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De regreso a Avebury, mostré mi descontento manteniendo un elocuente silencio, que hizo que Bradley reaccionara.
—De acuerdo, las pruebas son inconsistentes —admitió—, pero eso no convierte a Harding en un mentiroso.
—No digo que sea un mentiroso, pero creo que padece un evidente desarreglo mental. En mi opinión, vive dentro de una burbuja de delirio, que confunde con la realidad. Cabe que él mismo haya fabricado esas pruebas que asegura haber traído de ese otro mundo paralelo, y que ni siquiera sea consciente de haberlo hecho. Su caso no es muy diferente al de mister Scrooge y su grupo. Todos creen porque tienen la necesidad de hacerlo.
¿Acaso no era ése también mi caso? ¿No había desarrollado yo la necesidad de creer después de quedarme viudo y perder a mi única hija el mismo día?
—Todos creemos en algo, profesor —puntualizó Bradley—. Todos tenemos la necesidad de creer en algo. ¿Acaso usted podría haber desarrollado su carrera como físico teórico si no creyera en la física cuántica?
—Es evidente que creo en lo que hago. Pero no todas las creencias son iguales. Las hay de orden racional e irracional.
—¿Y qué hay de esa realidad irracional de la que habla su teoría de lo posible? ¿Del mundo inestable que habitamos, de los mundos paralelos que viven en consonancia con el nuestro?
—John, las matemáticas avalan la inestabilidad de nuestro universo; en cambio, no hay formulación que ampare la posibilidad de que una persona cambie de realidad al salir de su casa para ir al trabajo.
Por un lado, hablaba con convencimiento, pero por otro dudaba de estar en lo cierto. Si yo había soñado con una o más personas durante décadas, personas que a la postre habían resultado ser reales, no podía descartar que lo experimentado por el señor Harding formara parte de una singularidad, de una anomalía. Después de todo, las singularidades —entendiendo por tales aquellas cosas sobresalientes por su condición de inhabituales— no eran más que lagunas que los físicos no habíamos sabido rellenar.
Llevábamos recorridas unas tres millas cuando sendos helicópteros sobrevolaron por encima de nuestras cabezas.
—Mister Scrooge y sus muchachos —dijo Bradley señalando con el dedo índice de su mano izquierda hacia el cielo. Al sacar la cabeza por la ventanilla, leí en la panza de ambas aeronaves «Bradley Crops & Company».
—¡Qué diablos! ¿No será usted el dueño de los helicópteros? —le pregunté.
Una media sonrisa anticipó su respuesta.
—Por supuesto. Si no tiene miedo a las alturas, luego me gustaría enseñarle unos cuantos campos de cereal desde el aire.
—De modo que no sólo organiza vigilias a grupos de creyentes, sino que luego les alquila los helicópteros para que contemplen la creación llevada a cabo por inteligencias extraterrestres. John, he de reconocerle el mérito de haber organizado todo un tinglado con apariencia de circo.
—¿Qué insinúa?
—Que la inteligencia que crea esos círculos es terrenal, tan terrenal como usted y yo.
—No voy a negarle que muchos de los círculos son obra de la mano del hombre, pero otro tanto por ciento carecen de explicación. En mi opinión, son auténticos. Fruto de un fenómeno que trasciende lo racional. De ahí que mi grupo y yo dediquemos buena parte de nuestro tiempo y energías en discriminar los casos verdaderos de los que no lo son, y en denunciar a quienes allanan los sembrados con el único propósito de lucrarse o de gastar una broma.
—¿De verdad cree que seres de otro planeta han grabado un falo en mitad de un sembrado para satisfacer a un tipo como mister Scrooge?
—No —reconoció al fin—. En mi opinión, un miembro del grupo de mister Scrooge ha hablado más de la cuenta en uno de los pubs de la zona, lo que suele ocurrir a menudo. Todo el mundo quiere colgarse una medalla, tener una historia que contar. El resto es fácil de deducir. Les han gastado una broma, y de camino le han atestado un golpe a la credibilidad del fenómeno. Así es como funcionan las cosas por aquí. No te puedes fiar de nadie.
—Por sus palabras se diría que un círculo es una tarta por cuyas porciones pelean las distintas facciones que operan en la zona, ya sean creyentes o detractores.
—No voy a negarle que mis helicópteros están a disposición de cualquiera, sea o no creyente. Hay facturas que pagar, y sólo puedo explotarlos durante los meses de verano. Pero eso no quita para que persiga que se preserve la pureza del fenómeno.
—De modo que usted siempre gana.
—Una organización como la nuestra necesita fondos para poder funcionar. Muchos de mis colaboradores trabajan a jornada completa. Se trata, en definitiva, de un trabajo que requiere de remuneración.
—Si es como asegura, si persigue que se preserve la pureza del fenómeno de los círculos de las cosechas, ¿por qué no le dice la verdad a mister Scrooge? —le pregunté.
—¡Oh, sí, la verdad! ¿Acaso alguien sabe qué es la verdad? ¿Dónde se esconde la verdad? ¿Tal vez en uno de los once mil millones de planetas que son susceptibles de albergar vida, según los últimos descubrimientos de astrofísicos y cosmólogos? Mister Scrooge está convencido de mantener relaciones sexuales con un ser de otro planeta, y ahí arriba hay once mil millones de razones que refuerzan su convencimiento. Tendría las de perder. ¿De verdad cree que algo cambiaría si yo le dijera que el falo grabado en ese campo de cereal es obra de un bromista?
—Pero al alquilarle sus helicópteros, sabiendo lo que sabe, se convierte en cómplice del fraude —le hice ver.
—Las cosas no son tan sencillas como parecen. Si no tiene inconveniente, lo recojo a las tres y media en su hotel, y le enseño la razón por la que estoy aquí, por la que lucho. Está, además, el asunto de Julia. Su sufrimiento es verdadero. Tan auténtico como la fe de mister Scrooge.
Con el regusto del nombre de Julia, me fui a descansar a la habitación. Después de todo, ella era la pieza clave de aquel rompecabezas. La razón por la que estaba dispuesto a pasar por todo aquello.
De la misma manera que había quien se relajaba completando crucigramas o sudokus, yo lo hacía elaborando árboles temporales de mundos paralelos. Un juego que había bautizado con el nombre de «Todos los mundos». Un entretenimiento que me permitía especular con mis otros yo, y también con los de mis seres queridos.
En la teoría de todos los mundos que interactúan, algunos de estos universos, que son vecinos cósmicos, serían casi idénticos al nuestro, por lo que no habría muchas diferencias con respecto a nuestros dobles. Otros, por el contrario, serían universos completamente diferentes al nuestro. Eso sí, en un universo cercano podría existir una copia malvada de mí. Un Bernardo Pastor-Luján, iletrado y violento, que estaría cumpliendo una larga pena de cárcel. Cada decisión que este malvado doble mío no tome, daría pie a la creación de otro universo donde la decisión desechada se materializaría, dando lugar, por tanto, a otro universo. Así una y otra vez.
La consecuencia de este proceso sería la creación de infinitos universos que abarcarían todas las posibilidades, todos los escenarios. Todas las probabilidades, en consecuencia, serían igual de reales. De modo que tenía que existir un universo en el que Lucía dio a luz con éxito a Valentina, en el que ninguna de las dos falleció, en el que Valentina no nos fue robada, donde ninguno de nosotros fuimos abducidos, ni siquiera Elvira, y donde éramos tan felices como en mis sueños.
He de reconocer que no siempre me mostraba tan optimista, y mi juego me llevaba a conclusiones más comprometedoras. Por ejemplo, si aplicaba el nombre del papa Francisco a mi árbol de mundos posibles, y comenzaba a ramificar cada una de las opciones, el sumo pontífice era ateo en uno de estos universos, y en otro era un asesino. Y en otro, ambas cosas a la vez.
Una hora más tarde, oí a mister Scrooge enzarzarse en una acalorada discusión con la persona que ocupaba la habitación vecina a la mía. Al parecer, Scrooge estaba tratando de averiguar quién o quiénes habían contravenido las directrices, pues al sobrevolar el sembrado donde había aparecido el falo invocado mentalmente por el grupo, habían detectado desde el helicóptero que el prepucio presentaba un piercing. ¡Del tipo príncipe Alberto! Un piercing genital que consistía en un anillo que se extendía a través de la parte inferior del glande, desde la abertura uretral hasta el arranque del tallo del pene.
Yo desconocía quién era el Príncipe Alberto, pero fuera quien fuese, mister Scrooge parecía verdaderamente decepcionado con el asunto del piercing.