CAPÍTULO X: DONES Y PÉRDIDAS
CONFORME avanzaba la tarde el viento se tornaba más fuerte y el cielo se ensombrecía. Estaba siendo cubierto por un grueso manto de nubes, entre cuyos pliegues asomaban pálidos destellos de una tormenta en ciernes.
Takamine podía oler el mal tiempo con la misma facilidad con que los otros veían los relámpagos. Sin escuchar a los demás, que querían seguir el viaje a toda costa, entusiasmados por la facilidad con que avanzaban, se dirigió a un pequeño embarcadero semiderruido. Mientras ataban el bote y recogían el combustible, una fina llovizna empezó a caer sobre ellos.
El pueblo parecía abandonado, salvo por media docena de casas en las que se veía luz y humo saliendo por las chimeneas. Como estaba a punto de oscurecer, entraron en la primera de ellas, sin más preámbulos. Sira trató de ser la única que hablara con sus habitantes, pues no querían ser reconocidos como extraños. Mantuvo una breve charla con un hombre mayor, que caminaba encorvado y lucía un pelo blanco como la nieve. Les explicó que no había ninguna posada allí, pero que accedían a darles cobijo por la noche según la hospitalidad propia de su tierra.
Pronto se hallaron sentados en la cocina, con buena parte de la familia a su alrededor, mientras esperaban que el resto regresara del campo. El anciano, que parecía un poco el líder de aquella vasta familia, les obsequió con sus mejores viandas y mandó preparar más comida para los forasteros.
Alejandro estaba conmovido por tanta generosidad, procedente de gente humilde y que tenía tan poco para ofrecer. Se preguntó si era imaginable un trato semejante a unos forasteros en cualquier rincón del Imperio. En comparación con esta gente, una familia imperial era inmensamente rica, pero estaba seguro de que nadie dejaría entrar un desconocido en su casa para agasajarlo de tal modo.
Mientras bebían, un niño se sentó sobre las rodillas de Alejandro y empezó a juguetear con sus ropas. Una mujer madura les contó que era el único que la justa ira de los Dioses le había permitido engendrar sano. Los anteriores habían muerto todos de graves malformaciones. Ella había sufrido duras penitencias, impuestas por el sacerdote para que no tuvieran que ser los hijos quienes pagaran por sus pecados.
Alejandro se había puesto rojo al oír aquello y estaba dispuesto a replicar. Sira le agarró del brazo y le rogó con la mirada que no dijera nada.
—Mi familia es atea desde Juliano el Grande —le replicó Alejandro en voz baja—. Quince emperadores de Algol se revuelven en sus tumbas cada vez que alguien me endiosa para timar a esta buena gente.
El niño, que al fin había conseguido robarle algo a Alejandro, fue con ello a su madre.
—No llegarás a ser el número dieciséis si no salimos de aquí —contestó Sira—, y puede resultar muy difícil pasar desapercibido si pregonas quién eres.
La madre, con rostro horrorizado, salió corriendo de la habitación. Alejandro y Sira no repararon en ella.
—¡No quiero que se me adore!
—Tampoco es el colmo de los males…
—Callaos de una vez —terció Takamine.
Sira y Alejandro siguieron discutiendo un rato, hasta que Takamine les obligó a prestarle atención.
Todos los miembros de la familia presentes en la casa habían entrado en la cocina de repente. El anciano portaba un pequeño altar de madera, con la fotografía del Emperador y su hijo. El niño, con la cabeza gacha y rascándose el trasero por los azotes recibidos, le devolvió a Alejandro la pequeña cartera que le había birlado poco antes. En ella había varias tarjetas y documentos con su nombre y fotografía. Alejandro se maldijo a sí mismo por su descuido y cuando todos se arrodillaron ante él, no pudo resistirlo más y les hizo levantarse.
Takamine logró tomar la iniciativa y tras ayudarle a convencer a la gente de que la veneración no era necesaria, comenzó a hablar en tono conciliador. Les disuadió de su idea de haberse hecho merecedores de algún castigo especial por no reconocer antes a su Dios, ni por cualquier otro motivo. Ante su locuacidad, Alejandro optó por dejarle hablar, pero sin que pudiera darse cuenta, en determinado momento había empezado a darle la vuelta al asunto. No tardó en oír al rastreador afirmando su divinidad.
—Él sabe lo que se hace —le decía Sira.
—No puedo consentir que se aproveche de ellos. Esta gente nos lo daba todo por nada; no es preciso engañarla.
—Déjalo hablar, Alex —dijo de repente Lisa. Era la primera vez que pronunciaba palabra por iniciativa propia en todo el día—. No nos interesa que nadie sepa que estamos aquí. Permite que Takamine lleve el asunto a su manera y podremos largarnos mañana por la mañana sin que haya corrido la voz.
—Pero…
—¿Qué ganarías destruyendo su sencilla fe? —Lisa lo miró con un punto de malicia, como en los viejos tiempos.
Ciertamente el rastreador estaba hablando con los nativos en tono confidencial, contándoles por qué el hijo del Emperador debía visitar a sus fieles sin que éstos lo supieran. Debían considerar un privilegio que les hubiera permitido reconocerlo, pero no podían decírselo a nadie. Sus oyentes parecían hipnotizados por las palabras y miraban de reojo a Alejandro. También habían caído en la cuenta de quién era Lisa y esto parecía ser lo que más les preocupaba.
Sira sabía muy bien que el Duque de Orión y sus hijos hacían el papel de malos en aquella Religión. El aspecto macilento, enfermizo de Lisa y su rostro amargado contribuían a otorgarle un aspecto temible. Estuvo tentada de rogarle que procurara quedar bien con aquella gente, para evitar que la asustara con su presencia, pero comprendió que con el estado de ánimo de Lisa, eso sería pedir demasiado.
La noche pasó rápidamente y se levantaron con el alba. Afuera aún llovía y una bruma fría cubría el suelo, se filtraba entre los árboles y el propio Shant quedaba oculto por ella. Mientras Takamine preparaba el bote y trataba de arrancar el motor, pequeños grupos de personas surgidas de las casas colindantes se acercaron a ellos tímidamente. Algunas les dieron paquetes de comida y odres de aquavit o vino. Sira obligó a Alejandro a tomarlos.
—No conviene desilusionarlos; para ellos es un honor que los aceptes. Alégrales un poco la vida, anda.
Conteniéndose, Alejandro puso buena cara, aceptó los presentes y los agradeció cortésmente. Antes de que Sira pudiera evitarlo, Alejandro le entregó la mayor parte del dinero que llevaba a la madre del niño. Ésta quedó paralizada por el asombro al darse cuenta de lo que sumaba aquello, pero acto seguido cayó de rodillas y trató de besar la mano de la divinidad. Alejandro le acarició el pelo con ternura, hizo que se levantara, dio media vuelta y se marchó, intentando no manifestar la emoción que lo embargaba.
Takamine estuvo a punto de soltarle una filípica por tirar de ese modo el dinero, pero se lo pensó mejor y suspiró, dejándolo por imposible. A su lado, Sira se preguntaba qué debía de estar pensando aquella gente. El muchacho no tenía el aspecto de las fotos trucadas que repartían los sacerdotes. Aunque impresionaba su estatura y su aspecto físico, estaba lejos de poseer la cualidad mística que ella misma les había atribuido a los dioses, cuando era pequeña. De algún modo, supuso Sira, aquel contacto con un Dios tan carnal, tan humano, haría mella en la fe de algunos. ¿O acaso la reafirmaría? La fe es demasiado irracional para preverla. Se alegró de dejar atrás aquel grupo de rostros. Se les veía esperanzados y tristes al mismo tiempo. Aguardaban todavía algún prodigio que confirmara la divinidad de Alejandro y Lisa.
Conforme el sol ascendía en el cielo, las brumas matinales fueron desapareciendo. Los bosques cobraron color y vida. De vez en cuando veían algunos árboles de cristalinita o algún animal con exoesqueleto.
El bote descendía por el Shant a buen ritmo, ayudado por la vigorosa corriente. Al mediodía comieron sobre la marcha. Las viandas que les habían ofrecido al marchar les pusieron de buen humor y les fortalecieron. Sira se empeñó en que todo el mundo bebiera abundante aquavit.
—No sólo es tonificante, también mejora la concentración, estimula el intelecto y ayuda al cuerpo a defenderse de las infecciones.
—Tiene muchas virtudes este licor. Si todas son ciertas habrá que exportarlo.
—No tiene valor alguno si no es destilado artesanalmente por cada familia. Sus efectos son distintos en cada cantón, según las necesidades. Nadie daría a conocer la fórmula que emplea un clan para producir el suyo.
—¿Ni a un Dios?
—Los dioses beben néctar y ambrosía; no necesitan el agua de vida.
—Lástima —murmuró Alejandro, apurando un odre.
★★★
El cuartel de Omsk había recibido refuerzos. El general Stephen Barlow destinó dos de sus compañías de Infantería Aerotransportada a relevar a los hombres de la teniente Evans, la cual, postrada en la cama del hospital reponiéndose de fracturas múltiples, no hacía más que mascullar disparates sobre la vida militar y el atractivo de ocupar un puesto de funcionaria en una oficina. Los republicanos estaban molestos con él por aquel asunto. El gobernador de Chandrasekhar le había pedido personalmente que hallara a los supervivientes para contentar a la población y él mismo deseaba ajustar cuentas con quienes habían iniciado aquel juego tan peligroso. A estas alturas, era algo personal. Por su culpa habían perdido la vida hombres valientes y honestos, como el sargento Curtiss. Otra ofensa más que clamaba venganza.
En el espacio las flotas enemigas seguían enfrentadas, pero sin incrementar sus efectivos. La República continuaba tejiendo complicadas redes para afrontar una posible invasión. Cada día llegaban nuevas naves cargadas de baterías de plasma, asesores militares y equipo electrónico de defensa. De un momento a otro podía empezar a llegar la Infantería de Marina republicana y después de aquello, si el Imperio no podía contener su voracidad, el Apocalipsis.
Las dos compañías destinadas a seguir el rastro de los pilotos caídos embarcaron en cuatro grandes transportes agravitacionales. Se las había equipado con fusiles de aguja, muy discretos y efectivos, pero sin descuidar las pistolas de plasma. Tenían órdenes estrictas sobre cómo actuar en cualquier situación y se las había dotado de un transmisor codificador personal, para poder hablar sin peligro entre ellos. Además, este aparato permitía conocer la propia situación a partir de los satélites artificiales recién instalados y a cada capitán conocer la de todos y cada uno de sus hombres.
A primera hora de la tarde los transportes ya habían sobrepasado la cordillera Labriana y avanzaban Shant arriba, a poca altura sobre el suelo. Los hombres sentían deseos de pisar tierra y tener al fin algo sobre lo que disparar.
Uno de los transportes se posó sobre el río al lado de un pueblo. Allí desembarcó una sección, al mando de un teniente. Los otros transportes siguieron adelante, mostrándole al Shant su casco herrumbroso, con las compuertas laterales abiertas. Pasaron sobre el bote de Takamine, quien tuvo que obligarse a aparentar naturalidad y seguir navegando sin sobresaltos. Sólo durante un momento alzó la vista y su mirada se clavó en la de un sargento, sentado al borde de la puerta. Reconoció a un buen militar, curtido en el campo y que podía traerles problemas. Aquellos hombres no eran como los anteriores; tenían aspecto de estar fogueados en muchas batallas.
El rastreador bajó la vista y siguió su rumbo mientras el sargento seguía observándole largo rato. También él había notado algo fuera de lo común en los ojos de Takamine.
En cuanto los transportes hubieron desaparecido de vista, Takamine viró discretamente hacia la orilla. Desde allí descubrieron a los soldados que desembarcaron en el pueblo cercano y aguardaron acontecimientos.
La tropa tardó muy poco en abandonar el pueblo, dividida en varios grupos.
—Se proponen realizar una batida enviando patrullas en todas direcciones alrededor de donde nos localizaron la última vez —comentó Takamine—. Si no conseguimos alejarnos más de lo que piensan que nos hayamos movido, estaremos en peligro.
—¿Qué sugieres? ¿Abandonamos el bote y seguimos a pie?
—Seguramente nos daríamos de bruces contra una patrulla.
—No pueden estar en todas partes simultáneamente.
—Basta con tenerlos cerca. No hay que jugar a los dados con la propia vida —el rastreador pensó un momento—. No han dejado a nadie vigilando el río, y alguna gente del pueblo está a punto de salir en barca.
—Pescadores —apuntó Sira.
—Tal vez no han tenido en cuenta la posibilidad de que nos desplacemos por el río. Seguiremos hasta el pueblo en el bote y nos pararemos discretamente a observar. Si comprobamos que los militares no detienen a ninguna barca, podremos continuar.
Salieron de nuevo al centro del río. La corriente fluía con suavidad, rodeando a veces un pequeño islote o una roca que sobresalía. El rastreador mantenía el motor a las mínimas revoluciones. Avanzaban con lentitud, como si desconocieran la prisa.
Vieron una patrulla ir río arriba por un camino paralelo al río. Nadie les prestó atención.
—¿Cómo pueden olvidarse del río si buscan fugitivos? —Sira estaba sorprendida.
—Tienen una idea fija y unas instrucciones que seguir. Habrá miles de posibilidades que no hayan tenido en cuenta. Otras las habrán considerado, pero por falta de medios no han podido cubrirlas todas.
Continuaron río abajo durante una hora al mismo ritmo. Alejandro estaba pendiente de los mapas y trataba de identificar en ellos todos los accidentes del terreno. El rastreador no parecía necesitarlos. Sira se dio cuenta de que Lisa apenas podía mover el brazo. La chica reconoció que estaba perdiendo la sensibilidad y la capacidad motriz. Con cuidado Sira apartó las ropas y comprobó que la infección seguía avanzando. Nadie hizo comentario alguno.
Alejandro sentía cada vez más la urgencia de la situación, pues se había propuesto salvar a Lisa fuera como fuese. Tener que viajar lentamente en aquel bote le enfurecía, se sentía inútil, arrastrado por las circunstancias. Sabía que si llegaban demasiado tarde al punto de encuentro, los médicos no podrían hacer nada por Lisa, pero no veía modo alguno de acelerar el proceso. ¿Por qué demonios no enviarían la nave tan pronto como Takamine les había localizado? La Armada solía hacer las cosas del modo más simple posible, y no parecía natural obligarles a realizar aquel desplazamiento. Via crucis, mejor dicho.
El rastreador seguía imperturbable, aferrado al timón mientras el motor tosía rítmicamente sobre el murmullo del agua. Alejandro se puso al lado de Lisa para hablar con ella. Aunque seguía triste y abatida, al menos le respondía. Lisa parecía hallar nuevas fuerzas de no se sabía dónde para seguir adelante. Sus labios no habían proferido ni una sola queja, a pesar de que notaba que el brazo se le estaba pudriendo, e incluso a veces trataba de animarlo a él. Antes nunca le había parecido tan fuerte, ni tan capaz de sobreponerse a todo. En la Tierra, durante sus estudios, no se hubiera comportado así. Allí cualquier contratiempo grave la sumía en una depresión que le había hecho granjearse una cierta fama de inestable y taciturna. Sólo ahora se daba cuenta Alejandro de que él también reaccionaba del mismo modo por aquel entonces, con la única diferencia de que Lisa sabía cómo animarle y él no podía corresponderla. Tal vez madurar consistía en eso, abrir los ojos.
Navegaban por un sector del río donde el cauce se estrechaba. Pasaron cerca de otro grupo de casas, aparentemente abandonadas, cuando sonaron dos disparos y saltaron astillas en dos puntos de la borda. Todos se arrojaron al fondo del bote sin perder un segundo, mientras sonaba otro disparo. Takamine había dado gas a tope y dirigía la embarcación a la orilla opuesta.
—Cuando toque fondo, todos corriendo a la maleza y cuerpo a tierra. Yo os cubriré.
Apenas acabó de hablar, la quilla se incrustó en la arena de la orilla. Las cuadernas crujieron y mientras saltaban fuera del bote se oyó otro disparo. Alejandro puso una mano contra la espalda de Sira y echó a correr, impulsándola a ella, que se vio proyectada contra una pared de grandes helechos. Mientras caía, un relámpago de luz anaranjada muy intensa y un fuerte trueno llegaron desde atrás.
Aunque los francotiradores estaban bien escondidos, Takamine pudo localizarlos por el calor del disparo. Sin pensarlo dos veces, descargó un tremendo haz de plasma que cruzó el curso fluvial. Varios árboles derribados y en llamas eran lo único que quedaba en el lugar donde se había emboscado su enemigo.
Tras unos momentos de silencio, Sira decidió salir de entre los helechos. Takamine la oyó y le ordenó con gestos volver atrás. Entonces la muchacha escuchó gritos que se acercaban, al otro lado del río. Por una senda entre los árboles llegó un hombre de aspecto demacrado y furioso. Llevaba un rifle y le seguía un muchacho de diez o doce años, armado con una pequeña escopeta.
El hombre gritaba y gesticulaba amenazadoramente hacia donde ellos estaban. Luego cayó de rodillas al suelo y echó a llorar, de cara a los árboles ardientes.
Takamine aprovechó aquel momento para llegar hasta la maleza en una rápida carrera. Se tiró al suelo al lado de la chica.
—¿Qué está diciendo? No entiendo nada.
—Creo que has enviado al otro barrio a su hijo mayor, el que nos disparaba.
—Quería matarnos, el maldito.
—Seguramente era por el combustible.
El hombre se fue al cabo de un rato, abrazando fuertemente a su hijo menor. Sin perder un momento el rastreador recogió lo necesario del bote, abandonándolo junto con el motor y los bidones que aún quedaban.
—¿Por qué? —Sira parecía molesta por abandonar el bote. No le hacía gracia otra caminata por regiones inhóspitas.
—Cualquier satélite habrá localizado la explosión y los soldados vendrán a ver qué ha ocurrido. No parece que haya muchas armas de plasma en este planeta, así que dentro de poco estarán tras nosotros.
—Con el bote avanzaríamos más deprisa.
—La explosión ha sido en la orilla. Lo primero que harán será inspeccionar el río en los dos sentidos. Nos encontrarían enseguida.
Sira no parecía muy convencida, pero les siguió. Takamine les obligó a caminar saltando de piedra en piedra y cuidando de no romper ninguna rama durante un buen rato. A veces se retrasaba, borrando alguna huella comprometedora. Cuando ya estaban agotados volvió al paso normal. Sira se había torcido levemente un tobillo y no andaba bien, aunque no se quejaba. Takamine se dio cuenta, pero ignoró el hecho y les obligó a caminar varios kilómetros más.
Cuando pararon, la chica cayó como un fardo al suelo, buscando apoyo en un tronco. El rastreador estaba admirado por su resistencia, pues sabía que Sira era la única de los cuatro no mejorada genéticamente, y sin embargo había resistido una marcha fatigosa con una lesión. Su primera intención había sido obligarla a desistir de seguirles, por su propio bien, pero ahora ya no estaba tan seguro de que quisiera prescindir de ella. Takamine admiraba el coraje por encima de todas las cosas y sabía que Sira lo tenía.
El descanso duró muy poco. Antes de que se hubieran enfriado Takamine los puso en pie. Tras consultar los mapas decidieron marchar en línea recta. Tendrían que desviarse un par de veces para evitar pequeñas poblaciones, que venían indicadas en el mapa de Takamine. No querían más sorpresas con los nativos.
Alejandro ayudaba a Lisa a caminar. Parecía perder fuerzas por momentos y le fallaba un poco la coordinación al andar. Tuvieron que avanzar lentamente por ella, lo que también benefició a Sira.
El camino que seguían parecía poco transitado. La hierba era alta y las frecuentes lluvias lo habían erosionado, formando grandes surcos y dejando numerosas piedras al descubierto. Durante varias horas no se cruzaron con nadie, ni vieron ninguna granja, hasta salir de la arboleda.
Una vasta llanura se ofreció ante sus ojos, una planicie negra cubierta de una capa de cenizas. La brisa las levantaba con facilidad, dándole al suelo el aspecto de una bruma negra. Parecía un oleaje malsano que poco a poco se extendía anegando la vegetación circundante.
—El castigo de los dioses —dijo la voz de Sira, detrás de ellos—. Una región bombardeada con antimateria. Calcina hasta las piedras y se extiende como un desierto. Nada vuelve a crecer en ese polvo negro.
Takamine decidió rodearlo, para no abandonar el abrigo de la vegetación. Caminaron hacia el oeste, bordeando el mar de negrura. Nadie hizo el menor comentario al respecto, ni siquiera cuando pasaron cerca de varias casas medio cubiertas por el polvo. A media tarde una fina llovizna cayó formando un barro oscuro y denso. Cuando lo pisaron para acortar unos metros, comprobaron que era pegajoso como la resina y se alegraron de no haber cruzado el yermo. Desde una pequeña elevación pudieron comprobar que la llanura tenía en su centro un profundo cráter, producto de la explosión. Cuando acabó de llover vieron en los alrededores del cráter algunos restos de construcciones artificiales semienterradas. Podría haber sido una refinería, una fábrica o una instalación militar. Sira no recordaba haber oído hablar nunca de ella, aunque quizá la hubieran bombardeado en una incursión anterior. La superficie del planeta estaba llena de accidentes como aquél, fruto de diversas guerras.
Alejandro estuvo un rato observándolo con los prismáticos, sin decir nada.
Antes de que llegara el ocaso habían rodeado la planicie y entre los árboles pudieron divisar las cimas de la cordillera Labriana. La cercanía de su destino los animó visiblemente. Buscaron un refugio donde pasar la noche.
Después de una comida frugal, Alejandro se dio cuenta de que Lisa no estaba dormida, sino inconsciente y con mucha fiebre. Durante el día había perdido por completo la sensibilidad del brazo y ahora, al destaparlo, pudieron ver que se había llagado por completo. La piel, abierta en numerosos lugares, rezumaba un suero espeso, maloliente. El bioanalizador mostró sólo carne en descomposición y hongos reproduciéndose aceleradamente. El daño llegaba casi hasta el hombro.
Takamine y Alejandro discutieron sobre lo que debía hacerse y al final acordaron amputar el brazo. El botiquín que había traído el rastreador estaba preparado para esa eventualidad.
Le inyectaron sedante, cicatrizante e inmunoactivante. Luego Takamine rodeó el brazo de Lisa con el fino cable de un cortador, ajustándolo al aparato. Sira introdujo el brazo en una bolsa de plástico y Alejandro preparó la compresa especial que debía sellar el muñón. Al ser activado el cortador, el cable se calentó a setecientos setenta grados Kelvin y se tensó en un segundo, cortando el brazo con total limpieza. Este cayó en la bolsa y Sira la cerró y la enterró. Mientras, Alejandro, pálido y mareado, apretaba la compresa contra el muñón. La proteína sintética se adhirió a la carne viva formando una piel artificial sobre la herida, pero no antes de que brotara una buena cantidad de sangre. Alejandro tuvo que lavarse las manos, completamente rojas, y mientras lo hacía no pudo evitar devolver hasta la última papilla.
Lisa fue la única que logró dormir la noche entera, gracias a las drogas. Al día siguiente comprobaron que la piel artificial estuviera bien adherida y Takamine le inyectó de nuevo cicatrizante e inmunoactivante, que ya escaseaba.
Esperaron hasta que despertó por sí sola, para no tener que forzarla. Alejandro prefirió ser quien le diera la mala noticia, pero Lisa no pareció sorprenderse demasiado. Sabía que tarde o temprano acabaría perdiendo el brazo. Alejandro trató de animarla recordándole lo cerca que estaban del lugar de recogida.
—En cuanto lleguemos a base Escorpio tendrás un brazo nuevo.
Lisa, sin decir nada, alzó la mano que le quedaba con el pulgar hacia arriba y trató de incorporarse. La sonrisa que había esbozado se convirtió en una mueca de dolor. La cabeza le daba vueltas y apenas podía andar; le fallaba el sentido del equilibrio. Tuvo que descansar un rato antes de reanudar la marcha.
Empezaron caminando muy despacio, pero a media mañana Lisa ya podía moverse a un ritmo bastante normal. Sira estaba admirada por la fortaleza y entereza que demostraba y la facilidad con que parecía reponerse de todas las desgracias que caían sobre ella.
Durante un descanso, Takamine oyó ruido de pasos y un jadeo humano a cierta distancia entre los árboles. Alarmado, echó mano a su arma y avisó a los demás con un gesto. Les ordenó permanecer donde estaban, mientras él se alejaba para averiguar de quién se trataba.
No tuvo que andar mucho, pues el hombre se dirigía hacia ellos. Era un labrador entrado en años, vestido con ropas azules y un gorro de piel oscura. Su expresión era triste. Llevaba aferrado contra su pecho un paquete envuelto en toallas.
El hombre se acercó al riachuelo, muy cerca de donde ellos estaban acampados y murmuró unas palabras en voz baja. Al cabo de un rato se fue, con los brazos vacíos. Alejandro hizo ademán de ir a ver qué había dejado en el río. Sira le agarró por el brazo y le aconsejó no hacerlo. Fue de todos modos.
Hundido en el agua clara y fría, entre unas rocas, estaba el paquetito. La corriente lo había destapado un poco y pudo ver el rostro de un recién nacido, completamente deforme, sin boca ni nariz. También intuyó lo que tenía en lugar de brazos.
Alejandro regresó junto a los demás con la cara blanca como la tiza, y prefirió no decir nada; Sira tampoco preguntó. Takamine se reunió con ellos tras asegurarse de que no había nadie más por los alrededores.
Actos como buscar comida, caminar, descansar cada cierto tiempo, se estaban convirtiendo en rutina. Apenas hablaban entre ellos. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Alejandro caminaba al lado de Lisa, ayudándola siempre que hiciera falta, especialmente a la hora de trepar o pasar por algún lugar difícil. Takamine tomaba las decisiones y elegía el camino y Sira les advertía todavía de los peligros más insospechados. La cantidad de plantas venenosas, reptiles agresivos, hongos depredadores y salamandras carnívoras parecía infinita. Lo que al principio causara admiración en Alejandro, le resultaba ahora repulsivo. No era una abundancia de formas de vida, sino un exceso de mutaciones que estaba conduciendo todos los ecosistemas hacia el desequilibrio. Chandrasekhar le había parecido un planeta rico en vida y ahora se le antojaba enfermo, en pleno proceso de descomposición. La adaptabilidad de la vida que los colonos habían traído jugaba ahora en su contra. Sólo un nuevo proceso de terraformación, que limpiara el planeta de radiactividad y recondujera con mano sabia su vida, podría convertir Chandrasekhar en el jardín sano y rico que De Castro había soñado.
Estas ideas fueron abriéndose paso en su mente mientras caminaba. Se daba cuenta de que su viaje a través de Chandrasekhar le había hecho ver las cosas de un modo distinto. Ya no podría volver a conectarse al sistema para reducir la guerra a un apasionante juego de brillantes colores. Había aprendido cuáles eran las consecuencias de hacer desaparecer de la pantalla un punto rojo en una operación de castigo. Las misiones le habían parecido un entretenimiento y las guerras de la Línea un mero tema de conversación. La realidad, o lo que tomaba por realidad en su juventud, eran los juegos en el espacio virtual. Incluyendo el amor en gravedad cero, las películas de la holovisión y todas las diversiones de cable[8] que un Imperio ocioso había ido creando durante siglos. Consideraba su caída en este planeta una suerte, en cierto modo. De otro modo no hubiera podido ver la aflicción que causaba la muerte, ni sentir el peligro de ésta rondando a su alrededor.
Alejandro no comprendía cómo las noticias de la holovisión nunca mostraban el lado oscuro de la guerra en la Línea. ¿Acaso no había nadie que se preguntara cuál era el precio de la expansión? ¿Y los planetas donde se luchaba abiertamente? El Imperio mantenía varias guerras contra mundos avanzados y varios resistían ferozmente el avance de la infantería. Sólo ahora se daba cuenta de que nunca había visto otra cosa que los desfiles triunfales y los héroes condecorados a su vuelta. ¿Qué ocurría durante las batallas? Únicamente podía pensar en dolor y muerte, campos de cadáveres y ciudades en ruinas. No recordaba que hubiera reflexionado sobre ello antes, ni tan siquiera en la Academia Militar. La versión de la guerra que le habían mostrado allí era otro juego en el ciberespacio, otra pantalla llena de colores, donde el dolor era una ecuación y la muerte un brillante resultado.
La guerra verdadera era algo muy distinto. Era crueldad y sufrimiento. Era la injusticia cayendo sobre los inocentes, la pena por un joven amigo como Karl muerto de forma temprana y estúpida. Era el dolor por la enfermedad de Lisa y la angustia por verse incapaz de evitarlo. Eran niños deformes, esperanza de vida reducida, fatalismo, sumisión, lágrimas, sueños rotos. Era una putada, hablando pronto y mal. Y, ante todo, era injusta. Nunca antes la había contemplado desde esta óptica.
Siguió caminando, mientras las ideas seguían hiriendo su mente.