Introducción
Las guerras ocurren, y además ocurren con frecuencia. Un rápido estudio de la historia de la humanidad nos revela que las etapas en que nadie ha estado disparando o masacrando a otros seres humanos resultan muy breves. Los períodos de calma son pocos, distanciados en el tiempo, y suelen reservarse para planear el siguiente conflicto. Pero estas planificaciones a menudo son un completo desastre, no tienen en cuenta la realidad y resultan potencialmente irreversibles para quienes las urden. Ha habido casos en los que ha llegado a llevarse a la práctica y sus resultados no han sido precisamente agradables.
En una ocasión, una persona inteligente dijo: «Si quieres conocer el futuro, estudia el pasado». Rendimos homenaje a este sabio pensamiento con el estudio de las empresas militares más estúpidas de la historia a las que el hombre ha dedicado, sin embargo, inagotables energías físicas e intelectuales.
Esta crónica de los conflictos más absurdos del hombre nos muestra la historia en su versión más arrebatadora: enfrentamientos por completo estúpidos, sin sentido y morbosamente curiosos en los que, llevados ciegamente por la codicia, la ignorancia, el ego, el aburrimiento o algún credo incomprensible, hemos cometido y seguiremos cometiendo errores colosales. El lector no podrá dejar de mover la cabeza en señal de incredulidad mientras va pasando las páginas, asombrado ante las acciones de unos individuos que han jugado tan alegre e imprudentemente con la historia, generando costes astronómicos en vidas y dinero.
De todas las guerras que se han producido en la historia la mayoría han sido malas; hay algunas, muy pocas, que parecen haber sido realmente buenas; y aun las hay que no deberían haberse iniciado nunca y tendrían que haber seguido siendo febriles delirios de hombres trastornados. Como bien saben todos los estudiantes de historia, el estudio de estos conflictos concita mucho interés. En particular el de las «buenas guerras», tales como la Segunda Guerra Mundial, en la que se luchó por razones justas y se obtuvo una victoria moral plena. Las estanterías de las bibliotecas están repletas de libros que versan sobre estos pocos, pero claros vencedores: los griegos, los romanos, Napoleón, el Imperio británico, y los aliados en las dos conflagraciones mundiales. Todos ellos son vencedores, desde luego, porque los vencedores escriben la historia y a nadie le gusta escribir de sí mismo una mala reseña.
Por otra parte, también es extremadamente duro escribir un libro cuando has pasado hambre, te han disparado o te han llevado a la muerte, que es el destino de muchos de los perdedores en una guerra. Además, el hecho de perder siempre ha provocado cierta dosis de vergüenza, independientemente de cuántos hayan sido los «enemigos» a los que hayas conseguido disparar, apuñalar o bombardear. Por tanto, de las situaciones históricas sin salida seguimos aprendiendo las lecciones que nos proporcionan los vencedores, que es lo que tiene de bueno ganar las guerras.
Cuando ahondamos en la historia militar de nuestra agresiva raza, nos saltan a la vista algunos ejemplos significativos de guerras soberanamente estúpidas. En esta obra nos hemos limitado a Europa y las Américas, aunque sin duda en Asia, África, Australia, y tal vez incluso en las regiones polares, también han compartido el botín de conflictos estúpidos.
Cada guerra estúpida proporciona lecciones útiles al ciudadano medio. Todo el mundo necesita aprenderlas porque las exigencias para entrar en la política o el ejército, o para convertirse en dictador, son extremadamente bajas. Tal vez algún día se despierte el lector al frente de un gran país o un poderoso ejército.
Por ejemplo, si le entregasen las riendas de un imperio tan poderoso como el romano sólo porque su hermano mayor es emperador, como le sucedió al joven granjero Valente, es imprescindible que primero lea el manual del emperador, especialmente el capítulo donde se especifica que nunca se debe mostrar clemencia con los bárbaros que claman por colarse en el Imperio.
O tal vez se encuentre inmerso en una expedición militar religiosa, como la Cuarta Cruzada en 1198. Le aconsejo que considere seriamente la posibilidad de saltársela si debe iniciarla bajo la sombra de una deuda aplastante, a pesar de los atractivos obvios de matar musulmanes y saquear Jerusalén en nombre de la cristiandad. La Cuarta Cruzada hizo precisamente esto y resultó ser un serio fracaso, puesto que los cruzados, cargados de deudas, se vieron obligados a realizar algunas paradas no planeadas y terminaron saqueando, violando y robando Constantinopla, la ciudad más importante de la cristiandad. ¡Vaya…!
Del estudio de las guerras estúpidas resulta una evidencia clara: los políticos han tenido una comprensible pero peligrosa tendencia a actuar como generales y viceversa, y por ello han acabado escaldados. Incluso el más creativo y visionario de los políticos puede caer presa de este peligro. En 1794, durante la Rebelión del Whisky que tuvo lugar en los incipientes Estados Unidos, el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton (sí, el padre fundador cuyo rostro aparece en el billete de diez dólares), encabezó su propio y poderoso ejército para invadir Pensilvania a fin de bajarles los humos a algunos colonos establecidos en la zona fronteriza que querían eludir el impuesto sobre el whisky. En esta estúpida guerra contra su propio país, Hamilton demostró claramente una máxima: si necesitas un gran ejército para obligar a tus democráticos ciudadanos a obedecer una ley tributaria, deberías considerar seriamente cambiar la ley.
Los dictadores que disponen de un poder político y militar ilimitado, coronado con una egomanía sin límites, suelen ser los más atroces transgresores. Por ejemplo, durante la guerra de la Triple Alianza (1865-1870), Paraguay se enzarzó con sus tres vecinos —más grandes, más fuertes y más ricos— en gran medida debido al estrambótico empeño de su dictador, Francisco Solano López, en convertir en brillante estratega militar a la ex prostituta parisina con la que compartía el palacio. El resultado fue tan nefasto que López culpó a su madre del desastre, algo que ni siquiera Hitler se vio tentado de hacer.
Los dictadores también pactan nefastas alianzas, tal como descubrieron los peruanos con ocasión de la guerra del Pacífico (1879), cuando Bolivia inició las hostilidades contra Chile a causa de sus excrementos de ave y arrastró a Perú como desventurado aliado, todo a raíz de un tratado secreto entre ambos países. Perú se vio entonces obligado a aprender una lección básica: si tu aliado deja la guerra, tu ejército es destruido, tu líder ha huido, tu capital ha sido ocupada, un almirante está al mando del ejército de tierra y tu única fuente de riqueza ha sido capturada, tal vez sea hora de rendirse. Por su parte, los bolivianos también extrajeron otra enseñanza importante de aquella guerra estúpida: si tienes una línea costera que quieres defender, consigue una flota.
Incluso los políticos más educados pueden perder los papeles cuando la niebla de la guerra les ofusca el entendimiento.
En 1918, el presidente norteamericano Woodrow Wilson, que lucía anteojos y elegantes pantalones, ordenó la invasión de Rusia, recién instalada en el comunismo, mientras aún se estaba librando la Primera Guerra Mundial; valga en su descargo la orden explícita que le dio al general al mando: no causes problemas. Tal como aquel general pronto descubrió, si invades un país para derrocar a su gobierno, cabe esperar que dichos gobernantes adviertan tu presencia, se enfaden e intenten dispararte.
Incluso el dictador más brutal y taimado puede verse en problemas a la hora de iniciar una revolución estúpida, y no digamos ya si pretende llevar adelante toda una guerra. En 1923, cuando Hitler dio el llamado putsch de la Cervecería, los jefes del ejército bávaro, la policía y el gobierno estaban casi suplicando que alguien iniciase una revolución y les rescatase de la democracia basada en la Constitución de Weimar. Hitler, junto a un reparto estelar de malvados que más tarde conseguiría un asombroso éxito provocando la Segunda Guerra Mundial, inició un golpe de Estado que al parecer discurriría sobre ruedas. Pero su torpe intento de asalto al poder fracasó en menos de un día, de donde se extrae una lección sobre lo difícil que resulta iniciar un golpe desde un lugar tan acogedor como una cervecería, especialmente en un país donde la mayoría del populacho estaba formada por veteranos de guerra fuertemente armados.
Por desgracia para algunos países, hacer la guerra se convierte en un fin en sí mismo, una receta segura para llevar a cabo guerras espectacularmente estúpidas. En 1932, la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay fue una guerra de esta naturaleza. Cada país competía para salirse de la categoría de perdedores de la historia venciendo al otro perdedor. El resultado fue una de las guerras más sangrientas que jamás se hayan visto. Demostraron una máxima obvia: que incluso el campeón de los perdedores sigue siendo un perdedor. Las medallas no se entregan a los que ocupan el lugar decimoctavo.
No es sorprendente que, cuando se inicia una guerra estúpida, muchos países sigan cometiendo errores, incluso más flagrantes que la propia decisión de iniciar el conflicto. La Rusia soviética, infractor reincidente en este aspecto, invadió Finlandia en pleno invierno de 1939, pero olvidó proporcionar ropas apropiadas a sus tropas. Los bien abrigados finlandeses esquiaron en círculos alrededor de las congeladas tropas soviéticas y las arrasaron, dando una dura lección a los soviéticos y, de paso, también a los nazis que los observaban: no importa cuán numéricamente inferior sea tu ejército, puesto que cuando luchas contra los soviéticos, la victoria siempre es una opción si puedes producir más balas que hombres los rusos.
Algunos países simplemente no saben cómo escoger un bando y hacen buenas migas con todos. Rumania demostró este tópico con éxito total cuando terminó luchando contra todos durante la Segunda Guerra Mundial. Primero aceptó una invitación de su gran amigo Hitler para invadir Rusia y a continuación les dio hipócritamente la espalda a sus amigos nazis y se unió al oso soviético para atacar a los alemanes.
Por otra parte, incluso los mejores oficiales del mundo cometen graves errores. En 1944, algunos generales prusianos de las huestes de Hitler, preparados para la guerra como nadie, reunieron por fin las agallas suficientes para librarse del alarmantemente perturbado dictador, el mayor asesino de la historia. Como es sabido, lo organizaron pésimamente, y su burdo fallo de estrategia y ejecución, cometido mientras el mundo ardía a su alrededor y miles de personas morían a diario como resultado de sus acciones, constituye prácticamente un manual de lo que no debe hacerse cuando se quiere acabar con un dictador asesino. La primera lección es: acude a las citas con armas.
Algunos dirigentes, usualmente de las autoproclamadas «democracias avanzadas», siguen adelante e invaden países aun cuando saben que es una mala idea. Durante la invasión de la bahía de Cochinos en 1961, John F. Kennedy pensó que Estados Unidos podría invadir Cuba sin que nadie supiese que esa superpotencia estaba detrás. Por desgracia para Kennedy, la CIA lo organizó todo chapuceramente y aquel perfecto fiasco se convirtió en la primera invasión fallida aireada por la prensa.
Muchos dictadores e imperios no reconocen una mala idea incluso cuando les da en pleno rostro. Cuando la Rusia soviética, reincidente recalcitrante, invadió Afganistán en 1979, no se dio cuenta de que invadir Afganistán suele ser la primera parada en la ruta hacia la ruina de un imperio. Estados Unidos se dejó llevar y olvidó este hecho cuando inició una guerra por poderes para intentar atacar inteligentemente por los flancos a los soviéticos. El inevitable resultado fueron las nefastas consecuencias posteriores para ambos imperios a manos de los astutos señores de la guerra de aquellas impenetrables montañas.
Otro sorprendente error de cálculo sucedió durante la guerra de las Malvinas, en 1982, cuando la Junta Militar argentina en peso, que estaba arruinando a su país, subestimó gravemente la voluntad del súper acorazado «Maggie Thatcher» para luchar a muerte por las migajas del Imperio británico. Sin darse cuenta, firmaron la sentencia de muerte de su pequeña Junta. Los dictadores veteranos deberían meterse en la cabeza de una vez por todas que matar civiles no les da automáticamente experiencia para luchar contra un ejército en toda regla. La principal enseñanza que pueden extraer los imperios de aquella confusa batallita es que deberían fomentar el uso del radar sofisticado para proteger a su enorme flota de misiles baratos de fabricación francesa.
Pero aunque todas las directrices legalistas para hacer una guerra dieran luz verde, los líderes deberían ser lo suficientemente listos y andarse con pies de plomo. Cuando Estados Unidos invadió Granada en 1983, las dificultades con que se encontró para aplastar al microestado turístico estalinista demostraron los peligros que entrañan las guerras de un día.
Probablemente hubiera tenido menos problemas si hubiesen clavado esta útil lista de control de invasión en la puerta principal del Pentágono:
- Confirmar si el país enemigo tiene ejército. En caso afirmativo, no dar por supuesto que puede ser derrotado en un día.
- Buscar mapas exactos del país propuesto para ser invadido.
- Llevar radios que funcionen.
- Asegurarse de que las Fuerzas Especiales sean realmente especiales.
- Si se pretende rescatar a rehenes, conviene saber dónde se encuentran. Si es posible, llamar a los rehenes y preguntarles por su paradero.
- ¿Empezará la invasión en fin de semana? Si es así, es conveniente coordinar la invasión con el horario adjunto del partido de golf del presidente.
- ¿Es el objetivo de invasión propuesto una isla o está en el continente? Si es una isla, notificarlo a la Armada.
- ¿Hay suficiente provisión de medallas?
El fin de un imperio presenta retos no menos duros que los que se plantean al principio o a la mitad de un régimen.
Durante el intento de golpe contra Gorbachov en 1991, los golpistas estaban en general borrachos, sudorosos y poco preparados. Olvidaron que los golpes de Estado triunfantes son obras de arte y tienen que estar muy bien organizados, combinados con un tufillo de amenaza y una pizca de fuerza aplastante. Tampoco es aconsejable celebrar conferencias de prensa cuando se tienen los ojos inyectados en sangre tras haber pasado una noche bebiendo vodka con la esperanza de infundirse confianza.
Este libro está dedicado al estudio de la sabiduría que se esconde tras estos extraordinarios ejemplos de estupidez militar. Está claro que el estudio de las guerras exitosas no ha evitado que estallasen nuevas guerras y mucho menos las estúpidas. La tendencia más inquietante de las guerras estúpidas es que son difíciles de terminar. Una vez empezadas, normalmente como consecuencia de las inescrutables acciones de idiotas animados por objetivos irreales y abyectos, los actores de ambos bandos son reacios a finalizar la matanza porque no quieren admitir las estúpidas razones que desencadenaron la guerra. De modo que la guerra continúa y el objetivo se convierte sencillamente en hacer que la guerra prosiga.
Con todo ello en mente, a todos nos corresponde hacer lo posible para evitar que la próxima guerra estúpida estalle.