Capítulo 8

Veinte minutos más tarde Tragg volvió a casa de Morley Eden. Halló a Mason y al joven en el salón.

—¿Qué tal la entrevista con la señora Carson? —quiso saber alegremente el abogado.

—No muy satisfactoria gracias a usted —replicó el teniente—. Sin embargo, esa dama me dijo varias cosas. Me dio más informes de lo que pensaba.

—Ya —asintió Mason—. Bien, ¿le gustaría ahora que yo le diese algunos más?

—Creo que no. Le temo a usted cuando empieza a colaborar… pero adelante.

—Quisiera llamar su atención —comenzó Mason—, sobre el hecho de que las mangas de la camisa de Carson están mojadas hasta los codos, pero las mangas de la chaqueta están secas, salvo por la parte interior donde seguramente el agua de las mangas de la camisa ha humedecido el forro de la chaqueta.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé —replicó Mason— porque me lo contó un periodista.

—Bien, ya ha llamado mi atención hacia esta pista —murmuró el teniente—. ¿Qué significa?

—En esta casa hay una piscina y aquí tenemos un cadáver cuyas mangas de la camisa están mojadas hasta el codo. Creo que ambas cosas se emparejan.

—De acuerdo, echaré una ojeada.

Tragg se dirigió hacia la piscina y se volvió, al darse cuenta de que Morley y Mason le seguían.

—No necesito su ayuda, abogado —gruñó.

—Mi cliente —respondió firmemente Mason— me necesitará para estar informado de lo que usted halle.

—Bueno, los deseos de su cliente no pueden controlarme en este asunto.

—Está bien —asintió Mason—, se lo diré de otro modo: ¿posee un mandamiento de registro, teniente?

—No lo necesito. En esta casa se ha cometido un crimen y yo puedo buscar pruebas.

—Exacto —convino el abogado— y tiene usted derecho a mantener alejados de usted a todos aquellos sospechosos de obstaculizar su registro o borrar las pistas, pero cuando usted abandona las cercanías del lugar del crimen y empieza a rondar por la casa sin una orden de registro, el representante legal del dueño de la casa tiene derecho a…

—De acuerdo, está bien —concedió el teniente con irritación—, no deseo discutir con usted. Vengan, pero no se entrometan ustedes en nada, ni traten de eliminar alguna prueba.

Tragg se dirigió a la piscina y observó atentamente la alambrada que estaba tendida tensamente sobre la superficie del agua y a través del resto del patio.

—Buen trabajo —aprobó—. Casi una obra de ingeniería.

Mason asintió.

—Hay que sumergirse bajo la alambrada —continuó Tragg—. Esos alambres están demasiado tensos y juntos para que una persona pase a su través. Bien, miremos por aquí.

Tragg se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa, se dejó caer a gatas y empezó a recorrer el borde de la piscina, con la mano derecha dentro del agua, explorando todas las losetas del interior, con lo que el brazo se le hundió hasta el codo.

—¿Qué puede haber aquí, Mason? —preguntó.

—No lo sé. Pero me pareció muy significativo que el muerto se hubiese mojado los brazos.

—Claro que lo es —asintió el teniente, siguiendo hurgando dentro de la piscina.

Vivian Carson, en el umbral de su parte de patio, inquirió:

—¿Puedo saber qué buscan?

—Pruebas —repuso el teniente escuetamente.

Tragg terminó el circuito de la piscina por el lado perteneciente a Morley Eden.

—Bien, aquí no hay nada —manifestó—. Probaremos en el otro lado… aunque no sé cómo pasaremos, Mason.

—¿Le molestaría colocar una silla en su parte de alambrada, señora Carson? —pidió el abogado—. Yo colocaré otra en este lado… Sí, junto al borde de la piscina. Gracias. De este modo, podremos realizar la inspección sin tener que dar la vuelta por el sendero.

Eden apareció un instante después con una silla que colocó junto a la alambrada. La esposa del difunto efectuó otro tanto.

Trepando a una silla, pasando sobre la tensa alambrada y saltando a la otra silla, Tragg traspuso la frontera y terminó su inspección de la piscina.

—Aquí no hay nada —anunció, pensativamente.

Mason indicó los peldaños de cemento que ascendían desde la parte menos honda de la piscina.

—¿Los ha examinado, teniente? —sugirió.

—Sí.

—¿Y en la parte posterior? A mí me parece que el primer peldaño no está derecho contra la pared de la piscina.

—¿Y qué?

—Según una construcción regular de la piscina —continuó el abogado—, pienso que…

—De acuerdo —le atajó Tragg con impaciencia.

El teniente volvió a agacharse y murmuró:

—Probablemente me habré desgastado las rodilleras del pantalón cuando termine. Yo… ¡Tiene razón, Mason! Hay una grieta entre el peldaño superior y la pared de la piscina. Puedo meter los dedos dentro. Pero esto no significa nada.

—¿No? —indagó Mason.

—Eh, un momento… —exclamó Tragg—. Aquí hay un aro.

—¿Qué clase de aro?

—Un aro de metal y una cuerda. Voy a tirar de ella, Mason, y…

Tragg se apoyó en el reborde de la piscina con la mano izquierda y tiró de la cuerdecita con la derecha.

—Esto se mueve —anunció—. Hay un cable… ¡Vaya, vaya!

A unos dos metros dentro de la piscina se elevó una loseta, girando sobre unos goznes, dejando al descubierto un hueco cuadrado.

Tragg soltó la cuerda y se incorporó.

—De acuerdo —gruñó— una caja fuerte. Veamos qué hay dentro.

—Usted no se mueva —le ordenó el abogado a Morley Eden, trepando sobre la silla y saltando después por la alambrada.

Corrió junto a Tragg. Los dos examinaron el hueco de unos cuarenta centímetros cuadrados y medio metro de profundidad.

—Ahí no hay nada —observó Tragg.

Vivian, de pie detrás de ambos, también contempló el interior del vacío hueco.

—¿Qué significa esto? —quiso saber.

Tragg levantó la mirada.

—Díganoslo usted, señora Carson.

—Esto es una novedad para mí —repuso ella.

Tragg enarcó pensativamente las cejas.

—Carson construyó la casa, ¿verdad, Mason?

—Eso tengo entendido.

—¿Y la piscina?

—Toda la casa, con el patio y la piscina.

—Exacto —asintió Vivian—. Claro, ahí ocultaba su dinero.

—¿Qué dinero? —preguntó Tragg.

—Lo enredó todo para que nadie pudiera saber cuáles eran sus ingresos —explicó ella casi jadeando—. El juez Goodwin adivinó que mi marido había escondido su dinero y deseaba obligarle a descubrirlo. Le interrogó prolijamente respecto a si tenía ahorros, cajas de seguridad y demás… Y esto es lo que hizo cuando construyó la casa: puso aquí un escondite, que llenó con dinero, bonos y obligaciones.

Tragg la contempló pensativamente.

—Usted está sacando un montón de conclusiones, de un agujero vacío.

—Está bien —replicó ella con impaciencia—. ¿Cuáles son sus propias conclusiones, teniente?

—Yo reúno pruebas —sonrió el aludido—. Y llego a las conclusiones cuando he revisado toda la evidencia. Si saltase a conclusiones prematuras y luego reuniese las pruebas que las apoyasen, no llegaríamos a ninguna parte.

—Creo que la señora Carson —intervino Mason—, se interfiere claramente en este asunto, teniente.

—Opino lo mismo —asintió Tragg—, pero siempre sospecho de las personas que sacan precipitadas conclusiones, aunque sean lógicas. Es la primera vez que usted ve este hueco, ¿verdad, señora Carson?

—Sí.

—¿La primera vez que ve esa losa suelta?

—Repito que sí. No sabía nada de todo esto. ¿Cómo funciona? ¿Desde algún lugar de la piscina?

—En efecto.

Tragg volvió a inspeccionar el peldaño.

—Mason, creo que eso es todo —anunció—. Hemos solucionado el misterio de las mangas mojadas. Si Carson ocultaba su dinero para engañar a su esposa y defraudar seguramente al departamento de impuestos, éste podía ser el escondrijo. Detrás del peldaño hay un aro con un cable. Al tirar del mismo se mueve una palanca y un muelle levanta la loseta… Lo cual, naturalmente, proporciona un buen motivo para el asesinato.

—No lo entiendo —murmuró Vivian.

—Es muy sencillo —condescendió el teniente—. Loring Carson pudo tener aquí una gran cantidad de dinero… mucho más del que encontramos en su cadáver. Aquellas mangas de camisa mojadas indican que pudo abrir apresuradamente este escondite, sacando su fortuna. Alguien que anhelaba el dinero lo acuchilló y se llevó la mayor parte del botín. Así de sencillo.

—¿Quién salta ahora a conclusiones, Tragg? —sonrió Mason.

—Yo —admitió Tragg—. Lo he hecho para observar las reacciones de la señora Carson.

—Pues bien —exclamó la joven airadamente—, estúdielas. Trato de ser justa y no soy hipócrita. No finjo una pena que no siento. Loring Carson era un granuja, pero era también un ser humano y estuvimos casados, lo cual significa que estuvimos gozando de gran intimidad. Lamento su muerte, pero si en la misma se mezclan los derechos de propiedad, quiero verme protegida. En realidad, todo lo que estaba escondido ahí, me pertenece.

—¿Por qué? —indagó Tragg, contemplando a la joven pensativamente.

—Porque el juez Goodwin deseaba concederme esta propiedad. Estaba seguro de que Loring había escondido una parte sustancial de la propiedad mancomunada. El señor Mason se lo explicará. No es ningún secreto. El juez lo declaró en el tribunal.

—De este modo —la interrumpió el teniente—, de haber descubierto usted este escondrijo, ¿se habría apoderado de su contenido?

—Un momento —intervino Masón—, ésta no es una pregunta justa, teniente. Si ella ignoraba la existencia del escondite…

—Es mi pregunta —le atajó Tragg—, y es justa. Es una pregunta policíaca. Le pregunto, señora Carson, si de haber conocido la existencia del escondite, usted se habría apoderado de su contenido.

La joven miró fijamente al policía.

—No pienso mentir ni soy una hipócrita. Me habría quedado con el contenido.

—Al menos es usted sincera —reconoció el teniente—. En esas circunstancias, señora Carson, tendrá usted que acompañarme para contestar otras preguntas, y también seré franco con usted. Pediré una orden de registro y examinaré esta casa ladrillo a ladrillo. Y encontraremos lo que había dentro de este escondite.

—¿Debo considerarme arrestada?

—Oh, no —recusó Tragg—. Debe considerarse como una joven ansiosa de colaborar con la Policía en todos los aspectos, muy contenta de acompañarme a la Central para contestar a mis preguntas y alejar de usted toda sospecha. Señor Mason, voy a rogarle que su cliente haga lo mismo. Que venga con nosotros. Y a usted, abogado, le ruego que abandone al momento esta casa. No quiero a nadie aquí. Sellaré las puertas y luego lo registraremos todo.

—¡Adelante! —gritó Mason con irritación—. Muy típico de la psicología policíaca. Cerrar la puerta del establo cuando ya han robado el caballo.

—Pero… —objetó el teniente.

—Loring Carson no salió de aquí —le atajó el abogado—. Llegó en coche. Probablemente con el suyo. La persona que le acompañó, se largó en dicho vehículo, dejándole aquí. Esto significa, de acuerdo con todas las probabilidades humanas, que Carson estaba muerto cuando la otra persona se marchó y que…

—Lo sé, lo sé —concedió Tragg—. Usted es uno de esos ciudadanos modelos que quieren enseñar su oficio a la Policía. Para su información, Mason, poco después de mi llegada y tan pronto como identificamos el cadáver, radiamos un boletín con la descripción del coche. Lo encontraremos, no tema. Tenemos su descripción, su marca y la matrícula. Y para que lo sepa también, estamos vigilando los aeropuertos y las carreteras. La persona que conduzca el coche de Loring Carson quedará detenida, será interrogada y, probablemente, se convertirá en el sospechoso número uno de este caso.

Tragg calló un momento para respirar.

—Mientras tanto, abogado —prosiguió—, aprecio mucho sus sugerencias, pero opino que la Policía podrá investigar este caso sin su ayuda. En vista de este descubrimiento, que cambia completamente el aspecto del caso, voy ahora a acompañarle a la puerta. Se largará usted y se mantendrá alejado de esta casa. La señora Carson y el señor Eden vendrán conmigo a la Central, en mi propio coche. Usted se largará en el suyo, claro. Sé que a usted le gusta apresurar la acción de sus casos, abogado, y por esto no quiero hacerle perder más tiempo. En marcha, pues… ya que no quiero que nadie más toque esta loseta de la piscina. Necesito que los expertos en huellas dactilares se ocupen de ella… de modo, que les ordeno a todos que no se acerquen más a ella. Y en marcha, repito. Al salir daré varias órdenes a mis muchachos.