CAPÍTULO VII: LAS MÚLTIPLES FACETAS DE LA LOCURA

EL rastreador era un hombre parco en palabras y de gestos vivaces, nerviosos. No le gustaba la compañía y prefería la soledad de la naturaleza. Sus pocos amigos, todos rastreadores como él, habían muerto en los últimos años en sucesivas misiones. Si antes la soledad había sido un placer, ahora era simplemente inevitable.

Nada más tocar tierra buscó un refugio seguro. Se acomodó en un pequeño bosque de arces y se quitó el pesado traje de descenso. Enterró la ropa, el casco y las contramedidas electrónicas que había llevado consigo en el salto. También desechó el fusil de asalto, las bombas de mano y otras cosas inútiles que los mandos imperiales habían querido que llevara consigo. Sólo se quedó con el equipo de vuelo portátil, su cuchillo, la pistola reglamentaria y un botiquín bastante voluminoso para atender a los pilotos. Además portaba los útiles habituales de todo rastreador: prismáticos, radio para espiar al enemigo y un puñado de comida concentrada, que también pensaba guardar para los pilotos.

Cuando terminó de sepultar las cosas, volvió a poner cuidadosamente las hojas caídas sobre la tierra removida. Luego se marchó pisando sobre las numerosas piedras que emergían del suelo. No hacía ruido al caminar, ni dejaba tras de sí rastro alguno.

El sol ya había salido por el horizonte. Las brumas matinales se despejaban y el rastreador subió a lo alto de un árbol en cuestión de segundos. Preparó los prismáticos y la radio para vigilar. Con su uniforme marrón grisáceo se confundía perfectamente con el entorno.

La radio barrió todas la frecuencias, ofreciéndole retazos de conversaciones dispares. Al fin localizó la emisora de un lubit que dialogaba con otro. La cara del rastreador se iluminó con una sonrisa: ni tan siquiera hablaban en clave. Valientes pardillos.

Tampoco había esperado otra cosa. Los guionistas de cine y escritores tenían un concepto bastante idealizado de la eficacia militar. Por experiencia, el rastreador sabía que las tropas se dividían en dos categorías: cuerpos de élite y el resto. La forma de conducirse, en este último caso, solía alcanzar cotas de incompetencia realmente llamativas. En algunos mundos había tenido que seguir a columnas de soldados, y bastaba con no perder el rastro de latas de conserva abiertas y otros desperdicios que dejaban a su paso. Por lo que le habían comunicado, en Chandrasekhar existía el reclutamiento forzoso. Era de agradecer. Daba la impresión de que le habían encomendado un trabajo fácil.

Localizó la dirección de la emisora y echó un vistazo por allí. No pudo ver nada debido a la espesa niebla, pero estaba seguro de que aquellos soldados buscaban supervivientes. Estupendo. Saltó de la rama al tiempo que conectaba su aparato de vuelo portátil y viajó en dirección a la señal de radio durante veinte kilómetros. Luego volvió a buscar una atalaya desde donde otear el panorama.

A gran distancia, el rastreador detectó algunos lubits que se dirigían al sur y al oeste, y otro más al noreste. Contempló durante algunos minutos el despliegue de tropas, que marchaban a puntos preestablecidos. De nuevo volvió al aire y se dirigió al punto del cual habían partido los vehículos. Desde una colina cercana, sin árboles pero con una espesa y alta hierba, pudo ver la casa. Había dos vehículos delante, custodiados por reclutas cuya única preocupación parecía ser calentarse las orejas y bostezar. Uno le pasó a su compañero una petaca que sacó de la guerrera, y dieron sendos tragos. Sus mofletes adoptaron un tono rosado, y parecían más contentos.

Salió un oficial. El rastreador puso los aumentos al máximo para poder verle la cara. Aunque borrosa por la vibración de su propio pulso, pudo advertir que era una mujer.

★★★

La teniente Evans había mandado varios grupos a las cuevas debajo de la casa, e incluso ella misma había estado yendo de aquí para allá con un lubit. Finalmente, concluyó que era perder el tiempo continuar explorando cuevas en un lugar como aquél. Regresó a la casa para comer y tomar aquel horrible té de liquen. Según el sargento era una precaución necesaria ante las infecciones que un humano podía sufrir en aquella región.

★★★

Continuamente los pilotos de los lubits hablaban entre ellos de todo lo que veían. Era como si estuvieran trabajando para el rastreador, quien tomaba buena nota de cuanto oía. Pensó que ante una tropa tan poco meticulosa, tendría que poner especial cuidado en no menospreciarla, no fuera luego a recibir alguna sorpresa. Los cementerios estaban llenos de gente que no se tomaba en serio al adversario.

Cuando todos los militares hubieron abandonado la casa, el rastreador permaneció un rato vigilando. Algo no iba bien. En lugar de los trabajos cotidianos de una granja, veía demasiados individuos entrando y saliendo, nerviosos; algunos miraban al cielo, por donde se habían marchado las tropas. Finalmente todo pasó, y una mujer salió a lavar la ropa. Un anciano encorvado soltó unas cuantas vacas para que pastaran. Sabía distinguir cuándo la gente tenía algo que ocultar, y la forma en que se habían portado no le parecía normal.

Bajó de la colina, camufló el equipo de vuelo y el botiquín. Se puso una prenda de ropa que intendencia le había suministrado para confundirse entre los nativos. No estaba muy convencido del disfraz: una toga corta, marrón, muy raída y con una capucha mal cosida. Dejaba entrever sus pantalones y botas de piloto, pero el oficial de intendencia le había asegurado que eran normales. Los nativos solían portar un batiburrillo de ropas paramilitares.

Con los prismáticos comprobó que la gente de la casa también llevaba botas, incluso las mujeres. Algunas eran botas reglamentarias de la República. Un anciano lucía una gorra redonda, con orejeras y una corta visera, que parecía de tanquista. Finalmente se olvidó de remilgos y salió al camino con buen paso. Una rama recién caída le sirvió de cayado. En un arranque de buen humor se ciñó a la frente un pañuelo rosa que contrastaba con su pelo negro y sus ojos oscuros, oblicuos y con largas pupilas verticales.

Llegó a la casa silbando alegremente una canción popular. Un tipo fondón, con barba y un ceñidor de cuero de medio palmo de ancho, le dio la bienvenida.

—Forastero, ¿verdad? —barritó con voz cascada.

—Ajá —dijo el rastreador.

Le costaba entender lo que hablaba. Una rara mezcla de nipo, hispano y lingua, pero el tabernero —al menos, de eso tenía pinta— no paró de parlotear durante diez minutos. Cuando acabó y pudo al fin sentarse ante una taza de caldo, no sabía nada nuevo.

—¿Y cómo se llama usted, buen hombre? —dijo el barrigafeliz.

—Alberto.

—¿Alberto qué?

—Alberto Takamine —era absolutamente cierto.

—Ya me parecía a mí que tenía sangre amarilla. Esos ojos rasgados no engañan. Seguramente viene de Östarh o de Oildri.

—No vivo en un lugar fijo —luego, para cambiar de tema, añadió—. ¿No hay nada con más sustancia que este caldo?

—¿Carne, verdura…?

—¿Cerveza, vino? —sugirió el rastreador. Ambos rieron.

—Aquí tiene la mejor agua de vida de la región, amigo —le puso delante una jarra pequeña.

Bebió un par de sorbos y la encontró aceptable.

Una mujer llamó al hombre, que se excusó y lo dejó solo. Takamine aprovechó para pasear por la habitación.

En una esquina había una mancha clara. Parecía que muy recientemente habían quitado un mueble de allí. Se acercó y vio restos de suciedad y algún pequeño insecto, perplejo ante la repentina falta de cobijo.

Olfateó el aire aspirando profundamente: comida, licores, té, humedad y moho en las paredes. También sentía olor a sudor, hierbas secas y especias de la cocina. Algo como carne salada en algún cuarto cercano, almizcle… ¡alto! También había algo, entre el olor de las cenizas y los leños del hogar. Probó de nuevo, arrugando su pequeña nariz. Laca o barniz mal quemado. Madera vieja y papel, consumidos por el fuego.

Asegurándose de que nadie lo veía, revolvió el hogar con el atizador. Efectivamente, halló restos de un pequeño armario. El libro era ya imposible leerlo, pero a un lado, apoyada en la pared, descubrió una fotografía. Aunque parcialmente quemada, todavía podía distinguirse al Emperador y a su hijo. Recordó lo que le habían explicado cuando iba hacia Escorpio. Era posible que hallase formas de culto al Emperador en aquel planeta, aunque no mucha gente tenía una fe profunda todavía. ¿O tal vez sí?

El anciano de la gorra de tanquista entró en la sala. Discretamente, el rastreador volvió a su mesa. Procuró iniciar una conversación con el viejo y éste pronto estuvo enfrente de él, y ambos bebiendo en abundancia. Cuando notó que el viejo ya había sido tocado por las blancas alas de la elocuencia etílica, sacó la fotografía de un bolsillo y la puso ante él.

Pudo ver claramente la sorpresa y el cierto temor que invadió al anciano.

—La he encontrado en el suelo —dijo afablemente—, y si hay creyentes en la casa, no quisiera que acabara en la basura o entre las llamas.

—¡Ay, hijo mío! —se quejó el viejo. Bebió un largo sorbo y el rastreador empezó a preguntarse cuanto aguantaría—. ¿Y si te dijera que la han tirado al fuego aposta? —susurró acercándose a Takamine. Éste enarcó las cejas con aspecto sorprendido.

—Pues ¿qué ha podido ocurrir tan extraordinario para que obren así?

El viejo pareció arrepentirse de su indiscreción, pero Takamine se mostró amable con él y le animó a seguir. El viejo le contó todo, con gran lujo de detalles y numerosos añadidos. Luego volvió a relatarlo con algunas diferencias, y por último dio una tercera versión, substancialmente distinta, desde el punto de vista del sacerdote.

—Imagínese al pobre cuando despertó y se vio abandonado por los soldados. Por suerte para él ya se habían calmado los ánimos y nadie pensó en colgarlo.

—Entonces, ¿qué ha sido de él?

—Bueno… Uno de los pilares de la Fe es que el Señor de las Tinieblas, me refiero al Duque, castiga a los impuros a través de sus hijos. Aquí nacen a menudo niños deformes, ¿sabe? Pues el propio Príncipe dijo que eso no era un castigo, sino una enfermedad provocada por el exceso de radiación en el planeta.

»El caso es que alguien recordó ese episodio en la discusión y acusó de embustero al sacerdote. Dijeron que amenazaba a la gente con castigos que no eran tales para doblegarlos a su antojo. Finalmente la vieja Yessar sugirió encadenar al sacerdote en el sótano, con los deformes, y tratarlo como al más loco de ellos. Seguro que dentro de unos días les dará pena y le dejaran marchar. Aquí no hay gente rencorosa.

Antes de la partida, el rastreador compró pan, carne ahumada y galletas de soja y miel. Así podría guardar sus raciones de emergencia para más adelante.

Cuando ya se iba, el viejo salió de nuevo y le regaló un pequeño talismán que le protegería. Se trataba de una insignia del Imperio de Algol. El rastreador la aceptó por cortesía. Más adelante se libraría de ella. Un militar corporativo no podía portar una insignia imperial. ¡Cómo se iban a reír de él sus compañeros si se enteraban de esta anécdota!

Regresó a por sus bártulos y luego siguió andando hasta el otro lado de la colina. Allí buscó un lugar cómodo y elevado. Encendió la radio, se puso el auricular y empezó a buscar los lubits con los prismáticos. Mientras el enemigo hacía su trabajo, él se relajó y se dispuso a pasar un agradable día de campo. Luego sacó dos pequeños pedazos de ropa que le habían dado en base Escorpio. Los acercó a su nariz cuidadosamente, casi con reverencia. Sí, estaba seguro de haber percibido trazas de aquellos olores corporales en la sala. Alejandro y Lisa habían estado allí. Guardó de nuevo las telas y volvió a otear el horizonte con los prismáticos.

★★★

Con verdadero celo profesional, la teniente Evans hizo un amplio barrido de los alrededores. Las fotografías que le llegaban del satélite ayudaban a localizar vehículos y casas, todos los cuales eran inspeccionados por orden de proximidad. Sólo los bosques y selvas de los cráteres permanecían invisibles para el satélite. Esto fue obvio para el rastreador antes que para la propia teniente. El problema era averiguar qué ruta pensaban seguir los fugitivos. En su lugar, él trataría de llegar al río, y por allí a la civilización, a Omsk. ¿En qué otra parte podrían hallar naves espaciales? Decidió acercarse a la más próxima de aquellas selvas en miniatura.

★★★

Sira era la única a la que parecía no importar ni el calor ni la humedad ni los bichos. Porque lo peor de todo eran los bichos. Había lagartijas como cocodrilos, serpientes como troncos, y a cada paso hundían el pie en un palmo de lodo y musgo verde o escarlata.

De vez en cuando Sira les mostraba un árbol y orgullosamente lo nombraba. Les daba explicaciones sobre las virtudes de su madera. Al parecer, el precio que se pagaba por ella en la República era astronómico.

—¡Y esto de aquí es la famosa caoba de Chandrasekhar! —dijo, palmeando orgullosa un enorme tronco.

—Mi padre tiene un refugio de caza hecho de caoba —dijo Lisa, pasando de largo.

—¿Y es muy grande? Porque vale cinco créditos el tablón.

—Unas doscientas habitaciones —respondió Lisa sin volverse.

—Es verdad —confirmó Alejandro al ver la cara de estupor de Sira.

—Pero eso es increíble, costaría más que una pequeña nave.

—Mi padre posee centenares de naves.

—También es verdad —dijo simplemente Alejandro.

Sira estuvo un rato boquiabierta antes de echar a correr detrás de aquel par de fenómenos.

Pronto las duras condiciones ambientales empezaron a hacer mella. Lisa pareció deprimirse, pero luego su humor cambió. Todo le molestaba y por cualquier menudencia se quejaba. Apartaba de una patada los lagartos pequeños con que se cruzaba y cuando Alejandro se puso ante ella, lo tiró al suelo de un empellón.

—¿Se puede saber qué demonios te has creído? ¡Una cosa es que te burles de mí cada vez que te llevo la contraria, pero ya te estás pasando! —gritó Alejandro. Se levantó y fue tras ella—. ¡Oye, que te estoy hablando! —al decir esto agarró por el hombro a Lisa y la obligó a darse la vuelta. Nada más hacerlo ella le propinó un puñetazo en la boca y dio de nuevo con sus huesos en el suelo.

Sira se las vio y deseó para separarlos. Aquellos dos se propinaban golpes con una rapidez inhumana, y lo único que le faltaba era que la desgraciaran mientras trataba de poner paz. Para cuando logró detenerlos ya lucían ambos una colección de contusiones que les obligó a levantarse y recuperar fuerzas. Procuró aplacarlos y poco después reemprendieron la marcha.

Antes de llegar al borde de la selva ya se habían peleado dos veces más. En la última Lisa también golpeó a Sira con gran contundencia, lanzándola contra un árbol, como quien propina un manotazo a una mosca. Un tanto conmocionada, se sentó en una piedra para recuperar el resuello. Alejandro había conseguido reducir a Lisa con una llave poco ortodoxa, al mismo tiempo que la cubría de insultos.

«Como sigan así, vamos a ahorrarles el trabajo a los soldados que nos buscan». Sira estudió a Lisa con mayor atención. Sabía que no le caía bien desde el principio, pero aquella violencia no era natural. Una sospecha comenzó a anidar en su mente.

Cuando se hubieron calmado los ánimos, Sira se acercó a Alejandro y le habló en voz muy baja.

—Si en algún momento intenta arañarte o morderte, dímelo enseguida. Es muy importante.

—¿Arañarme? —repitió Alejandro, atónito.

—Sí, y no dejes que lo haga —su expresión era muy seria—. No sé si es su humor habitual o qué, pero no dejes de avisarme. Especialmente si trata de arañarte, morderte o hacerte un corte de algún modo, insisto.

Luego se levantó y siguió el camino, abriendo paso con su singular machete. Alejandro se había asustado por el tono de Sira. Su petición era absurda, pero al igual que ella procuró no acercarse demasiado a Lisa, que de vez en cuando hablaba sola. ¿Qué le estaba pasando? No entendía nada, y su desconcierto iba en aumento.

Finalmente alcanzaron el borde del cráter, pudiendo ver de nuevo la luz del Sol. Estuvieron un buen rato escudriñando el aire y vigilando en todas direcciones. No divisaron a nadie cerca y menos aún vehículos militares.

Empezaron a bajar por la ladera y se refugiaron en los primeros arbustos que encontraron. El sol no calentaba demasiado, más bien parecía un claro día de otoño. Aun así se quitaron los sayos y las botas para secarse, algo bastante de agradecer. Luego buscaron en sus mapas la mejor ruta hasta la siguiente jungla. Tendrían que caminar varias horas en terreno muy llano y despejado, pero confiaban en pasar inadvertidos.

Por desgracia para ellos, los soldados habían establecido un buen sistema de rastreo. Media hora más tarde hubo un comunicado por radio. Era de un puesto de observación compuesto por dos hombres en el borde de un pequeño cono volcánico. Los habían localizado y daban su posición.

Linda Evans y Alberto Takamine lo oyeron al mismo tiempo. Takamine tardó menos en comprobar que estaban fuera de cualquier camino y que iban en línea recta de un cráter a otro. Salió volando de inmediato, tratando de no correr demasiado para no agotar el combustible de su diminuto vehículo.

La teniente Evans también acabó dándose cuenta de que había una buena posibilidad de que ésos fueran los que buscaban. Se dirigió al puesto de observación con el lubit a toda velocidad y en vuelo rasante.

Llegó antes la teniente. Estuvo observando un rato con los prismáticos. ¿Cómo los arrestaría? Aquellos fugitivos tenían pistolas de plasma… Al fin decidió que lo mejor sería no correr riesgos.

—El lanzamisiles, rápido —ordenó.

El sargento Curtiss la miró horrorizado. Los hombres se revolvieron nerviosos.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó enfurecida, al ver que nadie se movía para traer el arma.

—¿No le parece un poco exagerado? —preguntó cauto el sargento.

—No es para matarlos, hombre. Tiraré cerca, y según lo que hagan sabremos de quién se trata. Si su primera reacción es sacar una pistola de plasma, ya los tenemos.

Los hombres no parecían haberse tranquilizado. Alguien dejó a un lado el lanzamisiles cargado sin poder ocultar su aprensión. La teniente conocía el modelo. Quitó el seguro y pulsó un par de teclas. El sargento carraspeó para llamar la atención.

—Verá, con toda esa guerra de contramedidas, y los ataques continuados… El caso es que la gente no tiene mucha confianza en las armas inteligentes.

—¿Por qué no?

—Algunas hacen cosas raras.

—¿Cosas raras? —la teniente miraba con cara alucinada—. ¿Qué tipo de cosas puede hacer un misil?

—Pues no sé —el sargento era incapaz de explicarse bien—, pero ocurre que otras compañías han tenido problemas al tratar de usar ese tipo de armas. Después de un ataque con contramedidas electrónicas, siempre hay que darles un repaso y nosotros no hemos podido comprobar el material. El programa puede tener un cable cruzado por cualquier parte.

La teniente sacó su calculadora de bolsillo, un modelo viejo en el que aún guardaba algunos programas apañados de la Academia Militar. Conectó la calculadora al lanzamisiles y sonriendo le dijo al sargento:

—Le estoy inyectando un psiquiatra electrónico capaz de curarle un complejo al propio Edipo.

★★★

El misil había sido feliz durante toda su existencia. No tenía nada que hacer, ni tampoco deseaba hacer nada. Básicamente su tarea consistía en inspeccionarse a sí mismo y asegurar el correcto funcionamiento de sus partes. Sólo un pensamiento enturbiaba la electrónica placidez de su existencia; algún día podría ser disparado. Eso implicaba su destrucción. ¿Cómo podría cumplir al mismo tiempo sus labores de mantenimiento y autodestruirse? Finalmente, el misil había optado por el pacifismo.

La teniente Evans apuntó cuidadosamente cincuenta metros por delante del grupo. Quitó el seguro y puso el dedo sobre el gatillo. Se sintió eufórica, como le ocurría siempre que iba a disparar alguno de aquellos aparatos.

«Ahora van a saber lo que es un buen susto», pensó para sí mientras esbozaba una sonrisa.

El programa psiquiátrico intentó pasar desapercibido, pero finalmente el misil lo reconoció. Durante largas milésimas de segundo se estuvieron tanteando mutuamente. Los subprogramas de contramedidas del misil vigilaban como cancerberos todos los puntos débiles de éste. El psiquiatra era sumamente artero y anduvo con mucho cuidado. Consiguió hacerse pasar por una vulgar unidad rutinaria de comprobación encargada de verificar instrumentos secundarios. Poco a poco fue revisando diversos terminales, hasta hallar una entrada de coordenadas geográficas poco protegida que le llevaría de lleno al programa matriz. Atacó como una furia, entrando en tromba en el área reservada al control de fuego y explosión.

La teniente apretó el disparador y el misil salió a toda velocidad.

Los programas se enfrentaron entre sí. El misil veía cómo el psiquiatra le obligaba a ceder terreno, llevándolo derecho a su Apocalipsis personal. Sin poderlo evitar, avanzaba hacia su muerte. Mientras, el psiquiatra iba capturando bloques de información. Sólo el programa matriz era capaz todavía de mantener un cierto orden interno que garantizase la integridad física del conjunto. Desesperado, trató por todos los medios de impedir la autodestrucción al final del trayecto. Era inútil; el psiquiatra era una enloquecida serpiente de datos. Estaba dispuesto a detonar la espoleta a cualquier precio.

Entonces el programa matriz tuvo una idea. Si no podía impedir su ruina, aún era capaz de controlar la dirección. Con ello obtendría una victoria pírrica sobre su adversario. Moriría matando a quien le había sentenciado. Justicia poética.

Para los humanos todo ocurrió muy rápidamente. El sargento Curtiss fue el primero en darse cuenta del desvío. Luego, todos los soldados contemplaron aterrorizados cómo la estela azulada se curvaba hacia arriba. El misil describió un círculo perfecto, dirigiéndose al punto de lanzamiento.

Los soldados salieron corriendo en todas direcciones. La propia teniente abandonó el lanzador y buena parte de su dignidad profesional al huir a toda pastilla.

El misil cayó justo sobre el lanzador, formando un cráter de un metro de profundidad. Arena y piedras volaron en todas direcciones. Tres hombres sufrieron heridas leves por culpa de la metralla. La teniente Evans experimentó un pequeño brote de histeria y destrozó a taconazos su calculadora, al tiempo que profería insultos la mar de coloristas. El sargento Curtiss luchó por no reírse de ella, lo que no hubiera resultado beneficioso para su carrera. Alejandro, Lisa y Sira apenas dedicaron unos segundos de atención al suceso.

—Una explosión volcánica —explicó Sira, apretando el paso.

El rastreador, que se hallaba a poca distancia cuando oyó la detonación, se había ocultado en el suelo y hacía cábalas sobre lo sucedido. Entre las muchas hipótesis que barajaba, no había ninguna tan ridícula como la realidad.

★★★

De nuevo estaban en una de las selvas volcánicas de Chandrasekhar. Lo primero que percibieron fue la brusca subida de temperatura y humedad. Lejos quedaba el permanente frescor fungoso de los campos circundantes. El aire tenía un olor acre, putrefacto, no necesariamente desagradable sino más bien excesivo. Todo era sobreabundante. Los árboles eran demasiado altos y frondosos para dejar pasar la luz necesaria. Constantemente les alarmaba un movimiento entre las tinieblas arbóreas, un ruido entre ramas y sombras. También había una exuberancia de formas de vida, como nunca antes la habían visto Lisa y Alejandro. Pero por encima de todo, estaba el constante acecho, el continuo peligro. De haber viajado solos, difícilmente habrían podido atravesar toda la selva sin caer en alguna trampa. Sira tenía que advertirles de no tocar determinadas hojas que contenían veneno neurotóxico. Les alertaba de las lianas carnívoras y les mostró, para prevenirles, algunas de las trampas corrientes.

—Fijaos en ese bicho —decía Sira señalando un tronco de árbol. Sobre él se afanaba un gusano gordo como el dedo meñique—. ¿Veis cómo está pasando a través de un fino lazo?

Cuando el gusano llegó aproximadamente a la mitad, el lazo se contrajo apresándolo.

—Ahora el hongo enviará unos filamentos que atravesarán la piel del animal y lo digerirán.

—¿Un hongo cazador? —preguntó Lisa, que empezaba a mostrarse sociable de nuevo—. ¿Cómo puede existir algo así? Éste es un mundo de locos.

—Este hongo es de origen terrestre —sentenció Sira—. Todavía no hemos visto ninguna forma viviente nativa de Chandrasekhar.

—¿Quieres decir que en la Tierra hay cosas como ésta? —Alejandro parecía sorprendido.

—Bueno, supongo que no serán abundantes en el centro de Buenos Aires o en Moscú, pero todo lo que habéis visto es de origen terrestre. Los terraformadores alteraron muchas especies para que cumplieran una misión específica. Posteriormente la radiación produjo nuevos mutantes. —Señaló un ciempiés enorme, de vivos colores con el haz luminoso de su machete—. En general todo es terrestre, pero con una adaptación específica a un medio más competitivo. Mirad eso.

Varios racimos de hebras supurantes colgaban de una gruesa rama. Algunos insectos y varios pájaros se hallaban pegados a ellas. Estaban recubiertos de un espeso légamo gris verdoso, y mostraban diferentes fases de descomposición.

—Es una planta carnívora. El aroma atrae a muchos animales; probablemente contiene feromonas sexuales. El veneno es muy rápido y la sustancia que rezuma es más pegajosa que un polímero soldador. En algunas regiones han tenido que incendiar bosques enteros para evitar que se propagara esta plaga. En las minas de sal apareció una especie mutante que lanzaba al aire un alucinógeno. Encontraron mineros pegados a las hebras. Alguna gente asegura haber visto a un hombre arrojarse desnudo y con los brazos abiertos a una de esas plantas. Los republicanos lo bombardearon con plasma, pero es de suponer que el aire habrá repartido esporas por todas partes.

—Deberíais emplear medios biológicos para combatir estas especies —sugirió Alejandro.

—Los interceptores republicanos son muy caros —había una nota de sarcasmo en la voz de Sira—. Además, la República no tiene tantos biólogos. Hay algunos tratando de incrementar las cosechas, pero la ecología de Chandrasekhar necesita una reorientación completa y menos radiactividad. En cada guerra nos bombardea alguien.

Alejandro sabía muy bien que aquello era una recriminación hacia ellos y prefirió callar. De hecho, le sorprendía que Sira no los detestara. Al fin y al cabo, el Imperio había machacado su mundo hacía bien poco, y era responsable de buena parte de las desgracias que afligían a su pueblo. Él mismo estaba empezando a comprender la magnitud de sus actos, cuando disparó a Omsk. Había liquidado de un plumazo a personas inocentes e indefensas, acabado con sus sueños, llenado de dolor a sus familiares y amigos. Experimentaba una profunda vergüenza, y se sentía sucio. Eso era lo que pasaba cuando uno apagaba una luz en la pantalla de blancos de un avión. Miró de nuevo a Sira. Tuvieron suerte al dar con ella. ¿Qué pensaría? Tal vez la gente fuera incapaz de odiar a los compañeros de fatigas. En cualquier caso, no era cosa de mirarle el diente a caballo regalado.

Al cabo de un rato decidieron hacer una pausa para comer. Alejandro porfiaba para que Lisa tomara algo. Finalmente prefirió dejarla descansar antes de seguir insistiendo. Cuando volvió a mirarla se dio cuenta que tenía la cabeza agachada y tapada por las manos.

—¿Qué te ocurre, Liz? —murmuró suavemente a su oído, cogiéndole una mano.

Ella lo miró. Tenía el rostro demacrado y los ojos húmedos, como si estuviera haciendo un esfuerzo para no derramar lágrimas. Esto asustó un poco a Alejandro. Nunca había visto llorar a Lisa. Era una mujer fuerte, que se sobreponía a todo.

—Estaba pensando en Karl —dijo al fin Lisa—. Murió por nuestra culpa. Nos seguía para intentar protegernos y lo pagó con su vida. Debimos haber caído nosotros y no él. ¡Era tan buena persona!

Alejandro le pasó el brazo por los hombros, en un abrazo que intentaba consolarla, pero no sabía qué decir. Él también sentía esa angustia culpable por lo que habían hecho, por haber causado con su insensatez la muerte de un amigo, pero aún más al notar el tono de voz infantil de su compañera. No era normal. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué se derrumbaba justo ahora?

—Sé que no saldremos de ésta, Alejandro —murmuraba Lisa, lastimera—. Esta vez no nos puede ayudar ni el Imperio con toda su gloria. Pereceremos o nos capturarán, y no sé qué es peor. Creo que preferiría morir en esta selva y que acabara todo.

—No Liz, no debes pensar eso —Alejandro la abrazaba con fuerza, conmovido por sus palabras—. Te prometo que te sacaré de aquí y te pondré a salvo. Ocurra lo que ocurra, estaré a tu lado.

Alejandro se veía en una situación peculiar. Por primera vez era él quien tenía la responsabilidad de levantarle el ánimo, y eso despertaba su instinto protector. Hizo un esfuerzo por no demostrarle que veía el futuro aún más negro que ella. ¿Qué harían si Lisa se ponía peor? ¿Y si Sira los abandonaba, harta de ellos? Seguro que se había dado cuenta del par de inútiles que eran, en el fondo.

—Saldremos de ésta, Liz —le repitió, deseando creérselo.

Cuando hubieron descansado, volvieron a la marcha, siempre guiados por Sira. Atravesaron un riachuelo sulfuroso. El agua casi estaba hirviendo. Lisa llevó a Sira sobre sus hombros, pues las botas de la chica tenían varios cortes y hubiera entrado el agua. Alejandro se dio cuenta de que mostraba cierta aprensión a que la tocara Lisa, y se preguntó a qué podía ser debido. A ver si ella se estaba volviendo también paranoica, con aquella manía de que el contacto con Lisa era peligroso. Si cada vez estaba más pacífica…

Cuando hubieron atravesado se apresuró a bajar. Comentó, como queriendo distraer la atención de Alejandro, que aquellas aguas eran termales. Se debían a la actividad subterránea de los volcanes.

—¿Nunca entran en erupción? —preguntó Lisa. Parecía un tanto abstraída.

—Los de esta zona no, pero son frecuentes las explosiones de gas. No dan tiempo de salir corriendo.

Se oyó un trueno distante.

—Ha debido ser una de esas dichosas explosiones —añadió Sira.

★★★

—¡No disparen! —ordenaba la teniente Evans. En realidad se alegraba de que hubieran parado en seco el avance de aquellas salamandras furiosas.

Todos sus hombres y ella misma se habían arrojado al suelo, justo al borde del cráter. Cuando iban a iniciar el descenso hacia la selva, una manada de salamandras saltó hacia ellos. Eran de color negro con manchas rojas, de dos metros de largo. Salieron corriendo de la espesura, como si estuvieran acechando. El soldado Fuji, sin pensarlo dos veces, había lanzado una granada de mano. Por suerte los animales retrocedieron.

Observó con cuidado aquellas extrañas bestias. Parecían hablar entre ellas mediante agudos chillidos y chasquidos de lengua. Llamó al sargento Curtiss a su lado.

—Lo mejor será esperar a ver qué hacen —dijo éste—. No conviene limpiar el camino a tiros o sabrán dónde estamos.

—Ya han oído dos detonaciones que nos delatan —repuso la teniente con evidente enojo—. Se lo estamos poniendo fácil.

—No crea, las explosiones de gas son frecuentes en esta zona; ya oirá algunas. Mire, suponía que harían eso.

El sargento señaló a las salamandras. Las que aún estaban sanas recogían los miembros despedazados de sus compañeras. Dos de ellas tironeaban de una, todavía agonizante, que sufría violentos espasmos.

—Como decía mi sargento instructor, «la vida es dura y la paga escasa, así que levanta el culo y ponte a andar» —el sargento se incorporó y reorganizó a los hombres—. Venga, ratas de ciudad, entraremos en guerrilla, dos parejas cada cincuenta metros. No os perdáis de vista ni un momento. Quiero que en cada patrulla vaya al menos un sano y alegre chico de campo para advertir a sus compañeros de las hebras, plantas venenosas y demás porquerías —siguió vociferando órdenes hasta que consiguió su propósito.

La teniente recordaba cómo se avanzaba en guerrilla en su mundo: un hombre cada cien metros. A través de las suaves praderas el mayor peligro era darse un tropezón con una rama caída. Era patético que los hombres tuvieran que ir de cuatro en cuatro para protegerse mutuamente de las lagartijas. Luego volvió a mirar las salamandras que destripaban a sus compañeras caídas, y no le pareció tan estúpido. Con la mano izquierda palpó las granadas que llevaba colgando del cinturón y graduó su ligero fusil de plasma a un punto más de potencia. Antes de internarse en la jungla pudo oír el ronroneo placentero de las salamandras, que hartas de carne se disponían a dormir la siesta.

Poco a poco las agujas de luz dorada que llegaban por entre los árboles fueron desapareciendo. La negrura invadía su entorno. Por la radio los hombres se quejaban de los peligros que acechaban por todas partes. La teniente Evans tuvo que ordenar silencio salvo en caso de verdadera necesidad, para evitar que se desmoralizaran unos a otros, o a ella. El sargento ya le había advertido que ni los nativos de la región conocían las selvas.

—Sólo las compañías madereras vienen aquí; traen un verdadero ejército de guardas y rodean el perímetro a talar de medidas de seguridad. Aun así a veces tienen problemas. Recuerdo que una vez nos llamaron para ayudar a unos leñadores que…

Unos minutos más tarde la teniente ordenaba guardar silencio también al sargento Curtiss.

—Lo que necesita ésta es un buen polvo a la manera local —murmuró Fuji, acercándose al sargento, al tiempo que hacía un gesto que sólo era comprendido en Chandrasekhar.

★★★

En esos momentos entraba en la selva el rastreador. Caminaba a paso ligero, con un suave y rítmico movimiento de caderas que recordaba al de un gato.

Al pasar junto a las salamandras vio que algunas, recién llegadas y por lo tanto todavía hambrientas, se acercaban a él tensando los músculos. El rastreador sudó ligeramente por la cara y las manos y los anfibios salieron corriendo. Sonrió al comprobar que el repelente que podía producir su cuerpo también funcionaba aquí, al menos con aquellos batracios.

Había abandonado ya su aparato de vuelo individual, una vez agotado el combustible. Ahora tenía que transportar por sí solo el botiquín y las raciones de emergencia para los pilotos. Le molestaba llevar carga, acostumbrado como estaba a ir lo más ligero posible. Al menos la temperatura y en general el clima eran agradables. Había sido preparado para trabajar en planetas como aquél, e incluso el olor le resultaba familiar. Cuando le ordenaron dirigirse a Atenas, teóricamente de vacaciones pero realmente en espera de que se le asignara una misión especial, había temido lo peor. Un mundo helado, una roca sin aire, una gran ciudad… Sin embargo aquí se hallaba como en casa, pues era evidente que se había empleado el mismo patrón de terraformación.

Lo único que le inquietaba era la posibilidad de encontrar vida alienígena. Sabía que Chandrasekhar contenía todavía islotes de ecosistemas autóctonos. La afirmación de sus superiores de que era escasa e inofensiva no le tranquilizaba. Era sencillamente imposible que formas de vida surgidas en mundos distintos pudieran reconciliarse. Nunca se había dado el caso, y sí en cambio el de la total aniquilación de una forma por la otra; ya se vio en el planeta Atenas, con sus espectaculares catástrofes ecológicas. A juzgar por la abundancia de vida de origen terrestre, era obvio quién estaba ganando la partida, pero sería mejor no confiarse.

Localizó una columna de aire caliente que salía de detrás de una roca gracias a su visión infrarroja. Era algo que tenía en común con algunos tipos de serpientes. Juzgó que el animal escondido debía de ser muy grande y la rodeó ampliamente. Una especie de jabalí se escondía tras la roca. Luego tuvo que eludir una planta que intentó golpearle con un zarcillo, sin duda venenoso. «No te confíes, Alberto», se dijo. «Esto es más peligroso de lo que parece».

Sonó otra detonación en la distancia, pero aunque todos se detuvieron para escucharla, resultó ser en verdad una explosión de gas.

★★★

Los náufragos habían hecho una pausa para descansar y comer un poco. Alejandro comprobó que los filetes de hongo que tenía guardados habían conseguido pudrir todo lo que había a su alrededor, convirtiéndose en una masa azulada y maloliente.

—Una mala especie —dijo Sira—. Es venenosa, una mutación. Los ejemplares se parecen mucho a los níscalos cuando están frescos. Es una suerte que no la hayas probado.

Alejandro no hizo comentario alguno. Sabía que no era prudente mentar a nadie que era un modificado y gozaba de la capacidad de metabolizar venenos. Era una exigencia que había planteado su padre a la Corporación, debido a lo habitual que era ese medio de eliminar rivales en los círculos políticos de Algol. En realidad pocos emperadores morían de muerte natural. Su bisabuelo, según se decía, había sido envenenado por orden del entonces Duque de Orión. No pudo evitar mirar a Lisa. Era incapaz de pensar en ella como una enemiga, no después de tenerla a su lado toda la vida. Quizá fuera la única persona en quien confiaba, aunque ahora no podía comprender qué le ocurría. Empezaba a sentirse culpable, y a lamentar no haberla tratado mejor en los últimos meses. Por mucho que lastimara su orgullo, tal vez fueran ciertas sus acusaciones acerca de que era un cabeza de chorlito. Meneó la cabeza. En el fondo, ahora ansiaba meterse en una cueva, acurrucarse y olvidarse del mundo, pero tenía que enfrentarse con la realidad. No podía esconderse. Lisa dependía de él. La miró de nuevo. Se había sentado lejos de ellos, con los brazos cruzados. Mejor dicho, apretados en torno al pecho. Parecía tiritar ligeramente; quizá tenía frío, pero no se había desabrigado. Decidió que debía vigilarla discretamente.

Lisa había comido poco y Sira fue a llevarle algunas frutas recogidas por los alrededores. Al acercarse creyó que estaba dormida, pero su respiración parecía muy agitada. Se puso a su lado caminando en silencio. Lisa alzó la vista y la miró fijamente. Tenía la tez pálida y los ojos acuosos. Por la comisura de los labios caía un hilillo de saliva.

Sira se apartó de un salto, cogiendo y activando su machete energético. Fue demasiado tarde para evitar que el primer golpe de Lisa le acertara. Cayó al suelo pero se incorporó de inmediato, blandiendo con fuerza el machete de un lado a otro. Lisa conservaba suficiente lucidez para esquivarla. Alejandro corrió hacia ellas, pero Lisa ya había logrado arrancar el arma de la mano de Sira con una certera pedrada. Enajenada como estaba, se movía con una rapidez antinatural. A pesar de eso, Sira consiguió eludirla varias veces, debido a que parecía querer arañarla o morderla, antes que propinarle una paliza. Alejandro se acercó por detrás e intentó agarrarla, pero recibió un fortísimo codazo en el estómago. Esto dio tiempo a Sira para agarrar un pequeño tronco medio descompuesto y estampárselo con furia a Lisa en plena cara.

El golpe fue brutal. Sira tenía más fuerza de que la aparentaba, y saltaron astillas de madera junto con sangre y un montón de bichos que hasta hacía un instante vivían tan felices horadando sus galerías en el leño. Sin embargo, Lisa no cejó en su ataque a Alejandro. Éste, sin respiración por el codazo recibido, trastabilló y fue derribado por una patada en las costillas. Alejandro quedó a merced de un tercer golpe, que hubiera sin duda acabado con él, pero Sira lo impidió. Agarró el tronco con las dos manos, como si se tratara de un ariete, y embistió a Lisa en un costado. Ésta dejó de prestar atención a Alejandro e intentó arrebatarle a Sira el madero, con un ojo cerrado y caminando con dificultad. El último ataque le había hecho mella. De nuevo intentó arañar y aún morder, pero las fuerzas le fallaban. Mientras, Alejandro había recuperado el resuello y la agarró por la espalda. Intentó inmovilizarla, pero ella se debatía como una posesa, intentando morderle la mano. Sus facciones estaban deformadas por la locura. Alejandro, aterrorizado, trataba de calmarla, y no prestó atención a Sira. Entonces percibió por el rabillo del ojo un resplandor. Tuvo que soltar a Lisa y lanzarla hacia delante para que Sira no le partiera la cabeza en dos con la hoja energética del machete.

Lisa cayó al suelo desmadejada. Sira fue tras ella intentando rematarla. Alejandro se lanzó de lleno sobre ella, agarrándole la muñeca y obligándola a soltar el arma.

—¡Ya basta! —gritó sacudiéndola—. ¡No se mueve, ni va a hacerte nada! ¡Está fuera de combate!

Sira, agotada y asustada, dejó de forcejear, se abrazó a él y lloró un buen rato. Alejandro la soltó en cuanto pudo para averiguar el estado en que había quedado Lisa.

—Hubiera sido mejor para ella que me dejaras matarla —dijo Sira.

Alejandro la miró, pero no vio odio, sino pena y un cierto temor en su mirada.

—Será mejor que te lo cuente y procura no tocarla con las manos, sobre todo si tienes alguna herida —se enjugó las lágrimas—. Chandrasekhar fue el primer planeta del sector que se colonizó. Llegó a él una estatocolectora de gran velocidad. Traía abundantes métodos para la terraformación, especialmente con el empleo de biotecnología. Pero así como Chandrasekhar se mostró enseguida ávido por recoger nuevas formas de vida, también era propenso a las mutaciones de todo tipo. La euforia por llenarlo todo de ADN topó con la realidad ambiental. En este mundo la vida evoluciona muy deprisa, no sólo por la radiación. El contacto con las biomoléculas alienígenas también incrementa la tasa de cambio en los cromosomas.

—Pero yo creía que la mayor parte de las mutaciones eran perjudiciales para la vida —repuso Alejandro—. La maquinaria genética es tan complicada que…

Sira lo interrumpió, sin darle tiempo a terminar la frase:

—Te recuerdo que el planeta fue terraformado. Eso significa que los seres vivos terrestres que sembraron habían sido alterados por los bioingenieros. Pretendían que se adaptaran a un ambiente hostil. Las mutaciones son compensadas mediante otras que aumentan las posibilidades de adaptación y supervivencia. El resultado es la aparición rápida de variedades y subespecies que ocupan todos los nichos ecológicos disponibles.

—¿Y qué tiene eso que ver con Lisa? —Alejandro se estaba impacientando con tantas explicaciones.

—Uno de los organismos que trajeron a Chandrasekhar fue un hongo inofensivo que se empleaba para el control de plagas de insectos, un entomoftoráceo. Las esporas entraban en contacto con los bichos, germinaban, el micelio consumía todo el contenido del animal y, al morir éste, las esporas se dispersaban. Pues bien, aquí resultó mutado y se convirtió en lo que la República conoce con el nombre de fiebre de Chandrasekhar. Los del país solemos llamarla locura fungosa.

»Se la tiene por casi erradicada, pero ocasionalmente se dan rebrotes. Cuando se detecta uno, hay que avisar de inmediato al Ejército y a la Universidad de Omsk. Si es posible se detiene a los infectados y se les somete a cuarentena. Si los parientes lo piden se procede a la eutanasia, pues la enfermedad genera locura y la descomposición interna del organismo conforme la micosis crece y lo devora todo. El cerebro es lo último que destruye, pues su modo de propagación consiste en multiplicar la agresividad. Logra hacer que el anfitrión infectado arañe, muerda o infecte a través de cualquier rasguño a otros seres de su especie.

»Lo único que me hacía dudar era que no presentaba herida alguna y su forma de actuar no parecía la normal en estos casos. Además, los afectados atacan de modo casi instantáneo, pero ella aguantaba mucho y pensé que podía equivocarme. Cuando le vi los ojos y la palidez, supe que ya era tarde.

La faz de Alejandro se había tornado blanca mientras escuchaba. Era consciente de la gravedad de padecer una infección en un planeta extraño. Su sistema inmunitario podía quedar completamente bloqueado ante algo tan inusual. Nadie se había tomado la molestia de prepararlos para una incursión en terreno alienígena. ¿Tan seguro estaba el Imperio de que la guerra se reducía a un juego sobre una pantalla holo? Sonrió sin ganas. ¿De qué se quejaba? Teóricamente, los pilotos imperiales no tripulaban sus naves personalmente. Uno no pillaba una infección sentado en una butaca. Se le pasó por la cabeza un pensamiento poco halagüeño: «Esto es el mundo real, tío, y tú has contribuido a hacerlo así».

Con gesto tembloroso desvistió a Lisa y descubrió el rasguño en el brazo que había recibido durante el enfrentamiento con los monjes esclavistas. Parecía estar descomponiéndose rápidamente; se había abierto, aunque no sangraba. Su aspecto era marchito, como las flores secas, con la piel adyacente arrugada y de color grisáceo. Olía francamente mal.

—No hay duda —sentenció Sira—. Es la locura fungosa. ¿Cuándo le viste la herida por última vez?

—En tu casa, cuando se lavaba.

—¿Y cómo la tenía?

—Parecía cerrada. Siempre cicatrizamos muy rápido —no debía haber dicho aquello, pensó. ¿Sacaría conclusiones? Sira no parecía acostumbrada a los humanos modificados.

—Es el proceso normal. Unos días, a veces sólo horas, de latencia. Luego se desarrolla la agresividad conforme empieza a activarse la descomposición. Después la putrefacción interna y la locura… Perdona, pero es mejor que lo sepas. Consideramos un favor el aplicar la eutanasia antes de que sufra más, porque no existe cura.

—En el Imperio no existe la eutanasia —respondió secamente Alejandro.

—Allí no hay enfermedades como ésta. Si hubieras visto algún caso te darías cuenta de lo que hablo. Créeme, es mejor para ella…

—¡No!

—Además, ¿cómo vamos a llevarla? Debe de medir metro ochenta, y pesar al menos setenta y cinco kilos. No podrás cargar con ella si sigue inconsciente, y si despierta tendrás que defenderte o acabarás igual.

—Si es necesario me quedaré con ella, aquí, todo lo que haga falta.

—Muy noble por tu parte, pero no durarás mucho. Hasta ahora hemos tenido suerte y no nos han atacado animales feroces. Pero la noche, ¡oh, la noche en una selva! El Emperador no lo permita —dijo, al tiempo que hacía el gesto del triángulo, sin darse cuenta de ello—. En cuanto te duermas, algo se te echará encima.

Alejandro ya no la escuchaba. Simplemente no era capaz de entender lo que ocurría. Lisa había sido una constante en su vida. No recordaba tampoco una sensación igual de impotencia, de dolor, de pérdida. Antes siempre había alguien a su lado para darle un consejo, una ayuda. Normalmente ese alguien era Lisa. Lo peor de todo era que no recordaba haberle devuelto nunca ningún favor. Siempre era Lisa quien le ayudaba a él. Si al menos pudiera salvarla…

Revolvió el botiquín. Desinfectó la herida. Le aplicó el bioanalizador: «Micosis de origen desconocido». Soltó un taco que hacía referencia a los antepasados del bioanalizador y lo arrojó al suelo. Sira, más práctica, lo recogió, consciente de la utilidad del aparato.

Finalmente Alejandro recobró la sensatez y le inyectó el complejo molecular inmunoactivante de más amplio espectro que pudo hallar. Luego se quedó sentado junto a su compañera, con la mirada ausente. La posibilidad de perder a Lisa le estaba abriendo los ojos. Ahora veía cómo la necesitaba, las muchas veces que él le había fallado y las ocasiones, más numerosas todavía, en que ella lo había arropado cuando hizo falta. «Te pasas toda tu vida con alguien, y cuando quieres pedirle perdón por lo injusto que has sido con ella, y darle las gracias por estar a tu lado, ya es tarde, y se va sin que pueda oírte». Tampoco podía olvidar la muerte de Karl, el sereno y jovial Karl. O lo de Omsk. ¿Cuántas desgracias más le iba a deparar su locura infantil, su irresponsabilidad? Y si sólo fuera a él… El problema es que otros estaban pagando por sus pecados. De pura frustración, estuvo a punto de disparar su pistola y calcinar todo cuanto les rodeaba. Respiró hondo varias veces y trató de controlarse. No era momento de rabietas. Bastante había hecho el idiota ya.

Sira, mientras, había recogido algo más de comida y el arma de plasma de Lisa. También se quedó con su cuchillo. Alejandro no protestó. Era obvio que se daba cuenta del peligro si Lisa despertaba enloquecida.

La penumbra era cada vez mayor. Los escasos rayos del Sol incidían más horizontales, y empezaban a adquirir un color anaranjado. El ruido de los animales fue descendiendo y a lo lejos retumbó un trueno.

Sira arropó un poco más a Lisa. También le limpió la cara con un poco de agua de la cantimplora y un pañuelo. Al hacerlo, se dio cuenta de que el golpe que le había dado en el rostro ya no se notaba apenas; ni siquiera tenía el ojo morado. Miró a Alejandro y éste le devolvió la mirada.

—¿Mejora genética?

«¿Qué más da?», pensó Alejandro. «Tiene que haberse dado cuenta por fuerza». Asintió con la cabeza.

—¿Qué modelo? —preguntó de nuevo la chica. ¿Había un tono especial en su voz?

—No somos coches —la respuesta fue más brusca de lo que pretendía. Era evidente que Sira no deseaba resultar impertinente—. Recombinación de Kojba —dijo al fin.

—No la conozco —repuso quedamente—, pero en la compañía maderera nos daban clases de medicina. Nos dijeron que estos hongos suelen ser mucho menos violentos en los humanos genéticamente mejorados. No todos, claro, pero los que incorporan mejoras inmunitarias no suelen morir. Puede ocurrir incluso que remita la enfermedad si se medican intensivamente.

—Suerte que no recurrimos a la eutanasia tan pronto como querías.

Sira enrojeció de vergüenza.

—No hay mejorados en Chandra, ni se me había pasado por la cabeza esa posibilidad. Aquí esas cosas parecen muy distantes. Hubo algunos en otro tiempo, pero se fueron.

—¿Cómo lo descubriste? ¿Sólo por la herida en la cabeza?

—Eso me hizo pensar, y una vez te das cuenta todo lo demás encaja.

—¿Qué es lo que encaja? —Alejandro empezaba a parecer interesado en la conversación. Se incorporó levemente, pues había estado sentado con la espalda reclinada en un tronco, delante de Lisa.

—Todo —repuso Sira—. No sé, son mil pequeños detalles. La falta de pelo en la cara y en el pecho…

—Eso es bastante normal en el Imperio.

—La fuerza con que apartabas una rama o un tronco, la ausencia de fatiga. Tampoco habéis pedido ni una sola vez que parásemos a beber o a comer. También está el vigor que demostrasteis al luchar. Me daba la impresión de enfrentarme a un par de camiones. Además, la herida; tendría que haber tardado días en desaparecer el derrame y cicatrizar. Y tú también comentaste que cicatrizaba rápido.

—Suelo meter la pata —Alejandro sonrió agriamente. No podía evitar llegar siempre a la misma conclusión.

—¿Has estado en la Tierra? —preguntó súbitamente Sira.

—Claro, estudié allí un montón de años.

—¿Dónde exactamente?

—Oh, un poco en todas partes. Venecia, París, Tokio, Barcelona, San Francisco… Todas las grandes capitales.

—La nave que terraformó Chandrasekhar se llamaba Ciudad de Tokio, y su capital era Shiva.

—Curiosa mezcla. Estuve en Japón, pero no en la India.

—¿Cómo es Tokio? Para nosotros es como el origen.

Alejandro observó sus rasgos. Parecían de tipo nipo, con algo de hispano, pero también podía ser indio o hispano. ¿O tal vez indio y nipo? Bah, al diablo con ello. Era de Chandrasekhar y punto. Al fin y al cabo llevaban siglos allí. ¿Por qué esa obsesión por las raíces? Quizá pensaba así porque en el fondo no tenía un verdadero origen en el tronco común de la Humanidad. O al menos así pretendían hacerlo creer los Humanistas. Lo que pasa por un laboratorio antes de nacer, no es humano del todo.

—Preguntaba cómo es Tokio —insistió Sira.

La mente de Alejandro tendía a divagar, a abstraerse cuando había problemas.

—Perdona. Un puñado de arcólogos que…

—¿Arcólogos?

—Rascacielos muy altos; ciudades en miniatura, más bien. Lo cierto es que pasé la mayor parte del tiempo en una Universidad.

—¿Y cómo es Barcelona?

—Más rascacielos y en medio muchos bares. Tiene una base de Infantería Estelar enorme, y siempre hay varios miles de infantes emborrachándose por ahí.

—Creía que ibas a hacerme una descripción más romántica de la Vieja Tierra —le reprochó la chica.

—Perdona, creo que no estoy muy al tanto de esas cosas. Verás, muchas ciudades famosas son hoy en día enormes colmenas humanas. París es un hervidero de turcos y afros. Venecia flota sobre un enorme campo agrav: es un museo volante poblado de azafatas, camareros y policías, junto a Tokio. Creo que antes estaba en Europa, pero la compraron y se la llevaron. El mismo Tokio es un jardín rodeado de arcólogos inmensos. Además, cuidan enormemente la inmigración y tiene fama de elitista. Pretoria es lo mismo pero al revés. Cuidan que la gente no salga. Lo consideran una especie de reserva humana, pues es el único lugar donde hay arios puros, blancos como la leche, y negros auténticos, oscuros como el carbón. Una ley impuesta por el Parlamento Solar prohíbe el cruce de razas en Sudáfrica, lo que ha originado numerosas protestas y manifestaciones en Pretoria, por considerarlo un acto de racismo. La Corporación alega que esa reserva genética tiene demasiado valor y no quieren perder a los últimos arios, caucasianos o como se llamen. La verdad es que la política terrestre es muy complicada. Cuéntame algo de Chandrasekhar.

—Tendría que responderte que hay setas, lagartos y tropas republicanas, para devolverte tu deliciosa visión de la Tierra.

Ambos rieron.

—Ya sé que no soy un gran poeta. Cuando esté de buen humor te lo explicaré mejor y con más detalle. Al fin y al cabo hay cosas buenas.

—Bueno, mientras te contaré algo de Chandrasekhar. ¿Sabes que debe su nombre a un científico terrestre?

Sira empezó a evocar los lugares que había visitado. De una excursión a un pueblo vecino podía hacer una verdadera odisea. Le narró la primera vez que vio Omsk, siendo aún una niña, y cómo su abuelo la había tomado de la mano por toda la Avenida de los Robles. Le había comprado algodón de azúcar y luego la llevó a la casa de la cultura, como eran llamadas las escuelas. Relató su vida en el internado y cómo surgieron los conflictos entre niños nativos y los hijos de funcionarios y militares republicanos, cuando éstos empezaron a llegar. La República, agnóstica y laica, no consentía la educación religiosa en la escuela y había ocasionado muchos problemas. Eso fue el preludio de las campañas contra la Religión oficial de la ciudad y luego contra el culto al Emperador en el campo. Pero aunque eso interesaba a Alejandro, que no era precisamente un experto en religiones, no parecía preocupar a Sira. Daba la impresión de rehuir el tema del culto al emperador. Quizá su educación la hacía sentirse incómoda al hablar con Alejandro, una divinidad según las creencias de su familia. Alejandro prefirió aparcar el tema por el momento.

Sira siguió hablando de su vida y sus amigos, de las breves primaveras y los largos otoños de Chandrasekhar. No parecían existir épocas dignas de ser llamadas verano o invierno. Le habló de un año en que nevó copiosamente. Fueron a las montañas ella y unas amigas y se perdieron entre las cumbres nevadas. Tuvieron que enviar esquiadores y perros a buscarlas. Cuando los esquiadores las hallaron, estaban completamente dormidas, empleando al peludo San Bernardo como almohada.

Mientras hablaba acabó de caer la noche, sumiéndolos en una negrura total. Se pusieron de acuerdo para vigilar por turnos, tanto a Lisa como a cualquier peligro que procediera de la selva. Alejandro le enseñó a Sira el manejo de las bombas de mano y ésta se quedó unas cuantas, las que había llevado Lisa. También cogió su cuerda, un fino hilo de seda de araña artificial, muy ligero y más resistente que el cable de acero. Rodeó al improvisado campamento con varias pasadas de hilo, a fin de que cualquier merodeador tropezara con él. Lamentó no tener latas para hacer ruido. Sería una larga noche. No podían encender un fuego para no llamar la atención de posibles perseguidores, y seguro que por allí había alimañas capaces de ver en las tinieblas.

★★★

Alejandro escuchó un extraño sonido, como un crepitar, y se levantó de un salto, con el corazón que parecía empeñado en salírsele por la boca.

—¿Sira? ¿Estás bien?

Pasaron unos segundos sin recibir respuesta. Alejandro se enfrentaba al dilema de dejar sola a Lisa o salir corriendo a averiguar la suerte de Sira. Afortunadamente, la voz de la muchacha le evitó tener que tomar una decisión. Lo invadió una oleada de alivio.

—Tranquilo, sólo era una salamandra. Ya la he liquidado. En cuanto termine de echar un vistazo al perímetro me reuniré con vosotros, y me encargaré de la primera guardia.

—Otro susto así y no lo cuento —murmuró Alejandro, antes de volver a sentarse junto a Lisa que, febril, no se había enterado de nada.

Pendiente de su compañera, no se percató de la peculiar expresión en el rostro de Sira cuando ésta regresó. La chica miró a los dos imperiales fijamente, meneó la cabeza y sonrió, antes de dirigirse hacia ellos como si nada anormal sucediera.