CAPÍTULO XXII

Al cabo de unos momentos, Lexman continuó su relato:

»—Les he dicho que había en el palacio un hombre llamado Salvolio. Este individuo estaba cumpliendo cadena perpetua en un presidio de Italia meridional. Logró escapar de un modo misterioso y atravesó el Adriático en un bote. Ignoro cómo le encontró Kara. Salvolio era un hombre muy poco comunicativo. Nunca he sabido si era griego o italiano. De lo único que estoy seguro es que era el villano mayor del mundo después de su amo.

»Trabajaba deprisa con su cuchillo, y yo mismo le vi matar a uno de los guardias, de quien pensó que me favorecía en la cuestión de la comida; le mató con igual tranquilidad con que nosotros matamos una cucaracha.

»Él fue quien me hizo esta herida (John Lexman señaló la cicatriz que tenía en la mejilla). En ausencia de su amo tomó sobre sí la tarea de imitar burdamente la persecución de Kara. También me comunicó una nueva tortura infligida a la pobre Gracie. Mi mujer había odiado siempre a los perros, y Kara debió de enterarse de esto, porque en su alcoba —al parecer estaba mejor acomodada que yo— mantenía cuatro bestias feroces, encadenadas de tal modo que casi llegaban hasta ella.

»No sé qué alusión de aquel bruto salvaje a mi esposa me enloqueció sin remedio, y salté sobre él. Me rechazó con el cuchillo, y me golpeó al caer: escapé por un verdadero milagro. Evidentemente, tenía órdenes de no tocarme, porque en el acto le vi presa de gran pánico, y no le faltaba razón, porque al volver Kara y ver la herida que yo tenía en el rostro hizo averiguaciones, mandó traer a Salvolio al patio, y del modo más oriental ordenó que le azotaran las plantas de los pies hasta dejárselas convertidas en una pulpa sanguinolenta.

»No necesito decirles a ustedes que el odio que el individuo sintió por mí llegó a rivalizar con el que sentía su amo. Después de la muerte de mi mujer, Kara se ausentaba con más frecuencia, y yo quedaba a merced de aquel hombre, a quien era evidente que habían dado carta blanca. Muerto el principal objeto del odio de Kara, éste pareció interesarse ya muy poco por mí, o bien cambió de capricho. Salvolio empezó su venganza reduciéndome la comida. Afortunadamente, yo comía muy poco. Sin embargo, las raciones fueron acortándose cada vez más, y yo empezaba a sentir los efectos de la inanición cuando sucedió una cosa que alteró todo el curso de mi vida y me abrió un camino hacia la libertad y la venganza.

»Salvolio no imitaba la austeridad de su amo, y en ausencia de Kara tenía la costumbre de celebrar pequeñas orgías. Mandaba traer bailarinas de Durazzo, e invitaba a los notables de la vecindad a sus festines y diversiones, pues cuando Kara estaba fuera, él era el señor absoluto del palacio y podía hacer lo que quisiera. Una noche la fiesta se prolongó más de lo corriente, porque, a juzgar por la claridad de la aurora que entraba por la ventana de mi cárcel, serían las cuatro de la mañana cuando se abrió la puerta blindada y entró Salvolio completamente borracho. Traía consigo, según me pareció, una de las muchachas bailarinas, que, indudablemente, tenía el privilegio de ver los secretos del palacio.

»Durante un buen rato el hombre quedo en pie en el umbral, hablando incoherentemente en un idioma que debía de ser turco, porque cogí dos o tres palabras.

»La muchacha, quienquiera que fuera, parecía un poco asustada. Lo noté en que se separó de él, aunque el brazo del hombre la rodeaba los hombros y el borracho estaba medio apoyado sobre ella. Se apreciaba el miedo no sólo en las miradas que me dirigía de cuando en cuando, sino también en su rostro. Más adelante había yo de conocer su historia. No pertenecía a la clase social de la que Salvolio extraía sus bailarinas para diversión de sus invitados. Era hija de un comerciante turco de Scútari, que había ingresado en la comunión católica.

»Su padre se había establecido en Durazzo a raíz de la primera guerra balcánica, y entonces Salvolio había conocido a la joven a espaldas de su progenitor, la había cortejado chapuceramente, y el resultado era que ella había escapado de su casa aquel mismo día para unirse a su averiado pretendiente en el palacio de Kara. Les digo a ustedes esto porque el hecho tiene cierta influencia sobre mi destino.

»Como digo, la muchacha estaba asustada y hacía ademán de huir del calabozo. Probablemente le asustaba tanto el sucio prisionero como el borracho que la había llevado allí. Pero Salvolio no podía retirarse sin mostrar a la joven algo de su autoridad. Se acercó tambaleándose al sitio donde yo estaba tumbado, con su largo cuchillo en la mano en previsión de cualquier contingencia, y soltó una sarta de imprecaciones, que a mí ya no me hacían mella, Luego me dio un puntapié que me alcanzó en las costillas; pero tampoco experimenté ninguna sensación de vergüenza ni gran dolor. Salvolio me había tratado así en muchas ocasiones, y yo había sobrevivido. Al mirar por encima de él presencié una escena extraordinaria.

»La joven estaba en pie ante la puerta abierta, mirando con angustia y compasión el brutal espectáculo con que la obsequiaba Salvolio. De pronto apareció a su lado un turco de elevada estatura y barba gris. Ella se volvió, y al verle iba a lanzar un grito, pero él la redujo al silencio con un gesto y le señaló la oscuridad exterior.

»Sin decir palabra, la muchacha salió de la mazmorra, sin que sus pies, calzados de sandalias, produjeran el menor ruido. Durante todo este tiempo, Salvolio continuó maltratándome; pero debió de notar el asombro de mi mirada, porque se detuvo y se volvió.

»El recién llegado avanzó una zancada y le rodeó el cuerpo con su brazo izquierdo. Le llevaba la cabeza a Salvolio, y a lo que pude ver, era un hombre de inmensa fortaleza.

»Se miraron cara a cara, y Salvolio se hizo cargo en seguida de la situación. El turco le dio un suave puñetazo en las costillas, al menos así me pareció a mí; pero Salvolio tosió de un modo espantoso, quedó rígido en los brazos del otro y cayó al suelo con ruido sordo. El turco se inclinó tranquilamente sobre él, limpió su largo cuchillo en la chaqueta del otro, y luego lo guardó en la vaina que le colgaba de la cintura.

»Después me miró y se volvió para salir, pero se detuvo en el umbral y volvió atrás pensativamente. Pronunció algunas palabras en turco, que yo no comprendí, y luego me habló en francés.

»—¿Quién es usted? —me preguntó.

»Con la brevedad que me fue posible le expliqué mi situación. Él se inclinó, examinó la argolla que me rodeaba la pierna y movió la cabeza.

»—Esto no lo podremos abrir nunca —observó.

»Cogió la cadena, que era bastante larga, la arrolló dos veces alrededor de su brazo, se volvió y dio un salto hacia la puerta. Se oyó un chasquido, y la cadena se partió. Me cogió por el hombro y me ayudó a ponerme en pie.

»—Póngase la cadena alrededor de la cintura —me dijo, y sacando un revólver de su cinturón me lo entregó—. Puede usted necesitarlo antes que volvamos a Durazzo —dijo.

»Tenía el cinturón materialmente erizado de armas. Vi tres revólveres, además del que me había entregado; evidentemente, iba dispuesto a todo. Salimos del calabozo, y me llené los pulmones con el aire fresco de la madrugada.

»Era la segunda vez que salía en dieciocho meses, y las rodillas me temblaban de debilidad y de excitación. El turco cerró la puerta de la prisión y nos reunimos con la muchacha, que nos esperaba afuera. Estaba llorando mansamente, pero sus lágrimas se secaron ante unas palabras que le dijo mi libertador.

»—Esta hija mía nos enseñará el camino —dijo el hombre—. Yo no conozco esta parte del país… Ella la conoce bastante bien.

»En resumen: para abreviar una larga historia, llegamos a Durazzo por la tarde. No se intentó perseguirnos, y ni mi fuga ni el cadáver de Salvolio se descubrieron hasta bien entrada la tarde. Recordarán ustedes que nadie más que Salvolio tenía acceso a mi prisión, y por eso nadie tuvo el valor de hacer investigaciones.

»El turco me condujo a su casa sin que nos vieran, y trajo a un pariente suyo para que me quitara la argolla. Mi salvador se llamaba Hussein Effendi.

»Aquella noche salimos en una pequeña caravana para visitar a algunos parientes de Hussein. No sabía él con certeza cuáles serían las consecuencias de su acción, y para su propia seguridad emprendió este viaje, que le permitía en caso necesario refugiarse en el seno de algunas tribus turcas salvajes, que le ofrecieron su protección.

»En aquellos tres meses vi a Albania tal como es. Jamás olvidaré este viaje.

»Dudo que haya en el mundo un hombre más bueno que Hiabam Hussein Effendi. Fue él quien me proporcionó el dinero necesario para salir de Albania. También me dio, a petición mía, el cuchillo con el que había matado a Salvolio. Había descubierto que Kara estaba en Inglaterra, y algo me refirió de las ocupaciones del griego, que hasta entonces yo no había sospechado. Crucé Italia y me detuve en Milán. Allí me enteré de que un inglés excéntrico había desembarcado en Génova pocos días antes, procedente de América del Sur y estaba bravísimamente enfermo en mi hotel.

»No necesito decirles que el hotel en que yo me hospedaba era de los más caros, y nosotros éramos, evidentemente, los dos únicos ingleses en él. Como es natural, subí a ver lo que podía hacer por mi pobre compatriota, que estaba ya desahuciado cuando le vi.

»Me pareció que aquella cara no me era del todo desconocida, y al mirar alrededor en busca de algo que lo identificara recordé en seguida de quién se trataba.

»Era George Gathercole, que había regresado de América del Sur, enfermo de fiebres malignas y con la sangre envenenada. Durante una semana un médico italiano que le busqué luchó por su vida con todo el empeño que puede ponerse en un caso de éstos. Gathercole era un mal enfermo, violento en su lenguaje, impaciente e imperioso en su actitud para con sus amigos. Por ejemplo, era terriblemente sensible en lo que se refería a su brazo artificial, y no nos permitía al médico ni a mí que entráramos en su habitación hasta que se había tapado hasta el cuello, como tampoco consentía en comer ni beber en nuestra presencia. Sin embargo, era el más valiente de los valientes, y solamente le enojaba el no haber podido terminar su libro nuevo. Su indomable espíritu no pudo salvar su cuerpo. Murió el diecisiete de enero de este año. Yo estaba en Génova en el momento de su fallecimiento; había ido allí, a petición suya, a recoger todos sus efectos. Cuando volví a Milán le habían enterrado. Examiné sus papeles, y entonces se me ocurrió el medio de acercarme a Kara.

»Encontré una carta que el griego le había dirigido a Buenos Aires en espera de su llegada, y entonces recordé que Kara me había dicho que había enviado a George Gathercole a América del Sur para que le informara sobre posibles yacimientos de oro. Yo estaba resuelto a matar a Kara, y a matarle de un modo que no despertara contra mí la menor sospecha.

»Del mismo modo que él había planeado mi ruina, discurriendo todos los pasos y borrando todas las huellas, así planeé yo su muerte, sin dejar de mí ningún peligro de descubrimiento.

»Conocía su casa. Conocía algunas de sus costumbres. Sabía el miedo que sentía cuando estaba en Inglaterra y lejos de los guardias feudales que le rodeaban en Albania. Conocía su famosa puerta con el cerrojo de acero, y resolví desbaratar todas estas precauciones y darle no solamente la muerte que merecía, sino un pleno conocimiento del destino que le esperaba antes de morir.

»Gathercole tenía algún dinero, alrededor de ciento cuarenta libras. Tomé de ellas cien para mi uso particular, sabiendo que en Londres tendría yo el dinero suficiente para recompensar a sus herederos, y el resto del dinero y todos los documentos que tenía, salvo los que se referían a sus relaciones con Kara, se los entregué al cónsul inglés.

»Yo tenía cierto parecido con el difunto. Me había crecido la barba hirsuta y enmarañada, y conocía bastante las excentricidades de Gathercole para representar la comedia. El primer paso que di fue anunciar mi llegada de un modo indirecto. Soy bastante buen periodista y tengo una excelente cultura general, y con estos elementos y la ayuda de los necesarios libros de consulta que encontré en la biblioteca del Museo Británico pude componer un artículo muy respetable sobre Patagonia y sus costumbres.

»Envié este articulo al Times con una de las tarjetas de Gathercole, y como saben ustedes, me lo publicaron. El paso siguiente fue encontrar un alojamiento conveniente entre Chelsea y Scotland Yard. Tuve la suerte de hallar un piso amueblado, cuyo dueño marchaba al sur de Francia a pasar tres meses. Pagué el alquiler por adelantado, y como recurría generosamente a las excentricidades que habían de apoyar mi parecido con Gathercole, debí de impresionar al propietario, que me admitió sin necesidad de informes.

»Me hice varios trajes, no en Londres, sino en Manchester, y me arreglé todo lo posible para evitar mi identificación. Cuando todo estuvo dispuesto elegí mi día. Por la mañana envié dos baúles con mis ropas y objetos personales al hotel Great Midlands.

»Por la tarde me encaminé a la plaza Cadogan, y esperé hasta que vi salir a Kara. Era la primera vez que le veía desde mi salida de Albania, y tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no saltarle al cuello y desgarrarle entre mis manos.

»En cuanto le perdí de vista entré en la casa, adoptando los modales excéntricos del pobre Gathercole. Debuté mal, porque, estremeciéndome, reconocí en el criado a un compañero del presidio, que había estado conmigo en la casa del vigilante precisamente la mañana en que escapé de Dartmoor. No cabía la menor duda, sobre todo cuando oí su voz. Y temblando por dentro, me pregunté si él me habría reconocido a pesar de mi barba y mis gafas.

»Parece que no me conoció. Yo le di todas las ocasiones posibles, acercando mi cara a la suya, y en la segunda visita le desafié, del modo excéntrico del infortunado Gathercole, a comprobar el color gris de mi barba. De momento quedé satisfecho con mi breve prueba, y salí después de un razonable intervalo, volviendo a mi domicilio y esperando hasta la noche.

»En el reconocimiento que hice de la casa, mientras esperaba la salida de Kara, había notado la existencia de dos hilos telefónicos distintos que bajaban del techo. Adiviné, más que supe, que uno de aquellos teléfonos debía de ser privado, y conociendo el miedo de Kara supuse que este hilo le pondría en comunicación con la Jefatura de Policía o con alguna Comisaría cercana. La misma disposición tenía Kara en Durazzo: un teléfono que conectaba el palacio con el puesto de gendarmes de Alesso. Esto me lo dijo Hussein.

»Por la noche hice otro reconocimiento de la casa; vi luz en la alcoba de Kara, y diez minutos después toqué el timbre, y creo que fue entonces cuando hice la prueba de la barba. Kara estaba en su alcoba, según me dijo el criado, y subió a anunciarme. Yo tenía un interés especial en que aquel hombre no fuera interrogado por la Policía, y con objeto de alejarle de la casa llevaba escrito en una tarjeta el número con que se le conocía en el penal de Dartmoor, y estas palabras: «Te conozco. ¡Fuera de aquí en seguida!» Cuando el criado hubo desaparecido dejé en la mesa del vestíbulo el sobre con la tarjeta. En un bolsillo interior, lo más cerca que las pude guardar de mi cuerpo, llevaba dos velas. Ya había decidido el uso que debía hacer de ellas. El criado me introdujo en la alcoba de Kara, y una vez más me encontré en presencia del hombre que había matado a mi adorada Gracie y había borrado para mí todo lo hermoso que tiene la vida.

Hubo un profundo silencio cuando John Lexman se calló. T. X. se recostó en su asiento con los brazos cruzados y mirando atentamente al orador.

El jefe superior, con los labios fruncidos y una profunda arruga vertical en la frente, se tiraba del bigote, y por debajo de sus cejas hirsutas contemplaba al conferenciante. El francés, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza ladeada, no perdía sílaba. El ruso, impasible, parecía una máscara de marfil. O’Grady, el norteamericano, con la colilla de un cigarro apagado entre los dientes, hacía un gesto de disgusto cada vez que una pausa retrasaba el dénouement.

John Lexman reanudó su narración.

»—Kara se levantó de la cama y vino a mi encuentro mientras yo cerraba la puerta.

»—¡Ah mister Gathercole! —exclamó con su voz amable, y alargó la mano.

»Yo no contesté. Me limité a mirarle con una especie de alegría feroz que me desbordaba del corazón y que hasta entonces jamás había experimentado.

»Y entonces él leyó en mis ojos la verdad y se acercó al teléfono.

»En un segundo caí sobre él, y ya no fue más que un niño en mis brazos. Todo el dolor y toda la amargura que había derramado sobre mí, las penalidades de los días de hambre y las noches heladas me habían fortalecido y endurecido el cuerpo. Había vuelto a Londres con un brazo artificial fingido, del que me apresuré a desembarazarme. No era más que un cilindro hueco de madera fina que me había hecho fabricar en París.

»Arrojé a Remington sobre la cama y me puse encima de él, medio arrodillado, medio tumbado.

»—Kara —le dije—, vas a morir de una muerte más piadosa que la que diste a mi mujer.

»Intentó hablar. Sus manos suaves gesticularon en el vacío; pero yo le sujeté un brazo con la rodilla y le contuve el otro con la mano. Al oído le susurré:

»—Nadie sabrá quién te ha matado, Kara; piensa en eso. Yo saldré libre, y tú serás el centro de un terrible misterio. Se leerán todas tus cartas, se examinará toda tu vida y el mundo entero te conocerá, ¡sabrán quién eres!

»Le solté el brazo el tiempo justo de sacar el cuchillo y herir. Creo que murió instantáneamente.

»Le dejé donde estaba y me acerqué a la puerta. No disponía de mucho tiempo. Saqué las velas del bolsillo. Ya estaban dúctiles del calor de mi cuerpo.

»Levanté el cerrojo de acero de la puerta y lo dejé apuntalado con la menor de las velas, uno de cuyos extremos introduje en el alvéolo del centro, dejando el otro debajo del cerrojo. Sabía que el calor sofocante de la habitación ablandaría más aún la vela, y correría el cerrojo en breves momentos.

»Me dirigí al teléfono que tenía al lado de la cama, aunque todavía no sabía cómo operar. Me decidió la vista de la plegadera de plata. La coloqué sobre la caja de los cigarrillos, de tal modo que uno de sus extremos cayera justamente debajo del receptor del teléfono; debajo del otro extremo puse la segunda vela, que tuve que recortar para que ajustara. Sobre la plegadera, en el extremo sostenido por la vela, puse en equilibrio los dos únicos libros que encontré en la habitación, y que, afortunadamente, fueron lo bastante voluminosos.

»No podía saber cuánto tardaría en fundirse la vela hasta alcanzar la consistencia pastosa que permitiría que todo el peso de los libros gravitara sobre la plegadera, sin el sostén de la vela, la hiciera bascular y levantara su otro extremo hasta hacerle alzar el receptor del teléfono. Esperaba que Fisher hubiera recibido mi amenaza y se hubiera marchado. Cuando abrí suavemente la puerta oí sus pasos en el vestíbulo de abajo. No había otra cosa que hacer que terminar rápido la comedia.

»Me volví hacia el interior de la alcoba y sostuve una imaginaria conversación con Kara. Ustedes juzgarán esto horrible; pero lo cierto es que había algo en su aspecto que despertó en mí un curioso sentido del humorismo, ¡y tenía unas ganas locas de reír, reír, reír!

»Oí al criado subir las escaleras y cerré la puerta con cuidado. ¿Cuánto tardaría la vela en doblarse?

»Para establecer completamente la coartada resolví entretener a Fisher con una conversación cualquiera, lo que me resultó fácil, pues al parecer no había reparado en el sobre que le aguardaba. No tuve que esperar mucho para oír el estrépito del cerrojo al encajar en sus alvéolos. Bajo el efecto del calor, la vela se había doblado antes de lo que yo había calculado. Pregunté a Fisher qué significaba aquel ruido, y el hombre me lo explicó. Bajé la escalera hablando todo el tiempo. Encontré un taxi en la plaza Sloanes y me dirigí a mi casa. Bajo mi abrigo estaba ya, en parte, vestido de etiqueta.

»Diez minutos después de haber entrado en mi domicilio volví a salir sin barba e impecablemente vestido, no distinguiéndome de los millares de transeúntes que a aquella hora se encaminaban a los grandes music-halls. Un taxi me llevó de la calle Victoria a Scotland Yard. Fue una mera coincidencia la que hizo que mientras hablaba con los jefes de la Policía se doblara la segunda vela y el teléfono diera la alarma precisamente a la misma habitación en que yo estaba sentado.

»Les aseguro a ustedes, con toda seriedad, que no sospeché la causa de aquellos timbrazos hasta que habló mister Mansus.

John Lexman alzó los brazos a la altura de los hombros.

—¡Señores, ésta es mi historia! —exclamó—. Pueden ustedes hacer conmigo lo que tengan por conveniente. Kara era un asesino, manchado muchas veces con sangre inocente. He hecho todo lo que me había propuesto hacer…, ni menos ni más. Había pensado embarcar para los Estados Unidos; pero cuanto más se acercaba el día de mi partida, más vivido se me representaba el recuerdo de los planes que ella y yo habíamos formado… ¡Ella, mi pobre esposa, martirizada hasta morir!

El orador se dejó caer sobre la silla con el rostro oculto entre las manos.

—¡Y éste es el fin! —dijo repentinamente, alzando la cabeza.

—¡No! ¡Falta algo!

T. X. se volvió estupefacto hacia la puerta de la habitación. Era Belinda Mary quien había hablado.

Tenía un aplomo admirable, según pensó T. X.; pero era que T. X. nunca pensaba en nada de ella que no fuera admirable.

—La mayor parte de su historia es verídica, mister Lexman —dijo aquella asombrosa muchacha, sin reparar en los pares de ojos que la asaeteaban—; pero Kara le engañó en un detalle.

—¿Qué quiere usted decir? —balbució John Lexman, levantándose con movimientos inseguros.

Por toda respuesta, la joven se volvió a la puerta y descorrió las cortinas de quimón. Hubo una espera que pareció una eternidad, y al cabo apareció una muchacha esbelta, grave y hermosa.

—¡Dios todopoderoso! —murmuró T. X.—. ¡Gracie Lexman!