11

A las 05,00 Víctor Franko oyó a los «perros» acercarse por el corredor. Un ejército, como cuando vinieron a por Gardiner, sólo que ya no tenía miedo. Admitía que otras veces lo tuvo, pero ahora no.

El cabo Bowren se extrañó de encontrarle despierto y alerta, junto a la puerta cuando la abrió.

—Coge tu bolsa de aseo y únete a los demás.

Franko se alineó con los otros presos a la luz mortecina del corredor. Los reconoció: eran los mismos que habían estado en el campo de instrucción la otra mañana, el negro, el indio, ese individuo con cara de comadreja que parecía el lacayo de alguien, los sureños y los granjeros. Por lo visto no había sido el único que tuvo una charla con el capitán; los otros también estaban al corriente de lo que fuera. Descubrió a Morgan, cauteloso, cerrando la formación. Tuvo miedo al verle, una fracción de segundo, luego desapareció; no sabía lo que el verdugo pintaba allí, pero estaba seguro de que sus funciones como tal habían acabado.

En la sala de duchas, Bowren les entregó una hoja de afeitar a cada uno. El agua brotó humeante de los grifos de los lavabos.

Kendall B. Sawyer probaba el suyo —no estaba tan mal, aunque no era como antes, pese a la oferta de redención del capitán— y lanzó una mirada a las duchas.

—¿Nos da tiempo a una ducha rápida? —preguntó.

—Claro, muchacho —dijo Bowren, y dirigiéndose a los demás—: ¡Orden del capitán: darse una ducha caliente, afeitarse y ponerse el uniforme clase A! Quiere que quedéis todos frescos como rosas.

Franko escupió un buche de agua en el lavabo.

—¿De dónde sacamos el uniforme A, general? —preguntó.

—Las bolsas llegarán dentro de un minuto, listo —dijo Bowren. Aún no conocía a los otros ni las razones por las que se les había agrupado, pero de ahora en adelante iban a ser sus niños. A Franko lo conocía muy bies. Le vigilaría más que a ninguno.

Franko vio por el espejo a Morgan merodear como una jodida cucaracha, metiendo la nariz en todo sin pronunciar palabra, sólo mirando. Le sacaban de quicio aquellos malditos ojos que no miran de frente, que no te ven. Era como si a través de la carne le estuviera viendo los huesos; le hacía sentirse como un esqueleto, insignificante. Franko aproximó la mejilla llena de espuma al espejo y comenzó a deslizar la hoja desde la patilla. La crema salía, pero la negra barba no. Lo intentó una vez más inútilmente.

—¡Esta cuchilla de mierda no corta! —se quejó a Bowren.

—¿Cómo que no corta? —preguntó el cabo suspicaz—. ¡Es una cuchilla nueva, recién sacada del paquete!

—¡Pruébala tú mismo si no me crees! Si quieres que me afeite tendrás que darme otra.

No protestaba contra Bowren ni contra la hoja de afeitar, sino contra la presencia de Morgan. Sólo consiguió atraer la atención del sargento hacia él. Morgan cesó en su examen lento y minucioso de la sala, fijándose en Franko, a quien Bowren entregaba ahora una nueva cuchilla. Franko la tomó volviéndose hacia el lavabo.

—¡Un momento! —ordenó Bowren—. Entrégame la otra.

Franko se la dio. Le hubiera gustado quedársela, no era nada, pero le hubiera ayudado a sentirse más fuerte.

Samson Posey se acercó al espejo observando su rostro color avellana en busca de posible señal de barba. No la había. Y depositó la hojilla en su funda sobre el estante que corría de un extremo a otro de los lavabos. Era una ventaja ser indio, los blancos con sus rostros y bocas peludas tienen que afeitarse a diario.

Roscoe K. Lever le vio depositar la cuchilla; con el rabillo del ojo observó al indio, inclinado sobre el lavabo llenando sus manos en cuenco con agua fría y restregándose la cara gruñendo de placer como un oso. Lever miró rápido a un lado y a otro y se apoderó de la cuchilla, guardándola en su bolsa de aseo.

Franko, acabado de afeitar, esperaba ante la cabina de una ducha ocupada. Alguien le agarró del brazo, empujándole hacia otra cabina.

—Eh, muchacho —dijo Archer Maggot—, ponte en ésta. Yo esperaré a que quede libre.

Franko se zafó de Maggott.

—¡Quítame tu sucia mano de encima, maldito sureño! —escupió. Entonces distinguió el cuerpo oscuro que salía de la otra ducha y comprendió. Cuando Bowren llegó desde el otro extremo de la sala, estaba en tensión.

—¿Qué coño pasa esta vez, Franko? —preguntó el cabo.

—Nada, sólo que no me gustó lo que dijo de los de color —exclamó Franko dando una rápida ojeada a Napoleón, que permanecía en pie con la toalla en la mano como dispuesto a saltar—. En mi tierra no nos van esas cosas.

Maggott tenía una mirada turbia de odio en su cara mofletuda. Napoleón se acercó más, escuchando inseguro.

Bowren se encaró con Maggott:

—¡A ver si acabamos de una vez con esa historia de los colores, amiguito! —y sacudiendo la cabeza con disgusto—. ¡Ni siquiera en la ducha podéis dejar de armar jaleo! ¡Venga, moverse!

Franko, tras hacer un signo amistoso y una inclinación de cabeza a Napoleón, entró en la ducha. Ahora el negro estaría de su parte. En todas las prisiones que había recorrido, siempre advirtió que existían dirigentes y dirigidos, y esta vez estaba dispuesto a ganarse el puesto. Sería el número uno y le ajustaría las cuentas a Morgan, como hizo cuando Gardiner. Los otros no sabían nada, ahora lo comprobaba. Llevaban poco tiempo.

Napoleón echó a andar, mientras se relajaba su tensión interna. En otro momento le hubiera hecho gracia la actitud protectora de Franko, pero ahora era más desconfiado. Aquel tipo no le pareció nada noble cuando atacó al capitán en el campo de instrucción.

Maggot, ante la ducha, dudaba. Cogió a un tipo que iba tras él por el brazo —un brazo blanco y fofo como jalea— haciéndole pasar delante.

—Pasa, muchacho, yo espero.

—Gracias —dijo Myron Odell, sorprendido. Mantuvo la toalla arrollada a la cintura hasta que entró en la ducha, y como no encontró dónde colgarla tuvo que inclinarse dejándola en el suelo.

Cuando llegaron las bolsas con el equipo, hubo un cierto alboroto. Muchos de ellos habían pensado que jamás las volverían a ver. Bowren dio lectura a la lista de prendas y enseres que se les autorizaba a llevar. Lo que faltaba lo trajeron del almacén. Los objetos personales que sobrevivieron a las inspecciones, al robo y a las ordenanzas, había que dejarlos allí.

Calvin Ezra Smith envolvía dubitativo el voluminoso libro negro en un jersey con intención de guardarlo en la bolsa. Se dirigió en tono tristón al cabo:

—Tengo que llevarme esto, señor Bowren. No sabe cuánto me ha reconfortado estas semanas.

—Déjame ver —dijo el cabo, pues sabía que dentro de la Biblia podía ocultarse perfectamente una navaja automática. Las páginas que sus dedos pasaron rápidamente produjeron como un silbido. Cayó un papel que ambos se inclinaron a recoger. Bowren lo tomó.

—Señor Bowren, me ha quitado usted la señal —acusó Smith.

—¡Ni señal ni mierda! —dijo Bowren—. Apuesto a que no sabes ni leer. Y deja de llamarme señor; soy cabo.

—Bien, cabo. Naturalmente que sé leer —dijo Smith con indignación—. Y tengo una magnifica memoria, además.

Todos les miraban, escuchando atentamente.

—Mira, Smith —dijo Bowren—, si eres capaz de decirme algo que sepas de memoria de este libro, te lo dejo llevar.

Smith se concentró, las manos a lo largo del cuerpo, la barbilla levantada, los ojos en el techo de la sala como si viera algo magnifico: «El Señor está junto a los que le llaman, junto a todos…».

Bowren quiso reír, pero se sintió incapaz e involuntariamente asumió una actitud reposada en aquel inconcebible y ridículo lugar de oración.

—«… los que le llaman de corazón. Cumplirá los deseos de los que vivan en su santo temor; escuchará su gemido y los salvará».

El cabo Bowren le entregó la Biblia en silencio. Smith la envolvió en el jersey, sepultándola en su bolsa.

Concluido el aseo los presos formaron en la sitia vestidos con los nuevos uniformes, los capotes doblados al brazo y las bolsas a los pies. Bowren fue recogiendo las cuchillas de afeitar; cuando llegó a Samson el indio le miró perplejo.

—Tu cuchilla, gran jefe —dijo Bowren—. Tienes que devolver la cuchilla. Nadie puede quedársela. Samson asintió con la cabeza.

—¿Te afeitaste, no? —dijo Bowren exasperado.

—No —dijo Samson.

Joseph Wladislaw olvidó de repente dónde se encontraba, creyéndose en una tarde asfixiante del bullicioso Chicago, en el cine Independence.

—¡Eh, cabo! ¿No ha visto nunca una película de indios? —dijo burlón—. Los indios no tienen barba. Algunos empezaron a reírse.

El sargento Morgan, que había permanecido a la expectativa hasta este momento, recurrió súbitamente a su autoridad y señalando a Samson con el dedo preguntó:

—¿Qué has hecho con la hoja de afeitar?

Samson, indicando el estante, se dirigió hacia él, perplejo. Bowren le secundó, tratando de ayudarle, y después volviéndose a los otros interrogó:

—¿Quién ha cogido esa cuchilla de afeitar? Silencio.

La irritación de Morgan crecía.

—¡Vacía tu bolsa y desnúdate, gran jefe! —ordenó, y volviéndose a los otros—: ¡Quiero esa hoja o nadie sale de aquí!

Samson permaneció en el centro, desnudo, mientras los guardianes escudriñaban sus ropas, su bolsa de aseo y el saco de viaje minuciosamente.

—Muy bien, agáchate y abre la boca —dijo Morgan con voz ronca difícilmente audible.

Samson obedeció sin rencor. £1 capitán le había dicho que no le colgarían y el resto, aunque le insultaran, aunque se rieran de él, carecía de importancia. Cuando acabaron volvió a vestirse en silencio. Morgan recorrió la fila mirando a los presos cara a cara en un intento de adivinar algo por sus expresiones.

—Quiero que el que haya cogido la cuchilla la devuelva inmediatamente, ¡y sin rechistar!

Nadie se movió, permanecieron mudos.

Lever comprendió que iba a serle imposible quedarse con la cuchilla. En cuanto empezaron con el indio se dio cuenta de que había cometido un error y que estaban dispuestos a llegar hasta el final para encontrarla. Si seguían así se la encontrarían. Tenía que deshacerse de ella.

Franko, en posición de firmes, sintió más que vio la presencia monstruosa de Morgan penetrando en su campo visual.

—¡Tú! —dijo Morgan.

Tú. «Como un cualquiera sin nombre —pensó Franko—. ¿Pero es que no sabe cómo me llamo?». Pero la ola de terror que le envolvía le hizo rectificar: «No, es mejor que no sepa mi nombre».

—Ahora te toca a ti —dijo el sargento marcando las palabras—. Vacía tu bolsa y desnúdate.

Si hubiera sido Bowren, habría protestado: «¿Por qué demonios tengo que ser yo? No he cogido la maldita cuchilla. Ya devolví la mía». Pero ante el verdugo se desvistió calladamente, aguardando desnudo y tembloroso mientras le registraban.

El cabo Bowren se preguntó cuánto duraría aquel inútil alarde de autoridad del sargento. Había infinidad de formas mejores de resolver una situación como aquélla, pero oficialmente el asunto competía a Morgan y aunque hasta ahora le había dejado llevar el mando, creyó que lo mejor era abstenerse de cualquier observación en este sentido y menos ante los presos.

Cuando acabó con Franko, Morgan, repentinamente cansado y derrotado, murmuró a Bowren:

—Tome el mando, cabo, y encuéntreme esa maldita cuchilla o los machaco…

—Dejando en el aire sus últimas palabras, salió del cuarto de aseo, cerrando tras de sí la puerta, calmosamente, como si se sintiera orgullosísimo de su intervención.

Una vez solo, Bowren reflexionó sobre la conducta a seguir. Si como decía el capitán iban a convivir y entrenarse juntos, había que zanjar de una vez para siempre incidentes como aquél.

—¡Muchachos! —dijo—. Sabéis la oferta que os han hecho. Estas cosas lo van a estropear todo y os vais a volver a encontrar en apuros. Os dejo cinco minutos solos y me encontráis la cuchilla.

En cuanto la puerta se cerró tras el cabo, Franko salió de la fila, dirigiéndose a todos.

—¿Quién es el cabrón que la ha cogido? Que la devuelva ahora mismo —exigió—. Ya habéis visto que me han registrado y yo no la tengo.

Una sonrisa maligna curvó la boca de Maggot. Tenía una cuentecita que saldar con aquel protector de negros, pero ya le llegaría el turno, aún no era el momento.

—¿Quién demonios te ha dado el mando, muchacho? —dijo con sorna—. Yo no acato órdenes tuyas. —¿Tienes la hoja, sureño?

—¡Mierda! ¡Qué voy a tener yo! —dijo Maggot, avanzando hacia él lentamente.

Sawyer salió rápidamente de la fila. Su ancho tórax y su rotunda mandíbula se interpusieron entre los dos hombres. Volvía a experimentar el ardor excitante de la obediencia.

—No nos precipitemos —dijo calmosamente—. ¿Por qué no nos ponemos a buscarla todos? A lo mejor la encontramos.

Era la oportunidad que Lever esperaba. En un instante vació su bolsa, escamoteando la cuchilla en el hueco de la mano.

—Aquí están mis cosas —dijo en voz alta—. Se invita a los señores a registrar.

Los demás hicieron lo mismo mientras que Samson y Franko, de cuya inocencia no cabía duda, los inspeccionaban. No habían recorrido la mitad del grupo, cuando un sonido —el ruidito apenas perceptible de un objeto minúsculo que cae al suelo— atrajo la atención del indio.

—¡Aquí! —gritó triunfante. La hoja con su funda estaba en el suelo junto a los lavabos. Samson no tenía duda alguna de que antes no estaba allí. No podía decir de dónde había salido pero se sintió contento de haberla encontrado.

Maggot se lanzó sobre la cuchilla. Cuando se inclinaba para apoderarse de ella, el pie de Napoleón golpeó fuertemente el suelo a unos milímetros de sus dedos. Maggot levantó la cabeza.

—¿Amo Maggot está enfadado? —inquirió Napoleón, imitando exageradamente el acento de los criados negros.

Maggot le miró repentinamente perplejo, tanto porque le conociera por su nombre como por la manera en que hablaba. Pero se repuso y asintió con la cabeza.

—¡Ah! Señó Archer enfadado —remedó Napoleón—. Quiere su desayuno y yo quiero tené la fiesta en pá. Sugiero que la dejemo donde eztá y que los caballero la encuentren cuando vuelvan.

A su regreso a la cárcel, Reisman encontró a Stuart Kinder aguardándole en las desiertas oficinas de la comandancia. En su hombro lucía dos barras plateadas.

—¡No se lo dije! —exclamó sonriente—. ¡Mi enhorabuena, capitán!

—Gracias; capitán —dijo Kinder—. Es algo que llevaba esperando bastante tiempo.

Hizo una pausa para dar oportunidad a Reisman de hacer cualquier comentario de circunstancias, y en vista de su silencio, continuó:

—Estoy deseando escucharle. ¿Cómo van las cosas? Llevo esperándole desde las seis.

—¿Es que no duerme usted? —preguntó Reisman.

—No pude. Tomé el tren ayer demasiado tarde por la noche o demasiado pronto por la mañana… según se mire —dijo Kinder con una risita—. Vi su jeep al llegar, pero no sabía dónde estaba usted. El comandante me dijo que creía que no pasó usted aquí la noche.

La sutil ironía de Kinder fue inmediatamente captada por Reisman, quien más que irritarse lo tomó a broma.

—Me las arreglé para encontrar un alojamiento más acogedor —dijo con un guiño travieso.

Inmediatamente se arrepintió de lo que acababa de decir, al darse cuenta que menospreciaba a Tess.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué tal van las cosas? —añadió rápidamente.

—Quiero hacer un test cuanto antes, tengo grandes esperanzas en sus resultados, y me gustaría también ver a los hombres que ha seleccionado… —Hizo una pausa eligiendo con tacto las palabras—. A propósito, John…, el incidente de ayer durante la instrucción… ¿no habrá estropeado nada, verdad?

La pregunta dejó confuso a Reisman por unos instantes hasta que comprendió su significado y repuso tajante:

—No. En absoluto.

Sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca. Era el segundo reproche velado de Kinder, y Reisman se preguntaba adonde quería ir a parar. Por supuesto, el sicólogo no tenía autoridad alguna sobre él y Reisman lo consideraba tan sólo como un enlace calificado y —llegado el caso— un colaborador.

—En cierto sentido fue una ayuda —añadió—: ¿Quién se lo contó? —preguntó cerrando con un gesto irritado la tapa de su encendedor.

—Ese muchacho… Morgan, el sargento —dijo Kinder tomando una hoja de la mesa de Tarbell ante la que se había acomodado—. El comandante, para ganar tiempo, me entregó esta lista. Mandé buscar a Morgan y tuve con él una interesante charla. Ahora ha salido a desayunar. También me contó otro incidente de esta mañana. Algo respecto a una hojilla de afeitar. No sé exactamente cómo ocurrió, pero deduzco que va a enfrentarse usted con un grupo muy poco dispuesto a colaborar.

—¡Pero, hombre! —explotó Reisman—. ¿Qué esperaba usted, una patrulla de boy-scouts?

Kinder hizo un gesto con teniéndole.

—Ya lo sé, ya lo sé —asintió sonriente—. Sin embargo hay un punto que estimo mi deber señalarle. ¿Cree acertada la elección de Morgan como suboficial del grupo? Usted sabe que era el verdugo, ¿no es cierto?

Reisman pensó, irritado: «Una más y te echo».

—A ver si nos entendemos, Stu —replicó—. La elección de personal corre enteramente a mi cargo, ¿no?

—Por supuesto —dijo Kinder bajando la voz—. No quise…

Reisman cambió de tono.

—De acuerdo, entonces…, vamos a ver, ¿en qué puedo servirle? —preguntó amablemente.

—Bien…, querría saber cómo va usted…, qué planes tiene…, en fin. —Después añadió, en tono vacilante—: Tal vez podamos ver dónde encajar mi labor.

Reisman, en pocas palabras, le puso al corriente, valorando lo mejor que supo la capacidad que había intuido en cada uno de los hombres.

—Tal vez sea él momento más indicado para que le dé los últimos toques al proyecto —dijo, esperando que su tono no fuera condescendiente—. Me marcho hoy mismo en busca de un lugar para los entrenamientos.

—Estupendo, ¡para eso he venido, para ayudar! —dijo Kinder con animación—. Comparto enteramente su criterio de sacar a los hombres de aquí. ¿Tiene pensado algún sitio?

—Primero voy a probar en Devon —contestó Reisman—. Cerca de la costa hay una escuela de paracaidistas. Su comandante es un hueso llamado Breed, con quien tuve una agarrada en Italia. Por aquel entonces era un pomposo mayor, y me imagino cómo será ahora que ha ascendido a coronel. Pero sé por referencias que tiene un excelente equipo de entrenamiento, que es lo que importa. Además, por allí cerca hay otras bases en las que puedo encontrar ayuda y material en caso necesario. Por lo que respecta a un lugar apartado para albergar a nuestros matones, siempre nos hemos arreglado. Muchos propietarios han cedido sus fincas y casas hasta el fin de la guerra. Ya encontraré una.

—Una pregunta: ¿qué hay de los hombres cuando esté usted lejos? —interrogó Kinder.

—Voy a darles entrenamiento intensivo hasta donde pueda llegar con los medios de que dispongo, excepto, naturalmente, el armamento. Quiero que hagan instrucción y gimnasia de sol a sol —subrayó Reisman—. En cuanto les dé la charla introductoria, puede usted cogerlos por su cuenta si quiere. Dentro de unos minutos me reuniré con ellos. En mi ausencia puede usted entenderse con Morgan y Bowren. En principio, Bowren es un subalterno de toda confianza. De hecho, he elegido a Morgan para que me haga de «coco»; es incapaz para el mando. Bowren es sólo cabo, pero pienso remediarlo en la primera oportunidad que se me presente.

—Bien, parece que usted tiene la sartén por el mango —dijo Kinder—. ¿Puedo ayudarle en algo más?

—Desde luego —bromeó Reisman—. ¿Puede decirme de quién partió la luminosa idea del Proyecto Amnistía?

No esperaba respuesta y se sorprendió cuando Kinder tomó la palabra.

—No me haga mucho caso, pero sospecho que el éxito de las Unidades Especiales de Entrenamiento del ejército inglés fue el origen de nuestro plan, al menos por lo que respecta a la elección de personal —explicó Kinder—. Se me ha ordenado conferenciar periódicamente con los sicólogos del ejército británico que han intervenido activamente en tal programa.

—¿A qué se dedicaba en la vida civil? —preguntó Reisman.

—Sicología aplicada y algo de sociología —dijo Kinder, sorprendido.

—¿Qué son esas Unidades Especiales de Entrenamiento? No se refiere usted a los comandos, ¿verdad?

—¡Oh, no! Lo siento. Creí que estaba usted al corriente —contestó Kinder. Le encantaba alardear de lo completo de su información—. Están compuestas por hombres rechazados del entrenamiento normal o de las compañías en el frente, en las que se han mostrado incapaces de amoldarse a la disciplina o cometido actos delictivos. No son unidades disciplinarias, sino —como su propio nombre indica— agrupaciones en las que se intenta concienzudamente y a escala individual rehabilitar a estos hombres. Se ha obtenido un setenta y cinco por ciento de resultados satisfactorios, reintegrando a muchos individuos a sus destacamentos de origen.

Kinder hizo una pausa para que Reisman asimilara lo que le estaba contando y prosiguió mirándole travieso como si fueran historias de colegial.

—Supongo que en algún lugar desconocido se celebró una comida entre un alto oficial americano y uno inglés, y que después de escuchar la historia de las unidades especiales de entrenamiento, el oficial americano pensó que no debíamos ser menos y que delincuentes por delincuentes, nuestro material era mejor.

Reisman comprendió que la explicación de Kinder no iría más lejos. El asunto de las unidades inglesas parecía interesante y decidió informarse por su cuenta.

—Me gustaría probar un sistema que ha dado excelentes resultados a los ingleses —continuó Kinder—. Usted sabe, hacen todo lo posible por rehabilitar completamente a estos hombres. Se esfuerzan por llegar no sólo a su nivel físico sino también al moral y mental —su voz adquirió un tono autoritario—. No hay que hacerles sentirse fracasados. Concretamente, una de las primeras medidas que recomendaría es hacer desaparecer los uniformes con la P. Les daría uniformes A, reponiéndoles la ropa y equipo que les falten. Ya sabe usted…, demostrarles que uno se interesa por ellos. Pura sicología…, como una mujer que va a la peluquería o se compra un vestido nuevo…

Reisman le interrumpió:

—Capitán Kinder —respondió, sonriente—, pienso que vamos a hacer un magnífico trabajo juntos. No podría estar más de acuerdo con usted. ¿En marcha?