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Según las instrucciones que me había dado el Rabí Meir Ashkenazi, tenía que reunirme con Walter Czollek en la Wang Tsung Lee Curio Store, en el número 543 de la Min Kuo Road, junto a la North Gate del distrito de Nanshi.

No me extrañó que Czollek me citara en la antigua ciudad china, habida cuenta de que se trataba de un dédalo de intrincadas callejuelas atestadas de comercios por los que fluía incesante un torrente humano que ninguna policía del mundo hubiera podido controlar. Cada callejón era un afluente que desembocaba en un río más caudaloso, como la Renmin Lu y la Zhonghua Lu, las dos arterias principales de Nanshi. Un dicho aseguraba que en el distrito chino se podía comprar cualquier cosa menos un ataúd.

En cuanto hube avanzado unos metros por la Min Kuo Road, recordé unas palabras de mi antecesor en el cargo cuando tuvo que referirse al distrito de Nanshi: «En la ciudad china, la muchedumbre se mueve como gusanera en carroña».

No le faltaba razón, pues cada movimiento resultaba lento y sinuoso, y la presión era tan grande que tenía la sensación de haber sido tragado por una corriente subterránea que me arrastraba a su antojo.

Como era de suponer, la Wang Tsung Lee Curio Store era una tienda donde se vendía de todo, desde instrumentos musicales hasta piezas de marfil y jade. Cuatro hombres jugaban al maj-hong en la entrada, mientras que una anciana cocinaba en la trastienda una sopa de judías dulces, bolas de masa hervidas y mazorcas de maíz.

El sahumerio con olor a comida me hizo recordar que apenas había probado bocado desde la boda. Pero en vez de despertarme el apetito, me provocó una náusea.

Como no conocía el procedimiento que debía seguir para anunciarme, entré en el establecimiento y cogí un bonito guqin que descansaba encima de una mesa junto a otros instrumentos. Luego rasgué una de las cuerdas de la cítara para llamar la atención de los hombres, que parecían abstraídos en el juego.

—No encontrará en toda la ciudad un guqin que produzca armonías más etéreas y tonos más expresivos. El guqin que tiene entre manos puede considerarse como el padre de la música china. Su precio, naturalmente, es muy elevado —se dirigió a mí uno de los hombres. Un tipo robusto, de estatura elevada y una tosca prótesis por mano derecha.

Miré el instrumento como quien se enfrenta a un problema de matemáticas abstruso. El hombre no terminaba de hablar claro, y yo tampoco sabía cómo abordar el asunto que me había llevado hasta allí.

—Creo que no es lo que ando buscando —dije.

—Si me dice qué busca, tal vez pueda ayudarle.

El jugador que ocupaba el asiento del «viento del Este» consiguió colocar sus «tejas» hasta completar el maj-hong, y eso provocó cierto revuelo contenido entre sus compañeros de partida. Las fichas estaban tan gastadas que parecían piezas dentales deslucidas.

—Busco un aparato de radio. Uno especial, donde pueda oír con nitidez la voz del locutor leyendo el parte de noticias.

A mí mismo me sorprendió la sutileza de mi exposición.

—En este local no tengo ningún aparato de radio, pero si me concede un minuto, le diré a mi sobrino que le acompañe hasta un lugar donde podrá encontrar lo que busca.

Luego mi interlocutor se dirigió en su lengua al más joven de los jugadores, quien a su vez salió del local y volvió a entrar en compañía de otros tres muchachos.

—Ya está arreglado. Sólo tiene que seguir a estos jóvenes —añadió.

Obedecí.

La marea humana volvió a engullirme en cuanto pisé de nuevo la calle. Por unos instantes perdí el contacto visual con mis guías, hasta el punto de que uno de ellos tuvo que rescatarme.

Después de atravesar varias callejas llenas de pequeños comercios y comedores, llegamos a un pabellón conocido como Huxinting —el de las cinco estrellas—, situado en mitad de un estanque, al que sólo se podía acceder a través de un puente trazado en zigzag para ahuyentar a los malos espíritus.

Pensé que aquel lugar, un antiguo salón de té, era el idóneo para burlar a los japoneses, ya que justo a sus espaldas se encontraban los jardines de Yuyuan. Un recinto de dos hectáreas que daba solar a cuarenta pabellones que incluían otros tantos ambientes distintos. Un verdadero laberinto de caminos sinuosos repleto de escondites y recovecos. De modo que la casa de té tenía un solo acceso, mientras que, por el contrario, disponía de numerosas salidas si se atravesaban los jardines de Yuyuan en la dirección opuesta. Además, observé que tres equipos de vigías oteaban todo lo que ocurría en los alrededores desde las atalayas de la Torre de las Vigilantes Olas, la Torre de la Permanente Claridad y la Torre de las Nubes Retornantes, las cotas más elevadas del complejo.

Nada más poner los pies en el interior del pabellón Huxinting, cada uno de mis cuatro acompañantes tomó asiento en una mesa distinta, formando una especie de cordón de seguridad. Luego una joven me indicó con la mano que la siguiera hasta una sala contigua. Allí fui invitado a tomar asiento en uno de los dos taburetes vacíos en torno a la única mesa que había en la estancia. Un mueble tradicional chino sobre el que descansaba todo lo necesario para la ceremonia del té.

Dos minutos más tarde hizo acto de presencia Walter Czollek. Pese a que era más bajo y robusto de lo que había imaginado, su rostro irradiaba una luz viva y su porte era increíblemente sereno. Czollek luchaba contra «los cortadores de cabezas» arriesgando su propia testa, por así decir, y eso le confería cierta superioridad moral que tenía su reflejo en el brillo de sus pupilas. Vestía prendas azules de algodón, típicas entre los campesinos chinos, que acentuaban la forma oriental de sus ojos, ligeramente rasgados y profundos. Daba la impresión de que trataba de mimetizarse para pasar desapercibido.

—Espero que lo que tenga que decirme sea lo suficientemente importante. No dispongo de mucho tiempo, así que procure ir al grano —se dirigió a mí a modo de saludo.

Como suele ocurrir con los buenos locutores de radio, su voz tenía el tono firme de las personas que están acostumbradas a llevar la iniciativa en la conversación. Por un instante, me sentí intimidado.

—Como ya sabrá, Leon Blumenthal fue asesinado la otra noche —intervine—. Luego uno de sus hombres preguntó por él en el gueto judío, ya que, al parecer, tenían una cita. Estoy tratando de esclarecer la causa de su muerte, así que me gustaría conocer el motivo de esa reunión.

La joven que me había indicado el camino volvió a entrar en la estancia y comenzó a realizar la ceremonia del té, vertiendo abundante agua hirviendo en una tetera de barro especial. Luego sumergió varias briznas de té de la variedad Oolong, y volteó el recipiente para completar la llamada «limpieza con té». La diminuta cascada de agua clara y fragante terminó por mojarlo todo.

—Me da la impresión de que se ha producido un malentendido. Fue Blumenthal quien solicitó reunirse con nosotros —se descolgó Czollek—. En realidad, quería hablar directamente conmigo, pero, dadas las medidas de seguridad que debo contemplar cada vez que doy un paso, no lo creímos aconsejable. Por eso le envié a uno de mis colaboradores. De hecho, si he accedido a reunirme con usted ha sido precisamente porque pensé que tal vez sabía qué mensaje quería transmitirme Herr Blumenthal.

Esta vez el tono de su voz sonó distinto. Ya no era el locutor de radio, sino el activista que no admitía trivialidades, pues como había dado a entender se jugaba la vida a cada paso.

—Comprendo.

La muchacha sirvió por fin el té, y ambos lo bebimos de un trago. Un sabor a fermentación y a flor de azahar me atravesó la garganta como un sable al rojo vivo.

—Tengo que reconocer que no siento lástima por Herr Blumenthal. Era un hombre de la peor calaña —apuntó Czollek.

La segunda taza de té me dejó un regusto áspero que me hizo recordar las palabras de Norah cuando quiso justificar la filia de Leon para con los nazis: «Incluso el más suave té de jazmín deja un poso amargo en el paladar».

—¿Sabe a qué se dedicaba exactamente? —le pregunté.

—Naturalmente que lo sé. Lo que me sorprende es que no lo sepa usted también. Trabajaba para Ryochi Sasakawa y su ejército de ladrones recolectando antigüedades chinas que, a través del Kodama Kikan, envían a Manila para ser almacenadas primero y luego enajenadas. Con la venta de los tesoros artísticos chinos expoliados los japoneses están sufragando la guerra contra China. Es decir, China está costeando las bombas que los japoneses están arrojando contra los chinos.

Ahora recordé a los señores Sasakawa y Kodama sentados en el Shanghai Club, departiendo amigablemente.

—Siendo así, no deja de ser curioso que Blumenthal fuera asesinado precisamente la noche previa a la cita que tenía con su hombre —observé.

—Lo que le tiene que llevar a pensar que fueron los japoneses quienes acabaron con su vida —completó mi reflexión.

Czollek apuró un nuevo cuenco de té antes de añadir:

—Ya le he dicho que esperaba que usted pudiera arrojar un poco de luz.

—La viuda de Blumenthal asegura que su marido tenía una amiguita. Y a Blumenthal le arrancaron el sexo de un tajo. Yo mismo vi su cadáver en la morgue. Esa misma noche, alguien entró en mi casa y desvalijó una caja fuerte cuya combinación sólo conocía Leon —expuse.

—El Kempei Tai es experto provocando incendios, y la historia que acaba de contarme no es más que humo —argumentó—. Piénselo. Tal vez su amigo pretendía entregarme algún documento que comprometía a los japoneses, y por eso le asesinaron primero y luego desvalijaron su caja fuerte. Cabe incluso que la amante de Blumenthal trabajase también para el Kempei Tai. Si Blumenthal colaboraba con los japoneses, ¿por qué no pensar que también lo hacía su amiguita? Es una práctica común. Pero existe una manera fácil de comprobar si estoy o no en lo cierto: encuentre a la Shanghai girl con la que su amigo mantenía una relación.

—¿Cómo puedo dar con esa mujer?

La expresión del rostro de Czollek me indicó que acababa de formular una pregunta ingenua.

—Meta una foto de Blumenthal en su cartera y muéstrela en las Casas del Singsong —me recomendó.

La idea de recorrer los burdeles de Shanghai en busca de la amiguita de Leon, ahora que me había casado con Norah, no me agradaba en absoluto.

—¡Hay más de ciento cincuenta prostíbulos en Shanghai! —le hice ver.

—Desde luego sería mucho más cómodo poner un anuncio en el Shanghai Times, pero no creo que diera resultado.

—Si está en lo cierto, ¿qué motivos podía tener Leon para querer entregarle unos documentos a usted?

—Tal vez le remordió la conciencia y decidió cambiar de bando. Quizá los japoneses hayan modificado sus planes para con los judíos… ¿Quién puede saberlo?

Aunque Czollek lo ignoraba, su argumentación explicaba en parte el extraño comportamiento de Leon en el «área determinada para apátridas», al menos en lo concerniente a Norah. La indiferencia y la desatención que había mostrado hacia Norah desde que fueron recluidos en el gueto formaban parte de un plan para no involucrarla en sus asuntos. De modo que ignorándola lo que perseguía era protegerla. Cualquier padre o marido hubiese obrado de esa forma. Lo que no explicaba la teoría de Czollek era la razón por la que Leon había accedido a colaborar con los japoneses, salvo que se hubiese enamorado de verdad de la Shanghai girl. En ese supuesto, las piezas del rompecabezas encajaban a la perfección. Por una parte, Leon había mantenido al margen a Norah, como correspondía a un padre responsable. Por otra, había accedido a colaborar con los japoneses a cambio de poder gozar de cierta libertad para reunirse con su amante. En algún momento del camino, Leon había decidido dar marcha atrás, y eso le había costado la vida. Ahora faltaba encontrar los motivos por los cuales Leon había decidido cambiar de rumbo, y averiguar el grado de implicación de su amante en todo lo ocurrido.

Czollek me dio instrucciones para localizarlo en caso de que mi investigación diera algún fruto. Si los japoneses estaban detrás de la muerte de Leon como creía, la información que éste pensaba trasladarle a su emisario tenía que ser importante.

Cuando me quedé solo, vagué durante un rato por entre las callejuelas de la ciudad china, dejándome llevar de nuevo por aquella marea humana. Dos días de lluvias veraniegas habían rellenado las grietas de la tierra y enlodado el suelo. Un velo de calina se enredaba a nuestros pies como serpientes transparentes. Luego mi estómago vacío me devolvió al mundo real. Pensé en Norah y en lo mucho que necesitaba de mis cuidados para restablecerse. Las carpas doradas que había visto en el estanque del pabellón Huxinting, me llevaron a recordar las carpas del Balatón de las que me había hablado Norah la noche anterior. Entonces caí en la cuenta de que no sólo no había probado bocado, sino que tampoco le había dado instrucciones a Nube Perfumada con respecto a la comida. Antes de regresar a casa me detuve en una pescadería y compré varios cangrejos crisantemos para el almuerzo.

Aquella noche, después de atender a Norah, sintonicé la emisora de radio clandestina desde la que Walter Czollek arengaba al pueblo chino y a los residentes extranjeros para que se sublevaran contra los japoneses.

Czollek leyó en el transcurso de su alocución una historia titulada El nido, de un autor alemán llamado Ernst Toller. Una fábula que hablaba de un preso y de unas golondrinas que anidaron en su celda, y de cómo las autoridades carcelarias, haciendo gala de una refinada crueldad, intentaron por todos los medios acabar con aquellos pájaros que no eran otra cosa que la representación de la libertad. Pese a que Czollek intercalaba palabras o incluso frases en alemán, ruso o chino en su relato, lo que me impedía comprenderlo en su totalidad, el mensaje parecía claro: el hombre debía salir renovado al romper el férreo corsé de la opresión del omnipotente invasor. El pueblo chino era el preso, mientras que los nidos de golondrinas simbolizaban el comunismo, el camino hacia la liberación. Por último, Czollek hizo hincapié en la necesidad de que los ciudadanos de Shanghai tomaran conciencia y se unieran a la lucha contra el invasor porque hasta la fecha «los campesinos obligados a comer las cortezas de los árboles habían demostrado mucha más disposición y aptitudes para el combate que los obreros de la ciudad».

Por momentos, la voz de Czollek adquiría un tono metálico que, unido a las interferencias de la emisión, recordaba la carga de un cañón cuando salta la vaina y una nueva bala es colocada en la recámara, dispuesta para ser disparada. Escuchándole, uno tenía la impresión de que en cualquier momento podía caerle un obús sobre la cabeza.