La visita del alcalde iba a ser el último día de clase, el 23 de diciembre, así que nos quedaban sólo dos días para que los mayores nos hiciéramos el traje nuevo de pastorcillos y los pequeños el de ovejas. Al Imbécil hubo que consolarle porque se puso muy triste por no ser este año el Niño Jesús, a él siempre le gusta ser el protagonista de la vida: en mi casa, en su clase y en el belén. Pero mi madre se llevó una alegría bastante grande, porque el año pasado el calefactor que ponían detrás del pesebre se estropeó a mitad de la función, y el Imbécil, que sólo llevaba puestos los calzoncillos de Niño Jesús, se quedó bastante tieso, hasta dejó de mover el chupete, y cuando se acabó la obra de teatro del belén viviente y todos salimos a saludar y hacer reverencias a nuestros padres que estaban emocionados, el Imbécil ni se movió.

Mi madre subió al escenario para tomar a su nene del alma en brazos y cuando lo enseñó al público fue al que más aplaudieron, aunque el público y nosotros nos dábamos cuenta de que mi madre tenía cara de angustia porque el Imbécil se había quedado frío y blanco, menos en los mofletes, que los tenía rosas. Parecía completamente de cerámica. Parecía un Niño Jesús de la catedral de San Pedro, porque miraba al público con una sonrisa que no se le iba de los labios y tenía los brazos agarrotados hacia delante y estaba hiperparalizado. Le echaron una manta encima y se lo llevaron al ambulatorio; menos mal que al rato ya estaba en casa completamente redivivo. Pero ya te digo, el Imbécil pasa por todo con tal de ser el protagonista, aunque tenga que pasar por un principio de congelación: él quiere ser el centro del Planeta Tierra. A mí, a mi abuelo y a mi madre nos costó mucho tiempo convencerle de que ser oveja en un belén viviente también tiene su importancia. Al fin y al cabo, le dije yo, él tenía suerte:

—A ti siempre te ha tocado hacer de ser vivo, pero yo me pasé dos años haciendo de ciprés. Y mira el Orejones, que un año hizo de pozo.

Es verdad, el Orejones, Mostaza y yo fuimos cipreses durante dos años. Yo me metía bastante bien en la personalidad del personaje porque mi madre me pintaba la cara de verde ciprés, y yo, en cuanto me subía al escenario me ponía supertieso con los brazos pegados al cuerpo y con la cara mirando hacia el cielo, como si estuviera en pleno cementerio, y así me estaba superinmóvil todo el tiempo que duraba el belén, una hora; así que el último año, de estar tanto tiempo en la misma postura, me dio un mareo que me caí recto sobre Mostaza. Y Mostaza se cayó recto sobre el Orejones, y así nos quedamos, como los bolos, los tres tiesos y los tres apilados uno encima de otro. La gente nos aplaudió mucho, porque en los belenes vivientes tus padres te aplauden si te sale bien la actuación, pero si te sale mal te aplauden también porque les hace todavía más gracia. Los padres es que tienen a veces un ramalazo sádico que te pasas.

Como a la sita le gusta que todo sea perfecto, mandó al señor Marín, el conserje, a que nos recogiera del escenario, y entraron el señor Marín y el de gimnasia como dos camilleros del Samur, nos recogieron del suelo y nos llevaron al lavabo para reanimarnos.

El año pasado nos propusieron hacer de palmeras a los tres porque la sita dijo que era menos peligroso, que podíamos mover los brazos de vez en cuando como si nos moviera la brisa; pero nosotros no quisimos: primero, porque llega un momento en que hacer de árbol no te llena, y segundo, porque teníamos miedo a que los de nuestra clase nos llamaran mariquitas. Y es que si los de tu clase te ven haciendo de palmera te llaman mariquita, descarao. Conozco muy bien el ambiente en el que me muevo. Al Orejones eso no le importa porque él mismo dice que es bisexual, pero a mí y a Mostaza sí, la verdad.

«Vale», dijo la sita, «que hagan de palmeras las niñas». Y lo hicieron ellas: Melody, Jessica la exgorda y Alba Heredia, que dijo que su madre vende flores y plantas en la calle y que ella sabría hacer de palmera mejor que nadie porque lo lleva en la sangre.

Pero ya no volverán a hacerlo, porque movieron mucho los brazos y se menearon mucho, como si bailaran el Aserejé, y los mayores del colegio empezaron a silbarlas y a llamarlas tías buenas, y la sita dijo que aquello era un belén y que a ver si se habían creído que estaban haciendo un número porno.

Como verás, hacer el belén viviente es una cosa que parece superfácil pero no lo es, ni mucho menos. Mi sueño en la vida es que cuando esté en el último curso me elija la sita Asunción para hacer de Rey Mago; pero con la suerte que he tenido hasta el momento, igual acabo siendo uno de los camellos; además, como tengo algo de chepa porque meto la cabeza dentro de los hombros, un poco al estilo de las tortugas, fijo que la sita piensa que yo de camello molo mazo.

Decía que al Imbécil le costó admitir que ya no iba a ser el Niño Jesús; yo le dije que las ovejas en un belén eran superimprescindibles. Es más, le dije, del Niño Jesús casi nadie se acuerda en Navidades; en cambio, a todo el mundo se le cae la baba con los grupos de animalillos.

—Además —le dije, ya harto de que no parara de llorar—, no te quejes tanto, que podría haberte tocado algo aún peor: imagínate que te toca hacer de cerdo, como le tocó el año pasado a Yihad.

Claro que a Yihad le chupaba un pie. Él aprovechó que hacía de cerdo con Arturo Román para estarse tirando pedos durante toda la función, que yo ya dudo si me mareé por lo superinmóvil que me había quedado haciendo de ciprés o por los pedos que me llegaban del cerdo de Yihad y también de Arturo Román, que es un copión y se los tiraba sin ganas, sólo por hacerle la pelota a Yihad.

En la tienda de telas nos encontramos con medio colegio Diego de Velázquez. Todas las madres comprando metros y más metros de tela de borreguillo para hacernos los zurrones, los chalecos, y también para hacer el traje de oveja del Imbécil y de todos los Imbéciles de su clase. A mi padre no le dijimos que todo ese gran preparativo era porque venía el alcalde al colegio, porque mi padre a este alcalde no le vota y no le gusta que le hagamos grandes preparativos a un alcalde al que él no vota; así que todas las noches que llamaba a casa desde la carretera no le decíamos nada del gran día, como le llamaba la sita al día de la visita del alcalde.

Cuando llegamos a casa, mi madre y la Luisa nos subieron a mí y al Imbécil a los taburetes del mueble-bar y allí nos tuvieron en calzoncillos probándonos los trajes y pinchándonos con los alfileres, que para mí que a veces lo hacían un poco aposta. Mi traje quedó chulísimo. No es por presumir, pero yo parecía un pastorcillo de anuncio de turrón. Y mi hermano parecía una oveja recién sacada del campo.

Cuando por fin acabaron los trajes del todo, mi madre y la Luisa se separaron un poco de nosotros y nos miraron con la ceja levantada y con una cara de gran preocupación.

—¿Estás pensando lo mismo que yo, Luisa?

—Lo mismo —dijo la Luisa.

Sin dar más datos, se acercaron otra vez y a mí me quitaron las gafas.

—¡Eh, que no veo! —dije yo.

—Da igual, cariño —dijo mi madre—. Muchos pastores de las postrimerías no veían como tú, y se tenían que aguantar porque en aquellos tiempos antiguos no existían las gafas, ni las lentillas; así que lo siento mucho, pero te tienes que apañar como sea. Anda con cuidado. Además, como vas a llevar un bastón te puedes ir guiando como los ciegos.

Aquel ser borroso que veía delante de mí y que por la voz me parecía mi madre no tenía ninguna compasión.

—Es más —dijo la Luisa—. Yo también haría esto.

«Esto» era quitarle el chupete al Imbécil. Se acercó a mi hermano y le quitó el chupete de la boca. Al hacerlo se oyó «¡chup!», porque el Imbécil lo tiene agarrado como una ventosa. El Imbécil se puso a llorar como un energúmeno, así que mi madre dijo:

—Da igual. Luisa, pobrecillo. Una oveja con chupete. ¿A quién le va a importar? Al fin y al cabo son niños.

Para que luego digan que no hay diferencias entre nosotros. A mí me quitaban las gafas sin compasión y al Imbécil le dejaban el chupete. Yo le dije al Imbécil que andará a cuatro patas para ser más superrealista, pero mi madre dijo que ni hablar, que aquella oveja andaría de pie para no mancharse la lana.

Salimos de casa: la Luisa y mi madre detrás de nosotros. Yo llevaba la mano encima del hombro del Imbécil y con la otra iba dando golpecillos al suelo con el bastón. Me servía de oveja lazarilla porque a mí me da como el superyuyu ir por la vida sin gafas. Yo y mi oveja lazarilla fuimos andando hasta el colegio, donde nos encontramos con miles de pastorcillos y miles de ovejas. El gran momento había llegado.