Capítulo II
Antes de que les hable del señor Gray, creo que debería contarles un poco más de lo que hacíamos todo el día en Hanbury Court. En la época de la que hablo, éramos cinco las chicas, todas señoritas de buena familia y con contactos (aunque en ocasiones distantes) con gente de bien. Cuando no estábamos con milady, nos custodiaba la señora Medlicott, una mujercilla discreta, que había sido dama de compañía de milady durante muchos años y que en realidad mantenía, según me dijeron, algún tipo de parentesco con ella. Los padres de la señora Medlicott habían vivido en Alemania y, en consecuencia, hablaba nuestro idioma con fuerte acento extranjero. Otra consecuencia era que sobresalía en todo tipo de labores de aguja, algo de lo que ya ni se oye hablar estos días. Podía zurcir encaje, manteles, muselina india o medias de tal manera que nadie podía distinguir dónde había estado el agujero o el desgarrón. Aunque era buena protestante, y nunca se perdía la misa de conmemoración del cinco de noviembre, era tan habilidosa en la costura como una monja de un convento papista. Podía coger un retal de batista francesa y, retirando algunas hebras y añadiendo otras, convertirlo en pocas horas en un delicado encaje. Hacía lo mismo con paño de Holanda, y obtenía un encaje fuerte y áspero con el que estaban ribeteados todos los manteles y servilletas de milady. Nos poníamos a sus órdenes durante gran parte del día, bien en la antesala de la cocina, bien cosiendo en una cámara que daba al gran salón. Milady desaprobaba la labor que hoy llaman canutillo por considerar que el empleo de hilo o estambre de color solo era apropiado para divertir a los niños, y que las mujeres ya crecidas no deberían emplear rojos o azules, sino restringir su gusto por la costura a realizar puntadas pequeñas y delicadas. Nos decía que el viejo tapiz del recibidor era obra de sus antepasadas, que vivieron antes de la Reforma y, por tanto, desconocían los gustos puros y simples en el trabajo, así como en religión. Tampoco aprobaba la moda imperante entre las mujeres de la alta sociedad, que, a principios de este siglo, consistía en hacer zapatos. Decía que tal cosa era consecuencia de la Revolución Francesa, que había aniquilado prácticamente toda distinción de rango y clase, y le parecía que las señoritas de buena cuna y educación, al manejar hormas y punzones y betún, se comportaban como hijas de zapateros.
A menudo una de nosotras era llamada a su presencia para leerle en voz alta algún libro formativo, cuando ella estaba sentada en su pequeña salita. Normalmente se trataba del periódico The Spectator del señor Addison[6], pero recuerdo que un año tuvimos que leer las Reflexiones sobre la Naturaleza de Sturm[7], traducidas de un libro alemán que recomendó la señora Medlicott. El señor Sturm ofrecía un pensamiento para cada día del año, resultaba bastante aburrido, pero como tengo entendido que la reina Carolina había disfrutado mucho con el libro, la idea de la aprobación real mantenía a milady despierta durante las lecturas. Las Cartas de la señora Chapone[8]; y los Consejos para jóvenes señoritas del doctor Gregory[9] completaban nuestra biblioteca de lecturas de entre semana. Yo solía alegrarme de abandonar mi labor de costura, e incluso mis lecturas en voz alta (aunque estas últimas me mantenían junto a mi querida señora), para ir a la antesala de la cocina y entretenerme entre las conservas y aguas medicinales. No había médico en muchos kilómetros a la redonda, y, con las recetas del doctor Buchan y la dirección de la señora Medlicott, enviábamos muchas botellas de elixir que, he de decir, era tan bueno como el que venden los boticarios. En cualquier caso no creo que hiciéramos ningún daño, y si alguno de los elixires salía algo más fuerte de lo normal, la señora Medlicott nos dejaba rebajarlo con cochinilla y agua, para hacerlo seguro, como solía decir. Así pues, nuestras botellas de medicina contenían finalmente muy poco elixir; pero nos guardábamos mucho de etiquetarlas todas, lo cual las hacía parecer muy misteriosas para aquellos que no sabían leer, y eso ayudaba a que la medicina surtiera efecto. Más de una botella de agua con sal teñida de rojo he enviado; cuando no teníamos nada que hacer en la antesala de la cocina, la señora Medlicott nos ponía a hacer píldoras de placebo con miga de pan para practicar; y he de decir que resultaban muy eficaces, pues, antes de entregar una caja, la señora Medlicott siempre le explicaba al paciente los efectos que debía esperar, y casi nunca llegaban noticias de que no hubieran surtido efecto. Había un anciano que cada noche se tomaba seis píldoras de la clase que tuviéramos a bien darle, para que le ayudaran a dormir, y si, por cualquier circunstancia, su hija olvidaba avisarnos de que se le había acabado la medicina, se encontraba tan inquieto y abatido que, como él decía, creía hallarse al borde de la muerte. Creo que hoy llamarían medicina homeopática a lo que hacíamos. Después aprendíamos a cocinar los pasteles y guisos de cada estación en la antesala de la cocina. En Navidad hacíamos gachas de ciruelas y pastelillos de frutas confitadas; el martes de carnaval, buñuelos y tortitas; el Día de la Madre, copos de avena con canela; en Semana Santa, tarta de violetas; el Domingo de Pascua, pudin de tanaceto; el Domingo de Ramos, pasteles triangulares, y así durante el año: todo antiguas recetas religiosas, heredadas de una de las más lejanas antepasadas protestantes de milady. Cada una de nosotras pasaba parte del día en compañía de lady Ludlow, y ocasionalmente íbamos con ella en el carruaje de cuatro caballos. A ella no le gustaba ir solo con dos caballos, pues lo consideraba por debajo de su rango, pero, en realidad, a menudo se necesitaban cuatro caballos para tirar del pesado carruaje a través del barro. Se trataba de un carruaje bastante voluminoso para las estrechas callejuelas de Warwickshire, y yo a menudo pensaba que era un alivio que no hubiera tantas condesas, pues así no cabía la posibilidad de que nos cruzáramos con otra dama de alcurnia en otro carruaje de cuatro caballos en algún lugar donde no habríamos podido girar, ni pasar uno al lado de otro, ni retroceder. En una ocasión en que esta idea del peligro de cruzarnos con otra condesa en una calle estrecha y llena de surcos estaba muy presente en mi mente, me aventuré a preguntarle a la señora Medlicott qué habría hecho ella en tal ocasión, y me respondió que «la más reciente debe ceder el paso, por supuesto», lo que me dejó muy perpleja en su momento, aunque ahora lo entiendo. Empecé a consultar el libro de títulos nobiliarios, un volumen que anteriormente me había parecido muy aburrido; pero, como me acobardaba bastante montar en el carruaje, me familiaricé con las fechas de creación de los tres condes que había en Warwickshire, y me alegró comprobar que el señor Ludlow era el segundo, y el nombramiento más antiguo pertenecía a la viuda de un cazador que era poco probable que se moviera en carruaje.
Pero todo este tiempo me he desviado del tema del señor Gray. Por supuesto, lo vimos por primera vez en la iglesia, cuando hizo las lecturas. Tenía la cara muy sonrojada, con ese rubor que suele acompañar al pelo claro y el rostro rubicundo; parecía delgado y bajito, y su cabello claro, brillante y rizado apenas tenía una pizca de talco. Recuerdo que fue milady quien hizo esa observación, y exhaló un suspiro, pues, aunque existía un impuesto sobre el talco para el pelo desde la hambruna de 1799 y 1800, se consideraba revolucionario y jacobino no llevar gran cantidad. A milady casi nunca le gustaban las opiniones de los hombres que lucieran su propio cabello, pero admitía que era un prejuicio, ya que en su juventud nadie salvo el populacho iba sin peluca, y no podía evitar asociar las pelucas con la buena cuna y educación, y el cabello desnudo con la clase de personas que participó en los disturbios de 1780, cuando lord George Gordon[10] era una de las pesadillas de milady. Según nos contaba, su esposo y los hermanos de este habían recibido sus pantalones largos y se les había afeitado la cabeza nada más cumplir los diecisiete años; una hermosa peluca a la última moda constituía uno de los invariables regalos de cumpleaños que lady Ludlow obsequiaba a sus hijos cuando cada uno de ellos llegó a tal edad, y desde aquel día y hasta el día de su muerte nunca mostraron su verdadero cabello. Consideraba que llevar el pelo sin talco, como algunas personas de baja cuna empezaban a hacer, era un insulto al decoro, pues suponía no ir adecuadamente vestido. Era como ser un sansculotte[11]. Pero el señor Gray sí llevaba un poco de talco, lo suficiente para salvarlo a ojos de milady, aunque no lo bastante para obtener su entera aprobación.
La siguiente ocasión en la que le vi fue en el gran comedor. Mary Mason y yo íbamos a salir con milady en el carruaje, y, al bajar las escaleras vestidas con nuestras mejores capas y tocadas con nuestros mejores sombreros, nos encontramos al señor Gray esperando la llegada de milady. Creo que ya le había presentado sus respetos, pero nosotras nunca le habíamos visto, pues había declinado la invitación a pasar la tarde del domingo en Hanbury Court (cosa que el señor Mountford hacía con bastante regularidad, para jugar también una partida de ciento), algo que, según nos comunicó la señora Medlicott, había causado cierto descontento de milady.
Cuando entramos en el salón y le hicimos una reverencia, se sonrojó más que nunca al vernos. Tosió dos o tres veces, como si le hubiera gustado hablar con nosotras de encontrar algo que decir, y cada vez que tosía parecía sofocarse más aún. Me avergüenza confesar que casi nos reíamos de él, en parte porque también nosotras éramos tan tímidas que entendíamos su azoramiento.
Milady llegó con su paso ágil y rápido —siempre caminaba con brío cuando no se acordaba del bastón—, como si lamentara habernos hecho esperar, y, al entrar, nos hizo a todos una amplia y elegante reverencia, de esas cuyo arte debió de morir con ella de tanta cortesía como expresaba; en esta ocasión la reverencia decía, mejor que si lo hubiera expresado con palabras: «Lamento haberles hecho esperar; por favor, perdónenme».
Se aproximó a la chimenea, junto a la cual había esperado el señor Gray hasta que ella entró, y le hizo una nueva reverencia, esta vez bastante profunda debido a su sotana y a que ella era la anfitriona y él un nuevo huésped. Le preguntó si no preferiría hablar con ella en su aposento privado, y parecía que iba a dirigirle hacia allí. Sin embargo, él empezó a hablar de lo que le había traído a la casa, tan rápido que casi se atraganta, y sus grandes ojos azules se le llenaron de lágrimas y se abrían cada vez más de lo alterado que estaba.
—Milady, solo quería hablarle para persuadirle de que ejerza su amable influencia con el señor Lathom, el juez Lathom, de Hathaway Manor…
—¿Harry Lathom? —inquirió milady, tan pronto como el señor Gray se detuvo para recuperar el aliento que había perdido con las prisas—. No sabía que estuviera en el cargo.
—Acaban de nombrarlo. Prestó juramento hace menos de un mes, ¡es una pena!
—No comprendo por qué debe apenarle. Los Lathom han residido en Hathaway desde tiempos de Eduardo I[12] y el señor Lathom tiene buen carácter, aunque a veces es precipitado…
—¡Señora! Ha condenado a Job Gregson por robo, algo de lo que lo creo tan inocente como yo mismo, y las pruebas me respaldan. Su caso va a llegar al tribunal, pero los magistrados están tan unidos que no se les puede convencer de que hagan justicia, y están dispuestos a enviar a Job a la cárcel solo para complacer al señor Lathom, pues es su primera condena y no sería conveniente decirle que no hay pruebas contra ese hombre. Por el amor de Dios, milady, hable con el caballero; a usted la recibirá, mientras que a mí me dirá que el asunto no me concierne.
Ahora bien, milady solía ser fiel a los suyos, y los Lathom de Hathaway Court eran primos de los de Hanbury. Además, en aquellos días era casi una cuestión de honor animar a un joven juez a que aplicase una condena severa en sus primeros juicios, y Job Gregson era el padre de una muchacha que recientemente había sido despedida de su puesto como limpiadora a causa de su insolencia hacia la señora Adams, a la sazón criada de milady; y el señor Gray no había dicho ni una palabra acerca de las razones por las que creía en la inocencia de aquel hombre, pues iba tan apresurado que creo que habría empujado a milady para que se trasladase a Henley Court en ese mismo momento. Así, todo parecía apuntar en contra de aquel hombre que solo tenía la palabra del señor Gray a su favor. Milady se irguió un poco y exclamó:
—¡Señor Gray! No veo motivo para que usted o yo debamos intervenir. El señor Harry Lathom es un joven razonable, muy capaz de discernir la verdad sin nuestra ayuda.
—Pero desde entonces han surgido más pruebas —interrumpió el señor Gray.
Milady se puso un tanto más rígida, y habló con voz fría:
—Supongo que estas pruebas adicionales han sido presentadas a los magistrados, que son hombres de buena familia, honor y reputación, muy respetados en el condado. Naturalmente considerarán que la opinión de uno de ellos ha de tener mucho más peso que las palabras de un hombre como Job Gregson, que posee un carácter de lo más indiferente y del que se sospecha con firmeza que caza furtivamente en Hareman’s Common, terrenos que, por cierto, están fuera de la parroquia, por lo que usted, como clérigo, no es responsable de lo que ocurra allí. Por ello, puede haber algo de cierto en la sugerencia de los magistrados de que no debería meterse en sus asuntos, aunque haya sido poco cortés —observó, sonriendo, milady—, y pueden verse tentados a decirme a mí lo mismo si interfiero, señor Gray, ¿no cree?
Él pareció realmente incómodo, y medio enfadado. Una o dos veces empezó a hablar, pero se controló, como si sus palabras no fueran a ser sabias o prudentes. Finalmente dijo:
—Puede que sea presuntuoso por mi parte, pues no soy más que un extraño que ha llegado hace unas semanas, enfrentar mi juicio sobre el carácter de los hombres al de los magistrados residentes… —lady Ludlow hizo una pequeña señal de asentimiento que fue, yo creo, involuntaria por su parte y que dudo que él percibiera—. Pero estoy convencido de que este hombre es inocente de su delito, por no decir que los mismos jueces alegan esa ridícula costumbre de agradar a un juez recién nombrado como única razón de la condena.
Desafortunada palabra: «¡ridícula!». Arruinó por completo la buena impresión que su modesto comienzo había causado en milady. Supe, mejor que si lo hubiera escuchado con palabras, que ella se ofendió al oír tal expresión en labios de un hombre de rango inferior a aquellos a los que se refería, y en verdad era una gran falta de tacto, considerando con quién hablaba.
Lady Ludlow habló con voz suave y pausada, algo que siempre hacía cuando estaba contrariada; era una señal que todas habíamos aprendido.
—Creo, señor Gray, que debemos abandonar el tema. Es muy poco probable que nos mostremos de acuerdo.
El rubor del señor Gray se tornó púrpura, y luego se desvaneció, y su rostro palideció. Creo que tanto él como milady habían olvidado nuestra presencia, y nosotras empezamos a sentirnos demasiado incómodas como para querer recordársela. Sin embargo, no podíamos evitar mirar y escuchar con gran interés.
El señor Gray se alzó cuan alto era, con un sentimiento inconsciente de dignidad. Y, aunque era de baja estatura y tan solo unos momentos antes estaba avergonzado e incómodo, recuerdo haber pensado que cuando habló me pareció casi tan imponente como milady.
—Milady debe recordar que quizá sea mi deber hablar a mis feligreses sobre muchos temas en los que no estarán de acuerdo conmigo. No estoy en libertad de guardar silencio solo porque su opinión difiera de la mía.
Los grandes ojos azules de milady se dilataron por la sorpresa y, creo, por el enfado de ver que se dirigían a ella de aquel modo. No estoy muy segura de si fue muy acertado por parte del señor Gray. Él mismo parecía atemorizado de las consecuencias, pero decidido a soportarlas sin rechistar. Durante un minuto se hizo el silencio. Entonces milady repuso:
—Señor Gray, respeto que hable de modo tan directo, aunque me pregunto si un joven de su edad y posición tiene algún derecho a asumir que es mejor juez que alguien con la experiencia que yo misma he ido adquiriendo de forma natural a lo largo de mi vida y con la posición que ostento.
—Señora, si, como clérigo de esta parroquia, no debe acobardarme decir a los pobres y humildes aquello que considero la verdad, tampoco me morderé la lengua en presencia de los ricos y nobles.
El rostro del señor Gray evidenciaba un estado de nerviosismo tal que, de haberse tratado de un niño, habría tenido una rabieta. Parecía que se había armado de valor para hacer y decir cosas que le desagradaban en gran medida, y que no habría hecho ni dicho de no haberle obligado el deber a ello. En tales momentos, cada nimia circunstancia que pueda aumentar el sinsabor se hace muy patente. Vi que se percataba de nuestra presencia, y que aquello aumentaba su incomodidad.
Milady enrojeció.
—¿Se da usted cuenta, señor, de que se ha desviado en gran medida del tema de la conversación? —inquirió—. Sin embargo, ya que habla de su parroquia, permítame que le recuerde que los terrenos de Hareman’s Common se encuentran fuera de sus límites, y que no es responsable del carácter o de las vidas de los que ocupan ilegalmente esa desgraciada parcela.
—Señora, veo que únicamente le he causado un disgusto hablándole sobre este tema. Le pido perdón por ello y me despido de usted.
Hizo una reverencia, y parecía apesadumbrado. Lady Ludlow vio la expresión de su semblante.
—¡Vamos, vamos! —exclamó, con voz un tanto más elevada y rápida de la que había mostrado mientras hablaba—. Recuerde que Job Gregson es un conocido cazador furtivo y un malhechor, y que usted no es responsable de lo que ocurre en Hareman’s Common.
Él se encontraba cerca de la puerta principal y murmuró algo, en parte para sí mismo, que nosotras oímos (pues estábamos cerca de él) pero milady no, aunque vio que movía los labios.
—¿Qué ha dicho? —preguntó de forma algo apresurada, tan pronto como se cerró la puerta—. No lo he oído.
Nos miramos la una a la otra, y después yo hablé.
—Ha dicho, milady: «¡Dios ayude a ese hombre! Es responsable de todas las maldades que no se ha esforzado en evitar».
Milady giró sobre sus talones y se marchó, y Mary Mason dijo después que pensaba que milady estaba verdaderamente enojada con nosotras, por haber presenciado la disputa, y conmigo, por haber repetido lo que murmuró el señor Gray. Pero nosotras no teníamos la culpa de hallarnos en la habitación, y cuando milady preguntó qué había dicho el señor Gray, pensé que lo adecuado era decírselo.
Al cabo de unos minutos nos pidió que la acompañáramos al carruaje.
Lady Ludlow siempre se sentaba sola mirando hacia adelante, y las chicas nos sentábamos de espaldas. De algún modo esto era una norma, que nunca nos atrevimos a cuestionar. La verdad es que viajar mirando hacia atrás era muy incómodo para algunas de nosotras y nos mareaba, de modo que, para remediarlo, milady siempre viajaba con ambas ventanillas abiertas, lo que a veces le causaba reumatismo, pero siempre cumplíamos la tradición. Aquel día ella no prestó mucha atención al camino que recorríamos, y el conductor nos llevó por donde quiso. Íbamos muy silenciosas, pues milady no hablaba y estábamos muy serias. Por lo general, ella hacía que estos paseos resultasen bastante agradables (para quienes no tenían reparos en viajar de espaldas), pues conversaba de manera amistosa y nos relataba diferentes anécdotas que le habían acontecido en diversos lugares: en París y Versalles, donde había residido en su juventud; en Windsor, y en Kew y en Weymouth, donde estuvo con la reina cuando era su dama de compañía; y otras historias. Pero aquel día no habló en absoluto. De repente, asomó la cabeza por la ventanilla.
—John Footman —dijo—. ¿Se puede saber dónde estamos? Esto es Hareman’s Common.
—Sí, disculpe, milady —respondió John Footman, y esperó a recibir más instrucciones.
Milady permaneció pensativa unos instantes y luego dijo que quería que bajaran los escalones para apearse del carruaje.
Tan pronto como hubo bajado, nos miramos la una a la otra y, sin mediar palabra, empezamos a observarla. La vimos caminar con su paso delicado y los pequeños zapatitos de tacón alto que siempre llevaba (pues habían estado de moda en su juventud) entre los charcos amarillentos de agua estancada que se habían acumulado en el suelo de arcilla. John Footman la seguía, majestuoso, también temeroso, a pesar de su majestuosidad, de salpicarse las inmaculadas medias blancas. De repente milady se volvió y le dijo algo, y él regresó al carruaje con expresión medio aliviada y medio perpleja.
Milady se dirigió a un conjunto de toscas casas de adobe en la parte alta del terreno; viviendas construidas, como era habitual por entonces, de arcilla y cañas, con techado de paja. Según intentamos deducir de lo que veíamos, lady Ludlow observó lo suficiente del interior de aquellos alojamientos como para dudar antes de entrar o siquiera hablar con alguno de los niños que jugaban entre los charcos. Tras una pausa, desapareció en el interior de una de las moradas. Nos pareció que tardaba mucho tiempo en salir, pero yo diría que no fueron más de ocho o diez minutos. Volvió mirando al suelo, como para decidir por dónde pisaba, pero observamos que se debía más al hecho de que estaba pensativa y desconcertada que a la elección del terreno más firme.
Cuando volvió a subir al carruaje, aún no había decidido adonde debíamos dirigirnos a continuación. John Footman seguía allí, con el sombrero quitado, esperando sus órdenes.
—A Hathaway. Queridas, si se encuentran cansadas, o si tienen algo que hacer para la señora Medlicott, puedo dejarlas en Barford Corner, pues desde allí solo hay un cuarto de hora andando hasta la casa.
Pero afortunadamente podíamos afirmar con seguridad que la señora Medlicott no nos reclamaba, y, tal y como nos habíamos susurrado la una a la otra cuando nos encontrábamos a solas en el carruaje, milady debía de haber ido a ver a Job Gregson, así que estábamos demasiado ansiosas por saber cómo acababa todo aquello como para alegar cansancio. Así que nos dirigimos a Hathaway. El señor Harry Lathom era un hacendado soltero, de unos treinta o treinta y cinco años de edad, que se encontraba más a gusto en el campo que en los salones de su casa, y entre cazadores que entre señoritas.
Por supuesto, milady no descendió del carruaje, ya que era el señor Lathom quien debía esperarla, y pidió al mayordomo, que tenía un cierto aire de guardabosques, a diferencia de nuestro venerable gentilhombre con peluca empolvada de Hanbury, que le dijera a su señor, con un saludo de su parte, que deseaba hablar con él. Como pueden imaginar, estábamos encantadas de poder escuchar todo lo que se dijo, pero creo que después nos arrepentimos un tanto, al ver que nuestra presencia confundía al terrateniente, al cual ya incomodaba bastante responder a las preguntas de milady como para tener además de testigo a dos jovencitas ansiosas.
—Discúlpeme, señor Lathom —comenzó a decir milady, de manera algo más brusca de lo habitual en ella, pero es que se encontraba muy concentrada en el tema—. ¿Qué es todo eso que ha llegado a mis oídos acerca de Job Gregson?
El señor Lathom pareció molesto e irritado, pero no osó demostrarlo con sus palabras.
—He emitido una orden de arresto contra él, milady, por robo, eso es todo. Sin duda está al tanto de su carácter; un hombre que camufla redes y trampas y pesca allí donde le viene en gana. De la caza furtiva al robo solo media un paso.
—Eso es muy cierto —repuso lady Ludlow, que aborrecía la caza furtiva por aquella misma razón—, pero imagino que no enviará a un hombre a la cárcel por su mal carácter.
—Son vagos y maleantes —apuntó el señor Lathom—. Se puede enviar un hombre a prisión por ser un vagabundo, no por una acción específica, sino por su forma de vida en general.
Por un momento tuvo a milady completamente a su favor, pero luego ella repuso:
—Pero en este caso los cargos que se le imputan son por robo, y su esposa me ha comentado que puede demostrar que durante toda aquella tarde él se encontraba a varias millas de distancia de Holmwood, donde ocurrió el robo, y afirma que usted tuvo las pruebas ante los ojos.
En aquel punto el señor Lathom interrumpió a milady diciendo, de forma algo malhumorada:
—Ante mí no se presentó ninguna prueba cuando emití la orden de arresto. No soy responsable de las decisiones de los demás magistrados, si tenían más pruebas ante sí. Fueron ellos quienes le condenaron a la cárcel. Yo no soy responsable de ello.
Milady no dio muestras de impaciencia, pero, por el continuo golpeteo de su zapato de tacón contra el suelo del carruaje, nosotras sabíamos que se sentía soliviantada. Más o menos en ese momento, estando nosotras sentadas de espaldas, vimos por el rabillo del ojo, a través de la puerta abierta de la casa, al señor Gray, de pie en las sombras del recibidor. Sin duda la llegada de lady Ludlow había interrumpido una conversación entre el señor Lathom y el señor Gray. Este último debió de oír cada palabra de lo que se decía, pero como ella lo ignoraba, respondió a la negación de responsabilidad del señor Lathom más o menos con el mismo argumento que había oído (gracias a nosotros) emplear al señor Gray apenas dos horas antes.
—¿De modo que pretende decirme, señor Lathom, que no se considera responsable de las injusticias y del mal que usted podría haber evitado y no ha hecho? No, en este caso el germen primero de la injusticia fue su propio error. Desearía que hubiera estado usted conmigo hace apenas un rato y hubiera observado la miseria en la que se encontraba la vivienda de ese pobre hombre.
Iba bajando la voz, y el señor Gray se iba acercando a ella, de forma casi involuntaria, como para oír lo que decía. Nosotras lo vimos, y sin duda el señor Lathom oyó sus pasos, y supo quién era el que estaba escuchando tras él y aprobaba cada palabra de lo que se decía. Su mal humor fue en aumento, pero aun así milady era milady, y él no se atrevía a dejarlo traslucir en su presencia, como habría hecho con el señor Gray. Sin embargo, lady Ludlow captó la expresión de terquedad de su semblante y aquello la enardeció como nunca había visto hasta entonces.
—Estoy segura de que no se negará usted, señor, a aceptar mi fianza. Le ofrezco pagar la fianza de ese hombre, y declararme responsable de su comparecencia en el juicio. ¿Qué dice usted a eso, señor Lathom?
—Señora, no hay fianza para el delito de robo.
—No en los casos ordinarios, es cierto. Pero supongo que se trata de un caso especial. Este hombre ha sido enviado a prisión para complacerle a usted y, hasta donde yo sé, pese a todas las pruebas en contra. Deberá pudrirse en la cárcel durante dos meses, y su mujer y sus hijos se morirán de hambre. Yo, lady Ludlow, me ofrezco a pagar su fianza y me comprometo a responder de su presencia en la sesión del tribunal del próximo trimestre.
—Milady, eso va contra la ley.
—¡Tonterías! ¿Quién hace las leyes? Personas como yo en la Cámara de los Lores, y personas como usted en la Cámara de los Comunes. Nosotros, que hacemos las leyes en St. Stephen, podemos infringir la letra de las mismas cuando nos asiste la razón, en nuestra propia tierra y entre nuestras propias gentes.
—El lord teniente puede retirarme del cargo si se entera.
—Y si lo hiciera sería un gran bien para este condado, Harry Lathom, y también para usted si no se conduce con mayor inteligencia de la que ha demostrado hasta ahora. ¡Bonito grupo forman usted y sus hermanos magistrados en estas tierras!
Siempre he sostenido que el despotismo ilustrado es la mejor forma de gobierno, ¡y ahora que veo lo que supone un quorum estoy doblemente a favor de él! ¡Queridas! —exclamó, dirigiéndose a nosotras—, si no os agota regresar a casa a pie, le pediré al señor Lathom que tome asiento en mi carruaje y nos dirigiremos a la cárcel de Henley para sacar a ese hombre de allí de inmediato.
—No es apropiado que dos señoritas solas anden por los campos a estas horas del día —repuso el señor Lathom, sin duda ansioso por escapar de un viaje cara a cara con milady y posiblemente sin hallarse preparado para llegar al extremo ilegal de poner en práctica las medidas inmediatas que ella contemplaba.
Pero el señor Gray dio un paso adelante, demasiado ansioso por liberar al prisionero como para que lo detuviera cualquier obstáculo. Ver la cara de lady Ludlow cuando esta se dio cuenta de a quién había tenido como espectador y oyente en su entrevista con el señor Lathom fue tan bueno como ver una obra de teatro. Ella había hecho y dicho exactamente lo mismo que, apenas una o dos horas antes, tanto le habían irritado en boca del señor Gray. Había estado discutiendo con el señor Lathom acaloradamente, en presencia del mismísimo hombre a quien había descrito a tal caballero como alguien tan razonable y de tal prestigio en el condado que consideraba presuntuoso cuestionar sus acciones. Pero antes de que el señor Gray se ofreciera a escoltarnos de vuelta a Hanbury Court, milady ya se había recobrado. Sus modales no dejaron traslucir ni sorpresa ni desagrado cuando respondió:
—Se lo agradezco, señor Gray. No me había dado cuenta de que estaba usted presente, pero creo adivinar qué asunto le ha traído hasta aquí. Y, de hecho, verlo me recuerda una deuda que tengo con el señor Lathom. Señor Lathom, me he dirigido a usted con bastante franqueza, olvidando, hasta que he visto al señor Gray, que esta misma tarde me encontraba en desacuerdo con él sobre esta misma cuestión y adopté, en aquel momento, el mismo punto de vista que usted ha ofrecido sobre este tema, al pensar que el condado estaría mucho mejor sin un hombre como Job Gregson, hubiera cometido o no el robo. El señor Gray y yo no nos despedimos de forma bastante amistosa —continuó, haciéndole una pequeña reverencia—, pero sucede que desde entonces he visto la casa de Job Gregson y a su mujer y creo que el señor Gray tenía razón y yo estaba equivocada y, por tanto, con la volubilidad propia de mi sexo, he venido hasta aquí a reprenderlo a usted —y sonrió al señor Lathom, que todavía parecía medio malhumorado y que no relajó su expresión grave ante su sonrisa— por mantener las mismas opiniones que yo defendía una hora antes. Señor Gray —de nuevo hizo una reverencia—, estas señoritas le quedarán muy agradecidas si las acompaña, y yo también. Señor Lathom, ¿quiere usted acompañarme a Henley?
El señor Gray hizo una profunda reverencia y se sonrojó violentamente; el señor Lathom murmuró algo que ninguna de nosotras pudo oír pero que era, según creo, algún tipo de protesta contra las acciones que se veía, digamos, obligado a realizar. Lady Ludlow, sin embargo, no se percató de ello, y se sentó con actitud de cortés espera y, mientras nos alejábamos caminando, vi al señor Lathom subir al carruaje con aire de perro apaleado. Debo decir, considerando los sentimientos de milady, que no envidio su viaje, si bien creo que él estaba en lo cierto sobre la ilegalidad de su objetivo.
Nuestro paseo a casa fue muy aburrido. No sentíamos ningún temor, y habríamos preferido no tener la compañía del hombre incómodo y ruborizado en que se había convertido el señor Gray. Dudaba al pisar los escalones que permitían cruzar las cercas, y a veces se quedaba a medio camino, creyendo que de tal manera podría ayudarnos a cruzarlas, para luego retroceder, pues no quería preceder a unas señoritas. Sus modales no eran fluidos, como afirmó una vez milady, pero cuando estaba de servicio se conducía con gran dignidad.