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Tuve que valerme de mis contactos para implicar a la Cruz Roja Internacional en la «operación rescate» de Norah. La Cruz Roja no tenía competencias en el gueto judío, pero a pesar de esa circunstancia su personal estaba mucho más cualificado que el que trabajaba para la SACRA, la organización que se ocupaba de la dirección del «área determinada para apátridas». Su responsable, el doctor Louis Calame, era un suizo con vocación de misionero, siempre dispuesto a ayudar a quien lo necesitara, a pesar de que los japoneses no le facilitaban su trabajo. Japón no había ratificado el convenio de Ginebra de 1929 relativo al trato debido a los prisioneros de guerra, de modo que sólo había autorizado una delegación de la Cruz Roja en todo el territorio de la China ocupada, cuya sede estaba precisamente en Shanghai. Eso multiplicaba por cien el trabajo de Calame y de su equipo, que se las veían y se las deseaban para poder visitar los campos de prisioneros en lugares como Nanjing y Hong Kong. La razón por la que los japoneses daban tan poca importancia a los prisioneros de guerra tenía que ver con su sentido del honor. Para los soldados nipones la rendición era una ignominia, caer prisioneros equivalía a perder la dignidad, así que preferían quitarse la vida. La consecuencia de esta forma de proceder había supuesto que los campos de internamiento controlados por los japoneses estuvieran atestados, mientras que el número de prisioneros nipones en manos de los aliados era simbólico.

Obviamente, para que la Cruz Roja tomara cartas en el asunto, tuve que hablarles del caso de Norah y de la posibilidad de que el tifus acabara extendiéndose por todo el «área determinada para apátridas».

Me sorprendió encontrar en la ambulancia al doctor Calame en persona.

—Le debo un favor, Calame —le dije a modo de saludo—. Cuente conmigo para lo que necesite.

—Sólo trato de hacer bien mi trabajo —me respondió—. Quiero sopesar las posibilidades de que el brote de tifus que ha detectado no se convierta en una epidemia que afecte a toda la ciudad.

Se trataba de un hombre espigado con aspecto de estar siempre cansado, como si aún no se hubiera repuesto del periplo de más de diez mil kilómetros que se había visto obligado a realizar por las provincias del norte de China, con motivo de las inundaciones del río amarillo de 1938. No obstante, la palabra rendición no formaba parte del vocabulario de monsieur Calame. En las tres o cuatro ocasiones que habíamos tenido la oportunidad de mantener una conversación como colegas, siempre acababa por asegurarme que no era médico para luchar contra la enfermedad, sino contra el azar. Según Calame, Dios también tenía un Dios, y ése no era otro que el azar. De modo que en su tesón no había un ápice de humanitarismo o de conmiseración para con los enfermos. Trabajaba a destajo porque mantenía una guerra encarnizada contra el azar, que era donde anidaba la raíz de todo. El azar lo barría todo como si se tratara de un viento huracanado, contra el que poco o nada podía hacerse. El bien y el mal no existían para el azar. Simplemente, las cosas eran o sucedían sin más. La existencia de los seres humanos, por tanto, estaba sujeta —o quizá sería más preciso decir sometida— a las caprichosas leyes del azar, y lo mismo sucedía con todas y cada una de nuestras actividades. Incluso la guerra que el mundo estaba librando formaba parte del engranaje del azar. Una maquinaria prodigiosa que se alimentaba de hechos sin importarle las consecuencias. Tratar de cambiar el curso de esta corriente era, por tanto, como intentar contener la avalancha de agua de una presa cuyos muros han cedido: algo inútil.

Aunque yo no compartía su visión del mundo, había algo en lo que estaba de acuerdo con él: el azar había hecho que los dos olvidáramos el camino de vuelta a casa, pues China nos había subyugado a ambos.

—Deberían ser los japoneses quienes se ocuparan de prevenir las epidemias —apunté.

—Deberían, pero no lo harán. Así que tendremos que proporcionarles DDT a la SACRA si la situación es grave.

—En cualquier caso, hay que tratar este asunto con suma delicadeza. De lo contrario, los japoneses prohibirán la entrada y salida de judíos del gueto, con lo que éstos perderán sus puestos de trabajo y, en consecuencia, en vez de morir por las infecciones lo harán por causa del hambre. Un gueto en cuarentena puede provocar a la larga miles de muertos —le hice ver.

—Lo sé. Con los japoneses hay que obrar siempre con suma cautela. Por eso, en caso de que sea necesario, le entregaremos el DDT a la SACRA, cuyos miembros son judíos. Y si no bastara con eso, introduciremos el DDT a través del mercado negro. Sobornaremos a las mafias que operan en el gueto.

Afortunadamente, la situación médica que encontramos en el gueto resultó delicada, aunque no tan grave como yo había pronosticado. Tal vez el celo había cegado mi diagnóstico, pero incluso el supuesto tifus exantemático epidémico de Norah no resultó ser tal, sino fiebre tifoidea, una variante de la enfermedad más benigna. Con todo, urgía que se tomaran medidas rociando los inmuebles más «sensibles» con abundante DDT En especial el «heim» de Alcock Road. Para que el insecticida no acabara en manos de contrabandistas sin escrúpulos, Calame se lo entregó a los miembros de la Pao Chia, advirtiéndoles de que una mala distribución o un mal uso podían acarrear graves consecuencias para la salud de todos, sin excepciones.

—Si yo les hiciera entrega de un lingote de oro y ustedes lo vendieran, el resultado de ese acto sería que se enriquecerían, pero si lo que venden es DDT, la consecuencia será la muerte de sus hijos, pues ellos serán las víctimas de las infecciones. El tifus no distingue entre inocentes o avaros. Ataca a todo el mundo por igual —explicó Calame.

—Como el sonido de un reloj de cuco —bromeó uno de los miembros de la Pao Chia, en alusión a la nacionalidad de Calame.

—Un reloj de cuco es algo más que un simple reloj, su sonido sirve también de recordatorio, y eso es lo que deberían hacer ustedes, no olvidar que si optan por vender el DDT, el beneficio que obtengan tendrán que invertirlo en el sepelio de sus familiares —argumentó el médico suizo.

En la calle, a escasos veinte metros del puesto de la guardia donde estábamos celebrando la reunión, una muchedumbre de judíos aguardaba paciente su turno para salir del gueto. Otros, los que no disponían de pase para salir del «área determinada para apátridas», contemplaban el mundo exterior abrazados a los barrotes de la verja. En algunos casos, se trataba de madres que portaban consigo a sus hijos. Daba la impresión de que aguardaban un descuido de los Pao Chia para entregar las criaturas a alguien que estuviera al otro lado. ¿Acaso los cucos no depositaban sus huevos en los nidos de otras aves para que fueran éstas quienes los incubaran?, me pregunté. Sí, los cucos carecían de nidos propios y, en consecuencia, buscaban un hospedero. Desde luego, nadie podía considerar el gueto de Hongkew como su propio hogar, de modo que era legítimo que aquellas mujeres trataran de poner a salvo a sus hijos. Sin embargo, todo eran imaginaciones mías. Lo único que hacían aquellas mujeres era observar con detenimiento, casi con fruición, lo que ocurría al otro lado, en el «Shanghai libre». Vistas desde el lugar donde yo me encontraba, una atalaya que me permitía una visión cenital de la escena, parecían una compañía de actrices que, subidas al escenario, aguardaban a que el público tomara asiento y guardara silencio para poder iniciar la representación de la obra. Como los relojes de cuco de los que había hablado Calame, estaban condenadas a repetir los mismos movimientos, la misma canción, una y otra vez, sin poder abandonar jamás sus cajas de música, que no era otra cosa más que el nido de un pájaro que en realidad carecía de él.

Comparada con la boda entre Chiang Kai-shek y la señorita Mei-Ling Soong, celebrada en el Hotel Majestic, y a la que habían asistido trescientos invitados y miles de curiosos, la nuestra resultó una ceremonia íntima. No obstante, estuvo llena de detalles que convirtieron el enlace en un acto singular. Para empezar, la novia recibió el sacramento del matrimonio en la cama, vestida con un vistoso camisón que parecía una hopalanda, y debajo de una mosquitera que hacía las veces de velo nupcial. Los demás, es decir, el padre Faury, como oficiante, Stein, Friedman y Molmenti, en calidad de testigos, y Nube Perfumada y yo mismo, en mi condición de novio, permanecimos junto al marco de la puerta, pero sin traspasar el umbral. Sin querer dramatizar en exceso, daba la impresión de que se trataba de una boda en artículo de la muerte, a pesar de que la salud de la novia no corría peligro. Quizá por esa razón, los esponsales resultaron más emotivos que de costumbre. Nube Perfumada se encargó además de decorar la casa con flores, magnolias blancas en su mayoría, y siguiendo las indicaciones de la propia Norah, cocinó unos crêpes a la Gundel, sin flambear, para que el relleno de nueces y chocolate supieran a ron. También preparó una receta autóctona: kumquat, naranjas enanas confitadas, el único cítrico cuya cáscara era comestible. Stein y Friedman se encargaron de la bebida, y hasta encontraron una grabación de la rapsodia de Béla Bártok titulada Verbunkos, una extraña y evocadora música de origen zíngaro que los húsares del ejército austrohúngaro utilizaban como reclamo para el reclutamiento de jóvenes. A una sección lenta le seguía otra más rápida y aparentemente desenfadada. Al susurro de los violines, le seguía el sonido tónico del cimbalom húngaro. Unos cambios de ritmo que acabaron contagiando la conversación. Los efluvios del alcohol hicieron el resto. El padre Faury predijo la caída del mundo capitalista de la misma forma que se había hundido el imperio austro-húngaro. Stein confesó que aquella melodía le había traído a la memoria el recuerdo de otro mundo ya extinto: el de los zares bajo las cúpulas doradas de San Petersburgo. Friedman habló de la sangre de su padre derramada sobre la nieve: un ruso blanco masacrado sobre la blanca nieve; sangre roja escanciada como vino caliente por rusos rojos. Todo un alegato lleno de colorido: nieve blanca, rusos blancos; sangre roja, rusos rojos. Molmenti añoró con aullidos de lobo solitario la ausencia de su amante, el sijk del turbante de color índigo. Curiosamente, aquella música peculiar que nada tenía que ver con ninguno de nosotros consiguió que afloraran emociones que permanecían enquistadas en nuestros corazones. Incluso nuestras voces adquirieron una extraña reverberación. Parecíamos reclutas contando sus últimas impresiones antes de incorporarse al ejército, del que posiblemente nunca regresaríamos con vida. Y en el supuesto de que alguno lo consiguiera, lo haría convertido en otra clase de persona. En el fondo, todos clamábamos cambios.

Pasé mi primera noche de casado en la habitación contigua a la de Norah, ocupándome de suministrarle las medicinas a su hora y de mantenerla hidratada en todo momento. En una de mis visitas, tras sobreponerse a una insoportable sensación de asfixia fruto de la fiebre y del calor, me dijo:

—Estaba soñando que me crecían las uñas.

—Te hiciste la manicura ayer, para la boda. Yo mismo te proporcioné la lima y el esmalte para las uñas. Empleaste más de una hora —le recordé.

—Pero ahora temo que me hayan podido crecer durante el sueño, y que eso signifique que estoy a punto de morir.

—Tu vida no corre peligro. Ahora trata de descansar. Dentro de cuatro o cinco semanas todo habrá pasado.

Yo ya no pensaba únicamente en la fiebre tifoidea, sino en los evidentes síntomas de desnutrición.

—Me gustaría oír de nuevo el disco de Béla Bártok. Me trae recuerdos de mi infancia en Budapest. ¿Me llevarás a Hungría cuando todo esto termine? —dijo a continuación.

—Te lo prometo.

—Es curioso, pero Hungría se ha convertido en mi nueva Sefarad. ¡Añoro tanto el delicado sabor de la carpa del Balatón! ¡Qué extraños son los recuerdos! ¿No te parece? ¿Por qué recordamos unas cosas y otras no? ¿Por qué esas cosas y por qué en ese momento? Emily Hahn decía que las personas tenemos cuerpo, alma y memoria, y que cada una era independiente de la otra. Emily siempre tenía ideas muy originales.

—Ahora procura descansar.

—¿Crees que formamos una pareja adecuada? —preguntó a continuación.

—Si no fuera así, ya sería demasiado tarde. Acabamos de cumplir nuestras primeras seis horas de casados —bromeé.

—Lamento no haber estado en forma. Cuando me casé con Leon, en cambio, me encontraba en perfectas condiciones físicas y mentales, y sin embargo no era verdaderamente consciente del paso que estaba dando. ¡Era tan sólo una chiquilla!

—¡Basta de charla! —exclamé.

—¡Me has hecho tan feliz! Creo que dividiré toda esta felicidad en porciones, como si se tratara de un delicioso pastel, y las esconderé en distintos lugares, que sólo yo conoceré, por si algún día hay racionamiento…

—Me parece una idea estupenda. Así podrás comer pastel de felicidad todos los días.

—¿Puedo pedirte una última cosa?

—Naturalmente.

—Si muero quiero que me incineres y esparzas mis cenizas en el Danubio. Has de arrojarlas desde el puente de las Cadenas de Budapest. ¿Lo harás?

—No vas a morirte —dije—. Sólo tienes unas fiebres tifoideas. Y ahora procura descansar. Yo estaré en la habitación de al lado por si me necesitas.

—Prométeme que lo harás —insistió.

—Lo prometo. Pero haremos algo mejor. En cuanto te repongas, te llevaré a cenar a Friker.

Me refería al mejor restaurante de cocina centroeuropea de Shanghai, especializado en cocina húngara y vienesa.

—Friker era un restaurante de «apátridas», así que todos sus empleados están en el gueto, desde el chef al pianista —dijo con tristeza.

—Pero sigue abierto.

—Seguro que el cocinero es un ruso —observó con desdén.

—He oído decir que el gulash sigue siendo extraordinario.

—Sólo un cocinero húngaro sabe preparar un buen gulash, porque hay que estar muy familiarizado con las distintas clases de páprika. Si me llevas a Friker pondré el grito en el cielo.

—Está bien, si lo prefieres te llevaré a cenar a otro restaurante. Uno de cocina francesa. Así no tendrás que examinar al chef.

—¿Sigue abierta Casa Vostak?

Vostak era un pastelero ruso, cuyo local estaba situado en la Avenue Dubail, dentro de la Concesión Francesa.

—Creo que sí.

—Entonces prefiero que me traigas unos pasteles de crema y frutas de Vostak. Leon odiaba la repostería y siempre que le encargaba que me trajera pasteles de Casa Vostak, se olvidaba.

—Yo no me olvidaré.

Acabé preguntándome si aquello era el matrimonio: una sucesión de pequeñas concesiones que ahondaban el compromiso, un ejercicio de condescendencia cuya primera y fundamental premisa consistía en estar dispuesto a complacer a la persona amada.

A las ocho de la mañana, me aseé, me vestí y me dirigí al consulado. Allí inscribí a Norah Revesz como ciudadana española y di las instrucciones para que el cuerpo administrativo formalizara la documentación, que incluía un pasaporte en regla.