Jorge Medina
Pasó el verano, y el otoño, y vinieron los días cortos y fríos del invierno que nos retenían a mamá y a mí junto a la camilla… y ahora no estaba tía Manuelita para animar los largos silencios llenos de reproches.
Hubo, sin embargo, una tregua en la Navidad. Antonio vino a pasarla con nosotras, y yo procuraba estar con él animada y amable, porque mis pocos años se helaban de soledad sin una palabra de cordial afecto…
En aquellos días se había casado en Madrid Paquita con su francés, y la madre, a quien llamaban en el pueblo «Pata chula», que era andaluza, exagerada y embustera, contaba en todas partes la deslumbrante ceremonia. Los había casado el obispo de Sión en la capilla del palacio de los marqueses y habían sido testigos dos ministros y un banquero… La señora del boticario nos dijo que el francés era el peluquero de la marquesa y que los testigos fueron, seguramente, los criados de la casa.
Yo imitaba a la mamá de Paquita, y mi madre y Antonio se morían de risa.
—Verá uzté zeñora como ha sido el arto –decía yo haciendo gestos exagerados–. Entró mi Paquita de mi arma en la iglezia, der brazo der príncipe de Ziam, que se llama Chulalonkor, y nada maz entrar atacó el órgano loz primeroz compazez del valz de los paraguas que ez lo maz propio en eztoz cazoz… René, porque mi hijo político ze llama René, que no ez nombre de gato aunque lo parezca, entró del brazo de la princesa de Caramanchimay que ez una prinzeza muy bonitízima… aunque no tanto como mi Paquita…
Y mientras mamá se ponía mala de risa y Antonio me miraba extasiado, yo enjaretaba nombres y personas estrafalarias en el discurso que duraba hasta que mi madre me mandaba callar.
—Calla, calla, loca que me duele ya todo el cuerpo…
Estos días de convivencia y la buena disposición de ánimo que vieron en mí determinaron una segunda o tercera acometida de Antonio. Me había regalado en las Pascuas un reloj de pulsera, un sello para lacre y dos libros de poesías, de los que mamá me hacía leer alguna en alta voz después de la cena…
Una noche me dejó leyendo mientras ella iba a tomar la cuenta a la muchacha. Antonio continuó haciendo que me escuchaba, porque en verdad, nunca ponía atención a esas lecturas y, cuando yo menos lo podía esperar, apoyó su mano sobre el libro y me dijo:
—Di… María Luisa ¿cuándo te vas a decidir a quererme? ¿No ves que bien lo pasamos juntos?
Yo me callé, y él tomó ese silencio por una especie de aquiescencia…
—O es que me quieres ya un poco… ¿Verdad que sí? ¿Verdad?
—No, no te quiero –y me aparté de él, que se había ido acercando, con tan profunda repugnancia que le irritó.
—¡Vete a paseo! La culpa la tengo yo… No sé qué te has figurado… Preferirás al pintamonas… Tienes tú muchos pájaros en la cabeza…
Cuando volvió mi madre comprendió en nuestra actitud lo que había pasado y dijo que ya era hora de irse a la cama… Yo aproveché para dar las buenas noches y marcharme a mi cuarto y ellos dos se quedaron hablando bajito… Tal vez hablaban de Jorge y mezclaban nuestros nombres…
Al otro día se volvió a Madrid Antonio casi sin mirarme, y mamá se quedó más intratable y áspera que nunca. Las horas y los días se pasaban sin dirigirnos la palabra… La nueva criada, que era jovencilla y lista, me contemplaba con lástima.
—¡Pobre señorita! Una se cree que las señoritas están siempre tan contentas y son muy felices porque tienen posibles… y aluego no es verdad… Usted siempre está triste… Parece mentira no teniendo la señora más que una hija que la trate así…
Un día al pasar mi madre por donde yo bordaba, tropezó con la silla y casi se cayó al suelo.
—Tú siempre en medio –dijo furiosa–. ¡Siempre molestando…!
—¿Tanto te estorbo? –le pregunté, dolida de su tono.
—Mucho… ¿no lo sabías? Pues entérate.
Días y días se pasaron sin más alegrías que las briznas que yo podía sacar de mis diecisiete años escasos…
Tía Manuelita vino un día con Antonio.
—Me he encontrado a este zopenco en la estación y he tenido que aguantarle todo el camino –me dijo–. ¡Es un bruto! ¡Pensar que tu madre quiere casarte con él…! A propósito, mira lo que me ha dado Jorge para ti…
Era un pequeño cuaderno con varios apuntes. Al pie de algunos había unas palabras escritas con lápiz: «Para ti, María Luisa, que sabes comprender al árbol» decía debajo de una encina vieja y retorcida…
—Si quieres escribirle dándole las gracias –me dijo tía Manuelita–, yo le daré la carta.
Escribí una cartita que me salió de cuatro carillas. Empecé alabando y agradeciendo los apuntes y acabé diciendo que me moría de pena… que no podía más. No le dije por qué era la pena, pero la tía debió encargarse de ello…
—¿Sigue tu madre de mal temple? Ya, ya lo he notado… Y Antonio no te habla… ¡Lástima de pulmonía! ¿Te ha vuelto a decir algo? ¿Sí? ¡Malos diablos se lo lleven! Pero ¿qué se habrá creído ese tío tiñoso? Para sus hocicos estás tú… ¡ni más ni menos…! Sangre… como quien dice azul… porque aunque tienes sangre de tu padre, poca será, que de la madre siempre es más… sangre azul para su sangre de cavador… ¡Vamos!
En la mesa se despachó a su gusto sobre nuestro escudo de armas.
—En la puerta de la casa que vendieron nuestros abuelos está tallado en piedra… y tiene tres calderos y cinco monedas de oro, que dicen se las dio el rey de Francia a nuestro tatarabuelo que las perdió en una apuesta…
—Tía Manuelita, que no fue así… que usted oye campanas y no sabe dónde… Esas monedas las entregó el primer conde, antepasado nuestro, por el rescate de la imagen de San Juan que se venera en la parroquia del pueblo. –Porque mi madre, aunque nunca hablaba de ello, ni le daba importancia ninguna, sabía mucho más del origen de la familia que tía Manuelita.
Una semana después me llamó Sabina, la muchacha, con mucho misterio:
—Señorita… he recibido una carta para usted… viene dentro de un sobre dirigido a mí, y en el de dentro dice: «Para la señorita María Luisa Arroyo». Será de su tía porque cuando estuvo aquí el domingo pasado, apuntó mi nombre y apellido en un cuadernito…
Era de Jorge: «Aún no puedo sacarte de esa tristeza en que vives… pero si más adelante pudiera ¿consentirás en casarte conmigo? Es esta la única manera en que, dignamente, puede un hombre ayudar a una mujer. Si no quieres no temas decírmelo, y te prometo hacer por ti cuanto esté en mi mano…, que, en ese caso, será poco».
No dormí nada en toda la noche. ¡Casarme! Casarme era salir de esa casa que no era mía, que no lo había sido nunca… No sufrir más las embestidas de Antonio y las malas palabras de mi madre… pintar junto a Jorge, que volvería a ser mi maestro, tener muebles a mi gusto, cuadros, libros… y leer aunque no fuera domingo, y tal vez tener una bonita casa con jardín cerca del mar… Jorge me llevaría a Galicia… Había, sin embargo algo que no quería pensar. Pero, ¡quién sabe! Tal vez con él no…
Le contesté: «Sí, sí quiero casarme contigo. Cuando sea y como sea. Mientras, escríbeme todos los días y mándame sellos para que te conteste porque si no, no podría hacerlo. Voy a hacer un apunte de la parra que está retorcida de frío y te la mandaré».
Todo cambió en torno mío. La casa era más luminosa, los mirlos anunciaban ya la primavera, Sabina cantaba con voz clara mientras lavaba, mamá seguía sin hablarme, y me miraba largamente, Antonio no me traía ya nada pero tampoco iniciaba ningún nuevo avance, y yo vivía una exaltada espera, como si en mi vida se hubiera vertido un tarro de perfume que me hacía delirar…
Todos los días llegaba la carta que traía Sabina cuando iba a la compra, porque habíamos convenido con el cartero para que no las trajera a casa, y la muchacha hacía filosóficas reflexiones sobre esto.
—Hay que ver qué novio más bueno y más puntual tiene la señorita… Eso de escribir todos los días vale mucho… porque, ¡a ver! como no se pueden ustedes hablar, si no se escribieran pues no se podrían decir nada… Pero, digo yo, ¿qué tendrán ustedes que decirse todos los días?
Una mañana vino escandalizada de la plaza.
—¿A qué no sabe usted, señorita, lo que estaban hablando en la tienda de comestibles? Pues decían que el señorito Antonio es muy riquísimo, y tiene una tienda en Madrid y que es el que las mantiene a ustedes porque es el querido de la señorita… Me he puesto como una furia… Porque figúrese usted si sabré yo que es una mentira…
—¡Qué gente más mala! –dije asustada porque pensé que el pueblo entero estaba vuelto hacia nosotras.
Y en la carta del día siguiente se lo conté a Jorge: «Figúrate, que tantas asiduidades han acabado por dar que decir al pueblo y me critican en él y dicen que soy su querida…».
La contestación llegó a los dos días. Era una carta seca y corta. El disgusto que había tenido era terrible, pero ya había tomado su resolución que no podía ser otra más que esta: «Todo había terminado entre nosotros. Una mujer que está en entredicho no tiene más que resignarse con su desgracia. Lo sentía con toda su alma…».
El altar en que yo tenía a Jorge se desmoronó arrastrando con él toda mi fe y mi esperanza en una existencia mejor… Con los ojos ardientes y secos y el pensamiento anonadado viví como una autómata una semana, hasta que el domingo llegó tía Manuelita.
—Pero ¿qué le has dicho a ese muchacho? Ha ido a verme como un loco… Hija, no tienes juicio… ¿Por qué le has contado eso?
—¿A quién se lo iba a contar? Él me ha repetido en todas las cartas que no le oculte nada…
—¡Tonterías! A los hombres no se les puede decir la verdad nunca…
—Pero Jorge… Yo creía que Jorge no era como los demás…
—¡Igual, hija, igual! En tocándoles a su honor… o lo que ellos llaman su honor, que no es más que miedo a hacer el ridículo, pues todos dicen las mismas tonterías… Te lo digo yo que me he casado dos veces…
—Pero, tía, Jorge…
—Lo mismo que todos… A los hombres hay que tratarlos con tino… Yo veré de arreglarlo… Tú no sabes lo que yo estoy haciendo por ti… y luego por una bobada me lo echas todo a rodar… Nada de contar historias… coqueteo, mucho coqueteo, tira y afloja… y Jorge es nuestro. Antes de un año te has casado…
—¡Si ya no quiero casarme con él…!
—¡Ah, prefieres aguantar aquí los apechugones de ese bárbaro…! Por cierto que ni una palabra a Jorge de si te ha besado o no… ¡Mucho cuidadito! No te quiero decir la alegría que le ibas a dar a tu madre y a ese hombre si acabas con Jorge…
—Ellos no saben…
—¿Que no saben? ¡Tú estás en babia! Lo saben igual que tú, nada más que ven perdido el juego y se resignan… ¡Que no es tan fiero el león como la gente le pinta! ¿Te crees que tu madre no me lo ha dicho a mí?
Tía Manuelita se llevó una carta mía para Jorge, que me contestó enseguida perdonándome el disgusto que le había dado por una chiquillada. Nunca supe lo que la tía le dijo, pero dejé de escribirle con la sinceridad pueril de antes.
En el mes de mayo llegaron Carmen, Teresa y sus tíos, y yo siempre estaba deseando hablar con Carmen. ¡Ella sí que me comprendería! ¡A ella sí que podía decirle todo!
—Mamá ¿me dejas ir un ratito ahí al lado?
—Puedes ir… y si no quieres volver, no vuelvas… Mucho deseo tenemos de contar lo que no se debe…
Pronto se me olvidaban las ásperas palabras charlando con Carmen, sentadas en el sofá de su cuarto. Ahora estaba muy preocupada. Teresita tenía novio y quería casarse enseguida, pero le faltaban tres años de carrera al muchacho que era un perdulario.
—¡Qué locura, Señor, qué locura!
Lo de Jorge le parecía bien aunque tenía miedo por mí…
—Tú estás tan fuera del mundo… y los hombres son tan así…
—Yo espero que Jorge no será como todos… ¿Qué te parece?
—Según a lo que te refieras… Ya has tenido una prueba de que ante ciertas palabras reacciona como todos… En cuanto a lo que tú piensas y no me dices…
De esto tenía ideas que a mí me parecían muy originales.
—¡Qué asco me da la dichosa nochecita…! Si eso ocurriera cualquier día en un momento de entusiasmo, ¡bueno!, pero así, en frío, con una preparación de meses a la que contribuye toda la familia… con la Iglesia de mediadora, y luego de un día de ajetreo, de cansancio, de palabritas de doble sentido que se les ocurren a los amigos… ¡Qué asco…! No sé…
Carmen había tenido un novio al que quiso mucho, pero cuando estaban en vísperas de casarse habló con los padres en secreto y no volvió más.
—¿Qué pasaría?
—Creo que padecía una enfermedad terrible –me dijo Carmen–. Ahora me ha salido un pretendiente y me casaré… Quiere casarse enseguida. Me da igual ese que otro, lo que quiero es salir de casa de mis tíos…
A veces no hablábamos. Pasaba mi brazo en torno de su cintura, y ella echaba el suyo por mi cuello, muy juntas en el sofá, y dejábamos pasar las horas con un dulce sentimiento de abandono, de comprensión mutua, de cordial sinceridad…
—Ya son las doce –decía yo al oír sonar el reloj–. Tengo que volver a casa… ¡Qué lástima!
—Sí… ¡qué lástima!
En el vestíbulo de mi casa encontraba a mi madre que esperaba mi vuelta cosiendo.
—¿Ya hemos hablado bastante de lo que no debemos? –decía.
Y yo pasaba en silencio a mi cuarto en busca de la labor.
Una mañana llegué a casa de Carmen muy nerviosa.
—Me vengo aquí porque hoy viene Jorge a hablar con mamá… Se lo ha aconsejado tía Manuelita para que nuestras relaciones tengan más seriedad…
—Me alegro… me alegro, mujer…
—Sí, yo también… ¡Tanto como he dicho que no me casaría nunca…! ¡No sé qué va a pasar! ¡Tengo un miedo!
—¡Qué tonta! Ya verás cómo no pasa nada… Cuando nos casemos hemos de buscar las casas cerquita para ir a vernos todas las tardes… ¿No te parece?
Sí, ya lo creo que me parecía bien… Pero ahora no podía pensar en otra cosa más que en lo que estaría pasando entre Jorge y mamá. ¡Dios mío, cómo lo iba a tomar mi madre!
Pues no lo tomó tan mal como yo esperaba. Al volver a casa ya Jorge se había ido en el tren de las once y media y mamá me dijo:
—Ya está todo como tu tía Manuelita y tú queréis… Veremos lo que sale de esto… Por mi parte me lavo las manos, pero me parece un disparate… Los artistas nunca sirvieron para fundar una familia… Pero no te hagas demasiadas ilusiones. Jorge se ha limitado a pedirme permiso para venir dos veces por semana y escribirte todos los días, pues únicamente en el caso de que gane las oposiciones consentiré en ese matrimonio… y eso está por ver…
Tampoco Antonio lo tomó muy mal cuando vino el domingo. Yo creo que ya lo sabía.
—¿Conque te vas a casar? Pues, hija, buen provecho… Si quieres te serviré de testigo para que veas que no te guardo rencor… Yo también tengo novia… no vayas a creer… y que vale bastante más que tú. A rey muerto rey puesto…
El jueves vino Jorge. Mamá no nos dejó solos un momento, pero estuvo amable con él. Hablamos de arte, de libros, de teatro… de todo lo que yo no había oído hablar desde que le echaron de casa, y mi madre escuchaba, interesada en la conversación. Luego salimos al huerto y nos hizo notar la belleza de joya que tienen los brotes nuevos de las parras con reflejos de oro cincelado…
¡Ay, Dios! Yo respiraba feliz después de la atroz pesadilla que había durado tantos meses… Ya mamá volvía a hablarme, si no muy amable, por lo menos con naturalidad, ya no temía las visitas de Antonio, podía escribir y recibir cartas, oía hablar de algo interesante… Delante de mí se extendía un largo camino apacible y claro…
—Tienes que irte dando cuenta de la dirección de una casa –me decía mi madre–. Entrar en la cocina alguna vez, para aprender a guisar algo… Piensa que si te casas… (lo que aún no es seguro) tendrás que administrar un hogar muy modesto y convertir dos reales en una peseta a fuerza de ingenio… Luego vienen los hijos a complicar la vida…
Ese pensamiento me dejaba helada… ¡Hijos! ¡Marido…! Esa tan horrible primera noche de la que yo también iba a ser protagonista…
Por aquellos días solo se hablaba en el pueblo de Dolorcitas, la hermana mayor de Sol. Un viudo rico, que le doblaba la edad, había pedido su mano… Ella no le quería, pero su madre se había echado a sus pies llorando.
—¡Hija, sálvanos a todos que estamos entrampados hasta los ojos!
Dolorcitas había cedido, pero se la veía pálida, con cercos morados en los ojos y una dolorosa expresión de estupor. Mi madre la alababa mucho.
—Es una buena hija… Dios la premiará –y en su voz había un cierto retintín…
En julio se examinó Jorge del primer ejercicio y salió bien. Quince días después del segundo. Y ya había entrado agosto, cuando una mañana que estaba yo en casa de Carmen vino a buscarme Sabina muy contenta.
—Señorita… que ha dicho la señora que venga usted enseguida, que está aquí el señorito Jorge que ya se ha examinado de todo… Y que ya sí que es verdad que se van ustedes a casar…
Muy emocionada me despedí de Carmen y corrí a mi casa. Jorge salió a recibirme tendiéndome las manos.
—Tengo plaza, chica… ¡Hemos vencido! ¡Tengo plaza! Y espero que me van a dejar en Madrid porque he salido con uno de los primeros números… Pensé poner un telegrama pero he preferido venir yo a decirlo…
Yo no podía hablar. Al verle tan contento sonreía feliz.
—¿Qué te parece? ¿Qué te parece? –decía Jorge.
—¡Está atontada! –explicó mamá–. A esta hija las amigas le atontan… Cuando os caséis, no debes dejar que tenga amigas… Es una exaltada y le importan siempre más las amigas que la familia…