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ZAPATERO ANTE EL EFECTO MODIGLIANI

 

 

 

 

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Lo que se ha roto ya no puede ser pegado.

 

ZYGMUNT BAUMAN,

Modernidad líquida

 

 

En 1977 y 1979 los españoles votaron a un hombre, Adolfo Suárez, al que veían como garante de una transición sin sangre. En 1982 apoyaron con generosidad al partido mejor situado para alejar a España del fantasma del golpismo y garantizar el ingreso en la próspera Europa: el PSOE. Le siguieron votando hasta 1996, gracias al carisma, la templanza y la profesionalidad de Felipe González. Desgastada la intensa hegemonía «felipista» por el paso del tiempo y la corrupción de algunos altos cargos, los españoles votaron al Partido Popular con la precaución de no dar demasiado poder a José María Aznar, siempre enemistado con todo lo que huela a simpatía. En 2000 certificaron el éxito económico de Aznar, sin más preguntas ni precauciones. En 2004, bajo el impacto emocional de los atentados de Madrid, votaron contra la prepotencia de Aznar. Y en 2008 votaron contra un relato que no les gustaba: contra la interpretación conspirativo-paranoica del 11-M y contra la agresividad del PP en la oposición. En 2012 quizá vuelva a ganar el PP gracias al recuerdo de su buena gestión económica. Para ello debieran cumplirse, como mínimo, tres requisitos: a) que la crisis sea tan larga, siniestra y profunda como la mayoría de la gente se teme, b) que Mariano Rajoy consiga imponer la reorientación centrista que triunfó en el congreso popular de Valencia, y c) que José Luis Rodríguez Zapatero persista en la torpeza de no saber modular su mensaje en clave dramática cuando van mal dadas, es decir, que persista en su voluntaria ausencia de gravedad.

En muy pocas líneas, acabamos de despachar treinta años de democracia. No está mal. El resumen es muy esquemático, invita incluso a la caricatura, pero nos conduce al núcleo de todo relato medianamente sincero sobre la reciente historia de España: al positivo balance entre libertad y prosperidad. Los últimos treinta años han sido los mejores de este trágico país. Por primera vez, se han aunado democracia y bienestar; libertad política y mejora material; libertad de costumbres y expectativas de progreso para mucha gente. En suma, libertad y ascenso social. No ocurrió así en tiempos de las dos Repúblicas. Ni en la Restauración. España fue un drama perpetuo desde que el sol se puso en Flandes.

Forcemos un poco más el esquema y la caricatura. En España gana quien ofrece garantías de estabilidad y prosperidad y, a la vez, sabe ser «simpático», un buen intérprete del humor popular. Triunfa el partido que transmite seguridad y deja que las cosas campen un poco a sus anchas. Suárez garantizó un final pacífico del franquismo y liberalizó las costumbres (plena libertad de opinión, legalización del divorcio, anticonceptivos sin tanta restricción...). González condujo el país a Europa, universalizó la sanidad pública y amplió la libertad de costumbres. Empujado por el mejor momento de la ola neoliberal, Aznar pilotó un espectacular despegue de la economía y no tocó nada, ni siquiera el botellón. El día que puso los pies sobre la mesa y casó a su hija con gran boato en El Escorial, su destino político comenzó a torcerse. Zapatero ha hecho de la libertad de costumbres y la ampliación de derechos la principal bandera de su mandato (certificado de matrimonio a la unión civil entre homosexuales, aceleración de los trámites de divorcio, ley de igualdad, paridad femenina en el Gobierno, nueva ampliación de los límites del aborto...), pero corre el riesgo de morir en el pantano económico. Es «simpático», ha conectado bastante bien con el humor popular, pero corre el serio riesgo de aparecer ante la sociedad como el epígono de la prosperidad española. La ecuación de 1977 puede romperse en sus manos.

En el fondo, es como si los españoles quisieran disfrutar una prosperidad tutelada por el Estado (al estilo del desarrollismo franquista) con grandes dosis de hedonismo. Los españoles quieren vivir tranquilos y a la vez disfrutar a fondo la libertad de costumbres que la dictadura y la jerarquía católica negaron y cercenaron. Seguridad y disfrute, ¿a quién no le encanta este dulce?

Felipe González lo captó a la perfección en el verano de 1985, en el momento más tranquilo de su mandato, cuando decidió pasar sus vacaciones a bordo del yate Azor, el barco con el que Franco salía a pescar unos atunes tan enormes que parecían cetáceos. «¿Qué juicio haría usted ahora de Franco, diez años después de su muerte y con su experiencia como gobernante?», le preguntó el periodista Juan Luis Cebrián en una entrevista publicada el 17 de noviembre de aquel mismo año en el suplemento dominical del diario El País. «Todavía no hay perspectiva histórica para hacer un juicio con todas sus consecuencias», respondió González al más puro estilo Chu-En-Lai.

(Permita el lector un breve apunte sobre Chu-En-Lai. Bastantes años antes de que González pisara la cubierta del Azor, el número dos de Mao Tse Tung había dado una respuesta similar cuando le preguntaron qué pensaba de la Revolución francesa. «Todavía es pronto para hablar», respondió el más sabio de los dirigentes comunistas chinos. La frase es legendaria, aunque no cabe descartar que el primer ministro chino, pillado por sorpresa, la pronunciase para salir del paso [según algunas versiones, la pegunta versaba sobre el Mayo del 68]. Los orientales tienen la ventaja de que el misterio siempre juega a su favor. Fue un hombre importante Chu-En-Lai. Siempre fiel a Mao, evitó que el fanatismo de la Revolución Cultural, instigada por su jefe, triunfase de una manera irreversible en China. Sin su astuto contrapeso, China no sería hoy la segunda potencia del mundo.)

Siempre es pronto para hablar cuando las cosas no están del todo claras. Pero cierta perspectiva sobre los últimos treinta años de democracia es necesaria para entender el mapa que encabeza este capítulo. El mapa de la España aún ligeramente escorada a la izquierda, o mejor dicho, al centroizquierda. Volvamos, por lo tanto, al relato inicial. Al mapa de todos los mapas de la democracia española.

Suárez ganó las dos primeras elecciones porque era el indiscutible hombre puente. Sin su astucia sonriente todo el andamiaje se venía abajo, incluida la monarquía parlamentaria. González realizó la síntesis casi perfecta de los anhelos españoles, pero tuvo un defecto, o dos: se dejó divinizar por la generación progresista del 68 y fue muy indolente en la política de personal, al permitir que algunos golfos alcanzaran posiciones importantes en la estructura del Estado y en el puente de mando de su partido. Alguien sensato tendrá que escribir algún día un perfil crítico de González, que le devuelva la categoría humana: ni dios, ni demonio. González, junto con Jordi Pujol, es el mejor político que ha tenido España en el siglo XX. El más completo. El más intuitivo. El mejor comunicador. El más melancólico, también. Retenga el lector una frase de Mario Soares, que pillé al vuelo hace años en la librería Bertrand de Lisboa, mientras hojeaba un libro de memorias del expresidente portugués: «González es un gran dirigente, preso de un extraño ensimismamiento rural, que muchas veces le paraliza». Soares y González nunca se han llevado bien. Hijos de una misma divinidad (Willy Brandt, la socialdemocracia alemana), ambos tienen en común la tendencia a creerse imprescindibles. «He perdido la libertad para que los demás la tengan», decía González en la citada entrevista con Cebrián.

Aznar fue el primero en romper la exitosa ecuación de 1977: determinación + libertad de costumbres + simpatía. Aznar creyó que el espectacular aumento del consumo interno le exoneraba de caer bien a la gente. Complacer el humor popular le importaba una higa. Aznar desdeña la ética y la estética del consenso. «Primero ganar y después pactar» es una de sus frases favoritas. Pura relación de fuerzas. Fue el primer gobernante de la restauración democrática que se creyó autorizado a poner los pies sobre la mesa. Todo lo que le ocurrió después indica que cometió un severo error.

Rodríguez Zapatero actúa en sentido contrario, con una notable capacidad de cálculo. Zapatero busca constantemente la empatía aun a costa de sacrificar un diálogo más sincero con la realidad. En algunos aspectos, recuerda a Suárez: intenta disolver con el embrujo de las palabras los más severos y enrevesados problemas. Así afrontó la reforma del Estatut de Catalunya, la negociación con ETA y los primeros meses de la crisis económica, momento en que se obcecó en no llamar crisis a lo que todo el mundo veía como algo mucho más grave que un «aterrizaje suave» de la economía española. Buen profesional de la política parlamentaria, obsesivo lector de diarios y sondeos de opinión, el más gélido e imperturbable de todos los jefes de Gobierno de la democracia, presenta rasgos de pensamiento mágico. No deja de ser curioso que Zapatero sea buen amigo del premier portugués José Sócrates (cortado con el mismo patrón) y haya congeniado con Silvio Berlusconi, pese a la gran distancia ideológica entre ambos. Enamorado de sí mismo, Berlusconi también tiende a creer que ningún problema se resiste a su talento y voluntad. Maneras de ser.

Zapatero navega bien cuando la mar está plana, como quedó perfectamente demostrado en su primera legislatura, pero se desdibuja con la furia de las olas. Y ahora hay tormenta. Nadie, a ciencia cierta, sabe cuándo amainará el temporal económico. La primera dificultad del presidente del Gobierno en momentos de tormenta tiene que ver con el lenguaje. No dramatiza bien. Le cuesta adquirir la gravedad precisa. Requiere que la tozudez de los sondeos le convenza de la necesidad imperiosa de un cambio de registro, como ocurrió en octubre de 2008: en muy pocas semanas pasó de negar la existencia de la crisis económica a encabezar, hiperactivo, medidas de grandísimo calado para asegurar la estabilidad de la banca y de las cajas de ahorro. Medidas que, de ejecutarse en su totalidad, comprometerían el 15 % del producto interior bruto y elevarían el déficit del Estado al 20 %; medidas nunca adoptadas en España. En menos de un mes, Zapatero fue capaz de pasar del más impermeable de los optimismos a liderar —en la senda abierta por Gordon Brown en el Reino Unido— la intervención del Estado en la economía financiera. ¿Frialdad profesional, aguda habilidad táctica, extrema soltura en la lectura de las encuestas? Escaso sentido trágico de la vida, en todo caso.

Zapatero jamás ha vivido una crisis económica seria. En 1977, cuando España se hallaba al borde de la suspensión de pagos, el presidente del Gobierno solo tenía diecisiete años. Entró en el Parlamento con veinticinco años, cuando lo peor ya había pasado y el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea estaba plenamente garantizado. Los españoles menores de cincuenta años pueden haber pasado dificultades familiares, pero no han vivido como adultos una situación colectiva en la que, de pronto, se borran casi todos los horizontes. Pues en eso, una brusca ausencia de horizontes, consiste una crisis económica con mayúsculas. Vivir una crisis hoy en Europa no significa pasar hambre y carecer de techo o calefacción (aunque para miles de personas ese sigue siendo un riesgo o una cruel realidad). Vivir la crisis hoy en Europa es pasar los días sin expectativas de mejora. Es dejar de creer, poco a poco, en las soluciones de carácter colectivo. Sobre este punto bascula la crisis europea. Y eso es lo que ha pillado psicológicamente desprevenidos a muchos españoles que aún no habían nacido o eran muy pequeños cuando, en 1973, el encarecimiento súbito de los precios del petróleo provocó una fuerte destrucción de pequeñas, medianas y grandes industrias, tras un periodo de relativo bienestar, que prolongó la duración de la dictadura. En 1976-1977, meses después de la muerte del general Franco, la tasa de paro rozaba el 25 % y la inflación había superado el 20 %. El país entero se hallaba al borde de la suspensión de pagos. En tales condiciones —con ETA asesinando militares casi a diario— se hizo la transición. No está de más recordárselo a la nueva generación, obligada, casi por mandato ideológico, a la revisión crítica del pasado. La transición fue imperfecta, sí. Pero evitó el drama y sentó las bases de un largo ciclo de prosperidad. Que ahora concluye. Ahora.

En aquellos tiempos, los jóvenes sufríamos una sobredosis de política e ideología, hasta extremos delirantes en algunos casos. Luego, profesionalizada la política y atemperada la ideología, vino la sobredosis de televisión y discoteca.

A continuación, el exceso de juegos electrónicos. Y ahora la fiebre de Internet: el ingreso a una nueva dimensión del mundo. No hay juventud sin exageración. Con una tasa de paro ligeramente superior al 10 % y una inflación algo por encima del 4 %, el brusco frenazo de los créditos y del negocio inmobiliario ha provocado en España una sensación súbita de pánico. Leyendo la prensa, hay días en que el Apocalipsis parece cercano. ¿Un melodrama excesivo? En la crisis de los setenta, muchos padres de familia, en edad muy madura, tuvieron que reinventarse la vida. Muchos pasaron de la fábrica a la regencia de un bar, de la oficina al puesto ambulante de pipas y caramelos. Otros, a un paro crónico, apenas amortiguado por la familia.

En la actual crisis, el desempleo afecta especialmente a los inmigrantes y a los hombres jóvenes, según los datos de la Estadística de la Población Activa del segundo semestre de 2008. La crisis ha comenzado devorando el puesto de trabajo de los más débiles, para proseguir después hacia zonas más maduras y estables del mercado laboral. Pero todo es más precario y el colchón familiar ha perdido grosor. Todos estamos un poco más a la intemperie. Cabe hablar, por lo tanto, del «efecto Modigliani». De la relatividad de la renta. De la fuerte sensación de pérdida que puede sufrir quien de ganar 100 pasa a ganar 70, pese a que antes solo ganase 60.

A principios de los años cincuenta, el economista italiano Franco Modigliani escribió, en colaboración con Richard Brumberg, dos ensayos sobre el ciclo vital de la renta. Ambos autores consiguieron demostrar mediante datos empíricos que los individuos tienden a regular su consumo y su ahorro en función de una perspectiva de vida. Nadie vive al día en el sentido más radical del término. Siempre hay un cálculo, una proyección sobre el futuro. En la administración de los ingresos late siempre una voluntad biográfica. Una expectativa empuja a todos, tanto al que ahorra, como al que dilapida; tanto al que quiere dejar herencia, como al que dice «después de mí, el diluvio».

El crecimiento espectacular de las hipotecas en España demuestra que Modigliani y Brumberg estaban en lo cierto. Atraídos por los bajos tipos de interés, muchos jóvenes han tomado decisiones costosas para su economía, pensando a quince y a veinte años vista. A treinta años. Si la perspectiva vital es la que regula el consumo y el ahorro, un súbito retroceso de los ingresos en una generación fuertemente endeudada tiene necesariamente un fuerte impacto psicológico y, en consecuencia, político. Nada importa que antes se viviese peor. Poco o nada interesa que hace tres décadas las cosas estuvieran fatal. Ninguna joven pareja se levanta por la mañana pensando en lo mal que lo pasó Adolfo Suárez para poder encauzar la transición, ni en lo valiente que fue Santiago Carrillo al estampar la firma del Partido Comunista de España en los Pactos de la Moncloa, sin los cuales la aprobación de la Constitución de 1978 no hubiese sido posible. Todos vivimos amarrados al mástil de nuestra nave, a nuestro ciclo vital. No a los libros de historia.

¿Está preparado el PSOE para el efecto Modigliani? De la respuesta a esta pregunta depende la estabilidad de la actual legislatura. Y la continuidad del mapa hegemónico de la izquierda, ese mapa que reposa sobre dos pilares, Cataluña y Andalucía, tan imprescindibles como contradictorios entre sí. Una hegemonía con una debilidad de fondo, puesto que Zapatero ha ganado gracias al voto reactivo. Se calcula que el 12 % de los electores del PSOE en las últimas elecciones acudieron a votar con un único y obsesivo propósito: evitar que triunfase el Partido Popular. El PSOE ha logrado movilizar con eficacia los temores y las antipatías generados por ocho años de excesiva agresividad del aznarato. Ocho años perfectamente divisibles en dos fases.

Entre 2000 y 2004, José María Aznar quiso aprovechar la mayoría absoluta para intentar llevar a cabo dos cambios estructurales de extraordinario calado: aumentar el peso de España en la cadena de las relaciones internacionales, mediante una alianza privilegiada con el Gobierno de Estados Unidos, y proceder a una progresiva recentralización del país, sin desmantelar formalmente el Estado de las autonomías, operación que habría culminado con la reforma de la Constitución de 1978 y de la Ley Electoral, para reducir el peso de las minorías nacionalistas. Para llevar a cabo estos planes hacía falta un PSOE «españolizado» (José Bono perdió el congreso de 2000 por solo nueve votos) y una adecuada tensión con los nacionalismos periféricos, que contribuyese a la configuración de una mayoría natural partidaria del «hasta aquí hemos llegado», alimentada a su vez por el fuerte sentimiento de repudio al terrorismo que emerge en septiembre de 2001 de los cascotes de las Torres Gemelas de Nueva York.

Zapatero, hábil, logró interceptar esta estrategia proponiendo la firma del Pacto Antiterrorista, a la vez que daba su apoyo a la reforma del Estatut de Catalunya, calculada estratagema de los socialistas catalanes para fomentar una profunda escisión sociológica en el nacionalismo catalán (entre Esquerra Republicana y Convergència i Unió, en aquel tiempo necesitada de los votos del PP en el Parlament de Catalunya para que Jordi Pujol pudiese organizar su sucesión con ciertas garantías de éxito). Zapatero acertó. Tuvo mucha suerte, pero en la apuesta de fondo acertó.

Segunda fase. Entre 2004 y 2008, el PP se resiste a aceptar que Aznar se ha equivocado, tensando al país y poniéndose incondicionalmente al servicio de la Administración Bush. La apertura de una comisión de investigación del 11-M en el Congreso de los Diputados (error importante del PSOE, a su vez influido por Izquierda Unida y Esquerra Republicana) hace temer a los dirigentes del PP que un juicio político se prepara en su contra; que existe un plan para liquidarlos. Aznar, incuestionable líder moral del partido, lanza la orden de resistir al precio que sea. «No nos hemos equivocado, no os dejéis convencer de que nos hemos equivocado», clama en el XV Congreso del PP celebrado en Madrid a principios de octubre de 2004. La orden de resistencia encuentra un buen aliado en la teoría conspirativa del 11-M que dos medios de comunicación —el diario El Mundo y la emisora COPE— lanzan al mercado para concentrar a su alrededor la mayor parte posible del público de la derecha, especialmente en Madrid y aledaños.

Zapatero decide alimentar esta dinámica con iniciativas que afianzan el trasvase de votos de Izquierda Unida al PSOE y bloquean todo viraje del PP hacia posiciones más moderadas. Zapatero escribe un nuevo relato para la izquierda: deja que la economía siga su curso e interviene fuertemente en la política de costumbres, buscando afanosamente el apoyo de mujeres y jóvenes. Zapatero y su equipo, pilotado en este frente por el laborioso sociólogo Juan Andrés Torres Mora, diputado por Málaga y amigo personal del presidente, dota al PSOE de un discurso que le ayuda a trascender el envejecimiento del modelo socialdemócrata en toda Europa.

Genera suficiente tensión con los partidarios de la tradición (la Iglesia católica, básicamente, más un segmento importante de la intelectualidad académica) para ofrecer cierta identidad política a los jóvenes y no tan jóvenes que saben o intuyen que la precariedad no es un paréntesis. El nuevo discurso socialista dice: asumimos la fragilidad imperante y la compensamos con un nuevo catálogo de derechos (libertad de casarte con quien quieras, libre acceso a toda suerte de métodos anticonceptivos, derecho a morir sin dolor —mientras empezamos a discutir sobre el derecho a poner fin a la propia vida—, derecho a un divorcio rápido que facilite la construcción de una nueva pareja, derecho a una mayor protección en caso de maltrato; derecho, al menos sobre el papel, a una mayor promoción social en caso de ser mujer, derecho a ser ayudado por el Estado si debes atender el cuidado de un familiar). Una socialdemocracia de nuevo cuño.

El nuevo socialismo ofrece nuevos espacios de libertad individual «para toda la vida», cuando en la economía ya nada es «para toda la vida». Zapatero se comporta como un radical francés, opinan algunas personas con buen criterio, como el periodista catalán Lluís Foix. Zapatero fomenta la sociedad de la desvinculación, sostienen desde el catolicismo quienes creen que el Estado del bienestar se encamina a una fenomenal crisis en toda Europa, crisis que obligará a rescatar con urgencia el viejo papel protector de la familia tradicional. Zapatero, en definitiva, renueva la identidad política y propagandística de la izquierda, en la confianza de que el suelo no se moverá más de la cuenta. Así se llega a las elecciones de marzo de 2008, en las que el fantasma de la crisis pasa rozando el timón de cola de la aeronave socialista. Dos o tres meses después, el impacto habría sido frontal. De nuevo la suerte le sonríe.

Y el PP le ayuda. Sobre todo le ayudan quienes, desde la prensa, la radio y otras instancias, se creen en el derecho de escribir el guion del centro derecha. Con la arriesgada apuesta de desmovilizar al electorado socialista mediante una fuerte y constante erosión del clima político, el PP cree posible ganar las elecciones. El cálculo es simple, incluso un poco pedestre: movilicemos a los nuestros con ardor y hagamos creer a los del campo contrario que la política se ha convertido en algo verdaderamente asqueroso, un patio de vecindad en el que todo el mundo chilla y ya nadie sabe lo que es verdad y lo que es mentira. Gabriel Elorriaga, secretario de comunicación del PP hasta el congreso de junio de 2008, comete la imprudencia de confesarlo en plena campaña electoral a la periodista británica Leslie Crawford, corresponsal en España del diario británico Financial Times: «Nuestra estrategia se centra en sembrar dudas en los votantes socialistas [...], sabemos que nunca nos van a votar, pero si logramos crear suficientes dudas sobre la economía, la inmigración y los nacionalismos, quizá se queden en casa. [...] Será complicado incrementar nuestros votos. El PP tiene una imagen muy de derechas en este momento. Nuestros propios votantes se consideran más de centro que el PP, pero los votantes del PSOE son menos disciplinados que los nuestros».

La crispación del periodo 2004-2008 es una cosa de dos. El PP interpreta muy bien la letra, pero el PSOE pone la música. Interpreta la partitura «republicanista» con maestría y precisión: un día pone en jaque a la Iglesia católica dando categoría de matrimonio a las parejas homosexuales; otro día retira la estatua ecuestre de Franco ubicada frente a los Nuevos Ministerios de Madrid; otro día aprueba una ley que anula, simbólicamente, solo simbólicamente, los consejos de guerra del franquismo; otro día abre una ambiciosa y arriesgada negociación con ETA, prescindiendo, de entrada, del acuerdo con la oposición; otro día acepta negociar un Estatuto catalán de rasgos confederales con la esperanza de pactarlo bajo mano con Convergència i Unió, el aliado con el que siempre ha soñado. Buenas jugadas para acentuar la agresividad de la derecha. Buenas jugadas con el viento económico a favor.

Esa es la clave de los cinco primeros años de Zapatero: el viento a favor; tasas de crecimiento económico superiores al 3 %. Desde la Oficina Económica de la Moncloa, su director, Miguel Sebastián, le daba plenas garantías: «Presidente, hay cuerda para rato. España puede llegar a los 60 millones de habitantes; superaremos a Italia, podemos disputarle el PIB a Francia e incluso acercarnos a Alemania». No es una fantasía. Este era el optimismo reinante en el Palacio de la Moncloa un año antes de las elecciones, cuando nadie pronosticaba los efectos devastadores de las hipotecas subprime en la cadena internacional del crédito. Ya saben, los famosos activos tóxicos.

Aznar soñó con convertir España en una potencia mundial media-alta; en una nueva Gran Bretaña capaz de tratar de tú a tú a alemanes y franceses (sobre todo a los franceses), bien enlazada con Washington y fortalecida en Latinoamérica. Zapatero ha soñado con convertir España en la Suecia del sur, una potencia media-media, amiga de todos y faro de una nueva civilidad política.

Ambos han chocado con lo imprevisto. Aznar con el fracaso americano en Irak y los atentados del 11-M, cuya onda emocional no supo gestionar. Zapatero, con el brusco estallido de la burbuja inmobiliaria; con la triple crisis: financiera, inmobiliaria y energética. El 11-M arruinó la carrera política de Aznar. Veremos qué margen ofrece a Zapatero el crónico empeoramiento de la expectativa económica de los españoles. ¿Sobrevivirá Zapatero al «efecto Modigliani»?

Queda reafirmada, en ambos casos, la vocación quijotesca de los dirigentes políticos españoles. Aznar y Zapatero tienen una cosa en común, una cosa importante en común: han alimentado durante años el sueño de alcanzar la presidencia del Gobierno y se han creído capaces de imaginar un país de nueva planta. Se han creído capaces de cambiar el rumbo de España en el globo terráqueo.

Ante tal alarde de caballerías, la figura de Felipe González vuelve a elevarse en la perspectiva histórica, pese a que al de Sevilla también le gusta arreglar el mundo. La gran proeza de González, la más real, la más tangible, la más cierta de todas, fue arrancarle 118.000 millones de euros a la Comunidad Económica Europea en concepto de ayudas y subsidios, a cambio del apoyo de España a la reunificación alemana. Ciento dieciocho mil millones de euros: tres veces más que el dinero recibido después de la Segunda Guerra Mundial por los países beneficiados por el Plan Marshall.

El enorme reto de Zapatero en su segunda legislatura es administrar la sensación de «muerte súbita» del milagro económico español, sin ser atropellado por las dinámicas políticas que él mismo ha contribuido a generar. Verbigracia: el nuevo Estatut de Catalunya y la consiguiente revisión de la cuenta de pagos entre comunidades (la denominada solidaridad interterritorial); las vaporosas expectativas (nunca concretadas documentalmente) de una autonomía lindante con la independencia en el País Vasco, a cambio del cese definitivo del terrorismo, más la promesa de llevar a cabo tan ambicioso reajuste de la anatomía hispánica sin merma o dolor para el resto del cuerpo. Un cuerpo acostumbrado a quince años de buena vida.

 

 

El PSOE registró en las elecciones del 9 de marzo de 2008 una sensible merma de votos en las áreas metropolitanas de Madrid y de Valencia. Y en las municipales de mayo de 2007 flojeó en muchas ciudades de más de cincuenta mil habitantes. El progresivo relevo de la generación de izquierdas que protagonizó la transición, la progresiva atenuación de los grandes imperativos ideológicos, el desgaste que la inmigración produce en los antiguos barrios obreros son factores ya computados, a los que ahora habrá que sumar los efectos oxidantes de la crisis económica: la previsión de que el año 2009 pueda cerrarse con más de cuatro millones de personas en el paro. El voto anti-PP en Cataluña (posiblemente llamado a declinar o a atenuarse) y las estrategias socialistas orientadas a movilizar a jóvenes y mujeres, pueden ser claramente insuficientes en los próximos años. La pérdida de cohesión amenaza seriamente la base sociológica del centroizquierda. La crisis es un torpedo que avanza. Avanza por estribor.

 

 

EL GIRO IKEA

(DEL XXXVII CONGRESO FEDERAL DEL PSOE)

 

«En los congresos del PSOE siempre hay alguna sorpresa, siempre». Hermético y con sentido de la distancia, como si lloviese lejos de Madrid, allá en Lugo, así se explicaba José Blanco, secretario de organización socialista, unos días antes del XXXVII Congreso Federal del Partido Socialista. Última semana de junio de 2008 en su despacho de la madrileña calle Ferraz. Un despacho muy funcional, muy Ikea, en el que destaca una bella cerámica de Sargadelos que estiliza en azul y blanco la irónica figura de Castelao, ilustre padre del galleguismo.

A menudo menospreciado por la derecha, Pepe Blanco le ha dado la vuelta a una organización política que en el año 2000, sin liderazgo, anémica y perpleja ante el empuje del Aznar centrista, iba camino de convertirse en el Partido Meridional Español, con el albaceteño José Bono al frente.

Le llaman Pepiño y le molesta. Madrid es una ciudad abierta, de ello no hay duda. Basta vivir un tiempo en la capital de España para certificarlo. Madrid es acogedor, más amable de lo que parece a primera vista, pero sus gobernantes han tenido la gran habilidad de construir estos últimos años la leyenda de la ciudad sin fronteras ni resabios interiores. En este punto, Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón han discrepado muy poco. Había que edificar un mito que dotase a Madrid de una nueva potestad en el Cafarnaúm autonómico y lo han conseguido. Madrid ciudad abierta, dicen; liberal y abierta, mientras los otros solo viven pendientes de lo suyo. La realidad es que en Madrid todavía hay clases. Clases y desdenes. A nadie se le trata de charnego, pero de pequeños los niños aprenden a llamar paleto al muchacho de ademanes un poco rústicos. A unos se les engrandece con el ceremonioso don, y a otros se los mortifica con el diminutivo aldeano. Pepiño, Pepiño, te vas a enterar.

José Blanco ha disciplinado al PSOE. Mejor dicho, a parte de él. Hay tres importantes excepciones: el PSC, por supuesto, el PSC, el dolor de cabeza que nunca cesa en la calle Ferraz; el poderoso califato andaluz, que muchas veces actúa como si el PSOE fuese suyo (y en parte lo es); y el Partit Socialista del País Valencià, que está tan en ruinas, tan en ruinas que resulta muy difícil de manejar.

Desprovisto de las ínfulas culturales de Alfonso Guerra y perteneciente a una generación en la que el narcisismo no ha tenido tantas oportunidades, Blanco ha basado su éxito en la perfecta sintonía con el jefe. Quizá sea este el secreto de la metálica cohesión del actual grupo dirigente socialista: toda la nueva escuadra sabe lo que vale un peine. Saben que estuvieron a un paso de devenir, por años y años, la fuerza subalterna del bipartidismo español. El Partido Pepiño. «El socialismo era un cuerpo robusto de siete cabezas; de profesor, de periodista, de obrero madrileño, de todo menos de hombres con visión clara de conjunto», escribió Julio Caro Baroja a propósito del PSOE republicano, donde la pugna entre las individualidades fue siempre muy fuerte: Prieto, Largo Caballero, Besteiro, Negrín...

El PSOE actual no tiene tantas cabezas profesores, periodistas y obreros han cedido el paso de manera irreversible a los profesionales de la política, pero cierta visión de conjunto sí que la tiene. Una cierta idea de España sí que se constató en su XXXVII congreso. Una visión Ikea de España. No es un símil despectivo. La multinacional sueca de muebles y objetos del hogar se ha convertido en un referente de la Europa contemporánea. Ikea es un gran fenómeno cultural: oferta variada, diseños agradables, precios asequibles y móntatelo tú mismo.

Digan lo que digan los más atormentados articulistas de la derecha madrileña, instalados en una visión agónica de España (unos sinceramente y otros por pura desfachatez), el PSOE no ha virado a la izquierda. Ha dado un giro Ikea: mayor variedad en la oferta de optimismo (a pesar de la magnitud de la crisis), precios muy asequibles (ninguna de sus propuestas en materia de costumbres cuesta un duro); diseño vistoso (pellizcos a la Iglesia, a ver si el cardenal Rouco Varela salta y no se desprende de Federico Jiménez Losantos en la COPE; un poco más de feminismo, un poco más de todo lo que suena a radicalidad, incluida la rehabilitación de Juan Negrín, un nombre sólido para tiempos líquidos).

Y móntatelo tú mismo.