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SOSTIENE OLIVARES

 

 

 

 

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No es posible una futura civilización española,

ni es posible una futura civilización portuguesa.

Es posible una futura civilización ibérica.

 

FERNANDO PESSOA,

Reflexiones sobre Iberia, 1930

 

 

Si la península Ibérica fuese una balsa de piedra, como imagina José Saramago en una de sus novelas, los dos remos más largos estarían apoyados en Lisboa y Barcelona. Si Iberia fuese un ángel, las alas serían Portugal y Cataluña. Alas, sí, señor. Alas prestas a volar, como en 1640, cuando Portugal se fue y Cataluña quedó amarrada en el último momento a la balsa pétrea, por el conde duque de Olivares. Como el del capítulo anterior, este mapa de la península nos lleva de regreso al siglo XVII, a la vez que nos habla del presente. Es el mapa de una escisión. De una gran crisis. Del inicio de una lenta y cruel agonía que, siglos después, conduciría a la más sangrienta de las guerras civiles españolas. Es también el mapa de un precario equilibrio de fuerzas. Puede inducir a la desorientación y acaso hable de una oportunidad, seguramente quimérica.

En la película Alatriste, frustrado intento de llevar a la gran pantalla una nueva épica nacional-española, aparece el conde duque de Olivares muy atribulado trajinando papeles en su gabinete. El poeta Quevedo y el sobrio capitán Diego Alatriste (hispánico espadachín al que el actor Viggo Mortensen da un delirante acento escandinavo) han sido convocados y observan expectantes. El valido de Felipe IV les explica que el imperio está en peligro. Y les muestra un mapa. El mapa. Dice, nervioso, Olivares: «Podemos perder Flandes, Portugal se ha rebelado y los catalanes están a punto de hacerlo».

Y la película, en su texto subyacente, añade: el peso de la historia cae sobre los hombros del primer ministro, un hombre solo, una inteligencia aislada, mientras los bravos soldados mueren en Flandes, la Iglesia conspira, cabildea y solo busca acumular más poder; mientras la monarquía y la aristocracia viven del cuento. Y aún añade más el creador de la serie Alatriste, el novelista Arturo Pérez-Reverte, un hombre sin muchos pelos en la lengua: el buen pueblo es siempre traicionado por los de arriba. Exitoso y astuto, Pérez-Reverte repite ese lamento en casi todas sus novelas: el buen pueblo desaprovechado por el mal gobierno, por la miseria de los políticos; la gloria nacional olvidada y pisoteada... Un artilugio verdaderamente eficaz que conecta con un sentimiento español tan antiguo como profundo. El viejo dicho castellano: «¡Qué buen vasallo, si oviese buen señor!».

Efectivamente, Portugal y Cataluña se rebelaron al ser convocadas a la Unión de Armas. Por distintas razones, portugueses y catalanes no querían pagar los costes extras de un imperio que comenzaba a ser extenuante, como tampoco lo había querido pagar la protoburguesía de las principales ciudades castellanas, más de cien años antes, apenas llegado a España el joven Carlos de Habsburgo, emperador de Alemania y nieto de los Reyes Católicos. Por ello se levantaron los Comuneros. Y lo pagaron con su cabeza. Toda hegemonía tiene un precio y el que exigían los Austrias acabó poniendo en tensión a los dos principales centros mercantiles de la península: Lisboa y Barcelona.

Con Olivares al mando, se busca cómo optimizar los recursos provinentes de Castilla y las Indias, en periodo de vacas flacas; se envían reclamos de ayuda a las oligarquías urbanas; se intenta ahorrar en créditos bancarios, y se diseña un plan militar, la Unión de Armas (una fuerza estable de 140.000 reservistas pagados por las distintas provincias, reinos y virreinatos, teóricamente de acuerdo con sus posibilidades). La Unión de Armas, sin embargo, no es solo el instrumento militar necesario para fortalecer un imperio que comienza a sentirse acechado. Es también un proyecto político de fuerte calado. Es el primer intento serio de homogeneización del mosaico peninsular. Portugal, con sus ambiciones de ultramar todavía vivas, se opone y reaviva la melancolía «sebastianista»: una fuerte corriente mesiánico-popular que espera el mágico regreso del rey don Sebastián, muerto y desaparecido en 1578 en la batalla de Alcazarquivir, cerca de Fez, en el norte de África, a consecuencia de lo cual el trono portugués quedó vacante y acabó en manos de Felipe II. Cataluña, entreverada, pugnaz, declinante en el Mediterráneo, con fuertes tensiones internas (como hoy) e influida por los intereses de Francia, también dice no, pese a los múltiples intentos de convencer a las Cortes catalanas.

En España, proyecto inacabado, el historiador Antonio Miguel Bernal ofrece un relato muy interesante de por qué Portugal consigue la independencia y Cataluña no. «Cataluña —escribe Bernal— permanece en el ámbito de la Monarquía porque las tropas destinadas a su recuperación fueron pagadas con la moneda acuñada de las remesas americanas, en buena plata, mientras que Portugal logra la independencia, aparte de por méritos propios, porque los mercenarios empleados para su recuperación fueron pagados tarde y mal, con moneda devaluada». Un mal ducado de plata decidió el futuro peninsular.

Y una moneda de nuevo cuño hoy lo vuelve a replantear. La definitiva integración de España y Portugal en el núcleo duro de la unidad europea (la zona euro) ha abierto una dinámica poco imaginable hace solo quince o veinte años. Una dialéctica que fue intuida por el dictador portugués António de Oliveira Salazar en plena guerra fría. En un libro de reciente aparición en Portugal (Máscaras de Salazar), el escritor Fernando Dacosta pone en boca del dictador esta frase, pronunciada en los años sesenta: «El día que el capitalismo gane definitivamente la guerra fría y perdamos las colonias, Portugal sufrirá».

Muy distinto de Franco, mucho más solitario que Franco, Salazar era un autoritario hermético. Su única pasión conocida era el poder. Aunque se le atribuyen varias amantes, vivió siempre solo, acompañado por una adusta mayordoma «A Senhora», sobre la que aún circulan toda suerte de leyendas. Por las mañanas «A Senhora» salía del palacio presidencial y se dirigía al mercado más próximo para vender los huevos del gallinero que el jefe del Estado tenía en su jardín. Era costumbre de Oliveira Salazar pagar de su bolsillo los gastos de su estancia en la residencia de verano. Salazar fue un dictador contable. Depresivo como un heterónimo de Fernando Pessoa. Maquiavélico. Solitario. Un dictador civil. Distante de los militares —que en abril de 1974 acabarían con su régimen y con su sucesor, Marcelo Caetano, mediante una revolución pacífica que dejó boquiabierto a medio mundo— y de la Iglesia católica, menos acostumbrada al palio que en España, Salazar intuyó perfectamente el futuro: hoy Portugal sufre.

Portugal padece en el actual magma europeo un serio problema de escala. Es demasiado pequeño para competir con ventaja y el gran océano de la globalización se niega a devolverle lo que la historia contemporánea le quitó hace apenas treinta años. Las antiguas colonias africanas se hallan demasiado lejos y han sido atrapadas por nuevas órbitas, por nuevas lógicas. Angola y Mozambique, desangradas por dos tremendas guerras civiles tras ser emancipadas a toda prisa por la revolución de 1974, comienzan a articular cierto espacio regional africano bajo el liderazgo de la emergente Sudáfrica. Angola ha registrado en los últimos años unas tasas de crecimiento económico espectaculares. Los conocedores del continente africano señalan que podría llegar a disputarle el liderazgo regional a Sudáfrica. Más arriba, en el turbulento golfo guineano, la pequeña Guinea-Bissau es una ruina. Y Cabo Verde ve pasar las ballenas mientras canta Cesárea Évora. No, el océano no le ha devuelto nada, o muy poco, a Portugal.

La revolución de abril de 1974 fue uno de los grandes acontecimientos de los trepidantes años setenta, sin lugar a dudas. Marcó sentimentalmente a toda una generación, unos meses atrás conmocionada por el golpe de Estado en Chile (septiembre de 1973). Pero desde el más estricto realismo político, fue la última gran jugada maestra de la Unión Soviética en el tablero internacional. Puso a la OTAN en jaque en Lisboa y alteró drásticamente el reparto de fuerzas en África.

Entregada Macao a China, en el Pacífico solo le queda a Portugal el mal recuerdo del minúsculo Timor Oriental, devorado inmediatamente por Indonesia al serle concedida la independencia. Al otro lado del Atlántico podrían estar las grandes noticias portuguesas, pero Brasil es demasiado grande, demasiado gigantesco. No, el océano no le está devolviendo a Portugal lo que la modernidad le quitó. El océano le recuerda hoy su soledad, esmaltando la melancólica luz blanca de Lisboa.

A su poderoso y temido vecino, España, el océano de la globalización sí que le ha devuelto lo que el siglo XVII comenzó a arrebatarle; lo que la Paz de Westfalia puso en jaque por los siglos de los siglos hasta llegar al drama de 1936. España está recuperando un lugar fuerte en el mundo, pese a los delirios, los errores y las turbulencias de su bulliciosa política interna. El océano ha devuelto Latinoamérica como espacio de expansión económica y ha regalado una veloz goleta a la lengua castellana para que dé la vuelta al mundo como segundo idioma de uso internacional. No es poco. Después de beneficiarse de un auténtico Plan Marshall europeo, España ha recuperado su dimensión «subcontinental», más aireada, más enérgica, más potente, lejos de la miserable dimensión «africana» que consignó Stendhal en sus notas sobre la vida de Napoleón. España es hoy un país socialmente ebrio (por los excesos de la especulación), que ha comenzado, con más prisa que pausa y con unos modales francamente mejorables, el proceso de «reunificación» peninsular nada utópica en términos reales. (Términos reales = relación de fuerzas, políticas y económicas.)

El proceso está en marcha. Lo que un puñado de ducados devaluados hizo perder en 1640, lo está recuperando el euro. El empresariado español ha comenzado a comprar los principales nódulos económicos de Portugal: distribución comercial, construcción, banca y, últimamente, medios de comunicación. «¡Hemos de proteger los centros de decisión nacional!», clamaba hace un año el presidente Aníbal Cavaco Silva ante la ofensiva de La Caixa catalana sobre el Banco Português do Investimento (BPI).

El nobel Saramago, que no es estimado de manera desbordante en Portugal, se atrevió a verbalizarlo a mediados de julio de 2007 en una entrevista con el Diario de Noticias de Lisboa, periódico del que fue subdirector en los años setenta. «Llegará el día en que Portugal será parte de España y la península quizá tomará el nombre de Iberia». Los huesos del rey don Sebastián se removieron en su tumba ignota. Clamaron los editoriales —«¡Saramago no sabe defender la dignidad de Portugal!»— y procuraron disimular los «iberistas», conscientes de que Saramago, estrella polar del actual firmamento progresista, no les ayudaba en absoluto. Disimularon también los lobbistas de las empresas españolas en Portugal, temerosos de las consecuencias negativas de tan provocadora declaración. Y sin embargo, la balsa de piedra, lentamente, va tomando forma.

Portugal atraviesa un momento de cierta crisis, material y espiritual. Su crecimiento económico (1,3 % en 2007) ha sido durante los últimos años claramente menor que el español. Portugal padece una serie de fatigas estructurales —fuerte corporativismo, carencia de grandes empresas multinacionales, ausencia de administraciones regionales, sobrecarga del número de funcionarios, sindicalismo en muchos casos inflexible...— que, unidas al problema de escala que comentábamos al principio, complican todavía más sus dificultades de competición internacional.

Y Cataluña también está en crisis. De una manera distinta y seguramente más enigmática. No puede hablarse en propiedad de crisis económica catalana, puesto que la comunidad más industrializada de España ha crecido en los últimos años casi al mismo ritmo que el promedio español. Pero Cataluña ha bajado en algunas tablas importantes, siendo claramente superada por Madrid, el País Vasco, Navarra y las islas Baleares en renta por habitante, según el cómputo de la Contabilidad Regional de España, publicado por el Instituto Nacional de Estadística (INE) en 2005. Cataluña ya no es la principal locomotora de España, pese a producir el 18,85 % del PIB español y fabricar el 25,89 % de la producción industrial total, la más alta de todo el país, claramente por encima de Madrid, cuya fortaleza económica reposa claramente en los servicios (69,2 % del total) y en las extraordinarias sinergias derivadas de su potente capitalidad.

En términos psicoanalíticos podría decirse que en Cataluña ha estallado un notable conflicto entre el Ego y el Superego: entre el diálogo con la realidad y la idealización de la propia personalidad; entre una realidad que se percibe claramente por debajo de las expectativas y un orgullo que siempre ha manado de fuente caudalosa.

Interesante mapa el de las dos grandes alas peninsulares. Ambas dolientes, mientras el centro vive —o vivía— sus mejores horas desde que el cardenal Mazarino atrapó al Imperio español en las redes de la Paz de Westfalia. El problema, el serio problema, es que en Madrid algunos aún no se han enterado. Y han asistido al renacimiento español con la misma alma en pena de 1898. Con la misma agresividad.

Este retrato era perfectamente válido hasta el verano de 2008. De golpe, las cosas se trastocaron, al menos psicológicamente. El vendaval de la crisis está amortiguando de manera fulgurante la sensación de potente renacimiento español. Las debilidades estructurales del sistema económico afloran ahora con crudeza: un déficit exterior preocupante, una excesiva dependencia del sector de la construcción (posiblemente superior a lo indicado por las estadísticas hasta ahora manejadas), déficit de competitividad en casi todos los demás sectores de la economía, problemas de formación, posible merma del sector turístico a medio plazo, pese a la notable modernización del sector, y una banca tan fuerte como dependiente de la buena salud económica de Latinoamérica, donde opera la mitad de su negocio. Lo que antes era un círculo virtuoso, aparece ahora como un círculo vicioso, cuyo único alivio, a corto plazo, puede venir de cierta recuperación del mercado de la vivienda. En medio de la turbulencia, ni los columnistas más «quevedianos» de la prensa madrileña escribirían ahora esta chulesca afirmación, leída en verano de 2007 —en papel o en Internet, ya no lo recuerdo— cuando la hispánica prosperidad parecía ir viento en popa: «Si España quisiese, podría comprar Portugal».

La crisis española, sin embargo, repercute en Portugal. Porque el sistema peninsular existe, para lo bueno y para lo malo. El valor de las exportaciones españolas a Portugal supera el de todas las ventas a los países de Latinoamérica, cálculo que evidentemente incluye todo el movimiento comercial de las multinacionales con sede en Madrid que operan en toda la península. En el ámbito de la gran distribución comercial, la península es una perfecta unidad, plasmada en las inscripciones en castellano y portugués de tantos productos. Por consiguiente, si España se constipa, Portugal estornuda, tiene tos e incluso unas décimas de fiebre. Si España padece una neumonía, Portugal no tardará en ser hospitalizado.

La crisis está obligando a las empresas portuguesas a buscar mercados e inversiones en Brasil y Angola. Brasil sí que podría «comprar» Portugal. Angola todavía no. Pero que nadie se engañe, Portugal ni puede ni quiere renunciar a los capitales españoles. Una de las medidas adoptadas por el Gobierno de Lisboa durante el crac de octubre de 2008 consistió en rebajar el impuesto de sociedades al 12,5 %. En los presupuestos de 2009, el Gobierno socialista de José Sócrates introdujo una espectacular rebaja del impuesto a las empresas: del 25 al 12,5 %, muy por debajo del 30 % de España (25 % para las pymes), que es uno de los más elevados de Europa, cuya media se sitúa en el 23,6 %, según datos del Eurostat. Toda una opa fiscal a las miles de empresas españolas que, ubicadas en Galicia, la parte occidental de Castilla y León, Extremadura y Andalucía occidental podrían sentirse tentadas de traspasar la frontera para abaratar costes. Parece claro que el interland Oporto-Vigo es el objetivo del Gobierno Sócrates. Un detalle lo confirma: el tributo que grava la actividad empresarial ha pasado a tener dos eslabones: una tarifa impositiva del 12,5 % para compañías con base imponible inferior a los 12.500 euros, y otro del 25 % para valores superiores. Los portugueses quieren atraer pequeñas y medianas empresas, no grandes compañías multinacionales. Las multinacionales están en Madrid y, algunas, en Barcelona. Lisboa ha hecho una apuesta de escala «regional» en el interior del sistema peninsular.

Un primer diagnóstico, necesariamente provisional, señala la posibilidad de que la crisis aporte cierto reequilibrio en favor de las periferias peninsulares. Al este, con un posible relanzamiento del eje mediterráneo, con dos puertos (Barcelona y Valencia), especialmente aptos para la recepción del tráfico marítimo de oriente y su posterior reexpedición al continente; al oeste, cierta emancipación portuguesa. Lisboa también quiere comprar alguna porción de España. Si puede. Aires de 1640.

 

 

PENSÃO LONDRES

 

Cumplir cincuenta años en la Pensão Londres de Lisboa, con fiebre y leyendo a Pessoa en la cama, es un acontecimiento importante en la vida de uno. Por los cincuenta años, evidentemente. Pero más aún por Lisboa, la ciudad más enigmática de Europa. Blanca, bella, melancólica, como dice el tópico, interesante, pero sobre todo misteriosa. Y por la compañía insomne de Fernando Pessoa, que no fue uno, sino muchos.

La Pensão Londres ocupa tres plantas de un antiguo edificio burgués del Bairro Alto, en la confluencia de Don Pedro V con Rua da Rosa, donde tuvo su redacción el popular diario deportivo A Bola; una calle empinada, intensa y entrañable que conduce a la luz de la plaza Camoens y a los cuadernos azules de la papelería del señor Luis Bordalo en el Largo de Calhariz. Es un lugar para ser amado. Y quizá para amarse. Un lugar habitado, decíamos, por la turbación de Pessoa, que no fue uno, sino muchos.

Es Lisboa una ciudad para perderse en los interiores más oscuros de uno mismo. Y quizá no volver. Hay que visitarla con el ánimo fuerte y el alma abierta. Y a Pessoa hay que leerlo con cuidado, con mucho cuidado, como quien maneja un frasco de nitroglicerina, ya que cualquier movimiento brusco de los sentimientos podría conducir a la catástrofe. Lisboa magnetiza porque ha quedado fuera del tiempo y Pessoa, que no fue uno, sino muchos, turba porque nos habla de la escisión irreparable del alma.

Al igual que Kafka en Praga, hoy convertida en un bullicioso parque temático, Pessoa y su tropa Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Bernardo Soares..., que no fueron muchos, sino uno se adelantaron cien años a su tiempo. El Gran Escindido intuyó enigmáticamente el mundo que vendría después de las grandes tragedias del siglo. Fue un ángel en el sentido más estricto de la palabra: un mensajero. No queriendo ser uno, sino muchos, anunció que un día los hombres tendrían varias biografías entrando y saliendo constantemente de sus vidas, sin orden ni concierto y sin horarios previamente concertados. Solo le faltó adivinar que esa facultad de ser múltiples y atribulados no la adquirirían gracias a un impulso poético, o por una voluntad titánica del ser, sino que les sería ofertada con generoso descuento.

Con sus heterónimos, Pessoa preanuncia el hombre que se siente casi un héroe al levantarse, y unos minutos más tarde, desayunando, se transforma en un pusilánime gregario escuchando las arengas de la radio. El hombre cuyo principal reto laboral es adaptarse al terreno: hoy una agradable pradera, mañana, con la crisis, un siniestro acantilado. Un hombre que puede comer cada día bajo distinta bandera, experimentando sabores radicalmente lejanos; masticando las viejas diferencias del mundo, de repente en el plato. Que viste como un estirado oficinista de la City, de lunes a viernes, y como un cowboy del Lejano Oeste los fines de semana. Que se transforma en un atleta griego en el gimnasio; en un sabio oriental en la clase de yoga. Y en un esclavo romano en el estadio el domingo por la tarde. He ahí el hombre escindido que puede ensanchar el tiempo con solo apretar el botón de su teléfono móvil o una tecla del ordenador. Que puede ser uno y muchos a la vez. Que debe ser uno y muchos a la vez.

Pessoa preanunció la actual fase posmaterial del capitalismo, cuya principal y obsesiva materia prima es ya, sin límite alguno, el alma humana y sus expectativas, como estamos viendo estos meses de severa crisis. Anunció y experimentó en carne propia el advenimiento del hombre líquido, vaporoso y nebuloso, y los dolores de su múltiple escisión. Dibujó, estático, quieto, siempre en su calle de los Doradores, cómo serían los más sugerentes neones de la industria del Yo. Captó, en una época trágica y narcisista, que la disposición de la vida en esferas aparentemente estables y fuertemente irritables, iba a dar paso a la era de la espuma. Vio la radical soledad del hombre futuro en esa nueva forma informe y adelantó, por consiguiente, la principal y más angustiante cuestión de nuestro tiempo: la identidad. ¿Quién soy yo, que siendo uno soy muchos?

Pessoa se avanzó al desasosiego de Blade Runner y a la metafísica de Matrix. Y Lisboa, que surcó valiente el océano y agitó tremendamente el espíritu europeo tras el terrible terremoto de 1755 (¿«Dónde estaba Dios?», se preguntó Voltaire al tener noticia de la hecatombe), se ha quedado anclada en el tiempo. Ese extraño encuentro de la piedra quieta y la luz tranquila con el espíritu que corre, que se acelera y que se escinde, la convierte en la ciudad más maravillosa de la península. En la más misteriosa. Y en la más terrible.