9
Leonid Arkadin miraba con los ojos entornados el abollado descapotable marrón oscuro que llegaba dando tumbos por la carretera de la playa. El sol era una bandera ensangrentada en el horizonte; había sido otro día sofocante.
Ajustando los prismáticos a sus ojos, vio a Boris Karpov aparcar el coche, salir y estirar las piernas. Con la capota bajada y un maletero de risa, el coronel no había tenido más remedio que presentarse solo. Karpov miró a su alrededor, durante un momento miró fijamente hacia donde se encontraba Arkadin y luego sus ojos siguieron recorriendo el paisaje sin verlo. Arkadin estaba perfectamente camuflado en el techo de uralita de un cobertizo de pescadores, oculto por un rótulo pintado a mano que decía: «BODEGA-PESCADO FRESCO A DIARIO».
Las moscas zumbaban sin parar. El olor a pescado lo envolvía como una nube tóxica y la alta temperatura de la uralita, producto de la exposición al sol inclemente, le quemaba la barriga, las rodillas y los codos como si estuviera dentro de un homo, pero ninguna de aquellas molestias interfería en su vigilancia.
Vio al coronel hacer cola para tomar el transbordador del atardecer, pagar el billete y subir a bordo de la embarcación que cruzaba diariamente el mar de Cortés. Al lado de la tripulación y de algunos mexicanos de pelo entrecano, Karpov era el más viejo, al menos treinta años más. Era como un pez fuera del agua, podía pensarse, mientras estaba en cubierta, rodeado de alegres muchachas en bikini acompañadas por amigos borrachos y con las hormonas alteradas. Cuanto más incómodo se sintiera el coronel, más disfrutaría Arkadin.
Diez minutos después de zarpar el transbordador, bajó del techo del cobertizo y se acercó al muelle, donde estaba amarrada la lancha, larga, delgada, de fibra de vidrio, que prácticamente era toda motor.
Heraldo (Dios sabría de dónde habría sacado aquel nombre el tipo de Sonora) lo estaba esperando para hacerse a la mar.
—Todo está listo, jefe, tal y como quería.
Arkadin sonrió al mexicano y le puso la manaza en el hombro.
—¿Qué haría yo sin ti, amigo mío? —dijo, dándole veinte dólares americanos.
Heraldo, un sujeto chaparro, con las piernas muy arqueadas como un viejo lobo de mar, sonrió ampliamente cuando Arkadin subió a la embarcación. Buscó la nevera, la abrió, escarbó en las profundidades y depositó un objeto guardado en una bolsa impermeable con cremallera. Luego se dirigió a la popa. Cuando puso en marcha el motor, el agua se agitó con un gruñido largo y profundo y entre una nube de humo azul. Heraldo soltó la amarra y despidió con la mano al ruso, que alejó la lancha del muelle, abriéndose paso entre las boyas que señalaban el breve canal. Más allá estaban las aguas profundas, donde los cálidos colores del sol poniente salpicaban las olas azul cobalto.
Las olas eran tan pequeñas que podría haberse tratado de un río. Como el Neva, pensó Arkadin. Su mente volvió al pasado, a los atardeceres de San Petersburgo, con un cielo aterciopelado arriba, hielo en el río, Tracy y él mirándose en una mesa del Doma con vistas al agua. Además del Hermitage, se alzaban en las orillas edificios con fachadas ornamentadas que le recordaban los palacios de Venecia, pero sin tocar por Stalin ni por sus sucesores comunistas. Incluso el Almirantazgo era hermoso, sin el menor rastro de la brutal arquitectura militar de edificios similares que habían proliferado en otras grandes ciudades rusas.
Mientras comían blini y caviar, la muchacha habló de los trofeos del Hermitage, cuya historia absorbía él completamente. Encontraba divertido que no muy lejos de allí, en el fondo del Neva, yaciera el cadáver del político, envuelto y atado como un saco de patatas podridas, lastrado con lingotes de plomo. El río estaba tan tranquilo como siempre, con las luces de los edificios bailando en su superficie, ocultando la turbia oscuridad del fondo. Se preguntó brevemente si habría peces en el río y, si los había, qué habrían hecho con el espeluznante paquete que había tirado aquel mismo día.
—Tengo que preguntarte algo —tanteó la joven cuando estaban tomando el postre.
Él la había mirado con expectación.
Tracy vaciló, no muy segura de cómo decirlo ni de si debía proseguir o no. Al final, tomó un sorbo de agua y dijo:
—Esto no es fácil para mí, aunque, por extraño que parezca, el hecho de que apenas nos conozcamos lo hace un poco más fácil.
—A menudo es más fácil hablar con gente que acabamos de conocer.
Tracy asintió con la cabeza, pero estaba pálida y las palabras parecían habérsele atragantado.
—En realidad es un favor.
Arkadin lo estaba esperando.
—Si puedo ayudarte, lo haré. ¿Qué favor?
Un gran barco turístico surcaba lentamente el Neva, iluminando con sus luces grandes franjas del río y de los edificios que lo flanqueaban. Podrían haber estado en París, una ciudad en la que Arkadin se las había arreglado para perderse varias veces, aunque sólo por poco tiempo.
—Necesito ayuda —solicitó Tracy con una voz tan tenue que obligó al hombre a apoyar los codos en la mesa e inclinarse hacia delante—. La clase de ayuda que tu amigo… ¿Cómo dijiste que se llamaba?
—Oserov.
—Ése. Siempre se me dio bien calar a la gente. Me da en la nariz que tu amigo Oserov es la clase de hombre que necesito, ¿tengo razón?
—¿Y qué clase de hombre necesitas? —inquirió Arkadin, preguntándose interiormente adónde quería llegar Tracy y por qué una mujer que normalmente se expresaba tan bien tenía tantos problemas para encontrar las palabras que necesitaba.
—Dispuesto.
Él se echó a reír. Era una mujer que sabía lo que quería.
—¿Para qué lo necesitas exactamente?
—Preferiría decírselo en persona.
—Ese hombre te odia, así que harías mejor en contármelo a mí primero.
Durante un momento Tracy miró el río y hacia la otra orilla y luego se volvió hacia él.
—Muy bien. —Respiró hondo—. Mi hermano tiene problemas serios. Tengo que encontrar una manera…, una forma permanente de solucionar el lío en que se ha metido.
¿Sería su hermano un delincuente?
—Y que la policía no lo descubra, supongo.
Tracy rio sin humor.
—Ojalá pudiera acudir a la policía, pero por desgracia no puedo.
Arkadin encorvó los hombros.
—¿En qué anda metido?
—Le debe dinero a un prestamista sin escrúpulos… Ha contraído una deuda de juego. Le di algún dinero para ayudarlo, pero se lo gastó enseguida y después robó un objeto artístico que yo tenía que entregar a uno de mis clientes. He conseguido aplacar al cliente, gracias a Dios, pero si sale a la luz estaré acabada.
—Imagino que la cosa empeoró.
Tracy asintió con la cabeza, tristemente.
—Quiso vendérselo a quien no debía y consiguió la tercera parte de lo que necesitaba, una cantidad en absoluto suficiente. Ahora, a menos que se haga algo drástico, el prestamista lo matará.
—¿Y ese prestamista es tan poderoso como para cumplir su amenaza?
—Oh, sí.
—Tanto mejor. —Arkadin sonrió. Pensó que ayudarla sería divertido, pero también, como un jugador de ajedrez, imaginaba ya cómo acorralarla para hacerle jaque mate—. Yo me ocuparé de todo.
—Lo único que quiero que hagas —pidió Tracy— es que me presentes a Oserov.
—Te acabo de decir que no lo necesitas. Yo te haré ese favor.
—No —respondió la muchacha con firmeza—. No quiero que te involucres.
Arkadin abrió las manos.
—Ya estoy involucrado.
—No quiero que te involucres más de lo que estás. —La luz de la lámpara caía sobre ella como si estuvieran en una escena íntima de una obra de teatro, como si la muchacha estuviera a punto de decir las cosas que hacen que el público ahogue una exclamación después de haber contenido la respiración todo el rato—. Y en cuanto a Oserov, a menos que me equivoque, le gusta el dinero más de lo que me odia.
Arkadin volvió a reír a pesar de sí mismo. Iba a decirle que le prohibía hablar con Oserov, pero vio algo en los ojos femeninos que se lo impidió. Sospechaba que se levantaría, saldría de allí y nunca más volvería a verla. Y no quería que eso sucediera, porque aquella oportunidad de ocuparse de algo vital para ella, de utilizarla, se desvanecería.
Las constantes sacudidas de la lancha le hicieron volver al presente. Había cruzado la estela del transbordador y ahora navegaba a su altura, por la banda de babor. Encendió la radio y habló con el capitán de la nave, con el que ya había llegado a un acuerdo previo.
Cinco minutos después se encontraba pegado al casco del buque; habían lanzado por la borda una escala de cuerda por la que el corpulento Boris Karpov empezó a bajar.
—Bonito sitio para que se encuentren dos rusos, ¿eh, coronel? —dijo Arkadin sonriendo y guiñándole el ojo.
—Admito que quería encontrarme con usted hace tiempo —repuso Karpov—, aunque en unas circunstancias muy diferentes.
—Conmigo esposado o muerto en un charco de sangre, imagino.
Al coronel parecía costarle trabajo respirar.
—Tiene usted reputación de carnicero y asesino.
—Es difícil que un hombre esté a la altura de esos rumores. —A Arkadin le hacía gracia comprobar que Karpov, con el rostro blanco como el papel, no parecía estar de humor para bromas—. No se preocupe, el mareo sólo durará mientras esté en el agua.
Rio cuando recogieron la escala y se apartó del transbordador, cruzando la estela que espumeaba en el agua. La proa se levantó cuando la lancha comenzó a deslizarse entre las olas. Karpov se sentó con un sonoro golpe y la cabeza entre las rodillas.
—Levántese —le propuso Arkadin— y mantenga la vista fija en un punto del horizonte, en aquel carguero, por ejemplo. Así se le pasarán un poco las náuseas.
Karpov hizo lo que le decía.
—Pero no se olvide de respirar.
Arkadin puso rumbo sursureste y cuando juzgó que había suficiente distancia entre la lancha y el transbordador, dejó el motor en punto muerto, se volvió y miró a su invitado.
—Tengo que reconocer una cosa de nuestro Gobierno —manifestó—. Adiestra a sus empleados para que sigan las órdenes al pie de la letra. —Hizo una reverencia burlona—. Felicidades.
—Váyase a la mierda —le espetó Karpov un segundo antes de volverse hacia el agua y vomitar copiosamente por la borda.
Arkadin arrastró la nevera que Heraldo había llenado previamente y sacó una botella de vodka helado.
—En el mar no nos andamos con ceremonias. Aquí hay un fragmento de la patria. Lo ayudará a asentar el estómago. —Le pasó la botella a Karpov—. Pero hágame un favor y enjuáguese la boca antes de echar un trago.
El coronel hundió la mano en el mar y se llenó la boca de agua salada, se enjuagó y escupió. Luego desenroscó el tapón de la botella y bebió un largo trago con los ojos cerrados.
—Ya me siento bien —dijo, devolviéndole la botella—. Ahora vayamos al grano. Cuanto antes vuelva a tierra firme, mejor. —Antes de que Arkadin pudiera replicar, se volvió y vomitó de nuevo, inclinándose por la borda de la lancha, sudoroso y sin fuerzas. Gimió. Y volvió a gemir cuando Arkadin lo cacheó de arriba abajo en busca de armas o de micrófonos ocultos.
Como no encontró nada, se apartó y esperó a que Karpov se hubiera enjuagado la boca.
—Será mejor que lo lleve a tierra cuanto antes —sugirió.
Guardó la botella en la nevera, ofreció un puñado de hielo al coronel y volvió a empuñar el timón de la lancha. Enfiló hacia el sur, siguiendo a una bandada de pelícanos blancos y grises que volaban en perfecta formación, cerca del agua, y giró finalmente hacia el Estero Morúa, donde fondeó lo más cerca posible de la playa. La oscuridad había sepultado ya el cielo por el este. El oeste parecía una gran hoguera de ardientes brasas que reverberaban débilmente como para impedir la caída de la noche.
Vadearon el agua hasta la orilla, Arkadin con la nevera sobre el hombro bronceado. En el momento en que llegó a tierra, Karpov se sentó en la arena, o quizá sería más exacto decir que se desplomó. Parecía un pordiosero. Todavía estaba un poco mareado mientras se quitaba torpemente los zapatos y calcetines empapados. Arkadin, que llevaba sandalias de caucho, no tenía aquel problema.
Recogió un puñado de maderos arrastrados por el oleaje y preparó una hoguera. Se había tomado una cerveza Dos Equis y acababa de abrir otra cuando el coronel le pidió una botella con voz más bien débil.
—Será mejor que coma algo antes.
Sacó un envoltorio, pero Karpov negó con la cabeza.
—Como quiera. —Arkadin se llevó a la boca un burrito de carne asada y aspiró profundamente.
—Santo Dios —exclamó el coronel, apartando la mirada.
—¡Ah, México! —Arkadin atacó el burrito con ganas—. Es una pena que no me hiciera usted caso en lo del ataque al almacén de Maslov —dijo entre un bocado y otro.
—Ni lo mencione. —Karpov mordió las palabras como si cada una de ellas fuera la cabeza de Arkadin—. La situación más probable era que me hubiese tendido una trampa por orden de Maslov. ¿Qué esperaba que hiciera?
Se encogió de hombros.
—Con todo, ha sido una oportunidad desperdiciada.
—¿Qué acabo de decirle?
—Me refiero a que con un hombre como Maslov no tendrá más de dos oportunidades.
—Sé lo que quiere decir, joder —bramó el coronel con ira.
Arkadin se lo tomó con gran ecuanimidad.
—Agua pasada. —Abrió otra cerveza y se la alargó.
Karpov cerró los ojos un momento, como si mentalmente estuviera contando hasta diez. Cuando los abrió, dijo con la voz más normal que pudo:
—He recorrido todo este camino para escucharlo, así que será mejor que me cuente algo valioso.
Tras haber engullido el burrito, Arkadin se limpió las manos y cogió otra cerveza para ayudar a bajar la comida.
—Quiere el nombre de los topos y no lo culpo, yo también los querría si estuviera en su lugar, y voy a dárselos, pero antes quiero ciertas garantías.
—Acabáramos —murmuró Karpov, pasándose la botella por la frente sudorosa—. Muy bien, ¿cuál es el precio?
—Inmunidad permanente para mí.
—Hecho.
—Y quiero la cabeza de Dimitri Maslov en una bandeja.
El coronel lo miró con curiosidad.
—¿Qué hay entre ustedes dos?
—Quiero una respuesta.
—Hecho.
—Necesito garantías —insistió Arkadin—. A pesar de todos los esfuerzos de usted, Maslov sigue teniendo un batallón de gente en el bolsillo, desde burócratas del FSB hasta políticos regionales, pasando por jueces nacionales. No quiero que se libre del tajo del carnicero.
—Bueno, eso dependerá de la calidad, detalles y cantidad de información que me dé, ¿no le parece?
—Por eso no se preocupe, coronel. Todo lo que tengo es sólido como una roca e igual de dañino para él.
—Entonces, como dije, está hecho —Karpov tomó un trago de cerveza—. ¿Algo más?
—Sí.
El coronel, que había levantado uno de sus zapatos empapados, asintió tristemente.
—Siempre hay algo más.
—Quiero encargarme en persona de Oserov.
Karpov frunció el entrecejo mientras sacaba un alga del zapato.
—Oserov es el segundo de Maslov. Alejarlo de la diana va a ser algo complicado.
—No me importa.
—Por favor, intente sorprenderme —dijo Karpov secamente. Meditó un momento y, tras hacerse a la idea, asintió con la cabeza—. Muy bien. —Levantó un dedo—. Pero tengo que advertirle que cuando ponga en práctica su plan tendrá usted un máximo de doce horas para ocuparse de él. Después, será mío junto con el resto de sus hombres.
Arkadin alargó la mano y estrechó la de Karpov, que le devolvió el apretón con fuerza y sin contemplaciones, como un trabajador. Le gustó aquello. Puede que fuera un empleado del Gobierno, pero no era un zángano. Era un hombre que no lo engañaría, estaba seguro.
En aquel preciso momento, el coronel Karpov saltó sobre Arkadin, le puso una mano alrededor del cuello, le cogió la barbilla y se la levantó mientras con la otra mano le ponía una navaja de afeitar en la nuez.
—Dentro de su zapato —dijo Arkadin sin perder la calma—. Nada de tecnología punta, muy bueno.
—Escucha, matón, no me gusta que me jodan… hiciste que la cagara en el almacén, lo hiciste adrede. Ahora Maslov está advertido y estará en guardia, lo que hará que sea mucho más difícil atraparlo. Lo único que has hecho ha sido faltarme al respeto. Eres un maldito asesino, la forma de vida más baja que puede haber en un apestoso montón de mierda. Intimidas a la gente, la torturas, la martirizas y luego la matas como si la vida humana no tuviera importancia. Me siento sucio sólo por estar a tu lado, pero quiero atrapar a Dimitri Maslov más que matarte a ti, así que tendré que apechugar con esa decisión de por vida. La vida está llena de compromisos, y con cada uno de ellos, tus manos se manchan de sangre cada vez más. He aprendido a vivir con eso. Pero si tú y yo vamos a trabajar juntos, vas a respetarme como merezco o juro por la tumba de mi padre que te rebanaré el pescuezo aquí mismo, ahora mismo, y luego daré media vuelta y olvidaré que te he conocido. —Acercó su rostro al de Arkadin—. ¿Está claro, Leonid Danilovich?
—No podrá usted hacer ni un solo movimiento contra Maslov mientras los topos sigan en sus puestos. —Arkadin miraba al frente, al cielo nocturno, en el que las estrellas brillaban como ojos lejanos que observaran las flaquezas de la humanidad con desdén o, al menos, con indiferencia.
Karpov sacudió la cabeza.
—¡¿Está claro?!
—Como el agua. —Se relajó cuando el coronel apartó la navaja. Había tenido razón sobre la naturaleza de Karpov; no era un hombre que se dejara intimidar, ni siquiera por la temible burocracia rusa. Arkadin le rindió un homenaje silencioso—. Su primer problema será echar matarratas a los topos de la cocina del FSB-2.
—Se refiere usted a echarlo en los zócalos.
Arkadin negó con la cabeza.
—Si ése fuera el caso, mi querido coronel, sus problemas serían sencillísimos. Yo he hablado de la cocina porque Maslov tiene a sus órdenes a uno de los chefs.
Se hizo el silencio durante unos instantes; sólo se oía el suave vaivén de las olas, los últimos gritos de las gaviotas mientras se preparaban para pasar la noche. La luna salió detrás de un banco de nubes, proyectando un manto azulado sobre ellos y reflejándose en el mar oscuro, repartiendo destellos sobre su superficie desigual.
—¿Quién es? —preguntó Karpov al cabo de un rato.
—No estoy seguro de que le guste saberlo.
—Yo tampoco lo estoy, pero ya es demasiado tarde para evitarlo.
—Lo es, ¿verdad? —Arkadin sacó una cajetilla de cigarrillos turcos y ofreció uno al coronel.
—Estoy intentando dejar mis malos hábitos.
—Un esfuerzo inútil.
—Dígamelo cuando tenga la tensión alta.
Arkadin encendió uno, guardó la cajetilla y dio una larga chupada.
—Melor Bukin, su jefe, pasa informes a Maslov —reveló, expulsando el humo por la nariz.
Los ojos de Karpov relampaguearon.
—Maldito cabrón, ¿otra vez me está jodiendo?
Sin decir palabra, Arkadin buscó la bolsa de plástico que había guardado en el fondo de la nevera, abrió la cremallera y le entregó su contenido. Luego echó ramas y astillas al fuego, que se estaba apagando.
Karpov se acercó al fuego para ver mejor lo que Arkadin le acababa de dar: un teléfono móvil barato, de los que se compra en cualquier tienda, un aparato de usar y tirar para que las llamadas no pudieran rastrearse. Lo activó.
—Audio y vídeo —informó Arkadin, mientras ordenaba la leña con un palo. Al planificar aquel día, u otro parecido, había utilizado aquel móvil para grabar en secreto determinadas reuniones entre Maslov y Bukin a las que había asistido. Sabía que en la mente del coronel no quedaría ninguna duda después de haber visto las pruebas.
Al final, Karpov apartó sombríamente la mirada de la diminuta pantalla.
—Necesito quedarme con esto.
Arkadin agitó una mano.
—Es parte del servicio.
A lo lejos se oyó el zumbido de una avioneta, un rumor más débil que el agudo vuelo de un mosquito.
—¿Cuántos más? —preguntó Karpov.
—Sé de otros dos cuyos nombres están en la lista de contactos del teléfono, pero debe de haber más. Me temo que tendrá que preguntarle a su jefe.
Karpov arrugó la frente.
—No será fácil.
—¿Ni siquiera con esa prueba?
El coronel suspiró.
—Tendré que pillarlo por sorpresa, cortarle el paso totalmente antes de que tenga la oportunidad de ponerse en contacto con nadie.
—Arriesgado —comentó Arkadin—. En cambio, si va a ver al presidente Imov con las pruebas, se sentirá tan ofendido que le dejará hacer lo que quiera con Bukin.
Karpov meditó esto último. Bien. Arkadin sonrió para sí. Melor Bukin había ascendido de rango en la burocracia gracias al presidente, antes de que fuera elegido por Viktor Cherkesov, jefe del FSB-2. Dentro del Kremlin se libraba una guerra entre este último y Nikolai Patrushev, del FSB y conocido discípulo de Imov. Cherkesov se había construido una formidable base de poder sin el apoyo del presidente. Arkadin tenía sus propias razones para querer que Bukin cayera en desgracia. Cuando Karpov lo metiera en la cárcel, su mentor, Cherkesov, no tardaría en caer igualmente. Cherkesov era la espina clavada que no había podido sacarse, pero Karpov se ocuparía de hacerlo ahora por él.
No era el momento de cantar victoria todavía. Su inquieta mente ya había vuelto a temas más personales. Es decir, a las diversas estrategias que podía adoptar para vengarse de Karpov por haberle puesto una navaja de afeitar en el cuello. Su mente ya fulguraba con visiones en las que rebanaba el cuello del coronel con su propia navaja de afeitar.