OTRA ESCENA TRAGICÓMICA tenía lugar pocas horas después en el piso de arriba, a causa del mismo acontecimiento. La Pedani había regresado a casa a la hora de comer con la cara un poco turbada y su amiga, que en ese momento se llevaba bien con ella, le preguntó el motivo cariñosamente. Tiempo atrás ella no habría abierto la boca, pero ahora que empezaba a sentir la necesidad de sincerarse le contó con pelos y señales, sin sospechar nada, lo que había sucedido y le expresó su inquietud por lo que pudiera pasar. Al oír las primeras palabras, a la Zibelli le dio un vuelco el corazón: aún así disimuló y siguió escuchando hasta el final. Tanto le ahogaba la rabia que no pudo decir una palabra. ¡También el estudiante! ¡Es que aquella infausta criatura había nacido para su tormento! ¡Y quién sabe cuántos meses hacía que duraba aquel amor, al que llevaba semanas sirviendo de distracción y quizás hasta de estímulo! No terminó de comer; dijo que no se sentía bien. Pero si no se desahogaba, estallaba. Y no pudiéndose desahogar, por dignidad, hablando de semejante asunto, buscó otro con impaciencia febril. Una vez que acabó con prisa su cena, la Pedani abrió sobre la mesa todavía puesta un atlas de Baumann y se puso a examinar las figuras. La Zibelli paseaba por la habitación mordiéndose los labios. De repente se detuvo a las espaldas de su amiga y, echando una ojeada a los dibujos, exclamó:

—¡Qué posturas de payaso, Dios mío!

Cuando le picaban con aquel asunto, la Pedani se resentía inmediatamente y sin excepción:

—¡Por qué no buscas alguna vez si puedes una crítica nueva! ¡Llevas diez años repitiendo esas diez palabras!

—Pues porque siempre son adecuadas —rebatió la Zibelli—. ¡Mientras te hagas la sorda y te pases el día adorando al gran jefe acróbata, como un artista a sueldo en una compañía…!

Era una impertinencia, pero la Pedani nunca pillaba las afirmaciones con segundas, sólo veía el argumento obvio.

—¡Gran jefe acróbata! —exclamó con una sonrisa irónica—. Tiene más sentido común y talento Baumann en el dedo meñique en el cerebro cualquier seguidor pasado, presente y futuro de Obermann. Ésta es la cuestión.

—¡De eso nada! —respondió la Zibelli levantando los hombros—. Baumann es un gran incoherente que hace y deshace sin tener una idea clara y estable de su propio método, y pone el mundo patas arriba con el único fin de ser protagonista. ¡Nada más!

—Baumann —dijo con calma la Pedani— le ha dado a Italia la gimnasia que no tenía.

—¿Cómo se puede decir esto —respondió la Zibelli— cuando lo único que ha hecho es exagerar lo que ya había y convertir el modelo en caricatura, lo cual no tiene ningún mérito?

—¡Oh, es indigno! —exclamó la Pedani—. ¿Quién, entre otras cosas, fue el primero en enseñarle a tu querido Obermann la gimnasia en la escuela? ¿Cómo puedes hablar en nombre de Obermann, que era progresista y sin lugar a dudas si ahora viviese sería seguidor de Baumann porque tenía talento, mientras tú no llegas ni a ser conservadora y aún eres peor que él?

La Zibelli se quedó lívida y dejó de razonar.

—Bueno —respondió—, si fuese verdad, cualquier cosa sería preferible antes que seguir aguantándote a ti y a tu gimnasia de la plaza de Alcides, peligrosa para los chicos, indecente para las chicas, brutal y pura charlatanería para todos.

Cuando su amiga perdía los estribos, la Pedani volvía a ser dueña de sí misma.

—Pues deja que nos rompamos la cabeza nosotros —respondió con parsimonia—, y quédate tú con tu gimnasia pueril. No te harás pupa y salvarás el pudor.

Esto sacó a la Zibelli de sus casillas.

—¡No estoy para mofas…, pues sólo faltaba! —gritó—. ¡Estoy harta de tus injurias! Hace tiempo… ¡No puedo más! ¡No puedo más!

Y salió dando un portazo con todas sus fuerzas y dejando a la Pedani delante de su atlas, más atónita que ofendida. Pero también más cansada que nunca de aquellos cambios de humor, de aquellos arrebatos, cuya razón sospechaba sólo vagamente, pero que al ser cada vez más frecuentes, le hacían insoportable la convivencia.