24      

Frederick Willard conocía el White Knights Lounge. Lo conocía desde hacía algún tiempo, desde que había empezado a compilar su propio informe privado sobre el secretario de Defensa Halliday. Bud Halliday estaba poseído por la clase de arrogancia que demasiado a menudo arroja al polvo a los hombres de elevada posición con el resto de los peones que trabajan denodadamente para seguir con vida. Los hombres como él se habitúan de tal forma a su poder que se creen por encima de la ley.

Willard había sido testigo de las reuniones de Bud Halliday con el caballero de Oriente Próximo al que había identificado como Jalal Essai. Esta información la tenía ya cuando se reunió con Benjamin El-Arian. No sabía si éste conocía esa relación, pero, en cualquier caso, tampoco se lo iba a contar. Hay informaciones que sólo pueden compartirse con la persona adecuada.

Y esa persona apareció en aquel momento, justo a tiempo, rodeado de guardaespaldas como un emperador romano.

M. Errol Danziger se acercó adonde estaba Willard sentado y se acomodó en el viejo banco. Las manchas y desgarrones del cuero sintético que lo tapizaba hablaban de las juergas que se habían corrido allí durante décadas.

—Esto es una auténtica letrina —dijo Danziger con cara de querer enfundarse en un condón de cuerpo entero—. Has venido a menos desde que nos dejaste.

Estaban en un bar sin nombre situado cerca de una de las autopistas que unían Washington con Virginia. Sólo los clientes habituales de cierta edad y los alcohólicos lo encontraban acogedor; el resto del mundo lo despreciaba porque era un cuchitril. El local apestaba a cerveza agria y a aceite refrito. Era imposible discernir el color de las paredes. En una vieja máquina de discos se oía una pieza de Willie Nelson y John Mellencamp, pero nadie bailaba ni, por la cara que ponía la gente, la escuchaba. Alguien gruñó en un extremo de la barra.

Willard se frotó las manos.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Aquí no —repuso Danziger, tratando de no respirar muy profundamente—. Cuanto antes salgamos, mejor.

—Nadie que conozcamos o que nos conozca se acercará a kilómetros de este pozo ciego —aseguró Willard—. ¿Se te ocurre un lugar mejor para reunirnos?

Danziger hizo una mueca de desagrado.

—Ve al grano.

—Tienes un problema —señaló Willard sin más preámbulos.

—Tengo muchos problemas, pero no son asunto tuyo.

—No tengas tanta prisa.

—Escucha, estás fuera de la Agencia, lo que significa que no eres nadie. He accedido a esta reunión porque… no sé por qué. Reconocimiento de tus servicios. Pero ahora veo que ha sido una pérdida de tiempo.

Sin inmutarse, Willard siguió con su tema.

—Este problema concreto afecta a tu jefe.

Danziger se retrepó como si tratara de alejarse de él todo lo que el banco podía permitirle.

Willard abrió las manos.

—¿Te importaría escucharme? Si no, eres libre de irte.

—Adelante.

—Bud Halliday tiene lo que podríamos llamar una relación extraoficial con un hombre llamado Jalal Essai.

Danziger se puso tenso.

—¿Estás tratando de chantajear a…?

—Relájate. Su relación es estrictamente profesional.

—¿Y qué tiene que ver conmigo?

—Todo —afirmó Willard—. Essai es veneno para él, y para ti. Es miembro de un grupo llamado Severus Domna.

—Nunca lo había oído nombrar.

—Poca gente lo conoce. Pero fue un miembro de Severus Domna quien consiguió que Justicia le echara otro vistazo a Oliver Liss y lo encarcelara mientras se investiga.

Un borracho empezó a gemir, tratando de hacer un dúo con Connie Francis. Uno de los gorilas de Danziger se acercó a él y lo hizo callar.

El director de la CI frunció el entrecejo.

—¿Estás diciendo que el Gobierno de Estados Unidos recibe órdenes de…? ¿He de suponer por el nombre de ese tipo que Severus Domna es una organización musulmana?

—Severus Domna tiene miembros en prácticamente todos los países del globo.

—¿Cristianos y musulmanes?

—Y posiblemente también judíos, hindúes, jainitas, budistas y de cualquier otra religión que se te ocurra.

Danziger dio un bufido.

—¡Qué ridiculez! Es absurdo pensar que hombres de diferentes religiones acuerden reunirse un día de la semana, por no hablar de trabajar juntos en una organización mundial. ¿Y para qué?

—Lo único que sé es que sus objetivos no son los nuestros.

Danziger reaccionó como si Willard lo hubiera ofendido.

—¿Nuestros objetivos? Tú ahora eres un civil —manifestó, pronunciando la última palabra como si su sonido fuera desagradable y degradante.

—Al jefe de Treadstone no se le puede considerar un civil —dijo Willard.

—Treadstone, ¿eh? Mejor sería llamarlo Trastorno. —Lanzó una sonora carcajada—. Trastorno y tú no significáis nada para mí. Esta reunión ha terminado.

Cuando iba a levantarse del banco, Willard sacó el as que llevaba en la manga.

—Trabajar con un grupo extranjero es traición y puede ser castigado con la pena de muerte. Imagina la ignominia que sería, si es que vives para verlo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Imagínate en un mundo sin Bud Halliday.

Danziger se quedó momentáneamente sin habla. Por primera vez desde que había llegado, parecía inseguro.

—Dime una cosa —prosiguió Willard—. ¿Por qué iba a perder mi tiempo con tonterías, señor director? ¿Qué iba a ganar con ello?

Danziger volvió a sentarse en el banco.

—¿Y qué vas a ganar contándome este cuento de hadas?

—Si creyeras que es un cuento, estaría hablando solo.

—Francamente, no sé qué pensar —adujo el director de la Agencia—. Pero por el momento, estoy dispuesto a escuchar.

—Es lo único que pido —razonó Willard. Pero, por supuesto, no era lo único. Quería mucho más de Danziger y ahora sabía que lo iba a conseguir.

Mientras volvía al despacho, Karpov le dijo a su chófer que parase. Sin que nadie lo viera, vomitó entre unos arbustos. No es que no hubiera matado nunca a nadie. Por el contrario, había eliminado a muchos bellacos. Lo que le había revuelto el estómago era la situación en la que se encontraba, que era como el vientre de un pescado podrido o el fondo de una cloaca. Tenía que haber alguna salida del ataúd en el que se había metido. Por desgracia, estaba atrapado entre el presidente Imov y Viktor Cherkesov. Imov era un problema con el que tenían que lidiar todos los siloviki que ascendían, pero es que ahora estaba además en deuda con el segundo y estaba seguro de que antes o después le pediría a cambio un favor que lo pondría en un serio apuro. Si miraba al futuro, veía ya esos favores multiplicándose, acumulando consecuencias que acabarían por destrozarlo por completo. ¡Qué inteligente era Cherkesov! Al darle lo que quería, había encontrado la única puerta para entrar en su incorruptibilidad. Lo único que había que hacer era lo que los buenos soldados rusos habían hecho durante siglos: avanzar paso a paso hacia el creciente estercolero.

Se dijo que todo era por una buena causa. Deshacerse de Maslov y de la Kazanskaya bien valía algunas molestias. Pero eso era como decir «Yo sólo cumplía órdenes», y aún le deprimía más.

Volvió al coche, meditabundo y con un humor de perros. Cinco minutos después el chófer equivocó la dirección que debían seguir.

—Detén el coche —ordenó Karpov.

—¿Aquí?

—Aquí mismo.

El chófer lo miró por el espejo retrovisor.

—Pero el tráfico…

—¡Haz lo que se te dice!

El conductor detuvo el coche. Karpov bajó, abrió la portezuela del hombre, estiró el brazo y lo sacó del vehículo. Sin hacer caso de los cláxones y frenazos de los autos obligados a rodearlos, estrelló la cabeza del tipo contra el lateral del coche. El hombre se doblegó y Karpov le propinó un rodillazo en el mentón. De la boca del chófer salieron volando unos cuantos dientes. El coronel siguió dándole puntapiés mientras el otro yacía en el suelo, luego se sentó al volante, cerró la portezuela y se marchó.

«Yo debería haber sido norteamericano», pensó mientras se limpiaba los labios una y otra vez con el dorso de la mano. Pero era un patriota, amaba a Rusia. Era una pena que Rusia no le correspondiera. Rusia era una amante sin compasión, sin corazón, cruel. «Debería haber sido norteamericano.» Improvisando una melodía, canturreó la frase para sí como si fuera una nana, y la verdad es que hizo que se sintiera mejor. Se concentró en la forma de acabar con Maslov y en cómo organizaría el FSB-2 cuando Imov lo nombrara director.

Pero su primer cometido era vérselas con los tres topos infiltrados en el FSB-2. Pertrechado con los nombres que había desembuchado Bukin, aparcó el coche frente al edificio del siglo XIX donde estaba la sede del FSB-2 y subió los peldaños al trote. Sabía en qué dependencias trabajaban los individuos. Mientras subía en el ascensor sacó la pistola.

Ordenó salir del despacho al primer topo. El topo se negó y Karpov le puso la pistola en la cara. Los siloviki de toda la planta salieron de sus cubiles, sus secretarias y ayudantes levantaron la vista de sus papeles para seguir el desarrollo del drama. Se congregó una muchedumbre, lo que al coronel le venía muy bien. Tirando del primer topo, entró en el despacho del segundo, que estaba al teléfono, de espaldas a la puerta. Cuando se estaba dando la vuelta, Karpov le disparó en la cabeza. El primer topo se encogió cuando la víctima cayó hacia atrás, con los brazos abiertos; el teléfono saltó por los aires y se estrelló contra el cristal de la ventana. La víctima se derrumbó en el suelo, dejando en el cristal un bonito dibujo abstracto hecho con sangre, sesos y huesos. Mientras los atónitos siloviki se apelotonaban en la puerta, Karpov hizo fotos con el móvil.

Abriéndose paso entre los aturdidos empleados, arrastró al trémulo topo hasta la siguiente parada, un piso más arriba. Cuando llegaron, ya había corrido la noticia y una multitud de siloviki los recibió en boquiabierto silencio.

Mientras Karpov tiraba de su carga hacia el despacho del tercer topo, el coronel Lemtov se abrió paso hasta la primera línea del grupo.

—Coronel Karpov —exclamó—, ¿qué significa este atropello?

—Apártese de mi camino, coronel, no se lo diré dos veces.

—¿Quién es usted para…?

—Represento al presidente Imov —anunció Karpov—. Llame a su despacho, si quiere. Mejor aún, llame a Cherkesov.

Utilizó al topo para apartar al coronel Lemtov. Dakaev, el tercer topo, no estaba en su despacho. Karpov estaba a punto de llamar a seguridad cuando una secretaria aterrorizada le informó de que su jefe estaba en una reunión. Señaló la sala de conferencias y el coronel llevó allí a su prisionero.

Doce hombres estaban sentados alrededor de una mesa rectangular. Dakaev presidía la reunión. Como miembro de la junta de jefes, era más valioso vivo que muerto. Karpov empujó al primer topo contra la mesa. Todos los asistentes, salvo Dakaev, echaron las sillas atrás tan lejos como pudieron. Él, en cambio, se quedó como había estado al irrumpir Karpov, con las manos cruzadas y apoyadas en la mesa. A diferencia del coronel Lemtov, no se mostró indignado ni parecía confuso. En realidad, según advirtió Karpov, sabía muy bien lo que estaba ocurriendo.

Aquello tenía que cambiar. El coronel arrastró al primer topo por encima de la mesa, tirando papeles, bolígrafos y vasos de agua, hasta que el hombre estuvo delante de Dakaev. Luego, mirando fijamente a los ojos de éste, pegó el cañón de la pistola a la cabeza del primer topo.

—Por favor —murmuró el prisionero, orinándose encima.

Karpov apretó el gatillo. La cabeza del primer topo se estrelló contra la mesa, rebotó y quedó inmóvil sobre un charco de su propia sangre. El traje, la camisa y el rostro recién afeitado de Dakaev se llenaron de salpicaduras que parecían salidas del pincel de Pollock.

Karpov hizo un ademán con la pistola.

—Levántate.

Dakaev se puso en pie.

—¿Va a dispararme a mí también?

—Quizás al final. —Lo cogió por la corbata—. Dependerá totalmente de ti.

—Entiendo. Quiero inmunidad.

—¿Inmunidad? Yo te daré inmunidad. —Le golpeó la sien con el cañón de la pistola.

Dakaev cayó de costado y rebotó en un aterrorizado silovik que seguía paralizado en su silla. Karpov se inclinó sobre el tercer topo, que había quedado medio encogido contra la pared.

—Me dirás todo lo que sabes sobre tus operaciones y tus contactos: nombres, lugares, fechas, todos y cada uno de los detalles, por pequeños que parezcan, y luego decidiré qué hacer contigo. —Tiró de Dakaev para levantarlo—. Y los demás, volved a lo que estuvierais haciendo.

Al salir de la sala, todo fue silencio a su alrededor. Todos parecían soldaditos de madera, inmóviles, temerosos incluso de respirar. El coronel Lemtov ni siquiera lo miró a los ojos mientras arrastraba al sangrante Dakaev hacia los ascensores.

Descendieron más abajo del sótano, hasta las entrañas del edificio, en las que habían excavado celdas en la piedra de los cimientos. El lugar era frío y húmedo. Los guardias llevaban abrigos largos y gorras de piel con orejeras, como si estuvieran en lo más crudo del invierno. Cuando alguien hablaba, el aliento formaba vaho delante de su rostro.

Karpov llevó a Dakaev a la última celda de la izquierda. El mobiliario consistía en una silla de metal atornillada al suelo de hormigón, una pila de acero inoxidable de tamaño industrial, un inodoro del mismo material y un tablón que sobresalía de una pared y sobre el que había un delgado colchón. Debajo de la silla había un ancho sumidero.

—Herramientas del oficio —comentó Karpov mientras empujaba a Dakaev contra la silla—. Confieso que estoy un poco oxidado, pero estoy seguro de que no supondrá ninguna diferencia para ti.

—Todo este melodrama es innecesario —avisó Dakaev—. No tengo causa que defender, de modo que le contaré todo lo que quiera.

—De eso no me cabe ninguna duda. —Karpov abrió el grifo del lavabo—. Pero es difícil creer que un hombre que confiesa no defender ninguna causa vaya a decir la verdad voluntariamente.

—Pero yo…

Karpov le introdujo el cañón de la pistola en la boca.

—Escúchame, mi agnóstico amigo. Un hombre sin causa no merece tener un corazón latiéndole en el pecho. Antes de oír tu confesión tendré que enseñarte lo que vale ser leal a una causa. Cuando salgas de aquí, a menos que lo hagas con los pies por delante, serás leal al FSB-2. Nunca más podrán tentarte individuos como Dimitri Maslov. Serás incorruptible.

Karpov propinó un puntapié al prisionero, que cayó de la silla aterrizando sobre manos y rodillas. Asiéndolo por el cuello de la ropa, lo dobló sobre la pila, que ya estaba llena de agua helada.

—Empezamos ya —anunció, sumergiendo en el agua la cabeza de Dakaev.

Soraya miraba a Arkadin mientras éste bailaba con Moira, supuestamente para ponerla celosa. Estaban en una de las cantinas de Puerto Peñasco que permanecían abiertas toda la noche, llena de obreros que iban y venían de las cercanas maquiladoras. En la máquina de discos, la jukebox, un aparato con luces chabacanas que parecía una mala imitación de la nave extraterrestre de Encuentros en la tercera fase, sonaba una ranchera triste.

Con un café solo en la mano, miraba las caderas de Arkadin, que se movían como si estuvieran llenas de mercurio. ¡Aquel hombre sabía bailar! Sacó la agenda electrónica y miró los mensajes de texto de Peter Marks. El último contenía instrucciones sobre cómo llevar a Arkadin hasta Tineghir. ¿De dónde habría sacado Marks aquella información?

Había reprimido la sorpresa al ver a Moira camuflada tras una fachada profesional. En el momento de subir a bordo del yate había creído que el suelo se hundía bajo sus pies. El juego había cambiado tan radicalmente que tenía que igualar a la otra parte, y rápido. Por eso se había fijado en cada palabra que cruzaban Moira y Arkadin, no sólo en su significado, sino también en la entonación con que se pronunciaban, en busca de alguna pista que le dijera qué hacía Moira allí realmente. ¿Qué quería del ruso? Seguro que el trato que intentaba hacer con él era tan falso como el suyo.

La noche era muy oscura en el exterior. No se veía la luna. Como estaba medio nublado, sólo se percibía un débil resplandor de estrellas en la parte central del cielo. La cantina olía a cerveza y sudor corporal. El salón chirriaba con un frenesí teñido de impotencia y desesperanza. Se sentía rodeada de personas para las que no existía el mañana.

Deseaba hablar con Moira en privado, aunque sólo fuera un breve momento, pero eso era imposible con Arkadin delante. Incluso ir al lavabo de señoras al mismo tiempo podía despertar sus sospechas. No conocía el número de móvil de Moira, así que enviarle un mensaje estaba descartado. Sólo quedaba la posibilidad de sostener una conversación cara a cara, con mensajes cifrados. Si seguían caminos paralelos, aunque por casualidad se tratara del mismo camino, era esencial que no se obstaculizaran entre sí.

Ambos goteaban sudor cuando volvieron a la mesa. Arkadin pidió cerveza para ellos dos y otro café para Soraya. Pasara lo que pasase al día siguiente, saltaba a la vista que estaba disfrutando de la compañía de las dos mujeres.

—Moira —dijo Soraya—. ¿Sabes algo de Oriente Próximo o tu experiencia se reduce estrictamente al continente americano?

—México, Colombia, Bolivia y parte de Brasil son mis territorios.

—¿Y trabajas sola?

—Tengo una empresa, pero ahora mismo estoy haciendo un encargo especial para Berengaria Moreno. —Señaló a su interlocutora con la barbilla—. ¿Y tú?

—Tengo mi propia compañía, aunque hay un grupo empresarial que trata de hacerme una opa hostil.

—¿Multinacional?

—Estrictamente estadounidense.

Moira asintió con la cabeza.

—Dijiste importación y exportación, ¿no?

Soraya echó azúcar en el café.

—Exacto.

—Tal vez mi… experiencia pudiera serte útil para frenar a los postores hostiles.

—Gracias, pero no. —Soraya tomó un sorbo de café y dejó la taza en el platillo—. Tengo mis propios… recursos.

—¿Cómo se llama un pensamiento en la cabeza de una mujer? —preguntó Arkadin, mirando a una y a otra— ¡Un turista! —Rio con tantas ganas que casi se atragantó con la cerveza. Luego, al ver la cara seria de sus compañeras, añadió—: Oh, vamos, señoras, relájense, estamos aquí para pasarlo bien, no para hablar de negocios.

Moira se lo quedó mirando.

—¿Qué se consigue al cruzar un ruso con un vietnamita? Un ladrón de coches que no sabe conducir.

Soraya se echó a reír.

—Ahora sí lo estamos pasando bien.

Arkadin sonrió.

—¿Sabes más?

—Veamos. —Moira tamborileó con los dedos en la mesa—. A ver qué os parece. Dos rusos y un mexicano van en un coche. ¿Quién conduce? La policía.

Arkadin rio y agitó el dedo hacia Moira.

—¿De dónde sacas esos chistes?

—De la cárcel —respondió ella—. A Roberto Corellos le encanta contar chistes de rusos.

—Es el momento de pasar al tequila —propuso Arkadin, haciendo una seña al camarero—. Trae una botella —encargó al joven que se acercó—. Algo de calidad. Reposado o añejo.

En la máquina de discos, en lugar de otra ranchera, sonó «Twenty-four hours from Tulsa». El timbre agudo de Gene Pitney se elevó sobre las risas y gritos de los clientes borrachos. Pero la mañana se acercaba y con ella un cambio en la clientela. Mientras los trasnochadores salían dando tumbos, empezó a llegar el tumo de noche de la maquiladora, con dolor de cabeza y arrastrando los pies. No había muchos hombres, ya que casi todos se iban a casa, a meterse en la cama sin ni siquiera quitarse la ropa.

Antes de que el tequila llegara a la mesa, Arkadin había cogido la mano de Moira y la animaba a salir a la pista de baile, que por primera vez en toda la noche era más grande que un sello de correos. Él la estrechó con fuerza mientras se contoneaban al ritmo de la melodía de Burt Bacharach.

—Eres muy lista —dijo, sonriendo como un tiburón.

—No ha sido fácil —respondió Moira.

El hombre se echó a reír.

—Ya me lo figuro.

—No te molestes.

Arkadin la hizo girar sobre sus talones.

—Estás perdiendo el tiempo en Sudamérica. Deberías trabajar para mí.

—¿Antes de que prepare el asesinato de Corellos?

—Que ésa sea tu última misión. —Hundió la nariz en el cuello de la mujer y aspiró profundamente—. ¿Cómo vas a hacerlo?

—Creía que habías dicho que no se hablaba de negocios.

—Contéstame sólo a lo que te acabo de preguntar, luego sólo diversión. Te lo juro.

—Corellos es adicto a las mujeres y tengo un contacto con el que se las proporciona. El momento más vulnerable de un hombre es después del sexo. Encontraré a alguna que sea experta con el cuchillo.

Arkadin atrajo hacia sí las caderas de Moira.

—Me gusta. Prepáralo pronto.

—Quiero una bonificación.

El hombre le frotó el cuello con la cara y le lamió el sudor.

—Te daré todo lo que quieras.

—Entonces soy tuya.

El teléfono de Karpov sonó mientras reprogramaba al topo de Dimitri Maslov. Dakaev se estaba ahogando, o más exactamente, creía que se estaba ahogando, lo cual, a fin de cuentas, era lo que buscaba su torturador. Pero diez minutos después, cuando Dakaev volvió a estar sentado en la silla metálica y Karpov vertía té en un vaso, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez respondió. Oyó una voz familiar en el otro extremo.

—¡Jason! —exclamó Karpov—. Qué alegría oírte.

—¿Estás ocupado?

El coronel miró a Dakaev, desplomado en la silla, con la barbilla en el pecho. Apenas parecía humano, lo cual era también su objetivo. No se puede construir algo nuevo sin destrozar lo que había antes.

—¿Ocupado? Sí, pero para ti nunca. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Supongo que conoces al lugarteniente de Dimitri Maslov, Vylacheslav Oserov.

—Supones bien.

—¿Crees que podrías encontrar la forma de enviarlo a algún sitio?

—Si con algún sitio te refieres al infierno, sí, puedo.

Bourne se echó a reír.

—Estaba pensando en algo menos definitivo. Un lugar, digamos, de Marruecos.

Karpov tomó un sorbo de aquel té que necesitaba azúcar con urgencia.

—¿Puedo preguntarte para qué necesitas a Oserov en Marruecos?

—Es un cebo, Boris. Trato de atrapar a Arkadin.

Karpov pensó en su viaje a Sonora, en su trato con Arkadin, y lo añadió a la lista del presidente Imov y Viktor Cherkesov. Había prometido a Arkadin su oportunidad con Oserov, pero a la mierda. «Soy demasiado viejo y demasiado cabrón para deber tanto a gente tan peligrosa —pensó—. Uno menos es un paso hacia ninguno.»

Miró a Dakaev, el conducto por el que podía llegar a Dimitri Maslov y, por lo tanto, a Vylacheslav Oserov. Después de lo que acababa de soportar, no le cabía duda de que el prisionero saltaría ante la oportunidad de hacer lo que él le pidiera.

—Cuéntame con detalle lo que necesitas que haga. —Karpov escuchó, sonriendo de alegría. Cuando Bourne terminó, rio por lo bajo—. Jason, amigo mío, ¡lo que daría por ser tú!

Poco después del amanecer estaban todos lo bastante sudorosos para querer meterse en el agua. En el convento, Arkadin dio a Moira y Soraya camisetas de tamaño extragrande. Él llevaba un bañador de surfista que le llegaba hasta las rodillas. Su torso era un museo de tatuajes que, interpretados correctamente, describían su trayectoria en la grupperovka.

Los tres se metieron en el mar, empujados y arrastrados por las olas que morían en las doradas arenas. El cielo aún era de color rosa, pero se deslizaba ya hacia el de la mantequilla. Las gaviotas volaban sobre sus cabezas y unos peces diminutos les rozaban los pies y los tobillos. El agua crecía y los golpeaba en la cara, haciéndolos reír como niños. La alegría pura de sentirse libres en el océano.

Cuando rebasaron la línea en que rompían las olas, a Moira le extrañó que Arkadin buceara en busca de conchas en lugar de mirarle los pechos que se transparentaban bajo la camiseta mojada, sobré todo después de la forma en que había bailado con ella en la cantina. Apenas había averiguado nada sobre la misión de la otra mujer durante la charla encubierta que había iniciado Soraya y que Arkadin había interrumpido con su chiste misógino.

Mientras el ruso seguía buscando conchas, Moira se dirigió hacia Soraya para comprobar si podían hablar esta vez, aunque fuera brevemente. Lanzándose contra una ola que rompía, se puso a nadar hacia donde se encontraba, pero algo se enganchó en su tobillo izquierdo, obligándola a retroceder.

Se dobló y miró tras ella. Era Arkadin quien la sujetaba. Lo empujó, poniéndole las manos en el pecho, pero sólo consiguió acercarse más a él. La mujer se puso derecha y se encontró cara a cara con el hombre.

—¿Qué haces? —preguntó Moira, quitándose el agua de la cara con la mano—. No puedo sostenerme.

Arkadin la soltó de inmediato.

—Yo ya he tenido bastante. Tengo hambre.

Moira se volvió y llamó a Soraya, que dejó de flotar y acudió nadando.

—Vamos a desayunar —dijo Moira.

Las dos mujeres salieron del agua, con Arkadin pisándoles los talones. Habían llegado a la línea de la marea alta, con pequeñas lomas de arena seca delante, cuando él se inclinó. Con el afilado borde de una concha le cortó a Moira los tendones de la corva izquierda.