Camino por la Costanera Sur contemplando el portentoso río que, en el crepúsculo del siglo pasado, cruzaron miles de españoles, italianos, judíos, polacos, albaneses, rusos, alemanes, corridos por el hambre y la miseria. Los grandes visionarios que entonces gobernaban el país, ofrecieron esa metáfora de la nada que es nuestra pampa a «Todos los hombres de buena voluntad», necesitados de un hogar, de un suelo en que arraigarse, dado que es imposible vivir sin patria, o Matria, como pretería decir Unamuno, ya que es la madre el verdadero fundamento de la existencia. Pero en su mayoría, esos hombres encontraron otro tipo de pobreza, causada por la soledad y la nostalgia, porque mientras el barco se alejaba del puerto, con el rostro surcado por lágrimas, veían cómo sus madres, hijos, hermanos, se desvanecían hacia la muerte, ya que nunca los volverían a ver.

De ese irremediable desconsuelo nació la más extraña canción que ha existido, el tango. Una vez el genial Enrique Santos Discépolo, su máximo creador, lo definió como un pensamiento triste que se baila. Artistas sin pretensiones, con los instrumentos que les venían a mano, algún violín, una flauta, una guitarra, escribieron una parte fundamental de nuestra historia sin saberlo. ¿Qué marinero, desde algún puerto germánico, trajo entre sus manos el instrumento que le daría su sello más hondo y dramático: el bandoneón? Creado para servir a Dios por las calles, en canciones religiosas de los servicios luteranos, aquel instrumento humilde encontró su destino a miles de leguas. Con el bandoneón, sombrío y sagrado, el hombre pudo expresar sus sentimientos más profundos.

Cuántos de esos inmigrantes seguirían viendo sus montañas y sus ríos, separados por la pena y por los años, desde esta inmensa factoría caótica, esta ciudad levantada sobre el puerto, y ahora convertida en un desierto de amontonadas soledades.

Y al caminar por este terrible Leviatán, por las costas que por primera vez divisaron aquellos inmigrantes, creo oír el melancólico quejido del bandoneón de Troilo.

Cuando la desdicha y el furor de Buenos Aires

hacen sentir más la soledad,

busco un suburbio en el crepúsculo, y entonces,

a través de un brumoso territorio de medio siglo

enriquecido y devastado por el amor y el desengaño,

miro hacia aquel niño que fui en otro tiempo.

Melancólicamente me recuerdo

sintiendo las primeras gotas de una lluvia

en la tierra reseca de mis calles sobre los techos de zinc

«que llueva que llueva la vieja está en la cueva»

hasta que los pájaros cantaban y corríamos descalzos

a largar los barquitos de papel.

Tiempo de las cintas de Tom Mix

y de las figuritas de colores,

de Tesorieri, Mutis y Bidoglio,

tiempos de las calesitas a caballo,

de los manises calientes en las tardes

invernales

de la locomotora chiquita y su silbato.

Mundo que apenas entrevemos cuando

estamos muy solos

en este caos del ruido y del cemento

ya sin lugar para los patios con glicinas

y claveles.

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