Ya te digo, allí estaban, lanudas y gordas, todas aquellas ovejas amontonadas las unas encima de las otras al pie de la escalera. Yo no encontré al Imbécil porque, entre 50 ovejas, tú me dirás. De pronto me parecía oír su llanto, pero al momento se confundía con el llanto de las otras 49. Eran ovejas superclónicas, mil veces más clónicas que la oveja Dolly. Una de las sitas de preescolar, la de mi hermano, que aprovecho para decir públicamente que me gusta bastante, dijo que tratándose de un caso de extrema urgencia como ése, con el alcalde a punto de llegar al colegio y 50 niños de preescolar berreando, había que adoptar, por una vez y sin que sirviera de precedente, un método bastante antipedagógico. Dicho esto, desapareció, y los pastorcillos nos quedamos rodeando el montón de ovejas y bastante intrigados.
Al momento, volvió la sita del Imbécil con el frasco de azúcar del comedor y fue sacando los chupetes de las bocas de las ovejas. Le costó bastante porque los tenían sujetos por los dientes. Eran unas ovejas rabiosas. Se los arrancaba de la boca y los iba mojando en el azucarero. Las ovejas se fueron callando una a una, y entre la sita y los pastorcillos los fuimos volviendo a poner en fila. El ruido de los berridos se fue cambiando por un ruido mucho más bajo: el «goño-goño-goño» que hace el Imbécil cuando se concentra con el chupete para dormirse. Las ovejas, ahora ya mucho más calmadas, empezaron a subir otra vez las escaleras, aunque alguna de ellas tuvo el morro de sacarse el chupete de la boca, empezar a llorar con un llanto falso y pedirle a la sita que se lo volviera a mojar. Las otras siguieron el ejemplo, porque si hay algo que caracteriza a las ovejas es que tienen un morro que se lo pisan.
Gracias al azúcar conseguimos colocarlas a todas en el escenario. Se supone que tenían que estar de pie, todas muy juntitas, porque hacían de rebaño, ellas a un lado del escenario y nosotros, los pastores, a otro. El alcalde empezó a retrasarse porque los alcaldes siempre se retrasan. No me preguntes por qué, pero si eres alcalde y no te retrasas la gente no te toma en serio y se ríe en tu misma cara. La sita Asunción dijo que a ver si nos creíamos que la única obligación que tenía el alcalde era venirnos a ver a nosotros, dijo que el alcalde iba de un lado a otro sin descanso cuidando de todos los ciudadanos, apagando incendios, rescatando a viejas que iban a ser atracadas, salvando a niños que se habían tirado por el Viaducto. El alcalde no descansaba, se ponía una capa que tiene, como la de Superman pero en negro, y se pasaba el día luchando contra el mal, así que nosotros, en agradecimiento, dijo la sita, le íbamos a esperar con una sonrisa aunque viniera por la noche.
Pusimos una sonrisa que tenemos que es bastante falsa, y la sita nos dijo que nos la guardáramos para cuando llegara la autoridad. Ensayamos tres veces el villancico del pobre pastor:
«Qué le llevo, qué le llevo
a ese Niño de Belén.
Si tú le llevas tu oveja,
se la llevo yo también.
Qué le llevo, qué le llevo
al pobre Niño Jesús.
Dos ovejas le llevamos,
dinos qué le llevas tú.
Qué le llevo, qué le llevo
al Niño recién nacido.
Cuatro ovejas le llevamos,
ha de estar agradecido.
Qué le llevo, qué le llevo,
a ese pequeño tragón.
Le daré mis seis ovejas,
tendrá leche y requesón…».
Y así hasta 50. Es que Paquito Medina es un poeta que pasará a la historia. Por bueno y por plasta, la verdad. Para nosotros es un poco largo, pero a la sita le encanta y ella nos marca el ritmo con la zambomba. Habrá un día en que Paquito Medina será tan famoso como Joaquín Sabina, que es un cantante poeta que tiene la suerte de estar vivo, porque los poetas se mueren enseguida para poder pasar a la historia. Paquito Medina, después de ganar el Premio Nobel, viajará directamente de Suecia a Carabanchel para inaugurar la calle Paquito Medina, poeta carabanchelero. Y di que vendrá el telediario a retransmitir el acto y entonces Yihad hablará a las cámaras para explicar que Paquito Medina fue el niño poeta que todos admirábamos. Y yo saldré al lado de Yihad sin decir ni mu. Porque aunque soy yo el que me he inventado el futuro de Paquito Medina es Yihad el que manda, y eso lo saben hasta los chinos de Rusia.
La última estrofa de la poesía que Paquito Medina le había escrito al superalcalde, decía:
«Qué le llevo, qué le llevo,
para que tenga un buen año.
Yo me quedo en la miseria,
y el Niño, con el rebaño».
Esta estrofa ya la cantábamos bastante afónicos. Es un villancico que está bien si piensas en el Niño Jesús, pero si te pones a pensar en los pastorcillos te da un poco de mal rollo. Es lo que llama Paquito Medina un villancico deprimente. Y como es el autor, tendrá razón. Además, la sita es la que había compuesto la música y si la letra era deprimente no te quiero contar cómo era la música. Menos mal que los libros sólo tienen letras.
Después de ensayar el villancico, que lo hicimos sin tener en brazos a las ovejas como estaba pensado porque la sita no quiso que las revolucionáramos antes de tiempo (son ovejas rabiosas), el Orejones López ensayó una vez la poesía escrita también por Paquito Medina, que era la poesía de bienvenida al alcalde Manzano:
«Hoy nos visita el alcalde,
el alcalde de Madrid.
Eran muchos los colegios,
pero ha elegido el de aquí.
Eso nos llena de orgullo,
nunca lo hemos de olvidar,
mas eso no significa
que lo hayamos de votar.
No podemos todavía,
de la infancia somos niños,
no le damos nuestro voto:
le damos nuestro cariño».
Eso de que en la poesía el Orejones dijera que no le dábamos nuestro voto no fue idea del propio Paquito Medina, sino de la Asociación de Padres y Madres de Alumnos, que dijo que no había que politizar el acto, y a nosotros lo que nos diga el HAMPA va a misa, porque como no sabemos lo que es eso de politizar un acto, pues la verdad es que nos chupa (bastante) un pie.
Mientras ensayábamos, las ovejas volvieron a llorar porque querían sentarse y estaban asadas del calor que les daban el borreguillo y la gomaespuma. La sita volvió con su azucarero antipedagógico y mojó todos los chupetes. Los que no usaban chupetes mojaron el dedo. Luego las dejaron que se sentaran.
A los cinco minutos, el «goño-goño-goño» se cambió por un «aggggggg», como un ronquido muy suave. Las ovejas, apiñadas unas encima de otras, se habían dormido.