III

POR la tarde, hacia las cuatro, era cuando Rougon iba, a veces, a pasar un momento en casa de la condesa de Balbi. La condesa vivía en un hotelito de la avenida de los Campos Elíseos, a pocos pasos de la calle Marbeuf, y aquella vecindad era causa de que Rougon hiciera casi siempre el camino a pie. La condesa estaba raramente en su casa y cuando, por casualidad, se hallaba en ella, solía estar acostada y se hacía excusar ante los visitantes. Esto no impedía que la escalera del hotel estuviera de ordinario alborotada por bulliciosos amigos de la señora ni que las puertas de los salones se abrieran y cerraran ruidosamente sin interrupción. Su hija Clorinde recibía en una galería, una especie de taller de pintor que daba sobre la avenida a través de amplios ventanales.

Por espacio de casi tres meses, Rougon, con su hosquedad de hombre casto, había respondido muy mal a las insinuaciones de aquellas damas, que se habían hecho presentar a él en un baile del Ministerio de Negocios Extranjeros. Las encontraba en todas partes y siempre le sonreían, madre e hija, con la misma sonrisa prometedora; la madre siempre silenciosa y la hija hablándole siempre en voz alta y mirándole directamente a los ojos. Él se resistía, evitándolas, bajando los párpados fingiendo no verlas y rehusando las invitaciones que le hacían. Luego, obsesionado, acosado hasta en su casa, ante la que Clorinde simulaba pasar casualmente mientras montaba a caballo, tomó sus referencias antes de arriesgarse a visitarlas.

En la legación de Italia, le hablaron de aquellas damas en términos muy favorables: el conde de Balbi había existido realmente y la condesa conservaba excelentes relaciones en Turín; la hija, por su parte, hacía sólo un año que había estado a punto de casarse con un príncipe alemán.

En cambio, en casa de la duquesa de Sanquirino, a la que acudió después, las informaciones discreparon bastante. Allí le dijeron que Clorinda había nacido dos años después de la muerte del conde; además, circulaba una complicada leyenda en torno al matrimonio Balbi, que había vivido un sinfín de avatares y de excesos recíprocos, con un divorcio pronunciado en Francia y una reconciliación sobrevenida en Italia, que les había colocado en una situación práctica de concubinato.

Un joven agregado de la embajada, muy al corriente de cuanto pasaba en la corte de Víctor Manuel, fue todavía más explícito: según él, si la condesa conservaba en su país cierta influencia, se debía a haber mantenido relaciones especiales con cierto alto personaje. Y añadía, de forma velada, que hubiera seguido viviendo en Turín, de no ser por un formidable escándalo, sobre el que no podía extenderse. Rougon, cuyo interés había ido en aumento a lo largo de la indagación, llegó a ir a la Prefectura de policía, donde no le dijeron nada concreto; los expedientes de las dos extranjeras las presentaban simplemente como mujeres que llevaban un elevado tren de vida, sin que se les conociera una solidez patrimonial. Ellas afirmaban poseer bienes en el Piamonte, pero lo cierto era que, de vez en cuando, se producían bruscos baches en su boato; entonces desaparecían súbitamente, para volver a aparecer, a poco, con un nuevo esplendor. En resumen, no se sabía nada de ellas, y, al parecer, se prefería ignorarlo todo. Frecuentaban la mejor sociedad y su casa estaba considerada como un terreno neutral, donde se toleraban las excentricidades de Clorinde, por considerarla una flor exótica. Rougon, al fin, decidió visitar a aquellas damas.

A la tercera visita, la curiosidad del gran hombre había aumentado. Su sensibilidad sólo se despertaba de una forma lenta y laboriosa. En un principio, lo que le atrajo de Clorinde fue el enigma de su pasado y su idea fija en relación con el futuro, que él creía leer en el fondo de sus grandes ojos de joven diosa. Le habían contado de ella muchas anécdotas abominables: su primera caída con un cochero, y, más tarde, ciertos tratos con un banquero, que pagó por la falsa virginidad de la doncella del hotelito de los Campos Elíseos. Pero, en ciertas ocasiones, le parecía tan infantil, que dudaba, confiando en la palabra de aquella extraña muchacha, cuyo viviente enigma le preocupaba tanto como un delicado problema de alta política. Había vivido hasta entonces esquivando a las mujeres, y la primera que despertaba su interés resultaba, en verdad, la maquinaria más complicada que podía haber imaginado.

Al día siguiente de aquél en que Clorinde fue, al trote de su caballo de alquiler, a darle su pésame a la puerta del Consejo de Estado, Rougon fue a hacerle la visita que ella le exigió solemnemente en dicha ocasión. Quería Clorinde, según dijo, enseñarle algo que le disiparía sus malos humores. Él la llamaba humorísticamente «su vicio»; cuando estaba junto a ella se olvidaba de todo, divertido, lisonjeado y con el ánimo despierto, tanto más cuanto que seguía ignorándola, sin haber hecho grandes progresos desde el primer día.

Cuando doblaba la esquina de la calle Marbeuf, echó una mirada hacia la calle Colisée, a la casa habitada por Delestang, a quien creía haber advertido más de una vez tras las persianas, observando, desde la otra parte de la avenida, las ventanas de Clorinde. En aquella ocasión las persianas estaban cerradas; seguramente Delestang había marchado por la mañana hacia su granja modelo de la Chamade.

La puerta del hotel de la Balbi estaba siempre abierta de par en par. Al pie de la escalera, Rougon tropezó con una mujer menuda y morena, de cabello descuidado y ropas amarillas igualmente desordenadas, que mordisqueaba una naranja como si se tratara de una manzana.

—Antoniette, ¿está en casa su señora? —preguntó.

Ella, con la boca llena, no respondió, limitándose a agitar violentamente la cabeza entre risas. Tenía los labios llenos de jugo de naranja y achicaba aún más sus ojillos, semejantes a dos gotas de tinta sobre su tez morena.

Rougon subió las escaleras, habituado ya a las deficiencias del servicio de la casa. Mientras ascendía se cruzó con un criado con aspecto de bandido y espesa barba negra, que le contempló tranquilamente, sin molestarse en cederle el paso. Luego, al llegar al primer piso, se halló solo frente a tres puertas abiertas. La de la izquierda daba a la habitación de Clorinde. Sintió curiosidad y asomó la cabeza, pudiendo comprobar que, a pesar de ser las cuatro de la tarde, estaba todavía sin arreglar. Ante el lecho había un biombo que ocultaba a medias la desordenada ropa de la cama y sostenía las enaguas usadas el día anterior, aún llenas de salpicaduras de lodo. Frente a la ventana, la jofaina, llena de agua jabonosa, presentaba huellas de tierra, y el gato de la casa, un felino de color gris, dormitaba recogido sobre un montón de vestidos.

Clorinde solía estar en el segundo piso, en aquella galería que ella había transformado sucesivamente en taller, fumador, invernadero y terraza de verano. A medida que Rougon ascendía, iba en aumento el barullo de voces, de agudas risas y de muebles derribados. Cuando se encontró ya ante la puerta, acabó por distinguir el sonido de un piano desafinado que acompañaba el canto de una voz. Llamó por dos veces sin recibir respuesta, en vista de lo cual se decidió a entrar.

—¡Ah, bravo, bravo! ¡Aquí le tenemos! —gritó Clorinde, aplaudiendo alegremente.

Aunque no se desconcertaba con facilidad, Rougon se detuvo un instante en el umbral, indeciso. Ante el viejo piano y golpeándolo furiosamente para arrancarle sonidos tan poco armoniosos, se hallaba el caballero Rusconi, bello ejemplar de piel morena, que, como legado de Italia, tenía sus momentos de gravedad diplomática. En el centro de la habitación, el diputado La Rouquette bailaba el vals con una silla, cuyo respaldo estrechaba amorosamente entre sus brazos, abstraído en su danza hasta el extremo de haber volcado varios taburetes. Bajo la luz de uno de los ventanales, frente a un joven que hacía su retrato con un carboncillo sobre una tela, Clorinde, de pie sobre una mesa, posaba como Diana cazadora, con los muslos desnudos, los brazos desnudos, el pecho desnudo, enteramente desnuda, pero con gesto tranquilo e inocente. Sobre un canapé tres señores muy serios fumaban grandes cigarros mientras la contemplaban con las piernas cruzadas y en silencio.

—¡Espere, no se muevan! —exclamó el caballero Rusconi, cuando Clorinde se disponía a saltar de la mesa—. Voy a hacer las presentaciones.

Y, seguido de Rougon, dijo a éste bromeando, al pasar ante el señor La Rouquette, que jadeaba agotado en una butaca.

—El señor La Rouquette, a quien usted ya conoce. Un futuro ministro.

Luego, acercándose al pintor, continuó:

—El señor Luigi Pozzo, mi secretario. Diplomático, pintor, músico y enamorado.

Olvidaba a los tres señores del canapé, pero, al volverse, se dio cuenta de ello y abandonando su tono jocoso, se inclinó hacia donde estaban, diciendo ceremoniosamente:

—El señor Brambilla, el señor Staderino y el señor Viscardi, todos ellos refugiados políticos.

Sin soltar sus cigarros, los tres venecianos saludaron. El caballero Rusconi volvió al piano y Clorinde le interpeló vivamente, reprochándole ser un mediocre maestro de ceremonias. Luego, a su vez, señalando a Rougon, dijo simplemente, con una entonación especialmente aduladora:

—El señor Eugène Rougon.

Hubo nuevos saludos y Rougon, que por un momento había temido alguna broma comprometedora, quedó sorprendido ante el súbito tacto y la inesperada dignidad de aquella gran damita, semidesnuda bajo sus ropas de gasa.

Tomó asiento y preguntó por la condesa de Balbi, según tenía costumbre; incluso, en sus visitas, simulaba acudir a causa de la madre, cosa que se le antojaba más discreta.

—Me hubiera agradado mucho presentarle mis respetos —añadió, utilizando la fórmula que había adoptado para aquella circunstancia.

—Pues mamá está ahí —dijo Clorinde, señalando un rincón de la habitación con el extremo de su arco de madera dorada.

Allí estaba, en efecto, la condesa, detrás de unos muebles, descansando sobre un gran sillón. Los refugiados políticos debían ignorar igualmente su presencia ya que se levantaron y la saludaron. Rougon se acercó a estrechar su mano y se mantuvo en pie ante ella, que, siempre, recostada, le contestaba con monosílabos y con aquella eterna sonrisa que no abandonaba ni cuando sufría. Luego se refugió nuevamente en su silencio, dirigiendo distraídas miradas a la avenida, por donde discurría un constante desfile de coches. Se había sentado allí, seguramente, para observar el ir y venir de la gente. Rougon se retiró.

Entretanto, el caballero Rusconi, sentado de nuevo ante el piano, trataba de hilvanar una melodía, pulsando suavemente las teclas y entonando a media voz algunas palabras italianas. El señor La Rouquette se daba aire con un pañuelo, y Clorinde, muy seria, había adoptado nuevamente su pose.

En el silencio que se hizo, Rougon iba de un lado a otro, a menudos pasos, contemplando las paredes. La galería estaba adornada con una sorprendente diversidad de objetos: distintos muebles, un escritorio, un cofre y varias mesas, distribuidos por toda la estancia, daban lugar a un laberinto de estrechos pasillos. En un rincón, algunas plantas de invernadero, abandonadas y amontonadas unas contra otras, agonizaban con sus palmas marchitas y enmohecidas. Al otro extremo de la habitación, se hallaba una voluminosa masa de arcilla seca, en la que aún se reconocían los brazos y las piernas de una estatua que Clorinde había esbozado un buen día, acometida por el capricho de convertirse en artista. La galería, de gran amplitud, no tenía, en realidad, más espacio libre que el que quedaba ante uno de los ventanales, de reducidas dimensiones, y que constituía una especie de recinto cuadrado, transformado en salón mediante dos canapés y tres sillones desaparejados.

—Puede usted fumar —dijo Clorinde a Rougon.

Él le dio las gracias, pero no fumó, y ella, sin volverse, añadió:

—En todo caso, caballero, hágame un cigarrillo. El tabaco debe estar ante usted, sobre el piano.

Y mientras el caballero hacía el cigarrillo, se produjo un nuevo silencio. Rougon, contrariado por haber encontrado allí a todas aquellas personas, se disponía a marchar. No obstante, fue a plantarse delante de Clorinde, levantando la cabeza sonriente:

—¿No me invitó a que pasara para enseñarme algo? —preguntó.

Ella, de momento, no respondió, imbuida gravemente en su pose, por lo que él insistió:

—¿Qué era, entonces, lo que quería mostrarme?

—¡Yo! —respondió ella.

Y lo dijo con una entonación soberana, sin un gesto, firme sobre la mesa, en su pose de diosa. Rougon, recuperando a su vez la gravedad, retrocedió un paso y la observó deliberadamente. Estaba realmente soberbia, con su perfil puro y su delicado cuello, que unía en suave línea descendente a sus hombros. Poseía, sobre todo, aquella belleza majestuosa que reside en el busto. Sus torneados brazos y piernas tenían una transparencia marmórea. Con la cadera izquierda ligeramente adelantada, se inclinaba algo hacia delante, con la mano derecha levantada, descubriendo, desde la axila al talón, una línea vigorosa y flexible que se ahuecaba en el talle para dilatarse en la cadera. Con la otra mano se apoyaba en un arco, con el gesto de serena fortaleza de la diosa antigua, descuidada de su desnudez, desdeñosa del amor de los hombres, fría, altanera e inmortal.

—¡Muy bella, muy bella! —murmuró Rougon, no sabiendo qué decir.

La verdad es que le resultaba inquietante, con su inmovilidad estatuaria. Le parecía tan victoriosa, tan segura de ser una belleza clásica, que, de haberse atrevido, la hubiera criticado como si fuese un mármol que ofendiera en determinados aspectos su burguesa mirada. Habría preferido un talle más reducido, unas caderas menos anchas y un pecho más alto. Luego le acometió un deseo brutal y hubo de alejarse para no ceder a la tentación de tocarla.

—¿Me ha visto bien? —preguntó Clorinde, siempre grave y convencida—. Espere, me verá de otra forma.

Y, repentinamente, dejó de ser Diana, para, dejando caer el arco, convertirse en Venus, con las manos colocadas detrás de la cabeza, enlazadas sobre la nuca, el busto medio vuelto y alzadas las puntas de sus senos. Con los labios entreabiertos, sonreía mirando a lo lejos, mientras el sol bañaba plenamente su rostro. Parecía más menuda, de miembros más desarrollados y como recorrida por un estremecimiento de deseo, que él creía advertir bajo su satinada piel. Estaba encogida, ofreciéndose, haciéndose desear, con el aspecto de la amante sumisa que quiere ser tomada íntegramente en un abrazo.

Los señores Brambilla, Staderino y Viscardi, sin perder la fúnebre rigidez de conspiradores, aplaudieron gravemente.

—¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!

El señor La Rouquette estallaba de entusiasmo, mientras que el caballero Rusconi, que se había acercado a la mesa para ofrecer el cigarrillo a la joven, quedaba allí pasmado, con un ligero movimiento de cabeza, como si llevara el compás de su admiración.

Rougon no dijo nada. Había unido las manos y hacía sonar las articulaciones de los dedos. Un ligero escalofrío le corrió de la nuca a los talones. Había abandonado ya la idea de marcharse y trató de ponerse cómodo. Ella, volviendo a su libertad de movimientos reía alegremente, fumando su cigarrillo con una leve mueca en los labios. Explicaba que le habría encantado ser comediante; lo hubiera sabido interpretar todo: la cólera, la ternura, el pudor, el espanto… Y con una actitud o un gesto de su fisonomía, expresaba cada uno de sus personajes. Luego, de repente, preguntó:

—Señor Rougon ¿quiere que le imite cuando habla en la Cámara?

Hinchó el pecho y se engalló, resoplando y proyectando los puños hacia delante, con una mímica tan graciosa y tan ajustada, que todos quedaron admirados. Rougon reía como un niño; la encontraba adorable, de una gran finura y muy inquietante.

—Clorinde, Clorinde —murmuró Luigi, dando con el carbón unos golpecitos en el caballete.

Se movía de tal forma que le era imposible trabajar. Había dejado el carboncillo, para aplicar los primeros colores sobre el lienzo, con aire de estudiante formal. En medio de las risas se mantenía grave, lanzando miradas fulminantes a la joven y mirando de mala manera a los hombres con quienes ella bromeaba. Era él quien había concebido la idea de pintarla con las vestiduras de Diana cazadora, de las que todo París hablaba, desde el último baile de la legación. Se llamaba a sí mismo primo suyo, porque los dos habían nacido en la misma calle, en Florencia.

—¡Clorinde! —repitió enojado.

—Luigi tiene razón —dijo ella—. Son ustedes los que no son razonables, señores; ¡hacen tanto ruido!… Trabajemos, trabajemos.

Y nuevamente se plantó en su actitud olímpica, transformándose otra vez en una admirable estatua. Los señores permanecieron en sus sitios, inmóviles, como clavados. Únicamente La Rouquette aventuró un discreto tamborileo sobre el brazo de su sillón, con la punta de los dedos. Rougon, con la espalda vuelta, contemplaba a Clorinde, dejándose invadir lentamente por un ensueño, en el que las magnitudes de la muchacha aumentaban desmesuradamente. En realidad, más que una mujer era un extraño mecanismo. Jamás se le había ocurrido la idea de estudiarla, pero comenzaba a imaginar extraordinarias complicaciones. Por un instante, tuvo una clara intuición del poder de aquellos hombros desnudos, capaces de conmover todo un mundo. Bajo sus turbados ojos, la figura de Clorinde seguía agrandándose, hasta taparle todo el ventanal con su talla de gigantesca estatua. Pero cerró los párpados y luego volvió a hallarla, mucho más pequeña que él, sobre la mesa. Sonrió entonces, pensando que, de quererlo, podría darle unos azotes como si fuera una niña, y sorprendido por el hecho de que, por un instante, había llegado a sentir miedo de ella.

Entretanto, del otro extremo de la galería llegaba un rumor de voces. Rougon prestó oído, por costumbre, pero no pudo escuchar más que unas palabras articuladas rápidamente en italiano. El caballero Rusconi, que acababa de deslizarse detrás de los muebles, se apoyaba con una mano en el respaldo de la butaca de la condesa, inclinándose hacia ella en actitud respetuosa, y parecía explicarle algo con toda suerte de detalles. La condesa se limitaba a asentir con la cabeza. Sin embargo, en un momento dado, hizo un violento signo negativo y el caballero acentuó su inclinación bajando su atiplada voz, que se dejaba oír como el gorjeo de un pájaro. Rougon, merced a su conocimiento del provenzal, acabó por comprender algunas palabras que le hicieron ponerse serio.

—Mamá —exclamó de repente Clorinde—, ¿has enseñado al caballero el telegrama de ayer noche?

La condesa había sacado de su bolsillo un paquete de cartas, entre las que estuvo buscando por unos instantes. Finalmente, le entregó un papel azul muy arrugado. Al verlo, el caballero expresó con un gesto su sorpresa y enfado.

—¡Pero, cómo! —exclamó en francés, olvidándose de los presentes—. ¿Lo saben ustedes desde ayer? ¡Yo, en cambio, no lo he sabido hasta esta mañana!

Clorinde rió de buena gana, lo que contribuyó a completar su enojo.

—¡Y la señora condesa me ha dejado que le contara todo el asunto, de punta a cabo, como si lo ignorara!… Ahora, como quiera que la sede de la legación está aquí, vendré cada día a examinar la correspondencia.

La condesa sonreía. Buscó de nuevo entre su montón de cartas y separó un segundo papel que le dio a leer. En aquella ocasión pareció muy satisfecho y reanudó la conversación en voz baja. Había recobrado su respetuosa sonrisa. Al separarse de la condesa besó su mano.

—Han terminado ya las cuestiones serias —dijo a media voz, mientras volvía a sentarse ante el piano.

Y se puso a tocar una tonada popular, muy en boga en aquellos momentos. Luego, de pronto, al ver la hora que era, corrió a recoger su sombrero.

—¿Se va usted? —preguntó Clorinde.

Le llamó con un gesto y se apoyó en su hombro para hablarle al oído. Él sacudió la cabeza, riendo, y murmuró:

—Extraordinario, extraordinario… Les escribiré explicándoselo.

Y salió, después de saludar a todos.

Luigi dio a Clorinde un golpe con el carbón, haciendo que se incorporara. La procesión de coches que circulaba por la avenida, acabó por aburrir, según las apariencias, a la condesa, ya que ésta, después de perder de vista la berlina del caballero en medio de la marea de carruajes que descendía del bosque, tiró del llamador situado a su espalda. Entró entonces, dejando la puerta abierta, aquella extraña figura mezcla de criado y bandido, y la condesa, apoyándose en su brazo, atravesó lentamente la estancia, entre las graves reverencias de los señores presentes, a las que respondía sonriente inclinando la cabeza. Cuando ya estaba en el umbral, se volvió hacia Clorinde para decirle:

—Tengo jaqueca, voy a echarme un poco.

—¡Flaminio —recomendó la joven al criado que acompañaba a su madre—, póngale el calentador en los pies!

Los tres refugiados no se sentaron de nuevo, sino que quedaron unos momentos en pie, en perfecta alineación, apurando cigarros, que luego arrojaron con el mismo gesto, correcto y preciso, en un rincón, detrás de la figura de arcilla reseca. Después, desfilaron ante Clorinde y se marcharon uno tras otro.

—Dios mío —decía el señor La Rouquette, que acababa de entablar una seria conversación con Rougon—, sé muy bien que esa cuestión del azúcar tiene mucha importancia. Afecta a toda una rama de la industria francesa. Lo malo es que, en mi opinión, nadie en la Cámara parece haber estudiado a fondo el asunto.

Rougon, aburrido con su conversación no le contestaba más que con movimientos de cabeza. El joven diputado se acercó más y prosiguió, imprimiendo una insólita gravedad a sus afectadas maneras.

—Yo tengo un tío en esa industria. Posee una de las más ricas refinerías de Marsella… Pues bien, he estado tres meses con él y he tomado nota… ¡Oh, he tomado nota de muchas cosas! He conversado con los obreros, me he puesto al corriente… en fin, como comprenderá, quería hablar en la Cámara…

Plantado delante de Rougon, se esforzaba por absorber a éste con los únicos temas que creía interesantes para él, deseando, al mismo tiempo, aparecer como hombre de sólida formación política.

—¿Y no ha hablado? —interrumpió Clorinde, a quien la presencia de La Rouquette parecía impacientar.

—No, no ha hablado —replicó él despaciosamente—. He creído un deber no hablar… En el último momento, sentí el temor de que mis cifras no fueran del todo exactas.

Mirándole fijamente, Rougon le preguntó:

—¿Sabe usted el número de terrones de azúcar que se consumen diariamente en el café Anglais?

El señor La Rouquette quedó un momento aturdido, con los ojos muy abiertos. Luego dejó escapar una carcajada.

—¡Ah! ¡Tiene gracia, mucha gracia! Comprendo la broma… Pero se trata de la cuestión del azúcar; yo hablaba de la cuestión del azúcar… Ha sido una salida muy graciosa…

Y recostado en el fondo de su sillón, volvió a sus modales livianos y afectados, en busca de una frase que le hiciera parecer ingenioso. Entonces, Clorinde le atacó refiriéndose al tema femenino. La antevíspera le había vista en el Varietés con una rubita bastante fea, desmelenado como un perro de aguas. Al principio negó que fuera así, pero luego, humillado por la crueldad con que ella le trataba, el «perro de aguas» olvidó la dignidad y salió en defensa de la dama en cuestión, una verdadera señora, que no estaba tan mal como todo eso, y describió su cabello, su talle y sus piernas. Clorinde se puso terrible y La Rouquette acabó por gritar:

—¡Pues me está esperando y me voy a verla!

Y cuando hubo cerrado la puerta tras de sí, la muchacha aplaudió satisfecha y exclamó:

—¡Por fin se ha ido! ¡Buen viaje!

Saltó de la mesa rápidamente y corrió a Rougon, a quien ofreció ambas manos. Mostrándose muy melosa, le dijo que había sentido mucho que no la hallara sola. ¡Lo que le había costado despachar a todo el mundo! Verdaderamente, la gente carecía de comprensión. Aquel La Rouquette, con su azúcar, ¿no era totalmente ridículo? Pero ahora, seguramente, nadie les interrumpía y podrían charlar. ¡Tenía tantas cosas que decirle! Sin interrumpirse, condujo a nuestro hombre hasta un canapé. Ya se había sentado él, sosteniendo todavía sus manos, cuando Luigi dio unos secos golpes con el tiento, insistiendo, en tono enojado:

—¡Clorinde! ¡Clorinde!

Ella se apartó de Rougon y fue a apoyarse, acariciadora, en las espaldas del pintor. ¡Oh, qué bonito era lo que había hecho! Le estaba saliendo muy bien. Pero, en realidad, ella estaba un poco fatigada y le pedía ir pintando el ropaje; no era necesario que ella posara para esto. Luigi echaba miradas fulminantes a Rougon y seguía murmurando groserías. Entonces ella empezó a hablarle muy de prisa, en italiano, frunciendo las cejas, aunque con una sonrisa en los labios, y él se calló reemprendiendo, desganado, sus pinceladas.

—No miento —continuó mientras se sentaba junto a Rougon—. Tengo la pierna izquierda entumecida.

Y se dio unos golpecitos en ella, para hacer circular la sangre, según dijo. Bajo la gasa, se advertía la mancha sonrosada de las rodillas, pero ella había olvidado que estaba desnuda y con toda seriedad se inclinaba hacia él, rozando la piel de su hombro con el grueso paño del paleto.

Pero, de repente, al rozar un botón, experimentó un escalofrío y, después de mirarse, se ruborizó vivamente. Corrió entonces a buscar una mantilla de encaje negro con la que envolvió su cuerpo.

—Tengo un poco de frío —dijo mientras arrastraba una butaca para sentarse en ella frente a Rougon.

Bajo el encaje, no enseñaba ya más que el extremo desnudo de sus brazos. Se había anudado la mantilla bajo el cuello, formando una especie de chalina, en cuyo fondo hundía la barbilla. Su imagen, con el busto enteramente ocultado por el vestido, aparecía enteramente negra, en contraste con su pálido rostro que había recobrado su natural gravedad.

—¿Y bien? ¿Qué es lo que le ha pasado? —pregunto—. Explíquemelo todo.

Luego le interrogó sobre su desgracia, con franqueza propia de una curiosidad filial. Era extranjera y se hacía repetir, hasta tres veces, detalles que decía no comprender. Le interrumpía con exclamaciones en italiano, y, entretanto, en sus negros ojos, él podía seguir la emoción que sentía a lo largo de su relato. ¿Por qué se había enojado con el emperador? ¿Cómo podía haber renunciado a una situación tan privilegiada? ¿Quiénes eran, pues, sus enemigos, para poder vencerle de aquel modo? Y cuando él dudaba, cuando ella le arrinconaba obligándole a hacer una confesión que él no deseaba, le miraba con tal candor y afecto, que él cedía y le explicaba la historia hasta el fin. A poco, ella sabía sin duda cuanto deseaba conocer. Pero aún le hizo algunas preguntas, muy alejadas del tema, cuya singularidad sorprendió a Rougon. Después, con las manos unidas, quedó callada. Había cerrado los ojos y reflexionaba profundamente.

—¿Y bien? —preguntó él sonriente.

—Nada —murmuró ella—, todo esto me apena mucho.

Rougon se sintió emocionado e intentó tomar sus manos, pero ella las recogió bajo la mantilla y ambos guardaron silencio. Al cabo de un buen rato, Clorinde abrió de nuevo los ojos y dijo:

—¿Y ahora, qué proyectos tiene?

Él la miró fijamente, empezando a sospechar. Pero estaba en aquellos momentos tan adorable, encogida en el fondo de la butaca, abandonada lánguidamente, como si las penas de su «buen amigo» la hubieran quebrantado, que éste desdeñó la leve sensación de frío que acababa de notar en la nuca. Se sentía muy halagado. Era cierto, su apartamiento no duraría mucho y cualquier día volvería al poder. Ella estaba segura de que debía albergar grandes proyectos y tener fe en su estrella, porque todo esto se leía en su frente. ¿Por qué no hacía de ella su confidente? Ella era muy discreta y sería muy feliz participando en su futuro. Rougon, embriagado, siempre buscando aquellas menudas manos que se obstinaban en ocultarse bajo la mantilla, siguió hablando, habló y habló, hasta que hubo expuesto todo, sus esperanzas y sus certezas. Ella no le estimulaba, sino que le dejaba hablar, sin un gesto ni un comentario, por miedo a interrumpirle. Le examinaba, estudiándole miembro a miembro, sondeando su cráneo, pesando sus hombros y midiendo su tórax. Decididamente, era un hombre tan sólido, que, a pesar de lo fuerte que ella era, podía dominarla a voluntad, y así sin embarazo, era capaz de conducirla tan arriba como ella quisiera.

Se había incorporado y, abriendo los brazos, dejó caer la mantilla. Apareció entonces casi desnuda, con el pecho tenso y asomando los hombros de la gasa, con un movimiento flexible como el de la gata encelada que parecía encerrarse en su busto. Fue una visión fugaz; una especie de recompensa y de promesa concedidas a Rougon. No cabe duda de que la pieza de encaje se había deslizado inopinadamente. La recogió y se la anudó al cuello con más fuerza.

—¡Calle! —murmuró—. ¡Luigi ya está gruñendo!

Corrió hacia el pintor y de nuevo se apoyó en él, hablándole muy aprisa sobre el cuello. Ajeno ya al calor de su presencia, Rougon se frotó intensamente las manos, enervado y casi molesto. Sentía una extraña comezón a flor de piel y esto le injuriaba. Si hubiera tenido veinte años no hubiese sido más estúpido. Le había hecho hablar como si se tratase de un niño; a él que llevaba dos meses tratando de sonsacarla, sin obtener otra cosa que amables sonrisas. No había tenido más que rehusarle por un momento el contacto de sus manos, para conseguir que se abandonara, diciéndolo todo, a fin que ella cediera. Pero ahora lo veía todo claro; le estaba conquistando, y aún dudaba de que valiera la pena seducirlo.

Rougon tuvo una sonrisa de hombre duro. La doblegaría cuando quisiera. Al fin y al cabo, era ella quien le provocaba. Y acudieron a él pensamientos deshonestos, con todo un plan de seducción, en el que acababa plantándola después de haberla poseído. En realidad no podía permitirse desempeñar el papel de imbécil con aquella hermosa muchacha que de tal modo enseñaba los hombros. Y sin embargo, no estaba enteramente seguro de que el manto de encaje no hubiera caído por sí solo.

—¿Usted también cree que tengo los ojos grises? —preguntó Clorinde acercándose a él.

Rougon se levantó y la miró de cerca, sin alterar la nítida calma de sus ojos. Pero al darse cuenta de que adelantaba las manos ella le dio un golpecito. No era necesario tocar. Demostraba entonces gran frialdad, envolviéndose en su manto, con un pudor extremadamente receloso. Él se complació bromeando hasta incomodarla. Fingió estar dispuesto a emplear la fuerza y ella se defendió de antemano, emitiendo leves gritos cuando llegó a rozar sus ropas. Luego no quiso volver a sentarse.

—Prefiero pasear un poco —dijo—. Así desentumeceré las piernas.

Él anduvo a su lado, paseando de un lado a otro, tratando a su vez de sonsacarla un poco, pero ella casi nunca respondía a sus preguntas. Sostenía una conversación llena de bruscas alternativas, constantemente interrumpida con exclamaciones y digresiones que siempre quedaban inacabadas. Al ser hábilmente interrogada sobre una ausencia de quince días, en el mes anterior, en compañía de su madre, emprendió una interminable sucesión de anécdotas relativas a sus viajes. Había estado en todas partes, en Inglaterra, en España, en Alemania; lo había visto todo. Luego expuso una granizada de pequeñas observaciones, más bien pueriles, sobre la alimentación, las modas y el tiempo que hacía. A veces, comenzaba un relato en el que se incluía a sí misma, mezclándose con personajes conocidos cuyos nombres mencionaba. Rougon escuchaba con atención, esperando que, al fin, dejaría escapar alguna confidencia, pero el relato se convertía en infantil o quedaba sin desenlace. Aquel día seguía aún sin lograr enterarse de nada. Clorinde disfrazaba la expresión de su rostro con la máscara de su sonrisa y en medio de su parlanchina expansión permanecía impenetrable. Rougon, aturdido por asombrosas informaciones que se contradecían entre sí, llegó a la conclusión de que no se había enterado de más cosas que las que hubiera podido averiguar de una criatura de doce años, inocente hasta la imbecilidad, o de una mujer de gran sabiduría, que se fingiera ingenua por refinamiento.

Clorinde interrumpió el relato de una aventura que le había ocurrido en una aldea de España, con motivo de la galantería de un viajero, que le cedió su cama, resignándose él a dormir en una silla.

—No ha de volver a las Tullerías —dijo sin transición alguna—. Ya le echarán de menos.

—Muchas gracias, señorita Maquiavelo —respondió él, riendo de buena gana.

Ella rió también, pero no por ello dejó de darle excelentes consejos. Sin embargo, al ver que, jugueteando, intentaba de nuevo tomarla del brazo, se enfadó, diciendo a gritos que no podía hablar dos minutos en serio. ¡Ah, si ella hubiera sido hombre, cómo se habría abierto camino! ¡Los hombres tenían tan poca cabeza!

—Veamos, cuénteme la historia de sus amigos —prosiguió, sentándose en el borde de la mesa, mientras Rougon quedaba de pie ante ella.

Luigi, que no les quitaba ojo, cerró violentamente su caja de colores.

—Me voy —dijo.

Pero Clorinde corrió hacia él y le detuvo, prometiéndole que volvería a posar. Seguramente tenía miedo de quedarse sola con Rougon, así que, al ver que Luigi cedía, trató de ganar tiempo.

—De todos modos, siempre me dejará que tome un bocado. ¡Tengo un apetito! ¡Oh!, sólo un tentempié.

Abrió la puerta y gritó:

—¡Antoniette! ¡Antoniette!

Dio una orden en italiano y volvió a sentarse en el borde de la mesa. A los pocos momentos entró Antoniette llevando sobre ambas manos sendas tostadas con mantequilla. La criada se las ofreció como si las palmas de sus manos fueran bandejas, con una risa de animal al que están haciendo cosquillas, una risa que abría una roja brecha en su rostro moreno. Luego, cuando ya se iba enjugándose las manos en la falda, Clorinde la volvió a llamar para pedirle un vaso de agua.

—¿Quiere usted un poco? —le dijo a Rougon—. La mantequilla es muy buena. A veces añado azúcar, pero no siempre conviene ser glotona.

No lo era mucho, en efecto. Rougon la había sorprendido una mañana disponiéndose a desayunar con una tortilla que había sobrado del día anterior. Aquello sirvió para atribuirle el vicio de la avaricia, propio de los italianos.

—Sólo tres minutos, ¿eh, Luigi? —dijo, mientras mordía la primera tostada.

Y volviéndose hacia Rougon, que seguía frente a ella, le preguntó:

—Veamos, el señor Kahn, por ejemplo. ¿Cuál es su historia? ¿Cómo ha llegado a diputado?

Rougon se prestó a este nuevo interrogatorio, esperando conseguir de ella alguna confidencia forzada. Sabía que sentía curiosidad por la vida de todos y que siempre estaba atenta a las indiscreciones, al acecho de las complicadas intrigas en cuyo ambiente se desenvolvía. Mostraba especial interés por las grandes fortunas.

—¡Oh! —respondió él, riendo—. Kahn nació ya diputado. Le salieron los dientes en los bancos de la Cámara. Bajo Louis Philippe tenía ya su asiento en la derecha moderada y apoyaba la Monarquía constitucional con pasión juvenil. Después del cuarenta y ocho se pasó a la izquierda moderada, sin perder por ello su vehemencia. Escribió una profesión de fe republicana de un estilo soberbio. En la actualidad ha vuelto a la derecha moderada y es un apasionado defensor del Imperio… En su vida privada, es hijo de un banquero judío de Burdeos, se ha especializado en cuestiones financieras e industriales y vive mediocremente, en espera de la gran fortuna que alcanzará algún día. Fue promovido el quince de agosto pasado al grado de oficial…

Rougon hurgaba en sus recuerdos, con la mirada perdida.

—No me olvido de nada, creo yo… No, no tiene hijos…

—¡Pero, cómo! ¿Está casado? —exclamó Clorinde.

Hizo un gesto que venía a significar que el señor Kahn ya no le interesaba. Era un ladino; nunca le había hablado de su mujer. Entonces Rougon le explicó que la señora Kahn hacía en París una vida muy retirada. Luego, sin esperar a una nueva interrogación, añadió:

—¿Quiere ahora la biografía de Béjuin?

—No, no —dijo la muchacha.

Pero, a pesar de la negativa, él prosiguió:

—Procede de la Escuela Politécnica. Escribió algunos folletos que nadie ha leído. Dirige la cristalería de Saint-Florent, a tres leguas de Bourges. Es una creación del prefecto de Cher…

—¡Cállese ya! —exclamó ella.

—Es un hombre digno, vota disciplinadamente, no habla jamás, es muy paciente, procura que cuiden de él y siempre está lleno de consideraciones para que no se olviden de su persona… He hecho que le nombren caballero…

Ella le tapó la boca con la mano, enfadada, mientras decía:

—¡Basta! ¡También éste está casado! ¡No tiene ninguna gracia!… Conocí a su mujer en casa de usted; es un fardo. Me invitó a que fuera a Bourges para visitar su cristalería.

De un bocado, terminó su primera tostada. Después, bebió un buen trago de agua. Sus piernas pendían del borde de la mesa, y, mientras se echaba un poco hacia atrás, sobre los riñones, las balanceaba con un movimiento maquinal, cuyo ritmo seguía Rougon. A cada vaivén, las pantorrillas se hinchaban bajo la gasa.

—¿Y el señor Du Poizat? —preguntó, después de un silencio.

—Du Poizat ha sido Subprefecto —respondió él simplemente.

Ella le miró, sorprendida por la brevedad de aquella historia.

—Eso ya lo sé —respondió—. ¿Y qué más?

—Más adelante, volvería a ser subprefecto y entonces se le otorgará alguna condecoración.

Clorinde comprendió que no quería ser más explícito. Por otra parte, había mencionado el nombre de Du Poizat con cierta indiferencia. Procedió a reseñar aquellos personajes, enumerándolos con los dedos. Partiendo del pulgar, murmuró:

—El señor d’Escorailles: es poco serio y le gustan todas las mujeres… El señor La Rouquette: un inútil a quien conozco demasiado bien… El señor Combelot: otro que también está casado…

Al ver que se detenía en el anular, sin considerar a nadie más, Rougon dijo mirándola fijamente:

—Se olvida de Delestang.

—¡Tiene razón! —exclamó—. ¡Hábleme de él!

—Es una bellísima persona —respondió, sin dejar de mirarla—. Es muy rico y siempre le he vaticinado un gran porvenir.

Y siguió en aquel tono, exagerando los elogios y doblando las cifras. La granja modelo de Chamade valía dos millones. Delestang sin duda llegaría algún día a ministro. Sin embargo, ella conservaba en su boca una mueca de desdén.

—Es muy estúpido —murmuró finalmente.

—¡Señorita! —dijo Rougon con una sutil sonrisa.

Parecía encantado con las palabras que acababa de oír. Entonces, a través de uno de aquellos bruscos cambios que ya le eran familiares, Clorinde planteó una nueva cuestión, mirándole, a su vez, con gran fijeza.

—Usted debe conocer muy bien al señor Marsy.

—Sí, sí; nos conocemos —dijo él, sin más comentario, divertido de antemano con lo que ella le preguntaba.

No obstante, recobró su seriedad y lo enjuició con dignidad y justicia.

—Es un hombre de extraordinaria inteligencia —explico—. Me siento muy honrado al tenerlo por enemigo… Ha pasado por todo. A los veintiocho años era coronel. Más tarde estuvo al frente de una gran fábrica. Luego se ocupó sucesivamente de la agricultura, las finanzas y el comercio. Se asegura, incluso, que ha pintado algún retrato y que escribe novelas.

Clorinde, olvidándose de comer, permanecía absorta.

—El otro día estuve hablando con él —dijo a media voz—. Bajo muchos aspectos puede considerársele perfecto.

—Creo que le perjudica su forma de pensar —prosiguió Rougon—. Yo tengo otra idea del poder. Le he oído hacer juegos de palabras en circunstancias muy graves. Sea como sea, ha triunfado y reina tanto como el emperador, ¡todos los bastardos tienen suerte!… Su característica personal es su puño de hierro, osado y resuelto, y, sin embargo, fino y delicado.

Involuntariamente, la joven había posado su mirada sobre las anchas manos de Rougon. Este se dio cuenta y comentó sonriendo:

—¡Oh, yo tengo patas! ¿No es cierto? Por eso no me he entendido nunca con el señor Marsy. Mientras él se bate elegantemente con el mundo; yo lo machaco.

Había cerrado los puños, unos puños pesados, de falanges velludas, y los balanceaba complacido al comprobar su volumen. Clorinde tomó su segunda tostada y clavó en ella los dientes, aún abstraída. Por último, alzó la mirada, fijándola en él.

—¿Y usted? —preguntó.

—¿Es mi historia lo que quiere? —dijo él—. No hay nada que sea más fácil de contar. Mi abuelo vendía legumbres. Yo, hasta los treinta y ocho años, arrastré mis zapatos de abogadillo provinciano por lo más extraviado de mi país; hasta ayer era un desconocido. Yo no he prestado mis hombros, como el amigo Kahn, para el apoyo de los Gobiernos. No procedo, como Béjuin, de la Escuela Politécnica. Tampoco llevo el bonito nombre del pequeño d’Escorailles ni tengo la elegante presencia del pobre Combelot. No estoy tan bien emparentado como La Rouquette, que debe su cargo de diputado a su hermana, la viuda del general de Llorentz, hoy día dama de Palacio. Mi padre no me ha dejado, como el de Delestang, una fortuna de cinco millones, ganados comerciando en vinos. Yo no he nacido en las gradas de un trono, como el conde de Marsy, ni me he criado pegado a las faldas de una sabia mujer, bajo las caricias de Talleyrand. No, yo no soy más que un hombre nuevo; no tengo más que mis puños…

Y golpeaba sus puños, uno contra otro, riendo abiertamente y considerando todo aquello como una broma. Pero se había enderezado y parecía que desmenuzara piedras entre sus puños cerrados. Clorinde le admiraba.

—No era nada y ahora seré lo que me plazca —continuó, olvidándose de sí mismo y hablando para su propio goce—. Soy una potencia, y cuando los demás sacan a relucir su devoción por el Imperio, hacen que me encoja de hombros. ¿Es cierto que lo quieren? ¿Que lo sienten? ¿No es más cierto que se acomodarían a cualquier clase de Gobierno? Yo he subido con el Imperio; yo lo he forjado y él me ha forjado a mí… Fui nombrado caballero después del diez de diciembre, oficial en enero del cincuenta y cuatro, y gran oficial hace tres meses. Bajo la presidencia me correspondió, por un momento, la cartera de Obras Públicas; más tarde, el emperador me encomendó una misión en Inglaterra; luego ingresé en el Consejo de Estado y en el Senado…

—Y mañana, ¿qué será usted? —preguntó Clorinde con una sonrisa bajo la que trataba de ocultar su ardiente curiosidad.

Él la miró y se detuvo bruscamente.

—Es usted muy curiosa, señorita Maquiavelo —dijo.

Entonces ella balanceó las piernas con un movimiento más vivo, mientras se producía un silencio. Rougon, viéndola de nuevo perdida en medio de sus ensueños, creyó llegado el momento de obligarla a hablar.

—Las mujeres… —empezó.

Pero ella le interrumpió, y con la mirada vaga y sonriendo levemente ante sus propios pensamientos, murmuró a media voz:

—¡Oh, las mujeres tienen otras cosas!

Aquélla fue su única confesión. Concluyó su tostada, vació de un sorbo el vaso de agua y, con un salto que atestiguaba su destreza de amazona, se puso de pie sobre la mesa.

—¡Eh, Luigi! —gritó.

El pintor, que desde un momento antes se estaba mordiendo impaciente los bigotes, se había levantado, rondando en torno de ella y de Rougon. Volvió a sentarse dejando escapar un suspiro, y tomó de nuevo la paleta. Los tres minutos de gracia pedidos por Clorinde habían durado un cuarto de hora. La muchacha se mantenía en pie sobre la mesa, todavía cubierta por la mantilla negra de encaje, pero cuando adoptó nuevamente la pose, se desprendió de ella con un solo movimiento. Volvía a ser una estatua y ya no sentía pudor.

Por los Campos Elíseos, los coches circulaban cada vez más espaciados. El sol poniente cubría la avenida con un polvo luminoso que se esparcía entre los árboles, como si las ruedas hubieran levantado una nube rosada. Bajo la declinante luz de los altos ventanales, los hombros de Clorinde se tiñeron con un reflejo dorado, mientras el cielo palidecía lentamente.

—¿Es ya cosa decidida el matrimonio del señor Marsy con esa princesa valaca? —preguntó Clorinde al cabo de un momento.

—Creo que sí —respondió Rougon—. Ella es muy rica y Marsy anda siempre corto de dinero. No es, pues, de extrañar, que digan que está loco por ella.

El silencio reinó, sin más interrupciones. Rougon estaba allí como si se hallara en su casa, sin pensar siquiera en marcharse. Meditaba y paseaba de aquí para allá. Aquella Clorinde era, en verdad, una joven muy seductora. Pensaba en ella como si hiciera mucho que se había separado de su lado. Con los ojos puestos en el entarimado, se sumía en pensamientos llenos de dulzura, que no llegaba a formular enteramente, y que le producían un agradable cosquilleo interior. Le parecía salir de un baño tibio y sentía una languidez deliciosa. Se sentía penetrado por un aroma especial, entre áspero y meloso, que parecía invitarle a recostarse sobre uno de aquellos canapés y dormitar envuelto en él.

Volvió bruscamente a la realidad a causa de unas voces. Un anciano, a quien no había visto entrar, daba un beso en la frente de Clorinde, que se inclinaba sonriendo al borde de la mesa.

—¡Dios te guarde, muchacha! —decía—. ¡Qué bonita eres! ¿Pero estás enseñando cuanto tienes?

Se expresaba en un tono burlón, pero, al ver que Clorinda, confusa, recogía su manto de encaje negro, añadió vivamente:

—¡No, no! ¡Cuando es algo tan bello, puede mostrarse todo!… ¡Ah, hija mía, yo he visto ya muchas cosas!

Luego, volviéndose hacia Rougon, a quien trató de «querido colega», le estrechó la mano diciendo:

—¡Una chiquilla a quien he tenido más de una vez en mis rodillas cuando era pequeña! ¡Y ahora tiene un busto que maravilla!

Era el viejo señor de Plouguern, que contaba setenta años. Representante del Finisterre en la Cámara bajo Louis Philippe, fue uno de los diputados legitimistas que hicieron la peregrinación de Belgrave Square. Presentó la dimisión a raíz del voto ignominioso con que le afligieron en unión de sus compañeros. Más tarde, después de las jornadas de febrero, sintió una súbita afección por la República, a la que aclamó enérgicamente desde los bancos de la Constituyente. En la actualidad, después de haberle asegurado el emperador un merecido retiro en el Senado, era bonapartista. No obstante, sabía serlo al modo de un gentilhombre. Su gran humildad no se oponía a que eventualmente saborease una cierta oposición. La ingratitud le divertía y, siendo escéptico hasta la médula, era un ardiente defensor de la religión y la familia. Él atribuía todo aquello a su nombre, uno de los más ilustres de la Bretaña. Algunos días consideraba inmoral el Imperio, y lo decía sin recatarse. Había llevado una vida de equívocas aventuras, de disipación, de ingenio y de goces refinados. Sobre su vejez se contaban anécdotas que despertaban la envidia de los jóvenes.

Conoció a la condesa Balbi durante un viaje por Italia y fue su amante por espacio de treinta años. Después de separaciones que duraban años, se volvían a unir por tres noches en las ciudades donde se encontraban. Corría el rumor de que Clorinde era hija suya, pero ni él ni la condesa sabían realmente nada. Luego, cuando la niña se convirtió en mujer, bien formada y deseable, afirmaba que, en otros tiempos, había sido muy amigo de su padre. Se la comía con los ojos, llenos aún de viveza, y se tomaba con ella liberales familiaridades de viejo amigo. El señor de Plouguern, alto, seco y huesudo, tenía cierto parecido con Voltaire, a quien dedicaba una secreta devoción.

—Padrino, ¿no miras mi retrato? —preguntó Clorinde.

Le llamaba padrino debido a su amistad. Él se había ido acercando hasta colocarse detrás de Luigi, y entornando los ojos como buen experto murmuró:

—¡Delicioso!

Rougon se aproximó, y la propia Clorinde saltó de la mesa. Los tres quedaron admirados. La pintura era muy real. El pintor había cubierto ya el lienzo con unos ligeros tonos en rosa, blanco y amarillo, que evocaban los matices de una acuarela. Y la figura sonreía con aire de muñeca bonita, con los labios arqueados, las cejas curvadas y las mejillas animadas por un suave carmín. Era una Diana que merecía estar sobre un pebetero.

—¡Oh, miren ahí, junto al ojo, esa pequita! —dijo Clorinde, palmoteando admirada—. ¡Este Luigi no olvida un detalle!

Rougon, a quien los cuadros solían aburrir, estaba encantado. En aquellos momentos comprendía el arte y, con tono convencido, aportó su opinión.

—Está dibujado admirablemente.

—Y el colorido es magnífico —replicó el señor de Plouguern—. Esos hombros parecen de carne… Los senos, muy agradables; el de la izquierda, sobre todo, tiene la frescura de una rosa… ¡Ah, y qué brazos! ¡Esta muchacha tiene unos brazos maravillosos! ¡El modelado es perfecto!

Y, volviéndose hacia el pintor, añadió:

Señor Pozzo, le felicito. Ya había admirado una Bañista pintada por usted, pero este retrato será superior… ¿Por qué no expone? Yo conozco un diplomático que toca maravillosamente el violín, y ello no impide que progrese en su carrera.

Luigi, muy halagado, se inclinó. Entretanto, la tarde caía, y como deseaba terminar una oreja, según dijo, rogó a Clorinde que volviera a posar, sólo por diez minutos. El señor Plouguern y Rougon continuaron hablando de pintura. Éste confesaba que atenciones especiales le habían impedido seguir la evolución artística de los últimos años, pero reiteraba su admiración por las obras maestras. Vino a declarar que el colorido no le causaba gran impresión: en cambio, un bello dibujo le satisfacía plenamente, siempre que fuera un dibujo capaz de elevar el ánimo e inspirar sublimes pensamientos. El señor de Plouguern, por su parte, sólo admiraba los clásicos; había visitado todos los museos de Europa, y no comprendía que hubiera quien tuviese la audacia de osar pintar todavía. Sin embargo, el mes anterior, había hecho decorar un saloncito por un artista a quien nadie conocía y que, en realidad, tenía mucho talento.

—Me ha pintado unos amorcillos, unas flores y unos follajes, que son verdaderamente extraordinarios —dijo—. Da la impresión de que pueden cogerse las flores y, entre ellas, hay insectos, mariposas, moscas y otros bichos, que cualquiera creería que están vivos. Además, es muy alegre… A mí me gusta la pintura alegre.

—El arte no está hecho para fastidiar —concluyó Rougon.

En aquel momento, mientras paseaban uno junto a otro, lentamente, el señor de Plouguern aplastó bajo el tacón de su bota, algo que crujió de un modo extraño.

—¿Qué es esto? —exclamó.

Se agachó para recoger un rosario caído de una butaca, sobre la que Clorinde había vaciado sus bolsillos. Una de las cuentas de cristal próxima a la cruz estaba pulverizada, y la propia cruz de plata, muy menuda, tenía un brazo torcido y aplastado. El anciano hizo oscilar el rosario, diciendo en tono de chanza:

—Pero, chica, ¿cómo dejas tus juguetes tirados por el suelo?

Clorinde se había congestionado. Saltó desde encima de la mesa, con los labios fruncidos y los ojos nublados por la cólera y, mientras se tapaba los hombros precipitadamente, balbuceó:

—¡Malo! ¡Perverso! ¡Ha aplastado mi rosario!

Y se lo arrancó de las manos, llorando como una niña.

—¡Ahí la tiene! —dijo el señor de Plouguern, sin dejar de reír—, ¡mire usted qué devoción! El otro día estuvo a punto de sacarme los ojos porque al ver un ramo de boj en su alcoba le pregunté qué barría con aquella escobilla… ¡No llores más, chiquilla, que al buen Dios no le he roto nada!

—¡Sí, sí —exclamó ella—, le ha hecho usted daño!

Ya no le tuteaba. Con manos temblorosas acababa de recoger la cuenta de vidrio. Luego, entre redoblados sollozos, trató de arreglar la cruz, que limpiaba con la punta de los dedos como si hubiera visto el metal perlado de gotas de sangre. Entretanto, murmuraba:

—Es un regalo que me hizo el Papa la primera vez que fui a verle con mamá. Él me conoce mucho. Me llama «su bello apóstol», porque un día le dije que me gustaría morir por él… Es un rosario que me daba buena suerte. Ahora habrá perdido su virtud y atraerá al diablo…

—Vamos, dámelo —le interrumpió el señor de Plouguern—. Vas a lastimarte las uñas queriendo arreglar esto… La plata es dura, chiquilla…

Había tomado el rosario de nuevo y trataba de enderezar el brazo suavemente, procurando no romperlo. Clorinde ya no lloraba y seguía la acción con la mirada, muy atenta. Rougon adelantaba también la cabeza, con una sonrisa en los labios. Sus opiniones en materia religiosa eran deplorables, hasta el extremo de que la muchacha había estado dos veces a punto de romper con él, con motivo de bromas fuera de lugar.

—¡Cuerno! —decía a media voz el señor de Plouguern—. No tiene nada de tierno el buen Dios. Es que tengo miedo de partirlo en dos… Entonces tendrías un buen Dios de recambio, pequeña.

Hizo un nuevo esfuerzo y la cruz se rompió definitivamente.

—¡Ah, qué desgracia! —exclamó—. ¡Ah, se ha roto!

Rougon se puso a reír. Entonces, Clorinde, con la mirada extraviada y el rostro convulso, retrocedió mirándoles, y luego con los puños cerrados, empezó a golpearles furiosamente, como si pretendiera empujarles hacia la puerta, cubriéndoles, enloquecida, de improperios pronunciados en italiano.

—Nos pega, nos pega —repetía alegremente el señor de Plouguern.

—Éstos son los frutos de la superstición —dijo Rougon entre dientes.

El anciano dejó de bromear, súbitamente se quedó serio y, al ver que el gran hombre continuaba lanzando frases hechas sobre la nefasta influencia del clero, la deplorable educación de las mujeres católicas y la decadencia de Italia entregada al sacerdocio, afirmó secamente:

—La Religión da grandeza a los Estados.

—Cuando no los corroe como una úlcera —replicó Rougon—. La historia lo atestigua. Que el emperador no mantenga a raya a los obispos y pronto estará dominado por ellos.

Entonces fue el señor de Plouguern quien, a su vez, se enfadó. Habló de las convicciones de toda su vida. Sin religión, los hombres volvían al estado de brutos. Luego abogó por la gran causa de la familia. La época desembocaba en la abominación; jamás se había exhibido el vicio con más impudicia y nunca la impiedad había llegado a perturbar tanto las conciencias.

—¡No me hable de su Imperio! —terminó gritando—. ¡Es un hijo bastardo de la revolución…! ¡Ah, ya lo sabemos… su Imperio sueña con la humillación de la Iglesia! Pero aquí estamos nosotros, que no nos dejaremos degollar como corderos. Exponga algunas de sus doctrinas en el Senado, querido señor Rougon.

—¡Bah! No continúe —dijo Clorinde—. Si le sigue acosando acabará por escupir sobre Cristo. Es un condenado.

Rougon, agobiado, se inclinó, y se produjo un silencio. La muchacha buscaba sobre el entarimado el fragmento roto de la cruz. Cuando lo encontró, lo envolvió cuidadosamente con el rosario en un pedazo de periódico. Se había tranquilizado.

—¡Por cierto, chiquilla! —exclamó de pronto el señor de Plouguern—. Todavía no te he dicho a qué he subido. Tengo un palco en el Palais-Royal, para esta noche, y os invito.

—¡Qué padrino! —dijo Clorinde, a quien la satisfacción hizo recobrar los colores—. Esto animará a mamá.

Y le abrazó, para agradecerle «la molestia», según dijo. Luego se volvió sonriente hacia Rougon y le dijo con un mohín delicioso:

—Usted no me quiere; de otro modo, no me haría rabiar con sus ideas paganas. Cuando se burlan de mis creencias religiosas, me enfurezco y echaría a perder mis mejores amistades.

Luigi, entretanto, había arrimado el caballete a un rincón, comprendiendo que aquel día no podría acabar la oreja. Tomó su sombrero y fue a dar un golpecito en el hombro de Clorinde, para advertirle que se marchaba. Ésta le acompañó hasta el descansillo de la escalera y entornó la puerta tras de sí, pero la despedida fue tan ruidosa que desde la estancia pudo oírse un leve grito de la muchacha que se perdió en una risa ahogada. Cuando volvió a entrar, dijo:

—Voy a arreglarme, a menos que el padrino quiera llevarme así al Palais-Royal.

Todos celebraron la idea. El crepúsculo había caído. Cuando Rougon se retiró, Clorinde descendió con él, dejando solo al señor de Plouguern un instante, con el fin de ponerse un vestido. La escalera estaba ya totalmente oscura. Ella iba delante, sin decir palabra, con tal lentitud que se percibía el roce de la gasa con sus rodillas. Al llegar a la puerta de su habitación, avanzó en ella dos pasos antes de volverse. Él la había seguido. Por las dos ventanas penetraba una difusa luz que iluminaba vagamente el lecho sin hacer, la jofaina olvidada y el gato, que seguía durmiendo sobre un montón de ropa.

—¿No me guarda rencor? —insistió en voz baja, mientras le tendía las manos.

Él juró que no. Había cogido sus manos y fue subiendo a lo largo de los brazos, hasta llegar a los codos, donde apartó suavemente el encaje negro, para avanzar sus dedos sin causar deterioros. Ella levantó levemente los brazos, como deseosa de facilitarle la labor. Estaban a la sombra del biombo y ni siquiera se veían los rostros. En medio de aquella habitación de aire viciado, que le sofocaba un poco, Rougon reconoció de nuevo aquel aroma áspero y dulce que poco antes le embriagó. Cuando sus manos rebasaron los codos se volvieron brutales obligando a huir a Clorinde, quien a través de la puerta, que había quedado abierta tras ellos, gritó:

—¡Antoniette! ¡Trae luz y dame el vestido gris!

Cuando Rougon se encontró en la avenida de los Campos Elíseos, se detuvo un momento, aturdido, para respirar el aire fresco que soplaba desde las alturas del Arco de Triunfo. La avenida, vacía de coches, iba encendiendo, una a una, sus luces de gas, que con su pálida claridad parecían salpicar la oscuridad como un centelleante reguero. Se sentía confuso y se pasó las manos por la cara.

—¡Oh, no! —dijo en voz alta—. ¡Sería demasiado estúpido!