II

ME pidió que llevara un diario personal. Escribir es como hablar con uno mismo, cosa que en todo caso es lo que he estado haciendo con usted, doctor. ¿Cuál es la diferencia, pues? Escribo desde el este de Nueva Inglaterra: es como si esta mañana la niebla invernal se hubiera helado. Caminar por los campos es sentir que uno afronta el aire, deja atrás el tintineo del hielo y el rastro tubular de su propia forma. Pero necesito sitios como este. Aquí estoy a salvo. O sea, por lo que se ve, lo pongo en peligro cada vez que entro en su consulta.

Y ahora, un rato más tarde, se ha levantado el viento y arroja nieve contra mi ventana y debo encender la luz. Aquí no tengo nada para leer excepto las obras completas de Mark Twain, que son del dueño de la cabaña, con las iniciales MT grabadas en la tapa agrietada. ¿Y cuál fue el mayor empeño de MT en la vida? Explicar cómo eran los niños a los adultos y cómo eran los adultos a los niños. ¿No es así? O escribir de sus vecinos con jocosa compasión. Por su mujer, hacía algo tan absurdo como ir a la iglesia. Invirtió en una linotipia inservible. Se codeó con la alta sociedad de Boston. Aguijoneó ladinamente a los ufanos caballeros que disfrutaban de sus charlas de sobremesa. Señaló la brutalidad ungida de los reyes. Pero fue siempre, siempre, para arroparse en la alta sociedad. Para mantenerse cómodamente dentro de lo que Searle, un tipo cuya obra yo enseño, llama «la construcción de la realidad social».

Y ahora mismo, con un topetazo sonoro como un trueno, una pobre gaviota que planeaba en el viento se ha dado de cabeza contra el cristal de la ventana, la muy estúpida. Cruzo una mirada con su ojo vidriado mientras desliza por la nieve de mi ventana un manchurrón rojo en forma de embudo.

Otro día: veo a través de la niebla la garcita verde encorvada, allí en el embarcadero. Arrebujada en sí misma, un ave taciturna, una de las nuestras.

Ahora, un rato más tarde, el cielo se ha tornado frío y despejado, el viento azota la superficie del mar, e imagino un pantano de aguas tibias en algún lugar lleno de ranas saltarinas de Calaveras County. O sea, lo lees y te lleva al huerto. Pero para mí el fantasma inmoderado de MT se alza desde su infancia sencilla y despotrica contra el monstruo imperial que ha contribuido a crear.

Veo su frágil comprensión de la vida en esos momentos de su prosa, cuando baja la guardia de las sobremesas y esa decencia de la movilidad ascendente suya pasa a ser vulnerable a su creación de sí mismo. Y cuando la mujer que amaba ha desaparecido, y una hija que amaba ha desaparecido, y se mira en el espejo y aborrece la pretenciosidad de su pelo blanco y su bigote y su traje, todo ello reunido en la sabiduría de mecedora que reside en sus ojos empañados. Desespera ante la gran probabilidad de que el mundo sea una ilusión suya, de que él no sea más que una mente errabunda en una vana deriva a través de la eternidad.

Mirad la hormiga, dice, qué estúpida e incompetente es, arrastrando de aquí para allá el ala de una mosca, tirando de ella por encima de guijarros porque se interponen en su camino, trepando por las hojas de hierba porque no sabe no hacerlo, y adónde cree que va, dice MT, a ninguna parte, ahí es a donde va.

Otra mañana. Estoy en la playa mientras el águila pescadora se cierne palpitante sobre el mar, y los correlimos caminan de puntillas por el borde espumoso del océano mientras la anjova, siguiéndolos desde el agua, espera a que la marea los ponga al alcance de las cuchillas de sus fauces.

Todo esto eres tú, Dios. ¿Y tú quién decías que era? ¿Jonás, cabalgando en las riostras del leviatán? Con toneladas de peces pasando por debajo de él camino de la caldera digestiva, un pie plantado en una costilla semejante a una viga, el otro en otra, y reinaría la oscuridad a no ser por la luminiscencia de los peces eléctricos que buscan la salida, a contracorriente, contra el sorbetón de la roca lunar en forma de marea oceánica, contra el giro diurno del reverberante planeta que aloja el mar, que mece los montes con ritmo de metrónomo...

... esta tierra a la que nos encontramos adheridos por efecto de la gravedad, MT y yo y mi rubísima belleza de cuento de hadas, mi amada que me leía, a la luz de una linterna, mientras yo conducía de noche a través del continente, me leía sobre los escándalos imperiales glosados por MT en los últimos años de su vida, cuando la verdad de su humor se tornó verde y biliosa, cuando, con la garza nocturna posada furtivamente entre sus hombros, vio a la luz de la luna que el mundo imposible no podía ya afrontarse eficazmente por medio de la sátira o la parodia.

Así pues, doctor, escribo para decirle que estoy de acuerdo: la vida —irresuelta como es, eternamente inacabada por más que las muertes sean astronómicas— no es una película. No veo en mi imaginación a una emperatriz con manto blanco y sujetador de talla D arrostrando a una falange de centuriones parecidos a mí, con sus yelmos picudos y sus corazas y sus lanzas y sus correas de cuero en torno a las pantorrillas, esas películas llenas de extras que derraman sus efusiones en Technicolor sobre los fantasmas de aquel antiguo imperio tan similar al nuestro.

Ah, pero cuando eran mudas, qué extrañas resultaban con aquellos rótulos en lugar de voces, las palabras escritas tapando la imagen para aclarar las cosas. Una misteriosa agencia de traducción mediadora conectándonos en nuestro propio idioma con un mundo de sombras donde unos humanos como nosotros hablaban entre sí con sus yelmos picudos y sus corazas, con sus corbatas negras y sus boquillas y sus trajes de noche de satén blanco ceñidos al culo, pero desde unas distancias tan ultramundanas que era imposible oírlos, pese a que ellos parecían oírse entre sí.

Qué horror, que una parte tan grande de la vida haya sido una pérdida de tiempo, haya sido vivir sin valentía y sin estar a gusto en el planeta de los deleites, de los icebergs partiéndose atronadoramente, los tsunamis barriendo los litorales, las sequías marchitando los maizales, sin estar a gusto en nada de eso, ni en lo alto de los montes ni en el mar, sino solo en las ciudades, un viajero de metro sentado en un vagón de metro en medio de otros muchos viajeros, o corriendo bajo un paraguas hacia el taxi disponible, o yendo al teatro o escuchando a Mahler o leyendo las noticias y sin hacer nada al respecto... esas noticias que siempre parecen ocurrir a otras personas en otros lugares. Salvo cuando la noticia me ocurrió a mí. Cuando por fin me ocurrió a mí...

Muy interesante, Andrew. Sorprendente.

Ya, bueno, cuando estoy solo en una cabaña, soy otro hombre.

Ya casi había perdido la esperanza con usted.

No sé qué hago aquí.

Puedo contarle que una tarde de invierno Andrew, de niño, se presentó ante la puerta de una amiguita suya para devolverle la muñeca que le había robado. Su madre había insistido en ello, en que llamara a la puerta y no se escudara en ninguna excusa, ni insinuara que la había encontrado en la calle o algo que no fuera verdad, sino que se limitara a decir que se había llevado la muñeca cuando ella no miraba y lo sentía mucho y nunca volvería a hacer una cosa así. Andrew obedeció. La niña le quitó la muñeca de las manos y le cerró la puerta en las narices. De camino a casa él resbaló en una placa de hielo y se rompió las gafas.

Eso fue, ¿dónde?

En Montcalm, Nueva Jersey. Un pueblo no tan próspero como Glen Vale, la localidad vecina. Casas viejas de dos o tres plantas, por detrás de los árboles deslucidos alineados en las calles, algunas con porches acristalados, en su mayoría con jardines delanteros mal atendidos y desiguales, y necesitadas de una mano de pintura. Uno sabía que había llegado a Glen Vale cuando todo se veía más luminoso, los jardines delanteros bien cuidados, los árboles frondosos y exuberantes, las casas más grandes y más separadas entre sí. Estados Unidos siempre dice cuánto dinero tiene la gente.

¿Por qué robó la muñeca?

Para un reconocimiento médico. Era una muñeca niña y necesitaba confirmar mis sospechas.

¿Usted llevaba gafas de pequeño?

Siempre he sido miope. ¿Por qué me hace esas preguntas? Pretendo contarle algo. Mi vida era discordante. Andaba metiéndome en un lío detrás de otro. ¿Sabe qué es hacer la plancha? Uno sostiene el trineo por delante, se echa a correr, y cuando el trineo coge velocidad, se lanza encima, y marchando.

Encima de su Flexible Flyer.

Muy bien, doctor, así que al final resulta que vive usted en este mundo. En Montcalm no había cuestas propiamente dichas; mi calle tenía una suave pendiente descendente, así que usábamos los caminos de acceso de las casas para tomar impulso, esa era nuestra técnica: aprovechar la ligera elevación, hacer la plancha siempre a medio camino de la calle y doblar el manillar para torcer a la derecha en cuanto salíamos. Si el giro era demasiado brusco, el trineo volcaba y te tiraba al suelo. Y bueno, esa vez de la que hablo no di un giro demasiado brusco, sino muy gradual, de manera que, a medio camino de la otra acera, aún estaba en pleno giro. El otro detalle que debo mencionar: se hacía de noche, la hora a la que había que estar en casa. Tenía las mejillas rojas, me goteaba la nariz, la nieve se me pegaba a las cejas, se me metía por las mangas y en las botas. Sonó una bocina. Alcé la vista y vi la calandra dentada de un sedán Buick. El hombre había frenado, y el coche trazó un limpio círculo en torno a mí marcha atrás, trescientos sesenta grados. Fue como una especie de número de magia, primero estaba detrás de mí y luego estaba delante de mí, girando en todo momento marcha atrás. Después oí un sonoro gong cuando el coche se estampó contra una farola de la calle. Durante todo ese tiempo el hombre había estado tocando la bocina, era una bocina de latón tritonal, como para anunciar un acontecimiento festivo, pero ahora, tras el choque, el sonido era un trompetazo continuo, anticlimático, muy desagradable. Vi que había embestido la farola con fuerza suficiente para ladearla un poco. Me apeé del trineo y me acerqué. Había chocado con la farola por el lado del conductor, y lo que hacía sonar la bocina era su cabeza, apoyada en el volante, mientras que las manos le colgaban a los lados. ¿Vale?

Vale.

Nos trasladamos a Nueva York, al Greenwich Village. Mi padre dijo que era porque así él viviría más cerca de su trabajo en la Universidad de Nueva York. Pero yo sabía que nosotros, nuestra familia, éramos personas no gratas en Montcalm después de ese accidente. Así se lo dije y mi padre dijo, Hijo, muchos niños iban en trineo y cualquiera de ellos podría haberse puesto en el camino de ese coche. Dio la casualidad de que fuiste tú. No se lo creía más de lo que me lo creía yo. Sabía que si algún niño tenía posibilidades de provocar un accidente fatal, era yo.

¿Su padre era profesor universitario?

Se dedicaba a la ciencia. Biología molecular. Decía que la ciencia era como el haz de un reflector que se ensanchaba cada vez más e iluminaba cada vez más el universo. Pero conforme el haz se ensanchaba, también crecía la circunferencia de oscuridad.

Pensaba que eso lo dijo Albert Einstein.

En la ciudad me sentía solo y no tenía amigos, y por eso mis padres me compraron un perro, un dachshund. Dijeron que era responsabilidad mía cuidarlo, pasearlo, adiestrarlo para la obediencia. Eso fue interesante, tratar de ver qué clase de cerebro tenía. No mucho, fue la respuesta. Su nariz parecía hacer las veces de cerebro. La función primaria de esa nariz/cerebro era naturalmente procesar los olores. Como yo tenía ese perro, me fijaba en todos los demás perros del parque y todos iban de aquí para allá oliéndose unos a otros y olfateando los códigos urológicos que dejaban al pie de las fuentes, los troncos de los árboles, las mesas de ajedrez y demás. Lo que hacían con estas señales, por lo que yo veía, era nada. Quizá era solo una especie de conversación. Como e-mails. Procesaban la señal olfativa, respondían con su propio meado y seguían adelante. Eso era en el Washington Square Park, y allí iba mucha gente con su perro. Había un pipicán: como todo en la ciudad, un espacio delimitado para lo que uno quisiera hacer.

Habla como un neoyorquino de toda la vida.

Mi cachorro de patas cortas intentaba participar en los juegos dentro de ese pipicán. Era gracioso verlo anadear detrás de un perro grande, que se daba media vuelta y echaba a correr antes de que él pudiera volver aquella salchicha de cuerpo que tenía.

¿Qué nombre le puso al perro?

Aún no había llegado a ese punto. Empezaba a descubrir que no lo respetaba mucho. O sea, era imposible insultarlo, lo cual demostraba su deficiencia mental. Nunca se ofendía, le dijera lo que le dijese o por más tirones que diera a la correa. Y bueno, esa vez de la que hablo, una tarde, lo llevaba a casa por el parque: vivíamos en un apartamento de la universidad en el lado oeste de la plaza. En esa parte había más árboles, por lo que era más oscura, más tranquila, menos frecuentada. Esto que estoy a punto de relatar no es un episodio de Tom Sawyer.

Ya me lo imaginaba.

Vi algo bajo un banco que parecía una Spaldeen, una valiosa pelota de goma rosa. No estaba seguro. Me arrodillé para investigar, metí la mano bajo el banco, y fue entonces cuando debí de soltar la correa. Acto seguido oí gritar a mi perro, un chillido de tenor —un sonido extraño y antinatural en un perro—, y cuando miré alrededor, vi su correa agitarse en el aire. Sin plantearme qué ocurría, la agarré —un reflejo automático— y sentí transmitirse a mi brazo, como si fuesen los sonoros latidos de mi propio pulso acelerado, el aleteo del gavilán que lo tenía sujeto. Eso era: un gavilán colirrojo. Cabría pensar que yo habría podido liberar al perro a tirones, obligar quizá al gavilán a bajar también si no soltaba a la criatura, pero tenía las garras hincadas en el cuello del dachshund y por un momento se me permitió comprender la implacabilidad de la naturaleza. [pensando] Sí, estaba en contacto con una fuerza rítmica insistente, irreflexiva y sin personalidad. Por un momento mantuve al gavilán allí suspendido, batiendo las alas, incapaz de elevarse. No puedo jurarlo, pero creo que incluso me sentí izado, sosteniéndome apenas con las puntas de los pies, hasta que me solté y vi al ave ascender como una flecha a la copa de un árbol, quedando la correa colgada como una liana, mi dachsdund inmóvil por la conmoción mientras el ave le oprimía el cuello contra la rama y le picaba los ojos.

¿Por qué lo soltó? ¿Era el gavilán más fuerte que usted? ¿Qué edad tenía entonces?

Siete, ocho años, no lo sé. Pero intento recordar en qué momento me pareció que era inútil. ¿Estaba demasiado asustado para seguir sujetándolo? ¿Entendí que todo había acabado para el perro en el momento en que las garras se clavaron en él? No estoy seguro. Quizás, en deferencia al mundo de Dios, simplemente me rendí. Di unos pasos atrás para ver mejor qué ocurría en el árbol. El gavilán no miró hacia abajo. Nuestra pugna había sido intrascendente para él, desgarraba al perrito como si yo no existiera. Recuerdo la emoción de sentir el pulso de aquellas alas en mi pequeño pecho descarnado. No obstante, corrí a casa llorando. Todo era culpa mía. Ahí tiene: Andrew en su primera etapa. Doy por sentado que le gustan las infancias.

Bueno, pueden ser instructivas.

El día antes de partir hacia California, Briony encontró un chucho callejero e insistió en que nos lo lleváramos. Hablando de perros.

¿Eso cuándo fue?

Por el campus rondaban muchos perros cuyos dueños, estudiantes, los dejaban sueltos y al final se olvidaban de ellos. Briony dijo que ese en particular le dirigió una mirada tan suplicante que no pudo resistirse. Un perro grande, blanco y negro, de orejas caídas. Mientras yo intentaba conducir, se erguía apoyando las patas en el respaldo de mi asiento y me rozaba el cuello con el hocico húmedo.

¿Por qué iban a California?

Lo llamó Pete. Es un Pete, ¿no te parece?, dijo ella. Se había vuelto hacia atrás, de rodillas en el asiento delantero, inclinada sobre mi hombro para acariciar al condenado animal. Sí, dijo, ese es tu nombre, sin duda.

Me hallaba en tal estado, tan posesivo era mi amor, que no soportaba compartir a Briony con nadie más, ni siquiera con un chucho estúpido. Deseaba su atención exclusiva. No dije nada pero sentí resquemor, como si hubiese sido invitado a acompañarla sin más consideración por su parte de la que había concedido al perro en un impulso.

¿Por qué iban a California?

Y no fue de gran ayuda que el patán se despidiera de nosotros, o se despidiera de ella, allí en la acera delante de su residencia.

¿El patán tenía un nombre?

Lo ignoro. Duke no sé cuántos. ¿Cómo iba a llamarse, si no? Ella lo besó, rozándole los labios, y le acarició la mejilla y subió al coche y cerró la puerta y miró atrás y agitó la mano cuando arranqué. Una voz en mi cabeza dijo: «¡Pisa a fondo!». Lo que dice el héroe al taxista en todas las películas de los años treinta. Esa voz en mi cabeza definió el momento: yo no era de esa generación. No era de sus tiempos. No tenía a esa chica por legítimo derecho.

Seguramente ella tenía algo que decir al respecto.

Estoy contándole cómo me sentía yo. Briony sabía que estaba divorciado, pero solo eso. Yo me proponía ser totalmente franco con ella, pero no me animaba a contárselo todo. Era obvio que me había convertido en su proyecto.

¿Su proyecto? Así que usted no entendía aún lo prendada que estaba.

Percibía su interés. Me sentía mimado. No podía creer nada más allá de eso. Y no es que yo careciera de malicia. Cuanto más taciturno me veía, más atenta se mostraba. Así había sido durante todo el semestre. Yo podía simular mi desesperación nihilista, convirtiendo en engaño incluso eso, podía exhibir el semblante adecuado en tanto que por dentro sonreía como un idiota. A duras penas podía mantener las manos apartadas de ella. Pero ella empezaba a adquirir mi lenguaje, leía los textos del curso, de modo que yo podía atribuirme el mérito de haberle enseñado hasta la última frase audazmente reflexiva que salía de ella. Briony poseía la necesidad de reafirmación intelectual de los jóvenes, que convierten en propias las ideas aprendidas. Llegó al punto de mencionar el sistema límbico del cerebro y me miró con una expresión interrogativa en los ojos. Tuve que exigirle en el acto que no siguiera por ese camino.

¿Por qué?

Los daños en el sistema límbico inhiben los sentimientos, entre otras cosas. Aparece la indiferencia, la frialdad. Uno está vivo a medias. La gente que ha padecido traumas presenta una disfunción del sistema límbico.

¿Usted cree que ha sufrido una experiencia así? ¿Ha sufrido un trauma?

Mi único trauma es la vida. Oiga, cuando estaba con Briony no me pasaba nada en el sistema límbico. Tenía el hipocampo y las amígdalas a pleno rendimiento. Silbando, dando palmas. Haciendo volteretas hacia atrás. Por suerte, el programa de mi curso incluía lecturas de William James, Dewey, Rorty y después los existencialistas franceses, Sartre, Camus. Se metió de lleno en eso.

¿Para un curso elemental sobre la ciencia del cerebro?

Bueno, el nivel estaba por encima de las aptitudes intelectuales de la mayoría de ellos. Y lo que entendían no les gustaba. Yo no percibía ninguna religiosidad concreta en esos chicos; Dios era más bien un supuesto, como algo preinstalado en sus ordenadores. Pero si existía una filosofía idónea para el estudio del cerebro, del material de la conciencia, yo sostenía que era el pragmatismo o el existencialismo. O tal vez las dos cosas. En ninguna de las dos aparece Dios, ¿comprende? Ni el alma. Ni rollos metafísicos. Briony lo entendió. Pero ella veía un poco más de dramatismo y exaltación humana en la idea de una libertad dolorosa. Así que optó por los existencialistas. Y aplicó en mí sus conocimientos como una pragmática. Saltaba a la vista que yo era de la escuela existencialista. Que yo estaba fuera de la esfera de la psicología: tenía una identidad histórica. Al parecer, eso aceleró la conexión entre nosotros. Ella estaba a gusto con Andrew el Existencialista. Podía besarme en la mejilla. Podía presentarse en mi despacho y traer dos cafés. Yo deseaba postrarme de rodillas y besarle el dobladillo del vestido. Esa criatura limpia y adorable del oeste había encontrado en lo que, decidió, era mi existencialismo, la resurrección del romántico decimonónico, Andrew al borde del precipicio con el dorso de la mano en la frente.

Fue solo cuestión de tiempo que acabáramos siendo amantes. La primera vez fue en su habitación de la residencia. Se quitó la ropa y se tendió y volvió la cara hacia la pared mientras yo me desvestía. Dios santo, tener a ese ser trémulo entre los brazos. Después de eso siempre venía en bicicleta a mi casa... Y recuerdo un día que me despertó al amanecer, me sacó de la cama como una niña emocionada y me obligó a subir a trompicones por la escalera hasta la azotea del motel para contemplar la salida del sol sobre las cumbres de las montañas. Dudo que mi técnica de seducción se hubiera practicado antes en aquel territorio de vaqueros. Yo la había arrancado de su tiempo, de su lugar, y tenía celos incluso del perro callejero que había recogido para acompañarnos en nuestro viaje.

Así pues, si no he entendido mal, se iba usted a California con la chica de sus sueños y, por una razón u otra, consiguió deprimirse.

Íbamos a ver a sus padres. ¿Cómo se habría sentido usted?

Briony llevó a Andrew a un pequeño pueblo costero situado a una hora al sur de Los Ángeles. Salió de la autovía de la costa para acceder a una calle de casas a pequeña escala en colores pastel. El material de construcción predominante era el estuco. Delante de cada vivienda, un reducido jardín atestado de plantas tropicales en flor absurdamente desmesuradas. Quizá Andrew estaba cansado después de dos días en la carretera. Incluso el entusiasmo de Briony cuando señaló uno de los estrechos caminos de acceso que separaban cada casa de la vecina, le irritó. ¿Quién era esa que corría hasta la puerta de la casa, la abría de un empujón y desaparecía dentro? Desde luego no la espectacular mujer en traje de spandex haciendo la vertical en la barra fija, ni la adorable criatura sometiéndose recatadamente a la exploración cerebral en el laboratorio del curso elemental de ciencias cognitivas, ni la amante de un hombre mayor. Volver a casa para alguien de su edad era una regresión a la infancia. Andrew se quedó en jarras junto al coche y observó el vecindario. No había ni una sola sombra. El calor rielaba sobre la acera blanca. No podía reconocer ante sí lo nervioso que estaba, lo fuera de lugar que se sentía, acompañando a esa niña como un vil seductor.

Entiendo que fuera un momento difícil para usted.

Sí. No quise seguirla. La casa estaba a un paso del muro de contención donde terminaba la calle. Sin proponérmelo, acabé en lo alto de una ladera cubierta de plantas trepadoras mirando en dirección a una playa cubierta de gente, un Brueghel de gente, bronceándose, jugando al voleibol, niños cogiendo conchas en la orilla. En el agua azul otros flotaban pacientemente en sus tablas de surf. Más allá se extendía el Pacífico, salpicado de veleros. Por encima de todo ello, en un cielo turbio, un sol sanguinolento tenía la firme intención de ponerse sobre el mar. La escena entera parecía irreal. En el lugar de donde yo soy el sol se pone sobre la tierra.

Briony lo llamaba desde la casa, agitando los brazos, sonriente. Él se volvió y se fijó en el coche de los padres, un Morris Minor, detrás del cual había aparcado. Ya no se veían muchos de esos. En la puerta, Briony le cogió la mano. Están fuera, atrás, dijo. Y en el breve recorrido a través de la casa hasta el jardín, Andrew tuvo la impresión de... ¿cómo llamarlo? ¿Una casa ortopédica? La escalera al piso de arriba era de peldaños bajos; las sillas tapizadas y el sofá del salón tenían escabeles acoplados. La isla central de la cocina disponía de escalones. Todo aquello que era necesario utilizar contaba con un acceso graduado, con barandillas. Y olía a limpio, casi aséptico. Andrew percibió todo esto periféricamente mientras atravesaba la casa y salía al jardín donde estaban, sonriendo y levantándose para recibirlo, no lisiados ni mutilados en absoluto, los padres de Briony. Soy Bill, dijo él. Soy Betty, dijo ella.

El hecho de que yo fuera profesor universitario me favoreció. Aquellas eran personas jubiladas del mundo del espectáculo que sentían un gran respeto por la educación que nunca habían recibido. Y querían tanto a su hija que confiaban en su criterio. En ningún momento enarcaron siquiera una ceja ante ese hombre que doblaba la edad a su hija. Me acogieron con los brazos abiertos. Mis preocupaciones, pues, eran infundadas. Había botellas y una cubitera con hielo en una camarera. Tú pide, seguro que lo tenemos, dijo Bill. Tomamos unas copas, Briony sentada cerca de mí en el canapé, mirándome de soslayo para ver cómo reaccionaba. Pero Bill y Betty tenían clase, poseían la desenvoltura social propia de los artistas de toda la vida. Tenían un aspecto juvenil para ser jubilados. Con los Diminutos cuesta adivinar la edad.

¿Los Diminutos?

A uno no le gusta tratarlos con paternalismo. «Enanos» es inaceptable; suena a gnomo. Y «Personas Pequeñas» no es mucho mejor.

¿Está diciéndome que los padres de Briony eran enanos?

Solo si no me oyen.

Dios bendito. ¿Y «Diminutos» era el término elegido por ellos?

El término es mío. Ellos no hablaban de sí mismos descriptivamente. Uno se limitaba a mirarlos y adoptaba la actitud políticamente correcta. En mi honor debo decir que ni siquiera parpadeé al verlos. Un ejemplo más de la velocidad sináptica del cerebro, que probablemente ya me había informado de lo que me encontraría mientras cruzaba la casa.

¿Por qué Briony no lo había prevenido?

No lo sé. ¿Podría ser que estuviera poniéndome a prueba? ¿Que quisiera ver en mi reacción la medida de mi carácter? Pero puede que no fuera eso. Briony era incapaz de todo subterfugio. Y estaba demasiado pendiente de sí misma para actuar inconscientemente. ¿Y por qué iba a prevenirme? Estábamos juntos en serio... ¿Qué importancia podía tener una cosa así? Eran sus padres, que habían estado en su campo visual desde el día en que nació. Los quería. Y dada su sociabilidad con otros como ellos, se crio en un entorno de normalidad, sin ser la única niña en esa situación. Uno no anda disculpándose por sus padres.

Pero ¿qué joven, incluso con padres de proporciones normales, no dice algo con antelación a fin de suavizar el efecto? Un padre es una persona que te abochorna.

Bueno, así era Briony. Así era la chica que me llevó montaña arriba. Era enigmática en todos los sentidos. Yo estaba profundamente inmerso en el mundo de sus afectos, ¿por qué no habría de saber ya, sin que me lo dijera, que sus padres eran minúsculos? ¿Qué puedo decir que lo satisfaga? De camino a California, regaló su perro a un chico que trabajaba en el motel donde nos alojamos una noche. En ese momento no supe por qué lo hacía: después de llevarlo con nosotros impulsivamente, ponerle el nombre de Pete, luego va y lo regala, acompañado de uno o dos dólares para comprar chucherías. Se arrodilló y abrazó al perro y se lo quedó mirando con tristeza cuando el chico se lo llevó cogido de la correa. Tal vez ese sea el gesto que estaba usted buscando: el momento en que reconoció su realidad. Cuando vi a Briony rodear a su madre con los brazos y estrecharla como haría uno con un niño, cuando la vi arrodillarse para abrazar a su padre, comprendí por qué quizá se lo pensó mejor respecto al perro Pete. Era un animal grande. Tenía un rabo que podía partirte el peroné.

Acabo de acordarme: sí me dijo algo, Briony. Me pidió que no hablara de política con su padre. Las instrucciones de último momento. Nos acercábamos ya a la mansión familiar. Me besó en la mejilla. Ah, y una cosa, Andrew, por favor, por favor, nada de política, ¿vale?

¿Y eso?

Estábamos en Orange County, California, la tierra de o lo adoras o lo dejas.

¿Cómo conocía Briony sus ideas políticas? Me cuesta imaginar que unos amantes recientes hablen de política.

Los amantes viven el uno en la cabeza del otro. Briony encontró en la mía cierto grado de intensidad cívica que reconoció por las conversaciones de su padre. Solo que yo pertenecía a otra era.

Ya veo.

Usted no sabe nada de mí, doctor, solo oye lo que decido contarle. Yo siempre he respondido a la historia de mis tiempos. Siempre he estado atento al contexto de mi vida.

El contexto.

Sí, tal como se expande en círculos concéntricos hasta las estrellas. Bill era un hombrecillo brillante, y yo respeté la petición de Briony, aunque en ningún caso se me habría ocurrido, siendo como era un invitado en la casa, tantear nuestras diferencias políticas. Pero entre Bill y yo, diría que yo era el patriota más auténtico. Si uno toma en consideración el panorama en su sentido más amplio, es difícil convencerse de la permanencia de este país. No cuando uno sabe quién lo gobierna.

¿Tal como usted lo sabe?

¡Pues sí! Tal como lo sé yo.

Bill y Betty no eran enanos desproporcionados, con cabezas o torsos grandes y piernas cortas; estaban perfectamente proporcionados, todo en armonía con todo lo demás. Vivían, supuse, de unos ingresos fijos y ponían mucho esmero en vivir meticulosamente y con dignidad. Bill poseía el atractivo físico propio del mundo del espectáculo, siendo obviamente sus facciones delicadas y pequeñas y sus ojos de color azul claro el origen de la belleza de Briony. Era un tanto rubicundo, con una mata de pelo blanco dispuesta en un pulcro tupé. Betty tenía ese rostro achatado de muñeca que se ve más a menudo en los Diminutos. Vestían como suelen en el sur de California, con colores claros, pantalones, camisas y blusas bien planchados, mocasines para él, zapatos llanos escotados para ella. Betty era de figura un poco recia, pero con el pelo teñido de castaño y melena corta, y una sonrisa adorable y un rostro cuya expresión por defecto era de empática comprensión. Con su personalidad extrovertida, exudaban ciertamente la vida en el mundo del espectáculo que habían llevado. Habían viajado con varias compañías de enanos artistas, cantando, bailando o participando en Exposiciones Universales donde, ataviados con los trajes tradicionales correspondientes a diversos pabellones extranjeros, formaron cuadros vivos. Me lo contaron todo ellos mismos. Habían actuado en Las Vegas. En el despacho de Bill había toda una pared cubierta de fotografías: retratos dedicados de artistas de quienes yo nunca había oído hablar. Habían trabajado alguna que otra vez en la televisión, habían ido de gira con el Circo de los Hermanos Ringling. Vi instantáneas de Betty de pie sobre un caballo a medio galope, de Bill vestido como bastonero, dirigiendo una banda de payasos. Pero nunca en barracas de feria, declaró Bill, nunca se dio la circunstancia, y si se hubiera dado, no lo habríamos aceptado.

Dígame, doctor, ¿por qué las cosas en miniatura captan nuestro afecto? Como esos cochecitos metálicos, reproducciones de coches reales, con los que todos hemos jugado de niños. Qué importante era para nosotros que la escala fuera exacta. ¿Y qué me dice de los gatos? A mí los gatos nunca me han gustado, pero podía jugar la mar de feliz con un gatito, poniendo a prueba sus reflejos con un trozo de cuerda. Y ahí estaban Bill y Betty. Personas de juguete, personas gatitos, de escala exacta. La idea misma de su existencia resultaba atractiva, cada momento en su presencia era tan original como el momento anterior. Era como si uno hubiera viajado a otro país, un lugar exótico en el mundo que pudieras describir en tus cartas a casa, si es que tenías casa y alguien allí a quien escribir. No todo el mundo puede aspirar a la experiencia de ser bien acogido por esas personas y tratado como un igual, por así decirlo, como si eso no fuera en sí mismo gracioso.

Su afecto, pues, era el de una versión de humanidad superior, más alta, más elevada.

No necesariamente. Al cabo de unos días, ellos eran la norma. Sentados los cuatro a la mesa, Briony me parecía enorme; se ponía un vestido para cenar y se peinaba el pelo hacia atrás, cayéndole casi hasta los hombros. Era una Alicia en el País de las Maravillas adorable pero desmañada. En cuanto a mí, tenía la impresión de que si me ponía en pie muy repentinamente me daría un cabezazo en el techo. Y sus voces, la de Bill y la de Betty, desprovistas de timbre, algo así como trompetas con sordina, eran a veces difíciles de oír, como si se comunicaran desde una gran distancia.

Cuando una mañana Briony y su madre se marcharon en taxi para ir de compras a un centro comercial, Bill me pidió que me sentara en su pequeño jardín trasero para nuestro café matutino, se encendió un puro, cruzó las piernecillas, esperó a que yo hablara de algo para poder decirme qué sabía él al respecto. Presentaba una necesidad de reafirmación, una especie de exigencia interior de demostrar su valía a quienquiera de estatura normal con el que casualmente estuviera. Era algo así como un conversador de contragolpe. Cuando le comenté que Briony y yo habíamos estado leyendo a Mark Twain en voz alta, cabeceó y dijo: ¿Qué te parece el final de Huckleberry Finn, profesor? Es un desastre de padre y muy señor mío, ¿o no? Desde mi punto de vista, echa a perder toda la historia. Cuando Tom hace su última aparición... ahí es donde Twain tira la toalla, interviniendo con su pase mágico para redondear las cosas y, ya puestos, para que quede en nada el extraordinario viaje río abajo de Huck y Jim. Yo algo sé de las crueldades de la vida, y puedes estar seguro: ese es un final de pena; tanta prisa tenía Twain por acabar su relato como fuera que estropeó lo que habría podido ser una de las más grandes historias de todos los tiempos.

¿Sabías, Bill, que dejó de trabajar en ese libro durante siete años antes de encontrar el final?

Claro que lo sabía, por eso mismo. No se le ocurría nada, y dijo, Maldita sea, voy a quitarme esto de la mesa. ¿Más café?

De hecho, Andrew, resulta que estoy de acuerdo con esa crítica.

Le pregunté por El mago de Oz: ¿había trabajado alguna vez no en la película, que era de una generación anterior, sino en alguna versión teatral? Dio una gran calada a su puro y lo dejó en el cenicero. Profesor, olvídate de la película, tienes que leer el libro. No lo has leído, ¿verdad?

Ahí me has pillado, Bill.

Según algunos, la historia misma es comunista.

Es ¿qué?

El maravilloso mago de Oz. Verás, la moraleja es... es no cuentes conmigo, no confíes en mí, mi gobierno es un timo, tienes lo que hay que tener para dirigir el cotarro tú mismo. Tú y tus camaradas. Lo único que debes hacer para asumir el control es reunir valor, usar la cabeza, todo el mundo es tu igual, excepto alguno que otro de arriba, claro está, y el mundo es tuyo. Eso es una alegoría comunista, según algunos.

No sé qué decirte, Bill. Una alegoría... ¿eso no quiere decir que todo en la historia representa otra cosa? Entonces ¿quiénes son los munchkins, y por qué la Bruja Mala del Oeste, y por qué la carretera es de ladrillos amarillos? Deberían representar algo aparte de lo que son en sí mismos.

La carretera de ladrillos amarillos... bueno, eso es el camino hacia el oro. La Bruja Mala... bueno, es Occidente, date cuenta, o sea nosotros, y todos esos monos voladores son sus fuerzas militares; si no haces algo, ella será incluso peor que el mago falso. Y sé a quiénes representan los munchkins. Créeme, soy una autoridad en eso.

Le hablaré de la fiesta que organizaron en nuestro honor la noche antes de irnos.

¿Hubo una fiesta?

Bill y Betty, para anunciar nuestro compromiso. Eran casi todos Diminutos. ¿Sabe eso que pasa en Nueva York? ¿Eso de que los barrios se vuelven griegos, italianos, hispanos, eso de que los coreanos tienen las tiendas abiertas las veinticuatro horas y los musulmanes conducen los taxis? Pues lo mismo pasaba en ese pueblo, donde vivía no poca gente pequeña que se ganaba la vida en el mundo del espectáculo. Había un anciano sentado en una silla, y los demás lo trataban con deferencia: en su día fue realmente un munchkin. Quizás el último vivo. Corrió el alcohol, y los decibelios eran como los de los pájaros. Como cabía esperar, enrollaron la alfombra, y Bill y Betty ejecutaron uno de sus números de variedades, el claqué de toda la vida, un baile de George M. Cohan, «... porque era Mary, Mary, un nombre sencillo como el que más...». Y con qué gracia y desenvoltura, riéndose en tal o cual paso, probando Bill un movimiento a dos tiempos y alzando Betty la vista hacia el cielo. Un amigo suyo se había encaramado al banco del piano para acompañarlos y entonar la letra con su apagada voz de tenor, y fue todo una delicia, siendo Briony y yo el público para el que actuaban, Briony sentada en el suelo, a mi lado, las piernas encogidas bajo el cuerpo y el rostro radiante de júbilo. «Pero con la debida propiedad, en la alta sociedad dirán “Marie”»... Otros salieron a ofrecer sus números característicos, una parodia de conferencia por aquí, la recitación de una poesía por allá, todo ello divertidísimo, y recuerdo que en un momento dado el pastor Diminuto de la parroquia se acercó a mí en el bar autoservicio y me preguntó qué haría yo, si fuera presidente, ante la tremenda turbulencia del mundo. Dije que declararía la guerra para ponerle fin, y aunque eso distaba mucho de su visión de las cosas, se echó a reír.

Por lo que cuenta, se lo pasó bien.

Bueno, vi lo mucho que le gustaba a Briony el número de sus padres, cómo reía y batía palmas por algo que debía de haber visto un centenar de veces. Observarla me elevó a un estado de felicidad equiparable al de ella. Como si se hubiera creado un arco de cerebro a cerebro. Aquella era una emoción pura, irreflexiva, espontánea. Me había cogido por sorpresa y me costaba sobrellevarla: la felicidad. La sentí como algo que brotaba de mí, expresado desde mi corazón y exprimido de mis ojos. Y es posible, creo, que cuando todos nos reímos y aplaudimos al final del número de claqué, yo sollozara de alegría. Y una súbita temeridad acompañó a ese sentimiento, no enturbiado por la ansiedad: en ese momento no me preocupaba en absoluto la posibilidad de tropezar y caer sobre uno de ellos y aplastarlo.

Así que ese estanque de silencio frío, transparente y desprovisto de emociones...

Salía de él para vivir y respirar, para inhalar grandes y anhelantes bocanadas de vida. Encontraba la redención en las afectuosas atenciones de esa chica.

Después, nos disculpamos y ella me llevó al final de la calle sin salida. Trepamos por el muro de contención, desde donde un sendero a través de la vegetación conducía a la playa. Nos encontramos a solas en la playa, no bajo la luz de la luna, esa noche no había luna a la vista, sino bajo la brumosa y tenue luz de las ciudades situadas al norte, propagándose sobre el mar la contaminación lumínica de Los Ángeles. Me había resistido a darme un baño a la luz del día, porque no deseaba exhibir ante el mundo mi pecho cóncavo y mis brazos descarnados. Briony me había visto desnudo, naturalmente, pero la complexión de uno en un dormitorio por la noche, cuando la luz predominante es la propia presencia intelectual, no se parece en nada a la vulnerabilidad que un profesor blanco y pálido de ciencia cognitiva, huesudo y con un poco de tripa, transmite al mundo en una playa pública. Pero ahora nada podía detenerme. Nos descalzamos, dejamos la ropa en la arena y corrimos hasta las olas, tibias y mansas. Nadamos juntos en el océano Pacífico, y naturalmente nos besamos, y yo sentí su tersura, y la dureza de sus pezones en el agua salobre, deslicé la mano entre sus piernas, la sujeté por la cintura, la besé mientras, aferrados, girábamos y girábamos en el seno de las olas.

Cuando salimos, la sequé con mi camisa y nos vestimos y nos sentamos en unos tronos pequeños que construí con arena. Fue ese el momento de plácida reflexión que elegí para satisfacer mi curiosidad. Había visto en la pared del despacho de Bill dos certificados de nacionalización enmarcados. Bill y Betty no habían nacido aquí.

Papá nació en Checoslovaquia, dijo Briony. Ahora es la República Checa. Mamá es irlandesa, de Limerick.

Vaya, ¿y cómo se conocieron?

¡Ah! Se echó a reír. ¡O sea que no has oído hablar de Leo Singer!

Ante esto, Briony se levantó de un brinco y tiró de mí para obligarme a ponerme en pie. Cogiéndome de las manos, retrocedió. Y me habló de un hombre que viajaba por Europa buscando a gente como sus padres, contratándolos y adiestrándolos para trabajar en su espectáculo: Los Liliputienses de Leo Singer.

En ese momento Briony dio media vuelta, se echó a correr y sintió la necesidad de hacer una rueda. Cuando tuvo otra vez los pies en el suelo, dije, ¿Qué clase de espectáculo?

Bueno, según cuenta mamá, el tema cambiaba cada temporada, y también el vestuario, pero en esencia eran variedades, con canciones y sketches y números como los que has visto esta noche. Actuaciones circenses como las de los malabaristas, los funambulistas, gente que tocaba el violín con el instrumento a la espalda, todo lo que puedas imaginar. La atracción residía en el tamaño de los artistas, y el sinfín de cosas que eran capaces de hacer a pesar de ello era lo que el público iba a ver y de lo que se maravillaba.

Con qué animación me contaba la historia de esa familia: casi la vivía, intercalando en su narración verticales, ruedas, volteretas hacia atrás en el aire cayendo en posición de firmes, saltos de longitud a la carrera. Allí en la playa, aquella noche, al rítmico son de las olas que lamían la orilla.

Los llevó de gira por todas las capitales europeas y fue así como se conocieron mis padres. Estaban en el Lilliputstadt de Leo Singer.

Y dígame, doctor, ¿usted había oído hablar de ese hombre, ese Singer?

No.

Ya somos dos. Pero resultó que era el hombre a quien acudir cuando la MGM necesitó munchkins para la película. Él era el tratante internacional de munchkins.

Percibo un tonillo de desdén en su voz.

Fue a todas luces un individuo que infantilizó a esa gente, la convirtió en espectáculo, y amasó una fortuna con ello.

¿No ha dicho que todos sentimos afecto por las miniaturas? Y fíjese en ellos, sus padres, en California, cómodamente jubilados en su propia casa, una familia adorable.

Lo sé, lo sé. ¿Qué les esperaba en sus pueblos si ese hombre no se los hubiera llevado? Para sus propios padres fue seguramente un gran alivio. Hubo dinero por medio, supongo. Bill y Betty debían de ser jóvenes, en torno a los veinte años, poco más o menos. Y él les proporcionó una profesión, un medio para respetarse a sí mismos, mientras que en sus pueblos siempre habrían sido inadaptados, tolerados, blanco de mofas o tratados con insultante compasión. Pero todo eso huele a Europa, ¿sabe? Esa sensiblería. Al menos los munchkins de la película tenían una identidad ficticia, no eran enanos actuando, eran criaturas de fantasía concebidas para no parecerse a sí mismas. Ni a Bill ni a Betty ni a los demás liliputienses. ¿No le parece que eso lleva el sello de Europa por todas partes?

No sé muy bien a qué se refiere.

Me refiero a la servidumbre, la opresión del trabajo en condiciones de esclavitud, y todos esos malditos uniformes y guerras entre monarquías y colonizaciones y autos de fe. Poner cebo para atraer a los osos, a eso me refiero, la cultura europea del cebo para osos. Burlarse de los fenómenos de feria. Matar a los judíos. A eso me refiero.

[pensando] Ella era tan feliz... Así que me callé. ¿Le he contado que le había comprado un anillo de compromiso antes del viaje al oeste?

No.

Pues así fue. Yo hacía las más diversas cosas impropias de Andrew. Cogerla de la mano en público, ser feliz. Y allí, en la playa, me comporté como un payaso, intentando hacer ruedas, verticales, y cayéndome y levantándome con una máscara de arena en la cara. Cómo se reía. Y como ocurre con los amantes recientes, éramos yesca. La pasión se encendía por cualquier cosa: la risa, el entusiasmo del momento. Cierra los ojos, dijo, y noté que me sacudía la arena. Y de repente me tumbó de un empujón, y cuando yacía boca arriba, se colocó sobre mí, boca con boca, me bajó el pantalón a tirones con vehemencia y luego, rodando a un lado, me obligó a quedar encima. ¿Cuándo se había levantado el vestido para descubrirse? Y luego la palabrita: Métemela, dijo. ¡Métemela!

No es necesario que entre en detalles, Andrew.

Puede empezar siendo un acto de devoción, eso de hacer el amor, pero el cerebro se oscurece, como una ciudad en pleno apagón, y entonces interviene un precerebro antediluviano que solo sabe mover la cadera. Es sin duda un mandato incorporado de la era paleozoica y puede ser la base de todo redoble de tambor.

¿Redoble de tambor?

Lo que quiero decir es que en esos momentos uno no está muy observador. Como si la poca mente humana que a uno le quedara, la mínima conciencia obnubilada, se hubiera ubicado en algún lugar en las profundidades de su ser testicular. Por eso no oí el motor y por eso no comprendí al instante por qué la playa parecía volar en medio de la tormenta de arena que se levantó alrededor de nosotros. Pero en ese momento la miré a los ojos: los tenía en blanco, cegados por el terror... ¿terror a mí, o a la antinatural luz deslumbradora suspendida encima de nosotros? Vengo preguntándomelo desde entonces... posiblemente fue por el reflector, el zumbido de los rotores del helicóptero al cortar el aire. Pero, dado lo que ocurriría después, nunca he podido convencerme de que no fuera terror a mí, al ensalzado ser del paleozoico con el que ella había yacido. En cualquier caso, supe de inmediato que la situación era antitética. Le tapé la cara con la mano, ocultándosela a ellos, manteniéndola oculta con mi cuerpo, a la vez que con la otra mano trataba de subirme el pantalón. Quizá sepa lo que pasaba en las playas por la noche, en el sur de California, cómo las patrullaban.

Creo que he oído algo al respecto.

Sí. Y el megáfono imponiéndose al rugido de los rotores... no se creería la escasa altura a la que flotaban en el cielo justo por encima de nosotros... los pilotos de ese monstruo negro con aspecto de insecto, castigándonos con la arena que levantaba, suspendidos sobre nosotros mientras, como podíamos, nos poníamos en pie y echábamos a correr, yo cubriéndole a ella la cabeza con mi camisa, y ellos manteniéndonos bajo su haz, acusándonos de un delito no especificado pero monstruoso, de blasfemar contra la vida civilizada, de contaminar un preciado santuario de jugadores de voleibol y niños inocentes.

Y al cabo de un momento la luz se apagó y aquel maldito artefacto se elevó y se alejó, arrojándonos arena a la cara mientras nosotros, allí inmóviles, nos protegíamos los ojos con los brazos. Minutos después era como si nada hubiese ocurrido, la noche estaba tranquila, y entonces Briony se echó a reír y me miró y se rio un poco más, sacudiéndose la arena del pelo y agitando la cabeza, afrontando la humillación como aprenden a hacer especialmente las mujeres, con una risa resignada y una especie de encogimiento de hombros y un cómico gesto con las palmas abiertas.

Habíamos corrido hasta el final de la playa, donde se alzaba un malecón de rocas apiladas, y en el arranque del malecón en tierra resplandecían en la oscuridad unos ojos incorpóreos dispuestos en formación múltiple. Briony dijo que era una manada de gatos asilvestrados que vivía allí desde que ella tenía memoria. Se movían sigilosamente y bufaban. Nos habíamos acercado demasiado y el silbido nos envolvió como una telaraña. Tal vez fue entonces cuando empecé a pensar de nuevo en algo aparte de mí mismo.

¿Como en qué?

Como en esta tierra de sol eterno y poblaciones enanas y policías en el cielo.

A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a marcharnos, yo estaba junto al coche y me despedía y Betty me tenía cogido de las manos, balanceándolas suavemente en señal de afecto. Nos hace muy felices que ella te haya encontrado, Andrew. Deseamos todo lo mejor para nuestra hija. Nuestro amor no puede expresarse con palabras. Ella es el triunfo de nuestra vida.

Admito que yo albergaba la esperanza de que esos fueran los padres adoptivos de Briony. ¿Se imagina por qué? Yo estaba aún recuperándome de la noche en la playa, y allí de pie, bajo el sol opresivo, me asaltó una sensación de malestar mientras intentaba conciliar los anómalos hechos de la vida de mi verdadero amor. Esas eran las circunstancias de su fundación, la marcaban, eran suyas, se había creado a partir de ellas, y mi concepción de ella anterior a ese momento —mi esplendorosa alumna con el vestido largo iluminado por el sol y las zapatillas deportivas— había sido incompleta si no ilusoria. Sí, conforme a la gran tradición americana, necesitaba trabajar para pagarse los estudios —una ayuda económica por aquí, un crédito por allá—; obviamente Bill y Betty no eran de gran ayuda, y por tanto Briony había abandonado verdaderamente el nido, era una persona independiente. Pero yo habría preferido que ella no se hubiese criado en esa casa, en ese pueblo, entre esa gente, y que no hubiese visto a diario durante su infancia, al salir por la puerta, esa calle inmutable de chalecitos de estuco y macetas adornadas con conchas en los jardincitos delanteros, ni las desvaídas calles pavimentadas sin sombras. Todo aquello que era tan obviamente una forma de vida capaz de anular un cerebro en funcionamiento. La imaginé de niña bajando a esa playa y jugando en la arena, y cogiendo conchas en la orilla, un día tras otro, un año tras otro. Fue el vergonzoso sentimiento de un instante, hasta que lo aparté de mi cabeza: que todo aquello de California era una impostura. Briony salió por la puerta con su mochila y sonrió, magnífica como siempre, y sentí que de algún modo me habían embaucado.

Bueno, eso me tranquiliza. Por un momento el amor lo había convertido en un tipo gris.

Intente comprenderlo. Sé que le cuesta, pero haga ver que se pone en mi lugar. Toda esa historia me había conmocionado. ¿No se habría sentido usted invalidado? ¿Era a mí a quien amaba, o algo en mí con lo que estaba muy familiarizada? ¿Lo intuyó aquel primer día de clase cuando yo escribía mi nombre en la pizarra y la tiza se partió en mi mano y tiré los libros del atril? Ella lo recogió todo y me dirigió una sonrisa comprensiva. Criada bajo ese sol interminable, entre esas flores horrendas, siendo sus padres, aceptémoslo, fenómenos de la naturaleza, se había educado expuesta a lo raro, a lo antinatural. Era lo que ella conocía, su realidad social normal. Así pues, ¿a quién iba a encontrar, por quién iba a sentir una malsana atracción, si no por alguien tan adorable como un científico cognitivo patoso y estrafalariamente depresivo, a quien ella pronto ofrecería consuelo tras la nihilista desesperación de sus clases?

Percibo autodesprecio.

¿Ah, sí?

Otra versión de su escasa valía como amante de esa chica. Primero estaba Andrew el anacronismo en el estadio de fútbol, y ahora lo opuesto, el protofenómeno apropiadísimo que encaja perfectamente.

He dicho que fue la sensación de un instante. Tenemos sentimientos momentáneos que no pasan a la acción, ¿o no?

Así es.

¿No pensará que sería tan estúpido como para renunciar al amor de mi vida por una sospecha momentánea que en realidad era una autodenigración ritual?

Supongo que no.

Ella había salido de allí, ¿no?, y de pronto, cuando nos íbamos en el coche, despidiéndose de sus padres con la mano desde la puerta de su casa, lloró. Era como si les hubiera dicho adiós por última vez. Supongo que yo era el responsable.

¿Por qué?

Conmigo allí, ella ya no podía seguir fingiendo que no se había hecho mayor y no los había dejado atrás. Podía quererlos, sentir gratitud hacia ellos, pero no negar que pertenecían a un mundo que ya no era el suyo.

¿Y usted qué había hecho?

Los había conocido.

Briony era una deportista magnífica pero sin el aspecto fibroso, sin la musculatura femenina. Era una menudencia toda ella. Tenía las extremidades firmes y bien moldeadas pero no nervudas, como lo son incluso las de una bailarina. Así que toda esa vida física a mí no me parecía natural, dada su complexión, sino más bien resultado de una firme determinación, una disciplina autoimpuesta. ¿De dónde salió eso, pues? ¿Por qué había sentido ella la necesidad de coronar una pirámide de animadoras, girar en torno a la barra fija, correr, saltar, entrenarse con una finalidad distinta del goce intensamente físico de existir? Dudo que siquiera lo supiese. Cuando tuvo el bebé, salía a correr empujando el cochecito. [pensando]

¿Sí?

Solo una vez le falló esa determinación atlética. Allá a la sombra de las montañas. Para demostrarle que los deportes no me eran totalmente ajenos, compré un par de raquetas de tenis y fuimos a pegarle a la pelota en las pistas de la universidad. Yo había jugado un poco en Yale; no para Yale, en Yale. Nunca había tomado clases pero de algún modo sabía en qué consistía y, a mi manera parsimoniosa y desmadejada, podía corretear y alcanzar la pelota, tenía un golpe de derecha más que aceptable y un revés no tan fiable, sabía hacer un globo con efecto y tenía una buena dejada cuando era necesario. Ese deporte era nuevo para Briony, pero cuando me ofrecí a instruirla —cómo empuñar la raqueta, cómo colocar el cuerpo para el golpe de derecha, el revés, y demás—, no le interesó. Pensó que podía cogerle el tranquillo ella sola. Al ver que no lo conseguía, pegándole con excesiva fuerza, mandando la pelota por encima de la valla, o a la red, o sin darle siquiera, corriendo desesperadamente de aquí para allá —pese a que yo siempre intentaba lanzársela donde ella podía devolvérmela—, al final perdió la paciencia, tiró la raqueta y se marchó, enfurruñada, de la pista. Fue la primera vez en nuestra vida juntos que la vi perder la compostura.

¿Hubo otras?

En el embarazo. No recuerdo qué mes. Tenía pérdidas, y eso la asustó. Se mordía los nudillos cuando telefoneé al médico. Al final no fue nada. Pero aquella vez en la pista de tenis... desde entonces me pregunto si, por alardear, le lancé alguna que otra pelota a la que sabía que no podía llegar.

[Pensando]

Nunca le he hablado de mi etapa en el ejército. Cuando estaba en el ejército, al final de la instrucción básica, se realizaban maniobras nocturnas. Me quedé dormido en mi trinchera cuando se suponía que estaba vigilando el perímetro. Me despertó un oficial. El castigo consistió en cien fondos de pecho con un M-1 a la espalda, pero el sargento de mi sección, que era el responsable de mí, era del ER, Ejército Regular, y perdió los galones. Le faltaban dos meses para la licencia definitiva. [pensando] Una vez, en un cóctel de la universidad, en medio de una sala abarrotada, yo me expresaba efusivamente, haciendo aspavientos, para exponer tal o cual argumentación, y con el dorso de la mano golpeé en la mandíbula a una profesora que tenía a mi derecha. Lanzó un alarido y se desplomó en el suelo. Cesaron todas las conversaciones. Corrí a la cocina del anfitrión, y mientras buscaba un poco de hielo en el congelador, saqué un par de botellas de vodka y las sostuve en la mano. El marido de la mujer había venido detrás de mí, vociferando, y cuando me volví, me sobresalté de tal modo que se me cayeron las botellas de vodka y le rompí el pie. En cuestión de un minuto había eliminado a una familia entera. [pensando] Yo estudiaba biología en Yale. Un día en el laboratorio hacíamos un experimento con anémonas marinas...

Andrew, pare.

¿Cómo? Que pare ¿qué?