13
El acantilado de Devonshire cae a pico sobre el mar como sobre un gran vacío, como si fuera el fin del mundo. Se yergue bordeando una estrecha faja de playa frente al mar brumoso.
Reisman saltaba por entre las espesas retamas que parecían aguardar la llegada de la primavera. Recias, cedían, sin embargo, bajo su pie como una colonia de suplicantes que exhalaran medio moribundos sus últimos gemidos.
Era su vieja costumbre. La que siempre le obligaba a explorar una zona o a buscar todas las posibles entradas y salidas antes de encararse con una ciudad, un paraje cualquiera o el nudo de un problema.
Al otro lado del Canal —tan cerca que si aclarara la niebla podría vislumbrarlos— estaban los alemanes en su fortaleza de Europa. Saberlos tan cerca le hacía sentirse incómodo, a disgusto.
El viento le trajo los ladridos de un perro. Abajo, en la playa, distinguió a un enorme animal entrando y saliendo del agua, corriendo alocado por la arena. Había también una mujer, una figura empequeñecida y solitaria por la distancia, cubierta con un chaquetón y una bufanda de aviador. Paseaba por la playa mirando a las olas, sin hacer caso del perro que la rozaba en sus carreras, saltaba en torno suyo y hacía fintas intentando jugar.
Reisman los contempló hasta que desaparecieron bajo el muro del acantilado, al tomar aparentemente un camino que subía desde la playa. Después, volvió la espalda al mar y regresó a través de los brezos hacia la carretera en la que había dejado el jeep.
El pequeño sendero conducía a Stokes Manor. En el pueblo le dieron las indicaciones oportunas. Cuando divisó las grandes chimeneas del caserón destacándose sobre las copas de los árboles, se detuvo para hacer su habitual exploración del terreno.
El portón de hierro que daba paso a la finca se hallaba sólidamente cerrado por una cadena. Inútilmente forcejeó con el candado. Hizo sonar, también sin éxito, el claxon del jeep. No parecía haber alma viviente. Cogió su «45» apuntando cuidadosamente al candado, retrocedió unos pasos y disparó. La detonación resonó en el silencio gris de la mañana.
En la casa no contestaron a sus timbrazos, golpes y voces de llamada. Vaciló no queriendo recurrir de nuevo a la pistola. Una cosa es romper una cadena y un candado y otra deshacer la cerradura y el marco de una puerta. Además se trataba de una puerta antigua de hermosa madera oscura. Roble claveteado. Tendría más de doscientos años. Desde su llegada a Inglaterra había visto muchas cosas como aquélla, ya no le interesaban tanto como al principio. Sin embargo, era un lugar que sus sueños de niño habrían llamado palacio o castillo poblándolo con delicadas doncellas y caballeros, duques y duquesas, reinas y reyes como en el cine.
Se trataba de un edificio inmenso, construido en piedra del lugar, con arcadas góticas y ventanas de cristales emplomados. Recorrió el camino de grava que rodeaba la casa. Céspedes desordenados, setos sin podar, macizos de arbustos y flores descuidados hacía años. El sitio poseía un halo trágico, como si alguien hubiera muerto y quienes le amaban hubieran abandonado el lugar para huir de su recuerdo. A unas cuarenta yardas de la casa comenzaba el acantilado, cortado a pico sobre el mar. Desde el camino se oía el batir de las olas contra las rocas.
Sin embargo, no era el edificio lo que interesaba a Reisman, sino las vastas praderas y bosques de la finca. No tenía intención de alojar a sus hombres en una confortable mansión inglesa.
En un gran claro entre encinas, alisos y castaños encontró el lugar apropiado para instalar el campamento. Los árboles los ocultarían de la casa y del testo de la propiedad e incluso de posibles observadores en la lejana carretera. Cuanto hicieran quedaría en el más absoluto secreto.
Antes de volverse al pueblo decidió intentar una nueva llamada. Diría al empleado que a pesar de sus indicaciones, Stokes Manor parecía deshabitado.
Pero esta vez respondió a su llamada el ladrido de un perro en el interior del edificio. Poco después se abrió la puerta. En el umbral, una joven sujetando la hoja en forma que podía volverla a cerrar en cualquier momento. A nivel de su cintura asomaba el hocico amenazador de un doberman intentando abrirse camino entre la mujer y la puerta. Reisman apretó la culata de su «45» que había guardado en el bolsillo.
—¿Qué desea?
Reisman reconoció a la figura que poco antes viera de lejos en la playa. No había tenido tiempo de despojarse del chaquetón ni la bufanda. Aquel chaquetón… Antes de\la guerra había visto muchos como éste, los llevaban los nazis. También los había visto en algunos oficiales alemanes muertos.
—¿La señorita Strathallan? —preguntó—. Pensé que no había nadie en la casa. ¿No me oyó llamar antes?
—Si, soy lady Margot —replicó ella—. No, no le oí. Acabo de llegar. ¿Quién es usted y qué desea? ¿Cómo entró aquí?
Su actitud era el equivalente humano de la fiereza del doberman. El animal le enseñaba, amenazador, los dientes, sujeto por la mano de la joven, que se agarraba a su collar, y la pierna que le apartaba de la abertura de la puerta.
—¿En qué orden quiere que conteste a sus preguntas, señorita Strathallan? —dijo Reisman.
—Lady Margot, por favor —insistió ella—. Y no hay necesidad de que sea usted grosero —escrutándole descubrió sus galones y concluyó—: capitán.
—Empezaré con mi nombre, me parece lo más indicado. Me llamo John Reisman. Su padre ha consentido en que mi organización entrene aquí a un grupo de hombres…
—Mi padre no vive aquí —interrumpió—. Yo sí.
—Ya lo advertí, señorita Strathallan.
—Le 'dije que se me llama lady Margot.
La observó de cerca. Era una muchacha delgada, de mejillas pálidas y pelo castaño. No parecía muy fuerte. Era el tipo de mujer obstinada que resiste a cualquiera, a cualquier cosa, a todo con energía, pero que, finalmente, se doblega.
—Bueno, lady Margot —dijo Reisman—. El general sir Howard Stokes Strathallan ha concedido autorización, autorización debidamente presentada por conducto reglamentario, y hemos sido especialmente informados de su presencia aquí. No necesitamos nada de su casa, simplemente un lugar apartado de la finca.
—¿Cómo entró aquí?
—Por la puerta principal.
—Estaba cerrada con candado.
—Lo destrocé entre mis manos —dijo Reisman—. Secuelas de guerra… Los tiempos cambian —sus ojos se posaron en el chaquetón de la joven—. Es muy bonito —dijo señalándolo—, le queda un poco largo, pero es muy bonito. Ideal para la caza en los brezos y cosas así. ¿Se lo hizo usted misma?
—No es asunto suyo, capitán —replicó—. Su vulgar sentido del humor es tan sólo eso…, vulgar. Le agradecería que me dejara, no me divierte en absoluto.
—¿Por qué no empezamos de nuevo, lady Margot? —dijo Reisman—. Totalmente en serio…, su padre ha puesto a nuestra disposición Stokes Manor para el entrenamiento de un grupo de hombres. Americanos; usted no ignora que hemos entrado en la guerra como aliados, ¿verdad?
—Y eso le permite ser grosero conmigo, ¿no?
La mano que sujetaba al perro debió aflojarse, pues el animal se abalanzó ladrando. Ella hizo cuanto pudo por contenerlo.
—Le agradecería que apartara a su amigo —dijo Reisman—. Nos entenderemos mejor sin distracciones. Si he sido grosero, le presento mis excusas. Se debe, sin duda, a mi fatiga y mi ignorancia.
—Dígame exactamente qué necesita de Stokes Manor y de mí.
—De usted nada, salvo su buena voluntad. Y permítame subrayarle la importancia de esto: su silencio absoluto. Es imprescindible que guarde la mayor reserva de nuestra presencia aquí. Nadie debe saberlo.
Reisman le informó del número de hombres que iban a acampar, la necesidad de conducir vehículos a través de los campos, la construcción de ciertas instalaciones y el montaje de un generador eléctrico en el claro del bosque y todo lo referente a comida y artículos de aseo.
—Se reparará o será usted indemnizada por cuantos desperfectos podamos ocasionar en la finca —le aseguró—. Y una última cosa… Mis hombres tienen órdenes estrictas de permanecer alejados del edificio. Será preciso que usted no se aproxime tampoco a la zona donde acampamos. Por otra parte, está bastante alejada de la casa y no creo que le cause molestia alguna si desea pasear.
—Me parece humillante.
—No. Es sólo necesario. Me gustaría llevar a cabo todo esto en la forma menos molesta para usted. No nos inmiscuiremos en su vida privada y tengo la certeza de que podré obtener raciones suplementarias para usted y su servidumbre… Productos que últimamente le habrá sido difícil conseguir. Es lo menos que puedo hacer en pago de su amabilidad.
—No intente sobornarme, capitán —dijo, ofendida—. Sabe perfectamente que no tengo servicio. Todos están en el ejército, en las fábricas o en sitios parecidos. No soy una niña a quien se gana con promesas, golosinas, cigarrillos o café. Este es uno de los hábitos más viles de ustedes los americanos.
Reisman regresó al jeep diciéndose en su interior: «¡Lo siento, lady, tú te lo has buscado!». Y en voz alta, para que le oyera:
—El domingo vendré a instalar el campamento.