La situación general
Desde los inicios del Imperio romano en 510 a. C., los aristócratas romanos bien rasurados estaban decididos a superar los logros del Imperio griego de Alejandro Magno recurriendo a una incesante violencia viril con derramamiento de sangre. El poder y las togas eran importantes para los romanos. Después de que los enemigos fuesen sometidos mediante la espada o un tratado, el poder mantenía la paz y llenaba las arcas de oro. A medida que el Imperio se iba expandiendo, los romanos iban apoderándose de los bienes de los vencidos bajo el gran manto de la Pax Romana: obligaban a alistarse a los hombres más capaces y se apropiaban de sus recursos, ya fuera como botín de guerra o como alimentos.
Los generales que acabaron dominando el arte del saqueo y el pillaje de los no romanos forzados a incorporarse al Imperio (es decir, los bárbaros) marchaban por Roma triunfantes llevando consigo oro y esclavos, ostentando poder suficiente para reivindicar sus aspiraciones al trono con la ayuda de la Guardia Imperial.
Ya no importaba si el general era un aristócrata romano o, los dioses no lo quisieran, un vándalo, un godo o un huno. Si recibía la aprobación de la Guardia, ya estaba admitido. Esta flexibilidad permitió que la República Romana se convirtiese en el primer superimperio del mundo.
Hacia el año 364 su vastísima dimensión requería que el emperador pasase la mayor parte del tiempo combatiendo contra los bárbaros en las remotas fronteras, celosamente protegido por su cohorte de guardias imperiales, que no lo abandonaban ni un instante por si en alguno de aquellos difíciles envites acababan encontrándose con un emperador muerto en sus manos.
Y eso fue precisamente lo que sucedió ese mismo año cuando el emperador Juliano murió en combate contra el eterno enemigo de los romanos, los persas. Seguidamente, el sustituto de Juliano murió de camino a Roma. La Guardia se reunió de nuevo y eligió a Valentiniano I como el mejor de la lista de los candidatos al cargo, todos ellos militares de poca envergadura con las manos manchadas de sangre. Se trataba de una figura de compromiso que salió elegida por no provenir de ninguna de las familias dinásticas de anteriores emperadores, por entonces enfrentadas por reconquistar el poder. Después de nombrar a Valentiniano, los guardias imperiales, prudentes ante los retos y los riesgos de tomar el timón de aquella gigantesca máquina de guerra, le exigieron al nuevo emperador que nombrase a un coemperador para la mitad oriental del Imperio. Valentiniano se inclinó astutamente por la única persona que sabía que no le iba a hacer sombra y a la que le resultaría fácil controlar: su hermano menor Valente.
Los guardias imperiales aceptaron la elección, porque Valente era aún más débil y desde luego más inexperto que Valentiniano. Supusieron con arrogancia que ni siquiera un emperador débil, por no mencionar a su estúpido hermano menor, sería una amenaza para la continuidad del superimperio.
Valente era siete años más joven que Valentiniano y se había educado en la granja que la familia tenía en los Balcanes orientales, mientras su hermano luchaba en las campañas de África y la Galia con su padre, también soldado. Desconocedor de la dura vida del campo de batalla, Valente fue educado en un entorno bucólico y agradable. Era conocido por sus piernas arqueadas y su prominente barriga, rasgos bastante corrientes en la época, pero al parecer poco usuales en un emperador romano susceptible de ser desdeñado por sus contemporáneos.
Al principio, las cosas empezaron bien para Valente y su nuevo Imperio, que comprendía la actual Turquía, los Balcanes, Oriente Próximo y Egipto. Astutamente, se rodeó de gente que hablaba los idiomas locales y podía explicarle los incomprensibles lamentos de sus nuevos súbditos. Se casó con la hija de un militar y empezó tratando a todo el mundo de forma justa. Sin embargo, pronto se le presentaron problemas. Cada vez que intentaba hacer algo más que las tareas administrativas básicas, las cosas le salían mal. Ambos hermanos decidieron mejorar la calidad de las monedas haciéndolas más puras. Estas nuevas monedas ayudarían a estabilizar la divisa en la mente del ciudadano romano medio, pero, al acuñar nuevas monedas con un oro mejor y más fino, los hermanos gobernantes se estaban en realidad robando a sí mismos. Muchas decisiones de Valente acababan perjudicándole sólo a él.
No obstante, pronto se le presentaron problemas mayores. Los godos, bárbaros provenientes de más allá de la actual baja Ucrania y los Balcanes nororientales, volvían a las andadas. Después de derrotarlos en 328 mientras unificaba el Imperio, Constantino les había obligado a contribuir con sus tropas para reforzar las legiones del Imperio oriental, siempre necesitadas de soldados.
En 365, intuyendo la debilidad del lerdo y torpe Valente, los godos se decidieron a invadir el Imperio oriental. Siguiendo las instrucciones del manual del emperador, Valente despachó diligentemente varias de sus legiones para que les diesen su merecido. Pero entonces se le planteó un problema aún mayor: estalló una revuelta en Constantinopla, su propia capital. Un antiguo secretario imperial llamado Procopio, pariente del emperador Juliano, de la dinastía Constantina, tuvo por alguna razón la feliz idea de que merecía convertirse en emperador. Resuelto a llevar su propósito a buen término, convenció a dos legiones de Valente para que le apoyaran, alcanzó un acuerdo con los godos invasores y se autoproclamó emperador. Acuñó nuevas monedas y empezó a citar a su gente en Constantinopla. Se trataba de otra clásica usurpación de poder romana.
Valente solicitó desesperadamente la ayuda de su hermano, el emperador occidental. Valentiniano, sin embargo, se encontraba demasiado ocupado para acudir al rescate. Adujo que estaba comprometido luchando contra los germanos en la Galia. En 366, no obstante, Valente se las arregló para derrotar a Procopio con el apoyo de un respetado general llamado Arbitio, quien desertó para irse con el emperador oriental después de que sus propiedades fueran expropiadas por Procopio.
El persuasivo Arbitio convenció a la mitad del ejército de Procopio para que desertase y la mitad que quedó, superada por la situación, rápidamente se pasó al bando de Valente. Para celebrar su primera victoria militar, Valente ajustició con regocijo a Procopio y, siguiendo un protocolo de larga tradición imperial, envió la cabeza cortada a su hermano mayor, que se encontraba ya en Roma. Valente, sin embargo, no había esquivado más que el primer mandoble; pronto iban a seguirle muchos más.
A continuación guerreó contra los godos, que habían apoyado el golpe de Procopio, pero, a pesar de lograr la derrota de Atanarico, el rey godo, en una batalla campal librada en julio de 369, no consiguió acabar con los escurridizos bárbaros.
Ocurrió que Valente no remató la victoria con el golpe de gracia: se retiró para dejar descansar a sus tropas en el bajo Danubio durante el invierno y dejó pasar la ocasión de rematar a los tambaleantes godos, que no tardaron en enviarle emisarios para solicitar clemencia. ¿Pedir clemencia a un emperador romano? Era un ruego que nunca hasta entonces había sido escuchado, pero Valente estaba impaciente por poner en práctica esta novedosa idea. Él y el rey Atanarico de la tribu goda de los tervingos firmaron un tratado de paz en el Danubio medio, mediante el que el emperador le permitía al bárbaro volver a poner los pies en territorio romano. Se trataba de una concesión impropia de los romanos, puesto que violaba la ley no escrita de gobernar el Imperio con mano de hierro y sin concesión alguna al vencido. Hasta entonces, todos los tratados romanos se habían firmado en Roma o en el campo de batalla bajo los estandartes romanos.
Después de pasarse tres años sudando tinta en los Balcanes orientales, Valente era libre de volver a dedicarse a su pretensión más gloriosa de reconquistar Armenia a los persas, que habían estado saqueando todo el territorio. Maltratar a los godos no se consideraba más que como un quehacer cotidiano necesario para el mantenimiento del Imperio, pero aplastar a los persas y reconquistar Armenia sin duda impresionaría a su hermano. Por lo tanto, en 370 Valente se dispuso a atacar a los persas.
Valente aún sufría de la escasez crónica de personal por la que se caracterizaba el Imperio oriental. A pesar de que una ley obligaba a servir a los hijos de los veteranos, a menudo se entregaban incentivos para mantener el número de reclutas, lo cual costaba muy caro a las arcas del Imperio. Además, los soldados romanos detestaban servir en el este. Subyugar y obligar a los bárbaros era la forma más barata de dotar a las legiones. Sin embargo, apoyar al rey de Armenia y convencerle para que atacase a los hirsutos persas requeriría un gran esfuerzo. Por desgracia, el clemente tratado que había firmado con los godos les ahorraba el pago de un tributo en oro y les libraba de la obligación de proporcionar tropas al emperador romano, como establecía el tratado firmado por Constantino. Valente había exacerbado su escasez crónica de personal justo cuando más hombres necesitaba. A pesar de ello, Valente, falto de gloria, se otorgó a sí mismo el título de Gothicus Maximus, Gran godo, y lo estampó en las monedas para pregonar su victoria manchada de clemencia por todo el Imperio. Aun así, Valente no conseguía que su hermano mayor le mostrase amor o respeto. Valentiniano había utilizado astutamente uno de los típicos ardides de los emperadores romanos para consolidar su posición como líder de una nueva dinastía imperial. En 367 había nombrado a su hijo Graciano, de ocho años, como su sucesor y luego lo casó con la hija de un ex emperador. A ojos del romano medio, el niño tenía ahora más legitimidad como emperador que su tío.
De nuevo, otro duro golpe sobrevino en 375: Valentiniano cayó muerto víctima de una apoplejía mientras estaba amonestando a embajadores bárbaros que trataban de justificar su invasión del superimperio. Valente había perdido a la mano que le guiaba y a su antiguo protector, y ahora se encontraba compitiendo con su sobrino, el adolescente Graciano, ya emperador Graciano.
Valente se vio convertido en el emperador pelele. Los regentes de Graciano echaron aún más sal a la herida cuando elevaron a otro hijo de Valentiniano I, Valentiniano II, de tres años de edad, al cargo de coemperador junto con su hermanastro Graciano. Este hecho era una ofensa directa a Valente, cuyo único hijo, Galates, cónsul a la tierna edad de tres años, había muerto poco después de la rebelión de Procopio, sumiendo a Valente en un profundo dolor.
Después de nombrar emperador a Valentiniano II, los regentes le entregaron parte del territorio de los Balcanes sin molestarse en consultarlo con Valente. Las tropas destacadas en aquellas provincias habrían solucionado los problemas de personal con que se encontraba Valente a la hora de hacer frente a los persas y los godos. Pero, en lugar de repasarse el manual del emperador y matar a un montón de bárbaros para así consolidar el Imperio bajo su gobierno, siguió trabajando como un buen granjero.
Al enfrentarse a numerosos enemigos con pocos amigos, los problemas del Imperio empezaron a superar al emperador-granjero. Preocupado como estaba con los problemas con los persas, Valente, que creía que había manejado a los godos con su tratado plagado de clemencia, no se dio cuenta de que estaban empezando a ser de nuevo un problema.