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Mis retinas aún conservaban las imágenes de los campos dorados o verdes del condado de Wiltshire vistos desde el cielo, cuando al entrar en mi habitación intuí la presencia de alguien. En realidad, no vi a nadie, pero sí percibí un olor a colonia de varón que me puso sobre aviso.

Al encender la luz, encontré al señor Gaffigan tumbado sobre la cama, y a Trevor Stevenson sentado en la silla desde la que yo contemplaba las fotografías de mi hija. Este llevaba un revólver en la mano derecha, pero no me apuntaba, como si no supiera muy bien qué hacer con él. En la otra mano, sostenía un vaso de whisky.

—Bueno, amigo, se acabó el juego —habló Gaffigan como lo hubiera hecho una esposa que comenta los asuntos del día con su esposo, justo antes de que éste se meta con ella en la cama.

—¿Qué diablos hacen aquí? —les pregunté tratando de imprimir cierta indignación a mi tono de voz.

Trevor Stevenson apuró el whisky antes de responderme con otra pregunta:

—¿Qué tal si nos cuenta primero por qué tiene una foto y un retrato robot de Julia Bradley?

Bueno, me habían pillado.

—Es una historia larga de contar —reconocí.

—Como la de cualquier fisgón que de pronto se ve metido en un lío del que no sabe cómo salir. ¿Es usted un fisgón o es algo aún mucho peor? —volvió a intervenir Gafigan, al tiempo que giraba su cuerpo para reincorporarse.

—No es necesario entrar en descalificaciones. Esas fotografías tiene que ver con mi historia personal —traté de defenderme.

—A John le encantará escuchar esa historia personal, profesor. Y a mí romperle la crisma cuando haya acabado —apuntó Trevor.

Dicho lo cual, el cañón de la pistola tomó el rumbo de mi cuerpo.

—John está abajo esperando, en el coche. Así que andando —añadió.

—Acabo de bajarme de su coche hace cinco minutos —le hice ver— he pasado toda la tarde con él.

—Sabemos dónde ha pasado la tarde. Jim nos avisó de lo que guardaba en su habitación. Y John nos mandó para comprobarlo.

—¿Quién es Jim?

—El chico de la recepción. John es también el dueño del hotel.

—¿Bradley es el dueño del hotel?

El cañón de la pistola hizo rápido un movimiento de asentimiento.

—Comprendo. O mejor dicho, no comprendo por qué andan espiándome.

—Por las fotografías que obran en su poder, se diría que es usted quien anda espiando, ¿no le parece?

—Ya les he dicho que es una larga historia.

—Y nosotros que John está abajo, y quiere escuchar su historia —incidió Trevor.

—Usted primero —me cedió el paso Gaffigan después de coger las fotografías y el retrato robot de Julia y de abrir la puerta.

Deseé que mister Scrooge y sus muchachos irrumpieran en el hotel, pero no hubo suerte. En cualquier caso, pensaran aquellos hombres lo que pensaran sobre la procedencia y la intencionalidad de las fotografías, había llegado el momento de confesar la verdad.

Jim, el recepcionista, ni siquiera me miró cuando pasé delante de sus narices.

John Bradley aguardaba con la espalda apoyada sobre uno de los laterales del coche. Miraba hacia el paisaje que tenía delante como si se hubiera propuesto contar el número de menhires que quedaban al alcance de su vista. Giró la cabeza en nuestra dirección cuando el contacto del calzado con la gravilla rompió el silencio circundante.

—Hola de nuevo, Bernardo.

Su voz sonó amable, como si me estuviera esperando para realizar un nuevo paseo en helicóptero.

—¿Qué diablos está pasando, John? ¿A qué viene esta farsa?

—Eso mismo nos preguntamos nosotros, Bernardo. Tiene una fotografía de mi hija idéntica a otra que yo tengo en casa. Y también su retrato robot. ¿De dónde las ha sacado?

Yo también tenía mi propia lista de reproches, así que preferí exponerlos antes para equilibrar la situación.

—Ha mandado registrar mi dormitorio. Y Trevor me ha apuntado con una pistola —le recriminé.

—Y es posible que adopte alguna medida más drástica, si no me dice por qué tiene una fotografía y un retrato robot de mi hija.

Ahora su tono de voz resultó más categórico, como si de verdad hablara en serio, lo que terminó por alarmarme.

—De acuerdo. Le diré por qué tengo esas fotografías, con la condición de que luego me explique por qué era necesario traerme a punta de pistola.

Bradley extendió ambos brazos, tal que un Cristo Redentor, antes de decir:

—Le escucho.

—Soy el padre de su hija —reconocí.

—¿Qué es el qué?

—Lo que oye. Soy el padre biológico de Julia. Al menos, eso creo —puntualicé.

Bradley me escrutó durante unos segundos de arriba abajo, desde la expresión de mis ojos a los gestos de mi cara o los movimientos de mis manos.

—Buen intento, Bernardo, pero está mintiendo. El padre de Julia fue asesinado en Brasil en extrañas circunstancias. Julia tenía entonces seis o siete años, no estoy seguro, y su padre era un estafador que huyó de España a Brasil, porque ambos países carecían de tratado de extradición.

—Si no me cree, sólo tiene que arrancarme un poco de cabello y comparar mi ADN con el de ella —le ofrecí—. Julia, cuyo nombre iba a ser Valentina por deseo expreso de mi esposa, nació en la clínica San Román de Madrid, el 15 de julio de 1980. En el transcurso del parto, su madre biológica murió por causa de una atonía uterina. Así las cosas, la abuela de Valentina, mi suegra, una mujer llamada Elvira, decidió entregarla en adopción. Dos años más tarde, la clínica fue clausurada por traficar con bebés robados. Pero ya era demasiado tarde. Los archivos fueron destruidos con el propósito de eliminar pruebas que incriminaran a los responsables de la clínica, y yo estaba por aquel entonces dando clases en la Universidad de Loyola, en Chicago, donde me refugié para superar el dolor que me causó perder a mi esposa y a mi hija el mismo día.

»Hace unos meses me reuní con mi suegra. Nunca habíamos mantenido una buena relación, pero supe a través de la prensa que los casos de bebés robados en una clínica de Madrid llamada San Román seguían aflorando. En el transcurso de aquella conversación, me confesó lo que acabo de contarle, tras lo cual se suicidó. Me dejó en herencia un par de fotografías de la pequeña, una de bebé, y otra a la edad de cuatro años. Aquellas fotografías formaban parte del trato al que, al parecer, había llegado con el propietario de la clínica a cambio de entregarle a la niña.

Mi exposición dejó a Bradley sin habla, como si no estuviera seguro cómo habría de digerir mis palabras.

— ¿Y qué motivos tenía su suegra para querer entregar a su nieta en adopción? —me preguntó al fin.

—Eso mismo me sigo preguntando yo. Según me confesó, tanto ella como mi esposa habían sido abducidas y fecundadas por alienígenas en repetidas ocasiones…

Los párpados de Bradley se abrieron de par en par, y sus cejas se enarcaron, antes de decir:

—Como Julia.

—Exactamente, como Julia. La abuela pensó que si entregaba en adopción a la pequeña, la libraría de aquella maldición que afectaba a las mujeres de la familia.

—Pero no fue así.

—En efecto, al parecer, no sirvió de nada.

—Entonces, ¿el día de la conferencia…?

El cerebro de Bradley había logrado establecer por fin las sinapsis correctas que le permitieron comprender hacia dónde se encaminaba mi historia.

—Nada de lo que le he contado había sucedido antes de ese día, sin embargo, en el transcurso de la charla ocurrió algo extraordinario.

—¿A qué se refiere?

—El día del cuarto cumpleaños de Valentina comencé a soñar con ella y con su madre. Sueños vívidos, reales, que se sucedieron durante treinta años, todas y cada una de las noches. Vi crecer a mi hija, tal y como si estuviera viva. Incluso viví de primera mano su noviazgo con un joven idéntico a Trevor Stevenson. Un tipo que en mis sueños obedecía a otro nombre. Unos días antes de asistir a su conferencia, los sueños se interrumpieron. No podía pegar ojo. Me volví insomne. Lo que sucedió a continuación, ya puede imaginárselo. Cuando Julia subió al escenario en el Ateneo de Madrid, reconocí en ella a mi hija Valentina. Era la misma joven que habitaba en mis sueños. Su rostro, su voz, sus gestos, todo coincidía. Incluso su parecido con su madre biológica resultaba asombroso…

Aproveché para enseñarle a Bradley una pequeña fotografía de carnet de mi esposa, que guardaba en la cartera.

—Esta es Lucía, la madre de Valentina. Como verá, el parecido que guarda con Julia es innegable.

John le echó un vistazo a la fotografía. Me la devolvió y se limitó a corroborar lo dicho por mí.

—Sí, el parecido de esta mujer con Julia es innegable.

—Soy consciente de que mi historia es insólita, pero al mismo tiempo es cierta. No le miento, John.

—De modo que Harding no es el único que cree haber visitado un universo paralelo.

—La cuestión es que Julia habita este mundo. Por eso estoy aquí. No existe otra razón. No se lo tome a mal, pero sus círculos no me interesan más que como objetos de un arte singular.

—No sabe el peso que me quita de encima —aseguró Bradley.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Porque así no tendré que matarlo.