Diciembre
Todo el tiempo se me va en preparativos. He trasladado al estudio mis libros y mi ropa, y todo está ya colocado en dos grandes maletas. ¿Dónde voy? ¿Al Brasil? ¿A Nueva York? El pasaporte dice los dos nombres… Hasta última hora puedo escoger.
Jorge, después de varios días de silencio, me anuncia a la hora de almorzar:
—Mañana me voy a Alicante. Han llegado José María y Consuelo con Juanito que va a ingresar en la escuela de Marina… No sé si vendrán a Madrid, creo que no, pero por si acaso manda preparar habitaciones para ellos… aunque sea en tu estudio… Si quieres acompañarme…
—No, tengo mucho que hacer ahora.
Lupe no me ha llamado en toda la mañana, y a las tres llega por el hilo del teléfono su voz ronca, como si pasara entre lágrimas, pero con un tono triunfal.
—María Luisa, ¿me oyes bien? ¡Leonarda está aquí! Ha vuelto sola… Rosa María se ha quedado en Lisboa… Ya te contaré… Estoy en su casa, con ella… ¡Me ha llamado a mí! Hoy no puedo verte…
—Bueno…
Cuelgo, y los brazos se me caen… pero ya sé lo que tengo que hacer…
Voy a la agencia de viajes, tomo el nombre del barco… Un cable a Carmenchu. «Salgo en el Normandie».
Ceno sola. Jorge se ha ido ya con sus hermanos… No dudo ni un momento que antes de ocho días están todos en Madrid… Mis dos cuñadas pondrán toda su buena voluntad en hacernos abrazar en su presencia…
Antes de acostarme escribo a Lupe… Casi no puedo pasar de la primera línea, que las lágrimas me impiden ver… «Yo también estoy enferma de abandono, y también te llamo… Salgo mañana en el rápido de las nueve para Cádiz donde embarcaré el jueves… Ven. ¡Te necesito!». Pongo la fecha. Veinte de diciembre…
Esta noche duermo. Estoy tan cansada que caigo en un sueño profundo del que no salgo hasta que la muchacha me despierta; y, aún en la cama, escribo a Jorge: «Me han hecho magníficas proposiciones para hacer retratos en América y me voy. Te escribiré en cuanto llegue. Deseo que seas muy feliz y que tomes alguna resolución para serlo. Ya sabes que te quiero como una hermana».
Está el día tan oscuro y ha tardado tanto en amanecer, que enciendo la luz para bañarme y vestirme… Bajo la luz del espejo, me contemplo severamente. ¡Comienzo a envejecer! Blanquean ya mis sienes, y la piel que rodea mis ojos, tantas veces abrasados por las lágrimas, se arruga como pétalos sin savia…
En la estación miro a todas partes con una leve esperanza… ¡Si Lupe se compadeciera de mí…! Y ¿por qué se va a compadecer? ¿Acaso la compadece a ella Leonarda? ¿Compadezco yo a mi marido? Todos estamos solos en este mundo de egoísmos, en que triunfa un solo amor: ¡el que a nosotros mismos nos tenemos!
Ocupo mi butaca reservada en el coche y miro al andén… Viaja poca gente… Hace frío, está próxima la Navidad, y, no viéndose obligado, nadie sale de su casa… Miro el reloj. Aún faltan cinco minutos… ¿Quién sabe?
Tengo la necesidad física y moral de Lupe… Ella, diez años más joven que yo, me ha dado muchos meses el apoyo maternal, el dulce descanso de sentirme protegida, la idea práctica del momento, la mano previsora que evita locuras o precipitaciones… ¿Qué va a ser de mí ahora? ¡Qué voy a hacer yo, bohemia, sin sentido práctico, sin amor a la vida, sin espíritu previsor…!
Ha sonado el pito del tren… Nos vamos… ¡No ha venido!
Me envuelvo en el abrigo forrado de piel, sobre la falda de lana y la blusa cómoda, y cierro los ojos para no ver, para hundirme en un sueño que la marcha y el traqueteo de los vagones hace inquieto y casi delirante.
¡Cuando mis cuñados sepan mi marcha… que calificarán de escapatoria…!
Oigo a mi cuñado Antonio hacer literatura: «Vuelve a tu hogar, mujer, esposa, dueña y señora, vuelve a tus deberes, con los tuyos…» ¡No! Los míos son esos que despreciáis, Joaquinito, Fermina, Lolín, Rafita… los parias de una sociedad normal que no tiene otro fin más que reproducirse, los que habéis echado de vuestras honradas casas, llenas de lujuria, lloros de chicos y olor de pañales… Ellos son mis compañeros de camino y me voy con ellos…
Estaba soñando y creo que he gritado. Abro los ojos y miro a un señor que lee frente a mí sin levantar los suyos del libro…
Pasan los campos ateridos, los árboles clamando al cielo con sus ramas sin hojas, las casas cerradas, sin otra señal de vida que el humo de sus hogares… Ha empezado a nevar…