6

El rabí Meir era un hombre de aspecto trasnochado, que hablaba un inglés con un marcado acento ruso mezclado con yiddish. Una sorprendente combinación cuyo resultado era un discurso átono, carente de musicalidad. A lo sumo, uno tenía la impresión de estar escuchando el monótono zumbido de una abeja. Sólo de vez en cuando el rabí Meir se permitía soltar un aguijonazo, que pillaba desprevenido a su interlocutor. Entonces su voz chirriaba como los goznes mal engrasados de una puerta. La larga barba plateada que cubría buena parte de su rostro ayudaba a crear un efecto hipnótico, como si las palabras que salían de su boca levantaran un aire suave que hacía vibrar las guedejas como hilos de alambre, que el propio rabí mesaba con furia de vez en cuando. Por no hablar de los bucles que colgaban de sus sienes y que se movían como péndulos de un reloj de pared. Tampoco su vestimenta ayudaba a suavizar su aspecto de hombre severo y anticuado, pues siempre vestía un talif katan de franjas azules encima de un traje oscuro, e iba tocado con el shtraiml, el sombrero con adornos de piel característico de los judíos de la Europa Oriental.

—He conseguido que Walter Czollek acepte reunirse con usted, pero antes me gustaría que mantuviéramos una breve conversación sobre el segundo nombre que había escrito en el tarjetón que me hizo llegar a través de su criada —me dijo a modo de saludo.

—¿Quiere que hablemos de Leon Blumenthal? —pregunté sorprendido.

—Si no tiene inconveniente, me gustaría exponerle el punto de vista de la comunidad a la que represento con respecto al asunto del asesinato de Herr Blumenthal. Sé que su muerte está envuelta en el misterio, y que han circulado ciertos rumores malévolos que nos señalan como responsables. Evidentemente, se trata de un mero pábulo que no se ajusta a la verdad, aunque, para serle del todo franco, la muerte de Herr Blumenthal ha causado entre nosotros cierto alivio.

—Los japoneses creen que se trata de un crimen pasional —intervine—. No le voy a negar que yo, en cambio, pensé seriamente en que ustedes pudieran estar detrás de su asesinato.

—Desde luego Herr Blumenthal merecía morir, aunque esté mal que yo lo diga —señaló a continuación, como si estuviera entonando un salmo.

Y tras tomarse unos segundos, añadió:

—Todo judío ha de ser un buen judío, con independencia de que sea o no creyente. Y su amigo era un «go». En hebreo la palabra «go» significa literalmente «nación», pero también se trata de una expresión que empleamos cuando queremos decirle a otro judío que carece de compromiso religioso, como le ocurría a Herr Blumenthal. ¿Ha oído hablar del rabino Yehuda Löw ben Bezalel?

—No —reconocí.

—Vivió en Praga, en tiempos del emperador Rodolfo II. Llegó a ser muy famoso por dos motivos. El primero porque fue el creador de un famoso Gólem que fabricó con barro del río Moldava. El segundo porque su sagacidad e ingenio eran tan grandes que durante muchos años fue capaz de darle esquinazo a la muerte. La primera vez que vio el rostro de la parca fue precisamente en el cementerio de la judería de Praga. La ciudad estaba siendo asolada por la peste, y la muerte leía en un papel los nombres de aquellos a quienes tenía que arrebatarles la vida esa misma noche. Yehuda Löw se dio cuenta de que su nombre figuraba el primero en la lista y, en un acto reflejo, le arrebató la hoja a la muerte y la hizo añicos. Sorprendida, la parca le dijo al rabino Löw: «Esta vez te has escapado, pero cuídate de volver a encontrarte conmigo». Desde entonces, el rabino Löw trató siempre de evitar encontrarse con la muerte, poniendo todo su empeño e ingenio en esa misión. Incluso inventó una especie de reloj que sonaba cuando la muerte se le aproximaba. Hasta que un día el rabino Löw decidió celebrar su fiesta de cumpleaños, a la que invitó a todos sus amigos. La última en llegar fue su amada hija Lena, que le regaló una hermosísima rosa. El rabino Löw, con el corazón rebosante de amor paternal, aspiró la fragancia de aquella flor. Al hacerlo, cayó al suelo fulminado. La muerte se había ocultado en una de las gotas de rocío que impregnaban la rosa.

—¿Qué tiene que ver esta historia con Herr Blumenthal? —me interesé.

—La historia del rabino Löw y de Herr Blumenthal están llenas de paralelismos. Herr Blumenthal era un Gólem que trabajaba para los nazis, que traicionó a su pueblo. Eso le granjeó numerosos enemigos que, en no pocas ocasiones, planearon acabar con su vida. Sin embargo, Herr Blumenthal tenía la habilidad de eludir siempre su cita con la muerte, entre otras razones porque contaba con la información que le proporcionaba el Servicio de Inteligencia japonés.

—En pocas palabras, Blumenthal disponía de un reloj parecido al del rabino Löw, que le avisaba de la presencia de la muerte, es decir, cada vez que ustedes iban a atentar contra él. Supongo que por ese motivo no iba a dormir al gueto —elucubré.

—Puede expresarse de esa manera. Hasta que finalmente la muerte encontró la forma de camuflarse…

—Se vistió de prostituta y le sajó el sexo de un tajo…

—Da igual el disfraz que adoptara. También la muerte tiene su propio reloj. Lo importante es que se ha hecho justicia. Existe entre nuestra gente un movimiento llamado Betar. No se trata de un movimiento político, sino ideológico. A través de este movimiento estamos tratando de inculcarles a los jóvenes judíos la idea de un sionismo fuerte que nos conduzca a la creación de un Estado propio. Durante un tiempo, Herr Blumenthal participó en la financiación de una revista para jóvenes llamada El Tótem. Una publicación que perseguía inculcar los valores del sionismo puro entre la juventud hebrea de Shanghai. Un día descubrimos que Herr Blumenthal informaba de nuestros planes a Hermann Kriebel, el cónsul de Alemania en Shanghai, a cambio de dinero y de protección. La noticia nos causó una profunda decepción. En cualquier país, alguien que hiciera algo así sería fusilado por traición. Desgraciadamente, los judíos aún no tenemos un Estado propio con leyes que puedan defendernos incluso de nuestra propia gente…

—Comprendo.

—Verá, un buen betarí cree en el monismo, es decir, lo reduce todo a una sola idea: el sionismo ha de ser lo más puro posible. El sionismo ha de tener una sola bandera, jad-nes, como decimos en nuestra lengua. De modo que quienes creemos en el movimiento Betar, opinamos que el sionismo no se debe mezclar con otros ideales que interfieran en la creación del Estado judío del que le he hablado. Desgraciadamente, existen judíos como Walter Czollek que creen en el socialismo como camino para todos los pueblos del mundo. El problema es que mientras el sionismo de Betar es nacionalista, el socialismo tiene una clara proyección internacional, con lo que sionismo y socialismo son incompatibles. Los judíos tenemos una antigua expresión que define a la perfección lo que estoy tratando de explicarle: Shatnez. Se trata de un término que se refiere a la prohibición de mezclar lana con lino. Por eso los movimientos como el Betar no pueden estar de acuerdo con aquellos judíos que «practican» el comunismo, porque la lana y el lino no son materiales que casen bien.

—¿Está comparando a Walter Czollek con Herr Blumenthal? —le pregunté.

—En absoluto. Czollek no es un traidor. Todo lo contrario. Como comunista, es un héroe entre su gente. Su problema es que antepone su ideología política al destino de su pueblo. No tiene sentido de «go». No piensa en la posibilidad de tener nuestra propia nación. Sólo se mira en un espejo: el de los bolcheviques rusos. Para colmo, lo hace con demasiado ruido, vociferando desde una emisora de radio clandestina. Sus alocuciones nos perjudican a quienes estamos tratando de construir un Estado judío basado en la pureza del sionismo, y llevamos a cabo nuestro trabajo en silencio.

—De modo que mientras a Czollek le falta desarrollar su sentido de «go», de la nación judía como tal, Blumenthal era un «go», alguien descreído capaz de traicionar a su propia gente —resumí.

—Así es. La falta del sentido de nación, y quien no cumple con ella traicionándola, ésa es, en efecto, la diferencia entre Walter Czollek y Herr Blumenthal. Lo más curioso es que en hebreo la misma palabra, «go», sirve para referirse a situaciones tan antagónicas.

—¿Adónde quiere ir a parar? —le pregunté a continuación.

—Me temo que es usted quien debe formularse esa pregunta a sí mismo. Escribir en un mismo tarjetón el nombre de un judío colaboracionista y el de un judío comunista es lo mismo que mezclar lana con lino. Shatnez. Algo que no casa, que está prohibido.

—Sólo quiero saber por qué Walter Czollek quería entrevistarse con Leon Blumenthal —reconocí.

—Me temo que con su insistencia sólo conseguirá enredar aún más la madeja-dijo. Y me hizo entrega de dos publicaciones escritas en caracteres cirílicos.

—Ni hablo ni leo el ruso —reconocí.

—El periódico se llama Nas Put, y se publica en la ciudad de Harbin, la capital de la provincia de Heilongjiang, al norte de Machuria. La revista, en cambio, se publica aquí, en Shanghai —me aclaró—. Ambas publicaciones están financiadas por el Partido Fascista Ruso, cuyos miembros cuentan con el apoyo de los japoneses. Los rusos fascistas se oponen al liberalismo, al socialismo y, por supuesto, también están en contra del pueblo judío. Pero no sólo hemos de preocuparnos de los fascistas rusos. También están los miembros del Bund o federación de trabajadores judíos de Lituania, Polonia y Rusia, un movimiento político de ideología socialista contrario al sionismo que defiende que la emigración a Palestina de nuestro pueblo sería una forma de huir. Ni siquiera admiten la lengua hebrea como lengua nacional de nuestro pueblo. Czollek es uno de estos socialistas judíos que se oponen a nuestro traslado a Palestina. Aunque no es el único. En Shanghai hay varios cientos de militantes del Bund, sindicalistas judíos venidos de la Europa Oriental. Así que los seguidores del movimiento Betar y los miembros de la federación de trabajadores judíos somos incapaces de ponernos de acuerdo. En resumen, judíos contra judíos. Un desastre se mire por donde se mire. La división política de nuestro pueblo sólo tiene un beneficiario: el fascismo internacional. ¿Comprende ahora por qué es necesario crear un Estado de Israel? Todo el mundo quiere acabar de una forma u otra con nosotros, de manera que si al menos dispusiéramos de una tierra, podríamos defendernos por nuestros propios medios.

—Defenderse de tipos como Leon Blumenthal y Walter Czollek, quienes son un estorbo para la causa judía.

—Sólo queremos un pedazo de tierra en Palestina donde poder vivir en paz. No tendría sentido crear el Estado de Israel en la Guyana Británica, Madagascar, África Central o Alaska, tal y como propusieron las grandes potencias en la Conferencia Internacional celebrada en Evian. Los judíos somos descendientes de los israelitas que vivían en Oriente Medio, en Judea, de modo que no se nos ha perdido nada en la Guyana Británica, en Madagascar, en África Central o en Alaska.

Le pedí a Nube Perfumada que me ayudara a embalar las antigüedades que me había comprometido a enviarle a Fukuda. Naturalmente, la dirección se correspondía con la de su casa, un hermoso lodge en uno de los distritos residenciales de Shanghai.

Viendo a Nube Perfumada moverse por la casa, daban ganas de envolverla también a ella, como un objeto delicado.

—¿Por qué quieres deshacerte de tantos objetos bonitos? ¿Se los regalas a una mujer para conquistar su corazón? Cualquier hombre que me regalara cosas hermosas como éstas tendría derecho a poseer mi corazón… Al menos una larga temporada…

Y se rió como una muchacha que acabara de descubrir su capacidad para coquetear.

—No, éste es el regalo que le hago a un hombre a cambio de salvar la vida de una mujer —aclaré.

Mi respuesta consiguió ensombrecer su rostro de magnolia blanca.

—¿Acaso quieres cambiarme? ¿He hecho algo malo? ¿No soy una buena criada?

—¡Claro que eres una buena criada! ¡Y claro que no quiero cambiarte! Pero la señora Blumenthal está muy enferma y necesita que le preste mi ayuda.

Cumshaw.

«Cumshaw» era la palabra que en inglés pidgin se empleaba para referirse a aquello que era gratuito, por ejemplo, un regalo.

—Yo también estoy enferma —añadió.

—Lo sé. La cuestión es que para poder sacar del gueto a la señora Blumenthal, he de casarme con ella —le hice ver.

—¿Casarte? ¿Vas a casarte con la señora Blumenthal?

—En cuanto obtenga el permiso de la Oficina para Asuntos de los Apátridas.

Para Nube Perfumada, el concepto de «apátrida» era tan incomprensible como el limbo o la misma Europa.

—No creo que la señora Blumenthal sea una buena esposa para ti —se desmarcó.

—¿Puede saberse por qué crees eso? —le pregunté intrigado.

—Porque el primer matrimonio de un hombre nunca ha de ser con una viuda. Ella ya está usada y tú no. En China, un soltero vale más que una viuda.

—Eso son supersticiones —le repliqué.

Claro que en China las supersticiones formaban parte de la vida cotidiana. El mismo Leon había tenido que dar un paso atrás cuando quiso levantar un pequeño puente que cruzara el estanque del jardín de la casa, sin tener en cuenta que los malos espíritus sólo podían caminar en línea recta.

—¿Te casarás en la Joss-house delante de un Joss-houseman? —me preguntó a continuación.

Se refería a la iglesia y al oficiante.

—Sí, me casaré con ella en la Joss-house.

—Pero tú y la señora Blumenthal sois de diferente Joss-Pidgin —observó a continuación.

—Así es. Pero pertenecer a diferentes religiones no es un impedimento para que dos personas puedan casarse.

¿No lo era? Ni siquiera había pensado en eso. Al día siguiente tendría que ir a la catedral de San Ignacio para hablar con el padre Faury. En mi condición de cónsul, yo tenía atribuciones para oficiar matrimonios, aunque en ningún caso el mío propio. Según el código civil español, si me declaraba apóstata podía casarme con Norah por lo civil. El problema era, por una parte, que no existía un vicecónsul que pudiera oficiar la ceremonia, y por otra que si me convertía en apóstata, el gobierno surgido del nuevo régimen, de confesión ultracatólica, me destituiría fulminantemente, con lo que Norah perdería la oportunidad de dejar de ser una apátrida. En cambio, el matrimonio eclesiástico llevaba implícito el matrimonio civil, de manera que la única forma de llevar a cabo mis planes pasaba por una boda por la iglesia.

Cuando terminamos de embalarlo todo, salí a la Avenue Joffre y contraté media docena de rickshaws para transportar la mercancía. Nube Perfumada se ocupó de que todo fuera convenientemente colocado, y luego, como si se tratara de la dama encargada de dar la salida en un Grand Prix, gritó en inglés pidgin:

¡Chop-chop! ¡Chop-chop!

«En efecto, rápido, todo va demasiado rápido», pensé.

—Hay un coche melican aparcado en la puerta —me advirtió Nube Perfumada al cabo de unas horas.

—¿Un coche americano? ¿Estás segura?

—Sí, hay un coche melican, con un hombre dentro fumando.

Me asomé a la ventana y, en efecto, un «prisionero», un flamante Packard de color crema, estaba aparcado delante de nuestro jardín.

Después de unos segundos, el coronel Fukuda se apeó del automóvil, aplastó el cigarrillo con la suela de su zapato y se dirigió a la verja de la casa.

Bajé a su encuentro.

—¿De dónde ha sacado ese Packard? Creía que ustedes los japoneses odiaban los coches americanos —observé.

—Nos han informado de que la resistencia tiene controladas las matrículas de nuestros vehículos, de modo que hemos decidido utilizar coches americanos. Tenemos cientos confiscados. Y nadie que los conduzca —se justificó.

En Shanghai, la resistencia tenía su centro de operaciones en el distrito de Chapei, al norte del gueto de Hongkew, donde los japoneses se habían ensañado en el año 37. Entre 1941 y 1942 los insurgentes habían logrado acabar con la vida de doscientos cuarenta miembros del ejército de ocupación. Ahora, periódicamente, los disidentes eran decapitados y sus cabezas expuestas en el Bund para desalentar a los rebeldes. Así que supuse que detrás del comentario de Fukuda se escondía en realidad su deseo de conducir uno de aquellos coches de lujo. Después de nuestro encuentro en el Shanghai Club, había llegado a la conclusión de que sus excéntricas ideas sobre las costumbres occidentales ocultaban una admiración sin límites por aquello que aseguraba deplorar.

—Comprendo.

—He venido a traerle personalmente el salvoconducto, firmado por los oficiales Ghoya y Kubota, y a comprobar que ha cumplido su parte del trato. ¿Me invita a pasar?

Le indiqué el camino con la mano.

—Una hermosa casa, ya lo creo. Es usted una persona afortunada al haber podido adquirirla a precio de saldo, ¿no le parece?

Y antes de que tuviera ocasión de replicarle, añadió:

—Realmente, se parece mucho a la mansión de monsieur Lucien Basset. ¿La conoce?

Basset era uno de los mayores magnates de la Concesión Francesa, donde se había hecho construir una casa de estilo ecléctico, con una techumbre holandesa, un porche semicircular cubierto, decorado con columnas neoclásicas, y un jardín chino.

—El proyecto es del mismo arquitecto, aunque esta casa es mucho más modesta —observé.

Ya en el interior, Fukuda pudo comprobar que había cumplido con mi palabra. La profusa ornamentación había desaparecido, dejando desnudas las paredes de color amarillo lechoso.

Viendo a Fukuda moverse de un lado a otro de la casa, llegué a la conclusión de que era un verdadero kurowaku. Tradicionalmente, los kurowaku estaban ligados al teatro kabuki. Se trataba de personajes que, vestidos siempre de negro, se desplazaban sigilosamente por el escenario cambiando los accesorios de lugar, y supuestamente eran invisibles para el espectador. Ahora el término kurowaku se empleaba también para aludir al carácter de los dirigentes poderosos que actuaban siempre a la sombra, sin dejarse ver.

En el reloj de pared del salón vi que eran las seis y media pasadas. Supuse que no era casual que Fukuda hubiera aparecido a aquella hora.

—¿Ha cenado? —le pregunté.

—No. Y tampoco he comido nunca con cuchillo y tenedor. Pero acepto su invitación.

Busqué a Nube Perfumada, que se había quedado clavada en un rincón de la habitación como una estatua, con la cabeza gacha. En su semblante se podía leer la tensión que experimentaba siempre que intuía una amenaza. Y Fukuda era para ella el máximo exponente del peligro.

Put another naiffo and catchee the chow-chow —le dije.

—¿Dlinkee? —me preguntó con un tono de voz servil, más propio de una «mujer de confort» que de una criada convencional.

—Yo me ocuparé.

—Si el pidgin inglés no sonara tan ridículo podría pasar por el idioma de los espías —observó Fukuda.

—Le he dicho que ponga otro cuchillo y que sirva la comida. Y ella me ha preguntado qué vamos a beber.

—He entendido lo que han dicho.

—¿Entonces habla también inglés pidgin?

—No, no lo hablo, pero sí lo comprendo.

—Va a utilizar por primera vez un tenedor para comer, ¿por qué no prueba a hablar en inglés pidgin? —le sugerí.

—No me interesa el inglés pidgin. Me parece una pérdida de tiempo.

No sabía cómo contentar a un invitado tan «especial» como el coronel Fukuda, máxime cuando todavía no me había entregado el salvoconducto para sacar a Norah del gueto, así que decidí improvisar un menú que le impresionara.

—¿Le gusta el Chardonnay? —le pregunté.

—Por supuesto.

—Descorcharé una botella.

Y dirigiéndome a Nube Perfumada, añadí:

Catchee the caviar.

—¿Cena a menudo caviar y bebe Chardonnay, doctor? —me preguntó como si me estuviera interrogando.

—Se trata de una remesa de latas y de botellas que pertenecían a Leon Blumenthal. Estaban incluidas en el lote cuando compré la casa. No creo que la viuda de Blumenthal tenga ganas de comer caviar después de todo lo que ha pasado. Y tampoco creo que se presente una mejor ocasión.

Dije esto último con el propósito de halagarlo, y acto seguido me sentí tan sucio como si me acabara de zambullir en las enlodadas aguas del Wangpoo.

—El caviar sí lo he probado. En una ocasión lo comí sobre blinis untados en nata amarga —comentó Fukuda.

—Aquí tendrá que tomarlo con cuchara de carey. Y no me diga que no sabe comer con cuchara porque el otro día tomó una sopa de miso con una cuchara en el Shanghai Club.

A falta de blinis, le ordené a Nube Perfumada que preparara una tortilla francesa con abundante mantequilla, y que picara cebolla muy fina. Y yo fui a buscar la botella de Chardonnay a la bodega.

—Louis Jadot. Beaume —anuncié a mi regreso.

Los destellos de pálido dorado se reflejaron en las pupilas del oficial del Kempei Tai que, tras contemplar con fruición la etiqueta de la botella, dijo:

—Voy a hacerle una pregunta y quiero que me responda con toda sinceridad. ¿Cuántas latas de caviar y cuántas botellas de Chardonnay tiene almacenadas en la despensa?

Me pregunté si mi subconsciente no había provocado aquella situación. A estas alturas, yo sabía que el punto débil de Fukuda era su avaricia. De manera que alardeando de poseer aquellos productos exclusivos pretendía consolidar mi posición. Sí, el caviar y el vino eran la propina que completaría su soborno.

—Guardo una docena de latas de caviar y otras tantas cajas de Chardonnay —reconocí como si me hubiera pillado en una falta.

—Siempre sospeché que Blumenthal se dedicaba al estraperlo además de a las antigüedades —expuso a continuación—. Pero lo que hiciera el señor Blumenthal en vida ya carece de importancia… Ahora hemos de preocuparnos por el presente, por las relaciones entre nuestros dos países, entre nosotros… como socios que luchan contra el mismo enemigo…

—Desde luego había pensado entregarle toda esa mercancía… —me adelanté a sus conclusiones.

—No esperaba otra cosa de usted, doctor Niboli —respondió a mis palabras empleando un tono contemporizador.

—Mañana le haré llegar el caviar y el vino a la dirección que me proporcionó.

—¿Para qué esperar a mañana? El Packard tiene un maletero muy amplio. He de reconocer que los americanos saben fabricar buenos automóviles…

A continuación, Nube Perfumada sirvió la cena. Fukuda dio cuenta del caviar ignorando la cebolla y después devoró la tortilla con fruición.

—¿Qué le parece? —me interesé tratando de mantener vivo mi papel como anfitrión.

—¿Se refiere a comer con tenedor?

Asentí.

—Es una costumbre tan horrible que hasta resulta fascinante. Es como comer mientras el dentista hurga en el interior de tu boca. Pero he conocido torturas peores que tener que comer mordisqueando un instrumento metálico, aunque sea plata de ley.

El comentario de Fukuda me hizo recordar que me encontraba en compañía de un asesino de la peor calaña. Pero se resistía a entregarme el documento que liberaba a Norah, por lo que tenía que seguir mostrándome amable.

—En realidad, en esta cena sobra un cubierto. El huevo nunca se ha de cortar con cuchillo —le hice ver.

—¿De veras? Curiosa costumbre. ¿Sabe lo que verdaderamente me llama la atención de ustedes, los occidentales?

—No.

—El valor que le dan a la vida y, en consecuencia, su apego a la misma.

—Todos los seres humanos sienten apego a la vida —observé.

—En términos individuales, sí. Pero una vez que el individuo es socializado convenientemente, el individualismo pierde su significado. Ustedes, en cambio, han sufrido una involución a cambio de desarrollar la conciencia individual. Le pondré un ejemplo. Usted va a casarse con una mujer no porque la ame, sino porque actuando de esa manera cree estar obrando bien. Mi pregunta es: ¿Qué es lo que tiene más importancia en su relación, el amor o el peso de su conciencia?

—El amor, por supuesto. Lo que sucede es que no se puede amar sin conciencia.

—Si me permite decirlo, a su «civilización» le falta una palabra en el diccionario. Una palabra que no han conseguido reunir ni siquiera con ese idioma mestizo del inglés pidgin.

Esperé durante unos segundos a que pronunciara la palabra de marras, pero al cabo comprendí que no saldría de su boca hasta que no fuera yo quien se interesara.

—¿Qué palabra es ésa, coronel Fukuda? —pregunté al fin.

—Kamikaze.

—¿Kamikaze?

—Kamikaze significa «viento divino», y fue un viento divino el que libró a Japón hace setecientos cincuenta años de caer en manos de Kublai Khan. En dos ocasiones, el kamikaze logró dispersar la flota de los mongoles, frustrando sus ansias expansionistas. Actualmente, cada japonés lleva dentro de sí ese «viento divino». Sé que para ustedes, los kamikazes no son más que fanáticos suicidas, pero detrás de cada uno de ellos hay un hombre convencido de que el fin supremo de la vida es precisamente sacrificarla. Y cada vida que se sacrifica sobre este principio fortalece a Japón y debilita a sus enemigos. El kamikaze es un símbolo de lo social frente a lo individual. En una sociedad que se precie, la cooperación ha de ser más importante que la competencia.

Cuando ya me disponía a rebatirle, me di cuenta de que, tal y como yo había hecho minutos antes, Fukuda trataba de llevarme a su terreno. Me estaba poniendo a prueba. Quería que discutiera con él. Que le proporcionara una coartada para no tener que entregarme el salvoconducto. Para un japonés, la meta de la comunicación en público era lograr la armonía entre los participantes, así que manifestar una opinión contraria o desairada se consideraba descortés. De ahí que los japoneses tendieran a no mostrar su desacuerdo en público.

—Es innegable que están realizando un buen trabajo en China y Corea —respondí a su desafío asegurando algo que no se correspondía con la verdad.

La ocupación japonesa de Corea había estado marcada por tres acontecimientos: el asesinato de la emperatriz Mun, a la que unos esbirros violaron, despedazaron y quemaron; la anexión del país en agosto de 1910; y la conversión de miles de coreanas en esclavas sexuales, a las que las fuerzas de ocupación habían bautizado como Chosen pi, es decir, vaginas coreanas.

Shanghai estaba llena de esas Chosen pi. Y todo el mundo sabía lo que pensaban sobre los japoneses y sobre lo que éstos habían hecho en su patria.

Otro tanto ocurría con la China ocupada. Si uno cogía un mapa y marcaba con un lápiz los territorios bajo el control del ejército japonés, descubría que las zonas bajo la dominación nipona semejaban la figura de un ahorcado con el vientre fláccido y el miembro erecto.

Mi respuesta provocó que Fukuda desistiera. Tal vez se daba por satisfecho con el botín obtenido.

—Dígame, ¿cuándo quiere casarse? —me interrogó a continuación, después de apurar su copa de Chardonnay.

—Lo antes posible. Mañana por la tarde o pasado mañana a lo más tardar.

—Aquí tiene el salvoconducto.

Y, tras entregarme el documento en mano, añadió:

—Supongo que tendré que felicitarle.

—Gracias.

Por último, me ocupé de trasladar el vino y el caviar desde la alacena hasta el maletero del Packard.

En cuanto Fukuda se marchó, le eché un vistazo al salvoconducto, que estaba escrito en japonés, y lo guardé entre las páginas de un libro. Se trataba de una obra de Joseph Conrad titulada El corazón de las tinieblas, que aún no había tenido ocasión de leer. En un párrafo elegido al azar, leí: «La conquista de la tierra, que más que nada consiste en arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy de cerca».

Llevaba un rato durmiendo cuando noté que un cuerpo se pegaba a mi espalda. Durante unos instantes, creí que formaba parte de un sueño, pero al cabo una mano se coló por entre la bragueta de mi pijama, me agarró el pene y comenzó a masajearlo con suma delicadeza, hacia delante y hacia atrás. La falta de artificiosidad de la operación me hizo comprender que estaba experimentando algo real. Tras revolverme en la cama, me di de bruces con Nube Perfumada. Un aliento dulce y agitado me golpeó en pleno rostro. Al poner mis manos sobre su cuerpo para apartarla, comprobé que estaba desnuda, y que las palpitaciones de su corazón tenían reflejo en las venas del cuello y en las sienes, agitadas por la excitación. Sin embargo, su desnudez en vez de incitar a la pasión acentuaba su desvalimiento, como si se tratara de un pajarillo recién nacido que se hubiera caído del nido. Incluso el vello de su pubis parecía el incipiente bigotito de un adolescente que todavía no ha empezado a afeitarse a diario.

—¿Puede saberse a qué viene esto? —le dije a modo de reproche, pero sin alzar la voz.

—Cuando te cases con la viuda de Herr Blumenthal necesitarás una amante —razonó.

Evité seguir la senda de aquella línea argumental, consciente de que para Nube Perfumada, como para otras muchas jóvenes chinas, el reconocimiento social, y por extensión la felicidad, se lograba por medio de la acumulación. El camino del matrimonio conducía indefectiblemente al concubinato, de la misma manera que un armario no se llenaba con un solo vestido.

—¿Acaso tengo una amante ahora que estoy soltero? No, ¿verdad? Pues tampoco pienso tenerla cuando me case —me desmarqué.

—¿Es que no te gusto?

Vi en sus ojos que tenía el orgullo herido. Tal vez era la primera vez en su vida que se desnudaba para un hombre que la rechazaba. Algo tan inusual para ella que, instintivamente, se cubrió con la sábana, como si de pronto se sintiera avergonzada.

—Eres una joven preciosa, pero si me acostara contigo, no podría volver a mirarte a los ojos —le expliqué.

—¿Por qué? Ningún hombre me ha mirado a los ojos mientras se acostaba conmigo.

Las palabras de Nube Perfumada eran tan descorazonadoras que me conmovieron.

—Si me acostara contigo me pondría a la altura de todos esos hombres que han abusado de ti. Y yo no quiero parecerme a ellos. Además, olvidas que soy tu médico. Ni siquiera has completado tu tratamiento contra la sífilis, de modo que no deberías pensar en acostarte con nadie.

—Si no te acuestas conmigo, la señora Blumenthal me echará de la casa y buscará una criada vieja —reconoció.

La ingenuidad y la inocencia de sus comentarios acabaron por enternecerme.

—Te prometo que eso no ocurrirá jamás —le aseguré agarrándole la mano—. Ahora haz el favor de ponerte algo.

—No quiero dormir sola. Tengo miedo.

Supuse que se refería al coronel Fukuda. Los chinos temían sobremanera a los espectros malignos. Para Nube Perfumada el alma del oficial del Kempei Tai moraba en el reino de las tinieblas, a pesar de que estuviera vivo. Fukuda era un kurowaku que movía los hilos en la sombra, que hacía y deshacía a su antojo. En el fondo, yo también le temía.

—Aquí no corres ningún peligro. En esta casa siempre estarás a salvo.

—¿Puedo contarte algo que me atormenta desde hace mucho tiempo? —me preguntó.

—¡Claro que puedes! ¡Habla!

—Yo tenía una compañera en la «casa de consuelo». Se llamaba Jiaodi. Un día cometió una indisciplina al negarse a satisfacer los deseos de un oficial japonés, que se empeñó en defecar en su cara. Como consecuencia de aquello, nos tuvieron sin comer durante tres días a todas las muchachas del prostíbulo. Al cabo de ese plazo, nos dieron una abundante ración de carne a cada una. Era tanta nuestra hambre que todas comimos con voracidad. Entonces el oficial que había sido desairado nos confesó entre carcajadas que acabábamos de comernos a Jiaodi.

Jamás había escuchado una historia tan terrible, así que la abracé y la apreté contra mi pecho.

—Está bien, si quieres puedes dormir conmigo —le dije a continuación—. Pero primero ponte un camisón.

Cuando Nube Perfumada regresó a la cama ya vestida, se acostó a mi lado con la fidelidad de una mascota. Se quedó inmediatamente dormida, sin importarle los truenos que retumbaban en el cielo y la luz espectral de los relámpagos que, cuales fogonazos del flash de una cámara fotográfica, inundaban la habitación. Acto seguido, su respiración se convirtió en un susurro incesante, un rumor que se parecía al de las olas cuando rompen con suavidad contra la orilla. Para entonces el smellum water de Norah ya había inundado la habitación. Antes de dormirme recordé un nuevo proverbio chino: en la naturaleza no hay castigos, ni premios, sólo consecuencias.

Esa noche soñé que el Wangpoo se desbordaba y que la ciudad se llenaba de cadáveres a los que les habían crecido las uñas.