I

EL presidente permanecía aún en pie, en medio del ligero alboroto que su entrada acababa de provocar. Se sentó y, a media voz, dijo indiferente:

—Se abre la sesión.

Se puso entonces a ordenar los proyectos de Ley que tenía ante él sobre la mesa. A su izquierda, un secretario miope, con la nariz pegada al papel, daba lectura al acta de la última sesión, en un rápido balbuceo al que ningún diputado prestaba atención. Entre los murmullos de la sala, aquella lectura no llegaba más que a los oídos de los ujieres, que se mantenían muy dignos y correctos, frente a las descuidadas actitudes de los miembros de la Cámara.

Los diputados presentes no llegaban al centenar. Algunos, medio recostados sobre los asientos de rojo terciopelo, con los ojos entornados, dormitaban ya. Otros, encorvados sobre el borde de los pupitres, como agobiados por la pesadez de la sesión pública, golpeaban distraídamente con la punta de los dedos la caoba de sus pupitres. Por los cristales del ventanal, que recortaban una media luna de cielo gris, penetraba la lluviosa tarde de mayo, iluminando regularmente la pomposa severidad de la sala. La luz descendía sobre las gradas como un amplio manto enrojecido, de tono apagado, provocando aquí y allá un reflejo rosa en los bordes de los bancos vacíos, mientras que, a espaldas del presidente, la desnudez de las estatuas y esculturas resaltaba sobre un fondo de blanquecina claridad.

En el tercer banco, a la derecha, un diputado había quedado en pie en el estrecho pasillo. Se acariciaba la hirsuta barba, algo gris, con aire preocupado. Al ascender los escalones un ujier, le detuvo dirigiéndole una pregunta en voz baja.

—No, señor Kahn —respondió el ujier—. El señor presidente del Consejo de Estado no ha llegado todavía.

Entonces, el señor Kahn tomó asiento, y luego, volviéndose bruscamente hacia el vecino de su izquierda, le preguntó:

—Oiga, Béjuin, ¿ha visto usted a Rougon esta mañana?

El señor Béjuin, un hombrecillo enjuto, moreno, de aspecto reservado, levantó la cabeza con mirada inquieta y el pensamiento en otra parte. Despachaba su correspondencia sobre un papel azul que ostentaba un membrete comercial que decía así: Béjuin y Cía. Cristalería de Saint Florent.

—¿Rougon? —repitió—. No, no le he visto. No he tenido tiempo de pasar por el Consejo de Estado.

Y, tranquilamente, se entregó de nuevo a su tarea. Consultó un cuadernito y se puso a escribir su segunda carta, bajo el confuso balbuceo del secretario, que terminaba la lectura del acta.

El señor Kahn volvió a su postura inicial, con los brazos cruzados. Su rostro, de facciones acentuadas y de voluminosa nariz, que traicionaba su origen judío, expresaba displicencia. Miró los áureos rosetones del techo, se entretuvo contemplando los cristales del ventanal, batidos en aquellos momentos por un chaparrón y, luego, pareció examinar atentamente la complicada ornamentación de la amplia pared que tenía frente a sí. Se detuvo unos momentos en los paneles de terciopelo verde, cargados de atributos y de encuadres dorados, que aparecían en los dos extremos de la misma. Luego, tras de haber medido con la mirada los pares de columnas, entre los que asomaban sus caras de mármol, de órbitas vacías, las estatuas alegóricas de la Libertad y el Orden público, acabó por absorberse en el espectáculo de la cortina de seda verde que ocultaba el fresco en que Louis Philippe aparecía prestando juramento a la Carta.

Entretanto, el secretario había tomado asiento. En la sala proseguían los murmullos. El presidente, sosegadamente, seguía hojeando papeles. Apoyó mecánicamente la mano sobre la campanilla, cuyo sonido no consiguió interrumpir ninguna de las conversaciones que se hallaban en curso y, luego, poniéndose en pie en medio del bullicio, esperó unos instantes.

—Señores —empezó—, he recibido una carta…

Y se detuvo para hacer sonar una vez más la campanilla, quedando expectante, dominando con su figura grave y adusta la monumental tribuna elevada sobre paneles de mármol rojo encuadrados por mármol blanco. Su abotonada levita se destacaba sobre el bajo relieve situado detrás de la tribuna, cortando con su perfil los mantos de la Agricultura y la Industria, de facciones clásicas.

—Señores —repitió, cuando consiguió algo de silencio—, he recibido una carta del señor de Lamberthon, en la que se excusa por no poder asistir a la sesión de hoy.

Hubo una risita en un banco, el sexto frente a la tribuna. Había sido un diputado joven, de veintiocho años todo lo más, rubio y bien parecido. Uno de sus colegas, enorme, se corrió tres asientos para acercarse a él y preguntarle al oído:

—¿Es cierto que Lamberthon ha encontrado realmente a su mujer? Cuénteme eso, La Rouquette.

El presidente había tomado un puñado de papeles y hablaba con voz monótona. Hasta el fondo de la sala sólo llegaban fragmentos de sus frases.

—Hay algunas solicitudes de licencia… el señor Blanchet, el señor Buquin-Lecomte, el señor de la Villardière…

Mientras la consultada Cámara concedía las licencias solicitadas, el señor Kahn, cansado sin duda de contemplar la seda verde tendida ante la imagen sediciosa de Louis Philippe, se había vuelto para mirar las tribunas. Sobre el basamento de mármol amarillo, entre columna y columna, una sola fila de tribunas exhibía el lustre de su terciopelo color amaranto, mientras, en lo alto, un dosel de cuero estampado no lograba disimular el vacío dejado por la supresión de la segunda fila, reservada a los periodistas y el público antes del Imperio. Entre las gruesas columnas de color amarillento, que imponían su pompa, algo pesada, en tomo del hemiciclo, se hundían los estrechos palcos, sombríos y casi vacíos, amenazados tan sólo por tres o cuatro alegres tocados femeninos.

—¡Vaya! —murmuró el señor Kahn—, ha venido el coronel Jobelin. —Y sonrió al coronel, que le estaba mirando.

El coronel vestía la levita azul oscuro que había adoptado como uniforme civil después de retirarse. Se hallaba solo en la tribuna de los cuestores, con su cinta de oficial, tan grande que parecía un pañuelo.

Más lejos, a la izquierda, la mirada del señor Kahn acababa de fijarse en una joven y un joven, unidos tiernamente en un rincón de la tribuna del Consejo de Estado. El hombre se inclinaba a cada momento, para hablar al oído de su compañera, que sonreía ligeramente, sin volverse y con la mirada fija en la figura alegórica del Orden público.

—Discúlpeme, Béjuin —murmuró el diputado, tocando a su colega con la rodilla.

El señor Béjuin estaba en su quinta carta, y levantó la cabeza turbado.

—No ve usted, allí arriba, al joven d’Escorailles y a la encantadora señora Bouchard. Ella tiene la mirada lánguida… Parece como si todos los amigos de Rougon se hubieran dado cita. Además, allá, en la tribuna del público, se encuentran también la señora Correur y la familia Charbonnel.

La campanilla resonó de forma más prolongada, y un ujier exclamó con entonada voz de bajo:

—¡Silencio, señores!

Todos prestaron atención y nadie perdió una palabra de la frase del presidente:

—El señor Kahn solicita autorización para hacer imprimir el discurso que pronunció en la discusión del proyecto de Ley relativo al establecimiento de un impuesto municipal sobre los vehículos y caballos que circulan por París.

En las tribunas se produjo un murmullo y, tras él, se reanudaron las conversaciones. El señor La Rouquette había ido a sentarse junto al señor Kahn.

—Así que se preocupa por la población —le dijo en tono irónico.

Y luego, sin esperar la respuesta, añadió:

—¿No ha visto usted a Rougon? ¿No se ha enterado? Todo el mundo habla de lo mismo. Sin embargo, parece que todavía no hay nada cierto.

Se volvió y miró el reloj.

—¡Las dos y veinte, ya! ¡Si no fuera por la lectura de ese endemoniado informe, me marcharía! ¿Será de verdad hoy?

—Nos lo han advertido a todos —respondió el señor Kahn—. No tengo noticias de que haya habido contraorden. Hará bien en quedarse. Se votarán los cuatrocientos mil francos del bautismo enseguida.

—Sin duda —replicó el señor La Rouquette—. El viejo general Legrain, que está tullido de las dos piernas en estos momentos, se ha hecho traer por su criado; se encuentra en la sala de conferencias, esperando la votación… El emperador tiene sus razones para contar con la devoción de todo el Cuerpo legislativo. En esta solemne ocasión no debe faltarle ninguno de nuestros votos.

El joven diputado había realizado un gran esfuerzo por adoptar la actitud grave que correspondía a un político. Su rubicundo rostro, adornado por algunas canas, se pavoneaba sobre su corbata. Pareció paladear unos instantes las últimas frases oratorias que acababa de descubrir, y luego, bruscamente, soltó una carcajada.

—¡A fe mía —dijo— que esos Charbonnel son realmente ridículos!

Y el señor Kahn y él estuvieron bromeando a expensas de los Charbonnel. La mujer llevaba un extravagante chal amarillo y el marido una de aquellas levitas provincianas que no parecen cortadas por un sastre. Los dos, voluminosos, congestionados, a punto de estallar, se inclinaban hacia delante, con el mentón casi apoyado en el terciopelo de la balaustrada para mejor seguir la sesión, de la que, a juzgar por sus asombrados ojos, no parecían comprender nada.

—Si Rougon salta —murmuró La Rouquette—, no doy cincuenta céntimos por el proceso de los Charbonnel… Es como la señora Correur…

Se inclinó sobre el oído del señor Kahn y siguió en voz baja:

—En realidad, usted que conoce a Rougon, dígame qué sería de él si no fuera por la señora Correur. Ella tenía un hotel, ¿no es cierto? En otros tiempos daba aposento a Rougon. Se dice, incluso, que le prestaba dinero… Y ahora, ¿a qué se dedica?

El señor Kahn se había puesto muy serio. Su mano acariciaba lentamente su barba.

—La señora Correur es una dama muy respetable —dijo secamente.

Aquellas palabras contuvieron bruscamente la curiosidad de La Rouquette, que frunció los labios con gesto de colegial al que acaban de dar una lección. Por unos momentos, ambos se quedaron mirando en silencio a la señora Correur, que se sentaba cerca de los Charbonnel. Llevaba un vestido de seda malva, muy vistoso, con abundantes encajes y joyas; a pesar de sus cuarenta y ocho años, aún era muy bella, con su faz sonrosada, su frente cubierta de rubios bucles y su torneado cuello.

Pero, de repente, desde el fondo de la sala llegó el ruido de un portazo y un revuelo de faldas que hizo volver la cabeza a todos los presentes. En la tribuna del Cuerpo diplomático acababa de entrar una hermosa mujer, de admirable belleza, ataviada de extraña forma, con un traje de seda verdemar de mala confección, a la que seguía una señora de edad vestida de negro.

—¡Vaya! ¡La bella Clorinde! —murmuró el señor La Rouquette, que se levantó para rendirle un eventual saludo.

El señor Kahn se levantó igualmente. Luego se inclinó hacia el señor Béjuin, que se hallaba atareado metiendo en sendos sobres sus cartas.

—Oiga, Béjuin —le dijo al oído—, la condesa Balbi y su hija están ahí… Voy a subir a preguntarles si han visto a Rougon.

En su tribuna, el presidente había tomado un nuevo puñado de papeles y, sin dejar de leer, dirigió una rápida mirada a la bella Clorinde Balbi, cuya llegada suscitó un difuso marmullo en la sala. Luego, mientras iba pasando los documentos, uno a uno, al secretario, dijo de forma monótona, sin puntos ni comas, en una exposición interminable:

—Presentación de un proyecto de Ley encaminado a prorrogar la percepción de una sobretasa en los arbitrios de la ciudad de Lille… Presentación de un proyecto de Ley relativo a la reunión en una sola de las comunas de Doulevant-le-petit y de Ville-en-Blaisais (Haute-Mame).

Cuando bajó, el señor Kahn estaba desolado.

—Decididamente, nadie le ha visto —dijo a sus colegas Béjuin y La Rouquette, con quienes se reunió en medio del hemiciclo—. Me han asegurado que el Emperador le hizo llamar ayer noche, pero ignoro cuál ha sido el resultado de la entrevista… No hay nada tan fastidioso como no saber a qué atenerse.

Mientras volvía la espalda, el señor La Rouquette murmuró al oído del señor Béjuin:

—El pobre Kahn tiene miedo de que Rougon se indisponga con las Tullerías. La cosa le afectaría directamente.

Entonces, el señor Béjuin, que era hombre de pocas palabras, pronunció gravemente esta frase:

—El día en que Rougon abandone el Consejo de Estado, todo el mundo saldrá perdiendo.

Y, con un gesto, llamó a un ujier, para que fuera a echar al buzón las cartas que había estado escribiendo.

Los tres diputados permanecieron al pie de la presidencia, comentando en voz baja la desgracia que amenazaba a Rougon. Se trataba de una historia complicada. Un pariente lejano de la emperatriz, un tal señor Rodríguez, reclamaba al Gobierno francés la suma de dos millones desde 1808. Durante la guerra de España, este Rodríguez, que era armador, se vio despojado de un barco cargado de azúcar y café que fue capturado en el golfo de Gascuña y llevado a Brest por una fragata francesa, la Vigilante. Tras la instrucción de la comisión local, el oficial de la administración decidió la validez de la captura sin informar al Consejo de presas. Entretanto, el señor Rodríguez apeló al Consejo de Estado. Más tarde murió y su hijo siguió recurriendo, aunque en vano, ante los sucesivos Gobiernos franceses, hasta que un buen día unas palabras de su lejano pariente, convertido en omnipotente, bastaron para que se actualizara el proceso.

Por encima de sus cabezas, los tres diputadas oían la monótona voz del presidente, que proseguía:

—Presentación de un proyecto de Ley autorizando al departamento de Calvados para emitir un empréstito de trescientos mil francos… Presentación de un proyecto de Ley autorizando a la ciudad de Amiens para emitir un empréstito de doscientos mil francos para la creación de nuevos paseos… Presentación de un proyecto de Ley autorizando al departamento de Côtes-du-Nord para emitir un empréstito de trescientos cuarenta y cinco mil francos, destinado a cubrir el déficit correspondiente a los últimos cinco años…

—Lo cierto es —dijo el señor Kahn bajando aún más la voz que el Rodríguez en cuestión había tenido una idea muy ingeniosa. Asociado con uno de sus yernos, establecido en Nueva York, disponía de dos barcos gemelos que, a voluntad, navegaban bajo pabellón americano o bajo pabellón español, según los peligros de la travesía… Rougon me ha asegurado que el buque capturado era, indudablemente, el suyo y que, por lo tanto, no había nada que le diera derecho a reclamar.

—Además —añadió el señor Béjuin— el procedimiento era inapelable. El oficial de la administración de Brest se hallaba en su perfecto derecho al decidir la validez, según la costumbre del puerto, sin ponerlo en conocimiento del Consejo de presas.

Hubo un silencio durante el cual el señor La Rouquette, apoyado contra el basamento de mármol, levantó el rostro tratando de atraer la atención de la bella Clorinde.

—Pero —preguntó ingenuamente— ¿por qué no quiere Rougon darle los dos millones a Rodríguez? ¿Qué le importa a él?

—Hay en ello una cuestión de conciencia dijo gravemente el señor Kahn.

El señor La Rouquette miró a sus dos colegas, uno tras otro, pero advirtiendo su solemnidad ni siquiera sonrió.

—Además —prosiguió el señor Kahn, como respondiendo a pensamientos no expresados—, Rougon tiene dificultades desde que Marsy es ministro del Interior. Nunca se pudieron sufrir… Me decía Rougon que, de no ser por su adhesión al emperador, al que tantos servicios ha prestado, ya haría tiempo que se habría retirado a la vida privada… En fin, que ya no se encuentra cómodo en las Tullerías y siente la necesidad de cambiar de ambiente.

—Procede honradamente —replicó el señor Béjuin.

—Sí —dijo el señor La Rouquette en tono socarrón—. Si desea retirarse, ésta es una buena ocasión… Sin embargo, sus amigos quedarán desolados. Vean allá arriba al coronel, está lleno de inquietud; ¡él que contaba ya con lucir el galón rojo en el cuello el 15 de agosto próximo!… ¡Y la bella señora Bouchard, que había jurado que el digno señor Bouchard sería jefe de división del Interior antes de seis meses!… El joven d’Escorailles, niño mimado de Rougon, debía colocar el nombramiento bajo la servilleta del señor Bouchard en la onomástica de la señora… Pero escuchen, ¿dónde se han metido el joven d’Escorailles y la linda señora Bouchard?

Los caballeros los buscaron y, al fin, los descubrieron al fondo de la tribuna, cuyo primer banco ocupaban al empezar la sesión. Se habían refugiado allí, en la penumbra, detrás de un anciano calvo, y allí estaban los dos tranquilos, aunque sofocados.

En aquel instante, el presidente terminó la lectura y pronunció estas últimas palabras, con voz apagada que contrastaba con la bárbara rudeza de la frase:

—Presentación de un proyecto de Ley que tiene por objeto autorizar la elevación del tipo de interés de un empréstito autorizado por la Ley de 9 de junio de 1853, y una imposición extraordinaria, por parte del departamento de la Mancha.

El señor Kahn había salido al encuentro de un diputado que acababa de entrar en la sala y le condujo al grupo diciendo:

—Aquí está el señor de Combelot… Él nos pondrá al corriente de las novedades.

El señor de Combelot, un chambelán que el departamento de las Landas había nombrado diputado a instancia del emperador únicamente, se inclinó con aire discreto, esperando ser interrogado. Era un hombre alto y bien plantado, de tez pálida y barba muy negra, que le valía grandes éxitos entre las mujeres.

—¿Y bien? —preguntó el señor Kahn—. ¿Qué es lo que se dice en palacio? ¿Qué ha decidido el emperador?

—Dios mío —repuso el señor de Combelot tartajeando—. Se dicen muchas cosas… El emperador siente una gran amistad por el presidente del Consejo de Estado. La entrevista ha sido amistosa en verdad… Sí, ha sido muy amistosa.

Y se detuvo, después de ponderar las palabras, para asegurarse de que no se había extralimitado.

—Entonces ¿ha sido retirada la dimisión? —preguntó el señor Kahn con aire esperanzado.

—Yo no he dicho eso —contestó inquieto el chambelán—. Yo no sé nada. Compréndalo, mi situación es muy delicada…

Y dejando inacabada la frase, sonrió y echó a andar hacia su banco. El señor Kahn se encogió de hombros y dirigiéndose al señor La Rouquette dijo:

—Pero a mí me parece que usted debería estar al corriente del asunto. ¿Acaso su hermana, la señora de Lorentz, no le cuenta nada?

—¡Oh! Mi hermana es aún más muda que el señor de Combelot —dijo riendo el joven diputado—. Desde que es dama de palacio, tiene la gravedad de un ministro… Sin embargo, ayer me aseguraba que sería aceptada la dimisión… A este respecto circulaba una graciosa historia. Por lo visto enviaron una dama con la misión de ablandar a Rougon. ¿Y sabes qué hizo Rougon? La puso en la calle; y hay que advertir que la dama era deliciosa.

—Rougon es casto —afirmó solemnemente el señor Béjuin.

El señor La Rouquette fue presa de un acceso de risa. Protestó; podía citar casos, si hubiera querido.

—¿Así que la señora Correur…? —murmuró.

—¡Jamás! —dijo el señor Kahn—. Usted no conoce esta historia.

—¡Bueno, la bella Clorinde entonces!

—¡Oh, no! Rougon es demasiado fuerte para sucumbir ante esa endemoniada mujer.

Y los caballeros estrecharon su círculo y se sumieron en una conversación llena de especulaciones y expresiones más bien crudas. Se contaron anécdotas que circulaban acerca de las dos italianas, madre e hija, mitad aventureras y grandes damas a medias, a quienes se encontraba en todas partes en medio de todos los barullos: en casa de los ministros, en los proscenios de los teatros, en las playas de moda y en las posadas más extraviadas. La madre, según se aseguraba, procedía de un lecho real, y la hija, con una total ignorancia de los convencionalismos franceses, que hacía de ella una «endemoniada» singular y muy mal educada, reventaba caballos a la carrera, enseñaba sus enlodadas piernas y sus torcidos tacones por las aceras en los días de lluvia, y buscaba marido valiéndose de audaces sonrisas más propias de una mujer madura. El señor La Rouquette explicó que en un baile dado por el caballero Rusconi, legado de Italia, se presentó vestida de Diana cazadora, tan desnuda que estuvo a punto de ser pedida en matrimonio al día siguiente por el anciano señor de Nougarede, un senador muy sensual. Mientras se relataba esta historia, los tres diputados iban echando miradas a la bella Clorinde que, a pesar del reglamento, miraba uno tras otro, a los miembros de la Cámara, a través de unos voluminosos gemelos de teatro.

—¡No, no —insistió el señor Kahn—, Rougon no cometería jamás tal locura! Dice que es muy inteligente y, en broma, la llama «señorita Maquiavelo». Le divierte y nada más.

—No importa —concluyó el señor Béjuin—, Rougon hace mal en no casarse… Eso da serenidad a los hombres.

Entonces, los tres se pusieron de acuerdo acerca de la mujer que convendría a Rougon: había de tener cierta edad, treinta y cinco años por lo menos, tenía que ser rica, y era preciso que mantuviera el hogar a un nivel de alta honestidad.

Entretanto, se había producido un clamor que iba en aumento. Abstraídos en sus escabrosas anécdotas, no se percataban de cuanto sucedía en torno suyo. A lo lejos, en el fondo de los pasillos, se oía la voz de los ujieres que gritaban:

¡A la sala señores, a la sala!

Y los diputados fueron llegando de todas partes, a través de las macizas puertas de caoba, con sus estrellas de oro, abiertas de par en par. La sala, medio vacía hasta entonces, fue llenándose poco a poco. Algunos que platicaban con aire de fastidio de un banco a otro, y más de uno que, medio dormido, trataba de disimular sus bostezos, se vieron sumidos en la marea ascendente, entre una considerable distribución de apretones de manos. Al sentarse en sus bancos, tanto a la derecha como a la izquierda, los diputados sonreían; tenían un aire familiar, con sus rostros igualmente imbuidos del poder que allí representaban. Uno grueso, que en el último banco, a la izquierda, se había dormido profundamente, fue despertado por su vecino; y cuando éste le dijo al oído unas palabras, se apresuró a frotarse los ojos y adoptó una postura más conveniente. Después de arrastrarse sobre asuntos muy fastidiosos para aquellos señores, la sesión iba a ocuparse ahora de cuestiones de interés capital.

Empujados por la muchedumbre, el señor Kahn y sus dos colegas subieron hasta sus bancos sin apenas advertirlo. Continuaban su charla entre risas ahogadas. El señor La Rouquette contó una nueva historia sobre la bella Clorinde. Un día se le ocurrió la extraña fantasía de hacer cubrir las paredes de su habitación con cortinas negras salpicadas de lágrimas de plata y de recibir allí a sus íntimos, acostada en su lecho y amortajada con ropas igualmente negras, de las que no asomaba más que la punta de su nariz.

Mientras tomaba asiento, el señor Kahn volvió bruscamente en sí.

—¡Ese La Rouquette, con sus comadreos, es un idiota! ¡Ha conseguido que traicione a Rougon!

Y volviéndose furibundo hacia su vecino, le dijo:

—¡Oiga, Béjuin; bien podía haberme advertido!

Rougon, que acababa de ser introducido con el ceremonial de costumbre, estaba ya sentado entre dos consejeros de Estado en el banco de los comisarios del Gobierno, una especie de caja de caoba de enormes dimensiones instalada debajo de la presidencia, en el preciso lugar que ocupaba la tribuna suprimida. Sus anchos hombros parecían oprimidos por el uniforme de paño verde, cargado de galones en el cuello y las mangas. Con el rostro vuelto hacia la sala y la amplia frente enmarcada por su abundante y encanecida cabellera, ocultaba su mirada bajo los párpados semientornados. Su nariz grande, sus labios como tallados en carne y sus fláccidas mejillas que no ocultaban sus cuarenta y seis años, eran de una vigorosa vulgaridad, transfigurada por la belleza de la energía. Permaneció sentado, tranquilo e indiferente, aparentando no ver a nadie y con ciertas muestras de lasitud.

—Tiene el aspecto de siempre murmuró el señor Béjuin.

Desde los bancos, los diputados se inclinaban hacia delante para ver la expresión de su rostro. De oído en oído circulaban discretas observaciones hechas en voz baja. Pero donde la entrada de Rougon produjo más viva impresión, fue en las tribunas. Los Charbonnel, para demostrar que estaban allí, avanzaron sus inquietos rostros, con riesgo de caer. La señora Correur tosió ligeramente y, sacando un pañuelo, lo agitó levemente, con el pretexto de llevárselo a la boca. El coronel Jobelin se había enderezado y la señora Bouchard volvió rápidamente al primer banco, un tanto jadeante y componiendo su tocado, mientras el señor d’Escorailles, tras ella, permanecía quieto, muy contrariado. La bella Clorinde, por su parte, no se contuvo. Viendo que Rougon no levantaba la mirada, dio con sus gemelos unos distintos golpecitos sobre el mármol de la columna en que se apoyaba. Y como, ni aún así consiguió llamar su atención, dijo a su madre con una voz tan clara que toda la sala pudo oírla:

—¡Está enfadado, el ladino!

Varios diputados se volvieron sonriendo, y Rougon decidió, al fin, dirigir una mirada a la bella Clorinde. Luego, mientras él le dedicaba una perceptible inclinación de cabeza, ella, triunfalmente, se volvió hacia su madre, conversando con ella en alta voz, sin preocuparse lo más mínimo por todos aquellos hombres que desde abajo la contemplaban.

Rougon, lentamente, antes de entornar de nuevo los párpados, había examinado el público de las tribunas, donde su prolongada mirada envolvió a la vez a la señora Bouchard, al coronel Jobelin, la señora Correur y los Charbonnel. Luego volvió a inclinar la cabeza, cerrando nuevamente los ojos al tiempo que sofocaba un ligero bostezo.

—Por lo menos, voy a decirle algo —susurró Kahn al oído del señor Béjuin.

Pero, en aquel momento en que se levantaba, el presidente, después de comprobar que todos los diputados se hallaban en sus puestos, dio un campanillazo magistral y, bruscamente, un profundo silencio reinó en la sala.

En el primer banco, un banco de mármol amarillo con anaquel de mármol blanco, estaba en pie un hombre rubio. Tenía en la mano un papel, al que echaba rápidas miradas mientras hablaba.

—Tengo el honor —dijo con voz armoniosa— de presentar un informe relativo al proyecto de Ley referente a la apertura, en el ministerio de Estado, de un crédito de cuatrocientos mil francos, sobre el ejercicio de 1856, para atender a los gastos de la ceremonia y las fiestas del bautismo del príncipe imperial.

Y hacía ademán de ir a depositarlo, iniciando unos lentos pasos, cuando los diputados, con perfecta unanimidad gritaron:

—¡Que se lea! ¡Que se lea!

El orador esperó a que el presidente decidiera si había de tener lugar la lectura, y luego empezó, casi enternecido:

—Señores, el proyecto de Ley que nos ha sido presentado es de aquellos que hacen que parezcan demasiado lentas las formas ordinarias de voto, por cuanto retardan el espontáneo impulso del Cuerpo legislativo.

—¡Muy bien! —gritaron varios miembros.

—En las más humildes familias —prosiguió el orador modulando cada palabra—, el nacimiento de un hijo, de un heredero, con todas las ideas de transmisión que implica ese título, constituye motivo de tan grande alegría, que se olvidan los sufrimientos pasados y sólo importa la esperanza que se proyecta sobre la cuna del recién nacido. Pero ¡qué decir de este gozo hogareño, cuando, al mismo tiempo, es el de una gran nación y es, también, un acontecimiento europeo!

El auditorio estaba embelesado. Aquel fragmento de retórica dejó pasmada a la Cámara. Rougon, que parecía dormitar, no veía ante sí, sobre las gradas, más que rostros extáticos. Algunos diputados exageraban su atención, con las manos en los oídos, para no perderse nada de aquella esmerada prosa. Después de una breve pausa, el orador elevó nuevamente la voz.

—Aquí, señores, se trata, en efecto, de la gran familia francesa, que invita a todos sus miembros a que expresen su alegría. ¡Y qué pompa no se precisaría, si fuera posible que las manifestaciones exteriores respondieran a la grandeza de sus legítimas esperanzas!

Se produjo una nueva pausa y las voces de antes se repitieron:

—¡Muy bien! ¡Muy bien!

—Está delicadamente expresado —comentó el señor Kahn—. ¿No le parece, Béjuin?

El señor Béjuin asintió con la cabeza, sin apartar la mirada de la araña que pendía ante la presidencia. Estaba encantado.

Desde las tribunas, la bella Clorinde, con los gemelos enfocados hacia el orador, no perdía el menor gesto de su rostro; los Charbonnel tenían húmedos los ojos; la señora Correur había adoptado una actitud atenta, de mujer correcta; entretanto, el coronel hacía movimientos de aprobación con la cabeza, y la deliciosa señora Bouchard se abandonaba sobre las rodillas del señor d’Escorailles. Por otra parte, en la presidencia, el presidente, los secretarios e incluso los ujieres, escuchaban sin un movimiento, solemnemente.

—La cuna del príncipe imperial —prosiguió el orador— es, desde ahora, la garantía del futuro, ya que, al perpetuar la dinastía que todos aclamamos, asegura la prosperidad del país, su descanso en la estabilidad y, con éste, el del resto de Europa.

Algunos siseos hubieron de evitar que el entusiasmo se desbordara.

En otros tiempos, un vástago de tan ilustre sangre hubiera tenido un destino de grandes empresas, pero las épocas no guardan ninguna similitud. La paz es el resultado de un reinado prudente y sereno, del que nosotros recogemos los frutos, lo mismo que el genio de la guerra dictó el poema épico que constituyó el primer Imperio. Saludado al nacer por los cañones que desde el Norte al Mediodía proclamaban los triunfos de nuestras armas, el rey de Roma no tuvo siquiera la fortuna de servir a su patria: aquéllos fueron los designios de la Providencia.

—¿Qué está diciendo? Lo está estropeando murmuró el escéptico señor La Rouquette. Todo ese pasaje es absurdo. Acabará por desgraciar su discurso.

En realidad, los diputados empezaron a inquietarse. ¿Porqué aquel recuerdo histórico que estaba en pugna con su celo? Algunos se sonaron las narices. Pero el orador, sintiendo el frío creado por su última frase, esbozó una sonrisa, y, elevando la voz, prosiguió con su antítesis, pesando las palabras, seguro de su efecto.

Pero, llegando en uno de estos solemnes días en que el nacimiento de un solo ser debe ser considerado como la salvación de todos, el Hijo de Francia parece darnos hoy, a nosotros y a las generaciones futuras, el derecho a vivir y a morir en el hogar paterno. Tal es, desde ahora, nuestra garantía de la clemencia divina.

El efecto de la frase fue excelente. Los diputados comprendieron al fin y un murmullo de alivio recorrió la sala. La seguridad de una paz eterna era realmente agradable. Tranquilizados ya, aquellos hombres volvieron a adoptar su actitud de políticos encantados ante una demostración literaria. Se hallaban en una postura cómoda; Europa estaba supeditada a ellos.

—El emperador, convertido en árbitro de Europa —continuó el orador con nuevo énfasis— estaba dispuesto a firmar esta paz generosa, que, reuniendo las fuerzas productivas de las naciones, es tanto la alianza de los pueblos como la de los reyes, cuando plugo a Dios colmarle de felicidad al mismo tiempo que de gloria. ¿No podemos, pues, pensar que desde este momento, presagió numerosos años de prosperidad, al mirar esa cuna donde reposa, apenas nacido, el continuador de su gran política?

También era feliz aquella imagen. Estaba, desde luego, permitida; los diputados lo afirmaban asintiendo lentamente con la cabeza. Pero el informe empezaba a parecer un poco largo. Muchos miembros de la Cámara habían recobrado su habitual gravedad; otros, incluso, miraban hacia las tribunas por el rabillo del ojo, como gente práctica, a la que desagrada exhibir públicamente las interioridades de la política. Aún otros, se abstraían pensando en sus negocios y dando golpecitos con la punta de los dedos sobre sus pupitres de caoba; y, vagamente, por su memoria pasaban antiguas sesiones y antiguas devociones, que aclamaron el poder en la cuna. El señor La Rouquette se volvía con frecuencia para mirar la hora; cuando las saetas marcaron las tres menos cuarto, tuvo un gesto de desesperación; estaba faltando a una cita. Uno junto a otro, el señor Kahn y el señor Béjuin permanecían inmóviles, con los brazos cruzados, parpadeando de vez en cuando y pasando la mirada de los grandes paneles de terciopelo verde al bajorrelieve de mármol blanco, manchado de negro por la levita del presidente.

En la tribuna diplomática, la bella Clorinde, mirando siempre a través de sus gemelos, se dedicaba nuevamente a examinar de forma prolongada a Rougon que, en su banco, adoptaba la soberbia actitud de un toro dormitando.

El orador, sin embargo, no mostraba prisa alguna y leía para su propio goce, con hipócritas movimientos de hombros.

—Tengamos, pues, plena y entera confianza, y que el Cuerpo legislativo, en esta grande y solemne ocasión, recuerde su paridad de origen con el emperador, que le da casi un derecho familiar a asociarse a la felicidad del soberano, que está por encima del de otros organismos del Estado. Hijo, como él, del libre voto del pueblo, el Cuerpo legislativo se convierte, pues, en estos momentos, en la voz de la propia nación, para ofrecer al augusto infante el homenaje de un respeto inalterable, de una devoción a toda prueba y de este amor sin límites, que hace de la fe política una religión cuyos deberes se bendicen.

El fin debía estar próximo, puesto que ya se trataba de homenajes, de religión y de deberes. Los Charbonnel se arriesgaron a cambiar impresiones en voz baja, mientras la señora Correur sofocaba una ligera tos con el pañuelo. La señora Bouchard se retiró discretamente al fondo de la tribuna del Consejo de Estado, junto al señor Jules d’Escorailles.

En efecto, el orador, cambiando bruscamente de tono, pasando de lo solemne a lo familiar, farfulló rápidamente:

—Propongo, señores, la adopción pura y simple del proyecto de Ley, tal como ha sido presentado por el Consejo de Estado.

Y se sentó, en medio de un difuso clamor.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —gritaba toda la sala.

Se oyeron bravos y vivas. La señora de Combelot, cuya sonriente atención no había flaqueado en ningún momento, lanzó incluso un viva al emperador que se perdió en medio del bullicio, y tributó casi una ovación al coronel Jobelin, de pie al borde de la tribuna en que se hallaba solo, olvidándose de aplaudir con sus descarnadas manos, a pesar del reglamento. Todo el éxtasis de las primeras frases reaparecía con un nuevo desbordamiento de congratulaciones. Era el fin de la tarea. De un banco a otro se cambiaban palabras amables, mientras numerosos amigos se acercaban al orador para estrecharle enérgicamente las dos manos.

Después del tumulto, surgieron unas voces que dominaron a las demás:

—¡Deliberación! ¡Deliberación!

El presidente, de pie en su puesto, parecía esperar aquel grito. Hizo sonar la campanilla y ante una sala súbitamente respetuosa, dijo:

—Señores, gran número de miembros de la Cámara piden que se pase inmediatamente a la deliberación.

—Sí, sí —apoyó el unánime clamor de la sala.

Y no hubo deliberación. Se votó a continuación y se aprobaron por unanimidad los dos artículos que sucesivamente fueron sometidos a votación. Apenas terminó el presidente la lectura del artículo, cuando, de uno a otro lado de las gradas, todos los diputados en bloque se pusieron en pie, como levantados por un impulso de entusiasmo. Acto seguido, circularon las urnas y los ujieres pasaron entre los bancos, recogiendo votos en las cajas de cinc. El crédito de cuatrocientos mil francos quedó concedido con la unanimidad de doscientos treinta y nueve votos.

—He aquí una buena faena —dijo ingenuamente el señor Béjuin, que luego se puso a reír, creyendo haber hecho un juego de palabras…

—Son más de las tres; yo me largo —murmuró el señor La Rouquette, pasando por delante del señor Kahn.

La sala se iba vaciando. Los diputados, ganando lentamente las puertas, parecían desaparecer tras las paredes. La orden del día se refería a leyes de interés local. Muy pronto no quedaron en los bancos más que los miembros de buena voluntad, aquellos que, sin duda, no tenían nada que hacer aquel día fuera de allí. A poco, continuaban su interrumpido dormitar o reanudaban sus conversaciones en el mismo punto en que las habían dejado. De este modo, la sesión acabó como había empezado, en medio de una tranquila indiferencia. Incluso los murmullos fueron perdiendo volumen poco a poco, como si el Cuerpo legislativo se quedara completamente dormido, en un rincón silencioso de París.

—Oiga, Béjuin —rogó el señor Kahn—. A la salida, trate de sonsacar a Delestang. Ha llegado con Rougon y debe saber algo.

—¡Claro! Tiene razón, es Delestang —murmuró el señor Béjuin, mirando al consejero de Estado sentado a la izquierda de Rougon—. Con esos malditos uniformes, no les reconozco.

—Yo me quedo para atrapar a nuestro gran hombre —añadió el señor Kahn—. Es preciso que nos enteremos.

El presidente sometía a votación una interminable serie de proyectos de ley, por el sistema de sentados y de pie. Los diputados, maquinalmente, se levantaban y se volvían a sentar, sin dejar de charlar e incluso de dormitar. El aburrimiento era tal que los escasos curiosos de las tribunas acabaron por marcharse. Quedaron sólo los amigos de Rougon, que todavía esperaban que hablara.

Repentinamente, un diputado, con las patillas clásicas de abogado de provincias, se levantó. Aquello detuvo al momento el monótono funcionamiento de la máquina de votar. Una viva sorpresa hizo que todas las cabezas se volvieran.

—Señores —dijo el diputado, de pie en su banco—, yo ruego que se me expliquen los motivos que me han forzado a separarme, muy a mi pesar, de la mayoría de la comisión.

La voz era tan acre y tan singular que la bella Clorinde tuvo que ahogar con las manos una carcajada. Pero, abajo, entre aquellos varones, la sorpresa iba en aumento. ¿Qué era lo que sucedía? ¿Por qué hablaba? Luego, tras interrogarle, llegó a saberse que el presidente acababa de someter a discusión un proyecto de Ley autorizando al departamento de los Pirineos Orientales para que emitieran un empréstito de doscientos cincuenta mil francos con destino a la construcción de un Palacio de Justicia en Perpignan. El orador, consejero general del departamento, hablaba en contra del proyecto de Ley. Aquello parecía interesante y se le escuchó.

Sin embargo, el diputado de las patillas provincianas procedía con extrema prudencia. Tenía frases llenas de reticencia, a lo largo de las cuales prodigaba reverencias a todas las autoridades imaginables. Pero las cargas del departamento eran pesadas, e hizo un cuadro completo de la situación financiera de los Pirineos Orientales. Luego, la necesidad de un nuevo palacio de Justicia no le parecía demasiado evidente. Y, así, fue hablando durante un cuarto de hora. Cuando se sentó estaba muy emocionado. Rougon, que había abierto los ojos, volvió a entontarlos lentamente.

Llegó entonces el turno al informador, un menudo anciano, muy vivaz, que habló con voz clara, seguro del terreno que pisaba. Ante todo, tuvo unas palabras corteses para su honorable colega, con quien sentía no estar de acuerdo. El departamento no estaba tan abrumado de deudas como acababa de decirse. Rehizo, con otras cifras, el cuadro completo de la situación financiera de los Pirineos Orientales. Por otra parte, la necesidad de un nuevo Palacio de Justicia era innegable. Y facilitó detalles: el antiguo palacio se hallaba en un barrio tan populoso, que el ruido de la calle impedía que los jueces pudieran entender a los abogados; además, era demasiado pequeño y cuando, en las causas criminales, los testigos eran muy numerosos, tenían que esperar en el descansillo de la escalera, lo que les abocaba a obsesiones peligrosas. El informador terminó añadiendo, como argumento irresistible, que había sido el propio guardasellos quien había apoyado la presentación del proyecto de Ley.

Rougon permanecía inmóvil, con las manos enlazadas sobre las piernas y la nuca apoyada contra el banco de caoba. Desde el comienzo de la discusión, parecía como si sus espaldas le pesaran más. Lentamente, mientras el primer orador se disponía a replicar, alzó su voluminoso cuerpo, sin llegar a levantarse del todo, y con voz pastosa pronunció solamente esta frase:

—Señores, el informador ha olvidado añadir que el ministro del Interior y el de Finanzas han aprobado el proyecto de Ley.

Y se dejó caer, adoptando nuevamente su actitud de toro adormecido. Entre los diputados se produjo un leve estremecimiento. El orador se sentó, con una leve inclinación, y la Ley pasó a votación. Los escasos miembros de la Cámara, que seguían con curiosidad el debate, se mostraron indiferentes.

Rougon había hablado. De tribuna a tribuna, el coronel Jobelin cambió un guiño con la familia Charbonnel, mientras la señora Correur se aprestaba a abandonar la tribuna, como se sale del palco del teatro antes de que caiga el telón, cuando el héroe de la obra ha pronunciado su última frase. El señor d’Escorailles y la señora Bouchard se habían ido ya. Clorinde, de pie junto al pasamanos de terciopelo, dominaba la sala con su soberbia figura, mientras se arropaba lentamente con un chal de encaje y paseaba la mirada en torno del hemiciclo. La lluvia no batía ya la cristalera, pero el ciclo se mantenía sombrío, cargado de densos nubarrones. Bajo aquella luz, la caoba de los pupitres parecía negra; las gradas se hallaban en una semipenumbra de la que sólo destacaban las notas blancas de las calvas de los diputados. Sobre los mármoles de los basamentos y bajo la difusa palidez de las figuras alegóricas, el presidente, los secretarios y los ujieres, en perfecta alineación, ofrecían unas siluetas envaradas de sombras chinescas. En el brusco declinar de la tarde, la sesión parecía agonizar.

—¡Dios mío! Aquí dentro se muere una —dijo Clorinde empujando a su madre fuera de la tribuna.

Y pasando ante los adormilados ujieres del descansillo los dejó asombrados por la extraña forma en que había ceñido su chal sobre sus riñones.

Abajo, en el vestíbulo, las dos damas encontraron al coronel Jobelin y a la señora Correur.

—Nosotros le esperamos —dijo el coronel—. Tal vez salga por aquí… En todo caso, he hecho señas a Kahn y Béjuin, para que vengan a comunicarme sus noticias.

La señora Correur se había acercado a la condesa Balbi. Luego, con voz desolada, dijo:

—¡Ah! ¡Sería una gran desgracia! —Sin dar más explicaciones.

El coronel elevó la mirada al cielo.

—Los hombres como Rougon son necesarios al país —replicó después de un silencio—. El emperador cometería un error.

Y el silencio se impuso nuevamente. Clorinde intentó asomar la cabeza en la sala de pasos perdidos, pero un ujier cerró bruscamente la puerta. Entonces volvió junto a su madre, que permanecía callada bajo su velo negro.

—Qué fastidioso es esperar —comentó.

Llegaron luego los soldados y el coronel anunció que la sesión había terminado. En efecto, los Charbonnel aparecieron en lo alto de la escalera y descendieron, uno tras otro, lentamente. Cuando el señor Charbonnel advirtió la presencia del coronel, le dijo gritando:

—¡Ha hablado muy poco, pero les ha cerrado el pico!

—Le faltan ocasiones —respondió el coronel al oído del otro, cuando estuvo cerca de él—. De lo contrario ya le oiríamos. Necesita que se le caliente la sangre.

Entretanto, los soldados habían formado en doble hilera, entre la sala de sesiones y la galería de la presidencia, que daba sobre el vestíbulo. Los tambores batieron marcha y apareció un cortejo encabezado por dos ujieres vestidos de negro, con el sombrero bajo el brazo, el amplio collar sobre el pecho y la espada de acerado pomo al cinto. Detrás de ellos venía el presidente, escoltado por dos oficiales. Los secretarios de despacho y el secretario general de la presidencia seguían después. Cuando el presidente pasó por delante de la bella Clorinde, le sonrió, a pesar de la pompa del cortejo.

—¡Ah! ¿Estaban ustedes ahí? —dijo el señor Kahn que acudía con expresión de inquietud.

Y aunque la sala de pasos perdidos estaba entonces vedada al público, les hizo pasar a todos y les condujo al vano de una de las grandes puertas de cristal que daban al jardín. Parecía furibundo.

—¡Se me ha escapado otra vez! —prosiguió—. Ha marchado por la calle Bourgogne, mientras yo le esperaba en la sala del general Foy… Pero no importa; de todos modos nos enteraremos. He enviado a Béjuin en persecución de Delestang.

Y entonces tuvo lugar una nueva espera que duró diez minutos largos. Los diputados iban saliendo con aire despreocupado por las puertas forradas de paño verde. Alguno se entretenía encendiendo un cigarro. Otros se estacionaban en pequeños grupos, riendo y cambiando apretones de manos. Mientras tanto, la señora Correur se había aproximado al grupo de Laoconte. Los Charbonnel, por su parte estaban con la cabeza echada hacia atrás, contemplando una gaviota que la fantasía burguesa del artista había pintado sobre el marco de un fresco, como si hubiera salido volando del cuadro. La bella Clorinde, plantada ante la gran Minerva de bronce, se interesaba por sus brazos y su garganta de diosa gigante. En el vano de la puerta cristalera, el coronel Jobelin y el señor Kahn discutían vivamente en voz baja.

—¡Ah! ¡Aquí viene Béjuin! —exclamó el último.

Todos se acercaron con rostros tensos. El señor Béjuin jadeaba intensamente.

—¿Y bien? —le preguntaron.

—Pues sí, la dimisión ha sido aceptada. Rougon se retira.

La noticia cayó como un mazazo y fue seguida de un silencio absoluto. Clorinde, que jugueteaba nerviosamente con un extremo de su chal para entretener sus dedos, vio entonces al fondo del jardín a la linda señora Bouchard que paseaba lentamente del brazo del señor d’Escorailles, con la cabeza ligeramente reclinada sobre su hombro. Bajaron antes que los demás y, aprovechando una puerta abierta, habían pasado a aquellas avenidas reservadas para graves meditaciones, bajo el encaje de las hojas nuevas, a pasear sus ternuras. Clorinde los llamó con la mano.

—Nuestro gran hombre se retira dijo a la joven señora de faz sonriente.

La señora Bouchard soltó bruscamente el brazo de su caballero, quedando pálida y grave. Entretanto, el señor Kahn, en medio del consternado grupo de amigos de Rougon, protestaba, elevando desesperado los brazos al cielo, sin hallar palabras con que expresarse.