MANILA, 1975
Estimado señor Wang:
No se imagina cuánto lamento la enfermedad del viejo Gianni Molmenti. Si cabe, su estado de salud me servirá de acicate a la hora de escribir, como si lo hiciera por los dos. Recuerdo una frase suya que empleaba para referirse a los continuos cambios que se iban produciendo en la ciudad. «Shanghai era un reguero de chismes y ahora se ha convertido en un reguero de pólvora», decía. Así que si no tiene inconveniente, voy a tratar de narrarle cómo el reguero de chismes que era Shanghai se convirtió en un polvorín, cómo los corazones de quienes habitábamos en la ciudad se tornaron negros como el carbón (fruto de la desconfianza que provocaba la situación política general), cómo las palabras se transformaron en azufre, y cómo los japoneses primero, los nacionalistas chinos después y los conspiradores comunistas por último se encargaron del comburente y de hacerlo estallar todo en mil pedazos. No pierda el tiempo pensando si Shanghai fue tal o cuál cosa, porque la ciudad que usted recuerda fue solamente un sueño que duró cien años. Durante ese tiempo, Shanghai permaneció a los ojos del mundo oculta bajo un velo tejido por el humo de las pipas de opio. ¿Conoce una obra de Bertold Brecht titulada Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny? Narra la historia de una ciudad levantada en medio de la nada por un extravagante grupo de prófugos a los que las autoridades persiguen por quiebra fraudulenta y prostitución. Mahagonny se convierte así en un lugar consagrado al placer, sin leyes, el paraíso de los buscadores de oro y de los contrabandistas. Lo único que no estaba permitido en Mahagonny era carecer de dinero y, en consecuencia, la única regla que había que respetar era pagar las deudas. Pues bien, en cierta forma, la historia de Shanghai se parece mucho a la de Mahagonny. Shanghai fue erigida sobre terrenos pantanosos, muy cerca de la costa. Más tarde, la ciudad cayó en manos extranjeras, se establecieron las llamadas Concesiones Internacionales, y se crearon leyes que favorecían la especulación y el enriquecimiento de sus habitantes, con independencia del tipo de actividad que desarrollaran. Los únicos que se ganaban la vida con el sudor de su frente eran los culis chinos, que tiraban de los rickshaws. El fraude y la prostitución se convirtieron en los motores de la actividad económica y, como en Mahagonny, para sobrevivir bastaba con pagar las deudas. Pero también como sucedió en esta ciudad imaginaria, el placer se tornó primero en insaciable y más tarde en ingobernable. Fue entonces cuando se puso de manifiesto que Shanghai sólo había sido el sueño fraudulento de un puñado de tahúres. Como me dijo en una ocasión un sacerdote evangelista establecido en la ciudad, si Dios hubiera dejado que Shanghai perdurara, a continuación hubiera tenido que disculparse por haber destruido Sodoma y Gomorra. Desconozco si se debió a una maldición divina, pero cuando Shanghai tuvo que sobreponerse a las adversidades, cuando tuvo la oportunidad de reinventarse, lo que hizo fue traicionarse a sí misma. Sí, la metrópoli del Gran Humo se consumió como una pipa de opio.
Reciba un cordial saludo.
MARTÍN NIBOLI