Capítulo 16

Perry Mason y Della Street estaban sentados con Morley Eden y Vivian Carson, en el despacho del abogado.

—Bien —decía Mason—, aquí estamos sólo el abogado, su secretaria y las cuatro paredes del despacho. Ahora van a contarme lo que ocurrió. Ya están absueltos del crimen. No pueden volver a acusarles.

»Para conseguir su absolución tuve que arrojar sospechas sobre la principal testigo del caso. Esto formaba parte de mi deber como representante de ustedes. Yo tenía que imponer una duda razonable en la mente de los jurados.

»Sin embargo, no estoy seguro de que Nadine Palmer asesinase a Loring Carson, y ustedes me ayudarán a averiguar quién lo hizo. Si fue ella, la juzgarán; de lo contrario procuraremos que no manchen más su reputación. Bien, ¿quién empieza a hablar?

Morley miró a Vivian.

Ella bajó la cabeza.

—Cuéntalo tú —musitó.

—De acuerdo —dijo el joven—. He aquí lo que sucedió en realidad. Y de haber conocido usted los hechos, o de haberlos averiguado la Policía, nos habrían condenado por asesinato de primer grado sin ninguna oportunidad.

—Está bien —gruñó Mason—. ¿Qué sucedió?

—Desde el primer momento en que vi a Vivían me sentí terriblemente atraído hacia ella —declaró Morley.

—Fue algo mutuo —añadió la muchacha—. Es una confesión espantosa para una mujer, pero cuando estaba cerca de Morley temblaba como una hoja en el árbol.

El joven la rodeó con un brazo, acariciándole la espalda.

—Adelante —les urgió Mason—. Fue un amor a primera vista.

—Casi a primera vista —le corrigió Morley.

—Con un bikini —comentó Mason secamente.

—Está bien —confesó ella—. Lo planeé deliberadamente. Quería atraer su atención. Deseaba que él… deseaba que se sobrepasase en alguna forma para poder citarle ante el tribunal y enfurecerlo contra Loring.

—Sí, demos esto por sentado —la interrumpió Mason—. Así empezó el caso. ¿Qué ocurrió luego?

—La noche del 14 de marzo —continuó Morley—, Vivian me dijo que su coche necesitaba una reparación. Me preguntó, en plan de buenos vecinos, si podía acompañarla a un garaje próximo y traerla de regreso, dejando allí el auto.

»Por aquel entonces ya nos conocíamos bastante y solíamos bromear respecto a las relaciones de buena vecindad.

»La acompañé al garaje, y entonces ella recordó que se había olvidado algo en casa. Estaba en su apartamento. Repuse que no me importaba en absoluto llevarla hasta el apartamento y regresar luego a casa. De pronto se presentó la cuestión de la cena y la invité. Entramos en un restaurante y después de cenar, fuimos a un espectáculo. Más tarde nos dirigimos a su apartamento para recoger lo que necesitaba, y mientras estábamos allí nos pusimos a charlar.

»Vivian me dijo que consideraba el apartamento como terreno neutral, yo dije algo acerca de una barrera, y ella replicó que en aquel momento no había ninguna entre nosotros… En fin, unos instantes después ella estaba en mis brazos y… el tiempo transcurrió con rapidez. Empezamos a hacer planes, sentados allí de madrugada. No deseaba romper el encanto, y creo que a Vivian le ocurría lo mismo.

»De pronto oímos una llave en la cerradura, se abrió la puerta, y allí estaba Loring Carson. Dejó oír unas observaciones insultantes para su esposa, observaciones completamente injuriosas. Le pegué. Se abalanzó sobre mí y sostuvimos una pelea. Le eché del apartamento y le grité que si volvía, o molestaba a Vivian de cualquier forma, le mataría.

—¿Lo oyó alguien? —interpuso Mason.

—Sí, diantre —suspiró Morley—. Ésta era una de las cosas que me inquietaban. Uno de los vecinos lo oyó todo, pero sentía simpatía por Vivian y evidentemente supo cerrar el pico. No sé por qué la Policía no sospechó nada ni interrogó a los vecinos, mas aparentemente ignoraban por completo que aquella noche Vivian y yo estuvimos juntos en el apartamento.

»La vecina que nos vio encerrar el coche acudió a la Policía, pero ésta actuó bajo la suposición de que los dos habíamos estado en otro sitio aquella noche.

—¿Qué pasó luego? —se interesó Mason.

—Tras echar de allí a Carson, aguardamos a que amaneciese, nos desayunamos y salimos. El coche de Loring Carson estaba estacionado delante de la boca de riego, con un boleto de multa.

»Decidí que era preferible quitarlo de allí, de modo que le quité el freno y lo empujé por la pendiente para apartarlo de la boca de riego. Cuando Carson apareció en el apartamento estaba bastante bebido. Tal vez ignoraba que había parado el auto en aquel sitio. Vivían opina que lo hizo deliberadamente… creando una situación que demostrase que su esposa le había sido siempre infiel. De lo contrario, ¿por qué tenía una llave del apartamento? Vivian no se la había dado.

—Pero, ¿qué hizo Carson al salir del apartamento? —insistió Mason—. Debía haberse marchado en su coche. ¿Por qué lo dejó allí… después de sorprenderles a los dos?

—No lo sé —confesó Morley—. Éste es un asunto que me preocupa. Nos asomamos a la ventana del apartamento y divisamos el coche. Creo que quizá… bueno, que nos hubiéramos marchado antes de allí, a no ser por el coche aparcado… De todos modos, así fue como pasó. Temimos que Carson estuviera vigilando, desde el auto, armado… En fin, ignorábamos qué podía ocurrir.

—¿Qué más?

—Luego, me presenté yo aquí y firmé la demanda por fraude. Mientras tanto, Vivian estaba en mi coche, estacionado en el aparcamiento. Todavía me río al pensar en la sorpresa que usted se habría llevado de haberlo sabido.

Mason miró significativamente a su secretaria y asintió.

—Nos fuimos a casa —prosiguió Morley—, y entramos en mi parte de casa. Allí encontramos un hombre tendido en tierra. Era Carson. Tenía un cuchillo clavado en la espalda, y evidentemente le había apuñalado alguien, desde el otro lado de la alambrada.

»Era una situación terrible. Vivian reconoció el cuchillo como uno de su cocina. Habíamos hallado juntos el cadáver y no podíamos acudir a la Policía, confesar que habíamos estado juntos, que habíamos pasado la noche juntos, que habíamos discutido con Carson y que después habíamos descubierto su cadáver.

»De modo que le dije a Vivian que la llevaría a su apartamento, que encerraríamos el coche de Carson en el garaje, donde estaría a salvo hasta que oscureciese. Luego, lo llevaríamos a algún lugar donde pudiera ser encontrado. Después le dije que la acompañaría al garaje donde le reparaban su auto, que adquiriríamos otro cuchillo para la cocina, que ella podría irse en su coche, y que yo acudiría a la conferencia de prensa, y que lo único que tendría que hacer, sería entrar con los periodistas y dejar que ellos hallasen el cadáver.

»Confieso que fue una necedad. Debimos acudir a la Policía y confiar en ella… Bien, no lo hicimos. Una vez iniciada la bola de nieve, no podríamos detenerla. Ningún jurado de este mundo nos habría creído. Era usted el único que podía salvarnos… yendo a ciegas.

—Entiendo —asintió el abogado—. Yo…

Sonó el teléfono. Se oyeron una serie de timbrazos cortos.

—Gertie nos avisa de que el teniente Tragg viene hacia aquí —murmuró Della.

Se abrió la puerta y apareció el teniente en el umbral.

—Vaya, vaya —exclamó—. Lamento interrumpir otra conferencia.

—¿De veras? —sonrió Mason.

—Es una pena.

—¿Puedo observar en su beneficio —añadió el abogado—, que después de haber sido, absueltos del asesinato de Loring Carson, mis clientes no presentan ningún interés para la Policía, de modo que su entrada aquí es inoportuna e inexcusable?

Tragg sonrió.

—Tranquilo, Mason. Calma. No busco a sus clientes, sino a usted.

—¿A mí?

—Exacto —asintió el teniente, tomando asiento e inclinando el sombrero hacia la nuca—. Usted nos dejó un buen problema, Mason.

—¿Yo?

—Bueno, ha habido mucha presión por parte de la prensa exigiendo la detención de Nadine Palmer, pero no había nada en su contra. Usted imbuyó en el ánimo del jurado una duda razonable respecto a sus clientes, Perry. En otras palabras, les dio a entender que Nadine Palmer era la culpable. Pero no pudo demostrarlo, ni podemos nosotros. Lo cual nos deja muy mal parados.

—El fiscal —repuso Mason— no me consultó y podrá salir bien librado sin mi ayuda.

—De acuerdo —asintió el teniente—. Ya sabía que diría usted eso, pero por otro lado pensé que le gustaría colaborar con la Policía, no con toda la Policía, sino con el teniente Arthur Tragg, personalmente.

—Esto es distinto —sonrió el abogado.

—En realidad —empezó Tragg después de una pausa—, opino que nos apresuramos en lo de las mangas mojadas del cadáver. En realidad, un hombre tan pagado de su aspecto personal como Carson, ciertamente se habría quitado la chaqueta y se habría arremangado la manga derecha antes de hurgar dentro del agua para tirar de la anilla y abrir el escondite.

»Pero iré un poco más lejos en este razonamiento. El hombre se quitó la chaqueta pero mostraba las mangas bajadas. Ya había terminado su operación con el escondrijo. Regresó a la casa y se iba a poner la chaqueta, cuando vio algo que le obligó a salir corriendo al patio, y ese algo tuvo lugar en la piscina. Con toda seguridad, usted pensó que era una mujer desnuda nadando bajo la alambrada con una bolsa de plástico que contenía los valores del escondite.

»Loring Carson se agachó y la cogió por la cabeza. Pudo intentar retenerla bajo el agua, pero lo cierto es que la cogió… por lo hombros. Luchaba por quitarle la bolsa.

»La joven le esquivó y volvió a cruzar la alambrada por debajo.

»Carson no podía saltar por la barrera, no podía ir a dar el rodeo, y la única forma en que hubiera podido perseguir a la mujer, era nadando por debajo de la alambrada totalmente vestido.

»Esta solución no le gustó, pero poseía llaves de ambos lados de la casa, de modo que echó a correr para dar la vuelta y penetrar por el otro lado de la casa. La joven tenía el vestido en ese lado y Carson pensó que si vigilaba aquella prenda, la muchacha tendría que presentarse. De modo que no se movió de allí y lo único que consiguió fue que alguien le clavara un cuchillo en la espalda.

»Bien, necesito cierta colaboración.

—¿Qué colaboración? —inquirió Mason.

—No deseo ser el hazmerreír de este asunto —prosiguió el teniente—. Sus clientes están absueltos. No pueden volver a ser procesados. No quiero que confiesen si son culpables, pero si lo son, me gustaría que me dijese que pierdo el tiempo tratando de colgar ese crimen a otra persona. Esto lo consideraría como una confidencia que jamás saldría de mis labios, ni menos aún diría a la prensa. Se trata solamente de una declaración para mi propia satisfacción personal.

—Para su información personal —replicó el abogado—, le sugiero que continúe con la investigación, teniente. Tengo muchos motivos para creer que mis clientes son inocentes. Apostaría en ello mi reputación.

—Vaya, esto ya es algo —suspiró Tragg, contemplando a Vivian Carson y a Morley Eden—. Tal vez, para ayudarme, serán tan amables que me cuenten lo que ocurrió en realidad.

Mason sacudió la cabeza.

—No contarán su historia a nadie.

—¿La conoce usted? —inquirió Tragg.

—La conozco y yo no la esparciré.

Tragg suspiró.

—Hay un par de huellas dactilares en aquella cartera —sugirió Mason—, ¿por qué no se ocupa de ellas?

—De todas las cosas peores que haya hecho jamás un abogado —masculló el teniente—, esto de hacerle creer a los miembros del jurado que eran expertos en huellas… ¿Sabe lo que vi cuando entré en la cámara de deliberaciones? Que todos los jurados se habían hipnotizado hasta el punto de creer que las huellas dactilares halladas en la loseta de la piscina pertenecían a Nadine Palmer, y que también le pertenecían las de la cartera. Naturalmente, había ciertos puntos de semejanza. Creo que cuatro o cinco. Pero nosotros no consideramos una identificación buena a menos que existan once puntos de semejanza. Sin embargo, el jurado se mostró obstinado… y decidieron todos que eran expertos en huellas dactilares. Oh, algo terrible.

—Bien —sonrió Mason—, el fiscal también se lo dio a entender: les dijo a los jurados que la comparación de huellas era algo muy sencillo, y que ellos mismos podían llevarse las fotos a su habitación.

—Para que usted lo sepa, Perry —sonrió Tragg—, Morrison Ormsby ha perdido mucha popularidad en la oficina del fiscal del distrito. En realidad, existe cierta hostilidad hacia él. Y no dudo de que muy pronto se establecerá particularmente.

»Algunos periodistas han conseguido que los miembros del jurado hablaran sobre el caso. Nosotros, por otra parte, casi siempre tropezamos con huellas que no pueden identificarse —continuó Tragg—. Si todos los abogados defensores manejasen los juicios como usted, la Policía se vería en más de un apuro. Naturalmente, esto fue culpa de Ormsby. Pero usted le preparó la trampa y él mordió el cebo.

—Tal vez haya usted olvidado una cosa —murmuró Mason.

—¿Cuál?

—Jamás había visto la cartera que contenía los valores hasta que la descubrí en mi habitación; entonces pedí que me enviasen una nueva de la tienda y metí la vieja en mi maleta. Lo hice para poder declarar más tarde en el tribunal en qué momento había recibido la cartera; de lo contrario, sus testigos habrían afirmado que yo me había llevado los valores desde Los Ángeles; que los había recibido de mis clientes y que pensaba cambiarlos en otra parte.

—Lo sé, lo sé —asintió el teniente—. Intenté razonar con la Policía de Las Vegas, pero no quisieron escucharme.

—Está bien, Tragg —sonrió Mason—. Ahora le entregaré la cartera que encontré en mi pabellón. Creo que usted podrá identificar las huellas dactilares, y compararlas con la del escondite de la piscina.

—¿Por qué diablos supone que he venido? —exclamó Tragg—. Claro que tenemos que encontrar a la persona que dejó aquellas huellas. Hemos de llevar a cabo una comparación.

—Exactamente —asintió Mason.

Se dirigió a la caja de caudales y sacó de la misma la cartera, metida dentro de un estuche de celofán.

—Observe, teniente —añadió—, que esta cartera ostenta en letras doradas el nombre de P. Mason.

Tragg asintió.

—Una forma bastante anormal de señalar una cartera —prosiguió el abogado—. Sería mejor Perry Mason o simplemente las iniciales P. M.

—Continúe.

—Observe cuidadosamente estas letras. La única parte del nombre parece más legible que las dos iniciales primeras. Dicho de otro modo, esta cartera pudo tener inicialmente las letras P. M. solamente, y más tarde estamparon el resto del nombre, de forma que el punto detrás de la M quedase oculto por la letra a.

—Siga, lo hace usted muy bien —sonrió Tragg.

—Todo el mundo ha olvidado el hecho de que Loring Carson tuvo forzosamente que llegar a la casa donde fue asesinado por algún medio de locomoción.

—Seguro. Nosotros no lo olvidamos. Esto era elemental. Fue allí con su coche, sus clientes lo cogieron y lo trasladaron al apartamento de Vivian Carson, encerrándolo en el garaje. Intentaban tenerlo allí hasta que oscureciera, a fin de que nadie lo viese, y llevarlo después a otro lugar más seguro.

—En tal caso —objetó Mason—, ¿por qué llevarlo al garaje de Vivian?

—Admito que esto me intriga.

—Loring Carson vino aquí desde Las Vegas —explicó el abogado—. Y no vino solo. No creo que le acompañase esa chica llamada Genevieve Hyde, porque creo que se había dejado enredar por el sistema de Las Vegas.

—¿Cuál es? —se interesó Tragg.

—Cuando un individuo empieza a cansarse de una acompañante, entra otra en la danza. Y en este caso se trata de una jovencita llamada Paulita Marchwell, y como sus iniciales son P. M., no dudo de que la cartera le pertenece; que ella vino a Los Ángeles con Loring Carson o dispuso una entrevista con él aquí; que Carson dejó su coche en alguna parte y que luego fue hacia la casa con Paulita. Le dijo a la joven que le esperase en el coche. Deseaba esconder unos valores en lugar seguro. Deliberadamente aparcó delante de la parte de casa perteneciente a Morley, por si Paulita sentía curiosidad y decidía husmear.

»Tenía las llaves de la casa. Dio la vuelta a la alambrada, abrió la puerta, entró y corrió a levantar la loseta.

»Paulita sabía más o menos lo que pasaba y por qué él había ido a la casa. Lo único que necesitaba era descubrir el escondite. Bien, penetró en la parte de casa perteneciente a Morley, probablemente por una ventana, y desde allí vigiló los movimientos de Carson.

»Tan pronto como éste depositó los valores y seguramente algunos billetes, supongo que era un buen fajo, y regresó a la casa, Paulita se desnudó y se sumergió en la piscina. Nadó hacia el escondrijo, lo abrió, sacó el contenido y volvió a nadar por debajo de la alambrada.

—¿Qué hacía Carson mientras tanto? —inquirió el teniente Tragg.

—Se dirigió al coche, lo encontró vacío y sumó dos y dos. Paulita esperaba que él tardaría lo suficiente para poder volver a vestirse y salir de aquel lado de la casa, diciendo casualmente: «Loring, querido, vaya casa más hermosa. He echado una ojeada. Te felicito por esta construcción».

»Sin embargo. Carson, antes de que ella pudiera fingir en absoluto, penetró como un rayo en la casa, la vio a ella nadando desnuda en la piscina, con la bolsa de plástico en la mano. Bien, se quitó la chaqueta y corrió hacia ella. La joven continuó nadando para esquivarle, pero Carson consiguió asirla por la cabeza, tal vez por el cabello. Luego, intentó cogerla por la garganta, tratando de mantener su cabeza bajo el agua, pero ella logró huir y cruzar la alambrada.

»Carson no sabía qué hacer, de modo que se puso la chaqueta y decidió vigilar el vestido, seguro de que Paulita no se atrevería a salir a la carretera desnuda; además, Carson tenía las llaves del coche.

»Pero Paulita pensó con rapidez. Cogió un cuchillo de la cocina, se acercó de puntillas a la alambrada, hundió la hoja en la espalda de su víctima, cogió el vestido por debajo de la alambrada, retiró del cadáver las llaves del coche, saltó a su interior, y huyó de allí.

»Entonces, mis clientes entraron en la casa. Encontraron el cuerpo de Carson con el cuchillo y comprendieron que estaban atrapados. En lugar de llamarme y pedirme consejo, intentaron fabricar una historia.

—Una teoría maravillosa —concedió el teniente—. ¿Podría probarse de algún modo?

—Podría usted preguntarle a Genevieve Hyde varias cosas. Creo que esa joven vino a Los Ángeles en avión. Es muy posible que sospechase que Paulita estaba robando, o intentaba robar, a su novio, y decidió investigar por su cuenta. Es muy reservada pero nunca miente. Al menos, no creo que lo intente.

»Póngase usted en el sitio de Loring. Si la mujer desnuda no hubiera sido la chica que le acompañó, le habría pedido a la joven que estaba en el coche que fuese hacia un lado de la casa, mientras él iba por el otro, para acorralar a la joven desnuda.

»El hecho de que no obrase así, demuestra que la joven desnuda era también la que le había acompañado a la casa.

Tragg meditó unos instantes.

—¿Y Nadine Palmer? —preguntó al fin.

—Nadine Palmer hizo lo que habría hecho cualquier otra mujer —sonrió Mason—. Tras haber visto el escondite tenía que averiguar qué contenía. Corrió por el sendero, dejando su coche aparcado en la colina, pero fíjese en una cosa, Tragg: el sendero no desciende hasta la alambrada, sino que termina en la parte de casa de los dormitorios. A fin de echar una ojeada al escondite, Nadine se despojó de su vestido y se tiró al agua, con el slip y el sostén. Pasó por debajo de la alambrada, halló el escondrijo vacío, regresó, se quitó las ropas mojadas, las escurrió, las metió en el bolso, se puso el vestido y entonces oyó las voces de Morley y Vivian al entrar en la casa.

»Se aplastó contra el muro y a partir de aquí, contó la verdad de lo ocurrido.

»Nunca hay que subestimar la inteligencia de un jurado. En realidad, había una huella dactilar de Nadine Palmer en la loseta.

—No conseguimos encontrar bastantes puntos de comparación —objetó Tragg—, para lograr una condena.

Mason sonrió.

—Pero yo sí encontré suficientes puntos de semejanza para plantear una duda razonable. Pero allí había otras huellas. Pruebe las de Paulita Marchwell.

Tragg reflexionó unos segundos y se puso en pie.

—De acuerdo. Me marcho a Las Vegas.

El teniente Tragg salió del despacho.

Morley Eden miró a Vivian.

—Te dije que confiases en el señor Mason desde el principio —sonrió la joven. Morley exhibió un talonario.

—Creo que veinticinco mil dólares —murmuró—, cubrirán la minuta de un abogado, y añadiré otros veinticinco mil como castigo por no haber confiado en usted, Perry y haberle obligado a caminar a ciegas.

Della Street despejó una esquina del escritorio para que Morley pudiese redactar el talón.

Los tres se dedicaron a contemplar cómo el joven extendía el cheque:

«Páguese a la orden de Perry Mason… cincuenta mil dólares».