19
Héctor y yo llevamos unos cinco minutos callados en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Teníamos una cita con Abel Ruiz, el fotógrafo que él quería para el número de primavera de Love. Sin embargo, quien ha aparecido por la puerta ha sido una preciosa muchacha, quizá unos pocos años menor que yo, con el cabello moreno y rebelde, unos enormes ojos grises y una sonrisa triste en el rostro. Cuando Héctor la ha visto acercarse sola a la mesa, ha palidecido considerablemente. Pocos minutos después me he enterado de que es Sara Fernández, la esposa de Abel. Es tan joven… ¿Se casarían tan pronto por la enfermedad de él?
Nos ha dicho, bastante seria y apesadumbrada, que Abel no podría acudir tampoco a esta cita porque últimamente ha sufrido muchas migrañas que apenas le permiten levantarse de la cama. Para Héctor la noticia ha sido funesta: había estado esperando a que se recuperara y ha estado atrasando la salida de la revista demasiado.
—Lo siento mucho, de verdad —repite ella una vez más con el ceño fruncido y el semblante angustiado—. Quizá la próxima semana esté mejor… Pero con él nunca se sabe. Hay períodos en los que está muy bien y otros en los que recae. Creo que la primavera le pone peor…
—No te preocupes, Sara —contesto con una sonrisa forzada.
Héctor ha agachado la cabeza y está cubriéndose la nuca con las manos.
—Dios, la he cagado —murmura lo suficientemente alto para que nosotras también lo oigamos.
Sara desvía la vista hacia mí y me mira apurada, disculpándose con los ojos otra vez. Niego con la cabeza y con la mano le indico que no se lo tome como algo personal.
—Abel y yo nos sentimos muy mal —continúa, mostrándose un poco nerviosa—. Sabemos lo importante que era este número. Además, de verdad que él estaba muy emocionado con trabajar para Love…
—No pasa nada. Lo entiendo —dice Héctor sin alzar la cabeza. Cuando segundos después lo hace, tiene los ojos enrojecidos.
—Prometemos compensaros. Cuando Abel esté mejor, contactará contigo, en serio. Quizá para próximos números… —La joven no sabe cómo disculparse, y yo casi me siento peor por ella que por Héctor.
Él le hace un gesto para darle a entender que ya es suficiente. Sara asiente con la cabeza, mordiéndose el labio inferior, y se levanta de la silla con aspecto abatido y tímido. Soy yo quien la acompaño hasta la salida del restaurante en lugar de Héctor, algo que no me parece nada educado.
—De verdad, él quería venir… Deseaba hacer las fotos.
—Sara, no te disculpes más. Vosotros no tenéis la culpa.
Apoyo una mano en su hombro. No la conozco de nada, pero con lo que Héctor me ha contado acerca de la enfermedad de su marido considero que debe de ser una mujer muy fuerte y la admiro porque sé lo duro que puede llegar a ser.
—Nos sabe muy mal por Héctor.
—Se le pasará. —Me encojo de hombros fingiendo indiferencia, aunque estoy un poco nerviosa—. Es que es una persona que se toma muy en serio su trabajo.
—Abel también es así. Siempre se preocupa mucho por todo y le afectan las cosas un montón, aunque trate de aparentar todo lo contrario. —Esboza una sonrisa que le ilumina el rostro.
—Espero que nos veamos pronto.
Me inclino para darle dos besos. Ella, además, me estrecha entre sus brazos como si fuéramos amigas de toda la vida, lo que hace que la mire con sorpresa.
—Hasta pronto, Melissa. Un placer haberte conocido.
Me quedo en la puerta del restaurante observando su curiosa forma de caminar. La verdad es que es una joven que desprende luz, aunque no parece darse cuenta. Me sorprendo pensando que, quizá, podríamos haber sido buenas amigas puesto que ambas tenemos algo en común: un amor que va más allá de las enfermedades.
Cuando se pierde entre la gente regreso al interior del restaurante. Encuentro a Héctor aún con la cabeza gacha, la frente apoyada en la mano. Todo su cuerpo en tensión me demuestra lo nervioso que está.
—¿Héctor?
No contesta, se limita a continuar en esa postura. Me revuelvo en el asiento, mirando de reojo a la pareja que a su vez nos mira y cuchichea. Me inclino hacia delante y le pregunto en susurros:
—¿Estás bien?
Doy un brinco cuando se aparta la mano del rostro y alza los ojos. Está furioso. Tanto como todas esas otras veces en las que me miró así. Me quedo callada unos segundos. Es lo que el psiquiatra me aconsejó durante aquel terrible período. Debía mantenerme serena cuando él no lo estuviera, levantarlo cuando se cayera, pero siempre dejándole su espacio.
—¿Crees que puedo estar bien con lo que ha sucedido?
Trago saliva y mantengo el silencio. Cualquier respuesta podría ser incorrecta en este momento. Se queda pensativo unos minutos más, hasta que el camarero se acerca y nos pregunta si vamos a comer. Es Héctor quien contesta por mí, negando con la cabeza.
—Vámonos —dice cortante.
Saca un billete de la cartera y lo deja sobre la mesa para pagar las copas de vino que nos hemos tomado. Ni siquiera aguarda al cambio, sino que se va hacia la puerta con pasos agigantados que tengo que cubrir casi corriendo. Cuando llegamos al coche todavía estamos en silencio, y así nos quedamos durante todo el trayecto hasta alcanzar su apartamento. Mientras subimos en el ascensor trato de arrimarme a él, de calmarlo. Sin embargo, en cuanto voy a acariciarlo, alza una mano. Cierra los ojos, con los labios apretados con fuerza, y apoya la cabeza en la pared del ascensor.
—Héctor… —Al final no puedo aguantar más y rompo el silencio. No es lo que el psiquiatra me recomendó, pero tampoco me parece que esté inmerso en una de esas crisis nerviosas de las otras veces.
No me contesta. Lo único que hace es darme la espalda, salir del ascensor y abrir la puerta del apartamento con aires nerviosos. Nada más cerrar, da un manotazo en la cómoda de la entrada con una fuerza tremenda. Se me escapa un grito. Su mano tiembla mientras apoya la frente en la pared. Debe de dolerle un montón porque el golpe que ha dado ha sido bien fuerte.
—Creo que sería mejor que me dejaras solo un rato —dice de repente con un tono de voz que me corta el aliento.
—Pero… —Noto el corazón golpeándome en el pecho como un poseso.
—Sé que esto no está bien, pero no puedo evitarlo, Melissa. —Se aparta de la pared, pero no me mira.
—Todo se arreglará —murmuro únicamente, y sé que es un error abrir la boca porque nada de lo que le diga va a ayudarlo. No cuando se pone así. Y hacía tiempo que no sucedía. Casi me parece una eternidad desde entonces.
—Por favor. Ahora mismo no puedo pensar con claridad. —Me da la espalda y se dirige a la cocina.
Lo sigo aunque no debería hacerlo, ya que está claro que cuando se pone tan nervioso no se controla. Pero no sé por qué, las inseguridades pasadas me atacan de nuevo y la mente se me pone en rojo al pensar en lo que puede hacer. Lo encuentro apoyado en el fregadero, bebiendo un poco de agua. Al darse cuenta de que lo estoy observando niega con la cabeza, de espaldas a mí.
—¡No voy a tomar nada! —exclama más enfadado que antes.
Me apoyo en el marco de la puerta, con unas molestas ganas de llorar. Al final hago lo que me ha pedido y me marcho. Salgo a la calle con unas tremendas náuseas y con la sensación de que, aunque me haya repetido una y otra vez desde que volvimos que es feliz conmigo, jamás conseguiré que lo sea del todo. Y mientras paseo un tanto perdida me asusto pensando en que es muy posible que nunca viva tranquila, que los fantasmas que me acosaron una vez regresarán, que siempre que se ponga así me atormentaré imaginando que ha recaído en su adicción.
«Temo por tu seguridad». Las palabras de Ian me caen como un jarro de agua fría. Niego con la cabeza, despertando la curiosidad de una adolescente con mochila que pasa por mi lado. Llego hasta un parque que hay al final de la calle. Está vacío a estas horas, así que va a venirme genial para sentarme e intentar relajarme un poco.
—Héctor jamás me haría daño —digo en voz alta una vez que he encontrado un banco más o menos limpio.
«¿Lo estás diciendo para convencerte a ti misma?». De inmediato echo a esa voz de mi cabeza. Apoyo la espalda en el banco y alzo el rostro hacia el cielo, dejando que los rayos de sol me calienten. Siento que, como tantas otras veces, el alma se me ha quedado helada. Regresé con él porque de verdad lo amo, porque sé que es el hombre de mi vida y que quiero compartirla con él. Sin embargo, en momentos como éste no sé si realmente estoy preparada para ayudarlo o si es él quien no me permite que lo haga.
Al cabo de diez minutos estoy mucho más nerviosa y preocupada que antes, así que saco el móvil dispuesta a pedir algo de ayuda, de comprensión, de palabras de apoyo. Como no me gusta hablar con su psiquiatra, decido llamar a su madre, que siempre ha estado ahí y nos ayudó muchísimo durante aquel período. Los cinco tonos que se suceden hasta que descuelga me martillean en la cabeza y en el pecho.
—¡Melissa, cariño! —exclama, aunque aprecio en su tono un leve matiz de preocupación. No suelo llamarla, así que es comprensible que se inquiete—. ¿Cómo estás?
Antes de que pueda contestar, se me escapa un sollozo involuntario. Al otro lado de la línea ella suelta un suspiro preocupado, pero espera a que yo tome aire y consiga hablar.
—Héctor ha tenido un mal día por el trabajo —murmuro.
—¿Estás con él?
—Me ha pedido que me vaya, y no sé si de verdad es lo mejor.
—Cariño, si él te lo ha pedido es porque necesita estar solo. Recuerdas lo que te dije, ¿no? A veces es preferible que se calme a solas, con su espacio.
—Pero ¿y si eso le hace pensar en esas cosas terribles que…? —Ni siquiera soy capaz de terminar la frase.
—Las pensaría igualmente estando tú allí. Cuando está así no se controla, se detesta a sí mismo y, por consiguiente, a todas las personas que hay a su alrededor.
—Me da un miedo atroz que recaiga. En ocasiones lo sigo hasta el baño o la cocina cuando lo noto raro porque imagino que va a tomarse una pastilla de esas que no debe.
—Lo sé, Melissa, cielo. Es un miedo con el que hay que vivir. Pero tienes que confiar en él. Sabes que lleva más de un año con su tratamiento responsablemente.
—Pero la otra vez todo se fue al traste después…
—Héctor está bien durante un tiempo, pero no siempre lo estará. Puntualmente aparece algo que lo trastoca, o sus sentimientos o su forma de pensar cambian, y vuelve a sentirse triste, sin esperanzas, vacío. —Suelta un suspiro—. Sé que no está bien decirte esto ahora que te sientes tan mal, pero debes ser consciente de la situación.
—Lo soy —digo con un hilo de voz.
—Todo esto es difícil, Melissa. Nosotros tuvimos que aprender a convivir con ello. Necesitamos una educación, tanto él como nosotros, con tal de ayudarlo y de lidiar con estos… baches. Héctor puede llevar una vida normal, de eso no hay duda. Simplemente hay que ser un poco más fuerte en determinadas ocasiones.
—¿Y lo soy?
—Sé perfectamente que lo eres. Has estado siempre ahí para él, cielo. —Su tono de voz comprensivo y cariñoso logra calmarme un poco—. Tomaste la decisión de quedarte con él, ¿no es así? Eso demuestra la fortaleza que tienes. Lo que pasa es que a veces nos caemos. Esto desgasta, ¿entiendes? Tanto a los familiares como a él. Por esa razón te habrá pedido que lo dejes a solas un rato, Melissa, porque sabe lo duro que es soportarlo en determinados momentos.
—Pero yo quiero… necesito estar con él cuando se siente así —me quejo como una niña.
—Y él te necesita a ti, sólo que no se da cuenta.
«¿Y a ella? ¿A Naima también la desgastó todo esto? Es evidente que Héctor empeoró con lo sucedido con ella, pero también está claro que su enfermedad viene de más atrás». Me dan ganas de preguntárselo, pero, por suerte, mi garganta no produce ningún sonido.
—¿Y si Héctor no es feliz conmigo?
—Melissa… Sí lo es. A su manera, pero lo es. Ha luchado para vencerse a sí mismo porque te quiere muchísimo y porque desea que ambos tengáis una oportunidad.
—Lo sé.
—Ya te echó una vez de su vida… Pero actuó así porque no quería hacerte daño. Luego regresó a por ti. Si lo hizo es porque tiene claro que podéis ser felices juntos.
—¿Crees que debería volver a casa ya? —le pregunto, ansiosa por reencontrarme con él.
—Espera un poco. Es mejor que te llame, ¿de acuerdo?
Asiento con la cabeza aunque no puede verme. Me dice que contacte con ella si pasa algo y me recuerda que está ahí para lo que necesite. La verdad es que me siento un poco más tranquila, consciente de que no estamos solos, de que hay gente que nos apoya y que nos ayudaría en cualquier circunstancia.
Me quedo en el banco con las manos entrelazadas en el regazo y con la cabeza apuntando al sol como antes. Observo el cielo claro, la blanca estela que deja un avión a su paso y me entretengo un poco curioseando las formas de las nubes. Pero lo que mi corazón desea es estar con Héctor, hacerle ver que le comprendo, que no me importa que se ponga tan furioso ni que no encuentre solución a problemas que sí la tienen. Estoy aquí para ayudarlo en todo eso.
No sé cuánto tiempo ha pasado hasta que oigo unos pasos removiendo las piedrecillas del parque. Aparto la mirada del cielo y muevo la cabeza hacia delante para toparme con la silueta del hombre que amo. Sin poder evitarlo, se me escapan unas cuantas lágrimas. Se queda quieto durante unos segundos, sin tener muy claro cómo actuar. Al fin se acuclilla ante mí y me coge de la barbilla, observándome fijamente, transmitiéndome su amor. Lo sé, sé que me quiere, pero no tengo claro que ese sentimiento pueda lograr que estemos juntos para siempre. Eso me asusta. Me limpia las lágrimas con los pulgares, acogiendo mi rostro entre sus manos. Sus ojos brillan, a punto de unirse a mi llanto.
—¿Cómo voy a decir que lo siento, Melissa? Cada vez que lo he dicho, ha vuelto a suceder. —Agacha la cabeza, negando con ella—. Aún no he aprendido a separar unas cosas de otras ni a valorar lo que realmente es la vida. Creía que sí…
Me mira, y un pinchazo me hiere el corazón. Alzo una mano y lo cojo de la nuca, acercando su rostro al mío.
—No es necesario que digas que lo sientes. En realidad, no tienes que hacerlo. Estoy aquí para que aprendamos juntos.
Apoya su frente en la mía y aspira con fuerza. Sus dedos me acarician los pómulos casi con desesperación.
—Tu olor es el que me acerca a la cordura.
—Tú no estás loco, Héctor. No digas eso.
—Tampoco es que esté muy cuerdo —murmura con tristeza.
—Nadie lo está del todo. Y a veces hay que poner un poco de locura a la vida, para hacernos despertar.
—No este tipo de locura, Melissa… —Agacha otra vez la cabeza y pasa sus manos por mi nuca, acariciándomela, enrollando mechones de mi cabello en sus dedos.
—Basta, Héctor. —Lo cojo de las mejillas para que me mire. Necesito que me atienda—. Has tenido un pronto, ya está. Me has pedido que me vaya porque no querías gritarme… o lo que fuera. Lo entiendo.
—No deseo hacerte daño… —Su voz tiembla, y durante unos segundos noto a mi vez una sacudida en mi interior.
—Decidí volver contigo sabiéndolo todo. Me gustaría ser yo quien te cuide y te ayude. Cuentas conmigo, pasaremos juntos por esto todas las veces que sea necesario. Es posible que no alcance a comprender con exactitud cómo te sientes en esos momentos… Pero te quiero, y quiero ayudarte.
—Yo también te amo.
—¿Vamos a casa?
Me levanto dejándolo aún en cuclillas, un tanto pensativo. Le tiendo una mano que él coge y aprieta con fuerza. Regresamos en silencio, yo dedicándole un par de sonrisas que se apresura a devolverme. Cuando entramos en el portal me retiene unos segundos.
—Al oír a la mujer de Abel, yo… Se me ha nublado la mente. Lo he visto todo negro. He visualizado cómo me gritaba mi jefe, el consiguiente despido, a mí encerrado en el cuarto con una botella de alcohol en la mano…
—Eso no va a pasar. Eres bueno en tu trabajo y no te despedirían por algo así. No ha sido culpa tuya —le digo todavía sonriendo—. Tienes que dejar escapar tus pensamientos negativos.
—En parte sí ha sido mi culpa porque les pedí que esperaran, alegando que conseguiría que Abel hiciera las fotos. Joder, ahora tendremos que trabajar muchísimo para que la revista esté a tiempo en la calle y encima sin su reportaje… —Se frota los ojos con nerviosismo.
—Saldréis adelante.
—¿Sabes, Melissa? Nunca he sido bueno en nada. —Su mirada es tan triste que hace que sienta una tremenda pena por él. ¿Cómo puedo aliviarlo en su dolor?
—Eso no es cierto…
—Mi trabajo es muy importante. Es lo que mejor sé hacer.
—Todo irá bien. —Lo sujeto de las mejillas y deposito un beso suave en sus labios—. Te prepararé un baño, ¿vale? Hoy vas a ser tú quien se relaje.
Esboza una leve sonrisa y asiente con la cabeza. Mientras le lleno la bañera se queda sentado en la cama de nuestra habitación con la mirada extraviada. Echo unas sales aromáticas para perfumar el ambiente.
—Ven… —Me acerco a él por la espalda y apoyo las manos en sus hombros, acariciándoselos.
Lo desvisto como si fuera un niño. Lo dejo dentro de la bañera y me dirijo a la cocina con la intención de preparar algo para los dos ya que nos hemos ido del restaurante con el estómago vacío y empieza a dolerme. Hago dos sándwiches de sobrasada y queso con cebolla pochadita, pues se ha convertido últimamente en uno de sus favoritos. Se lo llevo hasta el baño y me arrodillo ante él, mostrándole la bandeja.
—Mira lo que te he traído. Todo un plato gourmet.
Sonríe y saca el brazo del agua para coger el bocadillo. Le seco la mano con la toalla y se me queda mirando con el pan en la mano.
—¿De verdad crees que merezco esto después de todo? —me pregunta muy serio.
No contesto. También reconozco la frase de autoculpa que acaba de lanzar. Me limito a comerme el sándwich y a señalar el suyo.
—Pruébalo. Ya verás qué bueno está.
Pienso que va a decir algo más, que se echará más tierra encima, pero me hace caso y da un mordisco al bocadillo. Nos los comemos en silencio, y una vez que hemos terminado salgo del baño y dejo que se relaje a solas. Sin embargo, al cabo de un ratito me pongo nerviosa y me digo que ha sido una estupidez marcharme porque todavía no estoy segura de que su arrebato haya pasado. Por unos instantes se me pasa por la cabeza que lo encontraré con un frasco de pastillas vacío o con unos cortes en la muñeca. Corro hasta el servicio, pero lo descubro tumbado en la cama, con el cabello aún húmedo. Me mira sin comprender.
—Ya he quitado el tapón.
Asiento con la cabeza, dibujando una sonrisa un tanto nerviosa. Me dice que le apetece dormir un ratito y que si quiero que me acueste con él, pero me excuso con que tengo que escribir. En el despacho me como la cabeza. Me siento un poco egoísta, pero no quiero que aquella mala época vuelva a repetirse. Una hora después en la que, por supuesto, no he escrito nada, me deslizo en silencio hasta la habitación. Héctor ha bajado las persianas; aun así, entra algo de luz que incide en su cuerpo desnudo. Me acerco para arroparlo por si tiene frío y no puedo evitar acariciar su suave piel.
—¿Melissa? —murmura unos minutos después entreabriendo los ojos.
Me inclino y lo beso con suavidad. Me responde con un poco más de ganas. Miro de reojo su entrepierna y lo descubro excitado, algo que provoca un pinchazo en la parte baja de mi vientre.
—No sé si te apetece hacer el amor… —susurro con voz temblorosa. Sé que en situaciones como esta su libido desciende, así que me sorprende que esté excitado.
—¿Qué te parece a ti? —me pregunta con una sonrisa señalando su entrepierna.
Me meto en la cama y me acurruco junto a él. Me abraza y me aprieta contra su cuerpo. Aspiro el olor a cítricos que desprende su piel y rozo mi rostro contra su pecho. Sube una mano hasta mi cabello y me besa en la frente, de manera cariñosa y al tiempo pasional. Alzo la cara y arrimo los labios a los suyos para fundirnos en un beso intenso con sabor a excitación. Nos tiramos así un buen rato, simplemente rozándonos, tocándonos, lamiéndonos los labios, el cuello, comiéndonos las ganas hasta que llegan al límite.
—Necesito tu cuerpo. Sentirte… —Su voz está impregnada de urgencia.
Me incorporo y bajo de la cama. Me observa con detenimiento, devorando cada centímetro de piel que voy dejando al descubierto. Una vez que me he quitado toda la ropa me quedo plantada ante él unos segundos, mostrándole mi cuerpo desnudo, que estudia de arriba abajo. Me siento calentada por esa mirada suya que se detiene en el lunar que tengo al lado del ombligo y en mi húmeda entrepierna.
—Ven…
Me subo de nuevo a la cama y gateo hasta él para que me rodee con su ardiente cuerpo. Me aparta el cabello del cuello y me lo besa, da mordisquitos con toda la suavidad del mundo y, a continuación, me tumba boca arriba y se va deslizando por mí, besando cada milímetro de mi piel, besando mi excitación, besando las ganas que tengo de él.
Se aparta dejándome con un suspiro en la boca y se pone a trastear en el móvil. Lo miro con curiosidad hasta que, al fin, la voz de Rihanna inunda la habitación con una de esas canciones que te remueven por dentro. A Héctor le gusta hacerlo con música y es algo que me ha contagiado. «Not really sure how to feel about it. Something in the way you move makes me feel like I can’t without you. It takes me all the way. I want you to stay». («No estoy segura de cómo sentirme. Hay algo en la forma en que te mueves que hace que no pueda vivir sin ti. Invade todo mi ser. Quiero que te quedes»).
Se desliza hasta mis piernas y me las separa. Lame mi sexo casi con devoción, arrancándome un gemido tras otro. Se me encoge el estómago cada vez que su lengua se interna en mí y me explora con delicadeza, de manera experta, ansiosa.
—No pares, por favor… —le pido apoyando una mano en su cabeza mientras con la otra me acaricio los pechos, me los estrujo, y me revuelvo en la cama, loca de placer.
Héctor me aprieta los muslos mientras se pierde por entre mis pliegues, inundándome de su saliva, que se mezcla con mi propia humedad. Jadeo, gimo, suelto algún gruñido que otro y, por fin, me rompo. Se me escapa un grito que casi me desgarra la garganta. Arqueo el cuerpo, aferrándome a las sábanas y buscando el aire que me falta. No me da tregua porque en cuanto los espasmos se calman un poco se coloca encima de mí y se introduce en mis entrañas. Su sexo duro y palpitante me colma, me hace sentir viva, resplandeciente.
—Gracias, Melissa… Por estar… ahí —me susurra entre jadeos, acogiendo mi rostro entre sus manos—. Por quererme…
Le acallo las palabras con un beso. Me aferro a su cuello con los brazos y a su cintura con las piernas. Me muevo a su ritmo, haciéndole dueño de mis caderas y haciéndome yo el ama de sus caricias. «Something in the way you move makes me feel like I can’t live without you… I want you to stay». («Hay algo en la forma en que te mueves que hace que sienta que no puedo vivir sin ti… Quiero que te quedes»).
Hacemos el amor mirándonos a los ojos, recomponiendo los pedacitos de corazón que se habían despegado esta mañana. Logro olvidar todo lo que últimamente ha estado haciéndome dudar, lo que me ha provocado inquietud…
Hacer el amor con Héctor me acerca a la paz.