TAMBIÉN AQUELLA DISPUTA acrecentó el fuego de su amor. Estaban todos de acuerdo para calumniarla y ponerse contra ella. Su tío, el maestro, su mujer, el director, la Zibelli, todos mentían, pero él la amaría a pesar de todo. Y de hecho la amaba más que nunca, pues en la firme constancia de su conducta hacia él e incluso en cada actitud y actuación nuevas que él descubría, encontraba una prueba más de la honestidad de su vida. Apareció un motivo de excitación añadido. Una vez que los albañiles que arreglaban el pavimento del rellano colocaron una tabla sobre la parte que habían quitado para que sirviese de puente a los inquilinos, era para él un verdadero voluptuoso placer salir de casa a tiempo de ver pasar sobre aquella tabla a la Pedani y medir la curvatura de la madera a su paso, lo que de alguna manera le transmitía una sensación indirecta y a la vez dulcísima de su peso. Una mañana tuvo una gran fortuna. Habían quitado la tabla de en medio. Atravesó a tiempo el umbral para ponerla en su sitio cuando la maestra estaba a punto de pasar, imprimiendo a su acto cierta violencia para hacer notar su fuerza. Ella no aprovechó el detalle y superó el obstáculo de un salto; pero al saltar rozó con el vestido su cara ladeada, produciendo en el secretario el efecto de un placentero latigazo. Después le dio las gracias con una sonrisa que lo hizo feliz durante bastantes días. ¿Fue una realidad o una ilusión? Después de aquel día, le pareció ver en sus ojos algo nuevo, un destello de benevolencia, y entendió que era el comienzo de un cambio duradero. Entonces empezó a escrutar aquel rostro con un ardor insólito, como un astrónomo que escruta la cara del sol, unas veces convencido y otras dubitativo, pues el cambio era verdaderamente minúsculo. ¿Podía arriesgarse a plantear su pregunta? ¿Sería demasiado pronto? ¿Pero qué otro estímulo podía esperar?

Vino entonces en su ayuda el ingeniero Ginoni con una idea brillante. Una tarde que se lo encontró en Via San Francesco le dijo:

—Querido secretario, si usted es un hombre de los que hilan fino, tiene que hacer una cosa. En los escaparates de Berry hay una fotografía del barón Maignolt, ese que ganó la carrera de París a Versalles, un velocipedista famoso. La señora Pedani es una gran admiradora del barón. Debería usted coger el retrato para regalárselo. ¿Qué le parece? Ya verá cómo la va a impresionar. Pero escuche: no basta con regalar fotos, hay que emular a los fotografiados. Haga una carrera de resistencia de Turín a Moncalieri, y que hable de ello la Gazzetta del Popolo: con eso conseguirá más que con diez años de suspiros.

Don Celzani no dijo ni sí ni no, pero aquella misma tarde compró la fotografía y se la entregó a la chica de servicio de las maestras. Tenía puestas pocas esperanzas en aquella iniciativa, pero aún así esperó a la Pedani a la mañana siguiente, aunque sólo fuera para recibir un frío agradecimiento. Ella bajaba con la Zibelli, que al verlo apretó el paso sin saludar. La Pedani se detuvo y, dedicándole la sonrisa más bonita que jamás le había visto, le dijo con una vivacidad insólita:

—¡Ah, señor secretario, qué amable! ¿Cómo ha hecho para adivinar mi deseo?

Don Celzani se regocijó.

Y la maestra le dijo alegremente, mientras se alejaba:

—No sé cómo corresponderle. Dígame si le puedo servir en algo.

¡Fantástico! Don Celzani estaba en una nube. Se sentía feliz y alucinado, y le pareció que había dado un paso gigantesco, así que había llegado el momento. Con tío o sin tío, con información o sin ella, ya no podía aguantar más, tenía que hacer su propuesta formal lo antes posible, mientras el hierro estaba candente. Lo único ante lo que dudaba era si debía hacerlo de palabra o por escrito, por lo que dejó en suspenso la decisión. Mientras tanto, se puso a elaborar con profunda atención la fórmula que iba a utilizar en ambos casos… Pero mientras la estaba elaborando los hechos se adelantaron.