9. El Puente de Londres

1357

A medida que se aproximaba el último florecimiento del mundo medieval dos cosas podían afirmarse con certeza. La primera era que la vida terrenal, tan rica y excitante, también era fugaz. La guerra, la enfermedad o la muerte súbita acechaban detrás de cada paso. La segunda, que proporcionaba cierto consuelo, era que se conocía el orden del universo. Habían transcurrido más de doce siglos desde que el gran astrónomo de los tiempos clásicos, Tolomeo, lo había descrito y, tratándose de una autoridad tan antigua y prestigiosa, ¿quién podía ponerlo en duda?

En el centro del universo estaba la Tierra. Y aunque las gentes sencillas —incluso algunos marinos que temían caerse por el borde del planeta— suponían que ésta era plana, los hombres eruditos sabían que era un globo. Alrededor de esta Tierra central, el universo estaba dispuesto en una serie de esferas concéntricas —traslúcidas y, por lo tanto, invisibles para los hombres—, sobre cada una de las cuales se movía uno de los siete planetas: la seductora Luna, el veloz Mercurio, el hermoso Venus, el Sol, el belicoso Marte, el temible Júpiter y el hosco Saturno. Sus movimientos alrededor de la Tierra constituían una elaborada danza cuyo esquema eran capaces de predecir los astrónomos. Fuera de éstos existía otra esfera que contenía las estrellas y que también giraba, pero increíblemente despacio. «Y fuera de todos ellos —afirmaban los eruditos— reside una esfera aún mayor, cuyo movimiento hace que todo lo demás gire. Esta esfera, el Primum mobile, está manipulada por la mano del mismo Dios».

Los cielos tampoco se mostraban indiferentes a los hombres que poblaban la Tierra. Los cometas y las estrellas fugaces eran mensajes de Dios. Aunque la Iglesia se sentía incómoda con la pagana superstición de la astrología, la mayoría de los cristianos se tomaba muy en serio los signos del zodíaco. Cada planeta poseía un carácter propio y su influencia en los hombres era indudable. Asimismo, toda materia se componía de cuatro elementos —aire, fuego, tierra y agua— y, para no ser menos, el año tenía cuatro estaciones y los hombres cuatro humores. Todas las cosas que existían en el universo de Dios estaban relacionadas de esta manera mística.

Y si, en este ordenado universo, la Tierra se hallaba en el centro, ¿existía acaso un lugar en la superficie de la Tierra que pudiera considerarse el punto focal de todo el sistema? En esto las opiniones diferían mucho. Algunos decían que era Roma; otros, Jerusalén. Los cristianos de Oriente afirmaban que era Constantinopla, los sarracenos decían que era La Meca. Pero de habérselo preguntado a un londinense éste habría respondido sin titubear: el centro del universo no era ninguno de esos lugares, sino el Puente de Londres.

Por aquel entonces el Puente de Londres era mucho más que un puente. En el siglo y medio que había transcurrido desde que lo habían reconstruido en piedra, la larga plataforma que reposaba sobre sus diecinueve arcos se había convertido en una descomunal superestructura. En el centro se extendía una calzada lo suficientemente ancha para permitir el paso de dos carros cargados; a ambos lados había unas hileras de casas elevadas con techos a dos aguas que se alzaban junto al río, y algunos de esos edificios estaban unidos con el otro lado de la calzada mediante pasarelas. Una de las diecinueve luces no estaba construida como las otras, sino que constituía un puente levadizo, de modo que incluso los barcos con mástiles muy altos podían navegar río arriba. Había dos grandes puertas. En una, todos los «extranjeros» que entraban en la capital pagaban un portazgo. En el centro, agrandada y convertida en un edificio de dos plantas, se hallaba la vieja capilla de santo Tomás Becket.

El puente presentaba otra particularidad: los pilares que sostenían los arcos eran tan inmensos que el puente se empleaba como una especie de presa. Cuando la marea fluía lentamente río arriba, esto apenas se apreciaba, pero cuando fluía río abajo y todo el peso de la pleamar y de la corriente del río se topaba con esta presa tan singular, ésta lo contenía. En estas ocasiones, el nivel del lado de aguas abajo del puente descendía varios palmos más por debajo de las aguas estancadas en el lado de río arriba, y cada arco se convertía en un saetín mientras el agua se precipitaba impetuosamente. A veces, los remeros más intrépidos desafiaban esos rápidos con sus barcos, pero era un pasatiempo peligroso. Un error y el barco volcaba y el individuo más fuerte y atlético corría el riesgo de ahogarse.

Las cabezas de los traidores se clavaban en picas y se exponían en el Puente de Londres para que todos pudieran verlas. Los triunfos nacionales se celebraban con espléndidas procesiones por el agua. El puente era el punto focal de la ciudad y de toda Inglaterra.

Un soleado día de mayo, el fornido cuerpo de Gilbert Bull había sido embutido en un jubón corto que le llegaba a la cintura y en unas calzas azules y verdes.

El puente estaba adornado con guirnaldas. Por el lado de la ciudad, el alcalde y los concejales aguardaban ataviados con sus capas rojas y sus pieles, mientras unos servidores portaban ante ellos las dos mazas de oro y plata de la ciudad. Iban acompañados por los presidentes de las guildas de la ciudad, algunos vestidos con libreas, otros portaban estandartes que indicaban su oficio. También estaban presentes los canónigos de Saint Paul; los frailes negros, los frailes grises y los monjes, las monjas y los sacerdotes de un centenar de parroquias, vestidos tan suntuosamente como sus órdenes se lo permitían. Por todo alrededor, de pie sobre cualquier punto ventajoso, miles de espectadores se congregaban para presenciar el extraordinario espectáculo.

Un rey de Francia estaba siendo conducido cautivo a la ciudad.

Durante las últimas décadas, el antiguo conflicto entre Francia y los Plantagenet había entrado en una nueva fase conocida por los historiadores posteriores como la guerra de los Cien Años. Por circunstancias de matrimonio o genealogía, los Plantagenet reivindicaban en ese momento su derecho al trono francés; y aunque los franceses negaban ese derecho, los monarcas ingleses a partir de entonces añadirían, durante generaciones, la flor de lis francesa a su escudo de armas real.

Por otro lado, los ingleses habían tenido un extraordinario éxito en sus empresas militares. El rey Eduardo III, digno nieto del poderoso Eduardo I, con quien guardaba una gran semejanza, había derrotado reiteradas veces a los franceses. Su hijo mayor, el galante Príncipe Negro, que había acaudillado a los caballeros y arqueros ingleses en las célebres batallas de Crécy y Poitiers, se había convertido en el héroe más importante desde Ricardo Corazón de León. No sólo las tierras de Aquitania y las viñas de Burdeos se hallaban entonces bajo la Corona inglesa, sino que en el norte de Francia, el puerto de Calais, cuyos burgueses habían suplicado por su vida encadenados ante el rey Eduardo y su reina, era en ese momento inglés, un depósito y puesto aduanero para el próspero comercio de la lana inglesa en el continente europeo.

Lo más singular era que las guerras habían resultado muy provechosas. Los comerciantes ingleses habían podido continuar su gigantesco comercio —con Flandes, los puertos de la Hansa en el Báltico, Italia y Burdeos— casi ininterrumpidamente. También habían obtenido grandes beneficios del avituallamiento de los ejércitos. Los éxitos alcanzados contra los franceses les habían reportado tantos saqueos y rescates de caballeros capturados que durante varios años el rey Eduardo no tuvo que imponer tributos a su pueblo.

Entonces, una soleada mañana de mayo, el mismísimo rey de Francia, un hombre encantador y galante, capturado en combate el año anterior, llegaba a Londres en calidad de huésped cautivo. Y allí llegaba el heroico Príncipe Negro, digno jefe de la nueva orden de caballería fundada por su padre, los caballeros de la Jarretera, cabalgando con exquisita cortesía junto al monarca cautivo, en un pequeño palafrén, como si fuera su escudero. No era de extrañar, al contemplar esas incomparables flores de la caballería, que los londinenses acudieran en masa a darles la bienvenida.

—El rescate del Rey será imponente —decían.

Cuando el cortejo llegó a la altura del alcalde Gilbert Bull, de pie sobre una pendiente detrás de las autoridades, se volvió hacia la joven que estaba a su lado y comentó:

—He decidido casarme contigo.

La muchacha lo miró.

—¿Mi opinión no cuenta? —preguntó.

—No —contestó él amablemente—. Creo que no.

Ella sonrió. Deseaba un marido capaz de tomar decisiones. Y Bull también sonrió, porque esa muchacha era exactamente la que necesitaba.

Cuando, sesenta años antes, William Bull se había retirado asqueado de todo a su propiedad en Bocton, había abandonado el comercio para consagrarse a los asuntos del campo. Su hijo y su nieto habían seguido su ejemplo. Pero en la siguiente generación, al haber dos robustos hijos y sólo una propiedad, era preciso hacer algo. En la Europa continental, la propiedad podría haberse dividido. Pero los reyes ingleses, al comprobar que ese sistema les impedía recaudar sus tributos feudales, habían insistido en la primogenitura, en que fuera el hijo mayor quien heredara. Y si Bocton iba a parar a manos del hijo mayor, ¿qué porvenir le aguardaba a Gilbert, su hermano menor?

Siempre existía la Iglesia, por supuesto. Pero en esos momentos el sacerdocio implicaba casi sin excepción el celibato, y el joven Bull no deseaba en asboluto hacer voto de castidad. También tenía la opción de una carrera militar. A los catorce años había partido con el Príncipe Negro para luchar en Crécy. La experiencia había sido tan emocionante como terrorífica; pero al mismo tiempo le había proporcionado la ocasión de constatar la dura realidad de las guerras medievales.

—Lo cierto —había informado Gilbert a su padre a su regreso— es que cuando no están de campaña, nuestros soldados y sus capitanes se dedican a vagar por la campiña francesa. Si doy con un benefactor quizá prospere; en caso contrario, me convertiré en poco más que un bandolero.

—Entonces será mejor que te traslades a Londres —había respondido su padre.

El comercio. También en este aspecto, Inglaterra era un caso especial. Cuando un noble francés se casaba con una heredera comerciante, como hacían muchos, tomaba el dinero que su esposa había obtenido con el comercio, pero no se manchaba las manos comerciando. Sin embargo, aunque los reyes normandos y Plantagenet habían importado caballeros a Inglaterra que compartían esas actitudes y constituían el núcleo de la más rancia aristocracia, esas imposiciones de la Europa continental nunca habían logrado arraigar. Sólo poco más de un siglo después de la Conquista, Bull el comerciante adquirió de nuevo la propiedad familiar de Bocton. Un siglo más tarde, William Bull se retiró a ella. Antes de que naciera Gilbert, los Bull de Bocton eran idénticos a los otros miembros de la alta burguesía, algunos de los cuales eran caballeros normandos, y otros, antiguos concejales que residían en las propiedades de Kent vecinas a Bocton. Hablaban francés además de inglés, sabían escribir en latín, pagaban tributos por sus tierras, generalmente en dinero, e incluso se daban aires aristocráticos. Pero sabían de dónde procedía su fortuna y sus hijos menores seguían considerándose caballeros cuando regresaban de Londres para hacer una nueva fortuna. En ocasiones les concedían un puesto en la corte, o eran enviados en misiones donde se precisaban caballeros. Incluso cuando Inglaterra seguía siendo feudal, la sociedad entremezclada de los anglosajones y los daneses había comenzado a consolidarse en la isla septentrional.

El joven Gilbert Bull se había marchado a Londres. Se había convertido en un vendedor de lino y paño importado, un mercero. Gracias al dinero y las influencias familiares no había tardado en prosperar. Y en ese momento había elegido esposa.

Su elección no podía ser más sensata. La muchacha, hija de un reputado orfebre con parientes aristócratas, aportaría una cuantiosa dote. Era bajita, de aspecto agradable, y aunque sus pronunciadas ojeras le daban un aire un tanto ajado, tenía un carácter muy alegre. Compartía todas las opiniones que sostenía Gilbert sobre la vida y, por lo que él intuía, no le causaría quebraderos de cabeza. Estaban destinados a ser muy felices.

Gilbert Bull era muy agradable. Todo el mundo coincidía en que era un hombre cabal; como todos los Bull, jamás faltaba a su palabra; y si a veces en privado le gustaba leer libros o dar rienda suelta a su afición por las matemáticas, éstas no eran más que pequeñas debilidades que tenía perfectamente controladas. ¿No existía, pues, defecto alguno en este ordenado universo? Quizá sólo uno: un siniestro recuerdo, compartido por muchos otros, que lo impulsaba a mostrarse excesivamente cauto, ansioso de controlar el mundo que lo rodeaba. Pero como Gilbert solía decir, haciendo gala de su sensatez, nadie es perfecto.

1361

Era primavera, y el signo del zodíaco, Tauro, el toro. Durante las dos noches anteriores, el planeta Venus se había alzado por encima del horizonte, resplandeciente de amor.

A primera hora de la mañana había caído un aguacero, pero en esos momentos una húmeda brisa del sur arrastraba las nubes por el firmamento azul claro; por encima del río, Londres brillaba bajo el cálido sol, y del suelo brotaba vapor mientras los dos hombres que se hallaban de pie en el extremo sur del Puente de Londres contemplaban al bebé.

Éste estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un barril vacío junto a la concurrida calzada. No parecía tener hambre y estaba envuelto en un chal blanco bastante limpio. Daba la impresión de ser un bebé feliz. Pero no había rastro de sus padres.

—¿Crees que lo han abandonado? —preguntó el hombre más joven. Aún no había cumplido veinte años, pero su barba castaño oscuro había comenzado a bifurcarse. Tenía el rostro amplio e inteligente y unos ojos que parecían observarlo todo. Su compañero asintió con la cabeza. La persona que había abandonado al bebé allí seguramente confiaba en que algún transeúnte se compadeciera de él—. ¿Cuánto tiempo crees que tiene?

—Unos tres meses —respondió Bull.

—Te está mirando, Gilbert.

Había algo en ese bebé, incluso entonces, que indicaba que era un varón; y no cabía la menor duda de que observaba la corpulenta figura de Bull con interés.

—Es una lástima dejarlo aquí —continuó el más joven. Con frecuencia los niños abandonados acababan en el río.

Bull suspiró. Tenía una casa espaciosa. Podía permitirse el lujo de acoger al niño.

—Yo lo salvaría —dijo—, pero el riesgo…

No era necesario que concluyera la frase. Ambos sabían a qué se refería.

El bebé podía significar la muerte.

El recuerdo siniestro. Habían transcurrido trece años desde su llegada. Los astrónomos habían advertido sobre una terrible calamidad, pero nadie había hecho caso.

El año anterior, las cosechas habían sido malas y muchos pobres en Londres habían pasado hambre. El invierno había sido particularmente crudo. Y luego habían llegado las lluvias. Había llovido incesantemente, por lo que las aguas del Támesis se desbordaron y subieron casi hasta Ludgate; una lluvia que discurría formando unos riachuelos por la ladera de Cornhill, y unos arroyos a lo largo de West Cheap; una lluvia que se deslizaba por las alcantarillas y las calzadas y convertía los callejones en unos charcos de barro negro; una lluvia que llenaba los sótanos de un lodo cuyo acre hedor brotaba por entre las tablas del suelo; una lluvia que llenaba los cuartos subterráneos y hacía que las ratas se ahogaran. Una lluvia que se filtraba hasta las mismas raíces de la ciudad. Pero ninguna ciudad, ni siquiera Londres, era capaz de contener tanta humedad, y cuando por fin dejó de llover, la vieja ciudad sólo podía sudar debido a la dañina acumulación, y exudar, bajo un sol amarillento, un vaho húmedo, nefasto e insalubre.

Y entonces, a comienzos del verano de 1348, llegó la peste.

Ésta había devastado gran parte de Europa y se extendía con insólita rapidez. La peste negra había invadido la isla de Gran Bretaña y había aniquilado aproximadamente a un tercio de su población. Cuando atacaba, lo hacía súbitamente. Aparecían terribles llagas y bubones, seguidos de fiebre muy alta, pulmones encharcados y, a los pocos días, una muerte atroz. La llamaron la Gran Mortandad.

Para Gilbert era un recuerdo siniestro. El día en que la peste llegó a Londres, él había partido para Bocton, donde permaneció por espacio de un mes con su familia. Por orden de su padre, la propiedad, situada sobre un promontorio, había quedado prácticamente aislada. Los ocupantes de la casa solariega y la pequeña aldea no habían podido abandonarlas, y no habían recibido visitantes. Habían aguardado juntos, contemplando el magnífico panorama del Weald de Kent. A Dios gracias, la peste no los afectó.

Cuando Gilbert regresó a Londres, comprobó que el mundo había cambiado. En el campo, la mano de obra era tan escasa debido a la peste negra que los terratenientes competían entre sí para conseguir jornaleros que trabajaran sus tierras y el viejo sistema de los siervos se había desmoronado para siempre. En las ciudades, calles enteras de viviendas y comercios estaban desiertas. Pero eso no fue lo único que ocurrió. Una muchacha que Gilbert había amado había muerto junto con toda su familia. Nadie pudo decirle dónde estaban enterrados.

Pese al trauma, la ciudad se recuperó con asombrosa rapidez. Nada podía detener el comercio en Londres. Llegaron nuevos inmigrantes. Los hijos de los supervivientes comenzaron a llenar el tremendo vacío. Todo indicaba que la vida había recobrado su ritmo normal. Pero la peste no había pasado, sólo se había ocultado. Durante más de tres siglos, como una plaga bíblica, aparecía súbitamente para quebrar la alegre vida de la ciudad durante una temporada antes de desaparecer de nuevo. Aunque nadie sabía cómo ni dónde moraba: si en una parte siniestra e infectada de los intestinos de la ciudad, o si la había transportado el viento húmedo en una nube. En esa primavera de 1361, había vuelto a aparecer. Varias parroquias londinenses habían sufrido sus efectos. En Southwark se habían producido numerosas muertes. Y si ese bebé había sido abandonado, lo más probable era que su familia hubiera perecido a causa de la peste. Por consiguiente, Bull no se atrevía a tocarlo.

—No se han producido nuevos casos durante una semana —observó su amigo—. Si este niño estuviera infectado, ya habría muerto. Yo mismo lo adoptaría, pero soy soltero.

No obstante, Bull no se decidía a dar el paso.

Ni él ni su amigo se percataron de un carro que se aproximaba, ni en el charco que había junto a ellos. Al pasar, el carro los salpicó. El más joven se hizo a un lado de un salto, pero Bull tuvo menos suerte, y al cabo de unos instantes comprobó, con expresión compungida, que su elegante capa roja estaba manchada de barro.

En ese preciso momento el bebé se rio.

Los dos hombres se miraron sorprendidos; pero no cabía la menor duda. Aquella carita redonda miraba a Bull con una sonrisa.

—Qué niño tan simpático —dijo el más joven—. Salvémoslo, Gilbert.

Y Bull cogió al niño en brazos.

Al cabo de unos minutos, cuando ambos hombres se separaron en el centro del Puente de Londres, Gilbert Bull observó a la criatura que tenía en brazos y murmuró sonriendo: «Menuda tontería me ha hecho cometer ese bribón», se dijo sonriendo.

Hacía varios años que conocía a su joven amigo: desempeñaba un modesto cargo al servicio del Rey, aunque su padre y su abuelo habían sido vinateros. Bull dedujo que antes debían de haber sido zapateros, puesto que el apellido de la familia derivaba de chaussures, que en francés significa zapatos. Sentía gran estima hacia el joven Geoffrey Chaucer.

«Tu apellido es Ducket. El nuestro es Bull». Era la primera frase que recordaba que le habían dirigido. Qué corpulento e imponente le había parecido el comerciante cuando había pronunciado esas palabras, no con tono áspero pero sí con firmeza. Hasta ese momento, el niño había supuesto vagamente que formaba parte de la familia. Entonces comprendió que no era así. Ocurrió el día en que nació la hija del comerciante, cuando él tenía cinco años.

Pero ¿quién era él exactamente? Fue el amable Chaucer quien había descubierto la identidad del bebé a los pocos días de haberlo encontrado junto al puente.

—He hecho algunas indagaciones —comunicó Chaucer a Bull—, y parece ser que los vecinos lo encontraron en una casucha habitada por una familia de indigentes llamados Ducket, que habían muerto a causa de la peste. En realidad, es un milagro que el niño esté vivo. Los vecinos lo dejaron junto al puente confiando en que alguien lo recogiera, tal como supusimos.

Curiosamente, nadie conocía el nombre de pila del bebé. Dado que ningún niño podía entrar en el cielo sin estar bautizado, y dado que la tasa de mortalidad infantil era muy elevada, por lo general los bebés eran bautizados al poco de nacer.

—He preguntado en todas las iglesias locales —dijo Chaucer—, pero nada he podido averiguar.

Y mientras se preguntaban qué hacer, Chaucer sugirió:

—Llámalo Geoffrey. Yo seré su padrino.

Cuando cumplió tres años —ésa era la costumbre— el niño fue confirmado en la Iglesia. A partir de entonces, apenas vio a su padrino durante unos años, puesto que Chaucer se ausentaba con frecuencia. Sin embargo, aunque era un expósito y carecía de una familia verdadera, tuvo una infancia feliz. Bull siempre fue meticulosamente justo con él y su esposa estaba dispuesta a ser una madre, aunque un tanto distante, para el niño. De hecho, a Geoffrey sólo le preocupaba una cosa.

Era distinto. Tenía un mechón de pelo blanco que llamaba la atención. Peor aún, una curiosa membrana entre los dedos de las manos le daba un aspecto extraño. A menudo, Geoffrey observaba disimuladamente las manos de la gente para comprobar si tenían esa membrana. Pero nunca la tenían. Una vez descubrió que la ayudante de la cocinera, una chica gorda que apenas hablaba, también se llamaba Ducket y le preguntó ansiosamente:

—¿Eres pariente mía?

Pero la chica siguió devorando una torta de jengibre y respondió escuetamente:

—No lo sé.

La casa de Gilbert Bull estaba cerca del centro del Puente de Londres, en el lado de aguas arriba. Tenía cuatro pisos y un elevado techo a dos aguas. Estaba construida en madera y yeso y, como muchas casas elegantes, sus oscuras vigas de roble habían sido exquisitamente talladas. Una docena de curiosas gárgolas con rostro humano o de animales observaban alegremente la concurrida calle desde los voladizos del edificio. La planta baja contenía un despacho. En el primer piso, una espléndida habitación privada, un salón con una chimenea de grandes dimensiones que daba al río. La parte superior de la amplia ventana estaba llena de pequeños paneles de cristal verdoso. En la chimenea ardía carbón. Conocido como carbón marino porque era transportado desde el norte por barco, proporcionaba más calor y humeaba menos que la madera. Sobre este piso se encontraban los dormitorios, y sobre éstos, los áticos. La cocinera dormía en la cocina, en la planta baja; el pequeño Geoffrey Ducket, los sirvientes y los aprendices, en el ático.

Pero la cocina era su lugar preferido; el enorme asador junto al hogar que estaba siempre encendido; la vieja marmita de hierro ennegrecida por el uso; la inmensa tina de madera, que cada mañana llenaban de agua con un cubo que introducían en el resplandeciente Támesis; el odre lleno de pescados vivos del que la cocinera seleccionaba los más adecuados para el menú del día; el pesado tarro de miel que ésta utilizaba para endulzar; el pote de los encurtidos y la alacena llena de tarros de especias que Ducket solía destapar para oler los aromas.

Una de las cosas que más le divertía, una vez al mes, era observar a las sirvientas hacer la colada. Colocaban una enorme tina de madera en el suelo de la cocina, llena de agua caliente, sosa cáustica y cenizas de madera, donde remojaban, lavaban y enjuagaban las camisas y las sábanas, que posteriormente pasaban una y otra vez por un rodillo hasta que quedaban tiesas como una tabla. La cocinera también enseñó a Ducket cómo se limpiaba el cuero.

—Yo utilizo este líquido —le explicó—. Cojo un poco de vino y tierra de batán.

La cocinera dejaba que Ducket lo oliera, y él apartaba bruscamente la cabeza al sentir el fuerte olor a amoníaco.

—Luego añado un poco de zumo de uvas verdes. Y, como verás, acaba con todas las manchas.

Por las mañanas Ducket se quedaba pegado a la puerta de la cocina para ver a los buhoneros que acudían con sus mercancías después del oficio de tercia. Otro pasatiempo muy entretenido consistía en arrojar palos al Támesis, desde el pequeño patio donde introducían el cubo en el río, echar a correr por la peligrosa calzada y meterse en otro patio para verlos salir al otro lado debajo del arco.

Pero los momentos más gratos los pasaba con su héroe.

En la casa siempre había varios aprendices, unos jóvenes amables pero demasiado ocupados para hacer caso del pequeño expósito. Excepto uno. Diez años mayor que Ducket, con el pelo castaño y rizado, los ojos pardos y un talante despreocupado unido a unos modales encantadores, al chico le parecía un dios. Era el hijo menor de una acaudalada familia aristocrática del oeste, y su padre lo había enviado para que se incorporara a la élite mercantil de Londres. Como decía la cocinera: «Es un auténtico caballero». Pero Richard Whittington era, al fin y al cabo, un aprendiz. Antiguamente, los hombres ricos o los hijos de ciudadanos compraban o heredaban su ciudadanía. En ese momento casi siempre la obtenían por medio de las guildas. Éstas siempre habían impuesto las normas, la calidad, las condiciones de trabajo y los precios, según el oficio o la profesión. Ningún artesano ni comerciante podía trabajar si no pertenecía a una guilda. Pero en ese entonces las guildas dominaban los distritos, el consejo municipal y el consejo interior formado por los concejales. Desde las guildas artesanales más humildes hasta las grandes guildas mercantiles, como la de los merceros, que competían entre sí para controlar la política de la ciudad, las guildas eran Londres.

Whittington sentía gran simpatía por el pequeño Ducket. El expósito tenía un carácter tan alegre que el aprendiz a menudo jugaba con él. Le enseñó los rudimentos del boxeo y la lucha libre y pronto descubrió otra cosa: «Pueden derribarlo, pero siempre se levanta —decía con admiración—. Nunca se da por vencido».

A veces Whittington mostraba a Geoffrey la ciudad. La peste puede que hubiera causado estragos en la población, pero Londres seguía pletórica de vida. Todo era un maravilloso barullo. En un callejón podían toparse con la mansión de un noble, cuyo escudo de armas bordado en un estandarte de seda ondeaba en una ventana, mientras que a izquierda y derecha se veían los carteles de madera de los panaderos, los guanteros y las tabernas. Incluso la casa del mismo Príncipe Negro estaba en una calle atestada de pescaderos, en cuya verja colgaban grandes cestas llenas de hierbas para suavizar el olor a pescado. Los ricos, los de clase media y los pobres se codeaban sin mayor problema, al igual que lo sagrado y lo profano. Puede que el gran recinto amurallado de Saint Paul marcara la catedral como un lugar aparte; pero junto a la pequeña iglesia de Saint Lawrence Silversleeves, las casas que la rodeaban, que la peste negra había vaciado, se habían desmoronado y su patio se había transformado en un urinario donde los pobres iban a aliviarse, y cuyo hedor obligaba al cura a taparse la nariz con un pañuelo mientras celebraba apresuradamente los oficios.

En una ocasión emprendieron una expedición más larga, con el fin de hallar el origen del suministro de agua potable de la ciudad.

A menudo las aguas del caudaloso Támesis eran saladas, por lo que no siempre eran buenas para beber. Antiguamente, los londinenses utilizaban el pequeño Walbrook o el Fleet, pero por aquel entonces ambos ríos eran insalubres. Además de las pieles que desechaban los peleteros, había muchas viviendas con garderobes colgados por encima del estrecho riachuelo que impedían que Walbrook fuera un lugar agradable; en cuanto al Fleet, era un río muy sucio. Aguas arriba estaban las curtidurías, cuyos efluvios hacían que el Fleet apestara a orines y amoníaco. Más arriba, junto a Seacoal Lane, los barcos de carbón descargaban su mercancía y el polvo oscurecía el agua. A la altura de Newgate, los carniceros de los mataderos arrojaban los desperdicios al río. Cuando el Fleet pasaba junto al molino situado en su confluencia con el Támesis, las aguas presentaban un espectáculo lamentable.

En el centro de West Cheap había un curioso edificio que parecía la torre de un castillo en miniatura; de sus lados a través de estrechas tuberías de plomo brotaban constantemente unos chorros de agua potable, llevada allí por un pequeño acueducto. Éste era conocido como el Gran Conducto. Un domingo por la tarde Whittington y el chico siguieron la línea de tuberías hasta llegar a una espléndida fuente que las alimentaba, situada en una cuesta al norte de Westminster, a unos tres kilómetros de distancia.

Pero si al chico esas cosas le parecían auténticamente prodigiosas, a su héroe no le satisfacían en absoluto.

—Es repugnante —decía a propósito de un lugar como Saint Lawrence Silversleeves—. Es preciso limpiarlo. —En cuanto al Gran Conducto—: ¿Un conducto para una ciudad de este tamaño? Totalmente inadecuado. La ciudad debe solucionar este problema. Un día lo haré yo mismo.

Cuando Ducket le preguntó cómo se proponía hacerlo, el joven respondió con calma:

—Algún día seré alcalde.

—¿Cómo se convierte uno en alcalde? —inquirió.

En respuesta a su pregunta, Whittington señaló un sólido edificio en el cheap, justo debajo de donde comenzaba antiguamente la judería.

—¿Sabes lo que es eso? —preguntó.

En el terreno donde había vivido la familia de Tomás Becket se alzaba una hermosa capilla, con una sala construida sobre ésta, dedicada a la memoria del santo londinense.

—Aquí es donde se reúne la guilda de los merceros —le explicó Whittington—. Primero te haces miembro; luego quizá llegues a ser el presidente, y por último te nombran alcalde. Lo importante es pertenecer a esa guilda.

Ducket contempló el edificio y pensó que el hecho de ser mercero como Bull y Whittington debía de ser la cosa más maravillosa del mundo.

Cuando cumplió siete años, el joven Geoffrey Ducket fue enviado a la escuela de Saint Mary-le-Bow. Había temido ese momento, pero al llegar allí se llevó una grata sorpresa. Aunque, por supuesto, enseñaban a los alumnos a leer y escribir en latín, las clases las daban en inglés.

Bull estaba perplejo. En una conversación que el chico no oyó, el comerciante se quejó a Whittington:

—En mis tiempos daban las clases en latín y el que no obedecía se ganaba unos azotes. ¿Qué les pasa a esa gente?

—Actualmente todas las escuelas enseñan en inglés, señor —respondió el joven caballero—. A fin de cuentas, incluso en los tribunales hablan inglés.

El comerciante no estaba muy convencido.

—Supongo que para un expósito es suficiente —masculló.

Y luego estaba la jovencita. Una masa de pelo negro y rizado, una carita pálida con la nariz levemente puntiaguda, los labios rojos y menudos, los ojos de un azul grisáceo. Teophania, la había bautizado solemnemente el cura, utilizando la forma latina del nombre. Pero, a partir de ese día, todo el mundo la llamaba sencillamente Tiffany, en inglés. Bull la adoraba.

Ducket apenas le prestó atención hasta que la niña cumplió cinco años, cuando la estancia de Whittington en la casa concluyó. Durante los años sucesivos Ducket se convirtió en el acompañante de Tiffany, y, recordando la amabilidad con que Whittington lo había tratado, se afanó en ser también amable con la niña. Además, era un placer estar con alguien que lo admiraba y lo seguía a todas partes como un perrito fiel. A veces Ducket interrumpía un partido de pelota o un combate de lucha libre para jugar al escondite con Tiffany, o cruzaba el puente en ambos sentidos llevándola a hombros, lo cual encantaba a la pequeña. En otras ocasiones iban a pescar y capturaban una trucha o uno de los salmones que abundaban en el río.

De todas las cosas que podía hacer un joven, la proeza más espectacular y arriesgada se llevaba a cabo en el Puente de Londres. Un día, cuando Ducket tenía once años, Whittington comentó sin darle importancia:

—Si contemplas el río mañana por la mañana, quizá veas algo interesante.

Sólo podía significar una cosa. Nadie lo había hecho desde hacía varios meses.

A la mañana siguiente, Ducket y Tiffany, cogidos de la mano, se instalaron delante de la amplia ventana en el piso superior. El día era espléndido y el Támesis relucía, pero seis metros más abajo el agua se arremolinaba impaciente junto al gran malecón de piedra y se precipitaba con un pavoroso rugido por el canal.

—No corre peligro, ¿verdad? —murmuró Tiffany.

—Por supuesto que no —contestó Ducket. Pero en el fondo no estaba tan seguro. «Quizá no debí dejar que la niña viera esto», pensó.

Ahí estaba Whittington, con dos amigos, en un bote, de pie en la popa, remando con un solo remo como si lo que hiciera fuera lo más natural del mundo. «Dios, qué valiente es», pensó Ducket. Al aproximarse, Whittington alzó la vista, sonrió y saludó con la mano. Llevaba un pañuelo azul alrededor del cuello. Luego colocó fríamente la proa del bote en el centro del arco y se unió a la regata.

En ese momento Ducket se dio cuenta de que Bull estaba detrás de ellos. Su orondo semblante mostraba una expresión seria.

—El muy estúpido —observó, pero Ducket creyó detectar una nota de aprobación en su voz—. Será mejor que vayamos a ver si está vivo —dijo Bull cuando el bote desapareció debajo de ellos, y condujo a los dos niños al otro lado del puente, el de aguas abajo. Impulsado por la corriente, Whittington había llegado casi a la altura de Billingsgate. Entonces se quitó el pañuelo y lo agitó por encima de su cabeza en señal de triunfo. Tiffany lo observó con ojos enormes. Luego se volvió hacia Ducket y preguntó:

—¿Tú te atreverías a hacer eso?

—No creo —respondió el chico con una carcajada.

—¿Ni siquiera por mí? —insistió la niña.

Ducket le dio un beso.

—Lo haría por ti —contestó.

Cuando Ducket tenía doce años, Bull lo mandó llamar al salón.

—Dentro de poco tendrás que hacer tu aprendizaje —dijo Bull sonriendo—. Quiero que pienses qué te gustaría hacer. Puedes elegir el oficio que prefieras.

El gran momento. Hacía años que estaba esperándolo.

—Ya sé qué quiero hacer —contestó de inmediato—. Quiero ser mercero.

Como Whittington. Como el mismo Bull. El chico miró satisfecho al comerciante, pero al cabo de unos minutos se extrañó de que a éste se le hubiera borrado la sonrisa.

Gilbert Bull era un hombre inteligente. Durante unos segundos pensó que Ducket estaba siendo impertinente, pero entonces se dio cuenta: no lo comprendía. «¿Cómo se lo voy a decir?», pensó, comprendiendo que lo mejor era mostrarse firme por una vez.

—Eso es imposible —respondió—. La guilda de merceros es para comerciantes, para gente adinerada. Si tú fueras un Whittington o… —casi dijo «un Bull», pero se contuvo a tiempo. Lo cierto era que había aprendices pobres, incluso en la elitista guilda de los merceros, pero Bull no tenía la menor intención de colocar a este expósito allí—. No tienes dinero, ¿comprendes? —dijo bruscamente—. Debes aprender un oficio.

Y le ordenó que lo meditara.

Pero Ducket no permaneció abatido mucho tiempo. Al cabo de pocos días fue a dar un paseo por la ciudad, y fue asomando la cabeza en un taller o en otro, tan animado y curioso como de costumbre. «Dios sabe —se dijo— que hay muchos oficios para elegir».

Los guanteros fabricaban guantes. Los silleros fabricaban sillas. Los guarnicioneros fabricaban guarniciones. Los barrileros fabricaban barriles. Los torneros fabricaban tazas de madera. Los arqueros fabricaban arcos. Los flecheros fabricaban flechas. Los peleteros comerciaban en pieles. Los curtidores curtían el cuero (el hedor de las curtidurías le repugnaba). Luego estaban los tenderos: los panaderos y los carniceros, los pescaderos y los fruteros. Pero Ducket no podía verse como uno de ellos.

El asunto se resolvió, sin embargo, por otra vía.

Aunque el joven Ducket sabía vagamente que Chaucer, el amigo de Bull, era su padrino, apenas pensaba en el joven cortesano. A fin de cuentas, casi siempre estaba ausente. Pero de vez en cuando oía al comerciante alabar sus progresos. Éstos eran notables. De un modesto paje, el hijo del vinatero había pasado por las diversas etapas de un joven caballero en la corte y llegado a hacerse tan útil como popular. Esto último le resultaba sencillo, pues tenía un temperamento alegre.

—Un muchacho admirable. Jamás pierde los estribos —comentó Bull.

—Una vez golpeó a un fraile —observó su esposa suavemente.

—Todos los estudiantes lo hacen —contestó Bull.

Chaucer había participado en varias campañas, en una ocasión su familia había tenido que pagar un rescate por él, y había estudiado leyes por si obtenía un cargo oficial. También poseía otro don: era capaz de componer bonitos versos en francés para complacer a una dama o celebrar un acontecimiento importante. Últimamente, incluso se había afanado en traducir al francés los versos ingleses que recitaban en la corte, una insólita novedad que al círculo real le pareció deliciosa. Chaucer había sido incluido en una misión diplomática, a fin de que ampliara su experiencia. Y hacía poco había recibido otro importante premio.

En la nutrida y sofisticada corte del rey Eduardo III era frecuente hallar esposas aristocráticas para los jóvenes y ambiciosos cortesanos pertenecientes a la clase media, y Chaucer, el popular hijo de un vinatero, había tenido la fortuna de casarse con la hija de un caballero flamenco. «Menuda suerte tiene ese bribón», había comentado Bull satisfecho. Pues la extraordinaria fortuna de Chaucer era que la hermana de su esposa, Katherine Swynford, era la amante reconocida de nada menos que el hijo menor del Rey, Juan de Gante.

Había muchos hijos reales, todos ellos muchachos apuestos que ostentaban los largos mostachos tan de moda en esa época. Si Juan de Gante era más bajo y grueso que su heroico hermano, el Príncipe Negro, no por ello dejaba de tener buena planta, y seguramente era más inteligente. Por medio de su primer matrimonio se había adueñado de las inmensas tierras del ducado de Lancaster; por medio del segundo, con una princesa española, se había convertido en pretendiente al trono de Castilla. Pero su verdadero amor, la mujer por la que sentía la misma devoción que si fuera su esposa, era Katherine. Por su matrimonio, por lo tanto, podía decirse que Geoffrey Chaucer frecuentaba los aledaños de la casa real de los Plantagenet.

Juan de Gante residía en el inmenso palacio de los Saboya, junto a Aldwych. Y fue de allí donde una noche estival, cuando Ducket y la pequeña Tiffany se dirigían a Charing Cross, hablando sobre las ventajas de ser carnicero en lugar de peletero, de donde apareció un individuo con una barba bifurcada y, en cuanto reparó en el mechón de pelo blanco de Ducket, se acercó a ellos con una sonrisa y preguntó:

—¿Cómo está mi ahijado?

Cuando Ducket le contó su problema, el hombre no dudó un momento en afirmar:

—Tengo precisamente lo que buscas.

Una semana más tarde todo estaba arreglado. Ducket se dispuso a abandonar la casa junto al Puente de Londres para mudarse a la de su nuevo patrón. Una mañana estival, con unas calzas y dos camisas de lino nuevas que le había dado la esposa de Bull, el joven partió alegremente hacia su nuevo hogar. Aunque éste se encontraba a menos de dos kilómetros de distancia, no dejaba de ser una despedida. La pequeña Tiffany, junto a la puerta, le preguntó:

—¿Vendrás a verme todas las semanas?

Ducket prometió hacerlo.

—¿Me echarás de menos? ¿Todos los días?

—Claro que te echaré de menos.

Aun así, la niña permaneció un buen rato junto a la puerta, observando mientras Ducket se dirigía calle arriba.

En cuanto a Geoffrey Chaucer, éste sonrió y aseguró al muchacho:

—Tu patrón es un buen hombre, pero su situación familiar es, digamos, inusual.

Chaucer se negó a divulgar más detalles, por lo que dejó a su ahijado sumamente intrigado.

1376

Una mañana lluviosa, dame Barnikel se encaró con su hija Amy, de once años, al otro lado de la cama de matrimonio y se preparó para librar una dura batalla.

La cama de dame Barnikel era, con mucho, el mueble más valioso que había en la casa, enorme y con columnas de roble. Dame Barnikel había estado en ella con dos maridos. En las tabernas de Southwark apostaban dos contra cinco a que antes de siete años tendría un tercer marido. El primero, según decían, había muerto de agotamiento. La cama tenía un grueso colchón relleno de plumas. A sus pies había un enorme baúl de madera, decorado con bandas de hierro, en el cual dame Barnikel guardaba la ropas de cama y donde, cuando se sentaba sobre él para cerrarlo, el contenido quedaba tan apretujado que cualquier desdichada mosca que no hubiera salido volando moría asfixiada de inmediato.

Durante varios segundos dame Barnikel observó a la muchacha, que resistió su mirada. Luego empezó.

—Estás muy pálida —dijo con aspereza. Dame Barnikel se detuvo unos segundos, buscando las palabras adecuadas—. Parece —agregó alzando la voz— como si hubieras estado metida en un armario.

No esperó respuesta y planteó el tema que realmente le interesaba.

—Ese joven, el carpintero. No lo conseguirá. —Lanzó una mirada decidida a la joven—. Olvídalo —dijo con un gruñido cariñoso—, te sentirás mejor.

Mientras dame Barnikel miraba a la muchacha, suspiró quedamente. Qué parecida a su padre era Amy. Aunque de complexión más robusta, tenía el mismo rostro enjuto y cóncavo y, por lo que había podido observar, la misma tendencia a guardar silencio.

Cuando las personas veían juntos a John Fleming y a dame Barnikel, nunca podían creer que eran marido y mujer. No era de extrañar: Fleming, con su rostro en forma de cuchara y su esmirriado cuerpo, no daba la impresión de poder estar a la altura de las circunstancias. En cuanto al motivo que había llevado a dame Barnikel, un año después de haber enviudado, a casarse con el afable abacero, constituía uno de los insondables enigmas de este ordenado universo.

Pero dame Barnikel, a los treinta años, tenía un aspecto magnífico. Media cabeza más alta que Fleming, con su cabello rojo oscuro recogido en un moño como una amazona, incluso Bull, un crítico implacable, reconocía que era una mujer muy atractiva. El silencio no era una de sus virtudes. Solía vocear una indiscreción a una vecina al otro lado de la calle o compartir un secreto en tono bronco y gutural; una vez al mes se emborrachaba, y entonces, si alguien le llevaba la contraria, se ponía a rugir como un guerrero vikingo. Ante todo, le gustaba vestirse con colores alegres.

A veces eso le acarreaba problemas. Desde el reinado de Eduardo I se habían promulgado varias leyes referentes a la vestimenta. Esto no ofendía a nadie en una sociedad ordenada. A un comerciante, por ejemplo, le habría parecido una impertinencia vestir la capa roja de un concejal; y a su esposa no se le habría ocurrido llevar los vistosos sombreros de las damas de la corte. Curiosamente, las más propensas a infringir esas leyes eran las monjas, que en invierno olvidaban su voto de pobreza y ribeteaban sus hábitos con costosas pieles. Pero dame Barnikel no hacía caso de esas leyes. Si se encaprichaba de un sombrero, una seda de vivos colores o una costosa piel, no dudaba en usarlo. Y cuando, en más de una ocasión, el alguacil había ido a quejarse a Fleming, el abacero se había limitado a encogerse de hombros y decir: «Hable usted con ella». Ante lo cual el alguacil solía marcharse deprisa.

El interés de Amy en Ben Carpenter había comenzado el año anterior. La muchacha era joven y Carpenter todavía un aprendiz, pero dame Barnikel no estaba dispuesta a correr el menor riesgo. Muchas jóvenes se casaban a los trece años y los compromisos matrimoniales, incluso entre gentes humildes, se concertaban con varios años de antelación. Estaba resuelta a poner fin a ese asunto.

—No es lo suficientemente bueno —afirmó.

—Pero si es mi primo —objetó la muchacha.

No dejaba de ser cierto. Uno de los nietos del pintor de sillas de montar cuya hija había rescatado al pequeño Fleming ocho décadas antes se había hecho carpintero y había adoptado el apellido de su nueva profesión. Así, como podía ocurrir fácilmente entre unas familias que ejercieran esos oficios, dos ramas se apellidaban respectivamente Painter (pintor) y Carpenter (carpintero), y ambas estaban emparentadas con Amy. Dame Barnikel, sin embargo, acogió esa información con un bufido.

—A mi padre le cae bien.

Éste era el problema. Por algún motivo, Fleming sentía gran simpatía por el solemne artesano; de no ser así, dame Barnikel ya habría despachado al joven con cajas destempladas. Para ella era una cuestión de honor respetar escrupulosamente la opinión de su marido en todo lo referente a su hija.

—El motivo de que te sientas atraída por él —dijo a su hija— se debe a que es el primero que se ha fijado en ti. Eso es todo.

A menudo dame Barnikel se sentía perpleja ante la conducta de su hija Amy. Ella misma había nacido en el seno de la familia Barnikel de Billingsgate. A los trece años se había casado con un tabernero. A los dieciséis, tras haber enviudado, se había casado con Fleming. Pero tenía una personalidad tan marcada que siempre la habían llamado por el apellido Barnikel, al que, como si se tratara de la esposa de un concejal, los propios concejales añadían el prefijo de dame. «Temo que me corte la cabeza si no lo hago», había comentado una vez Bull en tono jocoso.

De su primer marido dame Barnikel había heredado la taberna George, en Southwark, que llevaba quince años regentando ella misma. Era miembro de la guilda de los cerveceros.

Estas medidas no eran infrecuentes en Londres. A menudo las viudas tenían que tomar las riendas del negocio familiar; un gran número de pequeñas cervecerías estaban regentadas por mujeres. Varias guildas contaban con mujeres entre sus miembros y en los oficios relacionados con tejer o coser había muchas aprendices. Normalmente, cuando una viuda se casaba con un hombre de otra profesión, ésta renunciaba a la suya. Pero dame Barnikel había anunciado que seguiría regentando su negocio, a lo que ningún cervecero había osado oponerse.

A Amy no le interesaba el negocio; prefería colaborar en las tareas domésticas; y cuando su madre sugería que aprendiera un oficio, la joven negaba con la cabeza y respondía: «Sólo quiero casarme». En cuanto a Carpenter, cada vez que dame Barnikel se topaba con el joven artesano, con sus piernas torcidas, su cabeza desproporcionada en relación con su cuerpo, su orondo semblante y sus ojos de mirada solemne, solía murmurar: «Dios, qué aburrido es». Y ése era precisamente el motivo por el que, según suponía dame Barnikel, Amy se sentía atraída por él.

—Serías mucho más feliz con el joven Ducket —le dijo su madre, que sentía una gran simpatía por el aprendiz de su marido. Puede que tuviera un aspecto un tanto extraño y fuera un expósito, pero dame Barnikel admiraba su carácter jovial. A su hija también le caía bien, pero bebía los vientos por el taciturno artesano—. De todos modos —concluyó dame Barnikel—, el verdadero problema es mucho peor que eso.

—¿A qué te refieres? —preguntó su hija.

—Pero ¿no te has dado cuenta? El pobre chico es lelo. No está bien de la cabeza. Serías el hazmerreír de la ciudad.

Al oír estas palabras la pobre Amy se deshizo en lágrimas y salió apresuradamente de la habitación, mientras dame Barnikel trataba de decidir si lo que acababa de decir lo había dicho en serio o no.

James Bull, a la edad de dieciocho años, era un orgullo para su raza. Alto, fuerte, rubio y de rostro ancho, sus antepasados sajones lo habrían reconocido de inmediato como uno de ellos. En todo momento, sus ojos azules y penetrantes denotaban que era un hombre honrado. Jamás había faltado a su palabra ni se le había ocurrido siquiera hacerlo. En resumen, el adjetivo que mejor lo describía era franco.

En el modesto negocio de pescado que la familia regentaba aún, todo el mundo habría estado dispuesto a poner la mano en el fuego por él. Sus padres confiaban en él ciegamente, sus hermanos y hermanas menores lo admiraban; y si, durante tres generaciones, el negocio nunca había rendido más que lo justo para dar de comer a la familia, todos estaban convencidos de que James los conduciría a grandes cosas. «Todo el mundo confía en él», solía explicar su madre con legítimo orgullo.

No obstante, sus padres tenían ciertas reservas sobre el plan de James de visitar a su primo Gilbert Bull. Habían transcurrido más de ochenta años desde que la familia de pescaderos se había reunido con los acaudalados Bull de Bocton, y todos temían que lo humillaran. El proyecto de James de transformar la suerte de la familia entusiasmaba a sus hermanos y hermanas, pero su padre, un hombre de carácter apacible, no estaba tan seguro.

James, sin embargo, estaba lleno de confianza.

—Él no se enfadará —dijo a su padre— en cuanto vea que soy sincero.

Y así, una soleada mañana de primavera, James partió para la gran mansión en el Puente de Londres.

Cuando Gilbert Bull regresó a su casa desde Westminster, experimentó una sensación de pesar.

El largo reinado de Eduardo III tocaba a su fin, y, por desgracia, no era un fin digno. ¿Dónde habían quedado los triunfos de antaño? Se habían desvanecido. Los franceses habían logrado recuperar casi todos los territorios que el Príncipe Negro había conquistado. La última campaña inglesa había sido costosa y una lamentable pérdida de tiempo, y el mismo Príncipe Negro, que había enfermado durante la campaña, había muerto ese verano, triste y hundido, en Inglaterra. En cuanto al Rey, que ya chocheaba, tenía una joven amante, Alice Perrers, quien, como suelen hacer estas mujeres, había enfurecido a los jueces entrometiéndose en su tarea y a los comerciantes, gastando el dinero de sus impuestos en ella misma.

Pero lo más grave, al menos para Bull, era que la sesión del Parlamento acababa de clausurarse.

La costumbre de convocar parlamentos, utilizada tan arteramente por Eduardo I, se había convertido más o menos en una institución durante el largo reinado de su nieto, Eduardo III. Asimismo, era costumbre que esas grandes asambleas se dividieran en tres partes. El clero solía reunirse en un lugar; el Rey y su nutrido consejo de barones, el Parlamento propiamente dicho, por lo general se reunían en la cámara pintada del palacio de Westminster; y los caballeros de los condados y los burgueses, denominados, con cierta condescendencia, los comunes, solían permanecer reunidos hasta que el Rey los mandaba llamar en la octogonal sala capitular de la abadía de Westminster.

Los comunes también habían experimentado un ligero cambio. El siglo anterior, los burgueses de las poblaciones sólo eran convocados allí muy de tanto en tanto, cuando era necesaria su presencia; pero para entonces se habían convertido en asiduos. Unos setenta y cinco municipios con representación parlamentaria enviaban a sus hombres, que a veces superaban en número a los caballeros.

Por lo general Londres enviaba cuatro; Southwark, otros dos. Y en los últimos años se había producido otra sofisticada novedad: resultaba costoso enviar un hombre a Westminster, donde en ocasiones tenía que permanecer varias semanas. De modo que algunos municipios habían decidido enviar comerciantes de Londres para que los representaran. «Al fin y al cabo —decían con razón—, esos tipos son comerciantes. Saben lo que quieren». Muchos municipios, por lo tanto, en lugar de enviar a sus tímidos provincianos, estaban representados por londinenses. Hombres ricos; hombres con amistades entre la nobleza; hombres con siglos de independencia londinense a sus espaldas. Hombres como Gilbert Bull. Ese año había representado a un municipio del oeste.

Pero no se alegraba de haberlo hecho. Pues si los historiadores han dado en llamar al Parlamento de 1376 el Buen Parlamento, lo han hecho retrospectivamente. A los ojos de quienes participaron en él resultó desastroso.

Todo el mundo estaba enojado. El gobierno había perdido una guerra y buscaba dinero; la Iglesia, que poseía una tercera parte de Inglaterra, se veía obligada por el Papa a hacer contribuciones.

Ya antes del discurso del canciller, Bull había comprendido que la sesión se presentaba difícil. Era habitual que algunos miembros llevaran peticiones, para enmendar unas ofensas, pero ese año todo el mundo tenía un rollo de pergamino. Cuando entraron en la sala capitular y se sentaron arracimados junto a las paredes, en el ambiente flotaba una sensación expectante. Los parlamentarios pronunciaron un juramento: «Nuestro debate será privado, de modo que todo hombre libre pueda expresar su opinión». Pero Bull se asombró cuando, tan pronto como hubieron concluido ese trámite, un caballero rural se dirigió hacia el estrado en el centro de la sala y declaró con calma:

—Caballeros, el dinero recaudado gracias a nuestro voto a favor ha sido derrochado. Hasta que no nos presenten las oportunas cuentas, creo que deberíamos negarnos a pagar.

El anciano rey, medio paralizado debido a un ataque apopléjico, no había acudido a la sala del consejo, de modo que fue Juan de Gante quien recibió a los representantes de los comunes al día siguiente. Normalmente sólo dos o tres miembros de los comunes comparecían humildemente ante el Rey y los barones. Pero esa vez, no sólo habían elegido un speaker para que los representara, sino que todos los comunes insistieron en presentarse con él, como una sólida y temible falange, en la cámara pintada. Peor aún, al dirigirse a Gante en el francés normando formal que solían emplear en esas ocasiones, el speaker le informó fríamente de que los comunes no estaban satisfechos con la utilización de los fondos públicos.

—En resumidas cuentas, algunos de los amigos y ministros del Rey los han dilapidado, sire, y exigimos que se les pidan cuentas.

Entretanto, según afirmó el speaker, los comunes se negaban a discutir siquiera la posibilidad de entregar más dinero al Rey. No era una petición. Era un requerimiento. Era una impertinencia. Era impensable.

Pero el Rey estaba débil y los humildes comunes iban a salirse con la suya.

La disputa se prolongó durante semanas. Los comunes acusaron a los ministros, que fueron declarados culpables y destituidos de sus cargos. Incluso hicieron —última impertinencia— que despidieran a la amante del pobre y anciano rey, que se había llenado los bolsillos. Este proceso de acusación por parte de los comunes no tardó en adquirir un nombre. En francés normando se llamaba ampeschement: lo cual significaba bochorno. Pronunciado en inglés se convirtió en impeachment.

Los comunes consiguieron todo cuanto se habían propuesto. Y aunque Juan de Gante juró secretamente vengarse de ellos, y concretamente maldijo al contingente londinense, al cual consideraba acertadamente responsable de aquel embrollo, el Parlamento se clausuró finalmente sin conceder más que la mitad de los impuestos necesarios.

Así se creó un nuevo hito en la historia constitucional inglesa. Al igual que Londres había logrado su alcalde y los barones su constitución, los humildes comunes habían impuesto su speaker y la práctica del impeachment. De esta manera se pavimentaron los primeros kilómetros del largo camino hacia una democracia posterior, no con ideales, sino con oportunismo y una serie de revueltas tributarias medievales.

No obstante, mientras se dirigía a su casa el último día del Buen Parlamento, Bull se sintió profundamente deprimido. El espectáculo del viejo rey salvado por los miembros de los Comunes sólo había logrado recordarle su propia mortalidad. Era el espíritu de la cuestión lo que le desagradaba. Iba en contra del orden establecido del universo. De modo que el mercero no estaba de buen humor cuando llegó a su casa y se encontró a James Bull esperándolo.

El joven James no se anduvo con rodeos.

—De modo que sugieres —respondió el rico comerciante— que si te casas con mi única hija y yo muero, eso garantizará que mi fortuna permanezca en la familia, ¿no es así? Debido al hecho de llamarte Bull.

El honrado joven asintió con la cabeza.

—Me pareció buena idea, señor —dijo.

—Pero ¿y si yo tuviera un hijo? —inquirió Bull—. ¿O te parece del todo improbable?

James miró a Bull con una expresión ligeramente perpleja.

—Bueno, no creo que a estas alturas sea muy probable, señor —respondió.

Había habido tres ocasiones, desde el nacimiento de Tiffany, en que Bull pensó que iba a tener un heredero. Su esposa, que no gozaba de buena salud, había abortado en las tres ocasiones. Pero Bull seguía confiando en tener un hijo varón, y, teóricamente, aún no era demasiado tarde. Así pues, el comerciante miró al joven franco y desenvuelto con escasa simpatía e hizo una pausa de casi un minuto, mientras contemplaba el Támesis, antes de responder.

—Te agradezco el haber pensado en mí —dijo suavemente—. Y en caso de necesitarte, no dudaré en mandarte llamar. Buenos días.

Más tarde, cuando su familia se agolpó alrededor de él para preguntarle cómo había ido la entrevista, el joven James Bull, con sus límpidos ojos azules ligeramente desconcertados, respondió:

—No estoy seguro. Pero creo que bastante bien.

Geoffrey Ducket sentía simpatía por su patrón Fleming y le gustaba el negocio de la abacería. Chaucer había convencido a Bull para que reservara una pequeña cantidad de dinero para el muchacho, que prometió entregarle cuando éste hubiera completado su aprendizaje.

—Entonces —le explicó Chaucer—, Fleming dejará que te hagas cargo del negocio o que montes el tuyo propio.

Hacía muy poco que la antigua Company of Pepperers, que vendía especias, se había fusionado con un grupo de comerciantes que vendían al por mayor y eran conocidos como los «grossers». La nueva guilda de los abaceros era grande y poderosa. Éstos y los pescaderos competían con las guildas de la lana y el paño por los despachos más importantes de la ciudad. Pero de todos sus numerosos miembros, pocos eran más modestos que John Fleming.

Tenía un pequeño comercio en West Cheap, junto a Honey Lane, aunque guardaba sus mercancías en un almacén detrás del George. Cada mañana él y Ducket partían de Southwark y empujaban su carreta pintada con alegres colores por el Puente de Londres. Y cuando la campana de Mary-le-Bow indicaba el fin de la jornada laboral regresaban y Ducket guardaba sus modestas ganancias en una pequeña caja fuerte que ocultaba bajo el suelo de la tienda.

Ducket se sentía a gusto en la tienda. Conocía todos sus rincones y recovecos tan perfectamente que habría podido recorrerla con los ojos vendados y, al abrir un saco o una caja, adivinar su contenido sólo con olerlo. Estaba el olor dulce de la nuez moscada y el penetrante aroma de la canela. Había azafrán y clavos, salvia, romero, ajo y tomillo. Había avellanas y nueces, castañas cuando era la época, había sal procedente de las salinas en la costa oriental, frutos secos de Kent. Y, por supuesto, los pequeños sacos de pimienta negra, el artículo más valioso de la abacería. «Viene de Oriente, por Venecia —solía decir Fleming—. Es el polvo de oro del abacero, estimado Geoffrey Ducket. Oro puro». Y su mirada parecía perderse en el infinito.

Fleming era escrupuloso. Pesaba cada artículo meticulosamente en la pequeña balanza que tenía en la tienda.

«Jamás me han llevado ante el tribunal del Pie-Powder», solía decir Fleming, refiriéndose al pequeño tribunal donde las autoridades municipales resolvían las quejas cotidianas de los compradores que acudían al mercado. Jamás hacía trampas en el peso, ni siquiera un clavo.

En cierta ocasión, poco después de que Ducket iniciara su aprendizaje, se descubrió que un pescadero vendía pescado podrido en el mercado. Ducket y su patrón vieron cómo el individuo era conducido por el cheap montado a caballo y escoltado por dos alguaciles que transportaban un cesto que contenía pescado. En el extremo de Poultry, frente a Cornhill, estaba instalado el cepo de castigo. Tras colocar un pesado yugo de madera alrededor del cuello del hombre para inmovilizarlo, quemaron el pescado debajo de sus narices y lo dejaron allí una hora antes de liberarlo.

—No parece tan terrible, ¿verdad? —le comentó Ducket.

Pero Fleming lo miró con su rostro triste y enjuto y meneó la cabeza.

—Piensa en la vergüenza que representa —respondió—. Si me lo hicieran a mí me moriría.

Ducket no tardó en descubrir otra peculiaridad de su patrón. Aunque Fleming no poseía libros, y en cualquier caso le habría costado leer el latín o el francés en que estaban escritos, lo atraía todo lo referente a la cultura y le gustaba conversar con personas eruditas. «El tiempo que uno emplea en aprender siempre es provechoso —solía decir convencido. Y cuando mencionaban a Chaucer, el padrino de Ducket, solía declarar—: Es un hombre muy inteligente. Ve a verlo siempre que puedas».

El George era uno de los más de doce mesones que había en la calle mayor de Southwark conocida como el Borough. Estaba situado en el lado este cerca del Tabard. Y aunque los burdeles del obispo se encontraban no lejos de allí, en Bankside, el George, como el resto de los mesones, era un local respetable frecuentado por gente que llegaba a Londres por negocios o peregrinos que se dirigían a Rochester o Canterbury por la antigua carretera de Kent. Detrás del mesón había una pequeña cervecería. Encima de la puerta, como era costumbre en la mayoría de los mesones, había un recio palo de unos dos metros de longitud del que colgaba una pequeña rama de hiedra. En el interior había una espaciosa sala donde por las noches dormían los viajeros que disponían de escasos fondos; los más adinerados ocupaban unas habitaciones distribuidas en tres plantas alrededor de un pequeño patio. Por las noches el establecimiento siempre estaba atestado de parroquianos, sentados en torno a unas mesas de caballete.

Dame Barnikel presidía el George de manera espléndida. Por las mañanas, los vecinos la veían salir con aspecto jovial de la pequeña cervecería donde, al igual que la mayoría de los propietarios de mesones, elaboraba su propia cerveza. Por las noches se sentaba junto al mostrador donde despachaban cerveza y vino. Detrás del mostrador, pero siempre al alcance de la mano, guardaba un pesado palo de roble por si se producía algún altercado. Delante de ella, sobre el mostrador, había un enorme pichel antiguo con la forma de un concejal. Mientras dame Barnikel actuaba de maestra de ceremonias, Amy ayudaba a atender a los clientes; pero dame Barnikel jamás permitía que Fleming les echara una mano. «Él tiene su negocio y yo el mío», solía decir.

Una de las cosas que más complacían a dame Barnikel era elaborar cerveza. En ocasiones dejaba que el joven Ducket la observara. Tras adquirir la malta —«es cebada seca», explicaba— en el muelle, la molía en el pequeño desván de la cervecería. La malta triturada caía en una gran tina a la que ella añadía agua de un enorme perol de cobre. Después de germinar, dejaba enfriar el líquido en unas pilas, antes de escanciarlo en otra tina.

Entonces se iniciaba el verdadero milagro, cuando dame Barnikel se acercaba a la tina con el cubo de madera lleno de levadura.

—Lo llamamos «Dios-es-bueno» —le explicó.

La levadura causaba fermentación, lo cual producía espuma y —en esto consistía el milagro— más levadura.

—Después de elaborar la cerveza la vendemos a los panaderos —dijo dame Barnikel.

Con frecuencia, el aprendiz la observaba mientras ésta, emitiendo unos sonidos guturales de satisfacción, aspiraba el denso y rico aroma de la espumeante tina y añadía la levadura con un cucharón, al tiempo que murmuraba:

—Maná del cielo. Dios-es-bueno.

La sabrosa cerveza de cebada de dame Barnikel era famosa en toda la ciudad.

En cuanto a la hija de su patrón, Ducket sentía simpatía por esa muchacha discreta y callada, aunque durante los dos primeros años que había vivido en casa de Fleming no habían pasado mucho tiempo juntos. A fin de cuentas, Ducket era un modesto aprendiz y ella una tímida muchachita de once años. Sin embargo, durante el último año, desde que Carpenter había entrado en la vida de Amy y ésta había adquirido mayor confianza en sí misma, su relación con el joven Ducket se había convertido en una grata amistad. Con frecuencia, los tres jóvenes se acercaban dando un paseo hasta Clapham o Battersea, o, en las tardes calurosas de verano, iban a nadar al río. Y aunque últimamente Ducket se había fijado en que Amy no era fea, lo cierto es que no se había molestado en pensar mucho en eso.

Un soleado día, poco después de que hubiera concluido el Parlamento, Ducket acompañó a Amy y a Carpenter de excursión a Finsbury Fields, una agradable zona drenada situada justo fuera de la muralla norte de la ciudad donde los londinenses acudían a practicar el tiro con arco.

Aunque por aquel entonces empezaban a verse las primeras y rudimentarias armas de fuego, las armas inglesas seguían siendo los voluminosos arcos largos, construidos con la mejor madera inglesa de tejo que habían causado la devastación en Crécy y Poitiers. Los londinenses contaban con un formidable contingente de arqueros, del que Carpenter confiaba en formar parte. Así pues, Ducket observó con interés mientras Carpenter se situaba ante la diana, arco en mano, brazo extendido, espalda derecha, y aguardó impaciente a que disparara la primera flecha.

Pero nada ocurrió. El fornido joven se quedó ahí de pie, completamente inmóvil.

—¿No vas a disparar? —le preguntó Ducket.

—Más tarde —respondió Carpenter escuetamente. Después de una pausa, al observar la perplejidad que reflejaba el rostro de Ducket, dijo en voz baja—: Tira de mi brazo.

Ducket obedeció. Pero para su sorpresa, el brazo permaneció rígido. Ducket tiró de nuevo de él, pero nada. Aunque tenía mucha fuerza, el joven comprobó que, a menos que lo derribara, no conseguiría romper la postura del arquero.

—¿Cómo lo consigues? —preguntó.

—A base de práctica —respondió Carpenter—. Y paciencia.

—¿Cuánto tiempo puedes permanecer en esa postura? —le preguntó Ducket.

—Una hora.

—Inténtalo tú —sugirió Amy.

Pero a los pocos minutos Ducket empezó a moverse, nervioso, y no fue capaz de mantener esa rígida postura.

—Me voy —dijo.

Al volverse vio que Carpenter seguía en la misma postura, inmóvil, mientras Amy, sentada en el suelo, lo contemplaba con admiración.

Ducket se llevó una sorpresa cuando, al regresar al George, se encontró a dame Barnikel, de brazos cruzados, esperándolo.

—Quiero hablar contigo —dijo mirándolo con cara de pocos amigos—. ¿Cómo crees que los jóvenes como tú se labran un porvenir en la vida?

—Trabajando duro —contestó tímidamente Ducket, pero su respuesta sólo mereció un bufido por parte de dame Barnikel.

—Ya es hora de que espabiles. Se casan con la hija del patrón, por supuesto. La cama —tronó de pronto dame Barnikel—, ahí es donde se consigue todo. Si te metes en la cama adecuada tienes resuelto el porvenir.

Ducket no entendía muy bien a qué se refería su patrona, pero sus siguientes palabras le despejaron cualquier duda.

—¿Acaso crees que voy a dejar todo esto —dijo dame Barnikel agitando la mano para indicar el George— a ese mentecato de Carpenter? ¿Crees que deseo que se case con mi hija?

—Creo que a ella le gusta —sugirió Ducket.

—Déjate de historias. Métete ahí —le ordenó dame Barnikel—, arrebátale la chica al memo de Carpenter. Si sabes lo que te conviene, no aceptes un no por respuesta.

Y se marchó, dejando a Ducket indeciso respecto al siguiente paso que debía dar.

Si había algo de lo que Bull sentía que podía felicitarse era la educación de su hija. Con su cabello ondulado y sus ojos de mirada dulce pero vivaracha, Tiffany era una criatura tan bonita que casi lo compensaba por la falta de un hijo varón.

Tiffany tenía once años cuando le dijeron que debía empezar a pensar en un marido. Ocurrió el día del cumpleaños de su padre, una soleada tarde de junio. Era la primera vez que la habían vestido como una persona mayor.

Su madre, que en los últimos tiempos parecía algo fatigada, se había animado ante la perspectiva de vestir a su hija como una mujer. En primer lugar le había puesto una túnica de seda con mangas estrechas y botones forrados de seda desde el codo hasta la muñeca. Sobre ésta le había colocado un traje azul y oro bordado que rozaba el suelo. Luego, haciendo caso omiso de las protestas de Tiffany, había peinado su negro cabello con raya al medio, muy estirado, le había hecho dos trenzas y se las había recogido en unos círculos sobre las orejas. «Ahora pareces una mujercita», había dicho su madre con orgullo. El efecto era sencillo y encantador. Y aunque Tiffany no tenía los pechos desarrollados, y aún era menuda, cuando contempló el resultado en el espejito de plata de su madre, sonrió complacida. El vestido exterior tenía unos cortes semejantes a bolsillos a la altura de las caderas y la niña introdujo sus manitas en ellos, entre las suaves sedas, lo que la hizo sentirse deliciosamente femenina.

En la casa se había reunido un nutrido grupo de gente, entre ellos varios destacados merceros. Había acudido el joven Whittington. A instancias de Tiffany, Ducket también había sido invitado y se había presentado elegantemente vestido con una camisa limpia y sencilla. Chaucer no había podido acudir porque tenía una cita en la corte, pero había aparecido por la mañana con un regalo que había hecho las delicias de Bull.

Había también otra pareja, a la que Tiffany nunca había visto: un hombre joven y una monja. Ésta, según averiguó, era la hermana Olive y procedía de Saint Helen, un convento pequeño pero exclusivo situado junto a la muralla norte de la ciudad, donde las familias acaudaladas colocaban con frecuencia a sus hijas solteras. La hermana Olive tenía el rostro pálido y la nariz larga; cuando sonreía, lo hacía con encantadora piedad; mantenía sus grandes y suaves ojos fijos en el suelo, como correspondía a una recatada monja. Su acompañante era primo suyo, un joven pálido y serio llamado Benedict Silversleeves. Ambos, al parecer, eran parientes lejanos de la madre de Tiffany. Ella los encontró bastante misteriosos.

Si al principio se sintió un poco cohibida con su vestido de adulta, no tardó en perder su timidez. Whittington se acercó a ella y la felicitó por lo guapa que estaba; Ducket la miró con franca admiración, y esto la complació. También se sintió halagada cuando la hermana Olive cruzó la habitación, alzó sus ojos castaños, esbozó una tímida sonrisa y le dijo que el vestido la favorecía mucho.

—Pero debes hablar con mi primo Benedict —dijo la monja.

Y antes de que pudiera reaccionar, la hermana Olive la cogió de la mano y la condujo al otro extremo de la habitación. Durante unos momentos Tiffany se sonrojó, pues jamás había hablado con un joven desconocido, en esas nuevas circunstancias de adultos. Por lo visto se trataba de un joven importante, lo que hizo que Tiffany se sintiera aún más cohibida. Pertenecía a una vieja familia londinense y era un estudiante de leyes destinado a llegar lejos, según le había informado la monja antes de presentárselo y había añadido suavemente:

—Por supuesto, es un joven muy piadoso.

Por lo tanto, Tiffany se sintió aliviada al comprobar la amabilidad con que el joven la trató. Su trato hacia ella era grave, pero muy cortés. Le habló de las últimas novedades referentes a la ciudad, de la deteriorada salud del Rey, de cosas sobre las que ella estaba informada, le preguntó su opinión y pareció valorarla. Tiffany se sintió halagada y adulta. Al observar a Silversleeves pensó que, aunque tenía la nariz exageradamente larga, ésta le confería un aire de solemne distinción; sus ojos negros eran inteligentes, aunque un poco misteriosos. Llevaba un justillo y unas calzas negras de excelente paño. Tiffany no sabía si el joven le gustaba, pero reconoció que sus modales, aunque un tanto ceremoniosos, eran impecables. Al cabo de un rato, éste se disculpó educadamente y se dirigió hacia la madre de Tiffany para conversar con ella sobre los méritos de ciertos santuarios.

Pero la nota descollante de la velada, que Bull mostró a todos con orgullo, estaba sobre la mesa en el centro de la habitación. Era el regalo que le habían entregado esa mañana.

—Muy propio del astuto Chaucer —declaró Bull sonriendo de gozo— ocurrírsele tal cosa.

Realmente, Tiffany jamás había visto algo parecido.

Se trataba de un objeto curioso. El elemento principal era una placa de metal circular, de unos cuarenta centímetros de diámetro, con un orificio en el centro a través del cual tenía insertado un pasador. En el borde de la placa, en la parte superior, había un aro que permitía sostener el artilugio con la mano o colgarlo, y en el dorso tenía un anteojo de observación a través del cual el usuario podía medir el ángulo de los objetos en el cielo. Asimismo, había varios discos que podían colocarse sobre la brújula, en la parte delantera. Ambos lados estaban cubiertos de líneas, marcas de calibración, números y letras que, a Tiffany, le parecieron unos signos mágicos.

—Es un astrolabio, y su fin —explicó Bull con satisfacción— es permitirnos leer el cielo por las noches. —A continuación empezó a mostrarles cómo funcionaba. Pero al cabo de unos minutos, mientras los otros trataban de seguir sus explicaciones, Bull se confundió con las complicadas líneas y, tras menear la cabeza y soltar una carcajada, confesó—: Me temo que tendré que tomar lecciones. ¿Alguien de vosotros sabe cómo funciona este aparato?

Benedict Silversleeves dio un paso adelante. Habló con voz pausada, un tanto seca, pero utilizando unos términos tan claros y sencillos que incluso Tiffany comprendió lo que dijo. Les explicó que, según el lugar donde se hallara uno en la superficie de la Tierra, y la época del año, podían contemplarse distintos segmentos de las esferas celestes.

—El astrolabio, que Tolomeo ya conocía en la Antigüedad —dijo Silversleeves—, viene a ser un mapa movible.

Luego les enseñó con gran facilidad cómo, haciendo unos cálculos e interpretando las marcas que aparecían en el astrolabio, uno podía elegir el disco que debía colocar sobre el pasador situado en la placa delantera, y aclaró que cada disco contenía un diagrama de la constelación vista desde una latitud y una estación distintas. También les mostró cómo, al utilizar el astrolabio, uno no sólo podía identificar las estrellas en el firmamento, sino seguir la trayectoria del Sol y de los planetas. Pese a la sequedad con que se expresaba Silversleeves, a Tiffany casi le pareció oír la música geométrica de las esferas.

—Y así —concluyó Silversleeves sin aspavientos, pero con autoridad—, mediante este pequeño disco de metal, y algunos conocimientos sobre matemáticas, podemos discernir el gran movimiento del Primum mobile, y la misma mano de Dios.

Todos aplaudieron. Incluso Bull, aunque al principio no le había gustado la pinta del joven abogado, no pudo por menos de sentirse impresionado por tan brillante inteligencia, y más tarde, cuando terminó la fiesta, lo invitó a visitarlo de nuevo.

Esa noche, después de que todos se hubieran marchado, Bull, sintiéndose feliz y satisfecho, se volvió hacia su hija y comentó:

—Me pregunto, Tiffany, con quién deberíamos casarte.

De hecho, había pensado en ello en muchas ocasiones.

—En un mundo ideal —dijo Bull a su esposa—, me habría gustado verla casada con uno de los hijos de Chaucer. Pero los hijos de éste son muy pequeños, de modo que es imposible.

Bull había hecho algunas insinuaciones al joven Whittington, pero corría el rumor de que éste tenía otras perspectivas en mente. Desde el punto de vista social, a Bull le habría agradado tener a un caballero como yerno.

—Pero no un imbécil.

Entonces, al observar con afecto a su dócil esposa y a su obediente hija y, sin pensar lo que decía, Gilbert Bull observó de buen humor:

—Quiero que pienses en ello, Tiffany, aunque jamás te forzaré a casarte con un hombre que no sea de tu agrado. Tú misma debes decidir. Puedes casarte con quien desees.

No era una concesión que muchos padres en su situación habrían hecho. Con todo, impresionado por las explicaciones del joven con respecto al astrolabio, Bull no pudo resistirse a agregar:

—Quizá sería aconsejable que tuvieras en cuenta al joven Silversleeves.

No todo el mundo se sentía tan favorablemente impresionado como Bull. Mientras sus invitados se dirigían hacia el Puente de Londres, esa noche Whittington se volvió hacia Ducket y señaló al abogado que caminaba delante de ellos.

—Detesto a ese joven —observó.

—¿Por qué? —preguntó Ducket, que tenía la modesta impresión de que aquel inteligente joven pertenecía a un mundo muy distinto al suyo.

—No tengo la menor idea —respondió Whittington—, pero no me gusta.

Al llegar al extremo del puente, cuando Silversleeves se disponía a doblar a la izquierda, hacia Saint Paul, Whittington murmuró en voz lo suficientemente alta para que lo oyera el abogado:

—¿Por qué no limpia alguien la iglesia de Saint Lawrence Silversleeves? Da asco.

Pero Benedict Silversleeves no se volvió para mirarlos.

—Hipócrita —masculló Whittington.

Aunque el pensamiento de su futuro marido preocupaba a Tiffany, ésta no sabía qué hacer al respecto. En los meses siguientes ella y sus amigas se sentarían junto al amplio ventanal que daba a las aguas del Támesis que fluían bajo el puente para comentar los méritos de todos los hombres que conocían. Todas querían casarse con el mismo muchacho.

Poco después del cumpleaños de Bull murió Eduardo III, y Ricardo, el hijo de diez años del Príncipe Negro, fue proclamado rey, y Juan de Gante su leal tutor.

—Tiene nuestra edad —dijeron las muchachas.

El joven Ricardo era sin duda muy apuesto. Tenía unas facciones armoniosas y una gran prestancia, pese a su juventud. Si era terco, sólo sus allegados lo sabían.

—Y sus ojos —apostilló una de las muchachas con un suspiro de admiración— tienen una mirada triste.

Todas lo habían visto. Pero ¿cómo podían trabar amistad con él?

En cualquier caso los reyes no se casaban con hijas de comerciantes, aunque éstos poseyeran una hermosa casa en el Puente de Londres.

—Quizá tu padre te presente a un muchacho que te guste —dijo su madre a Tiffany para consolarla. Pero aunque la joven no protestó, recordaba la promesa que le había hecho su padre.

—Dijo que yo podía elegir —respondió tímidamente.

Incluso desde que trabajaba para Fleming, Ducket había cumplido la promesa que le había hecho a Tiffany e iba a verla todas las semanas. A veces se sentaban en la cocina y charlaban con la cocinera, pero cuando hacía buen tiempo salían a dar un paseo. Un soleado día de octubre de ese mismo año, fueron a visitar a Chaucer.

En los últimos tiempos Ducket había visto con frecuencia a su padrino, pues Chaucer ocupaba un nuevo cargo en Londres. Era el jefe de la aduana de la lana.

La aduana londinense era un edificio enorme situado en el muelle entre Billingsgate y la Torre. Las ordenanzas reales que regulaban todas las exportaciones de lana exigían que éstas pasaran sólo por ciertos puertos; se trataba de la importante organización inglesa de la Etapa. Y el puerto de la Etapa londinense era uno de los más grandes. Todos los días llegaban cientos de sacos de lana para ser examinados, pesados y pagados. Una vez satisfecho el arancel aduanero colocaban una etiqueta y el sello real en los sacos —bajo la supervisión de Chaucer—, antes de que éstos fueran cargados en barcos para transportarlos río abajo. A Ducket le gustaba visitar a Chaucer allí, observar a los hombres acarreando los sacos hasta la balanza, pisando la borra que cubría siempre el amplio suelo de madera. Chaucer le mostraba los infinitos pliegos de pergamino en que él y sus ayudantes anotaban todos los datos —«Al igual que el Exchequer», le explicó a Ducket— y las cajas fuertes donde guardaban el dinero. Un día, poco después de que Ducket viera el astrolabio en casa de Bull y preguntara a su padrino: «¿Qué es exactamente el Primum mobile que hace que gire el universo?», Chaucer se había echado a reír y respondido: «La lana». Pues a pesar del incremento registrado en la confección de prendas de vestir, el elemento principal de la economía inglesa, del cual dependía todo el comercio londinense, seguía siendo la vasta exportación de lana a la Europa continental.

En esa ocasión Ducket y Tiffany se encontraron con el jefe de aduanas cuando éste se disponía a marcharse a casa y decidieron acompañarlo.

La vivienda que ocupaba Chaucer, que formaba parte de su cargo, era encantadora. Estaba junto a la entrada de Aldgate a la ciudad, en la muralla norte, a pocos cientos de metros de la Torre, y consistía en una espaciosa estancia que daba a la misma puerta de Aldgate, desde la que se divisaba una espléndida vista de los campos que se extendían junto a la antigua calzada romana que conducía a East Anglia. Al llegar saludaron a la amable y ajetreada esposa de Chaucer, una mujer de pelo negro que estaba ocupada con un bebé en brazos, y Chaucer los condujo al amplio cuarto de estar situado en el piso superior.

Era una habitación muy acogedora, pero Tiffany dio un codazo a Ducket y murmuró:

—Qué desorden.

Había una gran cantidad de libros —una nutrida colección— apilados aquí y allá sobre unas mesas. Algunos estaban encuadernados en cuero, otros no; algunos estaban escritos en una cuidada caligrafía, otros en una letra tan infame que producía dolor de cabeza leerlos. Pero no eran los libros lo que daban una apariencia de desorden a la habitación, sino los pergaminos. Había multitud de pergaminos por doquier, diseminados en unos montones o por separado, algunos copiados con esmero, pero la mayoría de ellos estaban escritos a medias y llenos de borrones.

—Éste es mi refugio —se justificó Chaucer sonriendo—. Aquí paso un rato todas las tardes leyendo y escribiendo.

Tiffany había oído hablar a su padre de las actividades literarias de Chaucer y, pensando en sus problemas con los estudios, preguntó:

—¿Cuántos versos es capaz de escribir en una tarde?

—Desecho tanto material —confesó Chaucer— que a veces apenas consigo escribir un verso.

—Francamente —dijo Tiffany más tarde a Ducket— no creo que sea muy bueno.

Después de dejar la casa de Chaucer y caminar un rato por la carretera que discurría fuera de Aldgate, Tiffany, que se había puesto a pensar en su futuro marido, se volvió de pronto hacia Ducket y comentó:

—Jamás me ha besado un chico. Supongo que tú sabes hacerlo.

Ducket reconoció que sí.

—Entonces, bésame —dijo Tiffany.

De camino a casa Ducket se encontró a Benedict Silversleeves esperándolo en el extremo sur del Puente de Londres. Al margen de lo que pensara Whittington, Ducket se sentía impresionado por el joven abogado.

Silversleeves no pudo haber estado más cortés con él. Habló pausadamente y con dignidad. Esa tarde había salido por la puerta de Aldgate, según le explicó.

—De modo que creo que usted sabe lo que vi.

Ducket se sonrojó. El abogado dijo que confiaba en que el aprendiz lo disculpara, pero al mismo tiempo confiaba en que Ducket no tratara de aprovecharse de una jovencita perteneciente a una clase social muy distinta, «la cual resulta ser pariente mía». ¿Qué podía decir Ducket? ¿Que ella le había pedido que lo hiciera? A cualquier aprendiz le habría parecido una canallada.

—Quizá crea que no es asunto mío —continuó Silversleeves—, pero yo opino que sí.

No, Ducket no podía reprochárselo al joven abogado. Silversleeves había obrado de manera cabal y le hizo sentirse avergonzado.

—Bien, eso es todo —dijo finalmente el abogado—. Buenas noches.

«Tal vez —pensó Ducket—, sería mejor que no viera a Tiffany durante un tiempo».

Había transcurrido más de un año desde su entrevista con su acaudalado primo, pero James Bull no se desanimó. «La chica todavía es muy joven», dijo a su familia; y él confiaba en recibir, cuando menos, una invitación para ir un día a casa del comerciante. Precisamente pensaba en este asunto —y en el pastel de carne que su familia comería aquel día— cuando, al entrar en la ciudad por Ludgate una lluviosa tarde de noviembre, se fijó en una bonita joven que regresaba a casa llevando una cesta. Era Tiffany.

Al verla, Bull dudó sólo unos segundos. «A fin de cuentas —se dijo—, no puede molestarse si me comporto con sinceridad». Así pues, Bull avanzó hacia ella con expresión franca y paso decidido. En ese momento comenzó a llover.

—Soy tu primo James —informó a la joven—. Supongo que tu padre te ha hablado de mí.

Tiffany frunció el entrecejo. Sabía que tenía muchos parientes y no quería parecer descortés. Por otro lado, jamás había oído hablar de él.

—¿Qué debería haberme dicho? —preguntó con cautela.

James la miró, sin saber muy bien qué hacer; pero dado que tenía por norma ser franco, contestó sin rodeos:

—Creo que la idea era que me casara contigo. —Y para demostrar su interés, agregó—: Le dije que me parecía una proposición interesante.

—Pero si no te conozco —protestó Tiffany; y, dándose cuenta de que esto, en su mundo, no constituía una objeción de suficiente peso, se apresuró a aclarar—: Verás, mi padre dice que puedo casarme con quien desee.

—¿Te refieres a que tu padre dice que puedes elegir tú misma a tu marido? —preguntó James atónito. ¿Cómo era posible que el rico comerciante dijera una cosa tan excéntrica?—. ¿Estás segura?

—Sí.

—Supongo —dijo James frunciendo el entrecejo— que eso me coloca en una posición de desventaja.

—Es posible que a medida que te vaya conociendo te coja cariño —sugirió Tiffany.

—Es posible. —Pero James no estaba muy convencido.

—Uno nunca debe rendirse —dijo Tiffany sonriendo.

—¿De veras? —James la miró fijamente mientras la lluvia seguía cayendo con persistencia—. Será mejor que nos vayamos —dijo, y se alejó deprisa.

Esa noche James Bull salió a emborracharse. No lo había hecho antes. Se dirigió a Southwark, entró en el George, sin un motivo particular, se sentó solo a una mesa y pidió unas cervezas. Su presencia no atrajo la atención de Fleming, dado que no tenía aspecto de hombre erudito, pero al cabo de un rato dame Barnikel se acercó y se sentó un rato con James.

—Pareces abatido —comentó, y le preguntó cuál era el problema. Poco le dijo—: No te preocupes, un joven apuesto como tú no tendrá dificultad en encontrar novia.

—A veces —confesó James— creo que soy un poco simple. Me refiero a que soy demasiado honrado.

Dame Barnikel insistió en que no debía preocuparse y le sirvió otra jarra de cerveza. Pero más tarde se acercó de nuevo a su mesa para hacerle compañía.

—¿Ves a ese hombre? —murmuró dame Barnikel señalando a un individuo alto y corpulento que estaba sentado en un rincón, con una mujer a cada lado, y que chasqueaba la lengua después de cada trago de cerveza—. Siempre está rodeado de mujeres. Pero ¿sabes a qué se dedica? Es salteador de caminos. Dicen que roba a los peregrinos cuando pasan por Kent. ¿Y sabes dónde estará dentro de cinco años? Colgado de una horca, te lo aseguro. De modo que sigue siendo honrado y todo te irá bien —concluyó dame Barnikel dándole una palmada en el hombro.

Esa noche, cuando se durmió, borracho como una cuba, James Bull vio, con cierta satisfacción, al salteador de caminos colgado de una horca, mientras él contemplaba la escena con una joven cogida de su brazo. Probablemente Tiffany. Esa imagen le dio el suficiente valor para murmurar en sueños: «Yo les demostraré quién soy».

Si James Bull se sintió desanimado, para Tiffany, que llegó a casa calada hasta los huesos, la entrevista resultó una grata revelación. Esto de que un joven pretendiera casarse con ella, pensó, podía ser divertido. Y cuando en Navidad su padre le preguntó si había pensado en el tema, ella le rogó, dócilmente, que le diera unos pocos años más para considerarlo, y él accedió de buen grado.

—A fin de cuentas —dijo el comerciante a su mujer esa noche—, con mi fortuna, supongo que le encontraremos un marido aunque haya cumplido los quince.

Y el asunto quedó zanjado durante un tiempo.

1378

Aunque la amenaza de otra guerra con Francia, que en ese momento contaba con el respaldo de Escocia, seguía perturbando al consejo del joven rey, los últimos acontecimientos eran aún más enojosos: unos piratas franceses se dedicaban a atacar los barcos mercantes ingleses y el consejo se sentía impotente ante aquel atropello. El tío del monarca, Juan de Gante, orgulloso pero con buena fe, había encabezado una expedición a la región costera francesa, pero nada consiguió y regresó cubierto de ridículo. Sin embargo, en cuanto regresó, un mero mercader londinense, un joven emprendedor llamado Philpot, de la guilda de los abaceros, había equipado una pequeña flotilla de su propio bolsillo, había derrotado a los piratas y había regresado a la ciudad en olor de triunfo.

—Nuestra propia guilda —explicó Fleming a Ducket con tono triunfal—. Deberíamos nombrarlo alcalde.

Y a partir de ese día Fleming solía decir lleno de orgullo a su aprendiz: «Puede que Gante sea tío del Rey, pero Philpot vale mucho más que él».

Pero después de ese triunfo se produjo un grave incidente. Una noche, otro tío real, el hermano menor de Gante, fue atacado junto con sus acompañantes por una cuadrilla de rufianes cerca de la ciudad. El príncipe supuso que se trataba de un complot urdido por los londinenses, y nada de lo que el alcalde o los concejales pudieron decir logró convencerlo de lo contrario. Furioso ante las protestas de inocencia de éstos y su negativa a juzgar a los presuntos culpables, el príncipe exclamó:

—Los príncipes reales han sido insultados.

Una aseveración con la que Juan de Gante se mostró de acuerdo.

—Ha llegado el momento —dijeron los príncipes— de dar a esos impertinentes londinenses una lección.

Los reyes habían amenazado en otras ocasiones a los londinenses con sacar sus tropas a la calle, y les habían impuesto multas, e incluso habían modificado las normas del comercio para debilitar a los poderosos comerciantes; pero la táctica utilizada por los tíos reales con el fin de enseñar a la ciudad a mostrarse respetuosa con ellos representaba una novedad.

Todo comenzó una soleada mañana, poco antes de que llegara el invierno. Ducket y Fleming acababan de abrir la tienda cuando apareció un grupo de jinetes trotando por el cheap. Uno de ellos sacó su espada y tiró al suelo un enorme bote de barro que contenía fruta confitada, que se hizo añicos. En lugar de disculparse, sus compañeros se echaron a reír y prosiguieron su camino. Momentos después de esa extraña exhibición, pasó un carro cargado con diversos objetos. Al cabo de unos minutos, cuando Whittington pasó delante de la tienda, Ducket y Fleming averiguaron qué significaba.

—¿No os habéis enterado? Los príncipes lo decidieron anoche. Van a retirarse de la ciudad.

Al cabo de una hora una riada de gente comenzó a salir de la ciudad: caballeros y soldados, mozos de cuadra guiando caballos, sirvientes conduciendo carros cargados de artículos domésticos. Un cortejo de elegantes damas, acompañadas por unos escuderos, pasó delante de la tienda y se dirigió hacia Ludgate.

—Quieren arruinarnos —dijo Fleming desesperado.

Era cierto. Con sus vastas propiedades y sus inmensos séquitos, la mitad de la riqueza de Inglaterra pasaba por las manos de los príncipes. E iba a parar a manos de cada comerciante londinense.

Durante los días y semanas siguientes, los ciudadanos pudieron calibrar la gravedad de la crisis. El West Cheap estaba medio desierto.

—Todos los abaceros se han visto afectados —dijo Fleming—, y los pescaderos y los carniceros aún más.

Pero no fue hasta poco antes de Navidad que los londinenses tomaron una decisión.

—Van a sobornar a los príncipes para que vuelvan —informó Whittington a Ducket. Y al observar la expresión de perplejidad del muchacho le explicó—: Un gigantesco regalo de la ciudad. Todos los hombres importantes han contribuido a él. Bull ha dado cuatro libras.

Incluso un joven mercero como Whittington había decidido aportar cinco marcos.

—Esto se llama comprar a tus clientes —dijo con un guiño.

Aunque Fleming estaba contento con Ducket, éste sabía que dame Barnikel se sentía menos satisfecha de él. No había conseguido conquistar el corazón de Amy, ni creía llegar a hacerlo. Lo cierto es que no había puesto mucho empeño. «O le gusto o no», pensó Ducket. Si comenzaba a cortejarla y Amy rechazaba sus galanteos, las relaciones de Ducket con el resto de los habitantes de la casa se harían insoportablemente tensas.

Poco después de Navidad, Carpenter y Amy fueron a ver a los padres de la joven para hacerles una proposición muy simple. Deseaban prometerse en matrimonio; pero dado que Amy, a sus trece años, aún no era una mujer hecha y derecha y el joven y solemne artesano estaba impaciente por convertirse en un maestro en su oficio antes de lanzarse a lo que él denominaba «el peligroso estado del matrimonio», había pedido a Amy que esperara tres años antes de casarse.

—Pero quizá crean que es un plazo demasiado largo —había dicho Carpenter a los padres de Amy.

—No, no. En absoluto —se había apresurado a responder dame Barnikel—. Toda prudencia es poca en un asunto tan importante como el matrimonio.

Y si no hubiera advertido que Amy la miraba fijamente, dame Barnikel habría pedido a Carpenter que lo alargara hasta cinco años. Más tarde, ésta comentó a Fleming:

—Confiemos en que para entonces nuestra hija se haya cansado de él.

Fleming, por su parte, se sintió satisfecho del acuerdo, y Amy se aferró a él con silenciosa determinación, como si el carpintero fuera una balsa en medio de un embravecido mar. Para ella el asunto estaba zanjado.

Pero no para dame Barnikel. Unos días más tarde, de regreso a casa, al meter el carro en el patio del George, Ducket vio a dame Barnikel de pie junto a la puerta. En ese mismo instante el aprendiz maldijo su estupidez. Lo había olvidado. Era la época del mes en que su patrona se emborrachaba.

La vistosa cabellera roja de dame Barnikel le colgaba por la espalda; tenía los ojos inyectados en sangre y miraba a su hija como una fiera dispuesta a devorar a su presa. La muchacha se hallaba de pie delante de ella, temblando de miedo.

Ducket no llegó a averiguar lo que dame Barnikel había dicho a su hija, pero en cuanto lo vio se volvió hacia él esbozando una extraña sonrisa.

—Eres precisamente el hombre que necesitamos —dijo.

Y antes de que Ducket pudiera reaccionar sintió que dame Barnikel lo agarraba del brazo con fuerza.

—Tú también —masculló y, agarrando a su hija también de un brazo, empujó a ambos jóvenes hacia el almacén. Sin hacer caso de sus protestas, dame Barnikel abrió la puerta y metió a su hija en el cobertizo. Luego empezó a empujar a Ducket para obligarlo a entrar, y aunque éste era más fuerte que la mayoría de los jóvenes de su edad, comprobó que estaba totalmente indefenso ante dame Barnikel, que lo alzó en volandas y lo arrojó dentro del almacén como si fuera un niño.

—Ya es hora de que os conozcáis más a fondo —gruñó la mujer.

Al cabo de un momento dame Barnikel cerró la puerta del almacén, echó el cerrojo y Ducket y Amy la oyeron alejarse.

En el almacén hacía frío. Ambos jóvenes permanecieron un rato en silencio. Al fin Amy dijo:

—Mi madre quiere que me case contigo.

—Lo sé —respondió Ducket.

Durante unos minutos ninguno de los dos dijo una palabra.

—¿Crees que Ben Carpenter está loco? —preguntó Amy.

—No —contestó él. Tras una pausa preguntó—: ¿Tienes frío?

Amy no respondió, pero Ducket se acercó a ella y, al rodearle los hombros con el brazo, comprobó que estaba tiritando. Ambos jóvenes permanecieron otra hora sentados en el almacén, en silencio, hasta que Fleming los encontró y dejó que salieran.

El misterio comenzó pocos días después.

En los últimos días Fleming parecía un tanto decaído. El negocio del mercado no andaba bien y Ducket había observado varias veces que su patrón se quedaba enfrascado en sus pensamientos; y cuando no encontraba con quién charlar por las tardes, se sentaba junto al fuego, cabizbajo, con una expresión tan triste que Ducket le dijo:

—Parece como si esperara malas noticias el día del Juicio Final.

Así pues, una tarde en que Fleming parecía más abatido que de costumbre, Ducket se alegró al ver aparecer en la taberna a una inesperada figura. Era Benedict Silversleeves, bien abrigado en una holgada capa negra, quien acababa de regresar de Rochester por la fría carretera.

Aunque el joven abogado le infundía un gran respeto, y aunque la última vez que se habían encontrado Silversleeves lo había amonestado por besar a Tiffany, Ducket no dudó ni un momento. Fleming estaba deprimido; Silversleeves era la clase de hombre culto con quien a su patrón le agradaba conversar. Así pues, el joven cruzó la estancia, se presentó e invitó a Silversleeves a que se sentara con Fleming junto al hogar.

El abogado no pudo haber estado más amable. Si recordaba el delito de Ducket, no lo manifestó. Con una copa de vino caliente en la mano, se acercó al pequeño abacero y a los pocos minutos ambos hombres se hallaban enfrascados en una conversación sobre temas tan abstrusos que Ducket se retiró sin que ellos lo notaran. En varias ocasiones, al mirar a Fleming, el aprendiz observó en el enjuto rostro de su patrón una expresión de alegría que demostraba que el abacero había encontrado, al menos esa tarde, a un hombre realmente instruido.

Ducket no sabía qué hora era cuando lo despertó un ruido. No era muy fuerte, tan sólo el sonido de una puerta al abrirse. Una puerta que no debería estar abierta. El joven se incorporó sobresaltado.

Al cabo de un momento Ducket salió al patio y se dirigió sigilosamente hacia el almacén. La puerta estaba entornada y dentro se veía una luz. Ducket se acercó de puntillas, lamentando no ir armado, y, movido por la curiosidad, miró dentro del almacén.

Era Fleming.

Ducket no había hablado con su patrón después de que Silversleeves se hubiera marchado. Lo había visto charlar con otras dos personas, y le había parecido que tenía un aspecto completamente normal, incluso más alegre que de costumbre. En un momento dado lo había visto salir con un individuo alto que, según dedujo Ducket, le había pedido que le indicara el camino a Bankside. El aprendiz creyó que el abacero se había retirado con el resto de los ocupantes de la casa. Pero sin duda había ocurrido algo raro, pues de otro modo no se explicaba lo que en ese momento veía.

Fleming se hallaba sumido en un trance. Estaba solo, de pie frente a la puerta. Pero aunque miró fijamente a Ducket, era como si no lo viera. Sobre uno de los sacos había una lámpara encendida. El abacero sostenía las manos ahuecadas delante de él, llenas de preciosos granos de pimienta. Por fin, al percatarse de la presencia de Ducket, lo miró con expresión de éxtasis, como si fuera un ángel, y le preguntó:

—¿Sabes qué es esto?

—Granos de pimienta —le respondió el atónito aprendiz.

—En efecto. Son granos de pimienta. ¿Crees que son valiosos?

—Sí, por supuesto. Es el artículo más caro que vendemos.

—Ah —dijo Fleming, asintiendo con la cabeza.

Luego, lenta pero deliberadamente, abrió las manos y dejó caer los granos de pimienta al suelo. Ducket lo miró horrorizado. Pero Fleming sonrió.

—No valen nada —dijo—. Nada en absoluto.

Cuando Ducket se acercó para recoger los granos de pimienta del suelo, Fleming lo agarró del brazo y murmuró con tono impaciente y confidencial:

—Pero ¿y si un hombre descubriera el secreto del universo? ¿En qué se convertirían entonces los granos de pimienta?

Ducket tuvo que confesar que no lo sabía.

—Pero yo sí —dijo Fleming suavemente. Luego, mirando fijamente a Ducket bajo la tenue luz de la lámpara, preguntó—: ¿Crees que mi esposa es una buena mujer?

Ducket asintió con la cabeza.

—¿No crees que éste es un magnífico lugar? —inquirió el abacero señalando con una esquelética mano los dominios de su mujer que se encontraban en sombras—. Sí, señor. Y le pertenece a ella. —Fleming meneó la cabeza y emitió una extraña risita—. Nada —dijo, dirigiéndose al parecer a los sacos que había alrededor. Luego, mirando de pronto al muchacho con una expresión enloquecida, añadió—: Pronto, Ducket, verás cosas prodigiosas.

Tras estas palabras Fleming se quedó mirando el infinito con expresión ausente y Ducket, temeroso de interrumpir sus reflexiones, se fue a acostar.

A la mañana siguiente el abacero amaneció con un aspecto perfectamente normal, y Ducket creyó que a nadie debía mencionar el incidente. No obstante, el joven se preguntó qué podía significar.

A veces Tiffany se sentía extrañada, y dolida, de que Ducket apenas fuera a verla, pese a la promesa que le había hecho. «Un beso —pensó ella—, y prácticamente desaparece del mapa». ¿Acaso era algo tan terrible? Aunque era una jovencita muy recatada, había decidido besar a otros hombres para perfeccionar ese arte.

Poco antes de que Tiffany cumpliera trece años, su padre se afanó en que apareciera por la casa del Puente de Londres una adecuada colección de candidatos. Aunque Whittington, lamentablemente, ya tenía esposa, llevó a otros jóvenes merceros de buena familia; tres concejales tenían hijos varones en edad casadera; había un vinatero italiano, un acaudalado viudo alemán, un comerciante hanseático que tenía la costumbre de poner los ojos en blanco y fue rápidamente eliminado de la lista, y al menos otros doce buenos partidos. Había incluso un joven noble, heredero de una inmensa propiedad en el norte; pero aunque era muy apuesto, tanto el padre como la hija acordaron que era estúpido.

A medida que transcurrían los meses, entre Bull y su hija se había establecido una nueva relación. Naturalmente, había muchas cosas que Tiffany prefería comentar con su madre; pero aunque siempre había tratado a su padre con respeto, al cabo de un tiempo comenzó a compartir confidencias con él, cosa que sorprendió al mismo Bull. El comerciante nunca había tenido muy en cuenta la opinión de las mujeres, y menos aún las de una jovencita; pero ahora, dado que no tenía otros hijos con quienes conversar, y habiendo concedido a Tiffany voz y voto en la cuestión de su futuro marido, empezó a sentirse fascinado por lo que pasaba por la mente de su hija. «¿A que no sabes lo que piensa Tiffany sobre el joven fulano de tal?», solía preguntar Bull a su esposa con orgullo. Cada vez que el comerciante llevaba un nuevo candidato a casa, aguardaba el veredicto de Tiffany con curiosidad. «Cuando llegue el momento, estoy seguro de que Tiffany hará una buena elección, guiada por mí», solía decir Bull. Entre tanto, no tenía ninguna prisa en casar a su hija. «Ninguno de esos jóvenes es digno de ella», afirmaba algunas veces.

Sin embargo, había un candidato por quien Bull sentía más simpatía. Se trataba de Silversleeves.

La estrategia empleada por el joven abogado era absolutamente respetable.

—Debo deciros —comunicó a Bull— que aunque provengo de una familia muy antigua, mi fortuna es modesta.

Habían transcurrido varias generaciones desde que la familia se había mudado de la vieja casa de los Silversleeves, más abajo de Saint Paul. Su madre, que era viuda y había fallecido hacía poco, ocupaba una humilde vivienda en Paternoster Row, al oeste de la catedral.

—Pero —confesó el joven— soy ambicioso.

Y como sabían ambos, en las últimas décadas el estudio y el ejercicio del derecho en Londres había comenzado a rivalizar con la Iglesia como vía de acceso al poder. Muchos jóvenes de entonces, que preferían un matrimonio honrado en lugar de hacer voto de castidad, seguían este camino, y había tantos abogados como obispos instalados en cargos influyentes. «Vuestra hija es adorable —solía decir Silversleeves a la madre de Tiffany—. Si alguna vez logro conquistar su corazón, me esforzaré noche y día por hacerla feliz».

Pero, muy sensatamente, el joven confió también a Bull:

—Admiro vuestra generosidad, señor, al permitir que sea vuestra hija quien elija. Pero, entre nosotros, si yo no gozara de vuestra aprobación, no me sentiría cómodo tratando de cortejar a Tiffany.

Cada pocas semanas, Silversleeves llevaba un regalo, un pequeño detalle, a la esposa de Bull.

Con Tiffany se comportaba como un amigo agradable, pero era natural que la joven lo admirara. Puede que Silversleeves no tuviera una gran fortuna, como él mismo reconocía, pero iba siempre impecablemente vestido y poseía un magnífico caballo. Podía hablar de cualquier tema. Tenía sentido del humor. Y cuando comentaba con él las últimas novedades, Silversleeves notaba que Bull respetaba su criterio.

—Sin duda es el hombre más inteligente de cuantos he conocido —dijo Tiffany un día a su madre.

—¿Y?

—No sé. Creo que soy demasiado joven —contestó la joven.

Tiffany no sabía cómo expresarlo. El caso era que cuando leía relatos sobre caballeros que morían por el amor de sus damas experimentaba una extraña excitación, pero no sabía si se trataba de la sensación de una persona adulta o de una chiquilla inmadura. En cierta ocasión, al comentar un relato de amor y aventuras que había leído, preguntó a su madre:

—¿De veras existen esos hombres?

—Bueno —respondió su madre haciendo una pausa antes de proseguir—, ¿has conocido tú a alguno?

—No.

—Entonces no te hagas demasiadas ilusiones —le recomendó.

—En tal caso no quiero casarme hasta haber cumplido al menos los quince años —decidió Tiffany.

Cuando Ducket hizo un repaso de su vida, a comienzos de la primavera de 1379, hubo una cosa que le preocupó soberanamente: tenía diecisiete años, pero aún no se había acostado con una mujer.

Había besado a algunas, como es lógico. En lo referente a la lucha libre o al boxeo, había demostrado ampliamente su virilidad ante sus compañeros. Pero cuando sus amigos visitaban los burdeles de Bankside, como hacían con frecuencia, Ducket siempre aducía algún pretexto para no acompañarlos. No era porque fuera tímido, sino porque la sordidez de ese lugar y el riesgo de contraer una enfermedad lo repelían. A veces, dado que era un joven sano y bien parecido, notaba que las mujeres lo miraban con admiración, pero no sabía cómo abordarlas.

No podía confiar su problema a Fleming, ni a Bull, ni siquiera a su experimentado padrino Chaucer. Pero un día, a comienzos de abril, al encontrarse por casualidad con Whittington en el cheap, le pidió que lo aconsejara sobre el particular.

—Quizá pueda ayudarte —respondió Whittington—. Dame un par de semanas.

Diez días más tarde Ducket acudió, con cierto nerviosismo, a la cita que había concertado con su amigo en una taberna, detrás de Saint Mary-le-Bow. Pero cuando entró en el abarrotado local, Whittington lo saludó con expresión cariacontecida.

—Se ha producido una demora —murmuró con tono apenado—. Estoy atrapado. Ayúdame a entretener a esa persona hasta que se marche. Luego veremos qué podemos hacer.

Cuando Whittington lo condujo a una mesa Ducket comprobó con disgusto que la causa de la demora no era otra que la prima de Silversleeves, la monja de nariz prominente de Saint Helen, a la que había visto un día en la casa del Puente de Londres.

—No se te ocurra decir una palabra de lo nuestro —murmuró Whittington.

Ducket apenas podía concentrarse en la conversación. Más de una vez miró disimuladamente alrededor tratando de detectar a la mujer que, según creía, iba a presentarle Whittington, pero fue en vano. Entretanto Whittington, para lucirse ante la monja, hizo tal alarde de seriedad y buenos modales que daba la impresión de que asistía a diario a misa. Por su parte, la hermana Olive le formuló algunas preguntas sobre él y su familia y esbozó una sonrisa que indicaba aprobación.

Al cabo de un rato la hermana Olive manifestó su deseo de marcharse. Whittington la condujo hasta la puerta y salió con ella, probablemente para acompañarla a West Cheap, según dedujo Ducket. Al cabo de unos minutos regresó.

—Lamento la interrupción —dijo sentándose a la mesa—. Pero ahora, amigo mío —continuó sonriendo—, vamos a lo nuestro. ¿Estás preparado para acostarte con una mujer?

Al llegar a la puerta, Ducket lo agarró del brazo y balbució:

—¿Estás seguro…?

—Está sana. Te lo prometo.

—¿La conozco siquiera de vista?

—Vi cómo la buscabas —le contestó Whittington echándose a reír—, pero ella sí te ha visto. Y le gustas.

Ambos salieron al patio de la taberna, donde una pequeña escalera de madera conducía a una habitación que daba a un pequeño huerto rodeado por una tapia. Por debajo de la puerta se filtraba una luz tenue.

—Anda, sube —dijo Whittington a Ducket—. ¡Te aguardan las puertas del paraíso!

Y sin decir otra palabra Whittington echó a andar hacia el callejón.

Había llegado el momento que Ducket tanto anhelaba. Pero ¿sabría cómo comportarse? ¿Le fallaría su virilidad? El joven sintió que el corazón le latía con fuerza mientras subía lentamente por la escalera y abría la puerta de la habitación.

Era una estancia agradable. El suelo estaba cubierto por una mullida estera. A la derecha había una cómoda de roble que relucía bajo la suave luz de la lámpara que reposaba sobre ella. A la izquierda, una ventana con los postigos cerrados. En medio de la habitación había una cama de columnas con un grueso colchón y unas mantas.

Y sobre la cama, desnuda, con su cabello negro desparramado sobre los hombros, estaba la delgada y pálida figura de la hermana Olive.

Fue Whittington quien se lo contó a Bull. De hecho, se lo contó a varias personas. No pudo resistirse, no porque quisiera perjudicar a la hermana Olive, sino para fastidiar a Silversleeves, el primo de la monja.

Bull se puso furioso.

—Deberían expulsar a esa monja del convento —dijo—. En cuanto a Ducket, haré que lo metan en el cepo de castigo.

El único que consiguió calmar a Bull fue Chaucer, que fue a visitarlo más tarde.

—Mi querido amigo —le recordó—, en esta ciudad hay monjas profundamente devotas. También hay, en Saint Helen, varias mujeres que no sienten la menor vocación por la vida religiosa pero que se encuentran en un convento porque sus familias las metieron allí. Si la hermana Olive no es perfecta, al menos es discreta. Cuando me encuentre con Whittington le daré un cachete por haberla delatado. Trate de ser compasivo.

—¿Y Ducket?

Chaucer sonrió.

—Según tengo entendido —respondió—, lo pasó estupendamente bien.

Al cabo de unos días, Silversleeves, al toparse con Ducket en la calle, le dirigió una mirada cargada de odio. Su humor no mejoró durante la siguiente visita que hizo a Bull, el cual, mordiéndose el labio para contener la risa, comentó:

—Por Londres circulan siempre unos rumores infames. No haga caso, estimado amigo.

La única persona en la casa con quien no se comentó el asunto fue con la pequeña Tiffany. Durante un día ésta no logró averiguar a qué venían tantos gritos y murmullos. Su madre se mostró imprecisa cuando le preguntó; nadie más podía decírselo. Pero cuando la cocinera se lo contó, Tiffany meditó un tiempo, a solas, sobre el tema.

«De modo —pensó— que Ducket sabe de qué va la cosa». El pensamiento le resultó excitante.

Pero ese verano Tiffany averiguó que era posible que su joven amigo tuviera unas taras morales mucho más serias. Nadie habría sospechado jamás que las poseía si no hubiera sido por el importante acontecimiento que se había producido en Inglaterra.

Cuando el consejo del joven rey, que aquella primavera seguía tratando desesperadamente de conseguir dinero, recurrió como de costumbre a la ciudad en busca de ayuda, se llevó un chasco.

—Acabamos de pagar una fortuna para recuperar a nuestros clientes reales —protestaron los londinenses, y ofrecieron al consejo una suma irrisoria.

—Debemos buscar otros medios —dijeron los miembros del consejo del Rey. Así pues, ese verano, cuando se reunió el Parlamento, concibieron un método más expeditivo.

—Se trata de una capitación —explicó Silversleeves a Tiffany—. El principio es muy sencillo. Cada persona mayor de edad en Inglaterra, hombre o mujer, noble o siervo, debe pagar un impuesto por cabeza.

Sin duda se trataba de un método muy sencillo, pero a la vez revolucionario. El pago de impuestos en la Inglaterra medieval había sido siempre el privilegio de la minoría libre de la sociedad. El ciudadano de Londres pagaba; su pobre aprendiz, no. El rico molinero que residía en el campo, si era un hombre libre, pagaba. Pero el humilde siervo, tras alquilar sus servicios feudales al señor y pagar unos peniques a la Iglesia, quedaba eximido.

Por otra parte, era innegable que la vida tradicional en el campo estaba cambiando. Durante la última generación, desde la peste negra, el viejo sistema feudal había comenzado a desmoronarse. Debido a los numerosos disturbios y a la escasez de mano de obra, los siervos alquilaban sus servicios como jornaleros libres y lograban adquirir la tenencia de sus granjas sin mayores dificultades. Y aunque las autoridades habían tratado, mediante el odioso estatuto de los trabajadores, de impedir este movimiento y contener los sueldos, sólo habían conseguido enfurecer al campesinado. Los viejos grilletes de la servidumbre habían desaparecido; comenzaba la era de los campesinos libres y los jornaleros. Pero aunque, en cierto modo, la capitación general era sólo un reconocimiento de esta nueva realidad, esa lógica nunca había sido una razón suficiente para un impuesto. «Es contrario a la costumbre», protestaba la gente.

Dos años antes las autoridades habían tratado, sin éxito, de imponer una capitación, pero ésta era mucho más ambiciosa. Los hombres más ricos del reino tendrían que desembolsar grandes sumas.

—Pero incluso los pobres campesinos tendrán que pagar el equivalente al jornal de varios días —explicó Silversleeves a Tiffany.

—¿Crees que se producirán disturbios? —le preguntó ella.

—Sí. Es posible —contestó él.

Los recaudadores llegaron inesperadamente al George a primeras horas de una mañana estival. Ducket estaba cargando la carretilla. Y dado que el abacero era oficialmente el cabeza de familia, ordenaron a Ducket que fuera en su busca.

Desde su extraño encuentro nocturno, Ducket tenía la impresión de que su patrón estaba menos abstraído y más animado que antes. A veces contemplaba la tienda con una expresión de inquietud, pero eso era natural puesto que el negocio en el mercado no marchaba bien. Sólo había cambiado un aspecto de su conducta. En los últimos meses a Fleming le daba por desaparecer. No ocurría con mucha frecuencia, aproximadamente una vez cada diez días, y siempre de noche. Ducket, que suponía que su patrón salía para gozar de un paseo en solitario en esa época del año, que el tiempo era más cálido, no le dio importancia. De hecho, cuando fue a buscar a Fleming, la única pregunta que se hizo estaba motivada por la curiosidad: «¿Tratará de burlar a los recaudadores?».

El aspecto más extraordinario de la capitación era la cantidad de evasión. Era realmente asombrosa. Solteronas, adolescentes, aprendices y sirvientes desaparecían misteriosamente de sus casas en todo el país. Muchas viviendas quedaban de pronto abandonadas. En algunas zonas, con la complicidad de los recaudadores locales, desaparecían aldeas enteras.

A tenor de los resultados, se diría que la peste negra había atacado de nuevo. Aproximadamente un tercio de la población de Inglaterra se había esfumado.

¿Ocultaría Fleming a Amy?, se preguntó el muchacho. Era demasiado tarde para que el abacero tratara de ocultar a su aprendiz. ¿Cuánto le pedirían los recaudadores? Aunque los campesinos más pobres sólo debían pagar una moneda de cuatro peniques —el jornal de uno o dos días para la mayoría de ellos— muchos mercaderes en Londres se veían obligados a pagar una libra o más. ¿Considerarían a dame Barnikel una esposa o una comerciante independiente?

Pero lo que Ducket no se esperaba era que Fleming, muy pálido, confesara tras unos instantes de vacilación:

—No puedo pagar. No tengo dinero.

Y cuando los recaudadores se echaron a reír y dijeron que probara con otra historia, el demudado abacero se dirigió a la caja fuerte que guardaba en el almacén y regresó con medio marco. En ese momento Ducket, al contemplar el semblante de su patrón, comprendió que era cierto. El abacero estaba arruinado.

—Pero ¿cómo? —Dame Barnikel estaba demasiado preocupada para enojarse. Había pagado la capitación, que había ascendido a dos marcos, y entonces, en la intimidad de su dormitorio, miró a su esposo perpleja.

—Últimamente el negocio ha ido muy mal —murmuró Fleming.

—Aun así, tenías unos ahorros, ¿no es cierto?

—Sí —contestó Fleming distraídamente—. Creí que tenía más dinero ahorrado —agregó meneando la cabeza—. Necesito un poco de tiempo —farfulló.

—Déjate de pamplinas —replicó su esposa frunciendo el entrecejo—. ¿Te refieres a que creías que tenías más dinero en la caja fuerte?

—Sí, naturalmente. —Tras una pausa, Fleming sacudió de nuevo la cabeza—. No me lo explico —balbució.

—¿Crees que alguien pudo haber robado el dinero?

—No, no lo creo. —Fleming parecía confuso.

—¿Quién sabe dónde guardas la caja fuerte?

—Nadie salvo tú y yo. Y Ducket. —Fleming frunció el entrecejo—. Nadie ha robado la caja fuerte.

—Entonces, ¿dónde está el dinero? —preguntó dame Barnikel.

Pero el abacero no tenía respuesta.

Dos días más tarde, Bull confió a su hija Tiffany:

—Ha estado aquí dame Barnikel —le explicó—. Ha venido a preguntarme si he tenido algún indicio de que el joven Ducket pueda ser un ladrón. —Bull miró a Tiffany con expresión seria—. Sé que le tienes cariño, pero quiero que lo pienses detenidamente. ¿Crees que algo que le hayas oído decir o le hayas visto hacer pueda sugerir que tiene esas tendencias?

—No, padre. —La niña reflexionó unos momentos—. Realmente no.

Dame Barnikel cree —prosiguió Bull— que se ha producido un robo y que Fleming está protegiendo al chico. —El comerciante frunció los labios—. De ninguna manera debes mencionar esto, y menos a Ducket. Dame Barnikel lo vigilará de cerca. Si es inocente, asunto concluido. Confiemos en que lo sea. —Bull meneó la cabeza—. Aunque nunca se sabe con un expósito. La mala sangre…

La única otra persona con quien Bull, después de pensarlo detenidamente, comentó este doloroso asunto fue con Silversleeves. Confiaba en la discreción del joven; pero al mismo tiempo pensó que, dado que Ducket había hecho que el joven abogado se sintiera avergonzado, era posible que Silversleeves recordara algún rumor referente al aprendiz. El abogado, tras reflexionar un momento, dio una respuesta que, según pensó Bull, lo honraba.

—No tengo motivos para sentir simpatías por ese chico —dijo—. Pero nunca he oído decir que fuera un ladrón. Quizá sea un incauto, pero creo que es honrado. —Silversleeves miró a Bull—. ¿Usted no?

Bull se limitó a encogerse de hombros.

—Rezaré por él —dijo Silversleeves.

En la primavera de 1380 Amy notó que a Ben Carpenter le preocupaba algo. Al principio el joven se mostró reacio a contárselo, pero cuando lo hizo, Amy se quedó perpleja, pues lo que preocupaba a Carpenter era Dios.

De hecho, la preocupación del solemne artesano nada tenía de particular; en los últimos años, el tema de la religión estaba con frecuencia en labios de la gente, no sólo en los monasterios y conventos, sino en las calles y tabernas de Londres. La causa de este inusitado interés era un pintoresco personaje: un afable intelectual de mediana edad y modestos logros que impartía clase en la todavía reciente Universidad de Oxford. Se llamaba John Wyclif.

Al principio las opiniones de Wyclif no fueron escandalosas. Si se quejaba sobre los sacerdotes corruptos, también lo habían hecho todos los reformadores de la Iglesia durante siglos. Pero poco a poco Wyclif había desarrollado doctrinas más peligrosas.

—Toda autoridad —decía— proviene de la gracia de Dios, no del hombre. Si los reyes malvados pueden ser depuestos por la Iglesia, ¿por qué no pueden serlo los obispos y los papas corruptos?

Y si sus teorías disgustaban a las autoridades eclesiásticas, ello inducía al intelectual de Oxford a mostrarse aún más radical.

—No puedo aceptar —afirmaba— que ocurra el milagro de la misa cuando las manos del sacerdote son impuras.

Era un escándalo. Pero fue otra de sus teorías lo que enfureció a la Iglesia.

—No es correcto —decía Wyclif— que las Escrituras sólo puedan ser interpretadas para los fieles por unos sacerdotes que con frecuencia son pecadores. ¿Acaso no posee Dios el poder de hablar directamente al hombre? ¿Por qué no pueden las personas leer las Escrituras por sí mismas?

Esto nunca sucedería. La Iglesia católica siempre había reservado para sus predicadores el derecho de proclamar la palabra de Dios a sus fieles. «Además —se afirmaba—, la Biblia está escrita en latín y por lo tanto, está más allá de la comprensión de la gente corriente». A esto Wyclif dio su respuesta más indignante:

—Entonces la traduciré al inglés.

No era de extrañar que Wyclif gozara de gran popularidad entre los londinenses. Aunque la Iglesia había dominado el mundo medieval durante siglos, nunca antes su presencia en la ciudad había tenido tanto peso. La oscura Saint Paul destacaba por encima de todo; casi en cada calle había una iglesia, sectores enteros de la ciudad estaban ocupados por inmensos monasterios amurallados, conventos y hospitales pertenecientes a diversas órdenes y las suntuosas residencias y jardines de abades y obispos adornaban los suburbios. La gente, al menos la mayoría, creía en Dios, en el cielo y en el infierno. Las guildas y los comerciantes, más que nunca, donaban capillas votivas en las iglesias, donde se dirían misas por sus almas. Cada primavera, ante las tabernas de Southwark pasaban grupos de peregrinos que se dirigían al santuario de Becket en Canterbury.

Pero la Iglesia no era ajena a las cuestiones mundanas. Poseía una tercera parte de Inglaterra. Por las calles era frecuente ver a corpulentos dominicos, e incluso a franciscanos, que vivían demasiado bien y predicaban demasiado poco. Había sacerdotes que vendían perdones, había conventos escandalosos. Y durante los últimos años la Iglesia se había visto de nuevo dividida, con dos papas rivales que afirmaban que el otro era un impostor, incluso un anticristo. Al igual que toda institución gigantesca y poderosa, la Iglesia constituía un blanco natural para la sátira. Ese impertinente Wyclif de Oxford complacía el sólido sentido común de los londinenses. Dame Barnikel lo expresó a la perfección una tarde cuando, observando a un orondo dominico que estaba tomando unas cervezas en el George, comentó:

—Si ese Wyclif traduce la Biblia, gordinflón, averiguaré lo que me has estado ocultando.

La Iglesia declaró a Wyclif hereje; Oxford lo censuró. Pero la cosa no pasó de ahí. Juan de Gante, que se divertía enojando a los obispos, dio protección al reformador. De modo que Wyclif continuó su labor, junto con otros compañeros intelectuales, preparando una Biblia inglesa.

Muchos londinenses no dudaron en mostrarse de acuerdo con Wyclif, pero Carpenter meditó más seriamente la cuestión. Durante largas horas, mientras practicaba el tiro con arco o trabajaba en su taller de carpintería, el afable artesano analizaba cada aspecto del tema que lo preocupaba.

—Algo malo va a ocurrir —advirtió a Amy—. No sé qué es, pero probablemente Dios envíe una señal.

No obstante, Carpenter continuó trabajando y cortejando a Amy. Al margen de las tormentas que podían estar amenazando, la joven tenía la impresión de que su pequeño bote seguía navegando con toda normalidad. En ocasiones se preguntaba si Carpenter no estaría demasiado obsesionado por la cuestión religiosa, pero en cualquier caso sabía que podía fiarse de él.

El joven Ducket seguía llevando una vida alegre y despreocupada. Durante un tiempo, sin que lo supiera el chismoso de Whittington, había gozado de los favores de la hermana Olive. En ese momento, tras haber adquirido mayor confianza en sí mismo, se acostaba con otras mujeres de la ciudad. Pero había cosas que seguían desconcertándolo. Aunque el negocio del mercado había mejorado y Fleming parecía más animado, todavía desaparecía de vez en cuando, y en una de esas ocasiones Ducket lo había hallado a la mañana siguiente, con los ojos inyectados en sangre y la mano vendada debido a una grave quemadura. «Un accidente sin importancia», había dicho Fleming, pero se negó a dar más detalles. Más extraña era la conducta de dame Barnikel. Aunque Amy se mostraba amable con Ducket, su madre parecía haber cambiado su actitud hacia él. Sus ojos lo vigilaban. Se mostraba fría. Ducket no entendía por qué.

Pero no dejó que eso le amargara la existencia. Si algunas de las personas que lo rodeaban se comportaban de manera inexplicable, Ducket lo aceptaba alegremente. En menos de dos años concluiría su aprendizaje y tendría que tomar decisiones más serias. «Entre tanto —se dijo el joven—, procuraré pasarlo lo mejor posible».

Durante ese año se emprendió otra desastrosa expedición a Francia. Asimismo, el consejo decidió nombrar canciller al arzobispo de Canterbury, un hombre bienintencionado pero no demasiado inteligente que, al tener que hacer frente a un cuantioso déficit, había decidido junto con el Parlamento recaudar otra capitación. Pero ésta era distinta. En lugar de imponer un impuesto modesto a los pobres y uno mayor a los ricos, el arzobispo decidió, por algún oscuro motivo, imponer un impuesto uniforme. Los ricos pagarían proporcionalmente menos; los pobres, tres veces más que antes, un chelín por cabeza.

—En realidad, nosotros pagaremos menos —explicó dame Barnikel a su familia—, porque la última vez teníamos el suficiente dinero para que nos consideraran ricos, pero ¿os dais cuenta de lo que esto significa para el campesino? Un chelín por él, otro por su esposa. Pongamos que tienen una hija de quince años que aún vive en la casa. Es como si fuera una persona adulta. Otro chelín. En total, el jornal de varias semanas. ¿Cómo diantres van a pagarlo? —preguntó dame Barnikel meneando la cabeza—. Es un mal asunto.

Un día de diciembre de 1380, cuando la ciudad estaba cubierta de nieve y el río se deslizaba en silencio bajo el Puente de Londres, Ducket, vestido con unas gruesas prendas de lana, se dirigía hacia la pequeña iglesia de Saint Magnus, junto a la entrada norte del puente, cuando los vio. Ambos llevaban unas elegantes capas ribeteadas de piel y sombreros también de piel; caminaban charlando animadamente y riendo. Silversleeves y Tiffany estaban tan enfrascados el uno con el otro que no se fijaron en él.

Hacía mucho tiempo que Ducket no veía a Tiffany. Desde su conversación con Silversleeves el joven se había mantenido en sus trece y sólo iba a visitarla de vez en cuando, en aras de su vieja amistad. «Te casarás mucho antes que yo», había dicho a Tiffany en tono jovial.

El narigudo joven, con las mejillas arreboladas debido al frío, parecía casi apuesto. Tiffany tenía el rostro vuelto hacia él y sus ojos resplandecían de gozo. Al cabo de un momento, vieron a Ducket. La sonrisa de Tiffany no contenía la menor turbación, sino sólo amabilidad; y en el saludo de Silversleeves había la cómoda jovialidad de un hombre que, afortunado en el amor, se encuentra con otro hombre que posiblemente no puede ser un rival. ¿Acaso no era natural? ¿No era el abogado un joven inteligente de buena familia con un espléndido futuro? ¿Un excelente partido que tenía todo el derecho de cortejar a esta encantadora muchacha sobre la que Ducket no tenía el menor derecho?

¿Por qué, entonces, al pasar junto a ellos, experimentó de pronto el aprendiz una emoción tan violenta e inusitada? Una oleada de calor, un instante de la más completa y absoluta certeza: ella, era la única.

Pero era imposible. No tenía derecho. Era absurdo. Ducket no podía, no debía enamorarse de Tiffany Bull.

Era la víspera de santa Lucía, el solsticio de invierno, la medianoche del año. Una noche larga y profunda, oscura como el vacío, en la que podían ocultarse toda suerte de cosas. Y tras esos postigos cerrados a cal y canto no se ocultaba un misterio cualquiera, sino nada menos que el secreto del universo.

Que el secreto del universo se encontrara, en esos momentos, dentro de los límites de la ciudad, se debía a una pequeña alteración de carácter geográfico. Con el transcurso del tiempo, los límites de la ciudad habían sobrepasado sus antiguas murallas. En diversos puntos a lo largo de los caminos de acceso, estas nuevas fronteras estaban delimitadas por unas cadenas colocadas de lado a lado de la carretera para obligar al tráfico a detenerse y pagar un portazgo. Esas puertas se conocían como las barreras (bar) de la ciudad. En la parte norte había dos: a un kilómetro de Ludgate, en un camino llamado actualmente Fleet Street, junto al antiguo recinto de los templarios, estaba Temple Bar. A una distancia similar de Newgate, Hollborn Bar.

Era allí, entre Hollborn Bar y Temple Bar, donde se habían reunido los hombres más instruidos de Londres, en el barrio de los abogados. Desde hacía tiempo en aquel vecindario existían unos hostales, llamados Inns, destinados a abogados. Pero en las últimas décadas, un grupo cada vez más numeroso de hombres relacionados con las leyes había acudido a la zona como una bandada de estorninos. Algunas de las viviendas comunales y escuelas habían comenzado a adquirir nombres permanentes, como Gray’s Inn y Lincoln’s Inn; incluso las instalaciones del Temple, tras haberse dispersado su orden de cruzados, habían sido arrendadas a estos perspicaces y parlanchines jóvenes. En el centro del barrio había una calzada, que se extendía hacia el sur desde Hollborn hasta Fleet Street, denominada Chancery Lane. Y fue junto a Chancery Lane, en una pequeña vivienda en el piso superior cuyas ventanas, de no haber estado cerradas con postigos, habrían dado a un pequeño patio rodeado por una tapia, que el secreto del universo, como un sutil contrato legal, se investigaba minuciosamente para comprobar qué provecho podía sacarse del mismo.

Fleming observó la escena como hipnotizado, su rostro cóncavo vuelto hacia las brasas que ardían en el hogar, mientras la oscura figura delante de él proseguía con su tarea. El Brujo vestía una túnica negra con imágenes del Sol, la Luna y los planetas bordadas con hilos de oro. Sobre una mesa en el centro de la habitación había varios cuencos, tarros, ampollas, frasquitos y retortas. Cuando el Brujo se movía, tan pronto parecía un ave extraña y peligrosa como un sacerdote entregado a sus piadosos menesteres; pero en cualquier caso sus ademanes resultaban misteriosos e hipnóticos.

—¿Has traído el mercurio?

Temblando, el abacero le entregó una pequeña ampolla que contenía unos cincuenta gramos de metal líquido.

—Muy bien. —El Brujo asintió con la cabeza. Luego, con cuidado, midió y extrajo la mitad del mercurio, que pasó a un pequeño crisol de barro—. Atiza el fuego.

Obediente, Fleming cogió el fuelle y atizó el fuego mientras el otro continuaba con sus mezclas y pócimas junto a la mesa.

El Brujo llevaba a cabo su tarea con mucho esmero. De un recipiente tomó unas virutas de hierro, de otro, cal viva; a éstos agregó salitre, tártaro, alumbre, azufre, huesos quemados y lunaria menor, que cogió de un frasco. Acto seguido añadió un polvo milagroso, muy costoso, cuyos ingredientes se negaba a divulgar; y, por último, en amable deferencia a la profesión del visitante, trituró uno de los preciosos granos de pimienta que el abacero le había llevado la semana anterior y lo echó a la mezcla. Durante otros cinco minutos, con el rostro oculto en sombras, el Brujo mezcló y calentó esta pócima mágica hasta que, satisfecho, vertió reverentemente un poco en una ampolla y, volviéndose con aire solemne, fijó la mirada en el rostro cóncavo de su discípulo.

—Ya está listo —dijo suavemente.

El pequeño Fleming notó que el corazón se le acelerada.

—¿Está seguro? —preguntó tímidamente.

El alquimista asintió con la cabeza.

—Es el Elixir —musitó.

No era de extrañar que Fleming estuviera temblando. El Elixir contenía el secreto del universo. Y entonces, ¡oh, cielos!, iban a fabricar oro.

El arte o la ciencia de la alquimia en el mundo medieval se basaba en un principio muy sencillo.

Al igual que las esferas celestes se alzaban ordenadamente hacia el firmamento, del mismo modo que existían varias órdenes de ángeles, desde el simple mensajero alado hasta el radiante serafín que moraba junto a Dios, cada elemento del mundo natural se hallaba dispuesto en un orden divino, ascendiendo desde el más tosco hasta el más puro.

Lo mismo ocurría con los metales. Los filósofos reconocían siete, cada uno de los cuales se correspondía con un planeta: el plomo con Saturno, el estaño con Júpiter, el cobre con Venus, el hierro con Marte, el mercurio con el planeta del mismo nombre, la plata con la Luna y el oro, el más puro de todos ellos, con el refulgente Sol.

Pero allí estaba el maravilloso misterio: con el transcurso del tiempo, nadie sabía cuánto, el calor de la Tierra refinaría gradualmente cada uno de esos metales, etapa a etapa, hasta una forma más pura: el hierro en mercurio, el mercurio en plata hasta que, al final del tiempo, todos se convertirían en oro puro, su estado último y perfecto.

—Pero ¿y si se hallara el medio —preguntaba el filósofo— de agilizar el proceso, de sublimar un metal común desde su estado más tosco hasta su forma más pura y áurea?

Así pues, no era de extrañar que, al igual que los hombres buscaban curas en los santuarios, o los caballeros de las leyendas buscaban el Santo Grial, los hombres de ciencia conocidos como alquimistas buscaran una sustancia que hiciera que los metales se transformaran desde su estado rudimentario a su forma más pura. Esta sustancia mágica, fuera cual fuese, contenía sin duda el secreto del universo. Era conocida como el Elixir o la Piedra Filosofal.

Y Silversleeves la había encontrado.

Hacía cinco años que Benedict Silversleeves se había convertido en un practicante del mágico arte de la alquimia, y Fleming era sólo uno de los muchos clientes —cada uno de los cuales creía que sólo él compartía el secreto— que sentían un profundo respeto hacia él, pues era un excelente alquimista. No sólo podía asombrar a los hombres más instruidos con sus conocimientos, sino que conseguía transformar metales comunes en metales nobles. Al menos, todos sus clientes estaban convencidos de que lo hacía, pues le habían visto hacerlo.

La realización del milagro era muy simple; y aunque Silversleeves había concebido múltiples y hábiles variantes del truco, solía emplear el más fácil. Como hacía en ese momento.

Tras verter unas gotas del Elixir en el crisol, lo colocó sobre el fuego. Sin apartar la vista de él, empezó a removerlo con un palo largo y delgado. Como una concesión especial, Silversleeves dejó que el abacero removiera durante unos minutos la mezcla. Lo que Fleming ignoraba era que, antes de llegar él, Silversleeves había insertado dentro del palo unos gránulos de plata pura, adheridos a la parte superior del palo con un poco de cera. A medida que removía el crisol, la cera se fundía y salían los gránulos de plata. Era un truco que podía realizarse con cualquier metal.

Así, una y otra vez, sus clientes habían visto aparecer hierro en el plomo fundido, o plata aparentemente del hierro, el estaño o el mercurio. Pero jamás habían presenciado una cosa: la obtención de oro.

En esto consistía la astucia del Brujo. Si era capaz de transformar un metal común en plata, sin duda lograría un día alcanzar ese último estadio y obtener oro. La fe de sus clientes era muy fuerte, su codicia aún más. Como hombres ebrios del deseo de ganar una fortuna, regresaban una y otra vez. Con dinero.

«No es el hierro ni el mercurio —solía explicar Silversleeves—. Vosotros mismos podéis traer esas sustancias. Es el polvo para fabricar el Elixir lo que cuesta una fortuna. Para eso necesito vuestra ayuda». De hecho, no podía fabricar un grano de él por menos de cinco marcos.

El Elixir se componía mayormente de yeso y estiércol, y así Benedict Silversleeves, hasta que lograra ascender en su profesión, se ganaba muy bien la vida.

¿Por qué lo hacía? Cuando Silversleeves informó a Bull de que poseía una fortuna modesta, no describió con exactitud su situación, de hecho, mintió descaradamente. Cuando su madre viuda falleció, los recursos de la familia estaban tan mermados que Silversleeves prácticamente no tenía un céntimo.

No convenía que un joven fuera pobre. Un acaudalado comerciante podía acoger en su casa al hijo menor de una familia noble: la fortuna familiar confería al muchacho cierto empaque, y éste siempre podía contar con una ayuda financiera para abrirse camino en la vida. El comerciante podía también aceptar a un joven ambicioso perteneciente a una vieja familia londinense como los Silversleeves, con buenas perspectivas, suponiendo que aquél dispusiera de medios. Pero ese mismo joven, si no tenía un céntimo, se convertía en un aventurero, un objeto de sospecha y desdén. Por lo tanto, Silversleeves se había inventado su modesta fortuna; su magnífico caballo y su ropa elegante eran costeados con el dinero que sacaba a los pobres idiotas como Fleming. Por lo demás, debía mantener ese tenor de vida durante el prolongado y delicado cortejo de una novia rica. Como mínimo, su paciencia y valor eran ejemplares.

Fleming había caído en la trampa desde el primer momento en que se había puesto a charlar con aquel joven tan instruido en el George. Mes tras mes había financiado la obtención del polvo mágico, había visto cómo los metales se sublimaban en plata, mientras sus ahorros iban menguando hasta el extremo de no poder pagar siquiera la capitación. Pero el abacero seguía soñando. Cuando obtuviera oro, su familia y él vivirían como reyes. Compraría el George, el Tabard, todos los mesones desde Southwark hasta Rochester, incluso Canterbury. Dame Barnikel podría hacer lo que le apeteciera. Él le regalaría todas las pieles y trajes suntuosos que deseara. Ella lo bendeciría, lo amaría y hasta lo respetaría como otras esposas a sus maridos. Y Amy contraería matrimonio con un caballero. O, si lo prefería, con Carpenter. Qué felices serían. Fleming notó que su corazón rebosaba alegría en su enjuto cuerpo; su cóncavo semblante resplandecía de gozo. Tal vez el milagro se produjera esa misma noche.

La mayoría de los charlatanes que practicaban esta fraudulenta actividad justificaban su fracaso aduciendo un defecto en los instrumentos que utilizaban, o en los ingredientes. Silversleeves, sin embargo, tenía una solución más elegante.

«El Elixir es perfecto —solía decir—. Te has llevado la plata que hemos obtenido para hacerla analizar. Sabes que es pura. Pero la transición final a oro puro es una operación muy complicada. El Elixir no da resultado sin los beneficios de los planetas y los astros. Cuando todos se hallen en la conjunción propicia lo conseguiremos, te lo prometo». Fue por este motivo —y por el hecho de que esa tarde había decidido comprarle a Tiffany una capucha nueva— que cuando cayó el crepúsculo en ese oscuro día de la medianoche del año, Silversleeves envió un mozo a casa del abacero con un mensaje urgente: «Mercurio está en el ascendente. Ven esta noche».

El gran cataclismo de 1381 cogió a Geoffrey Ducket desprevenido. Lo cierto era que muy pocas personas en Inglaterra lo habían previsto. La primavera de ese año transcurrió sin novedad. Si Fleming parecía un tanto alicaído, el joven, ignorando la adicción de su patrón a la alquimia, no le dio importancia. Visitó a Tiffany en un par de ocasiones, y oyó en casa de los Bull que toda la familia sentía un aprecio cada vez mayor por Silversleeves.

Era cierto que había oído historias de insatisfacción en el campo. La nueva y escandalosa capitación causaba problemas. Los campesinos estaban furiosos; cada vez había más evasores, especialmente en los condados del este. Pero esto apenas afectaba a Ducket.

En marzo las autoridades comprobaron que los ingresos obtenidos por medio de la capitación eran insuficientes. Esa vez, el consejo del rey niño decidió actuar con contundencia. Ducket se enteró de la noticia una mañana. «Van a enviar a los recaudadores de impuestos de nuevo a Kent y a East Anglia». El próspero y sólido Kent, próximo a la capital, compartía el espíritu robusto de Londres. Pero East Anglia, además de su antigua independencia, tenía un problema particular con la capitación. Pues si en los condados más feudales buena parte de las aldeas contaban con un señor que, movido por su bondad o por propio interés, ayudaba a los campesinos pobres a pagar el impuesto, en East Anglia, con su sistema de pequeñas casas solariegas independientes, existían menos señores feudales y los campesinos sufrieron un duro golpe.

Durante los meses de abril y mayo circularon numerosas noticias sobre las actividades de los recaudadores. La ciudad de Norwich se vio muy afectada: dentro de sus murallas se habían descubierto seiscientos furibundos evasores de impuestos. En las zonas rurales de East Anglia habían atrapado y obligado a pagar a más de veinte mil, lo cual representaba más de un adulto por cada diez.

A comienzos de junio, los informes se hicieron más alarmantes. «Han matado a tres recaudadores de impuestos en Essex». Un día más tarde: «Se han movilizado cinco mil campesinos. Están enviando mensajeros a Kent». Y, en efecto, antes del anochecer el rumor se había propagado por todos los comercios del cheap: «Kent se ha alzado». La mañana del 7 de junio, Ducket oyó decir que los rebeldes habían atacado el castillo de Rochester. No lo creyó; pero al encontrarse más tarde con Bull en la calle, le preguntó si era cierto.

—Me temo que sí —respondió el comerciante con expresión grave—. Acabo de oír que la mitad de los campesinos de las inmediaciones de Bocton se dirigen allí. Incluso han elegido a un líder —gruñó—. Un tipo llamado Wat Tyler.

Había comenzado la gran revuelta campesina en Inglaterra.

Mientras los hombres de Essex se reunían y el resto de East Anglia se disponía a alzarse, Wat Tyler condujo a sus hombres por la vieja carretera de Canterbury. El arzobispo, a quien culpaban de la capitación, estaba ausente, de modo que saquearon su casa y abrieron las puertas de su prisión. Luego Tyler les hizo dar la vuelta. Había llegado el momento de visitar al niño rey.

Además de dar a Tyler la oportunidad de organizar a sus hombres, la marcha hacia Canterbury tuvo otra importante consecuencia. Tras irrumpir en la prisión del arzobispo habían liberado a un predicador llamado John Ball, que hacía tiempo que tenía problemas con la Iglesia debido a las soflamas incendiarias y poco ortodoxas que pronunciaba en las zonas rurales. Ball no era un erudito como Wyclif, que se hubiera negado a tener tratos con él, sino que pretendía imponer una reforma radical en todo el reino. Muchos de los seguidores de Tyler lo consideraban un héroe popular. Con Tyler como general y Ball como profeta, la empresa se estaba convirtiendo en una cruzada de los campesinos.

Londres comenzó a temblar, pues las dos fuerzas que se aproximaban desde el este eran impresionantes: del lado norte del estuario del Támesis llegaban los hombres de Essex; por el lado sur, los de Tyler. Cada horda estaba formada por decenas de miles de hombres. El niño rey y su consejo se reunieron con el atemorizado arzobispo en la Torre, pero no disponían de tropas capaces de hacer frente a ese inmenso contingente de rebeldes. El arzobispo, aterrorizado y confundido, rogó que le permitieran dimitir como canciller, y los otros no sabían qué hacer.

Ducket y Fleming se disponían a cerrar la tienda el miércoles por la tarde cuando se enteraron de la noticia. «Ya están aquí. Los hombres de Essex acamparán en Mile End». Un lugar situado a tres kilómetros de la entrada de Aldgate a la ciudad. «Tyler ha llegado a Blackheath». Aproximadamente a la misma distancia en el lado sur del Támesis. En todo el cheap, los mercaderes cerraron sus comercios y se apresuraron a ir a casa, y el abacero hizo lo propio. Cuando cruzaron el Puente de Londres les dijeron: «El alcalde ha dado orden de levantar esta noche el puente levadizo». En la calle mayor de Southwark, la gente cerró sus viviendas a cal y canto, y en el George, dame Barnikel los acogió con expresión sombría. En la mano llevaba un contundente palo. Guardaron las mercancías en el almacén, lo cerraron con llave y pusieron la tranca a la puerta que daba al patio. Era cuanto podían hacer. Tras inspeccionar la casa y el patio, dame Barnikel asintió en señal de aprobación.

—¿Dónde está la niña? —preguntó en tono impaciente.

Al parecer Amy había salido. Sin embargo, al cabo de unos minutos reapareció y entró en la casa tranquilamente. Su madre emitió un gruñido de satisfacción y no volvió a ocuparse de ella. Pero cuando Ducket entró en la cocina de pronto sintió que alguien lo agarraba del brazo y tiraba de él, y se encontró en un rincón cara a cara con Amy. Ducket observó que la niña estaba más pálida que de costumbre.

—Ayúdame —musitó la niña.

Ducket le preguntó qué ocurría.

—Se trata de Ben —respondió Amy y se echó a llorar suavemente—. No consigo dar con él. Tengo miedo de que le hagan daño.

—No te inquietes —dijo Ducket para tranquilizarla—. No debe de andar muy lejos. Y los rebeldes no han entrado aún en la ciudad —añadió.

Pero la niña meneó la cabeza con tristeza.

—No lo entiendes —insistió—. Es a la inversa.

Ducket la miró perplejo.

—Creo que ha ido a unirse a ellos —explicó Amy—. Creo que está en Blackheath.

Ducket disfrutó de la caminata. A medida que discurría hacia el sudeste, la carretera de Kent ascendía suavemente desde el valle formando varios terraplenes hasta que, donde el río completaba su amplio meandro hacia el sur, a la altura de la pequeña aldea de Greenwich, emergía sobre una elevada escarpa. Ahí, en una amplia meseta que se extendía hacia el este bajo el cielo abierto, se encontraba el inmenso páramo conocido cono Blackheath.

Ducket se unió a la riada de personas que se dirigía hacia allí. Movidos por su deseo de unirse a los rebeldes o bien por la curiosidad, lo cierto es que procedían de todas las aldeas de las inmediaciones: de Clapham y Battersea, situadas a espaldas de Ducket, de Bermonsdsey y Deptford, junto al río. Un gran número de hombres de Essex, procedentes de Mile End, había cruzado el río en transbordadores para confraternizar con los hombres de Kent. Con todo, Ducket no estaba preparado para la impresión que le causó Blackheath.

Jamás había visto tal multitud, cuyo número le resultaba muy difícil calcular: ¿cincuenta mil personas, quizá? El gigantesco e improvisado campamento, iluminado por la cálida luz de la tarde estival, se extendía por el páramo durante casi dos kilómetros. Había algunas hogueras encendidas, varias tiendas de campaña y algunos caballos y carros; pero la mayor parte de la gente, tras haber recorrido cien kilómetros desde Canterbury, descansaba tumbada en el suelo. Eran gentes de campo. Ducket contempló sus rostros anchos, tostados por el sol, sus ropas típicamente campesinas, sus recias botas. Debido al calor de ese día de junio, muchos no llevaban calzas. Por doquier se percibía el denso y grato aroma de personas que trabajan en granjas. Pero lo más sorprendente era su estado de ánimo. Ducket había supuesto que se encontraría con una legión de campesinos hoscos y furibundos, pero muy pocos llevaban armas y todos tenían un aspecto alegre. «Parece más bien una fiesta que una batalla», pensó Ducket.

Ducket temía no dar con Carpenter, pero al cabo de un cuarto de hora lo vio conversando con unos artesanos de Kent. Confiando en que al solemne joven no le importaba que lo hubiera seguido hasta allí, Ducket se acercó a él.

Carpenter se mostró muy complacido de ver a Ducket. Parecía más animado que de costumbre. Después de presentarlo a sus amigos, lo cogió del brazo y lo condujo a un lugar donde había una corpulenta figura montada a caballo impartiendo órdenes a unos hombres.

—Ése es Tyler —dijo el artesano.

Ducket observó al fornido jinete. Llevaba un justillo de cuero sin mangas, con los brazos desnudos, y su curtido rostro ya había asumido una expresión de mando.

Cuando Ducket sugirió con tacto que Amy estaba preocupada por él y que dame Barnikel se disponía a defender el George contra cualquier ataque de la horda rebelde, Carpenter se echó a reír.

—No lo entiendes —dijo—. Estas buenas gentes —el carpintero señaló alrededor— son leales. Han venido para salvar el reino. El propio Rey va a venir mañana para parlamentar con nosotros aquí, y cuando haya oído lo que tenemos que decir, todo se solucionará —concluyó sonriendo—. ¿No es maravilloso?

A Ducket esto le sonó improbable y estuvo tentado de discutirlo, pero en ese momento percibieron un movimiento en el extremo sur del campamento. Unos hombres se aproximaban tirando de un carro. Un murmullo de expectación recorrió el campamento mientras la gente se levantaba y echaba a andar, como atraída por una mano invisible, hacia el carro.

—Vamos —dijo Carpenter.

Ducket y él se situaron en una buena posición, entre las primeras filas, y no tuvieron que esperar mucho rato. Al cabo de unos minutos apareció Tyler; junto a él, montado en un caballo rucio, había un hombre corpulento vestido con una casaca marrón, que, tras desmontar, se subió de un salto al carro. Acto seguido alzó las manos y dijo, con una voz profunda que resonó por el páramo:

—John Ball os saluda cordialmente a todos.

Cincuenta mil almas enmudecieron de golpe.

El sermón de John Ball era distinto de todo cuanto Ducket había oído antes. El tema era muy sencillo: todos los hombres nacían iguales. Si Dios hubiera querido que existieran amos y sirvientes, los habría creado así. A diferencia de Wyclif, que sostenía que toda autoridad derivaba de la gracia de Dios, el popular predicador fue más lejos. Todo dominio de un hombre sobre otro era perverso; toda riqueza debía compartirse. Mientras no fuera así, las cosas en Inglaterra nunca irían bien.

¡Pero qué lenguaje! Ese predicador sabía cómo hablar para llegar al corazón de los ingleses. Haciendo frecuente uso de la rima y la aliteración, pronunció unas frases que todos los oyentes recordarían. «El orgullo reina en los palacios —dijo—. El gobierno equivale a glotonería. Los abogados son unos parásitos». A cada frase pronunciada por el predicador, Ducket observó que Carpenter asentía con la cabeza y murmuraba:

—Es cierto. Es justo.

—¿Por qué el señor vive confortablemente en su mansión mientras el pobre Pedro Labrador se hiela en los campos? —preguntó Ball—. Ha llegado el momento —exclamó con tono amenazador— de que Juan el Honrado castigue a José el Ladrón. ¡Ánimo! Conseguiréis aplastarlos. Con la justicia y el poder de vuestro lado. Con voluntad y destreza.

Era el lenguaje denso, recio y vibrante de sus antepasados anglosajones. Luego, recurriendo al sencillo tema bíblico, Ball entonó en voz alta, de modo que ninguno de los presentes dejó de oírlo, ese pareado por el que sus sermones eran célebres, y que desde entonces ha quedado arraigado en el folclor inglés como un persistente grito de libertad:

Cuando Adán cavaba y Eva hilaba,
¿quién era entonces un señor?

Cuando Ball remató su discurso con un sonoro amén, la muchedumbre emitió un potente grito de satisfacción. Y Carpenter, con los ojos resplandecientes y serenos, se volvió hacia Ducket y comentó:

—¿No te dije que todo se arreglaría?

Ducket confiaba convencer a Carpenter de que regresara a casa después de la concentración, pero el artesano se negó en redondo.

—Debemos esperar al Rey —dijo.

De modo que, a regañadientes, Ducket se quedó a pasar la noche en el gigantesco campamento, al cielo raso. Mientras lo recorría, conversando con los campesinos, se enteró de cantidad de cosas. Muchos de ellos, al igual que Carpenter, no pretendían causar el menor daño. Habían acudido para ayudar al Rey a enderezar las cosas. Lo único que debían hacer, según explicaron a Ducket, era librar al país de toda autoridad. «Entonces —le aseguraron—, los hombres serán libres».

Era un concepto que a Ducket le resultaba extraño. En Londres, sabía lo que significaba la libertad. Significaba los antiguos privilegios de la ciudad, las murallas que protegían a los londinenses de los soldados del Rey o de los mercaderes y artesanos extranjeros. Significaba que un aprendiz podía llegar a ser un oficial, y quizás un maestro. Significaba las guildas, los distritos, los concejales y el alcalde, tan fijos en sus puestos como las esferas celestes en el firmamento. Ciertamente, de vez en cuando los pobres protestaban contra los acaudalados concejales, especialmente si éstos evadían impuestos. Pero incluso aquéllos sabían que la autoridad y el orden eran necesarios: sin ellos, ¿dónde estaría la libertad de Londres?

Sin embargo, en compañía de esos campesinos, Ducket imaginó un sentido de las cosas completamente diferente: un orden no concebido por el hombre, sino más vago: el orden de las estaciones. El orden del hombre, para ellos, no constituía una necesidad, como lo era para el londinense, sino una imposición. «¿Qué necesidad hay de que la tierra pertenezca a un amo?», preguntó un individuo. Soñaban con ser campesinos libres, como los anglosajones de antaño.

Ducket observó también otro detalle. Al preguntarles de dónde procedían, casi todos los campesinos declararon con orgullo ser hombres de Kent, como si se tratara de una tribu. Si Ducket hubiera cruzado el Támesis con los hombres de Essex, ¿habría ocurrido lo mismo? Anglos, jutos, los diversos grupos de sajones, celtas y daneses vikingos…, Inglaterra, al igual que todos los países europeos, seguía siendo un conglomerado de antiguas tierras tribales. Y esa noche Ducket empezó a comprender lo que todo gobernante sabio de Inglaterra sabía, que Londres era una comunidad, pero que los condados, en tiempos de conflicto, recurrirían siepre a un orden más antiguo.

Si los hombres de Kent no pretendían causar daño al Rey, tal como Carpenter le había asegurado, Ducket no estaba tan seguro de sus otras intenciones. Cuando preguntó a un hombre qué opinaba del sermón, éste respondió:

—Deberían nombrarlo arzobispo de Canterbury.

—Lo será —dijo su compañero con tono sombrío—, cuando matemos al actual.

Esa noche, al irse a dormir, Ducket meditó sobre esas palabras.

El amanecer prometió otro hermoso día, pero Ducket estaba hambriento y en el campamento no parecía haber comida. El joven se preguntó qué ocurriría a continuación. Poco después de comenzar a salir el sol, todos los campesinos, obedeciendo órdenes de Tyler, se dirigieron hacia el borde del páramo y descendieron por la ancha y hermosa ladera hacia el Támesis, en Greenwich. Al seguirlos, Ducket comprobó que la inmensa horda de hombres de Essex se había reunido al otro lado del río, frente a ellos.

Aguardaron una hora. Y otra. Ducket se disponía a marcharse cuando de pronto divisó una enorme y vistosa barcaza, acompañada por otras cuatro, que se deslizaba aguas abajo hacia ellos. Era el niño rey.

Ducket observó fascinado mientras la barcaza se aproximaba a la orilla. Estaba repleta de hombres suntuosamente ataviados, los grandes del reino. Pero era imposible confundir al alto, esbelto y rubio joven que aparecía de pie en la proa. Ricardo II de Inglaterra había cumplido catorce años. Hacía unos meses, tras alcanzar la mayoría de edad, había asumido las riendas del gobierno. Su consejo, encabezado por un aterrorizado e incompetente arzobispo, le había rogado que no acudiera. Pero al hijo del Príncipe Negro no le faltaba coraje. «Tiene un gran empaque», pensó Ducket al verlo de pie en la barcaza iluminado por los rayos matutinos.

El vocerío que acogió su llegada resonó por el río. Los personajes que viajaban a bordo de la barcaza, a excepción del niño rey, parecían atemorizados. La barcaza se detuvo a unos veinte metros de la orilla. Entonces el joven rey alzó el brazo, la multitud guardó silencio, y con voz alta y clara dijo:

—Señores, heme aquí. ¿Qué deseáis decirme?

Ducket notó que el Rey tartamudeaba ligeramente.

En respuesta a su pregunta volvió a producirse un griterío ensordecedor entre el cual Ducet percibió varias aclamaciones: «¡Viva el rey Ricardo!». «¡Dios bendiga al Rey!». Pero también otros gritos más alarmantes: «Dadnos la cabeza del arzobispo». «¿Dónde están los traidores?». Al cabo de unos momentos, Ducket vio a Tyler ordenar a sus hombres que se dirigieran en bote hasta la barcaza real con una petición. El Rey leyó el mensaje.

—Tyler pide la cabeza de todos los traidores —dijo alguien que estaba junto a él.

Entonces Ducket observó que el Rey se encogía de hombros y meneaba la cabeza. Luego la barcaza real dio la vuelta. «¡Traición!», bramó la multitud mientras la barcaza real se alejaba. Luego gritaron: «¡Marchemos!».

La historia de Inglaterra habría tomado un curso muy distinto si los hombres situados sobre el puente hubieran hecho caso a Bull. Con el rostro congestionado debido a la ira, de pie en medio del Puente de Londres, observado ansiosamente desde la casa por Tiffany, su esposa y los sirvientes, gritaba al concejal montado a caballo:

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Haz lo que te ordeno! ¡Levanta el puente levadizo!

Tenía toda la razón: las órdenes del alcalde eran explícitas. Pero mientras la gigantesca horda procedente de Kent cruzaba Southwark, ese concejal a cargo del puente se negó a cumplir las órdenes del alcalde.

—Dejadlo bajo —dijo.

¿Por qué? ¿Fue un acto de traición, como muchos afirmaron más tarde? La postura del concejal no tenía sentido. ¿Temía quizá contradecir los deseos de la multitud? Posiblemente. Pero el día anterior, tres de sus compañeros habían ido a Blackheath y a su regreso le habían informado de que Tyler y sus hombres eran leales e inofensivos. Parece que habían logrado convencerlo y que en esos momentos el concejal había interpretado equivocadamente la situación.

—No los provoques —replicó—. Déjalos pasar.

—¡Idiota! —gritó Bull.

Luego regresó deprisa a su casa y echó el cerrojo a la puerta y cerró todos los postigos. Al cabo de unos minutos la casa, con la familia Bull en su interior, quedó rodeada por la masa en movimiento.

En dos ocasiones Ducket trató de detener a su amigo. Mientras los rebeldes se dirigían en tromba hacia el George, Ducket vio a dame Barnikel de pie delante de la puerta, con un palo en la mano. Ducket trató de hacer que Carpenter se dirigiera hacia ella, pues estaba seguro de que dame Barnikel habría conseguido detenerlo; pero la masa los había impelido a continuar avanzando. Junto al Puente de Londres había una inmensa muchedumbre aguardando para cruzar, mientras otros corrían a lo largo de la orilla sur, hacia Lambeth.

—Retrocede —suplicó Ducket—. Va a haber problemas.

Pero Carpenter se negó.

—No ocurrirá nada —respondió—. Ya lo verás.

Curiosamente, cuando cruzaron el puente y entraron en la ciudad, la situación pareció dar la razón a Carpenter. Las órdenes de Tyler eran explícitas: no debían saquear. Los londinenses se mostraron cautos pero amables. A medida que los hombres de Kent empezaron a recorrer las calles, Ducket observó que se detenían para pagar la comida y bebida que consumían. El grueso del contingente avanzó por el cheap, pasó por delante de Saint Paul, salió por Newgate y se dirigió hacia Smithfield, en cuya amplia explanada montaron su campamento. Los hombres parecían haber recuperado el buen humor del día anterior. Hacia el mediodía, Ducket dejó a su amigo y, deseoso de averiguar qué estaba ocurriendo, se encaminó hacia el otro extremo de la ciudad. Al llegar a Aldgate, Ducket comprobó que la puerta estaba abierta y que por ella iban pasando los hombres de Essex procedentes de Mile End. Chaucer también se encontraba allí, observándolos con expresión recelosa.

—No sé por qué está abierta la puerta —dijo—. De todos modos, no creo que pretendan quemar mis libros —añadió alzando la vista hacia la amplia estancia por encima de la puerta de Aldgate.

Ducket le contó todo cuanto había visto y oído.

—¿Podrán los campesinos tomar el poder? —preguntó.

—Lo han intentado en otros países —respondió Chaucer—, pero jamás han tenido éxito. ¿No se te ha ocurrido que Tyler se autoproclamará rey y que sus principales seguidores no tardarían en convertirse en los nuevos señores? —preguntó sonriendo—. En cuanto a hoy —prosiguió—, ten por seguro que se producirán disturbios.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Ducket.

—Porque esos tipos no tienen nada que hacer —contestó el poeta.

Los acontecimientos de esa tarde demostraron que tenía razón. No hacía ni una hora que Ducket había regresado a Smithfield para reunirse con Carpenter, cuando se dio cuenta de que la multitud empezaba a impacientarse. Unos pocos se pusieron a cantar. Pero al mismo tiempo había ocurrido otra cosa: numerosos grupos de londinenses habían acudido para unirse a ellos. Algunos eran unos aprendices que habían ido para divertirse; pero a otros los movían intenciones más siniestras. A los pocos minutos comenzaron a oírse exclamaciones de ira. De golpe, por orden de Tyler o por voluntad propia, la muchedumbre se puso en marcha hacia Westminster. Poco antes de Charing Cross, llegaron al inmenso palacio de los Saboya, conocido como el Savoy, la residencia nada menos que de Juan de Gante. Entonces ya tenían un objetivo.

Todo el Savoy estaba en llamas. En poco tiempo el gigantesco símbolo de privilegio feudal situado junto al Támesis quedaría reducido a un montón de cenizas. Los saqueadores —en su mayoría rufianes londinenses— también habían estado ocupados, pese a las órdenes de Tyler. Ducket contempló la escena con una mezcla de fascinación y tristeza, pues era un edificio espléndido; junto a él, Carpenter observó también cómo el fuego lo devoraba, con expresión ausente, murmurando de vez en cuando: «Sí, debe desaparecer. Es necesario».

Suponiendo que nada malo ocurriría a su amigo allí, puesto que se hallaba rodeado por la multitud, Ducket se dirigió hasta el Temple, donde comprobó que habían prendido fuego a las viviendas de algunos abogados, antes de regresar y comprobar que Carpenter había desaparecido. Lo buscó por todas partes, pero no logró encontrarlo. Entonces alzó la vista y contempló el Savoy en llamas.

¿Qué le impulsó a hacerlo? Quién sabe. La solemne figura del carpintero entraba en el patio como un sonámbulo. Allí estaban otros hombres, tratando de apoderarse de los tesoros que no habían sido devorados por las llamas; pero el artesano ni siquiera lo intentó. Como hipnotizado, penetró en uno de los edificios, atraído por las llamas. El acto de heroísmo de Ducket fue puramente instintivo. No se paró a pensarlo, y echó a correr.

Por desgracia, el edificio se vino abajo en el preciso momento en que llegó Ducket. Al ver a Carpenter caer al suelo, se precipitó hacia él y lo apartó de las llamas, por lo que sufrió graves quemaduras. Carpenter estaba inconsciente. Con ayuda de otro individuo, Ducket consiguió cargarlo a hombros y llevárselo de allí.

Media hora más tarde, cuando Carpenter hubo recobrado el conocimiento, aunque estaba cubierto de quemaduras y había sufrido una fuerte conmoción, Ducket lo dejó al cuidado de los caritativos hermanos del hospital de Saint Bartholomew, y se encaminó hacia el George para informar a Amy de lo sucedido.

James Bull no era hombre que se rindiera con facilidad. Ciertamente, en los últimos cinco años su acaudalado primo no lo había mandado llamar. Ni era menos cierto que, un año antes, pensando que era lo bastante mayorcita para recibir esas cosas, Bull había enviado a Tiffany unas flores, junto con un farragoso poema, que nunca le había agradecido. Pero ¿qué podía hacer para atraer la atención de su primo y conquistar su afecto?

Cuando James Bull vio a los hombres de Tyler entrar en Londres, comprendió qué debía hacer. La mayoría de los londinenses aborrecía la capitación. Muchos simpatizaban con los hombres de Kent. Algunos habían ido a unirse a ellos. Pero James no tenía esas ideas. Según él, eran agitadores. No tenía tiempo para pensar en agitadores; en ese momento supo, con toda certeza, qué había que hacer. Era preciso aplastarlos. Y en eso demostró ser un auténtico Bull. Manteniendo las distancias pero sin quitarles la vista de encima, James los siguió hasta el Savoy. Al contemplar el edificio en llamas, se dio cuenta de qué podía hacer. Más tarde, James Bull tuvo la certeza de haber obrado cabalmente. Había salvado de las llamas a tres presuntos saqueadores, y sólo se había detenido cuando la muchedumbre le dio a entender que si volvía a hacerlo lo lincharían; en vista de lo cual decidió ir en busca de ayuda. Al no hallar a alguno de los sargentos de la ciudad ni a otra autoridad municipal, Bull se dirigió deprisa hacia Ludgate confiando en encontrar algún soldado u oficial. A fin de cuentas, si pretendía hacerse famoso e impresionar a su primo que vivía en el Puente de Londres, tenía que llevar a cabo una hazaña memorable, y ante testigos. Al pasar por delante del Temple, que también ardía, y llegar a Chancery Lane, vio a Silversleeves montado en un magnífico caballo.

—Llévame a la Torre. Debemos conseguir ayuda —dijo Bull, pero el abogado lo miró en silencio y se alejó rápidamente hacia el oeste, por un camino situado a un kilómetro de distancia del Savoy.

Por una feliz casualidad, al llegar al Puente de Londres Bull vio a uno de los rebeldes caminando solo. Aquel mechón de pelo blanco, aquellas manos quemadas… eran inconfundibles. Bull echó a correr y se arrojó sobre él, gritando:

—Ya te tengo.

Pero sin duda fue gracias a la providencia que, mientras el rebelde no cesaba de resollar y trataba de librarse de su agresor, James viera aproximarse desde el puente la corpulenta figura de su acaudalado primo, y le gritó:

—¡Ayudadme, señor! Este hombre estaba saqueando el Savoy.

El joven James se quedó un tanto perplejo cuando el comerciante, después de preguntar si estaba seguro, se volvió hacia el rebelde como si lo conociera y, mirándolo con expresión furibunda, exclamó:

—¡Pagarás por esto, Ducket!

Las horas transcurrieron lentamente en la cocina de la casa del Puente de Londres. Bull había hecho caso omiso de las protestas de Ducket, aunque si el joven James Bull, que se había dirigido deprisa a la Torre, hubiera podido oír los comentarios del comerciante se habría sentido muy complacido.

—Un muchacho excelente. Maduro y cabal. Reconozco que quizá lo juzgué equivocadamente hace unos años.

Pero las palabras que Bull dirigió al aprendiz fueron duras y tajantes:

—Permanecerás encerrado hasta que pueda entregarte a las autoridades —le dijo.

El comerciante ordenó que echaran el cerrojo a las puertas y ventanas. Sólo se quedó una persona con Ducket, la chica obesa.

—No le quites ojo de encima —dijo Bull—. Si trata de escapar, da la voz de alarma.

De vez en cuando Ducket miraba a la chica obesa. En cierto momento, puesto que nada mejor tenía que hacer, el aprendiz trató de explicarle que Amy le había enviado en busca de Carpenter, las cosas que él había visto y oído y, por último, que, lejos de dedicarse a saquear el Savoy, había rescatado a Carpenter de las llamas.

—De modo —concluyó Ducket— que de nada soy culpable.

Pero la chica obesa siguió comiendo plácidamente y no dijo palabra.

Esta situación se prolongó todo el día siguiente. Por la mañana la cocinera entró un momento en la cocina. Habló poco, pero dijo a Ducket que el Rey iba a ir a Mile End. Luego la casa permaneció en silencio durante varias horas. Más tarde Ducket oyó el sonido de una numerosa muchedumbre que se aproximaba a la casa. Por el estruendo, daba la impresión de que había ocurrido algo en las inmediaciones. Después oyó un feroz griterío. Luego el sonido de la multitud al alejarse. Al cabo de una hora apareció de nuevo la cocinera.

—Han entrado en la Torre y matado al arzobispo —dijo la mujer—. Han clavado su cabeza en una estaca en medio del puente.

Esa noche apareció el propio Bull y miró a Ducket con disgusto.

—Tus amigos han tenido éxito —dijo secamente—. El Rey ha concedido fueros que van a abolir la servidumbre. A cambio, los rebeldes no sólo han asesinado al arzobispo, sino que se pasean por las calles prendiendo fuego a las casas y matando a toda persona que no les cae bien. Hasta ahora han asesinado a unos doscientos inocentes. Supuse que te complacería saberlo.

Tras estas palabras el comerciante cerró la puerta bruscamente y le echó el cerrojo.

El día siguiente era sábado. La mañana transcurrió en silencio. Luego, hacia el mediodía, Ducket oyó que la gente corría por la calle. Hubo gritos, pero no como los del día anterior. Personas que eran llamadas por sus nombres. Unos pasos que se detuvieron frente a la puerta de la casa de Bull. Unas conversaciones apresuradas. Al cabo de un rato, las voces se apagaron. Transcurrieron dos horas. Más gritos. Aclamaciones. Risas en la calle. Los cascos de un caballo que se detiene ante la puerta. Alguien que entra en la casa con paso cansino, según le pareció a Ducket. Luego, media hora más tarde, la puerta de la cocina se abrió y apareció Bull.

—Según parece —dijo con calma—, el Rey te ha perdonado.

James Bull lo vio todo.

Al llegar a la Torre, después de capturar a Ducket, James no encontró a alguien dispuesto a ir al Savoy; pero su deseo de servir a las autoridades era tan evidente que nada menos que el concejal Philpot le procuró un caballo y armas.

—Puedes sernos útil —dijo Philpot.

A partir de entonces, James apenas se apartó del concejal. Así fue como, ese sábado memorable, éste presenció el desenlace de la revuelta campesina.

A primeras horas de la mañana, después de asistir a misa en Westminster, el rey Ricardo II de Inglaterra, junto con un reducido séquito de nobles, el alcalde de Londres, Philpot y otros concejales, se dirigió hacia Smithfield a caballo para parlamentar con Wat Tyler.

Era un riesgo calculado. Hast a entonces, los rebeldes no habían manifestado deseos de hacer daño al niño rey. Pero podían destruir Londres. Hacía poco habían llegado unos informes sobre los alzamientos que se habían producido en East Anglia.

—Son capaces de hundir todo el país —dijo Philpot a James. Si el joven rey Ricardo lograba con vencer a los hombres de Tyler de que se dispersaran, podría evitarse un baño de sangre—. O quizá cambien de opinión y maten al Rey —comentó Philpot con expresión sombría.

Al llegar encontraron a Tyler y a sus hombres apostados en el lado occidental de la amplia explanada de Smithfield. El pequeño grupo que seguía al Rey se detuvo delante del alto y grisáceo edificio de Saint Bartholomew. La horda, congregada alrededor de Smithfield, constituía un espectáculo escalofriante. Pero el hijo del Prícipe Negro, por cuyas venas corría la sangre Plantagenet de Eduardo I y de Ricardo Corazón de León, avanzó hacia el centro de la explanada, solo. Y Tyler fue a su encuentro.

Al ver un espacio frente a él, James se adelantó hasta situarse detrás del hombro del alcalde. Pese a sus esfuerzos en el Savoy, James no había visto a Tyler hasta entonces, pero en ese momento se encontraba tan sólo a cien metros de él y pudo ver sus facciones con claridad. El joven Bull observó fascinado el curtido rostro del cabecilla rebelde. Tuvo la impresión de que Tyler había bebido. Luego frunció el entrecejo.

Tyler no perdió el tiempo. Tras saludar al Rey con tono amable pero brusco, le expuso sus peticiones. Toda autoridad debía abolirse. No habría más obispos, excepto uno: John Ball. Las vastas propiedades de la Iglesia debían ser confiscadas y cedidas a los campesinos. Y todos los hombres debían ser iguales bajo el Rey. Ricardo dio la vuelta y se acercó a su séquito. James lo oyó conversar en voz baja con los alcaldes y los otros. Le oyó decir:

—Le diré que examinaremos todas sus peticiones.

A continuación Ricardo regresó junto a Tyler.

Pero la mirada de James Bull no se fijó en el Rey, sino en Tyler, mientras se devanaba los sesos tratando de recordar dónde había visto ese rostro.

Al oír la respuesta de Ricardo, Tyler sonrió y pidió una jarra de cerveza. Uno de sus hombres se la llevó. Tyler alzó la jarra a sus labios, apuró la cerveza de un trago y chasqueó la lengua toscamente en señal de triunfo.

¡Por supuesto! De golpe, al ver a Tyler chasquear la lengua, James recordó una noche, hacía mucho tiempo, en el George. Un hombre corpulento como el cabecilla rebelde, que chasqueaba la lengua después de cada trago. ¿Podía tratarse del mismo individuo? Sí, James estaba casi seguro. Y entonces James Bull entró en la historia de Inglaterra.

—Conozco a ese hombre —dijo. Su voz resonó en toda la explanada de Smithfield—. Es un salteador de caminos de Kent.

Nada había preparado a James para el efecto que sus palabras causaron a los asistentes. Tyler lo miró atónito. Acto seguido, y fuera porque la afirmación de Tyler era cierta o porque se sintió insultado, se sonrojó. Y luego perdió la cabeza. Lanzando un rugido de rabia y olvidándose del Rey, Tyler espoleó su caballo y, desenvainando una daga, se precipitó hacia James.

—¡Te mataré! —gritó.

James palideció, pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar estalló ante él un tumulto. Vio el resplandor del acero cuando el alcalde y uno de los nobles desenfundaron sus espadas. Luego oyó un grito. El caballo de Tyler dio media vuelta, echó a correr y, antes de alcanzar al Rey, Tyler se cayó de la silla y permaneció postrado en el suelo, chorreando sangre.

A continuación se produjo un terrible silencio. Los rebeldes contemplaron pasmados a su líder tendido en el suelo. James oyó murmurar a Philpot:

—Maldita sea, nos matarán a todos.

Pero no había tenido en cuenta al niño rey. En ese momento Ricardo II, un joven de tan sólo catorce años, dio muestras de un extraordinario valor y sangre fría. Alzando la mano para imponer silencio y avanzando hacia el centro del grupo de rebeldes, dijo:

—Señores, yo seré vuestro capitán. Seguidme.

Tras estas palabras el Rey se dirigió hacia unos campos situados al norte de Smithfield. La multitud permaneció inmóvil. James contuvo el aliento. Luego los rebeldes siguieron al Rey.

La hora siguiente estuvo marcada por una actividad frenética. El alcalde, Philpot y los demás partidarios del Rey no cesaron de correr de un lado a otro de la ciudad. Por fin, los soldados y los londinenses de todos los distritos hicieron acopio de valor y formaron filas. Mientras el Rey mantenía a los rebeldes ocupados parlamentando con ellos, las fuerzas de Londres los rodearon.

Al cabo de un rato todo había concluido. Los rebeldes se rindieron. El Rey estaba a salvo. El alcalde y Philpot fueron nombrados caballeros en el acto. La cabeza de Tyler sustituyó a la del pobre arzobispo en el Puente de Londres. No obstante Ricardo, haciendo gala de una gran prudencia, ordenó que todos sus humildes seguidores, independientemente de lo que hubieran hecho, fueran perdonados sin condiciones.

Pero el verdadero triunfo de James Bull se produjo cuando éste, con las mejillas arreboladas, se dirigió a caballo a la casa del Puente de Londres para comunicarles la noticia y, por primera vez, fue conducido al suntuoso salón del piso superior, donde halló al comerciante, su esposa y Tiffany esperándolo.

—Cuéntanos, muchacho —dijo su pariente sonriendo—, cuéntanos todo lo ocurrido.

La gran revuelta campesina de 1381 había concluido. Durante un tiempo se produjeron algunos disturbios en East Anglia y otros puntos del país, pero con el fracaso sufrido en Londres, la revolución quedó decapitada. En cuanto a las promesas que el niño rey había hecho a los campesinos, éstas fueron rápidamente olvidadas por completo. Tal como él mismo informó poco después a una delegación de campesinos:

—Sois villanos y seguiréis siendo villanos.

Las estrellas habían retomado su curso, los órdenes de la sociedad ocuparon de nuevo sus esferas correspondientes. Pero el país aprendió una importante lección política que no olvidaría en muchos siglos. Bull lo expresó de manera sucinta:

—Las capitaciones traen problemas.

Dos días después de la muerte de Tyler, una vez que se había restablecido el orden, un caballo echando espuma por la boca y su jinete se detuvieron ante la casa del Puente de Londres. Era Silversleeves. Su alegría al ver a Bull parecía inmensa.

—Gracias a Dios que estáis a salvo, señor —dijo—. ¿Y mi querida Tiffany? —Silversleeves emitió un suspiro de alivio—. Estaba muy preocupado. —Explicó que había tenido que viajar al oeste por un asunto de negocios—. Pero tan pronto como me enteré de lo de Tyler regresé deprisa. —Silversleeves corrió escaleras arriba, e incluso se permitió abrazar a su amada—. ¡No sabes cuánto anhelaba reunirme contigo! —exclamó. Bull se sintió conmovido.

El corazón de Bull, sin embargo, no se había ablandado con respecto a Ducket.

—Estaba con los rebeldes; eso basta para inculparlo —dijo—. Es un traidor.

Al aprendiz, cuando por fin lo liberó, le dijo fríamente:

—No me importa qué papel desempeñaste en este fregado. Cumpliré las promesas que te hice cuando trabajabas de aprendiz con Fleming, porque he empeñado mi palabra. Pero te prohíbo que vuelvas a poner los pies en esta casa.

Al cabo de un mes, Benedict Silversleeves y Tiffany Bull se prometieron en matrimonio. A instancias de Tiffany, la boda no se celebraría hasta el verano siguiente.

Cuando James Bull se enteró de que Tiffany estaba comprometida, se quedó pensativo y dijo:

—Ya nada se puede hacer.

Si, en su fuero interno, Bull sabía que los últimos cinco años de esperanzas habían constituido una solemne pérdida de tiempo, su sentido del deber para con la familia y de sus propios méritos le habían impedido reconocerlo. Y en ese momento, cuando por primera vez había conseguido congraciarse con su pariente, todo se había terminado. De golpe comprendió que su vida no tenía sentido. Empezó a frecuentar el George. No es que bebiera en exceso, ni que desatendiera sus asuntos, pero había muchas horas que un hombre podía pasar en una taberna, solo y taciturno; y eso fue lo que hizo.

Dame Barnikel se fijó en él y recordó vagamente haberlo visto en otra ocasión, no menos alicaído que en ese momento. Intrigada, lo observó atentamente.

—Un hombre —dijo a Amy señalando a Bull— es lo que tú haces de él. —No es que ella misma hubiera logrado hacer gran cosa del pobre Fleming, pensó dame Barnikel con un suspiro de resignación—. Y ahora ese joven necesita que alguien se ocupe de él.

Al cabo de unos días decidió acogerlo, según dijo, «bajo su ala». Cada vez que James aparecía por el George, hallaba a la imponente propietaria con la cara muy risueña.

—Aquí está de nuevo este joven tan apuesto —decía dame Barnikel con su voz grave mientras lo acompañaba a una mesa. Cuando conversaba con él ronroneaba como una gata. Incluso hizo que ese hombre larguirucho y esmirriado se sintiera atractivo.

—Ahí lo tienes —decía dame Barnikel a Amy, mientras la joven lo observaba tímidamente—. Debes aprender a sacar lo que un hombre lleva dentro; nunca se sabe qué puede haber en su interior.

A veces, según reconocía ella misma, Amy se preguntaba cómo conseguiría eso con Carpenter. Desde luego, seguía admirando su serena fuerza interior; pero la experiencia con la revuelta de Tyler la había dejado desconcertada. Cuando Carpenter regresó de Saint Bartholomew, sólo mostraba unas pocas quemaduras y un chichón. Pero ¿quién sabe qué podría haber ocurrido si no hubiera sido por Ducket? Por otra parte, Carpenter no había cambiado de parecer.

—Fueron los rufianes londinenses los que saquearon y robaron —dijo a Amy—. Seguimos viviendo bajo una condenada autoridad. Algún día cambiarán las cosas.

Amy no estaba segura de lo que sentía, pero Carpenter seguía siendo su hombre. De modo que la joven comprendió que debía alegrarse cuando, poco antes de Navidad, Carpenter le anunció:

—Creo que podríamos casarnos el verano que viene.

Para muchos ingleses, después de las calamidades padecidas el año anterior, el inicio de 1382 parecía prometer una nueva y alegre esperanza. En enero se produjo un feliz acontecimiento. Ricardo II, el valeroso niño rey, se casó con Ana, una princesa poco agraciada pero bondadosa. Era casi tan joven como él y había llegado, tras una larga y peligrosa travesía, de la remota tierra de Bohemia, en el este de Europa. Para gozo de todos, era evidente que, como en los cuentos de hadas, el joven rey y Ana de Bohemia se habían enamorado instantáneamente.

En casa de los Bull todos confiaban en que ocurriera algo semejante.

Durante la última semana de febrero la chica obesa decidió hablar. Si existía algún motivo que la impulsó a hacerlo precisamente en ese momento, éste se ocultaba entre los profundos pliegues de su persona.

—Ducket no participó en la revuelta —comunicó un día de sopetón a Tiffany en la cocina—. Trató de salvar la vida de un hombre.

Cuando Tiffany se lo contó a su padre, éste no se dejó ablandar.

—Lo lamento —dijo—, pero no estoy convencido. La chica obesa ha oído ese cuento de labios del propio Ducket. Y pese a lo que él diga, no cabe la menor duda de que estaba en el Savoy. Además —prosiguió el comerciante—, quizá recuerdes las sospechas de dame Barnikel respecto al robo de aquel dinero. No estoy dispuesto a cambiar de opinión, y —añadió mirando a su hija con severidad— te ruego que no tengas tratos con ese chico.

Ante lo cual Tiffany agachó la cabeza sumisamente y no dijo una palabra.

Luego envió un mensaje.

Ducket acudió, tal como indicaba el mensaje, a la iglesia de Saint Mary-le-Bow.

Habían transcurrido más de seis meses desde que su padre prohibiera a Ducket que volviera a pisar la casa; en ese momento, al contemplar ese rostro tan querido, sus ojos risueños y su llamativo mechón de pelo blanco, Tiffany sintió remordimientos. Aunque su padre tuviera razón, ¿por qué había dejado ella que transcurriera tanto tiempo sin siquiera tratar de verlo? Ducket debió de sentirse como un paria y sin una mínima muestra de amistad por parte de ella. En esos momentos, sabiendo lo que sabía, Tiffany se sintió turbada ante él. Pero cuando le dijo lo que la chica obesa le había contado, Ducket no manifestó el menor rencor.

—Me alegro de que hayas decidido hablar conmigo —dijo echándose a reír—. Pero es curioso —confesó Ducket—, durante los últimos dos años todo el mundo se ha mostrado muy frío ante mí. No lo comprendo.

Pero Tiffany sí. De pronto, al pensar en las sospechas de su padre y dame Barnikel y al contemplar el risueño semblante de su amigo, Tiffany comprendió que era imposible que Ducket hubiera hecho lo que ellos sospechaban.

—Creo —dijo— que hay algo que debes saber.

Durante la Pascua, en el año 1382, llegaron subrepticiamente a Londres varios ejemplares de un libro muy peligroso. Dado que los libros tenían que ser escritos por copistas, el número de ejemplares era forzosamente limitado; pero las autoridades, no obstante, se alarmaron.

El libro era la Biblia. Se trataba de una traducción literal y no muy buena, realizada en parte por el propio Wyclif, en su mayoría por otras manos; incluso sus autores la consideraban tan sólo un primer intento. Pero estaba escrita en inglés; y los hombres como Carpenter podían leerla. Eso era lo peligroso.

—Una Biblia inglesa —dijo Bull a su esposa— significa sedición.

Con los sermones de John Ball resonando todavía en los oídos de la gente, y el recuerdo de las recientes hazañas de la terrorífica horda rebelde, la perspectiva de que las gentes sencillas leyeran la Biblia y elaboraran sus propios sermones llenó a los hombres responsables de terror. Los seguidores de Wyclif llegaron a ser conocidos por un apelativo peyorativo, que significaba gente que habla entre dientes o vagos: los lolardos. La Biblia de Wyclif se denominaba la Biblia de los lolardos. Y ambos eran sumamente peligrosos.

Ben Carpenter deseaba poseer una Biblia de los lolardos. Hasta ese momento sólo había conseguido el Libro del Génesis. Al igual que muchas esas Biblias, éste contenía al principio una serie de tractos lolardos; hasta la fecha Carpenter había leído, dos veces, tanto los tractos como el texto bíblico, de manera pausada pero rigurosa. No había llevado el libro al George porque Amy le había advertido que ello enojaría a su madre, cuyas simpatías hacia Wyclif habían cesado desde la revuelta. Pero Carpenter había llevado a Amy en varias ocasiones a un lugar apartado para leerle algunos capítulos.

—Cuando el tiempo sea más cálido —prometió a la joven— saldremos a pasear por las tardes y podré leerte unos fragmentos más largos.

Una lluviosa noche de primavera, bastante fría para mayo, las ráfagas de viento golpeaban los postigos cuando Ducket pasó por Ludgate. Llevaba cierto tiempo esperando pacientemente esta ocasión, dos meses desde el día en que Tiffany le había advertido sobre las sospechas de dame Barnikel, y seguía a su presa sin perderla de vista.

Por supuesto, tal vez estuviera equivocado. Quizá no existiera relación alguna, pero Ducket no podía por menos de pensar que la falta de dinero de Fleming iba unida a su extraña desaparición. Fuera lo que fuese que Fleming tuviera entre manos, si Ducket pretendía limpiar su nombre tenía que averiguarlo. El abacero cruzó el puente del Fleet y continuó hacia el oeste, en dirección a Temple Bar.

La lluvia golpeaba a Ducket en el rostro, impidiéndole ver con claridad. Poco antes de llegar a Temple Bar, Fleming dobló de pronto a la derecha y enfiló por Chancery Lane. No era un barrio que Ducket visitara con frecuencia y se preguntó adónde se dirigía el abacero. Trató de seguirlo más de cerca, pero una violenta ráfaga de viento le arrojó una cortina de agua a la cara. Ducket se enjugó los ojos.

Fleming se había esfumado.

Exponiéndose a que su presencia fuera detectada, Ducket echó a correr por Chancery Lane. Cien metros, doscientos. No había ni rastro de Fleming.

«No puede haber ido muy lejos —se dijo Ducket y comenzó a volver sobre sus pasos—. Tiene que estar en algún sitio». Había casas a ambos lados de la calle. Con sus elevados aguilones y sus maderos curvos, parecían erguirse amenazadoramente sobre él en la oscuridad. Ducket se dio cuenta de que había pasado varios callejones y patios en los que Fleming podía haberse ocultado. Aquí y allá, un rayo de luz se filtraba por debajo de una puerta o a través de una ventana, pero eso era todo. «Tengo que seguir buscándolo —se dijo el aprendiz—. Aunque sólo lo vea salir de un portal, al menos sabré adónde se dirige la próxima vez». Haciendo caso omiso de la lluvia torrencial, Ducket siguió deambulando por las calles. Transcurrió media hora. Una hora. De pronto, al entrar en un pequeño patio, Ducket oyó que se abría un postigo y, al alzar la mirada, vio un rostro enmarcado durante un momento en una ventana iluminada.

Fleming observó el resplandor del fuego con creciente entusiasmo. «Esta vez —pensó— va a ocurrir».

Tenía que ocurrir. Al cabo de un mes sería la boda de su hija. ¿Y qué podía darle? Nada. Fleming pensó en su esposa. ¿Cuánto tiempo hacía que no tenía una buena opinión de él? Sólo el dinero solventaría el problema. Así, por enésima vez, Fleming había cogido el poco dinero que le quedaba en la caja fuerte y se lo había llevado a Silversleeves. El alquimista confiaba también en que se produjera el milagro.

—Ésta es la última vez que hago esto —había informado al abacero—. No necesitaré volver a hacerlo. —Al observar la expresión pensativa del abacero, quien se preguntaba si eso significaba que obtendrían oro, Silversleeves sonrió—. Amigo mío —dijo, pronunciando para sus adentros una oración de gratitud por contar con Tiffany y su fortuna—, pronto serás muy rico.

En la habitación hacía calor. Silversleeves, ataviado con su capa mágica, se inclinó sobre la mesa y mezcló despacio los ingredientes del Elixir, agregando como toque final una pizca de sal y ajo. El tiempo transcurría lentamente. La atmósfera de la estancia comenzaba a hacerse asfixiante, el fuego chisporroteaba, mientras que fuera la lluvia batía sobre los postigos. Cuando por fin estuvo preparado, Silversleeves ordenó al abacero:

—Atiza el fuego.

Mientras Fleming lo hacía, el viento abrió de golpe los postigos. Con un gesto de irritación, Silversleeves le indicó que los cerrara, lo que hizo que Fleming se asomara a la ventana. Luego volvió a ocuparse del fuego.

El crisol comenzaba a borbotear.

—¿Crees que? —empezó a preguntar Fleming; pero Silversleeves se llevó un dedo a los labios. Ansiando decir algo, el abacero se alzó de puntillas nervioso mientras observaba cómo temblaba el crisol sobre el fuego. La lluvia seguía golpeando con fuerza los postigos. Fleming percibió vagamente un crujido junto a la puerta. El crisol emitió un sonido sibilante.

Pero entonces ocurrió algo muy extraño. Fleming notó el movimiento con toda claridad, al igual que Silversleeves, que lo miró sorprendido: no sólo el crisol seguía borboteando y oscilando violentamente sobre el fuego, sino que las cubetas y los cuencos que había sobre la mesa también se pusieron a temblar. La puerta y la ventana crujían; el crisol brincaba sobre las llamas. Hasta el suelo giraba vertiginosamente. Ante el asombro de los dos hombres, los muros, la casa entera comenzó a oscilar.

—¡Dios mío! —exclamó Fleming eufórico—. ¡Lo hemos conseguido!

Eso era lo que debía de ocurrir cuando se producía el milagro de la alquimia, pensó el abacero. Quién sabe, quizás incluso los planetas habían comenzado a girar sin control y las esferas celestes a oscilar tan alocadamente como la casa. Quizás —un pensamiento espantoso, pero sublime— Silversleeves había hecho que el mundo llegara a su fin. Ciertamente el alquimista parecía alarmado.

Entonces se abrió la puerta.

Ducket se quedó boquiabierto. Los últimos momentos habían sido muy extraños. Primero había cruzado deprisa el patio, había subido por una destartalada escalera exterior y, al llegar al rellano, había avanzado a tientas en la oscuridad. De pronto toda la casa, y todas las casas de alrededor, habían comenzado a temblar.

Ducket jamás había vivido un terremoto, ni siquiera había oído hablar de semejante fenómeno, lo cual era lógico en aquella época. El gran terremoto de mayo de 1382 es uno de los pocos que se han registrado en la historia de Londres, y, aunque no causó graves daños, aterrorizó a los londinenses. Pero Ducket no tuvo tiempo de pensar en las consecuencias del terremoto al abrirse la puerta y contemplar la escena. Aunque aquél no era un barrio de prostitutas, el aprendiz imaginó que su patrón estaría con una mujer. O quizá con un grupo de hombres jugando a los dados, o a algún juego que podía haber provocado que perdiera dinero. Ducket se había propuesto abrir la puerta con cautela, confiando en atisbar qué ocurría en la habitación y, en caso necesario, emprender rápidamente la retirada. Pero el brusco movimiento del terremoto casi lo había arrojado contra la puerta en el preciso momento en que alzó el pestillo. La puerta se había abierto violentamente, y entonces, mientras Ducket pestañeaba para adaptarse a la oscilante luz, vio a Fleming, mirándolo como si fuera un fantasma, ya un mago junto al fuego. Pero no era un mago. Ducket frunció el entrecejo al contemplar el rostro del piadoso y respetable Silversleeves, y su rostro, en ese momento, no mostraba un aire respetable, ni siquiera temible, sino que era la viva imagen de un hombre que se siente abochornado y culpable.

—¿Qué haces aquí?

—¡Pero si es Ducket! —exclamó el abacero, aliviado al comprobar quién era—. ¿No te dije que un día asistirías a un prodigio? —Su rostro expresaba una dicha angelical—. Acércate, Ducket. Hemos obtenido oro.

Entonces Ducket, que había oído hablar de la alquimia, se volvió hacia Silversleeves.

—¡Canalla! —gritó.

Y el abogado retrocedió intimidado.

Más tarde, Ducket se sorprendió de la facilidad con que había conseguido dominar la situación. Al principio, le había costado convencer al abacero de que lo habían engañado.

—¿No comprende que todos esos tipos son unos charlatanes? —gritó Ducket—. No pueden obtener oro. Fingen saber hacerlo para sacar el dinero a la gente. No es más que un truco. —El aprendiz se acercó al crisol y preguntó—: ¿Dónde está el oro? Aquí no veo oro.

De todos modos, el pobre abacero sólo empezó a comprender después de que Ducket, con la amenaza de partirle la nariz, obligara a Silversleeves a confesar la verdad a su víctima.

—Entonces me ha robado todo el dinero —murmuró.

—Le obligaremos a devolvérselo —dijo Ducket enérgicamente.

El abogado había empezado a recobrar la compostura y respondió sonriendo con dulzura:

—Se ha esfumado todo.

Pero si Ducket esperaba que Fleming se enfureciera, o amenazara a Silversleeves con denunciarlo, había pasado una cosa por alto: la víctima también era culpable. Entonces, con los ojos llenos de lágrimas, Fleming le imploró:

—Siempre me he portado bien contigo, Ducket. Prométeme que nunca contarás lo que he hecho. —El abacero agachó la cabeza avergonzado—. Si mi esposa y Amy llegaran a enterarse. No podría soportarlo, Ducket. ¿Me lo prometes?

Ducket dudó unos instantes. Observó que Silversleeves sonreía con desdén. Por supuesto, el astuto abogado creía que se había salido con la suya. El aprendiz se volvió hacia él.

—Se lo diré a todo Londres —dijo en tono comedido—, a menos que este canalla me prometa una cosa. Renuncia a Tiffany —exigió a Silversleeves—. Si no lo haces te denunciaré por estafador.

—No creo que sea necesario —dijo Silversleeves, palideciendo.

—Yo sí. De modo que elige —contestó Ducket, observando la lucha que el abogado libraba en su interior.

—De acuerdo —respondió al fin.

A la mañana siguiente, mientras todo Londres hablaba del terremoto y los daños que había causado, Ben Carpenter tuvo un extraordinario golpe de suerte. Un hombre con quien había estado encontrándose en secreto junto a Saint Paul le facilitó, en lugar del Libro del Éxodo que el carpintero confiaba obtener, nada menos que una Biblia entera, toda traducida. Por si fuera poco, el hombre pidió a Ben un precio que, aunque elevado, éste podía pagar.

Ben tenía una Biblia. Apenas podía creerlo. Ciertamente, le había costado buena parte de sus ahorros, pero era el único libro que necesitaría comprar en su vida. Ben la envolvió en un trapo, la metió en una bolsa y se la llevó a casa.

Era preciso obrar con discreción. Debido a los recelos que seguían despertando los lolardos, el sínodo celebrado hacía unos días en el convento de los dominicos había condenado de nuevo con energía todas las creencias de Wyclif como heréticas: incluso el hecho de poseer una Biblia de los lolardos se consideraba sospechoso. Por lo tanto, Ben la guardó en una alacena.

Al hacerlo, se le ocurrió una idea. Desde el verano anterior le pesaba no haber expresado de manera tangible su gratitud a Ducket por haberle salvado la vida en el Savoy. Había tratado de regalarle una suma de dinero, pero Ducket la había rechazado. El artesano se preguntaba a menudo qué favor podía hacer a su amigo. Entonces, en la alacena delante de él, estaba la respuesta. Con reverencia, pero con una sonrisa de satisfacción, Ben sacó el Libro del Génesis.

A últimas horas de esa tarde Silversleeves salió a matar a Ducket.

Era un riesgo calculado. Aunque no creía que Fleming se fuera de la lengua, no le cabía la menor duda de que, en cuanto Ducket descubriera que Silversleeves seguía empeñado en casarse con Tiffany, el aprendiz contaría lo que había presenciado. Por supuesto, Silversleeves no tenía la menor intención de renunciar a la muchacha; y una vez que hubiera quitado a Ducket de en medio, probablemente estaría a salvo. La lógica era aplastante. Ducket debía morir.

No obstante, el abogado se sentía algo nervioso cuando cogió un puñal que tenía guardado y lo ocultó debajo de su jubón.

A fin de asegurarse de que nadie sospechara, Silversleeves se dirigió a la casa del Puente de Londres, donde le dispensaron una afectuosa acogida. Nada en los ojos de Tiffany sugería que había oído algo desfavorable sobre él. Al salir, Silversleeves se topó con Bull, quien se mostró tan afable como de costumbre.

—Me pregunto, señor, si podríamos fijar una fecha para la boda —dijo tímidamente el abogado.

—Desde luego, se celebrará antes de que finalice junio —respondió el comerciante.

Cuando Silversleeves llegó al cheap, Ducket y el abacero se disponían a cerrar la tienda. El abogado se detuvo a cierta distancia, calculando su próximo paso.

¿Cómo se mata a un hombre? Silversleeves jamás había hecho semejante cosa. Lógicamente, nadie debía verlo: necesitaba un lugar aislado, quizá cuando anocheciera. Probablemente sería preferible atacarlo por la espalda. Pero ¿qué hacer con el cadáver? ¿Dejarlo abandonado? ¿Ocultarlo? ¿Arrojarlo al río? Sin un cadáver, nadie sabría con certeza que se había cometido un crimen. Silversleeves supuso que todo dependía de las oportunidades que se le ofrecieran. No sin cierta aprehensión, empezó a seguir a Ducket.

Como de costumbre, Fleming y Ducket comenzaron a tirar de la carretilla por el cheap. Cruzaron Poultry y se dirigieron hacia Lombard Street, que los conduciría al puente. Pero cuando llegaron a Lombard Street, un individuo bajo y grueso, obviamente un artesano, les indicó con la mano que se detuvieran y se acercó a hablar con Ducket. Al cabo de unos momentos, el hombre y Ducket regresaron de nuevo al cheap, mientras que Fleming se dirigió hacia su casa con la carretilla. Siguiéndolos discretamente, Silversleeves volvió sobre sus pasos hasta que los dos hombres enfilaron por un camino detrás de Saint Mary-le-Bow y se metieron en una taberna.

Por suerte, el local estaba abarrotado. Aunque el abogado los divisó inmediatamente, sentados a una mesa, Ducket y su acompañante no repararon en él.

Silversleeves pidió una jarra de vino y observó a los dos hombres con aire pensativo. El artesano parecía extraordinariamente alegre, incluso eufórico. Al cabo de unos momentos pidió otra jarra de cerveza. Una vez que se la hubieron servido, y tras mirar furtivamente alrededor, el hombre entregó a Ducket un paquete. Un regalo, a juzgar por la expresión expectante que se reflejaba en su rostro. Ducket empezó a abrirlo.

Silversleeves se acercó con cautela.

Era un libro. El abogado no atinó a ver el título. Ducket había pasado las primeras páginas. Él y el artesano estaban inclinados sobre el libro, examinándolo con atención. Durante unos momentos, Ducket lo inclinó de modo que Silversleeves, aunque se encontraba casi a tres metros de distancia, distinguió una palabra, escrita con letras grandes en la parte superior de la página: génesis. Tenía que ser una Biblia de los lolardos.

Silversleeves se apartó rápidamente. Un tracto lolardo. ¿Qué utilidad podía tener esa información? Su astuta mente empezó a analizar la situación desde todos los ángulos. Luego sonrió: una sonrisa deliciosa. Quizá no fuera preciso matar a Ducket.

Era bien entrada la tarde cuando Ducket se dirigió hacia el puente. El Libro del Génesis, a salvo en una bolsa, le golpeaba el hombro. En realidad ese libro no le interesaba, pero no había tenido el valor de decírselo a Carpenter. El solemne artesano se lo había entregado con mucho orgullo.

Cuando vio a los dos hombres avanzando hacia él, Ducket no les prestó atención. El primero era uno de los sargentos municipales encargados de mantener el orden; el otro era Silversleeves, a quien Ducket había decidido no hacer el menor caso. El aprendiz no comprendió que los dos hombres deseaban hablar con él hasta que los tuvo casi encima.

—Déjame ver lo que llevas en la bolsa, por favor —le ordenó el sargento.

Tras dudar unos instantes, Ducket se encogió de hombros. Los aprendices no desobedecían a un sargento municipal. De mala gana, le dio la bolsa y el sargento sacó el libro y se lo entregó al abogado.

—¿Qué dice? —inquirió el sargento.

Silversleeves sólo tardó unos momentos en examinarlo.

—Es el Libro del Génesis —respondió—. Y va acompañado por un tracto lolardo —añadió con tono grave—. Creo que debería confiscarlo.

—No puede hacer eso —protestó Ducket—. No he violado ninguna ley.

El sargento miró a Silversleeves.

En realidad ninguno de los dos sabía si el hecho de poseer ese material era técnicamente legal o no. Pero no cabía duda de que un aprendiz lolardo representaba un riesgo muy serio.

—Debería quedarse con el libro —insistió el abogado—, al menos hasta que sepamos si este hombre es culpable de un delito. Es una prueba.

El sargento asintió con la cabeza.

—¿Dónde conseguiste este libro, muchacho?

Ducket reflexionó un momento. Si el maldito libro era ilegal, no quería meter a Carpenter en un aprieto.

—Acabo de encontrármelo.

—Una respuesta evasiva —observó el abogado—. Lo que indica que es culpable.

—¡Aprendiz de abogado! —gritó Ducket—. ¡Nigromante!

—Ah. —Silversleeves sonrió—. Nigromante. Los lolardos afirmáis que la misa es nada más que magia. Tome nota de eso, sargento.

—Sé cómo localizarte, muchacho —dijo el sargento.

Cuando Bull se enteró de lo que Silversleeves había ido a comunicarle, se puso furioso.

—Por supuesto que has hecho bien en decírmelo —bramó.

—No estaba seguro —explicó Silversleeves—. Nada habría dicho de no saber que Ducket está relacionado con vos. Temo que unos desaprensivos lo estén pervirtiendo. ¿No podríais ayudarlo? Personalmente —agregó el abogado—, creo que el pobre diablo es totalmente inofensivo.

—No —replicó Bull—, te equivocas. Esto es demasiado. Un ladrón. Un insurrecto. Sólo faltaba que se uniera al movimiento lolardo. Si tienes un defecto, Silversleeves, es tu excesiva bondad. ¿Y dices que encima te insultó?

—Me llamó nigromante —respondió Silversleeves echándose a reír—. Una palabra carente de significado. Sin duda se dejó ofuscar por la ira. Supuse —añadió— que si alguien se presentaba para arrestarlo vos podíais interceder por él.

—¡De ningún modo! —contestó Bull negando con la cabeza—. No después de lo ocurrido. De hecho, quizá tenga que tomar medidas más serias.

—Vaya por Dios. —Silversleeves parecía sinceramente preocupado.

—Me comprometí a entregarle una suma de dinero cuando completara su aprendizaje —explicó Bull—. Pero creo que no merece que se la dé. —El comerciante suspiró—. Mala sangre, muchacho, mala sangre. —Luego dio a Silversleeves unas palmadas en la espalda y añadió—: Pero hablemos de cosas más alegres. Celebraremos la boda dentro de tres semanas. Ya puedes ir preparándote.

Esa noche, con gran meticulosidad, Benedict Silversleeves destruyó todas las pruebas que demostraban que había tratado de convertir metales comunes en oro.

Fleming había salido. No había una sola persona con la que pudiera hablar. Mientras Ducket se hallaba sentado en el George, a la mañana siguiente, pensó en el orden inevitable que regía el universo. Uno no podía obtener oro a partir de un metal común; y un expósito de clase baja jamás lograría ascender en la escala social.

No tenía un céntimo: jamás cobraría la dote que el comerciante le había prometido. Bull ni siquiera se había molestado en comunicárselo personalmente, sino que había enviado recado a dame Barnikel, quien le había transmitido la noticia. Un joven abacero sin dinero. ¿Qué podía hacer? En algunos casos la guilda de los abaceros facilitaba a jóvenes y respetados miembros un pequeño capital para que se labraran un porvenir. Pero su reputación estaba hecha trizas.

«No todo está perdido», había dicho dame Barnikel. Pero no lo había dicho con tono muy amistoso ni muy convencida.

Así pues, Ducket se quedó asombrado al ver aparecer, poco antes del mediodía, a Tiffany. Lucía un vestido lila y una graciosa cofia con volantes. El vestido apenas le cubría los pechos y Ducket observó que estaba muy desarrollada. La joven se sentó junto a él.

Dios, qué decaído parecía. Tiffany jamás lo había visto en ese estado. «Y los culpables somos nosotros —pensó—, mi propia familia».

—Probablemente no deberías hablar conmigo —dijo Ducket.

—Probablemente —respondió Tiffany—. Pero de todos modos voy a hacerlo. Siempre. Pase lo que pase. —Luego le cogió la mano.

Avergonzado, el muchacho rompió a llorar. Permanecieron sentados juntos una hora. Tiffany no tuvo dificultad en convencerlo de que le explicara por qué le habían dado una Biblia de los lolardos, pero Ducket se negó a confesar quién lo había hecho. El aprendiz no tenía la más remota idea de cómo se había enterado Silversleeves.

—Lamento —dijo Tiffany frunciendo el entrecejo— que fuera Silversleeves quien te delatara. Estoy segura de que sólo pretendía ayudarte. Le pediré que hable de nuevo con mi padre y que solucione esta situación. Vamos a casarnos dentro de tres semanas —añadió la joven.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo lo habéis decidido?

—Ayer. Después de que Silversleeves se encontrara contigo.

Entonces Ducket lo comprendió. Estaba muy claro. El astuto abogado había roto el pacto; pero primero, se las había ingeniado para desacreditarlo. Nadie creería una palabra de lo que dijera Ducket, porque dirían que era por malicia. Ducket estaba seguro de que el abogado había destruido todas las pruebas que pudieran incriminarlo. No obstante, debía salvar a Tiffany.

—¿Me creerías si te dijera que Silversleeves no es lo que parece? —preguntó Ducket a Tiffany.

Luego empezó a relatarle cuanto sabía.

Le explicó, sin mencionar el nombre de Fleming, cómo había descubierto a Silversleeves. Le dijo que el abogado se dedicaba a estafar a la gente, que era un consumado embustero. Le contó todo lo que sabía. Tiffany lo escuchó cabizbaja, con aire pensativo. Al final habló.

—Has dicho unas cosas terribles sobre el hombre con quien voy a casarme. Pero no me has dicho quiénes son sus víctimas. No me has dado pruebas. —Tiffany alzó la cabeza y miró a Ducket con profundo pesar—. ¿Cómo quieres que te crea?

Tiffany tenía razón. ¿Por qué había de creerlo? ¿Qué había hecho él para que la joven creyera en su palabra antes que en la de Silversleeves? Y si ella dudaba de él, ¿qué posibilidad tenía Ducket de convencer a Bull y a los demás? Al mirarla y recordar el día en que la había visto con Silversleeves en el puente, Ducket comprendió con una fuerza que le causó un intenso dolor, que amaba a esa joven, por más que era inaccesible para un pobre aprendiz como él, más de lo que a cualquier otra persona en su vida.

—Si vienes aquí mañana —dijo Ducket—, te daré pruebas.

Pero ¿cómo? Ésa fue la pregunta que empezó a hacerse en cuanto Tiffany se marchó. Era evidente que Silversleeves estaba seguro de que el abacero no hablaría. Ducket tenía que convencerlo de que lo hiciera. Si lograba que Tiffany jurara guardar el secreto, ¿hablaría Fleming? Era obvio que Ducket tenía que salvar a la chica de las garras de Silversleeves. Pero puede que eso no bastara. Bull exigiría una explicación. ¿Estaría Fleming dispuesto a sincerarse también con el comerciante? ¿Le creería Bull? No cabía duda de que Silversleeves poseía una gran habilidad para mentir. Ducket suspiró. Hasta ese momento, no se le ocurría algo mejor.

El aprendiz esperó a que Fleming regresara.

Era exactamente mediodía cuando Fleming terminó la carta que había estado escribiendo. No era larga, pero estaba satisfecho de ella. Tras guardarla en una caja de granos de pimienta, se dirigió a la puerta del almacén y echó el cerrojo. El otro asunto que debía resolver requería un gran esmero y no quería que lo importunaran.

Fleming sonrió. Con suerte, era posible que hubiera dado con una solución a los problemas de todo el mundo.

Encontraron a Fleming esa tarde, cuando dame Barnikel y Ducket trataron de entrar en el almacén. El abacero colgaba de una soga que había atado a una viga. Su carta era muy simple.

Lamento lo del dinero de la capitación y todo el otro dinero. Lo robé yo mismo. Quería ganar más para ti y para Amy. Te ruego que no hagas más preguntas.
Deseo que el joven Ducket se haga cargo del negocio. Ha sido un buen amigo, y muy leal.
Trató de salvarme, pero es demasiado tarde. Puedes confiar en él.

Cuando dame Barnikel leyó la carta sólo miró brevemente a Fleming. Luego se volvió hacia Ducket.

—¿Comprendes lo que dice aquí?

—Sí.

—Dice que él robó el dinero.

—No pretendía hacerlo. Le prometí que jamás lo diría.

—Yo creí que lo habías robado tú —dijo dame Barnikel con franqueza.

—Lo sé. Pero no lo hice.

—No era necesario que hiciera esto —comentó dame Barnikel.

Pero Ducket comprendió los motivos del abacero. Pues aunque la soga que rodeaba el cuello del pobre Fleming era la causa visible, el aprendiz sabía que lo cierto era que su patrón había muerto de vergüenza.

—Será mejor que te ocupes del negocio, entonces —dijo dame Barnikel bruscamente.

Nada de esto ayudó a Ducket a la mañana siguiente, cuando llegó Tiffany.

—He perdido a la persona que pudo haberte convencido —dijo Ducket—. No tengo pruebas.

—¿Así que debo creer en tu palabra?

Ducket asintió con la cabeza.

—Es lo único que tengo.

Después de que Tiffany se hubo marchado, el aprendiz se quedó un rato inmóvil. No sabía qué decisión tomaría la joven. Pero sabía una cosa: jamás permitiría que Tiffany cayera en las garras de Silversleeves. «Si es necesario —pensó—, lo mataré».

Dame Barnikel no solía mostrarse arrepentida, pero a la mañana siguiente, cuando se sentó en su gran cama y habló con Amy, lo estaba.

—No me explico cómo pude estar tan equivocada respecto a ese chico —gruñó—. Es un pequeño héroe. Lo que ha hecho es increíble. Salvó la vida de Carpenter. Todos sospechábamos que había robado; cargó con las culpas en lugar de tu padre. Supongo que trató de salvarlo. Luego Bull lo deja sin dote. Imagino que existirá también una buena explicación para eso. Y nunca se quejó. Es un chico muy valiente y leal —concluyó dame Barnikel con afecto—. Leal. —La mesonera observó que Amy no estaba en desacuerdo.

Dame Barnikel se levantó.

—Tengo que ocuparme del funeral de tu pobre padre —le dijo. Pero al llegar a la puerta, se detuvo—. Sé que deseas alejarte de mí —dijo suavemente—. Pero no te cases con Carpenter. Sabes que no lo amas.

Los preparativos de una boda son alegres. Había que confeccionar vestidos y camisones. Había que airear la ropa de lino guardada en baúles. Aunque todavía faltaban varias semanas, la cocinera y la chica obesa habían comenzado sus preparativos en la cocina. Bull y Silversleeves habían alquilado una bonita casa en Oyster Hill, cerca del puente, donde la joven pareja iniciaría su vida matrimonial. Incluso habían rogado a Chaucer que utilizara su influencia en la corte para asegurar al joven y ambicioso abogado un cargo lucrativo.

Sin embargo, para Tiffany, aunque sonreía, los días transcurrían penosamente. Experimentaba sentimientos contradictorios. ¿Era posible que su amigo de la infancia, el joven y valeroso muchacho al que quería como un hermano, estuviera mintiendo? Cuando Tiffany contemplaba el sereno rostro de su futuro marido, las acusaciones de Ducket le parecían inverosímiles. Pero ¿por qué iba Ducket a inventarse esas calumnias? ¿Acaso se debía a su naturaleza? ¿O era esa naturaleza, como sostenía el padre de Tiffany, fatalmente defectuosa? ¿A cuál de los dos conocía bien, al expósito o al brillante abogado que la había cortejado?

Tiffany había pensado en relatar a su padre la acusación de Ducket, pero conocía de antemano su respuesta. Aunque todo lo que dijeran sobre el joven Ducket fuera cierto —que era un mentiroso, y Silversleeves un paradigma de virtudes—, ella no dejaba de hacerse la siguiente pregunta: ¿qué sentía por Silversleeves? Desde luego, lo admiraba. Era un hombre piadoso, amable, tal como debía ser un hombre de bien. Parecía muy enamorado de ella. Con todo, Tiffany no dejaba de pensar en aquella otra conversación que había mantenido con su madre hacía tiempo, cuando le había preguntado: «¿Es que no existen caballeros perfectos con quienes casarse?». «Jamás conocerás uno», había contestado su madre. Por lo tanto ella había decidido casarse con Silversleeves, decisión que complacía a sus padres.

Pero una persistente voz interior, al principio susurrante y luego cada día más fuerte, le aconsejaba: «Detente. Detente antes de que sea demasiado tarde». Mientras Tiffany observaba la velocidad con la que se ultimaban los preparativos de la boda, pensó: «Ya es demasiado tarde».

Amy Fleming tuvo menos dificultades a la hora de tomar su decisión. Debido a la muerte de su padre, era natural que su matrimonio con Ben Carpenter se pospusiera temporalmente. El mismo Carpenter sugirió que se casaran en otoño, pero Amy había llegado en secreto a otra conclusión.

No fueron las palabras de su madre, sino la triste nota de su padre, lo que finalmente la convenció. Su manifiesto apoyo a Ducket, su deseo de que el valeroso joven ocupara su lugar, su mensaje dirigido a su madre y a ella de que confiaran en él. ¿Acaso trataba de decir algo a Amy, a su modo, antes de partir de este mundo?

Amy sabía que no amaba a Carpenter, pero éste siempre le había procurado una sensación de seguridad, mientras que Ducket, más despreocupado, representaba un riesgo. Sin embargo, los acontecimientos del último año habían hecho reflexionar a la joven. Carpenter en el Savoy; Carpenter y sus textos lolardos. Amy temía que las obsesiones del artesano les causaran problemas. Y entonces, descubrió que incluso su padre, tan discreto y apacible, también había tenido problemas. Pero ¿quién había salvado a los dos hombres, o había intentado hacerlo? Ducket, en quien su padre le pedía que confiara. Ducket había demostrado ser, en última instancia, el más fuerte. Ducket el Valiente.

Amy supuso que Ducket accedería a casarse con ella. Al fin y al cabo, lo había perdido todo. Si Fleming deseaba que tomara las riendas del negocio, no podía hacerlo sin dinero. El mensaje del padre de Amy también iba dirigido a Ducket. Cásate con mi hija, venía a decir. Pero Amy decidió obrar con prudencia, consolidando en primer lugar la posición de Ducket.

Había llegado a esta conclusión una mañana al ver a Tiffany Bull aproximarse al George. Suponiendo que deseaba hablar con Ducket, Amy la recibió a la entrada del patio y le dijo que éste se encontraba en la tienda del cheap. Pero, ante su sorpresa, la hija del comerciante negó con la cabeza.

—En realidad —dijo— es a ti a quien he venido a ver. —Y tras echar una ojeada alrededor, preguntó—: ¿Podemos hablar en privado?

Aunque la había visto en otras ocasiones, Amy nunca había hablado con Tiffany. Observó con curiosidad a la acaudalada joven, admirando su elegante ropa de seda, tan distinta de la suya, y observó la gracia con que se sentó. A Amy se le antojaba extraño que su modesto Ducket hubiera residido en la misma casa que esta criatura procedente de otro mundo. Y se quedó aún más sorprendida cuando, con expresión de dolor, la muchacha dijo:

—Necesito tu ayuda. Verás —añadió con franqueza—, no tengo a quién recurrir.

Tiffany le contó su historia tan brevemente como pudo, mientras Amy escuchaba con atención.

—Como verás —concluyó Tiffany— Ducket ha vertido unas acusaciones muy serias contra el hombre con quien voy a casarme. Me cuesta creerlas. Nadie las cree. Pero si fueran ciertas. —La joven alzó las manos—. Dentro de dos semanas Silversleeves se convertirá en mi marido. —Tiffany miró a Amy con expresión grave y preocupada—. Tú has visto a Ducket todos los días desde hace años. Debes de saber más sobre su vida que yo. ¿Crees que lo que dice puede ser cierto?

Amy la miró a los ojos. Qué curioso. Sus problemas, comparados con el dilema en que se encontraba esta acaudalada joven, que al parecer lo tenía todo, le parecieron mucho menos graves.

—Te contaré todo lo que sé —dijo.

Tiffany escuchó con atención mientras Amy le relataba sucintamente la historia del aprendiz. Le explicó que ella le había rogado que fuera en busca de Carpenter durante la revuelta y que Ducket había salvado al artesano de las llamas en el Savoy.

—Entonces todo es verdad —terció Tiffany—. Estaba segura de que lo era.

Luego, con pesar, Amy le explicó las extrañas circunstancias de la muerte de su padre y el mensaje que éste había dejado referente a Ducket.

—De modo que, como verás —continuó—, Ducket no robó.

Pero había otro aspecto que chocó a Tiffany.

—Tu padre cogió el dinero y lo perdió, pero no aclaró cómo. Y Ducket lo sabe, pero se niega a decirlo.

—Prometió a mi padre que no lo haría.

—A mí me advirtió que Silversleeves era un nigromante que estafaba a la gente. Y cuando tu padre murió, dijo que no podía probar lo que me había contado.

Las dos muchachas se miraron.

—Silversleeves —dijeron al unísono.

—Ahora lo comprendo todo —declaró Tiffany—. No me casaré con él.

—Pero no tenemos pruebas —observó Amy—. Él lo negará.

—Allá él —respondió Tiffany sonriendo.

—No deberías sonreír —dijo Amy—. Acabas de perder un marido.

Con una curiosa sensación de alivio, Tiffany soltó de pronto una carcajada.

—No me importa —contestó sonriendo—. En realidad nunca me cayó bien.

«Es curioso —pensó Amy—, la facilidad con que esta joven y yo nos hemos hecho amigas». Luego se inclinó y dijo con tono confidencial:

—Yo también he decidido dejar a Carpenter, mi novio, pero nadie lo sabe.

—¿De veras? —contestó Tiffany. Esa chica cada vez le resultaba más simpática—. ¿Es que te gusta otro hombre?

—Pues claro. Ducket —contestó Amy sonriendo.

El sol se estaba poniendo y el fulgor rojizo que se extendía a lo largo del río acariciaba la hierba de la ventana cuando Tiffany estaba de pie delante de su padre y le dijo lo que quería. Al principio el comerciante no daba crédito a sus oídos.

—Pero el matrimonio está concertado —protestó—. No puedes echarte atrás.

—Debo hacerlo, padre.

—¿Por qué? —preguntó Bull mirando a su hija con recelo—. ¿Has hablado con Ducket? Ese bribón ha difundido rumores.

—Lo sé —respondió Tiffany sin perder la calma—. Pero ésa no es la razón.

Era cierto. Desconcertado al oír esas palabras de labios de su hija, con cuyo dócil carácter siempre había podido contar, Bull hizo un esfuerzo por mostrarse conciliatorio.

—¿No puedes decirme cuál es el problema? —preguntó suavemente.

Y Tiffany, creyendo que su padre lo comprendería, contestó:

—No lo amo, padre.

Durante unos momentos Bull no habló. Frunció los labios y asumió un aire pensativo. ¿No se trataría de un pánico repentino antes de la boda? Sabía que las chicas eran propensas a esos ataques irracionales. Cuando habló, lo hizo con firmeza.

—Me temo que debes casarte con él —dijo—, y se acabó. No quiero volver a hablar del asunto.

Por la expresión que observó en los ojos de su padre, Tiffany comprendió que iba a resultar más difícil de lo que había imaginado.

—Me diste tu palabra —protestó—. Y ahora no cumples lo prometido. Me prometiste que podría elegir a mi marido.

Eso era demasiado. Primero una pretensión absurda, luego un insulto. Ningún Bull había faltado jamás a su palabra.

—Tú misma elegiste a tu marido, jovencita —bramó el comerciante—. Elegiste a Silversleeves. Eres tú quien ha faltado a su palabra.

—¡Lo odio! —gritó Tiffany—. Es un canalla. —Era la primera vez que se peleaba con su padre.

—Demasiado bueno para ti —replicó su padre—. Pero te casarás con él tanto si quieres como si no. —Luego, con un grito que casi la derribó al suelo, añadió—: ¡Basta! Aléjate de mi vista o te juro por Dios que te azotaré antes de que llegues al altar.

Pero ante el asombro del comerciante, Tiffany se mantuvo en sus trece.

—No pronunciaré los votos del matrimonio. Apelaré al sacerdote. No puedes obligarme a casarme con él.

—Te encerraré en un convento —bramó Bull.

—Entonces envíame a Saint Helen —contestó Tiffany desesperada—. Al menos allí me divertiré un poco.

Tras estas palabras salió corriendo de la habitación, dejando a su padre lívido y estupefacto.

Al cabo de una hora, Tiffany seguía en su habitación en lo alto de la casa, con la puerta cerrada con llave desde el exterior.

—Se quedará allí hasta que recobre el juicio —declaró Bull.

Sólo permitió que la chica obesa le subiera una jarra de agua y unas gachas.

Transcurrieron tres días. La madre de Tiffany, imaginando que se trataba de un problema de nervios, subió a hablar con ella, pero nada consiguió. A instancias de Bull, los preparativos de la boda prosiguieron. Nadie dijo a Silversleeves una palabra sobre el altercado cuando éste fue a visitarlos.

—Si no se aviene a razones la enviaré a un convento —dijo Bull a su preocupada esposa.

Pero a medida que pasaba el tiempo, hasta Bull empezó a sentirse tan desmoralizado e indeciso que, al cuarto día, hizo algo que jamás había hecho en toda su vida de casado.

—¿Qué crees que debo hacer? —preguntó a su esposa.

—Creo —le respondió ella suavemente— que tendrás que enviarla a un convento o dejar que se salga con la suya.

La habitación de Tiffany era un excelente lugar para meditar. Estaba situada directamente sobre el amplio salón del piso superior y ofrecía una magnífica vista del Támesis, de modo que la joven podía entretenerse contemplando el tráfico fluvial. Allí, mientras el tiempo discurría apaciblemente, la joven tuvo tiempo más que suficiente para analizar la situación.

¿Qué quería? Al principio, ni ella misma lo sabía, excepto que no sentía el menor deseo de casarse con Silversleeves ni hacerse monja. Al segundo día empezó a entender sus motivaciones. Al tercero lo comprendió todo con nitidez y le pareció tan sencillo, tan natural, que le extrañó haber tardado tanto en darse cuenta. Pero ¿cómo iba a hacerlo? No lo sabía.

Tendría que esperar el momento oportuno.

Tiffany habló suavemente. Su voz sonaba dócil y entrecortada.

—Siempre te he obedecido, padre. Si me quisieras, no me condenarías a una vida desdichada.

La joven aguardó. Cuando su padre respondió al fin, lo hizo bruscamente.

—¿Qué deseas?

Tiffany alzó la cabeza y lo miró con dulzura.

—Deseo que me ayudes —contestó—. Estoy confundida. Te lo ruego, concédeme un poco de tiempo.

—¿Para qué? ¿Para elegir a otro marido?

—Para estar segura de mis sentimientos.

Bull reflexionó unos instantes. No tenía el menor deseo de verla en un convento. Por el contrario, deseaba que le diera nietos. Por otra parte, conocía los resortes del corazón humano. Tratando de dejar a un lado la turbación que le producía el hecho de que su hija se negara a casarse con Silversleeves, trató de adivinar el auténtico estado de ánimo de Tiffany. ¿Estaba segura de que no amaba a Silversleeves? Aunque eligiera a otro hombre, ¿no cabía la posibilidad de que cambiara nuevamente de parecer?

Pocos padres en su lugar habrían permitido tanta libertad a sus hijas; probablemente había sido un error. Por fin, el comerciante anunció su decisión.

—Haré un trato contigo —dijo—, pero será el último.

Después de explicar a Tiffany en qué consistía, salió de la habitación y cerró la puerta con llave.

Cuando su padre se hubo ido, Tiffany, más pálida que de costumbre, se quedó pensativa. Eso no era lo que ella pretendía. Pero ¿qué podía hacer? No tenía más remedio que jugárselo todo a una carta.

Cuando Ducket recibió el mensaje a la mañana siguiente, interrogó a la chica obesa. Pero el mensaje que ésta le transmitió era típicamente breve.

—¿Eso es todo lo que dijo? ¿Que fuera a su casa esta tarde?

—Yo misma te abriré la puerta.

—Pero ¿a qué viene todo esto?

—No lo sé.

—Debes de saber algo.

—La cocinera dice que Tiffany tiene que casarse o recluirse en un convento.

—¿Con quién?

—Con ese tipo narigudo, supongo. —La joven observó a Ducket impasible—. ¿Vas a venir?

—Por supuesto —respondió Ducket.

La chica obesa se alejó andando como un pato.

Si alguien hubiera presenciado la llegada de los invitados a la casa del comerciante Bull esa tarde, habría observado una proporción curiosamente elevada de jóvenes varones solteros. Había varios concejales de mediana edad acompañados por sus esposas, dos de los cuales habían llevado también a sus hijas, una viuda e incluso un sacerdote. Pero había siete u ocho solteros.

Nadie sabía exactamente por qué se encontraban allí. Antes del mediodía, el comerciante había invitado a tantos jóvenes solteros como había juzgado necesario. Además de Silversleeves, quien parecía sentirse muy cómodo y seguro de sí mismo, de pie en el centro del salón junto al preciado astrolabio de Bull, había cuatro hijos de comerciantes, un joven mercero y un pañero, ambos pertenecientes a sólidas familias de la alta burguesía, e incluso un joven propietario de extensas tierras. La única excepción en términos de buen partido era un muchacho, alto, rubicundo y un tanto cohibido, que había subido por la escalera detrás de los otros. Al toparse con James Bull en la calle, el comerciante, encogiéndose de hombros, lo había invitado también. Al menos, era pariente suyo.

Como estaban casi en pleno verano, aún quedaban varias horas de luz diurna. Hacía calor; la parte inferior de la amplia ventana estaba abierta, lo que permitía que entrara una agradable brisa del río, el cual, puesto que la marea había cambiado, discurría tumultuosamente por el canal. Todos se sentían relajados; incluso James Bull, que para darse mayor aplomo entre esas personas tan distinguidas había pasado toda la tarde pensando en lo honrado que era, no tardó en perder su timidez. El dueño de la casa conversó afablemente con todos.

Al cabo de un rato apareció Tiffany. Tenía un aspecto encantador. Estaba un poco pálida, pero se acercó a Silversleeves, lo saludó afectuosamente y luego empezó a charlar con los otros invitados. Incluso conversó con James. De vez en cuando dirigía la mirada hacia la puerta, pero nadie se percató de ello. Su padre la miró sonriendo y ella le devolvió la sonrisa.

Esta reunión era el trato que ambos habían hecho. «No se lo diré a nadie —le había dicho su padre el día anterior—, porque no quiero poner a Silversleeves en entredicho ni sentirme yo mismo violento. Pero te prometo una cosa. Si te gusta alguno de los jóvenes que estarán presentes, puedes casarte con él. Todos se han mostrado interesados por ti. Yo mismo se lo comunicaré a Silversleeves. Pero si no eliges a alguno, o te casas con Silversleeves o te encierro en un convento. Nada ni nadie conseguirá que cambie de opinión —había afirmado su padre mirándola fijamente—. Tenlo por seguro». Y Tiffany había comprendido que lo decía en serio.

Fue un golpe duro. Ella se había propuesto convencer a su padre poco a poco, pero vio que era imposible. Entonces ideó su gran jugada. Esperaba que diera resultado.

Iba a señalar a Ducket.

Pero existía un terrible peligro, un fallo que, si ella se equivocaba, daría al traste con el plan. ¿Y si Ducket no la quería? ¿Y si, ese mismo día, se había comprometido con Amy? Tiffany no se había atrevido a contar a la chica obesa demasiados detalles cuando la había enviado a ver a Ducket. Ni siquiera se había atrevido a enviarle una carta. Y en ese momento, al observar que el aprendiz no había acudido, Tiffany se preguntó si la chica obesa la había engañado. ¿O quizá su padre, quien no dejaba de mirarla sonriendo cariñosamente, había puesto a Ducket sobre aviso? ¿Dónde estaba?

Ducket no se dio prisa. Había observado la llegada de los invitados, y había esperado. No quería tropezarse con nadie cuando se acercara a la casa; si Silversleeves o Bull advertían su presencia, lo arrojarían de allí sin contemplaciones. Así pues, decidió dejar que los otros invitados entraran antes que él. Pero existía otra razón por la que había decidido esperar. Ésos podían ser sus últimos momentos de libertad. No sabía con exactitud por qué Tiffany lo había mandado llamar, pero se temía lo peor. Silversleeves o un convento: eso fue lo que le había dicho la chica obesa. Ducket ignoraba por qué llegaba toda esa gente, pero no tardaría en averiguarlo.

El aprendiz se preguntó si Silversleeves estaría allí, por si acaso había ido preparado. Llevaba el puñal oculto en su cinturón, debajo de la camisa.

Silversleeves debía morir. A ser posible Ducket lo seguiría cuando saliera de la casa y lo haría discretamente, pero si, por alguna razón, se viera obligado a ello, lo mataría ahí mismo. En cuanto a la suerte que él mismo correría, Ducket se encogió de hombros. «Supongo que me colgarán», pensó con tristeza.

Cuando se hallaba sumido en esas reflexiones, Ducket vio a una figura dirigirse con paso rápido a la puerta de la casa. Era el sacerdote al que Bull había invitado. De golpe, Ducket lo comprendió todo.

«Dios mío, va a casarlos hoy mismo», se dijo. Los otros habían sido invitados para asistir a la boda. Con el corazón latiéndole aceleradamente, se dirigió deprisa a la puerta de la cocina.

Ducket percibió el sonido de voces mientras seguía a la chica obesa escaleras arriba. Ésta le había entregado un viejo uniforme de la cocinera y una cofia de lino blanco para ocultar su vistoso cabello. También llevaba una bandeja de comida. Por fortuna, iba bien afeitado, de modo que si mantenía la cabeza gacha y permanecía en un rincón del salón, los convidados pensarían que era una sirvienta.

En lo alto de la escalera se detuvieron. La chica obesa se quedó de pie en la puerta para indicar a Tiffany que Ducket había llegado. Al mirar más allá de ella, Ducket observó que había por lo menos veinte personas en el salón.

Entonces Tiffany se dirigió hacia ellos. Se colocó disimuladamente detrás de la chica obesa y, al cabo de unos segundos, Ducket se encontró frente a frente con la joven. Estaba pálida y sus ojos denotaban temor.

—Gracias a Dios que has venido —dijo Tiffany. Estaba temblando—. He dicho a mi padre que no quiero casarme con Silversleeves, pero él respondió.

—Lo sé. Un convento. No te preocupes. Todo saldrá bien.

—No lo entiendes.

—Tiffany. —Era la voz de su padre.

—Dime —la joven miró a Ducket a los ojos como si lo implorara—, dime, Geoffrey Ducket… Es preciso que te lo pregunte. ¿Me amas? Quiero decir, ¿podrías amarme? Es que.

Pero el aprendiz la interrumpió.

—Tanto que estaría dispuesto a morir por ti —le prometió. Era verdad.

Cuando Tiffany se disponía a responder, oyó que su padre la llamaba de nuevo. Se acercaba. Desesperada, la joven se encogió de hombros, dio media vuelta, salió de su escondrijo detrás de la chica obesa y fue al encuentro de su padre. Al cabo de unos segundos ambos se alejaron.

Ducket entró en el salón. Nadie pareció reparar en él, de modo que avanzó. Vio a Silversleeves de pie delante de una mesa sobre la que estaba el astrolabio. A escasa distancia, frente a él, vio a James Bull. Ducket soltó una palabrota en silencio. Otro que podría reconocerlo. Por fortuna, entre ellos dos y él estaba un concejal y su esposa. Ducket se dirigió hacia Silversleeves sin alzar la cabeza. Sosteniendo la bandeja en la mano izquierda, introdujo la derecha entre los pliegues de su vestido en busca del puñal. No estaba dispuesto a que se le escapara su presa. Ducket se dispuso a atacarlo.

Tiffany y su padre se habían alejado un poco de sus invitados y se hallaban de pie junto a la ventana. Aunque su padre miró a Tiffany con expresión interrogante, fue Tiffany quien inició la conversación.

—Padre, dijiste que si no quería casarme con Silversleeves podía elegir a otro de los presentes.

—Así es.

—Hay un hombre en esta sala del que no tienes una buena opinión. Jamás hemos comentado la posibilidad de que se convierta en mi esposo. Pero lo amo sinceramente, padre. ¿Me das tu permiso para que me case con él? Si te opones, estoy dispuesta a entrar en un convento.

Bull miró alrededor. El único hombre que encajaba con esa descripción era James Bull. ¿Era posible que su hija se hubiera enamorado de ese tipo tan torpe?, se preguntó el atónito comerciante. Fue verdaderamente una decepción.

—¿Estás segura? ¿Prefieres casarte con él antes que entrar en un convento?

—Sí.

Bull se encogió de hombros. «Al menos es honrado», pensó.

—Muy bien —contestó con un suspiro.

—Es Ducket —dijo Tiffany señalando al aprendiz.

—¿Qué? —La cara de Bull estaba roja. Su alarido hizo temblar los cimientos de la casa. Todos los asistentes se volvieron.

Ducket palideció. Lo miraban a él. Lo habían reconocido. Ducket aferró el mango del puñal que ocultaba. Debía apresurarse antes de que lo arrojaran de allí. Avanzó hacia Silversleeves, apartando al concejal de un empellón.

De pronto ocurrió algo imprevisto.

Lanzando un rugido de rabia, Bull se volvió hacia Tiffany y, alzando su voluminoso brazo, le propinó una bofetada tan violenta que la joven salió despedida como un pajarillo herido. Hubo un murmullo de estupor.

Luego un grito, cuando Tiffany, girando vertiginosamente, chocó con la ventana abierta y se cayó al vacío.

—¡Dios mío! —gritó Bull, pálido como un muerto y corrió hacia la ventana.

Todo el salón pareció precipitarse hacia delante mientras Tiffany, emitiendo un pequeño grito, caía como un fardo de ropa los diez metros que la separaban de las aguas del Támesis.

La secuencia de acontecimientos que se produjeron a continuación duró tan sólo unos segundos de principio a fin, pero a la mayoría de los presentes les pareció una eternidad.

El vestido de Tiffany mitigó el impacto de su caída y sólo se hundió parcialmente en el río. Pese a haber sufrido una fuerte conmoción, la joven vio que uno de los gigantescos pilones del puente se hallaba a escasos metros y trató desesperadamente de alcanzarlo antes de que la corriente la arrastrara hasta el lugar donde las aguas iniciaban su irresistible curso hacia el canal. Tiffany percibió vagamente una voz que gritaba «¡Sujétate!», y consiguió agarrarse a las largas algas que crecían en la orilla del río. Pero la corriente empezó a tirar de su vestido. Las algas eran resbaladizas. Con un esfuerzo sobrehumano, Tiffany logró sujetarse, pero sabía que no resistiría mucho tiempo. A unos metros de distancia, las tumultuosas aguas formaban un remolino coronado de espuma; la corriente parecía conminarla insistentemente a lanzarse al viaje hacia una muerte segura.

Arriba, en el salón de casa de los Bull, reinaba la confusión. ¿Qué podían hacer? Bull trataba de desembarazarse de su pesado traje; su esposa, temiendo perder a su marido además de a su hija, estaba a punto de desmayarse. Silversleeves, con una expresión de profunda piedad, se postró de rodillas y empezó a rezar, mientras que James Bull, agitando los brazos como un poseso, no cesaba de gritar: «¡Una cuerda, que traigan una cuerda!». Al cruzar corriendo el salón chocó con la mesa, la derribó y pisoteó el astrolabio, cuyo delicado mecanismo quedó totalmente destrozado.

Pero fue Ducket quien, dejando caer el puñal y olvidándose de Silversleeves, corrió hacia la ventana y se arrojó al vacío en el preciso instante en que la corriente comenzaba a arrastrar a Tiffany.

Unos segundos más tarde, la siguió en el agitado torrente.

Bull el comerciante tenía muchos defectos, pero la ingratitud no era uno de ellos. Ni la cobardía moral.

Al cabo de unas horas, cuando Tiffany se hubo recobrado lo suficiente para hablar, su padre se sentó junto a su cama y escuchó el relato de su hija. Luego bajó a la cocina donde Ducket, con ropas secas, estaba sentado junto al hogar, y le pidió que le acompañara al salón.

—Te he dado las gracias por haber salvado la vida a Tiffany, y te las doy de nuevo —empezó a decir el comerciante—. Pero después de haber hablado con Tiffany creo que te debo una disculpa por haber dudado de tu honradez. Te pido perdón. —Bull hizo una pausa—. Al parecer mi hija está ansiosa por casarse contigo en lugar de hacerlo con ese canalla de Silversleeves. Es obvio que sabe juzgar a las personas mejor que yo. —El comerciante sonrió—. La pregunta, Ducket, es si estás dispuesto a aceptar.

Ducket y Tiffany se casaron una semana más tarde. Fue una jornada muy dichosa. Whittington hizo de padrino del novio. Chaucer pronunció un discurso.

El rico comerciante, antes de entregar a su hija al expósito, estipuló una condición.

—Dado que no tengo hijos varones, y que pronto gozaréis de la fortuna que os dejaré, os pido una cosa: que tú, Ducket, adoptes el apellido Bull.

La pareja accedió encantada a la petición del comerciante. Así, Geoffrey y Tiffany Bull iniciaron su vida de casados en la bonita casa que el comerciante había elegido para ellos, en Oyster Hill, junto al Puente de Londres.

Un mes más tarde se produjo otro acontecimiento no menos feliz. La víspera del matrimonio de su hija con Carpenter, dame Barnikel anunció lo siguiente:

—Voy a casarme con James.

Había decidido que podía hacer de él un hombre de provecho; y James Bull, por su parte, había llegado a la conclusión de que, aunque no era la fortuna con la que había soñado, el mesón George era un excelente negocio.

—Va a convertirse en cervecero —comunicó dame Barnikel a la guilda.

Ninguno de sus miembros se atrevió a oponerse. Y así fue como se fundó la cervecería Bull.

En cuanto a la perspectiva de convertirse de nuevo en una novia, dame Barnikel estaba entusiasmada y se comportaba como una quinceañera.

1386

La idea fue de Chaucer.

Llevaba un tiempo preocupado por su amigo Bull. Tiffany se había casado; su esposa había fallecido hacía dos años. El comerciante se sentía muy solo. En un par de ocasiones Chaucer tuvo la impresión de que su viejo amigo había estado empinando el codo. Así pues, en la primavera de 1385, se mostró encantado cuando la suerte le procuró un nuevo cargo oficial, y una excusa perfecta para obligar a Bull a salir de su aislamiento.

—Vendrás conmigo a Kent —le dijo.

Pues Chaucer acababa de ser nombrado juez de paz.

El papel de juez de paz había evolucionado desde hacía un tiempo. Constituía un sistema eficaz y sensato, en el cual el caballero local del condado, ayudado por unos oficiales de orden que lo asesoraban en materia de tecnicismos, presidía los tribunales del condado; y Geoffrey Chaucer había sido elegido porque debido a su cargo de servidor real el Rey le había concedido una pequeña propiedad en Kent.

Bull había accedido finalmente, pero antes de partir tuvo que tomar una importante decisión. ¿Quién se ocuparía de sus asuntos durante su ausencia? Desde que se había casado con Tiffany, el expósito había mostrado sorprendentes aptitudes para los negocios y a Bull le había complacido enseñarle todo cuanto sabía, pero había una cosa que disgustaba al comerciante. Aunque el joven había accedido a renunciar al nombre de Ducket y adoptar el de Bull, se había negado a hacerse miembro de la guilda de los merceros, pese al hecho de que Bull podría haber conseguido que lo aceptaran.

—Hice mi aprendizaje en la guilda de los abaceros —declaró Ducket—, y es el oficio que conozco.

Nada cambiaría su lealtad. El hecho de que fueran los abaceros en lugar de los merceros quienes dirigían la ciudad no complacía a Bull, pero éste no estaba seguro de querer dejar todos sus asuntos en manos de un joven sin experiencia. No obstante, dio con una solución que satisfizo a todo el mundo. Llamó a Whittington.

Whittington tenía treinta y tantos años y era un hombre acaudalado ya y miembro de la guilda de los merceros. Él y el joven Ducket siempre habían sido amigos.

—Quiero que ambos os ocupéis de mi negocio durante mi ausencia —les pidió el comerciante—. Si tenéis alguna duda, avisadme y regresaré de inmediato.

Convencido de que lo había dejado todo bien atado, el comerciante se marchó muy contento.

Qué agradable era estar en Kent. Por un momento, al conocer a los jueces en el castillo de Rochester, Bull temió que no iba a gozar de su estancia allí. Formaban un grupo numeroso y, salvo los cinco oficiales de orden, en su mayoría eran cortesanos y miembros de las familias de terratenientes más importantes del condado. Pese a su riqueza, Bull nunca se había movido en esos círculos; pero Chaucer acudió de inmediato en su ayuda.

—Caballeros —dijo sonriendo—, dado que soy un recién llegado en este condado he pedido a mi buen amigo que me acompañara y me guiara. Es uno de los Bull de Bocton, una antigua familia de Kent, según tengo entendido.

El efecto fue instantáneo.

—Los Bull llevan más tiempo aquí que yo —declaró un terrateniente.

—Conozco a vuestro hermano —dijo otro.

Al término de la jornada, todos habían hecho sentir a Bull como si los conociera de toda la vida.

Tal como Chaucer había previsto, Bull no tuvo tiempo de sentirse solo ni deprimido, pues andaban siempre de viaje. Había que llevar a cabo numerosas investigaciones, sobre la administración de la propiedad de una heredera o las concesiones de tierras a un monasterio; había que verificar minuciosamente las defensas costeras en caso de un ataque francés. Pero, sobre todo, era el simple hecho de administrar justicia en las poblaciones, las aldeas y las casas solariegas del condado lo que complacía a Bull y a su amigo el poeta.

Un recaudador de impuestos había sido apaleado, habían prendido fuego al establo de un pequeño terrateniente, a un molinero le habían robado su harina, un campesino se negaba a trabajar para su señor. Todos comparecían ante el tribunal, exponían su caso y eran interrogados en un inglés liso y llano. Los jurados locales proporcionaban información, las costumbres locales eran observadas escrupulosamente y los jueces como Chaucer pronunciaban sus veredictos. Pero lo que más complacía a Bull era comentar los hechos del día con el poeta en una taberna o casa solariega por las noches.

En los últimos tiempos Chaucer había engordado un poco; su perilla mostraba algunas canas; a veces tenía el rostro y los ojos enrojecidos. Parecía, y era, un hombre cómodo. Y nada le pasaba inadvertido. «¿Te has fijado en la verruga que tiene ese fraile en la nariz?», podía preguntar de improviso. «Ese magistrado se ha acostado con la esposa del molinero, ¿no has visto cómo lo miraba ella?», decía y se echaba a reír.

—Cuanto más despreciables son, más te gustan —le dijo un día Bull en son de guasa.

Pero Chaucer sólo meneó la cabeza.

—Los quiero a todos —contestó—. No puedo evitarlo.

Sin embargo, había una cosa que preocupaba a Bull. Curiosamente, no estaba relacionado con sus asuntos, sino con los de Chaucer, pero el comerciante sentía tal respeto por los logros de su amigo que durante mucho tiempo no se atrevió a abordar la cuestión. Por fin, en abril, se le presentó la oportunidad de hacerlo.

Los dos hombres habían visitado Bocton, donde el hermano de Bull les había acogido junto con su familia, y a la mañana siguiente, mientras cabalgaban por la carretera de Canterbury bajo el tibio sol primaveral, Chaucer planteó su idea.

—Se trata de una idea referente a un gigantesco trabajo —explicó—. He escrito multitud de versos cortesanos y convencionales. Pero desde hace tiempo quiero tratar de escribir algo totalmente distinto. Piensa en todas las personas que hemos visto día tras día en el tribunal. Los pequeños terratenientes, los molineros, los frailes, las pescaderas. ¿Y si les dejara expresarse libremente, junto con los cortesanos? —Chaucer sonrió—. Una tarea ingente, un lío enorme, una fiesta.

—Pero ¿cómo vas a verter el habla del vulgo en un poema? —objetó Bull.

—Ah —respondió Chaucer—, ya lo tengo pensado. ¿Y si cada uno de ellos contara un relato, una pequeña historia como la que utiliza el autor italiano Boccaccio? A medida que cuentan sus relatos, revelan su personalidad. ¿No te gusta el proyecto?

—La gente vulgar y corriente no se dedica a relatar historias como los perezosos cortesanos —observó Bull.

—Te equivocas —contestó su amigo—. Lo hacen cuando viajan juntos. ¿Y cuándo viajan juntos los hombres y las mujeres de toda condición social, mi querido amigo? En esta misma carretera. —Chaucer emitió una carcajada—. Peregrinos, Bull. Peregrinos que parten de mesones como el George o el Tabard hacia el santuario de Becket en Canterbury. Yo podría narrar decenas de historias y reunirlas en una obra. La llamaré Los cuentos de Canterbury.

—¿No resultará muy larga?

—Sí. Será la obra de mi vida.

Fue entonces cuando Bull vio, por fin, la oportunidad de exponer lo que le preocupaba.

—Si ésta va a ser la obra suprema de tu vida, querido amigo —dijo—, ¿me permites que te pida una cosa?

—Desde luego —le contestó Chaucer sonriendo—. ¿De qué se trata?

—Por el amor de Dios —le imploró el comerciante—, no malgastes tu talento y dejes que tu obra caiga en el olvido.

—¿Qué quieres decir?

—Escribe en latín —contestó Bull.

De hecho, la petición de Bull era perfectamente sensata y muchos habrían estado de acuerdo con él. Cuando Geoffrey Chaucer escribía sus versos en inglés, corría un inmenso riesgo. Pues en cierto sentido, la lengua inglesa en rigor no existía. Ciertamente, en Inglaterra había numerosos dialectos relacionados entre sí, pero a un hombre de Kent y a otro de Northumbria les habría costado entenderse. Cuando un monje del norte escribió el relato de sir Gawain y el Caballero Verde, o el poeta Langland narró las andanzas de Piers Ploughman en el campo, su obras, aunque inglesas, contenían numerosas aliteraciones escandinavas y los desolados ecos de la antigua lengua anglosajona, que sonaba rústica e incluso cómica al erudito Chaucer. Pero ¿qué lengua utilizaba él? En parte inglés sajón y en parte francés normando, repleto de palabras latinizantes, tan ligero como la balada de un trovador francés, el inglés usado por Chaucer era el idioma de la corte y las clases altas de Londres. No sólo eso: cuando conversaban los aristócratas solían adoptar el francés y los hombres eruditos, el latín. Por otra parte, el inglés de Londres experimentaba una modificación constante.

—Ha cambiado desde que yo era niño —recordó Bull a su amigo—. Me atrevo a decir que mis nietos apenas comprenderán tus versos. Es mejor emplear el latín —insistió—, porque es eterno.

En toda Europa los hombres lo leían y hablaban y, al parecer, seguirían haciéndolo durante mucho tiempo.

—Te comportas como un hombre que se arroja al río y se pone a nadar cuando debería construir un noble puente de piedra —dijo Bull—. No permitas que la obra de tu vida desaparezca. Deja un monumento para las generaciones futuras.

Era un consejo sabio, Chaucer no se sintió en absoluto molesto.

—Lo pensaré —respondió mientras proseguían su camino a caballo.

Pocas actividades comerciales resultan más lucrativas, y más detestadas, que la estratagema de monopolizar un mercado: comprar todas las existencias de un artículo muy solicitado, crear una escasez artificial y vender a un precio elevado. Esas operaciones suelen ser muy grandes e implican a un grupo de comerciantes. En el Londres medieval, esa práctica se denominaba «acaparamiento». Técnicamente, era ilegal.

El joven Geoffrey Bull, antes Ducket, y Richard Whittington, caballero mercero, lo hicieron de manera más sutil.

La situación en que los había dejado Bull era extraordinaria. En primer lugar, tenían en sus manos el inmenso negocio de Bull: las rentas procedentes de las propiedades cerca del puente; las exportaciones de lana a Flandes, las importaciones de paño; además de los beneficios de los tratos con los mercaderes de la Hansa. Pero no sólo tenían a su disposición una gran cantidad de dinero, sino el crédito de Bull.

—Con este crédito —observó Whittington—, un hombre podría realizar unas especulaciones enormes.

Y eso hicieron. Pero el sistema que utilizaron fue obra de Ducket, pues uno de los aspectos más insólitos del arreglo ideado por Bull era que los dos guardianes de su fortuna pertenecían a distintas guildas —no sólo eso, sino a unas guildas que, en esos momentos, estaban en muy malas relaciones—. Por consiguiente, cuando el grupo de abaceros de Ducket adquiría una inmensa cantidad de un artículo determinado, y el grupo de merceros de Whittington adquiría la mayor parte del resto, las gentes del mercado suponían automáticamente que debían de ser rivales. Astutamente, los dos hombres dejaban siempre una pequeña cantidad del artículo para que algunos de los comerciantes medianos pudieran beneficiarse del alza de precios que ellos provocaban. Los dos socios se dedicaban a adquirir artículos de lujo cuyos precios no estaban regulados y no podían reemplazarse en breve plazo.

Pimienta. Pieles del Báltico. Todo un cargamento de seda procedente de Oriente. En pocos meses, Ducket y Whittington lograron acaparar esos mercados: compraban la mercancía, la retenían en almacenes y la vendían en pequeñas cantidades a precios elevados. Entre el otoño de 1385 y mayo de 1386, ambos hombres pusieron en práctica su método en cinco ocasiones. Al término de ese período, Whittington se había convertido en uno de los personajes más importantes de la guilda de merceros; y Geoffrey Bull, antes Ducket, era un hombre rico por derecho propio.

Fue idea de Tiffany.

—Yo no me habría atrevido —confesó su marido—. Lo estamos haciendo a espaldas de tu padre.

Pero Tiffany estaba decidida.

—De mi padre ya me ocuparé yo.

De modo que una soleada tarde de junio de 1386, Geoffrey Bull, antes Ducket, salió de su casa de Oyster Hill hecho un manojo de nervios, dobló hacia el oeste y recorrió los doscientos metros que lo separaban de la gran mansión llamada Coldharbour, cuyos jardines se extendían hasta el río, donde despachaba sus asuntos uno de los funcionarios más temidos del reino. «Seguramente no tardarán en arrojarme a la calle», se dijo Ducket al trasponer la imponente verja.

Si los diez meses que habían transcurrido desde la partida de su suegro habían permitido a Geoffrey Bull, antes Ducket, hacer una fortuna, en las últimas semanas había gozado de una buena suerte pasmosa.

La poderosa guilda de los abaceros controlaba la ciudad. El alcalde era un abacero, al igual que los concejales más destacados. Como toda organización poderosa, sus líderes tenían la mirada puesta en el futuro. Y cuando miraban al yerno de Bull, lo que veían les complacía. Sus recientes actividades los habían impresionado. Varios comerciantes medianos, miembros de la guilda que habían participado en el grupo, habían obtenido grandes beneficios.

—Además, ese joven va a heredar una inmensa fortuna de Bull —señaló un concejal.

—Quien preferiría que se pasara a la guilda de merceros —le recordó otro.

—No podemos permitir que eso ocurra —afirmó el primer concejal. Como todo hombre implicado en política o en obras de caridad, sabía que era preciso adular a los hombres ricos—. Será mejor que hagamos algo por él.

Y así fue como Geoffrey Bull, antes Ducket, comprobó que había sido nombrado oficial de la guilda de abaceros, una extraordinaria proeza para un joven que no había cumplido veintiséis años. Al cabo de dos semanas, tras producirse una vacante, el joven Bull fue designado consejero de su distrito.

—¿Te das cuenta de que éste es el primer paso para convertirte en concejal? —exclamó Tiffany entusiasmada.

Pese a su buena fortuna, había una cosa que disgustaba al joven comerciante. Se sentía culpable, él era el primero en reconocerlo, pues todo lo que había conseguido había sido gracias a su matrimonio. Era algo que le molestaba profundamente. «Haga lo que haga en la vida —pensó— siempre me tendré que llamar Bull. Siempre Bull. Nunca Ducket».

Pero no fue él, sino Tiffany, quien un día sacó el tema.

—Lo detestas, ¿no es cierto? —preguntó a su marido.

Él lo negó, pero Tiffany meneó la cabeza.

—Es evidente —insistió. Acto seguido dijo algo que dejó pasmado a su marido—: Yo también lo detesto.

Era cierto. Tiffany se sentía orgullosa de llamarse Bull, y orgullosa de su fortuna. Pero a menudo le irritaba que sus amigas la consideraran la chica que se había casado con un modesto abacero. En cierta ocasión oyó a una de ellas comentar: «¿El marido de Tiffany? Es ese joven que tiene un mechón blanco y manos muy raras. Como los Bull no pudieron encontrar a un marido adecuado para ella, tuvieron que pescarlo en el río». Esas palabras la habían herido profundamente. «Te equivocas —deseaba responder Tiffany—, fue él quien me sacó a mí del río». Incluso se había sentido tentada de abofetear a aquella joven, pero se contuvo. «Ya lo verás —se juró Tiffany—, te demostraré que tengo un marido del que puedo sentirme orgullosa, cien veces mejor que el tuyo».

El Colegio de Armas en Coldharbour era un lugar impresionante. El patio de adoquines en la entrada se limpiaba dos veces al día. El edificio principal, que daba a la verja, era de piedra en su parte inferior y de madera en la superior. Su maciza puerta de roble estaba tan encerada y pulida que tenía un discreto resplandor. Tras haberle franqueado la entrada un sirviente vestido con una espléndida librea heráldica, el joven Geoffrey Bull, antes Ducket, se encontró en una magnífica sala debajo de cuyo techo de madera pendían los vistosos estandartes de muchos caballeros y lores. Tras una breve espera, un secretario, vestido también con librea, lo condujo por otras dos estancias hasta llegar a una amplia sala cuadrada, en medio de la cual, detrás de una mesa oscura, se hallaba sentado nada menos que el maestro de los heraldos reales, Richard Spenser, segundo rey de armas y Earl Marshal de Inglaterra. Éste indicó a Geoffrey que expusiera el motivo de su visita y, tras unos instantes de indecisión debido a los nervios, el joven obedeció.

—Me pregunto, señor —dijo sonrojándose—, si puedo poseer un escudo de armas.

¿Un mero comerciante, un modesto joven que ni siquiera tenía un minúsculo trozo de tierra a su nombre se atrevía a solicitar un escudo de armas como si fuera un caballero, un noble de rancio abolengo? ¿Un mercader aventurándose en el sanctasanctórum de la heráldica, entre los estandartes de barones, condes y príncipes Plantagenet? Absurdo. Intolerable. Un escándalo.

Excepto, claro está, que en Inglaterra eso no era así.

Pues al igual que los comerciantes londinenses podían convertirse en caballeros rurales, y los hijos menores de la nobleza podían dedicarse al comercio, en las dignidades que concedía las apariencias de la sociedad feudal ocultaban a menudo una realidad más práctica. Ni siquiera la codiciada orden de caballería era sacrosanta. Un siglo antes, Eduardo I había insistido en ennoblecer a los comerciantes ricos a fin de que tuvieran que satisfacer el tributo feudal que servía para costear su ejército de mercenarios. Y, en cuestión de heráldica, el sistema era aún más flexible.

A fin de cuentas, se trataba de un invento artificial. Hasta que la justa se había popularizado en tiempos de Ricardo Corazón de León, muchos nobles jamás habían oído hablar de un escudo de armas. Pero no tardó en ponerse de moda. Era algo vistoso, digno, heroico, incluso romántico. Y al igual que en todos los ámbitos de la vida medieval, se tomaron las medidas oportunas para conferir a la nueva moda un orden adecuado. Con los heraldos, el Colegio de Armas llegó a ser como una gigantesca guilda real, con condiciones para ser miembro del mismo, sus propias normas y misterio, las reglas y el arte del diseño heráldico. No era de extrañar que todos ambicionaran alcanzar la dignidad de las armas. Un hombre que poseía un escudo de armas, sin importar quién fuera, se consideraba en su fuero interno uno de los caballeros del rey Arturo. Sus antepasados, por prosaicos que pudieran ser, se convertían en héroes anónimos. Él y su familia, inscritos en los pergaminos heráldicos, pasaban a engrosar la nómina de inmortales.

Era natural que los heraldos reconocieran a los orgullosos ciudadanos que, incluso en ese momento, se consideraban los barones de Londres. Un alcalde o un concejal londinense tenía derecho a poseer un escudo de armas. Bull había heredado uno de su padre. Un oficial de una de las grandes guildas era digno de consideración. Por lo tanto, cuando el Earl Marshal miró a Geoffrey, no se sintió indignado, sino tan sólo sorprendido.

—Sois muy joven para semejante dignidad —observó no sin razón—. Claro que —se apresuró a añadir— también sois muy joven para haberos convertido en oficial de la guilda de abaceros y consejero municipal. ¿Cómo lo conseguisteis?

Aunque no mencionó todas las actividades llevadas a cabo con Whittington, Ducket explicó que se había casado con la hija de Bull, lo cual le había permitido progresar. Al mismo tiempo reconoció sus modestos orígenes.

—Supongo que no debí haber venido —dijo Ducket.

—Aunque vuestros orígenes humildes están en contra vuestra —respondió el heraldo—, no representan un obstáculo insalvable para obtener un escudo de armas. Nos interesa más la dignidad que hayáis alcanzado por vuestros propios méritos. No obstante —continuó—, hay algo que no tengo claro. ¿Deseáis solicitar permiso para utilizar el escudo de armas de la familia de vuestra esposa o para establecer vuestro propio escudo de armas?

—Deseo utilizar de nuevo mi propio apellido, señor —contestó Ducket—. Deseo un escudo de armas de la familia Ducket.

Pues aquí radicaba el quid de la cuestión. Una vez que lo hubiera conseguido, ni siquiera Bull podría arrebatarle su nombre.

El heraldo miró a Ducket con aire pensativo. El augusto ambiente de Coldharbour solía provocar, incluso en el más orgulloso de los comerciantes, una cierta turbación. El heraldo imaginó el valor que debió de necesitar Ducket para trasponer la puerta. El joven no era, por lo que podía ver, un arrogante advenedizo. Parecía poseer la virtud de la humildad. Pero había una cosa que lo seguía intrigando.

—Disculpadme —dijo cortésmente—, pero ¿cómo conseguisteis contraer matrimonio con la hija de un rico comerciante como Bull?

Ducket le contó la historia, mientras el heraldo lo observaba atónito.

—¿Os arrojasteis al Támesis debajo del Puente de Londres cuando la marea había crecido? —preguntó—. Podemos verificar estos detalles, ¿sabéis? —advirtió amablemente a Ducket.

—Sí, señor —respondió éste.

El Earl Marshal de Inglaterra soltó una carcajada.

—Es lo más espléndido que he oído en muchos años. —Y con una sonrisa de aprobación, añadió—: Bien, consejero Ducket, da la impresión de que estáis decidido a comportaros como uno de los caballeros de la Tabla Redonda. Veremos qué podemos hacer. Acompañad a mi secretario —le ordenó— y él os explicará los pormenores.

Unos minutos más tarde Ducket se encontró en una estancia larga, llena de gente, con una mesa de trabajo en el centro, más o menos entre la biblioteca de un monasterio y el taller de un pintor de letreros.

—Ahora, maese Ducket —empezó a decir el funcionario—, contemplaréis el maravilloso misterio de la heráldica.

»En primer lugar, vuestro escudo de armas tendrá un color de fondo, aunque en la heráldica —aclaró sonriendo— no decimos color sino “esmalte”. —Pronunció la palabra al estilo francés—. Los principales esmaltes son azul, que nosotros denominamos azur; verde, o sinople; rojo, gules; negro, sable, y púrpura. Hay dos esmaltes metálicos: oro y plata. También representamos ciertas pieles, la más frecuente es el armiño.

»A este fondo lo llamamos campo. Podemos hacer unas particiones por medio de líneas, dividir el campo en doce mitades o cuatro cuartas partes. Podemos convertirlo en un tablero de damas o colocar unas franjas a través que nosotros llamamos barras. Cualquier elemento que le añadamos se llama una pieza. Podemos poner una cruz, por ejemplo, o espadas, hachas, flechas, herraduras, nudos, arpas. Este caballero ha elegido un ariete. O podemos poner árboles, flores, estrellas.

—¿Y animales? —preguntó Ducket.

—Ah —respondió el funcionario—, desde luego. —Y volviendo unas enormes hojas de pergamino añadió con satisfacción—: Éstos son sólo unos pocos ejemplos.

Ducket se quedó asombrado. Había dibujos de leones, leopardos, osos, lobos, ciervos, liebres, toros, cisnes, águilas, delfines y serpientes. Pero no sólo eso, sino que cada uno se mostraba en diversas posiciones: alzándose sobre los cuartos traseros (Ducket averiguó que eso significaba rampante); sentados, agazapados, volviéndose; sólo la mitad superior; sólo la cabeza. La combinación parecía infinita. Ducket observó a otro funcionario que estaba dibujando dos leones alzándose sobre sus patas traseras como si se dispusieran a pelear.

—Unos leones rampantes combatientes —dijo su guía—. Pero aún no habéis visto lo mejor de todo.

Y tras conducir a Ducket hacia otra pila de dibujos empezó a extenderlos sobre la mesa.

—Éstos —dijo con orgullo— son los monstruos heráldicos.

Qué exóticos eran. Algunos resultaban familiares: un magnífico dragón, un espléndido unicornio. Pero otros resultaban más curiosos: un grifo, mitad león y mitad águila; un basilisco, un gallo por delante y un dragón con cola por detrás; la pantera heráldica, que expulsa fuego por sus fauces; un león marino, representado como un león con una cola de pez; y por supuesto una sirena.

—¿Habéis pensado qué os agradaría? —preguntó el funcionario—. ¿Una sirena? ¿Un grifo?

—Me pregunto —contestó Ducket— si podéis poner un pato.

—¿Un pato? —El funcionario pareció decepcionado.

—En un río —dijo Ducket.

Resultó menos sencillo de lo que Ducket había imaginado. Su primera sugerencia, un pato verde sobre un fondo azul, fue vetada instantáneamente.

—No podemos poner un color sobre otro —le explicó el funcionario—. Es aconsejable poner oro o plata sobre un color, o un color sobre oro o plata. A fin de que el motivo destaque más. Con frecuencia sugerimos un río mediante unas franjas onduladas que atraviesan el campo —dijo el guía de Ducket—. Permitidme que os muestre un ejemplo.

Al cabo de un rato, Ducket examinó el dibujo de un escudo que habían confeccionado para él. El fondo era plata, aunque también podía ser blanco. Dos franjas onduladas azules, que representaban el río, recorrían el centro del escudo. Y había tres patos rojos, dos encima y uno debajo de las franjas onduladas. Todo ello, por supuesto, fue correctamente descrito conforme a la ciencia heráldica, denominada blasón.

—En campo de plata, dos barras azur onduladas, entre tres patos de gules —declaró el funcionario con firmeza—. El escudo de armas de Ducket.

La figura que estaba de pie ante el tribunal en el castillo de Rochester evidentemente había tenido días mejores. Su chaqueta negra estaba manchada. Su jubón, aunque de un tejido costoso, estaba raído. Quizá no se había percatado de que en la parte posterior de sus calzas tenía un pequeño agujero por el cual se veía la carne. Chaucer y el oficial de orden que lo acompañaba observaron al individuo con curiosidad. Al parecer el poeta lo había visto antes. El individuo se llamaba Simon Le Clerk. Dijo que procedía de Oxford.

Es preciso reconocer que realizó una excelente defensa, con el tono sensato y mesurado de un hombre culto.

—Lo cierto, respetados e ilustres caballeros, es que le cogí el dinero al molinero aquí presente. —Con gesto de disgusto el acusado señaló a un individuo fornido y vulgar—. Hizo una apuesta conmigo que yo gané. Considero que en esos momentos ese hombre estaba sobrio, pero si desea declarar que no lo estaba, y a vuestras excelencias os place, le devolveré el dinero de la apuesta, que asciende exactamente a la mitad de lo que él afirma que me llevé. El resto de los cargos —continuó el acusado encogiéndose de hombros con desdén— de que soy un mago, un nigromante, que me comprometí a transformar un metal común en oro, son absurdos. ¿Qué pruebas tiene? ¿Dónde están las herramientas de mi funesto oficio? ¿Dónde están las cubetas y los crisoles? ¿Habéis encontrado por ventura esos objetos en mi casa? Por supuesto que no, pues no existen y jamás han existido. No existe ni sombra de prueba de las afirmaciones de ese hombre, las cuales son tan burdas como los metales que según él transformé en oro. En suma, señores jueces, es él quien pretende, en este ridículo asunto, obtener oro, no yo.

El juez sonrió. El acusado se expresaba con claridad. El molinero negaba con la cabeza furioso, pero estaba claro que no podía presentar pruebas.

—Devolved el dinero que ganasteis con la apuesta —le ordenó Chaucer—, y el asunto quedará zanjado.

El oficial de orden asintió con la cabeza para expresar su conformidad cuando de pronto apareció Bull.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó—. ¡Pero si es Silversleeves!

Era el último día de su estancia en Kent con Chaucer. Había transcurrido un año desde que el comerciante había partido de Londres y, desde principios de julio, tenía la sensación de que había llegado el momento de regresar. Esa mañana había visitado la noble catedral de Rochester antes de subir hasta el castillo para despedirse de su amigo.

A Bull no le llevó mucho tiempo relatar lo que sabía, después de lo cual Chaucer resumió de nuevo el caso, aunque de manera bastante diferente.

—Según las palabras de un testigo de impecable reputación —dijo a Silversleeves—, nos habéis dado un nombre falso, provenís de Londres, no de Oxford, y anteriormente ya fuisteis acusado de este mismo delito. Por consiguiente, se trata de vuestra palabra contra la de este molinero. Y debo deciros que este tribunal cree al molinero. —Chaucer se volvió hacia el oficial de orden y preguntó—: ¿Es justo el veredicto?

—Sí.

—En tal caso —declaró Geoffrey Chaucer, juez de paz—, os condeno a devolver a este molinero el dinero que afirma que le debéis, y a permanecer mañana hasta el mediodía en el cepo. —Tras reflexionar unos momentos, Chaucer agregó—: Con un crisol colgado alrededor del cuello.

Al menos la justicia inglesa era lógica. Animado y satisfecho, el comerciante Gilbert Bull emprendió el viaje de regreso a Londres y a su casa en el puente. No les había comunicado su llegada.

Tiffany había olvidado lo enojado que podía mostrarse su padre. Mientras estaba de pie frente a él, tres días después de la llegada del comerciante, en la casa del Puente de Londres, la joven se sintió casi como una niña de nuevo. Con el rostro congestionado debido a la ira y sus ojos azules lanzando chispas, su padre parecía más alto y corpulento de lo que ella recordaba. Y estaba furioso.

—¡Traición! —bramó—. Tu marido es un Judas. Yo tenía razón. No te puedes fiar de un expósito, mala sangre. Y tú no eres mejor que él —dijo señalando a Tiffany—. ¡Jezabel!

—No es una traición —protestó ella—. Nuestros hijos siguen siendo tus nietos.

—Pues claro que es una traición —dijo su padre—. Es la fortuna de Bull la que pretendéis heredar, no la de Ducket.

—No creí que fueras a enojarte, padre.

—Entonces ¿por qué lo hicisteis a mis espaldas? —gritó éste.

Había sido cuando la cocinera se había referido a Geoffrey como «maese Ducket» como lo había descubierto.

—Querrás decir maese Bull —la había corregido.

—No, señor —insistió la cocinera—. Ahora es maese Ducket.

Entonces se había descubierto todo.

Bull no habría sabido decir qué le había dolido más: que lo engañaran, la pérdida de su nombre —su inmortalidad— en las generaciones futuras o el hecho de que gracias al brillante éxito de Ducket ya no lo necesitaran. En cualquier caso, jamás habría estado dispuesto a reconocerlo. Pero había una cosa que sí podía afirmar, la acusación más terrible que un Bull podía verter contra otro hombre.

—Faltó a su palabra —dijo.

Entonces, mientras Tiffany se ponía muy pálida, le explicó exactamente lo que se proponía hacer.

—¿A su edad? —preguntó Ducket, incrédulo.

—¿Por qué no? Todavía es un hombre vigoroso.

—Pero ¿empezar de nuevo…?

—Yo tengo la culpa —dijo Tiffany.

La inesperada llegada de su padre la había pillado desprevenida. Había decidido comunicarle el cambio de nombre de Ducket con delicadeza, en el momento idóneo. Pero no tenía disculpa. Había estado tan ocupada tratando de complacer a un hombre que se había olvidado del otro.

—¿Significa eso que tendré que adoptar de nuevo el apellido Bull?

—Es inútil —respondió ella—. Mi padre ya no confía en nosotros. Sospecha que, cuando él muera, volverás a adoptar el apellido Ducket.

—Quizá cambie de parecer.

Pero Tiffany negó con la cabeza. Pues Bull había decidido casarse de nuevo.

—Y si tengo un hijo varón —había informado a su hija fríamente—, será él, y no tú y Ducket, quien herede mi fortuna.

Pero en ese momento, para su sorpresa, Ducket observó una faceta de su esposa que no había advertido antes. Tiffany sacudió la cabeza con amargura y sus dulces ojos pardos adquirieron una dureza inusitada.

—No comprendes —dijo suavemente— la cantidad de dinero de la que estamos hablando.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ducket.

—Debemos impedir que se salga con la suya —contestó ella.

Dame Barnikel se mostró bastante sorprendida, hacia finales de la primera semana de agosto, al recibir una visita de Tiffany. Dado que sólo la conocía superficialmente, dame Barnikel se sintió no menos sorprendida cuando la joven le indicó que deseaba hablar con ella a solas. Ambas mujeres se sentaron a una mesa y, tras intercambiar algunas frases de cortesía, Tiffany dijo:

—Me preocupa mi padre.

Su descripción del rico comerciante fue conmovedora: un viudo triste y solitario, que necesitaba la compañía de una mujer madura.

—O quizá —dijo Tiffany suavemente— conozca usted a alguna mujer casada que esté dispuesta a mantener una discreta amistad con él. Está en excelente forma para su edad.

Dame Barnikel frunció el entrecejo.

—Veamos si te he comprendido bien —dijo—. ¿Estás tratando de buscar una amante para tu padre?

—Sí.

—¿Me preguntas si conozco a alguna?

—Sé que sabe usted juzgar a las personas, dame Barnikel. —Tiffany se detuvo—. En realidad, creo que mi padre siempre ha sentido una gran admiración hacia usted.

Dame Barnikel no era la primera mujer a la que había ido a ver Tiffany. De hecho era la tercera con la que había mantenido una conversación similar. Probablemente jamás habría puesto los pies en un lugar tan vulgar como Southwark si no hubiera fracasado en las ocasiones anteriores. Tiffany había oído a su padre referirse a dame Barnikel, aunque con una carcajada, como una mujer magnífica. Y estaba dispuesta a todo. En cuanto a su estrategia, era muy simple. «Mi padre debe casarse con una mujer que ya no pueda tener hijos o bien hallar una amante con la que no pueda casarse. Lo que significa que ya debe estar casada», le había dicho a Ducket. Y cuando éste se había preguntado en voz alta si Tiffany sería capaz de conseguirlo, ella había contestado: «Debo hacerlo».

—¿Acaso estás pensando en mí? —preguntó dame Barnikel.

—Se me ocurrió que podía interesarle.

—¿Por qué no dejas que él mismo se busque una amante?

—Lo quiero mucho. No quiero que salga perjudicado.

Dame Barnikel miró a Tiffany a los ojos.

—¿Hay mucho dinero en juego? —preguntó.

—Sí.

Dame Barnikel se echó a reír.

—No creo que me interese —dijo—. Ya tengo un Bull maravilloso.

Las dos mujeres se despidieron para regresar a sus quehaceres, una a atender a su esposo, la otra a su herencia.

El problema de Tiffany no se resolvió gracias a sus esfuerzos, sino a la ayuda de una persona insospechada.

De todos los miembros de los comunes que se habían reunido a principios de octubre para asistir a la apertura de una nueva sesión, pocos eran más amables y distinguidos que uno de los caballeros elegidos para representar al condado de Kent. Así fue como Chaucer, interventor de la lana, soldado, diplomático, poeta, juez de paz y, entonces, representante de su condado, hizo su aparición en esa sacrosanta institución. Aunque en rigor no había recibido la acolada de la caballería, como representante de Kent era considerado a todos los efectos un caballero de su condado.

En tan memorable ocasión, era natural que Richard Whittington, mercero y caballero, organizara una pequeña fiesta en honor de Chaucer en su casa. Y no menos natural que invitara a su amigo en común Bull. Y era muy típico de él que, mientras rumiaba respecto a las demás personas que debía invitar, tuviera presente el grave problema que aquejaba a su amigo y antiguo colega Geoffrey Ducket.

De modo que fue una grata sorpresa para Bull hallarse sentado junto a una mujer cuya discreta y sutil sensualidad, a medida que avanzaba la velada, no pudo dejar de admirar. Por lo demás, el hecho de que ésta mostrara un marcado interés hacia él lo halagó profundamente.

—Creo —le murmuró Whittington al oído al término de la velada— que la has impresionado.

Y a la mañana siguiente Whittington comentó a Ducket con una carcajada:

—Lo bueno del caso es que no pueden casarse.

Se produjo un notable revuelo cuando se rumoreó que Bull había sido visto comprando un ramo de flores, el cual, según todos los indicios, pensaba entregar a la hermana Olive.

1422

Cuando comenzó el nuevo siglo, en Londres todos estaban de acuerdo en que existían pocas familias más afortunadas que la de los Ducket. Tenía siete hijos sanos; Ducket había aumentado su considerable fortuna; y Tiffany se había convertido en una heredera más importante de lo que había soñado.

Pues en 1395, primero falleció el heredero de Bocton y al poco tiempo su apenado padre. La hermosa propiedad de Kent había pasado a manos de Gilbert Bull, hermano del difunto, que se convirtió en el miembro más rico de su familia. Según solía decir, puesto que no le quedaban muchos años para disfrutar de la propiedad, dejó la casa del Puente de Londres, donde se instalaron Tiffany y Ducket, y se fue a vivir a la casa de su infancia, y allí se quedó. Su relación con la hermana Olive duró ocho años y fue un rotundo éxito. Debido a las oportunas circunstancias de la hermana Olive y a su asombrosa sensualidad, al poco tiempo Bull dejó de ambicionar los rigores del matrimonio. Cuando veía a sus vivarachos nietos, no podía dejar de sentirse cautivado por ellos; y su orgullo familiar se aplacó cuando uno de los heraldos del Colegio de Armas le indicó que, puesto que Ducket poseía su propio escudo de armas, y Tiffany, según dijo, era una heredera heráldica, podían unir los escudos de armas de Bull y Ducket, lo cual proporcionaría a Bull al menos una inmortalidad heráldica para las futuras generaciones. Cuando contemplaba desde su mansión el espléndido Weald de Kent, Bull sentía que los años de su jubilación estaban bañados en una suave y maravillosa luz.

Pero antes de que hallara el reposo definitivo, unas sombras cruzarían aquel idílico paisaje.

Pese a los buenos auspicios, el reinado del joven Ricardo II terminó mal. Muchos en la corte opinaban que el éxito del valeroso joven durante la revuelta campesina se le había subido a la cabeza. Salvo su valor, Ricardo no había demostrado la habilidad del Príncipe Negro para gobernar. Algunas de sus extravagantes ideas, al igual que el hermoso y flamante tejado de Westminster Hall, suscitaban admiración; otras, como las cuantiosas sumas de dinero que invertía en sus favoritas, no. Inopinadamente, poco antes de finalizar el siglo, la conducta del Rey se había vuelto tan errática que, a raíz de una sonada pelea por la cuestión de su patrimonio feudal, Enrique, el hijo de Juan de Gante, se alzó contra el Rey y lo derrocó.

Enrique IV de la casa de Lancaster, según se llamaba su rama de la familia real, era un buen gobernante. No obstante, el asunto ofendió el sentido del decoro de Bull. El nuevo rey había usurpado el lugar que pertenecía legítimamente a otro. El orden del universo había sido alterado.

—A la larga —advirtió Bull a su familia—, esto provocará serios conflictos.

Un año más tarde, en 1400, se produjo una sombra más profunda.

La peste regresó a Londres en el verano. Pese a las protestas de su familia, Bull insistió en que se trasladaran a Bocton. Allí, cerca de la cima del gran cerro como cuando era joven, Bull aguardó a que la epidemia pasara. A finales de octubre, una vez seguro de que el peligro había desaparecido, regresó con su familia a Londres para comprobar que la oscuridad, de nuevo, le había arrebatado a una de las personas que más estimaba.

Chaucer había hallado una bonita casa para su retiro en Westminster, entre el palacio y la abadía, rodeada por un delicioso jardín tapiado. Llevaba tan sólo un año allí, trabajando en Los cuentos de Canterbury, cuando de improviso, durante el verano de la peste, su vida se apagó.

—¿Por qué no pensé en él? ¿Por qué no lo llevé a Bocton? —se lamentó Bull.

Pero cuando fue a la casa de Chaucer no logró averiguar si su amigo había muerto debido a la peste o a otra cosa. El jardinero afirmó que había sido la peste, los monjes dijeron que no.

—Pero os prometo —le aseguró un monje— que tuvo una buena muerte. Al final se arrepintió de todas sus obras. Eran unos relatos impíos e inmorales. Nos pidió que los quemáramos todos —añadió el monje con satisfacción.

—¿Lo hicisteis? —preguntó Bull.

—Quemamos los que pudimos encontrar —respondió el monje.

Bull se preguntó si su amigo, en los últimos y extremos minutos de dolor, podía haber hecho esa petición a los monjes. Quién sabe. Pero al pensar en la ingente y panorámica labor de Chaucer, inacabada en el momento de su muerte y trágica y equivocadamente escrita en inglés, comprendió que eso carecía de importancia.

—Toda su obra se perderá o caerá en el olvido —dijo Bull con tristeza al abandonar la casa.

Cuando el monje lo condujo por la abadía, las campanas tocaban a vísperas.

—¿Os gustaría visitar su tumba? —preguntó el clérigo amablemente, y lo condujo hasta ella.

—Me alegro de que al menos esté enterrado en la abadía —comentó Bull—. Era un orgullo para Inglaterra. Me complace que lo hayáis reconocido así.

Pero el monje negó con la cabeza.

—Me temo que estáis confundido, señor. Está enterrado aquí debido a su casa —respondió el monje sonriendo—. Era un inquilino de la abadía.

Bull falleció al cabo de cinco años y Bocton pasó a manos de Tiffany. Ésta iba allí con más frecuencia que Ducket, aunque él también llegó a amar el viejo lugar de Bull.

—Pero mi casa está en Londres —decía con razón.

Y allí vivió feliz y contento. Vio cómo su amigo Whittington era nombrado alcalde no una ni dos veces, sino en tres legendarias ocasiones. Le vio construir muchas de las cosas que había prometido que haría, entre ellas una nueva fuente. En su testamento, el alcalde incluso ordenó que se construyeran unos nuevos urinarios no lejos de la sucia y vieja iglesia de Saint Lawrence Silversleeves.

Vio prosperar la cervecería de James Bull, desde sus modestos inicios en el George hasta el ambicioso negocio que suministró cerveza a las tropas del siguiente rey, Enrique y cuando fueron a combatir a Azincourt. Vio a Inglaterra, en su viejo conflicto con Francia, triunfar de nuevo como había hecho en tiempos del Príncipe Negro. Vio a sus hijos crecer y hacerse ricos hasta que se acercó la hora en que él también debía abandonar esta vida.

Pero incluso entonces, mientras envejecía en la casa del Puente de Londres, nada le procuraba mayor placer que contemplar el río, no sólo por las noches a través de la amplia ventana que daba aguas arriba, sino, sobre todo, a primeras horas de la mañana, junto a la carretera en el lado de Southwark, no lejos del lugar donde lo habían encontrado, desde donde era capaz de observar durante una hora o más el imponente curso del Támesis fluyendo eternamente hacia el sol naciente.