolores para realizar un trabajo importantísimo…
—De acuerdo.
Él sigue hacia su despacho. Yo entro en el mío. Y me detengo delante del mapa de la U.R.S.S. El parte de guerra soviético dice que no están lejos. El parte alemán que están muy cerca. Dudo de los dos: ni están muy lejos ni están muy cerca: están cerca solamente.
El teléfono. Habla Dolores Ibárruri.
—Castro, ¿puedes venir a mi despacho?
Voy a su despacho.
—Castro, hay orden de recoger todos los materiales, de empaquetarlos y entregarlos.
—¿Se agrava la situación?
—No, solamente una medida de precaución.
—Claro…
Comienzo a sacar los papeles de los cajones; comienzo a hacer paquetes; los mandaderos suben y bajan sin tregua… Y varios camiones comienzan a llevarse miles de bultos.
¿Adónde? No sé. Sólo sé que es una medida de precaución.
¿Predominará la estrategia de Kutusov? No sé. Hernández tampoco sabe.
El Estado Mayor de la Revolución Mundial permanece encerrado en sus despachos; los colaboradores del Estado Mayor de la Revolución Mundial permanecemos encerrados en nuestros despachos.
Sobre Moscú nieva. Sobre la nieve, agua. Moscú está sucio. Los alemanes están cerca de Moscú. Y nosotros…
VIII
Las horas transcurren lentamente… Demasiado lentamente. Hernández y yo permanecemos horas y más horas encerrados en su despacho. Nos miramos.
Miramos el mapa. Volvemos a mirarnos. Volvemos a mirar el mapa… Y así una vez… Y así otra vez. Y muchas veces más uno y otro toma el teléfono y contesta a docenas de camaradas.
Siempre la misma pregunta…
—¿Qué hay, camaradas?
Y siempre la misma respuesta.
—Nada de nuevo. Cuando haya algo, ya os avisaremos.
—Salud.
—Salud, camarada.
19 de octubre. El parte de guerra del Buró de Información Soviético ha sido más explícito que otras veces… «las tropas alemanas han roto nuestras defensas». La sorpresa y el pánico han penetrado en la capital del nuevo mundo. En la Komintern, la conspiración se encarga de ocultar el miedo. En las fábricas, el temor ha desencajado las caras. En la calle, el pánico camina del brazo de los transeúntes.
Y nadie dice nada, nadie sabe nada. Yo tampoco sé nada.
En mi habitación del hotel paseo de un lado para otro sin saber qué hacer. Cuento los pasos. Once. Veintidós. Cien. Mil pasos… La misma aritmética que en una cárcel.
Las diez de la noche… Se abre la puerta de la habitación y entra Pretel, miembro del comité central del Partido Comunista de España y diputado, creo que por Murcia.
—¿Qué hay, Castro?
—Nada, Pretel.
—Sin embargo…
—Pero Moscú no puede perderse.
—¿Continúan avanzando los alemanes?
—Al parecer, sí; pero creo que pronto se detendrán… Moscú no puede perderse.
Se va.
No sé si convencido o no.
El teléfono suena. Los compañeros de la fábrica «Stalin» me hablan. La dirección de la fábrica ha dado un mes de permiso a todos los trabajador; los trabajadores han asaltado la clínica de la fábrica y han comenzado a llevarse el instrumental. En algunos barrios extremos han comenzado los asaltos de los establecimientos de víveres…
En Radio Moscú, música de Tchaikowsky.
—Tened confianza… No pasará nada.
Y cuelgo el auricular.
Y descuelgo el auricular…
—Tened confianza… No pasará nada… Acordaos de Madrid. Me acuesto.
Yen la mesita que está al lado de mi cama, los cigarros y una taza de té. Y al lado de ella, la tetera. Y junto a ella, un cacillo de cobre con la esencia. Me dispongo a fumar. Y a tomar té… Y si puedo, a dormir.
A las once llega Cimorra. Me sorprende tanto su llegada, que sin saludarle le pregunto:
—¿Qué pasa?… ¿Cómo a estas horas?
—No hay nada que hacer.
—¿Qué dice el parte alemán?
—Que ya ven a Moscú desde sus observatorios. Suena el teléfono. Habla Hernández.
—¿Qué pasa por ahí, Castro?
—Nada, chico.
—¿Nada?
—Nada… Yo en la cama y Cimorra tomándose una taza de té.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana, Jesús.
Cuelgo y vuelve a sonar el teléfono.
—¿Quién habla?
—Soy yo, Kety.
—¿Qué hay?
—Que prepares tus cosas… Sólo un maletín de mano…
—¿Cómo?
—Sí… Y dentro de diez minutos en la puerta del «Lux», en donde un autobús esperará.
—¿Quién da la orden?
—¡Dimitrov!
—¿Dimitrov?
—Dimitrov te digo, Castro.
—¿Seguro?
—Segurísimo… Dolores sale en este momento de Puskhin.
—De acuerdo.
—No te retrases, Castro.
Cuelgo y miro a Cimorra. Cimorra está más pálido que de costumbre. Ha comprendido.
—Sí, Cimorra, que prepare las cosas y baje a la puerta del hotel inmediatamente.
—¿De quién es la orden?
—De Dimitrov.
—¿Quién te la ha dado?
—Kety Rodríguez.
Nos miramos.
—¿Qué hago, Castro?
—Mi consejo es que salgas inmediatamente para la Radio y esperes. Son momentos de confusión y cualquier actitud precipitada, podría mañana acarrearte un serio disgusto. Me gustaría que vinieras conmigo, pero no me atrevo a proponértelo.
—Comprendo, Castro.
Comienzo a preparar mi maletín. No es un problema: tengo muy pocas cosas que llevar… Y las pocas que tengo, las voy guardando despacio, muy despacio. No quiero que Cimorra tenga la idea de que huimos. Un abrazo. Otro.
Y allí se queda Cimorra en medio del desconcierto. Empujado por el desconcierto bajo las escaleras. Y tropiezo con gente que corre. Me aturde el ruido de puertas que se abren y se cierran… Y ya envuelto por la noche…, ruido de aviones…, el estampido de los antiaéreos…, y una lluvia que va derritiendo la nieve.
Me acerco al autobús. La puerta se abre. Hoy no se pide el «propus». Y el autobús, lleno. Arranca… ¿Me esperaban a mí?… Y en seguida la ciudad en sombras: no funcionan los tranvías, ni los autobuses, ni los trolebuses…
No sé adónde voy.
¿Veinte o treinta minutos?
El autobús penetra en un mar de automóviles, de faros que se encienden y se apagan, de claxons, de gente que corre de un lado para otro con un gesto de angustia… Y maletas, bultos, baúles. Y encima de mí, nubes bajas a las que iluminan los reflectores de la defensa antiaérea. Y una lluvia menuda que cae sin interrupción. Y delante mismo de mí, una estación de ferrocarril.
—Camarada Castro, salga…
Salgo.
Y detrás de mí comienzan a descender hombres y mujeres, bultos y maletas…
Miller rompe la marcha. Vamos abriéndonos paso con enormes esfuerzos. Y en la sala de espera una multitud que se agita, que grita, que corre sin saber adónde: el mundo socialista se ha vuelto loco. Nosotros pasamos. Miller parece el espolón de un rompehielos. Una pequeña salita.
—Aguarden aquí, camaradas.
Aguardamos.
Comienza a llegar más gente: los de ayer, los de mañana, los de siempre. Y yo sentado sobre mi pequeño maletín, fumando y fumando. En torno a mí, gentes. Y por todos los lados, maletas, baúles, bultos atados precipitadamente con cuerdas nuevas.
Otra vez la voz de Miller.
—Que los hombres vengan conmigo para transportar los equipajes. Sigo sentado sobre mi maletín. Le miro sin dejar de fumar.
—¿Camarada Castro?
—¿Camarada Miller?
—Hay que traer los equipajes.
—¿No era la orden de que un maletín por persona?
—Sí, pero…
—Estoy sentado sobre mi maletín.
Miller se va. Y al poco rato comienzan a llegar gentes cargadas con bultos y respirando ruidosamente.
Las miro sin moverme… Al parecer, están todos y todas las cosas. La voz de Miller se oye ordenar de nuevo.
—¡Vamos, camaradas!
En fila llegamos hasta el andén. En cada ramal, un tren. Gente que busca y grita. Gente que corre… Miller se ha detenido. Recorre los trenes con la mirada. Se vuelve y nos mira.
—¡Vamos, camaradas!
Y todos delante de un tren. Me salgo de la fila: en una mano, el maletín, en la otra, el último cigarro.
¡Los nervios del estado mayor se han roto! Se empujan unos a otros… Pero los primeros llegaron hace mucho tiempo.
Miller me mira.
Le miro.
—Espere un momento, camarada Castro.
El recuerdo de Madrid ha venido hasta mí. Al principio lo he remedado con una sonrisa. Recordando no me he dado cuenta que el cigarro empezaba a quemar mis guantes.
Nubes bajas. Lluvia. Círculos de luz en las nubes. Ruido de aviones. Estampidos.
Voces y gritos.
Y una mano en el bolsillo de mi pesado abrigo. Y otra mano sosteniendo mi pequeño maletín.
Han entrado todos…
—Camarada Castro, puede entrar.
—Gracias, camarada Miller.
El vagón está a oscuras. Voy avanzando poco a poco. Mi pequeño maletín va golpeando gente y cosas…
Busco un asiento… Me río… España es la cola de Europa… Ahora oigo hablar en español…
—¡Hernández!
—¡Castro!
—¡Aquí estoy!
—¿Dónde? ¡Me c… en…!
—¡Aquí!
Tropezamos. Detrás de él, Pilar; detrás de Pilar, los hijos de Dolores; y detrás de los hijos de Dolores, Antón… Nos agolpamos en medio del pasillo.
—Por favor, camaradas, dejen pasar.
—¡Mierda!
—Camaradas españoles, aquí tienen un sitio.
Es Blagoeva. Miramos. No vemos nada. Avanzarnos hacia donde ha sonado la voz. A nuestro paso, la gente protesta en todos los idiomas…
—Camaradas españoles…
Su voz ha sonado a nuestro lado.
—Estamos aquí.
En este momento, una empleada del ferrocarril enciende unos farolillos de petróleo. Era más agradable la oscuridad; ahora todo son sombras que se mueven de un lado para otro, que se agitan, que se doblan, que aparecen y desaparecen, que se reducen y se agigantan. Y ahí, un poco más lejos de donde estamos nosotros, Blagoeva, Bielov con su familia… Hay unos asientos vacíos que antes aguantaban el voluminoso equipaje de no sé qué opulento revolucionario ni de qué país. Y por fin nos dejamos caer en unos asientos de madera… Y un poco apretados, nos damos cuenta que cabemos los seis.
—¿Quién tiene tabaco?
Hernández saca una caja de cigarros. Fumamos y miramos al andén en donde la gente corre y grita.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Cuando tú dejaste de hablar, me llamó Kety. Orden de Dimitrov.
—¿Y tú? —le pregunto.
—Por casualidad.
Noto que Hernández no quiere hablar, que está irritado, y me abstengo de preguntar. La presencia de Antón es la causa del silencio de Hernández. Pero quiero saber…
—¿Y Dolores?…
—Salió a las diez de la noche… Con Dimitrov…
Comprendo todo. La precipitada llegada de Hernández con los demás, lo reducido de su equipaje, indican que no faltaron las anormalidades en su salida de Puskhin, pero no quiero insistir, prefiero aguardar a que Hernández me lo cuente.
—¿Cuándo saldremos? —pregunto a Rubén, el hijo de Dolores.
—Nadie sabe nada.
Nos callamos. La gente, sin la inquietud ya de perder el tren, sin la inquietud de no encontrar asiento, se ha tranquilizado. Algunos han comenzado a desenvolver paquetes, otros han abierto maletines y todos comienzan a comer. En el andén, millares de gentes que corren y gritan…
—Si queréis —dice Pilar—, podemos tomar un poco de leche condensada… A última hora pude conseguir cuatro botes.
—Sería mejor esperar —responde Hernández.
Y esperamos.
Habituado a esta semioscuridad, comienzo a ver sin trabajo. Sí, el vagón es uno de los trenes eléctricos que hacían el recorrido desde la ciudad a los pueblos cercanos. Es un vagón corrido, con asientos de madera. Su cabida normal parece ser que es de unas cien personas: creo que ahora vamos unas doscientas y baúles, maletas y muchos bultos. Sólo los españoles llevamos maletines. Sin duda, seguimos siendo los últimos románticos de la Revolución Mundial. Hago un esfuerzo por sonreír…
Ha cesado la alarma.
En el andén, la gente se ha sentado sobre los equipajes y sobre ellos cae una lluvia menuda… Y una enorme tristeza en esta madrugada de octubre envuelve todo.
«… los alemanes han roto nuestras defensas…».
No sé lo que pasará en Moscú, pero el hecho de hacer pública una noticia de tal gravedad, de que en las principales fábricas hayan dado permisos a los trabajadores y de que se hayan producido no pocos asaltos a los establecimientos de víveres, me hacen suponer que algo grave está fallando en lo que parecía inconmovible.
En el vagón, la luz macilenta de los dos faroles de petróleo. Alguna que otra sombra. El ruido de gente que mastica. Y nuestro gran aislamiento. ¿Qué pasa?
Lo sabremos después… Ahora sólo puede saberse una pequeña parte de lo que pasa.
—¿Tienes otro cigarro, Hernández?
—Toma.
Vuelvo a fumar. En nuestro grupo nadie habla: cada cual dialoga consigo mismo. Y las horas van pasando lentamente y el asiento de madera empieza a martirizamos… Y los seis, sentados y rígidos y sin casi poder movernos. Y oyendo masticar a los funcionarios del Estado Mayor.
Las cinco de la mañana.
Un violento estremecimiento ha sacudido el tren.
Y van pasando gentes, luego casas, ahora árboles… Y Moscú, cubierto de barro y de miedo, queda allí… Allí… Más lejos aún… Mientras el estado mayor de la revolución mundial avanza hacia los Urales.
Comienza a amanecer. Hernández y yo nos levantamos de los asientos y salimos hacia la plataforma delantera. Ha sido un movimiento instintivo: ¿Estirar las piernas?… No… Hernández quiere hablar… Yo quiero hablar sin testigos.
—¿Qué ha ocurrido, Hernández?
—Una vergüenza, Castro. La vieja tomó su automóvil, cargado de maletas y baúles, y salió de Puskhin como una loca, dejándonos allí tirados, sin saber lo que pasaba y sin medios de comunicación.
—¿Y cómo pudisteis salir?
—Andando era imposible abandonar Puskhin. Nieve, barro, frío y sin conocer los caminos. En estas condiciones, cualquier intento hubiera sido una locura… Logré, al fin, comunicarme con «el Tenebroso» y le expliqué nuestra situación. Envió un coche, que nos trajo hasta la estación… De otra manera, todavía estaríamos en Puskhin.
—Lo que para mí es incomprensible es este derrumbe, esta fuga…
—Cierto.
—Peor que Barcelona.
—Sí, bastante peor.
Hernández calla. Fuma y fuma y ambos miramos el triste paisaje que ante nosotros desfila.
—La vieja es capaz de elegir entre sus hijos y sus cosas… Es capaz de todo…
—¡Qué asco!
Callamos. La gente comienza a acudir al lavabo. Nosotros, pegados al cristal de la portezuela, miramos los campos cubiertos de nieve. Es más agradable que mirar al interior.
Regresamos a nuestros asientos.
El contacto con el agua ha abierto a las gentes las ganas de comer. Y comienzan a desenvolverse paquetes… Un austríaco gordo, que está a nuestra izquierda, ha abierto un maletín. Nuestros ojos se han abierto más de lo normal. En el interior del maletín, como el muestrario de un representante de una fábrica de conservas, numerosas cajas de todas clases y de todos los tamaños, colocadas cuidadosamente. Frente al austríaco, una alemana, joven y guapa, mira…
El hombre gordo contempla su despensa. Luego toma una de las latas y la mira cariñosamente. Nosotros también la miramos cariñosamente; la alemana también la mira cariñosamente… Ahora pone la lata en las manos de la muchacha. La muchacha está emocionadísima. El austríaco, mientras tanto, ha cerrado cuidadosamente el maletín y con una gran delicadeza lo ha colocado debajo de su asiento. Ahora quita de las manos de la muchacha la lata. De su bolsillo saca una de esas navajas alemanas que tiene de todo y va abriéndola con mucho cuidado. Un olor a salmón llega hasta nosotros… Tengo seca la boca y me duelen los ojos de mirar tan fijamente… Ahora se la acerca a su nariz y aspira el olor con verdadero deleite… Ahora saca pan y parte dos grandes rebanadas… Primero se sirve él; ahora sirve a la muchacha…
Y comen.
Él la mira sin dejar de masticar, ella, sin dejar de masticar, le mira y le sonríe cariñosamente.
Es linda la muchacha…
Mastican y mastican… Yo trago saliva y para mis adentros maldigo muchas cosas. Dejo de mirarlos. Miro hacia otro lado. Bielov reparte entre sus familiares grandes pedazos de pan blanco… Ahora embutido… Ahora la familia Bielov mastica con el mismo ritmo que he visto moverse a los hombres en la Plaza Roja.
Al otro lado también comen.
Todos comen.
Los españoles, mientras tanto, meditamos: somos un pueblo de pensadores hambrientos… Hasta ahora sólo hemos tomado agua: los bates de leche condensada los guardamos como un tesoro: se habla de que el viaje durará, como mínimo, siete días…
Segundo día de viaje.
El austríaco come. La alemana come. El austríaco da de comer regularmente a la alemana joven y guapa y la alemana guapa y joven le sonríe mimosamente, se deja tocar groseramente los muslos, y cuando él quiere dormir, ella coloca la enorme cabeza de pelo enmarañado sobre su regazo.
La familia Bielov come.
Blagoeva y su hermana comen.
Pero…
Sí, además de comer, Blagoeva mira: es el único funcionario de la Komintern que está de servicio… Y al fin ha visto… Y ahora se acerca lentamente hacia nosotros.
—¿No comen, camaradas?
—Sólo tenemos cuatro botes de leche condensada, que hay que conservar para los días que nos restan: cuatro botes, seis personas, y se dice que siete días de viaje… No es mucho…
Blagoeva se ha quedado pensativo. Un buen funcionario siempre que oye algo, debe quedarse un momento pensativo. Ha regresado hacia su asiento. Ahora se levanta otra vez y habla con Bielov. Y viene hacia nosotros. Y en sus manos trae un enorme pedazo de pan…
—Coman, camaradas, coman…
Pilar reparte el pan. Cuando cada uno de nosotros tiene en sus manos la ración correspondiente, saca un bote de leche condensada, le hace dos pequeños agujeros y en el pan que cada uno sostenemos va dejando caer un poco de crema… Seis dedos extienden el líquido sobre seis pedazos de pan… Seis dedos entran en seis bocas… Y seis bocas muerden afanosamente seis pedazos de pan…
Y ahora fumamos.
Tercer día de viaje.
Hemos llegado a la estación ferroviaria de Kasan. Los aviones alemanes han dejado en esqueleto las casas de ladrillo; las de madera, convertidas en un montón de astillas. A pesar de todo, la gente ha respirado: muchos pensaban que una de las puntas de la tenaza alemana sobre Moscú podía muy bien haber llegado a esta pequeña estación…
He encendido un cigarro.
Mucha gente, en varios idiomas, me grita violentamente.
—Estamos en guerra.
—Una luz cualquiera puede atraer a los aviones alemanes.
—¡Qué gente más indisciplinada son estos españoles!
Sigo fumando. Ahora miro hacia los restos de la vieja estación. Una pequeña lámpara eléctrica alumbra un montón de ruinas y a unos hombres muy abrigados que dan golpes en los ejes de los vagones.
Sigo fumando. Cuatrocientos ojos me miran con rencor. Yo miro el humo que se eleva lentamente en este vagón que huele a tantas cosas.
Cuarto día de viaje.
Mis cinco compañeros de asiento están pálidos; yo debo estarlo también. Los seis llevamos cuatro días viajando rígidos, tocándonos constantemente las piernas, pidiéndonos unos a otros permiso para estirarlas un poco… A Rubén, el hijo de Dolores, herido gravemente en un hombro los primeros días de la guerra, le han hecho hoy la primera cura: agua caliente y un trozo de gasa de su misma venda…, y otra vez a vendarle. Por la noche, él y su hermana, incapaces de resistir más en esta postura que se prolonga durante cuatro días, se han acostado en el suelo, debajo de los pies de un viejo terrateniente rumano convertido hace tiempo en un revolucionario rumano, es el representante en la Komintern del Partido Comunista de su país.
Durante la noche he oído varias veces quejarse al muchacho y protestar violentamente al viejo.
Comenzamos a comer un poco mejor: en algunas estaciones, los campesinos bajan a vender sus productos. Venden pollos cocidos, leche y frutas secas. Lo cobran diez veces más caro de su valor normal, y si pueden cobrar por anticipado y dejar que parta el tren sin haber dado la mercancía, lo hacen gozosos… La guerra es la guerra… Y en la guerra, los que no combaten, sueñan con no combatir y hacer negocios: ocurre en Inglaterra, en Estados Unidos de Norteamérica… Y ocurre aquí, en el llamado país del socialismo… En los otros países parece ser que se hacen millonarios; aquí, al parecer, millonarios no, pero ricos sí… Y estos campesinos realizan su comercio delante de los milicianos con la misma tranquilidad que un millonario pueda hacer sus transacciones en la bolsa de Londres o en la de Nueva York.
Antón es el que compra y el que paga. Yo sólo tengo cuarenta rublos, que quiero conservar; no sé lo que llevará Hemández…
Llevamos seis días de viaje. Blagoeva me ha dicho que tardaremos cinco días más en llegar… Creo que el viaje está volviendo loca a esta pobre vieja… Mientras tanto, no sabemos qué pasa en el mundo, a pesar de que sabemos que algo grande está pasando; no sabemos qué pasa en los alrededores de Moscú… Sólo sabemos que marchamos y marchamos hacia Ufa, la nueva residencia de la Komintern; que los campesinos elevan cada día más los precios y que cada vez nos duele más el cuerpo.
Siete días de viaje.
Y cada día, veintidós horas sentado.
Ocho días de viaje.
Me acuerdo del «Lux», de mi habitación, de Cimorra… Y de vez en cuando pienso que aún nos quedan varios días de viaje.
El vagón parece ya una casa de locos. Kronner, que después había de ser alcalde de Praga, pero que ahora sólo es el representante del Partido Checoslovaco en el Socorro Rojo Internacional, ha tenido una breve, pero violenta discusión con Hernández… No sé el motivo… A lo mejor ni ha existido un motivo… Ellos llegaron de los últimos y sólo encontraron el suelo de una de las plataformas a la que constantemente acude la gente… El hijo de un famoso abogado checo, que intervino en el proceso de Dimitrov, en Alemania, sufre constantemente ataques epilépticos y se agita con violencia en el suelo; el famoso abogado mete sus dedos en la boca de su hijo para evitar que se muerda la lengua o que la lengua le ahogue; la madre llora en silencio mirando una vez al hijo y otra al padre. Blagoeva parece un monstruo; su hermana, un cadáver; el austríaco gordo, un cerdo, y la muchacha alemana, menos guapa que otros días. La gente casi no se lava; nadie se peina. Unos aprovechan las paradas para bajar y hacer sus necesidades; otros ante el temor de que el tren pueda partir sin ellos, aprovechan las noches para ir a llenar de porquerías la plataforma posterior.
Todos estamos nerviosos.
Nadie aguanta a nadie.
Nadie somos nadie.
Por las noches, en este vagón da espanto, la gente ronca brutalmente, grita en sueños y en sueños habla; Rubén se queja y su hermana le empuja para tener más espacio. El hombre gordo trasnocha; la alemana joven y guapa, trasnocha. Cuando creen que la gente está dormida, les oigo hablar en voz baja; luego él se levanta y se va hasta la plataforma que la mayoría de los viajeros ha convertido en retrete público; luego sale ella. Cuando regresan, él respira con dificultad, ella respira con dificultad; ambos restriegan una y otra vez la suela de sus zapatos contra el suelo y hasta mí llega un penetrante olor a sudor y excrementos. Cuando la fatiga de ambos desaparece, él abre su maletín, saca una nueva lata de conservas, la abre, reparte y comen… Y al olor de sudor y excrementos, sucede un agradable olor a salmón.
A estas horas de la noche la muchacha ya no le paga con sonrisas ni deja sus muslos al alcance de las manos austríacas. Parece ser que esta última comida el austríaco se la cobra por adelantado. Sin embargo, él deja reposar su cabeza sobre el pecho de ella y ronca durante varias horas seguidas… Y ella duerme con la boca abierta y de vez en cuando, al sentir el peso de la cabeza de él sobre uno de sus senos, se escurre delicadamente.
Diez días de viaje: Kuibishev.
Nos falta poco para llegar a Ufa… Ya nos es lo mismo… La gente ya no habla, ya no grita… Las salidas nocturnas del austríaco y la alemana a la plataforma trasera ya no son tan frecuentes.
Todos estamos cansados.
Los que comen mucho y los que comemos poco.
Pilar sigue administrando cuidadosamente la leche condensada. Según mis cálculos, queda bote y medio; Hernández sigue sacando cigarro tras cigarro. Cuando saca un nuevo paquete y le miro, sonríe. Sin ellos dos el viaje hubiera sido un tormento.
Once días de viaje. De un momento a otro llegaremos a Ufa. La gente mira y mira por las ventanillas con la esperanza de ver las primeras luces de la ciudad. Yo ya ni miro. El tiempo ha perdido su valor; el cuerpo, la sensibilidad. Llegar o no llegar es lo mismo. Me he convencido de que no somos nada, de que no hacemos nada. ¿Qué más da entonces vivir aquí, en el vagón, o en una ciudad cualquiera de los Urales?
¡Luces! ¡Luces! Sí… ¡Luces!
Doscientas cabezas intentan pegarse a los cristales de las ventanillas… ¡Ufa!… ¡Ufa!… ¡Ufa!…
Una estación en las faldas de un pequeño monte. Y por el monte, desperdigadas, cien, doscientas, trescientas luces en la noche, no sé cuántas… Y las cien, doscientas, trescientas luces en la noche, no sé cuántas, se convierten en cien, doscientas, trescientas casitas, no sé cuántas, de madera, cuyas chimeneas apenas echan humo.
—Hay que esperar, camaradas —dice Bielov.
Y esperamos.
IX
España sigue siendo la cola de Europa.
Al fin abandonamos el tren. Son las siete de la tarde. En la estación, como en todas las estaciones rusas, cientos de gentes echadas sobre sus bultos o en el suelo. Y como toda la gente que he visto esperar en la U.R.S.S., con una quietud que haría creer que están muertas si de vez en cuando no abrieran los ojos o no se metieran una mano entre las ropas para rascarse furiosamente. Y como en todas las estaciones rusas, un gran retrato de Lenin y otro de Stalin. Y como en todas las estaciones rusas, unas cuantas banderas rojas desteñidas…
Y como siempre, en caravana. En caravana por un mar de lodo, en caravana hacia un tranvía. Y el tranvía por la calle de Lenin.
Sí… Aquí es… Nos bajamos delante de un edificio de ladrillo rojo, de un piso: es una escuela. Esto será nuestro lugar de trabajo, nuestro «hotel», será todo para nosotros no sé por cuanto tiempo… Dentro los de ayer, los de hoy, los de mañana… Y España, como siempre, la cola de Europa… El espíritu de conquista se ha impuesto a los principios de la solidaridad humana, de la igualdad, del internacionalismo proletario. Los que han llegado primero han elegido el mayor y mejor espacio… Maletas y bultos indican los lugares que ya tienen propietario en el país donde la propiedad privada ha sido abolida…
De los seis españoles que hemos llegado, sólo yo viviré aquí. Dolores, que llegó varios días antes que nosotros, tiene dos habitaciones en el «Hotel Baskiria». Sus hijos y Antón, naturalmente, irán a vivir con ella. Hernández y su mujer pasarán la noche en este hotel, para salir al otro día para Kuivichev, en donde Dimitrov ha instalado sus oficinas.
Primero recorro la planta; luego subo al primero y único piso que tiene el edificio. Vuelvo a bajar, vuelvo a subir, paso de una habitación a otra, miro a unos y otros y de vez en cuando, cuando me canso, dejo el maletín en el suelo y me recuesto en la pared.
Veo pasar a Wasmatter, un suizo que estuvo en España como instructor de la Komintern allá por el año 1932. Su presencia despierta en mí enormes deseos de saber lo que está pasando…
Pregunto.
Responde.
—Ha sido contenido el avance alemán sobre Moscú; ha comenzado a reclamarse a Inglaterra la apertura de un segundo frente en Europa; Timochenko ha sido sustituido por Zhutcov; Vorochilov y Budiony han sido enviados a la retaguardia, a organizar las reservas; los alemanes han ocupado Jarkov, De otras noticias, no me acuerdo.
—¿Todo?
—Sí, todo lo que yo sé.
—Gracias, camarada.
Sigo paseando de un lado para otro, con mi maletín en la mano. No sé qué hacer ni con quién hablar. Tengo ganas de poderme echar, pero ¿adónde?… Sigo paseando, sigo recostándome de vez en cuando en cualquier pared… Sigo y sigo… El maletín pesa cada vez más… El abrigo pesa más que nunca… ¿Hasta cuándo así?
No lo sé.
Sólo sé que la Komintern es esto: doscientas personas concentradas en una escuela de la ciudad de Ufa; muchas maletas, muchos bultos, muy pocos maletines y muchos espacios acotados.
¿La guerra?… Aquí no importa la guerra. ¿El socialismo?… Aquí no importa el socialismo. ¿La revolución?… Aquí nadie se acuerda de la revolución. Aquí sólo preocupa conseguir una habitación en el hotel «Baskiria» y, si esto no es posible, lograr al menos un lugar espacioso en esta espaciosa escuela…
Una mano me ha cogido del brazo: es Vilkov.
—¿Tiene usted lugar?
—No.
—Venga conmigo.
Hemos caminado hasta el final del pasillo. Ha abierto una puerta y hemos entrado en una gran habitación: en el suelo muchos colchones, lujosos edredones, mantas y blanquísimas sábanas y muchas personas moviéndose de un lado para otro; y voces en muchos idiomas…
—Aquí dormirá usted, camarada.
—¿Ahí?
Vilkov me ha señalado un rincón. No hay colchón, ni edredón, ni sábanas, ni manta…
Sólo el suelo.
—¿Ahí? —insisto.
—Sí.
—¿Y algo de eso?… —le digo señalando todo lo que está extendido en el suelo.
—¿No ha traído usted nada?
—Dijeron que sólo un maletín.
Vilkov ha sonreído. Luego me ha mirado y señalándome el suelo y el rincón me ha dicho suavemente.
—Ahí, camarada… Ahí.
No he querido discutir más. He puesto el maletín en el suelo a modo de almohada y sin quitarme el abrigo me he acostado.
No tengo colchón. Ni manta. Ni tabaco. Sólo cuarenta rublos.
Miro al techo. Ahora a mis compañeros de hospedaje. Ellas se desnudan: las veo desnudas. Ellas se ponen pijamas y camisones de seda. Ellos se desnudan: los veo desnudos. Ellos se ponen pijamas de corte inglés, francés, alemán o ruso. Los veo con pijamas. Hablan, ríen y se van acostando lentamente.
Y una lámpara alumbra todo.
Desde hoy podré explicar cómo son las mujeres y los hombres de casi toda Europa.
Estoy entre la muchacha alemana y la pared. La muchacha alemana está al lado del hombre austríaco.
Se abre la puerta y entran Hernández y su mujer. Vienen a despedirse. De madrugada saldrán para Kuivichev. Me dejan una manta nueva que lograron sacar de Puskhin. Hernández me regala un montón de cigarrillos suecos que al romperse el paquete en que venían se han mezclado con polvos de jabón para lavar la ropa.
Nos despedimos. Se van.
La alemana joven se levanta y apaga la luz.
Por la rendija de la puerta entra un indiscreto fulgor que alumbra débilmente nuestro recinto. Yo fumo. Fumo y escupo violentamente contra la pared. El tabaco sabe a jabón. La lengua me pica. Vuelvo a escupir.
El austríaco se ha arrimado a la alemana. Otros se han arrimado a otras. Y sigo fumando. Las conversaciones han ido sustituidas por los cuchicheos. Oigo besarse y reír… Enciendo otro cigarro. La alemana abraza al austríaco… Más lejos, oigo suspirar.
Enfrente de mí veo agitarse dos sombras. De buena gana me levantaría a encender la luz. Sería un gran espectáculo.
Me acuerdo de Barbusse. No me refiero a aquella magnífica definición: cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado. No me refiero a eso. Me acuerdo de «El Infierno». Él le vio por un agujero. Yo le estoy sintiendo por todos lados, por todas las partes de mi cuerpo…
Al fin comienzan a terminar.
La muchacha alemana sale… No ha debido encontrar el retrete porque la oigo orinar con violencia muy cerca de la puerta de la habitación. Cuando regresa y abre la puerta, una ráfaga de luz ilumina todo…
Otra vez la oscuridad.
Y otra vez la impresión de que treinta asmáticos me rodean.
Al fin llega el sueño.
Me despierto.
Fuera comienza a amanecer.
Fumo y miro.
El austríaco ronca sobre un seno alemán. La hija de Pieck besa violentamente a su chófer. Una mecanógrafa suspira dulcemente, abrazada a un subalterno de Blagoeva. Una finlandesa los contempla sin pestañear. Y una muchacha judía, muy jovencita, se queja dulcemente de las caricias de un joven alemán.
Me levanto. Me duelen el cuello y la espalda. Salgo. Y comienzo a pasear por el largo pasillo mientras fumo y escupo. Mi primera noche en Ufa ha terminado.
X
¡Ufa!…
¿Por qué me acuerdo de Chapaiev?… Mi angustia quiere esconderse en el ayer. Quiere encontrar otra ilusión. Y muchas veces, con la frente pegada a los cristales de cualquiera de las ventanas que dan a la calle de Lenin, evoco el período de la guerra civil… Me atrae el ayer. Me atrae con una insistencia torturante. Y es que el hoy me dice menos. El ayer era un pueblo en lucha: un fantasma había dejado de serlo y Europa se estremecía bajo las notas de «La Internacional». Se hacía la revolución en un país inmenso. Se hablaba de la revolución en todos los países del mundo. Mientras que hoy… Ufa…
Hoy he caminado por la calle de Lenin. Es larga. Tan larga como la ciudad. Y a un lado y otro, casas de madera. Una monotonía de casas de madera que sólo rompen dos o tres edificios modernos: el «Hotel Baskiria», la Casa de Correos y el edificio del Consejo de Comisarios del Pueblo… Tres o cuatro tranvías, que parece van a desarmarse de un momento a otro, recorren durante todo el día la calle de Lenin. Y la calle de Lenin cortada por numerosas calles que parten de la misma estepa y van a morir en el río. Y sólo una pequeñísima parte de la calle de Lenin y el comienzo de la calle en donde está el edificio del gobierno, asfaltadas; y otra pequeñísima parte empedrada. Y el resto con la rodada profunda de carros y carros que pasaron y enormes baches que disimula el barro y otros que disimula el agua.
Estoy en la República de Baskiria.
Hombres y mujeres muy bajitos, en cuyos rostros hay tanto de árabe como de asiático.
He regresado a «nuestro» edificio. Doscientas personas andan de un lado para otro. Unos cuantos hombres del país descargan de varios camiones y carros, planchas de madera… Muchas mujeres se peinan en los pasillos. Los hombres pasan de un lado para otro muy despacio, mirándolas de arriba abajo y hablando en voz baja con muchas de ellas. Yo permanezco horas y horas sentado sobre el maletín. Cuando la gente se recluye en las habitaciones, bajo al patio y lavo mi ropa. La frialdad del agua se clava en mis manos. Y otras veces coso y recoso mis únicos pares de calcetines.
Vilkov ha pegado un pequeño cartel a la entrada de la puerta principal: a las siete tendremos reunión en una gran habitación que hay en el primer piso.
Todos en la gran habitación. Y Togliatti en una improvisada tribuna. Vilkov leyendo una interminable lista de personas que han de construir los dos presidiums obligatorios. Y más aplausos que nunca cuando se pronuncia el nombre de Stalin; más aplausos que nunca cuando se pronuncian los nombres de los demás miembros del Buró Político del Partido Bolchevique; más aplausos que nunca cuando se pronuncian los nombres de Dimitrov y Manuilski…
Y todos escuchando.
Y Togliatti… Un Togliatti más concentrado que nunca. Que mira a todos. Que comienza a hablar…
Y todos que miramos al que habla, que escuchamos lo que dice. Y dice:
«Camaradas: el espectáculo dado por los trabajadores de la Komintern a su salida de Moscú ha sido una verdadera vergüenza. Hemos de reconocer que hemos estado muy lejos de imitar al pueblo de Madrid en sus heroicas jornadas del 7 de noviembre de 1936… Ni cuando la evacuación de Cataluña, a pesar de que los aviones ametrallaban las carreteras, he podido ver escenas como las que hemos podido presenciar en el aparato de la Komintern. Una vergüenza, camaradas, una verdadera vergüenza…».
En los ojos de todos una expresión de miedo.
En la voz de Togliatti, monotonía.
Y en mí, ganas de que la reunión termine.
«Camaradas: quiero comunicaron también que en la nueva situación la Komintern se verá obligada a reducir su aparato. Claro es que la Komintern no dejará abandonados a sus antiguos colaboradores, que ahora no necesita: les buscaremos trabajo en la ciudad o en las aldeas próximas hasta que de nuevo necesitemos sus servicios».
En los ojos de todos, una expresión de espanto.
Y termina la reunión.
En los pasillos, corrillos, que discuten en voz baja; en las habitaciones, grupos que hablan en voz baja, algunas mujeres que lloran adivinando lo que las espera.
Y algunos hombres que pasean silenciosos, temiendo lo que pueda venir. Aquí el mañana es siempre una incógnita.
Nos vamos recluyendo en nuestras habitaciones. Extiendo mi manta en el suelo y me siento sobre ella. Me entretengo, mientras llega la hora de acostarme, en deshacer los cigarros que me diera Hernández y en procurar quitarles el polvo de jabón que casi impide fumarlos… Echenique y su mujer, que vienen a verme, interrumpen mi trabajo. Echenique, el hombre que estudió en Francia para cura, es como casi la mayoría de los vascos: alto y delgado y de afilada nariz. Habla muy rápido, salpicando al que tiene enfrente, si éste no ha tenido antes la preocupación de apartarse un poco, y agita los brazos como si fueran las aspas de un viejo molino. Su mujer es rusa. Tan alta como él y muy linda. Sin embargo, es un poco hombruna. Ha seguido a Echenique desde Moscú, a pesar de la orden de movilización. Y Echenique me pide consejo para evitar que los separen. Es demasiado pronto para que pueda decirle algo concreto: ni yo mismo sé cuál será mi próximo destino. Se marchan.
Yo sigo intentando separar el polvo de jabón del tabaco. Y llega la segunda noche.
La habitación ha vuelto a convertirse en un gran dormitorio. De nuevo se han extendido los colchones… Y se desnudan ellas. Y se desnudan ellos… Y salen y entran ellas… Y salen y entran ellos… Pero hay algunos cambios. Con las mismas gentes de ayer se han formado nuevas parejas… Y mientras que ayer esperaron a que la luz fuera apagada para pasarse unos a las camas de otros, hoy cada cual sabe de antemano su destino.
Yo estoy solo. El austríaco está solo. Nadie más está solo.
Se han olvidado de Togliatti y de sus palabras. La inquietud del mañana aumenta los deseos en todos. Y…
Hoy estamos de mudanza. La escuela será el Instituto Científico 205. En ella trabajará la Komintern. Y un poco más lejos, a unos cincuenta metros, en una antigua escuela técnica, se ha comenzado a instalar una vivienda colectiva. Sus tres pisos se han llenado de gente. Las pocas habitaciones independientes han sido ocupadas por esos funcionarios que tienen la ventaja sobre los demás de saber antes que nadie lo que va a ocurrir.
Me han instalado en una habitación inmensa. A mi lado está colocado Brandao. Hemos barrido un poco el suelo y ambos hemos extendido nuestras mantas y colocado como almohadas, yo mi maletín, él, un bulto de ropa. Sobre nuestras cabezas hay una gran ventana que da a la calle de Lenín; enfrente de nosotros, la puerta. Van entrando muchos hombres. Sí, esta habitación será para treinta hombres solamente. Dos estamos instalados ya. Veintiocho se están instalando, sacando de sus maletas numerosas cosas.
Es imposible dormir: nos limitamos a mirar cómo entra y sale la gente; cómo unos y otros van organizando su espacio. No hacemos comentarios, por lo menos comentarios en voz alta.
Regreso al Instituto Científico 205. Ya se han distribuido las habitaciones: en el primer piso, a la derecha de la escalera, están situados los despachos de Manuilski, de Togliatti y de Marty. En la habitación que hay enfrente de la escalera estaremos los españoles, algunos italianos, algunos checos y dos o tres alemanes. Pieck y Florín se instalarán en la planta baja, la sección de cuadros también. No sé todavía dónde colocarán a los demás.
En una pequeña habitación están montando un pequeño buffet. Y en los sótanos, varios hombres sucios y mal vestidos pintan una gran sala, mientras otros acuchillan el piso de madera: parece ser que aquí instalarán el comedor. No sé todavía qué es lo que tengo qué hacer, si es que tengo que hacer algo. No he visto ni a Dolores, ni a Antón, ni a los hijos de aquélla.
Ya de noche regreso a «nuestra» vivienda.
Se han abierto definitivamente los equipajes: hay de todo. Las mujeres no sólo están bien peinadas sino que es difícil que alguna de ellas carezca de pintura de labios… Y huele a perfumes… Y sobre unas pequeñas mesas hay infiernillos en los que hierve el agua… Y van pasándose vasos de té o de café, de un lado para otro.
Y entran y salen mujeres. Y entran y salen hombres. El ajetreo parece no tener fin.
Sólo yo no entro ni salgo. Permanezco sentado sobre mi manta, apoyando mi codo sobre el maletín y contemplando este ir y venir; viendo a las mujeres y a los hombres, dialogando conmigo mismo y a veces sonriéndome de lo que veo y de lo que pienso.
A veces esta casa me parece una gran casa de citas. A veces un inmenso estercolero. A veces nada.
Brandao llega.
—¿Camarada Castro?
—¿Qué hay, Brandao?
—Mucho frío, un frío terrible.
—Sí, mucho frío.
Ha extendido su manta y se ha echado. Con el abrigo se ha tapado el cuerpo, encogiéndose todo lo posible para poder cubrirse la cabeza. No sé si duerme o piensa. Brandao, que insistentemente me ha dicho que es indio, guarda para sí sus mejores pensamientos.
Yo intento dormirme. Pero es difícil Hay muchas gentes y hablan todas. A los hombres se han unido muchas mujeres; a unos, sus propias mujeres, a otros, otras. Y a otros las mujeres de otros. Hasta ahora permanecen sentadas sobre el borde de los camastros, fumando o tomando café o té. No sé cuánto durará esta tranquilidad.
Poco.
Muy poco.
Un alemán joven, hijo de no sé quién, se ha levantado y ha apagado las luces. Sólo una pequeña lámpara situada a la entrada ha quedado encendida. Luego ha regresado a su colchón y se ha tumbado…
Se ha hecho el silencio.
Las mujeres se han ido metiendo debajo de las ropas. Han llegado otras y han repetido la operación. Ha sido un desfile de cuerpos y sedas. Y luego otro desfile de cuerpos lacios y sedas arrugadas… Y hombres que se levantan y rehacen sus camas.
Ya son varios días así.
La moral en el mundo socialista tiene un nuevo aspecto: la prostitución está prohibida; el adulterio no existe. Ciento noventa millones de personas han cerrado los ojos para no ver estas pequeñas cosas que yo estoy viendo aquí y que otros verán en otros lugares.
La muchacha alemana ha abandonado definitivamente al austríaco gordo; Colette, prueba una nueva nacionalidad; la finlandesa besa en silencio a un finlandés que duerme con un cuchillo debajo de la almohada. Una checoslovaca muy linda, cuyo marido duerme en el tercer piso, pasa una parte de la noche en el nuestro: en el primero. No existen fronteras. Ni pudor. Ni higiene.
XI
Han llegado nuevos españoles: los militares de la Academia de Estado Mayor y con ellos Manuel Sánchez Arcas, su mujer y su hija mayor. Unos han sido instalados en el hotel «Baskiria»; Cordón, su mujer y los Sánchez Arcas, en una casa de apartamentos.
A la Komintern han llegado Segis Álvarez, Moncho, Pertegaz, Marina Sendin y Baudelio. Han sido instalados en el tercer piso de la casa en donde yo vivo. Y aquí, en esta gran colmena, han empezado a colocar unas camas de matrimonio, que no son más que unas tablas clavadas entre sí y descansando sobre cuatro toscos maderos.
Ya no duermo en el suelo.
Cada mañana, a las nueve, llego a la Komintern; entro en una habitación, me siento delante de una mesa y espero. A los pocos minutos llega Antón, se sienta enfrente de mí, saca un paquete de cigarros que coloca sobre la mesa, luego enciende uno y, mientras fuma, piensa. Cuando ha pensado un rato me dice lo que ha pensado y entonces, en silencio, comenzamos a escribir. Escribimos hasta la una de la tarde. Después entregamos a Echenique las cuartillas y Echenique se las lleva.
Luego Echenique las transmite.
Somos «Radio España Independiente. Estación Pirenaica»… Y los italianos también escriben y transmiten: son «Radio Milano-Libertad»… Y Anna Pauker también escribe: es la emisora «Rumania Libre». Y los alemanes escriben… Y los franceses escriben… Y los polacos… Y los finlandeses…
Y sigo lavándome la ropa, cosiéndome los calcetines, viendo cohabitar a todas las razas de Europa, viendo casas de madera, barro, y la cara de Antón durante doce horas seguidas.
Sabiendo que los alemanes aún avanzan. Y sin saber de mi madre y de mi hermana, de Esperanza y de su hermano. Con temperaturas de cincuenta grados bajo cero, y durmiendo en una cama de madera, sin colchón, sin sábanas y sin almohada. Y pensando en el segundo frente. Y sabiendo que Dolores califica de derrotistas a los que piensan en esto.
Y un día se parece a otro… Y así…
6 de noviembre. Esperamos que hable Stalin. Los electricistas han revisado los altavoces del Instituto Científico 205. Yo espero a que llegue la noche para escucharle.
Stalin habla.
«Una de las causas de los reveses del Ejército Rojo reside en la falta en Europa de un segundo frente contra las tropas fascistas alemanas»… He mirado a Dolores.
Stalin sigue hablando.
«…Otra de las causas de los reveses circunstanciales de nuestro ejército consiste en la escasez de tanques y, en parte, de aviones…».
Chapiro sigue traduciendo.
Stalin continúa hablando.
Habla de las condiciones fundamentales para la derrota definitiva del fascismo alemán… «En primer término, es la falta de solidez de la retaguardia europea de la Alemania imperialista, la falta de solidez del «nuevo orden» en Europa…». «En segundo lugar, es la falta de solidez de la retaguardia alemana de los conquistadores hitlerianos»… «Por último, es la coalición de la U.R.S.S., la Gran Bretaña y los EE.UU. contra los imperialistas fascistas alemanes»… «Tales son los factores que determinan el hundimiento irremisible del imperialismo fascista alemán».
Stalin ha terminado.
Aplaudimos.
Pasa la noche y otro día de trabajo comienza. Hoy hemos escrito todos sobre el discurso de Stalin. Hoy los controles han leído con más detenimiento. Pero no ha habido enmiendas. A pesar de la distancia a «que nos encontramos», hemos escuchado perfectamente Radio Moscú y les hemos dado a los españoles una síntesis completísima del discurso de Stalin.
Cada noche, después de terminar mi trabajo, subo al tercer piso. En torno a un infiernillo eléctrico que está colocado entre dos camas, me siento. A un lado y a otro, Pertegaz, Segis, Marina Sendin y Moncho. Charlamos de todo mientras el agua hierve y unos y otros repasamos la ropa. Luego, con unas hierbas que Segis ha encontrado y que muchas veces le sirven para llenar su vieja pipa, hacemos algo que nuestra fantasía llama café. Y hasta nos parece que al conjuro de esta palabra, tomamos, en efecto, café…
Y los días pasan.
He tenido carta de Esperanza: me pide que la saque de allí como pueda. He hablado con Togliatti.
—He recibido este telegrama de Galka.
—¿Qué ocurre?
—Están mal.
—Pero hay orden de que no vengan aquí los familiares.
—Sí… Existe esa orden… Pero aquí se están muriendo de hambre…
—¿Sí?
—Llevan más de dos meses comiendo solamente trigo cocido… Y no todo el que quieren.
—Hablaré con Dimitrov.
—De acuerdo.
Dimitrov ha aprobado mi petición… Esperanza y Alejandro y con ellos Maruchi, la hija pequeña de Sánchez Arcas, vendrán pronto… Espero. De mi madre y de mi hermana no sé nada.
He adelgazado veinte kilos. Cuando camino siento el abrigo sobre mis hombros como una terrible carga. Y camino inclinado. Y al subir las escaleras me fatigo. Y de nuevo comienza a dolerme la cabeza. Estoy cansado. Cansado de pensar en el socialismo, de pensar en la guerra, de escribir.
7 de diciembre: los japoneses han atacado Pearl Harbor. Paralelamente, el Japón declara la guerra a los Estados Unidos de Norteamérica. 8 de diciembre: los Estados Unidos de Norteamérica declaran la guerra al Japón. 11 de diciembre: Alemania e Italia declaran la guerra a los Estados Unidos de Norteamérica.
Ya todos estamos en guerra.
Los Estados Unidos de Norteamérica tendrán que hacer la guerra en dos frentes; Inglaterra tendrá que hacer la guerra en dos frentes; Alemania e Italia tendrán que hacer la guerra en dos frentes. El Japón tendrá que hacer la guerra en dos frentes…
La Unión Soviética sólo tendrá que hacerla en uno.
No dejan de preocuparme seriamente los hechos del Extremo Oriente: ellos retrasarán sin duda el golpe de Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica sobre Europa.
31 de diciembre: nos hemos reunido como todas las noches. Hoy hemos tomado té.
Y hemos hablado de España: más que otras noches.
¿Qué pasará en Tashkent?… ¿Qué pasará en Galka?…
Hace frío.
Tanto, que bajo mi pesado abrigo tirito.
Y así termino 1941.