22

Me dirijo en coche a ver a mi hermana. Hace tan sólo cuatro días que se mudaron a la nueva casa en esa urbanización que, según ella, es tan maravillosa. En realidad, voy hacia allí porque ahora mismo me noto el corazón arrugado. Necesito estar con alguien que me transmita tranquilidad, y Ana siempre lo ha hecho (a excepción de las veces en las que ha querido chincharme, pero ésas no cuentan porque sé que lo hacía por mi bien).

Conecto la radio con tal de no pensar en lo que ha ocurrido hace apenas diez minutos. He salido tan escopetada que ni he cogido la chaqueta, y esta mañana el tiempo no es tan bueno como hace unos días. El Gallo saluda desde Europa FM y, a continuación, una radioyente le pide una canción de amor bonita para dedicársela a su novio. El locutor le responde que va a ponerle una de una magnífica cantante que está siendo todo un éxito. Es Ariana Grande con Love Me Harder. «Tell me something, I need to know. Then take my breath and never let it go. If you just let me invade your space… I’ll take the pleasure, take away the pain». («Dime algo, necesito saber. Entonces coge mi respiración y no la sueltes. Si tan sólo me permitieras invadir tu espacio… Tomaría todo el placer, abandonaría el dolor»).

A ver, señores de la radio, ¿es que tienen ustedes un radar para localizar los dramas de la gente o qué? Parece que las estrellas se alineen en contra de una cuando no quiere pensar en nada. Menuda letrita. Me cago en la cantante y en el locutor. Apago la radio refunfuñando entre dientes. Tampoco quiero poner ningún CD de los que llevo en la guantera porque seguro que saltará alguna canción que llegaré a odiar.

Trato de mantenerme serena, de distraer la mente concentrada en la carretera porque aún me queda casi media hora de camino. Por supuesto, no lo logro. A los cuatro o cinco minutos ya he regresado a la pantalla del portátil. Tengo bien nítidas las fotografías en la memoria, a pesar de haberlas visto durante tan sólo unos segundos. Es como si cada uno de los gestos de las personas que aparecían en ellas se hubiera grabado en mi mente. Recuerdo la primera foto, de lo más normal. Lo jóvenes que estaban. Y la bonita sonrisa de ella; su rostro, mucho más afilado que el mío; sus ojos, un poco más pequeños; su piel, menos morena. Dania estaba en lo cierto: no hay tanta semejanza entre nosotras. Y, sin embargo, me parece que nuestros destinos están más unidos que nunca a pesar de que el suyo terminara de una forma tan abrupta.

Recuerdo también el gesto desenfadado de Ian, como si estuviera a punto de morder la mejilla a Naima en broma. Reparo en que se parece poco al hombre que he conocido, que se muestra imperturbable ante todo y que tan sólo sonríe para sentirse superior. En esa imagen, sin embargo, es un joven divertido y despreocupado. Me sorprende cuánto puede cambiar alguien.

Y luego me acuerdo de Héctor, de mi Héctor, que no lo era aún el día en que se tomó esa instantánea. Debía de estar estudiando todavía en la universidad. ¿Sería ya el novio de Naima? Por la manera en que sonreía en la foto, parecía feliz. Su gesto no era tan ancho y divertido como el de los otros dos, pero, de alguna forma, se le ve tranquilo y contento.

Ian no me mintió. Los tres fueron amigos. Y por lo que aprecio, unos buenos, que se avenían lo bastante para hacerse fotografías tan íntimas, que desearon conservar durante el resto de sus días para que, en el futuro, pudieran recordar esos momentos de carcajadas, de charlas, de amistad sin complicaciones. Al menos durante un tiempo.

Pero lo peor… Lo peor, por supuesto, han sido las siguientes fotos y ese horrible vídeo. ¿Acaso Héctor participó alguna vez en una de esas sesiones de sexo duro? En ninguna imagen aparece (habría reconocido sin duda su cuerpo desnudo en el de alguno de los hombres que miraban) y tampoco en el vídeo. Pero… ¡quién sabe! ¿Y por qué nunca me ha hablado de Ian? ¿Tanto le duele mencionarlo? No puedo evitar sentir un pinchazo en el corazón al pensar que la historia que me contó puede ser cierta. Se me seca la boca al imaginar a mi Héctor cediendo a lo que esa mujer le pidió e incluso participando en esas sesiones y gozando. No, no. ¡No es posible, joder! Me sorprendo dando un manotazo al volante. Inspiro y luego expulso el aire retenido. Hago esto unas cuantas veces para controlarme.

A ver, tampoco nos pongamos tan dramáticas. Quizá… quizá hicieran un trío alguna vez. ¿Y qué? Muchos hombres y mujeres fantasean con algo así en su vida, sólo que algunos dan un paso más allá y lo realizan. ¿Qué problema habría en ello? Que es Héctor el que lo habría hecho, no otro. Si fuera cualquier otro hombre, no me importaría lo más mínimo. Aarón me confesó una vez que lo había probado y, aunque me sorprendió, no me afectó en nada. La cuestión es que Aarón lo hizo con dos mujeres desconocidas. Y hasta ahí la cosa imagino que funcionará. Pero… ¿cómo puedes compartir a la persona que amas y encima con alguien por el que sientes algo también?

Según Ian, Naima los quería a los dos. Unas molestas náuseas se apoderan de mí. ¿Realmente se puede amar a dos personas? Estoy tratando de ponerme en su lugar, de entender lo que le sucedió a esa mujer para buscar calor en otro cuerpo. Un calor con prácticas poco comunes, al menos para mí.

Una figura borrosa aparece de la nada y se coloca en medio de la carretera. Suelto un grito y doy un volantazo para no atropellar a lo que distingo como un gato anaranjado. El corazón casi se me sale por la boca y noto que, en cualquier momento, la vejiga se me va a aflojar. Por suerte, recupero la posición en la carretera.

—Dios, Dios, Dios… —repito una y otra vez como una letanía, convencida de que lo más aconsejable es centrarme de verdad en la carretera. Ya tendré tiempo para pensar en la maldita foto.

Sorprendentemente lo consigo y el viaje termina sin ningún incidente más. Estoy meándome a chorros debido al susto que he pasado en la carretera. La urbanización se encuentra en Llíria y la verdad es que, por ahora, todo parece muy tranquilo. Voy pasando una casa tras otra —todas ellas maravillosas, para qué mentir— hasta que llego a la de mi hermana.

—¡La madre que…! —exclamo con los ojos como platos. Se me olvida todo en cuestión de segundos al contemplar la mansionaca que se ha comprado la muy perra. Cómo se nota que Félix y ella tienen pasta.

La verja está entreabierta, así que no necesito llamar al timbre. Me descubro en un jardín que parece sacado de una de esas películas americanas de familias felices y superreligiosas. De esas que organizan barbacoas domingo sí y domingo también. Me tuerzo un tobillo porque mis tacones no están preparados para esto. Ana podría haberme avisado de lo que iba a encontrarme. Piscina, porche, extensiones de césped en los que puedo hacer la croqueta. ¿En serio vive aquí mi hermana y no Jennifer Aniston?

Antes de que llegue a la puerta, ésta se abre y aparece Félix con unas herramientas y la camisa bañada en sudor. No hace tanto calor como para eso, así que me imagino que habrá estado trabajando en la casa. Al verme, se le ilumina el rostro y esboza una sonrisa.

—¡Cuñada!

Lo saludo con la mano y, cuando va a darme un abrazo, me echo hacia atrás y le señalo con mal gesto su camisa. Se mira y se echa a reír.

—Lo siento. Estoy hecho un asco y ni me acordaba. Pasa, Mel, que tu hermana está en la cocina preparando la comida. Voy a dejar esto en el cobertizo. —Alza las herramientas y me deja ahí con cara de panoli. ¿Cobertizo?

Asomo la cabeza un poco asustada. No puedo contener la exclamación de asombro con tan sólo ver la entrada. Una preciosidad, eso es lo que es. Paso y me detengo, observándolo todo. Se nota el toque de mi hermana en las docenas de fotos que hay colgadas por las paredes.

—¿Ana? —pregunto.

Me doy cuenta de que estoy caminando de puntillas. Pongo los ojos en blanco. Tonta.

—¡Mel! —la oigo saludar desde algún lugar de la casa, pero es enorme y me meto en un par de habitaciones equivocadas hasta que encuentro la cocina.

—¿Cuándo ibas a decirme que vivías en el paraíso? —le pregunto acercándome y rodeándole la barriga—. ¡Puaj, qué mal huele!

Alza las manos y me señala unos cuantos pescados, todos con sus tripas fuera. Dibujo una mueca de asco y me retiro. La miro con los ojos muy abiertos y me pregunta:

—¿Qué?

—Dios, es como si estuviera viendo a mamá. Estás convirtiéndote en ella.

—¡No digas tonterías! —se queja mi hermana, aunque he podido adivinar la sonrisa que asomaba a sus labios. Ana adora a mamá.

—Menuda chozaca que te has buscado —le repito.

—Los niños serán aquí muy felices.

—¡¿Los niños?! —aúllo.

—Me refería a los que vengan en un futuro. —Me mira con los ojos bien abiertos, conteniendo la risa.

—Por un momento he pensado que traías gemelos.

—¡Menuda loca estás hecha! —Por fin se le escapa la risa.

—No sería tan extraño con esa tripa que te gastas.

—Estoy horrible, ¿verdad? —Hace pucheros, y luego se da la vuelta hacia el fregadero para lavarse las manos y quitarse la suciedad de los pescados.

—¡Claro que no! —Vuelvo a arrimarme a ella y me agarro a su vientre—. Estás más preciosa que nunca.

—Eso dice Félix. —Ladea la cabeza hacia mí y me muestra su sonrisa.

Ana está radiante, feliz, plena. Y no quiero ni imaginarme cómo se pondrá cuando sostenga al bebé entre sus brazos. Félix seguro que no se queda atrás, será un padre de estos chochos que se tiran al suelo y se revuelcan junto a sus hijos con tal de hacerles reír. En ese momento entra con los ojos sonrientes.

—Todavía no puedo creerme que esté tan guapa —dice. Al parecer ha oído nuestra conversación—. Por las noches apenas duerme. No hace más que moverse en la cama y darme golpes en el culo con la tripa.

Los tres reímos. Ana enharina los pescados meneando la cabeza, aunque sin borrar ese gesto contento.

—Me cuesta dormir. Es que no encuentro la postura adecuada. Y me duelen un poco los riñones.

—Está así de radiante de la felicidad —le explico a Félix.

Me ofrece una cerveza y, una vez que ha dado un trago a la suya, retira a Ana de la tarea y continúa él preparando la comida. Mi hermana se acerca a mí y se sienta en la silla de enfrente, mirándome con curiosidad.

—¿A qué viene esta visita?

—He terminado la novela y quería celebrarlo de algún modo. —Me encojo de hombros. Mentirosilla, más que mentirosilla. Te has venido aquí para no comerte el coco en casa y no mirar las fotos más.

—Pues ya que has venido hasta aquí, quédate a comer —ofrece Félix, que continúa con su tarea de freír los boquerones.

—¿Seguro? ¿Hay bastante para los tres?

—Claro que sí, hermanita. Aquí tenemos comida en cantidades indecentes. Félix se empeña en comprar y comprar como si esto fuera un refugio nuclear —dice Ana acariciándose la nuca.

Él le lanza una miradita, pero una de enamorado perdido.

—¿Cómo está Héctor? —me pregunta volviéndose hacia nosotras con una espátula en la mano y un delantal de color azul.

—Bien. Estresado con el tocapelotas de su jefe. Espero que pronto lo asciendan y pase a otro departamento donde no tenga que ver a ese individuo —refunfuño.

—Pues sí, se lo merece. Trabaja mucho —opina Ana, que ha apoyado la espalda en la silla—. ¿Me sacas una cerveza sin alcohol, cariño? —pide a Félix.

Mi cuñado se la deja en la mesa y se inclina para depositar en su cabello rubio un beso de lo más delicado y bonito. Contengo un suspiro y, sin poder evitarlo, me pongo a pensar en lo de antes. Es como si la foto estuviera acercándome a algo oscuro, a algo que no tendrá un hueco en mis creencias. Mi familia es normal. Mis amigos, también.

Observo a Félix atentamente. Lo conozco desde hace muchos años. No creo que mi hermana haya tenido otro novio, al menos que yo sepa. Llevan juntos toda una vida y aún se aman como al principio. Pasaron una mala época, pero la superaron. Ana sabe todo de él. Conoce todo su pasado porque han compartido cada momento desde la adolescencia.

Y, sin embargo, yo… ¿Qué es lo que sé de Héctor? Que era mi jefe. Que estaba enamorado de mí en silencio. Que conquistó mis entrañas una y otra vez cuando aún estábamos adormecidos por el dolor. Que se coló en mi corazón sin apenas darme cuenta cuando pensaba que quería a Aarón. Que dejó huella en cada uno de los rincones en los que nos besamos. Que lo vi caer. Que me vio romperme. Que me ocultó que era adicto a las pastillas. Que había sufrido depresión en su juventud, que su mente tras lo de Naima jamás volvió a ser la misma. Que me soltó. Que luchó por meterme de nuevo en su vida. Que me ha besado en lugares que desconocía. Que me ha dado el mayor placer de mi vida. Que quiere compartirla conmigo.

Pero… ¿y qué más? ¿Qué es lo que hay detrás de sus pesadillas, de sus ojos en ocasiones melancólicos, de sus silencios acerca de Naima? ¿Qué hay aparte del dolor por su muerte? ¿Qué se esconde tras los jóvenes de esa foto?

Un golpecito en el brazo me saca de mi ensimismamiento. Es Ana, que me mira con las cejas arqueadas. Félix estaba preguntándome algo, pero no me he enterado.

—¿Qué?

—Félix quiere saber si te apetece ensalada.

—Sí, claro.

En realidad no tengo hambre. Se me ha cerrado el estómago desde lo de esta mañana. Me rasco el cuello y me doy cuenta de que Ana me observa sin nada de disimulo. Da un sorbo a su cerveza y me lanza:

—¿Sabes quién va a venir pasado mañana?

—¿Quién?

—¡Dania! —lo dice superemocionada. Ni en mil vidas se me habría ocurrido que fueran a hacerse tan amigas.

—Anda que avisáis, cabrónidas.

—No te comunicamos todos nuestros encuentros porque sabemos que estás ocupada. Y porque no creo que te gustara pasarte dos horas oyendo historias sobre pedos, pipí que se escapa y ardores de estómago.

—¿Ardores de estómago?

—Sí, Dania los tiene últimamente. Por lo visto eso pasa cuando el bebé va a tener mucho pelo.

—¿En serio? —La miro un poco incrédula.

Ayudo a Félix a preparar la ensalada y a poner la mesa. El comedor también es una pasada. Pero el salón todavía más: hasta tiene chimenea. Estoy pensando decir a Héctor que quiero vivir en un lugar así. Siempre he soñado con escribir delante del fuego. Seguro que salen mejores historias. Ana parece que adivina mis pensamientos porque dice:

—Convence a tu futuro maridito para haceros con una vosotros.

—No sé si podríamos permitírnoslo.

—¡Pero si estarás forrada con lo de los libros!

Enarco una ceja y la miro con reproche. Ay, esa creencia de que todos los escritores somos ricos. ¡Ojalá!

—No puedo quejarme. Gano mucho más que otros autores… Aun así, esto costará un dineral.

Cuando me confiesa la cifra me quedo estupefacta. Niego con la cabeza.

—Además, creo que a Héctor le gusta mucho su apartamento. Y a mí, más o menos, también.

—¿Más o menos? —Ana ya se ha sentado en su silla y ha cogido un boquerón. Félix todavía está en la cocina ultimando la macedonia para el postre.

—Es un piso precioso, ya lo sabes, pero ella estuvo allí.

—¿Otra vez con eso? Mel, déjame decirte que en ocasiones eres un poco pesadita. —Mueve la cabeza y se chupa los dedos antes de limpiárselos en la servilleta—. Échales limón, si te apetece.

—Claro, como Félix no tiene historias truculentas —me quejo volviendo a mis pensamientos de antes.

—¿Qué quieres decir? Que se te muera alguien no es truculento, Mel. Es algo muy triste. —Ana me mira un tanto enfadada.

Estoy a punto de contestarle que lo de «truculento» va por lo que ella hizo, pero Ana se me adelanta.

—Si no te apetece estar en el apartamento, díselo. Por aquí hay alguna casa que está a mejor precio. Ésas son más pequeñas, pero de momento vosotros sólo sois dos…

—Ya se lo comenté alguna vez y, no sé, no parecía hacerle mucha gracia.

—Pero eso es algo que tenéis que decidir juntos. Si tú no estás cómoda allí, entonces ¿qué?

—No es que no esté cómoda, es que…

Félix entra con los platitos de macedonia y ambas nos callamos. Mientras comemos no se vuelve a tocar ese tema ya que, al fin y al cabo, él no sabe nada. O eso creo. Quizá mi hermana le haya contado algo. Charlamos de lo poco que queda para el parto, de sus planes a corto plazo y de los míos y del nombre que van a ponerle al bebé.

—Si es niño, Sergi…

—No me gusta —protesto.

—Pero a nosotros sí, que es lo que cuenta.

—¿Y si es niña?

—Nos gustaría ponerle el nombre de mamá —dice ella con ojos brillantes, dirigiendo una mirada emocionada a Félix.

—¿El de nuestra madre?

—Sí, Mel. Y de segundo el de la abuela de Félix.

—Carmen Vicenta —dice él, aunque no muy convencido.

Pongo unos ojos como platos. Ay, por Dios, que me da.

—¡Como le pongáis ese nombre, me niego a ser su tía! —exclamo totalmente indignada.

—Pero ¡qué estás diciendo, Mel! —Ana se pone a la defensiva y Félix nos mira con cara de circunstancias—. ¡El nombre de nuestra madre es precioso y el de la abuelita de Félix también!

—¡Puede que por separado sí, pero juntos dan lugar a un nombre feísimo! —continúo yo, que no quiero que mi futura sobrina sea el objeto de burla de todo el colegio. Ya puedo imaginarla llorando en un rincón del aula mientras se meten con la pobrecita mía.

—¡Te estás pasando, eh! —chilla Ana, y se levanta, con tripa y todo, con tanta agilidad que por poco me da con ella en toda la cara.

—¡Con la de nombres bonitos que hay y le ponéis el más feo!

Mi hermana alza una mano dispuesta a soltar otro berrido, pero Félix la contiene en el último momento y le acaricia el hombro.

—Cariño, quizá Mel tenga razón. Sabes que tenemos otras opciones —murmura. Seguro que al final la idea de ese nombre compuesto más feo que el culo de un mandril ha sido de Ana. Es muy suyo.

—¡Pues a mí Ángela no me gusta! —exclama deshaciéndose de Félix. Madre mía, qué mal genio, qué hormonas más revolucionadas.

—Pues oye, ése es mucho más bonito —meto baza yo. Mira que me gusta chincharla—. Pero vamos, si es nene le ponéis Hermenegildo, ya que estamos.

Ana suelta un bufido y se vuelve hacia Félix en busca de ayuda, pero él tan sólo se encoge de hombros. Mi hermana se cruza de brazos sobre la tripa y me mira soltando chispas por los ojos.

—Tú no vas a decirme qué nombre tengo que poner a mis hijos.

—Mientras no sean del siglo pasado, cualquiera me parecería bien. —Ladeo la cabeza en dirección a Félix—. Oye, que no es nada personal en contra de tu abuela, que seguro que es una mujer estupenda. Es que, leches, no me gusta para una niña. Pero vamos, ni el de mi madre.

—¿Qué tonterías dices? ¿Es que ahora hay nombres para niños y nombres para adultos? —Otra vez Ana gritando.

—¡Pues sí!

—Calma, calma… —Félix trata de apaciguar la discusión que, en el fondo, a mí me está divirtiendo. Ana está graciosa con sus mofletes sonrosados y el panzón apuntándome—. Mel ha venido para pasar un rato agradable con nosotros. No lo estropeemos, ¿vale?

—¡Me dijiste que te parecía bien que le pusiéramos el nombre de tu abuelita! —continúa ella—. Lo hice porque sé lo importante que fue para ti.

—Sí, mi amor, pero Mel tiene razón sobre eso de que hay nombres que para niños, como que no…

—¡Ni que tu abuela no hubiera sido pequeña! —berrea Ana. Y de tanta indignación, se le escapa un gas. Los tres nos quedamos en silencio. Ella sonrojada y yo que no puedo aguantarme las carcajadas—. Lo siento, ha sido sin querer… —Y al final acabamos muertos de la risa. Para que luego digan que los pedos son malos.

Terminamos de comer proponiendo otros nombres, pues mi hermana ha dado el brazo a torcer —aunque a desgana— y ha aceptado que Carmen Vicenta no es un nombre demasiado agraciado. Después nos vamos al sofá a hacer la digestión: Félix en el pequeño y nosotras en el más grande. Al cabo de nada él empieza a roncar y Ana también se queda sobada. Acerco la cabeza a su tripa y apoyo la oreja. Casi me parece oír el latido de esa vida que está creciendo ahí dentro. Suspiro, notando en mi corazón una calidez que me sorprende. ¿Qué se sentirá al llevar a tu futuro hijo dentro? Me quedo un rato pensándolo mientras despierta en mí una ternura maternal de la que no me creía capaz. El bebé se mueve y me hace dar un brinco. Ana murmura entre sueños. Esto es precioso, es la maravilla de la vida.

Y gracias a la tranquilidad que se respira en este hogar, y a las pataditas del bebé, consigo olvidarme de lo que he visto esta mañana.

Al menos hasta que me despierto bañada en sudor. Ana está observándome preocupada.

—¿Qué soñabas, hija? Me agarrabas la mano con tal fuerza que un poco más y me la rompes.

La miro confundida… No puedo recordar bien el sueño. Tan sólo sé que… era horrible. Que yo era la destinataria de unas caricias entregadas por cuatro manos y que luego esas caricias se tornaban en golpes, en insultos y en prácticas que ni siquiera puedo describir.