I
EL REINO DE LOS CIELOS
1
En las gargantas de cobre y cartón destartalado de los parlantes de los taxis errabundos como perros, propagándose paciente pero irrevocable como la chispa de una mecha tan extensa como el tiempo que separaba la medianoche del crepúsculo; en el ronquido trémulo de los camiones de basura; en el temor apocalíptico que sembraba la inexplicable demora de la salida de los diarios, cuyo retraso auguraba titulares tamaño catástrofe que nadie sabía aún qué fatalidad habrían de anunciar; en la noche larga y tormentosa de los insomnes; en la cándida placidez de los durmientes; en el enigmático alboroto nocturno de palomas que volaban en bandadas despavoridas, desorientadas, de aquí para allá, de cúpula en cúpula, como si escucharan las trompetas del anuncio del fin de todos los fines; en los cuellos de animal antediluviano de los semáforos, cuyos impares ojos verticales y contrahechos enloquecieron, parpadearon epilépticos de rojo a verde hasta quedarse en el amarillo intermitente de la más profunda ceguera; en las bocas desdentadas, hediondas y atónitas de las alcantarillas; en la vigilia vacilante de los carteles de neón que de pronto fulguraron e inmediatamente se extinguieron como estrellas, todos a una vez, dejando nubes de insectos huérfanos de luz; en el vuelo torpe y angular de los murciélagos que, confundidos por la etérea invasión de las señales satelitales y la profusión de frecuencias antagónicas, se estrellaban contra las campanas de la catedral haciéndolas doblar como si estuviesen animadas por abades invisibles y agoreros; en las carteras ya irremediablemente vacías de las putas que, desanimadas, iban abandonando la parada oscura de la recova de la estación desmintiendo aquel apotegma sobre la gran orgía del fin del mundo; en la incredulidad de las almas castigadas que habitaban las borracherías vecinas al puerto; en la indiferencia de los desesperados, de los que no tenían nada más que perder; en el súbito y temprano alboroto de las cárceles y los manicomios; en la lluvia oblicua de los televisores traicionados por el sueño; sobre los techos de fiesta necrológica de las ambulancias; en el tronar de cilindros desnudos de los motorizados; en el peso del cielo que podía mensurarse en kilohertzios de información imprecisa y contradictoria; en preguntas que volaban de antena en antena y cuyas respuestas jamás bajaban al reino de los mortales; en cumulus nimbus hechos de megavatios que presagiaban la tormenta del final; en el ulular de las sirenas; en los corazones palpitantes de intriga; en la ciudad indefensa bajo un cielo negro que se cernía como un ultimátum, algo todavía indecible habría de ser anunciado.
2
La ciudad amaneció alfombrada de palomas y murciélagos muertos. Las calles estaban desiertas y los negocios no habían abierto. Eran las nueve de la mañana y los diarios continuaban ausentes. Las radios emitían el mismo, silencio asmático en toda la circunferencia del dial. Los televisores seguían lloviendo a cántaros esa misma nada oblicua que anegaba los ánimos suplicantes de noticias. Los teléfonos, inútiles, no hacían otra cosa que dar la hora con la compulsión irrebatible de los locos, como si aquella, la hora, fuese la única evidencia cierta en este mundo.
Necesitábamos, aunque más no fuera, un rumor. Pero un silencio supersticioso se fue anudando a nuestras gargantas como una boa lenta e implacable. Nacida de un acuerdo unánime pero impronunciable, en todos nosotros se había instalado una sola y arbitraria certeza: el anuncio llegaría a las diez en punto de la mañana.
Fue la noche más larga y más sombría. En los almanaques y las efemérides, en las crónicas conmemorativas y en las letras fileteadas de los camiones, en las épicas elementales de los discursos de los actos escolares y en el dorso de los sobres de azúcar, en la última página de los diarios y en el bronce de las placas alusivas, para siempre habríamos de recordar esa fecha como Jueves de Agripina.
En efecto, nadie había dormido. Íbamos y veníamos como apóstoles en vísperas de la Resurrección. Esperábamos, nadie sabía qué, con el desasosiego de quien aguarda el Final Veredicto, como si alguien hubiese anunciado el Segundo Regreso para aquella misma noche de diciembre. Algunos combatíamos el péndulo del agobio con café o anfetaminas, otros invocábamos la calma con infusiones de hojas de tilo o, llegado el caso, a fuerza de benzodiazepinas. El humo de los cigarrillos trepaba morosamente en aquel aire espeso que, a duras penas, se cortaba con las aspas de los ventiladores, íbamos y veníamos como tigres enjaulados. Como patéticos fantasmas enfundados en piyamas, nos asomábamos a las ventanas sin encontrar otra respuesta diferente del semblante pasmado del vecino, idéntico a nuestra propia consunción.
3
A las diez en punto de la mañana las pantallas dejaron de llover y se despejaron, diáfanas, en el arco iris de las barras de sintonía. Entonces sí, sobre el pequeño horizonte, se alzó el sol del escudo, que poco a poco se fue fundiendo con el primer plano de los Ojos de la Patria, con aquella Mirada Serenísima que venía para traernos la luz, para componer el orden natural de las cosas. La ciudad exhaló un suspiro tibio. La cámara se alejó hasta develar la sonrisa del Presidente hecha de labios de madre, dientes de padre y lengua ardiente de amante. Sin embargo, en aquellos ojos transparentes, rasgados por la estirpe de Oriente pero hechos con el azul cristiano del mediterráneo, en su tez de príncipe moro empalidecida ahora por un sino inescrutable, en aquella sonrisa pía, mezcla de Gioconda y Zorzal Criollo, algo oscuro estaba escrito.
La muerte nos conmovía. Quisimos engañarnos en la creencia de que un nuevo y trágico óbito había vuelto a enlutar a la familia presidencial. Y pese a todo el dolor que aquella conjetura nos provocaba, en ella encontrábamos el consuelo que morigeraba el fantasma de un anuncio aún más amargo. Nos habíamos acostumbrado a La Muerte. Como con Él no podía, La Muerte se había ensañado con la familia presidencial. Desde Su asunción, La Parca había blandido la guadaña sin pausa, diezmando la progenie del Primer Mandatario con tal ferocidad que el mausoleo familiar tuvo que ser convertido en un edificio mortuorio de diez pisos donde cohabitaban los mártires, dispuestos todos por fin en armoniosa y pacífica coexistencia. Y como la muerte nos conmovía, a cada nuevo guadañazo asestado a la familia presidencial, en la misma medida que se iba poblando la necrópolis vertical se acrecentaba nuestra compasión, que pronto se transformaba en veneración para con Su desventurada persona.
El Presidente siempre daba sus discursos rodeado de su gente más cercana: ministros y secretarios, consejeros y consejeros de los consejeros, consultores y asesores, peluqueros, valets, modistos, magistrados amigos y allegados, ministros de la Corte de Justicia y caddies, actrices y futbolistas y, por supuesto, la familia presidencial en su totalidad o, al menos, lo que de ella iba quedando. Albergábamos la mezquina esperanza de que una nueva muerte nos sería anunciada. Pero conforme la cámara ampliaba el plano, en la misma proporción y a medida que iban apareciendo en la pantalla cada uno de los miembros que como una gran familia constituían el entorno presidencial, nuestros corazones se llenaban de una mezcla de desazón y júbilo nacido del incumplimiento de nuestros negros augurios. No faltaba ninguno. La cámara volvió a concentrarse en el primer plano del Excelso Rostro. El Primer Mandatario se dispuso a hacer el enigmático anuncio que, sospechábamos, habría de ser fatídico.
4
Sin embargo, el Presidente no habló. Una congoja como nunca había mostrado se le enredaba en la garganta y le azogaba la glotis en un temblor apenas perceptible. Un agobio infinito le pesaba en los párpados como un lastre pertinaz. Y, pese a todo, nos guardaba compasión. Nos miraba con unos ojos hechos de misericordia y estoicismo. Hizo un esfuerzo por hablar pero no pudo. No hizo falta. Entendimos todo de inmediato.
Uno a uno fuimos ganando la calle. No hubo invocaciones ni llamados grandilocuentes. La misma y espontánea idea se había adueñado de nuestras voluntades. Como convocados por un imán invisible que cantara desde el alminar más alto de una mezquita incorpórea, en silenciosa multitud, desde los puntos más distantes, bordeábamos el río, cruzábamos los puentes, nos concentrábamos en las avenidas y, guiados por un mismo propósito, llegábamos hasta la plaza. Veníamos desde los villorrios más miserables del sur y desde los cresos barrios del norte. Enfermos, nos levantábamos de las camas de los hospitales; marchando junto con los carceleros, salíamos los presos de los calabozos; conducidos por el lazarillo de la desesperación, con paso seguro, caminábamos los ciegos y con paso impar andábamos los inválidos. Llegábamos desde las ciudades vecinas y desde el campo, veníamos en peregrinaciones de a pie, adocenados en las cajas de los camiones, en los estribos de los tractores hasta donde alcanzara el combustible y así nos íbamos formando en infinitas procesiones a lo largo de rutas y autopistas.
Caminábamos en silencio. No nos animaba el espíritu unánime que gobierna a las turbas enardecidas, ni el arrebato heroico que se forja en el crisol de las puebladas diluyendo las fronteras que separan al uno del prójimo. Al contrario, nos movía un miedo miserable, una inconfesable cobardía que nos impedía mirarnos a los ojos. Marchábamos a la plaza, recelosos del vecino, como una procesión de tullidos avarientos que fueran a disputarse la curación milagrosa de un santo, aun a costa de pisarnos y aplastarnos los unos a los otros.
Había caído la noche. La multitud era un río quieto y silencioso que colmaba la plaza, se extendía en un largo brazo hacia el poniente hasta el final de la avenida, formaba un vasto embalse sobre los parques del Parlamento, volvía a bajar por las dos diagonales laterales que convergían en la explanada de la Casa de Gobierno y se ramificaba en la periferia según los caprichos de la planimetría del Barrio Viejo. El resto de la ciudad era un desierto. Las puertas y ventanas de las casas habían quedado abiertas. Si alguien hubiese querido saquear la ciudad entera, no le habría demandado más esfuerzo que tomar lo que quisiera, con la misma facilidad con que se arranca un racimo de la vid. Pero todos, incluidos los cortabolsas, rateros y punguistas, estábamos en la plaza.
No hubo gritos fervorosos ni cánticos multitudinarios. No se entonaron himnos emotivos ni loores. No se agitaron banderas ni oriflamas ni pancartas. Reinaba un silencio sólido hecho de intriga y secreto desconsuelo. Éramos no más que una suma de almas incapaces de fundirse unas con otras.
Aquel mutismo se había convertido en una súplica infinitamente más elocuente que el clamor más estentóreo. El silencio era tal que, a las diez en punto de la noche, todos pudimos escuchar el ínfimo chirrido de la celosía del balcón presidencial. El aliento general se cortó como si de pronto la tierra se hubiese abierto debajo de nuestros pies dejándonos al borde de un abismo negro e interminable. Vimos cómo se corría la persiana y, después de un segundo de incertidumbre, el Presidente salía al balcón envuelto en un cono de luz plateada. Se acodó sobre el barandal, apoyó el mentón sobre el puño y así se quedó como lo haría un parroquiano en el estaño de la barra de un bar. Tenía una expresión descompuesta. Nos miraba como si fuésemos un viejo barman. Era la actitud de un borracho a punto de confesarse frente a un confidente circunstancial. Llevaba el botón de la camisa desabrochado, y la corbata desanudada le colgaba sobre las solapas del saco. Sonrió con la mitad de la boca, se frotó los ojos enrojecidos y cansados, hizo un gesto de resolución y, cuando todos esperábamos que fuera a hablar, dio un salto corto y ágil y se trepó a la balaustrada del balcón. La multitud lanzó un alarido unánime que fue inmediatamente sofocado por el terror. De pie sobre la estrecha baranda, las puntas de los zapatos al borde del vacío, el Primer Mandatario hacía equilibrio sin dejar de mirarnos. No nos atrevíamos a respirar siquiera. Elevó la mirada al cielo, cerró los ojos, se persignó y, sin que pudiéramos hacer otra cosa más que gritar y tomarnos la cabeza, el Presidente saltó al vacío.
5
Ante nuestros ojos espantados, el Presidente caía desde las alturas del Palacio de Gobierno como un peso muerto, paralelo al muro y muy cerca de las agudas salientes que formaban las molduras y las cornisas. A la altura del frontispicio que coronaba el pórtico, tumultuosamente giró sobre su eje ventral, quedó perpendicular a la pared y, en el momento mismo en que estaba por estrellarse contra los macizos canteros de la explanada, detuvo su caída en el aire como si estuviese sujeto por hilos invisibles. Muy cerca de nuestras cabezas, el Presidente levitó con los brazos y las piernas extendidas cual si estuviera recostado sobre una hamaca. Entonces retomó altura, hizo un trompo en el aire y, en un vuelo recto y veloz, alcanzó la cúpula de la catedral. Voló en torno al pararrayos describiendo una leve espiral ascendente. A su paso junto a la hilera de colosos que sostenían el arquitrabe del Banco Nacional, congregó con el índice extendido una bandada de palomas que lo flanquearon hasta el campanario del municipio. Volaba en torno a las siete campanas, iba rápidamente de las unas a las otras, haciéndolas doblar con su volátil humanidad, como un Quasimodo apolíneo, grácil, gaseoso. Con la levedad de un ángel movía los pesados badajos como si pulsara las cuerdas de una lira: tocó la introducción del Himno Nacional, las primeras notas de la «Zamba de mi esperanza» y el estribillo, en versión celestial, de «A mi manera». Con los cabellos al viento planeó serenamente sobre los techos del Ministerio de Hacienda, descendió a pique cerca de las terrazas del Hilton, hizo un looping sobre los silos del puerto y en una maniobra vertiginosa voló, rasante y veloz, sobre nuestras azoradas cabezas, de ida y de vuelta, frenéticamente. Ascendió hasta el centro de la plaza y, lentamente, se dirigió hasta el balcón donde el gabinete en pleno lo miraba levitar frente a sus estupefactas narices.
Fluctuando en torno a los floridos canteros del balcón como lo haría un colibrí, el Presidente extendió la diestra señalando al Ministro de Asuntos Exteriores y con un leve cabeceo lo invitó a sumarse a su danza aérea. El Ministro lo miraba aterrado, inmóvil y pálido. Pero sabía que era una orden. Nadie jamás se había atrevido a discutir una orden del Presidente. Entonces le dimos ánimos con una ovación ensordecedora. Rompimos en aplausos cuando vimos al Ministro intentar treparse sobre la baranda. Se movía torpe y pesadamente como una morsa enfundada en un traje dos números menor que su inabarcable talle. Con la ayuda del resto del gabinete, finalmente hizo pie en la balaustrada. Estaba paralizado de miedo. El Presidente le dio confianza haciendo unos movimientos delfinescos sobre su cabeza y volvió a invitarlo con un gesto paternal. El Ministro cerró los ojos y por fin saltó. Contra su propia convicción, el canciller flotaba en el aire suspendido a no menos de veinte metros del suelo. Intentó un vuelo hacia el Presidente. Pero, todavía inexperto, volaba tosco y desmañado con una actitud semejante a la de un pichón de pato que por primera vez se arrojara a una laguna y quisiera nadar. Rugíamos de júbilo, extendíamos los brazos al cielo, llorábamos de emoción. El Presidente tomó al Ministro de la mano y lo condujo hasta una altura tal que ya casi no podíamos distinguir sus siluetas recortadas contra el cielo nocturno. Por propia iniciativa o bien incitados por todos nosotros, el resto de los ministros, uno a uno, fueron saltando desde el balcón. Extasiada y presa de un desborde de euforia incontrolable, la Ministra de Salud, siempre circunspecta y a quien jamás habíamos visto siquiera sonreír, sobrevolaba ahora el torso desnudo del coloso que sostenía el globo en la cúspide del edificio del diario El Universal. A su paso palmeaba los glúteos del gigante de bronce a la vez que, con una lascivia desconocida, revolvía la lengua entre las comisuras de sus labios. El Secretario de Minoridad, aquel que había solazado la infancia de todos nosotros desde la pantalla cuando integraba la troupe de Los Colosos de la Lucha representando el papel de El Gran Mogol, revoloteaba haciendo cabriolas de cachacascán, llaves Doble Nelson y tomas de tijera a un imaginario contrincante volador. Aullábamos de felicidad. Los Ministros se tomaban de las manos, formaban figuras e improvisaban coreografías en el cielo. Incluso aquellos funcionarios a quienes suponíamos irreconciliablemente enemistados, volaban ahora en acompasado ballet. La última en saltar fue nuestra Primera Dama, María de los Perros Amor. Se había quedado sola en el balcón mirando el celestial espectáculo con unos ojos hechos de melancolía. Sabíamos que, desde hacía algún tiempo, las cosas entre Ellos no estaban demasiado bien. El fantasma del divorcio presidencial nos había robado el sueño durante la época de la primera gran crisis, cuando estuvieron a punto de llamarnos a plebiscito —no vinculante— para conocer nuestra opinión, por Sí o por No, frente a la pregunta «¿Aprueba el Soberano la posibilidad de Divorcio del Jefe de Estado?». Nada nos conmovía más que sentirnos Soberanos con voz y voto. Por eso estallamos en indignación cuando la oposición objetó los términos de la consulta; con una malicia infinita intentó que se reemplazara la palabra Soberano por ciudadano y divorcio por separación, ya que, según decían, no estaban Ellos legalmente casados. María de los Perros Amor había sido el blanco dilecto de las infamias más encarnizadas de la oposición: impugnaban su pasado de cantante de boleros, la acusaban de oportunismo, publicaban solicitadas en los diarios censurando su vestuario y hasta habían osado insinuar que desafinaba en las notas altas. Igual que las comadres de barrio, la oposición hizo lo imposible por encender los rescoldos de la primera gran crisis para alejarlos definitivamente. Pero ahora, teniéndonos a nosotros como testigos, María de los Perros Amor no podía disimular un mohín de arrobamiento mientras Lo veía volar con el garbo de un Valentino alado. En todo esto pensábamos, cuando el Presidente hizo un descenso en picada, a su paso arrancó una azucena de los maceteros de la terraza del edificio de La Puntual de Seguros y, con la prestancia de un torero del aire, se posó sobre la balaustrada del Balcón, tomó por la cintura a la Primera Dama y, juntos, emprendieron un ascenso beatífico, olímpico, celestial, sereno. Se miraban con la pasión de los enamorados. Entonces, labio contra labio, María de los Perros Amor entonó las primeras estrofas de «El Reloj». Rompimos en una ovación quebrada por el sobrecogimiento y la emoción. No habíamos escuchado la dulce voz de la Primera Dama desde que había perdido el habla después de la muerte de su hijo. Seguíamos la letra moviendo apenas los labios para no deshacer el ensalmo de embriaguez. Bailaban recortados contra la luna, rodeados por el séquito aéreo de ministros y secretarios que sonreían, sixtinos, cual querubines.
Tardamos en darnos cuenta de que en aquella magnífica gala empírea faltaba alguien. Algunos de nosotros pudimos adivinar su sombra en el lugar más oscuro del balcón. Se hubiera dicho que el Secretario de Finanzas, el doctor Orestes Morse Santagada, permanecía oculto tras las celosías. Y creímos ver, en la diminuta lumbre de sus ojos que fulguraban en la penumbra, el brillo malicioso del rencor. Cuando volvimos a mirar, el Secretario se había perdido en la negrura del despacho.
Fuimos felices. Quizá por última vez. Nos habíamos olvidado del pasado y sospechábamos entonces, mientras mirábamos aquel fresco viviente, un porvenir venturoso. ¿Qué iban a decir ahora los gobernantes extranjeros, qué iban a decir las decadentes monarquías nórdicas, que, llenas de fastos y de ínfulas presuntamente civilizadoras, eran incapaces de elevarse un milímetro del suelo? ¿Qué iban a hacer ahora con sus fraguados informes sobre sobornos, cohecho, untos, dádivas, retribuciones y otras descabelladas patrañas urdidas quién sabe con qué oscuros propósitos? ¿Con qué autoridad iban a denunciar ahora supuestos asesinatos políticos y crímenes de silencio? ¿Con qué argumentos iban a disimular la envidia que les provocaba el hecho de que nuestra moneda fuera más fuerte, más valiosa y más codiciada que sus míseras coronas? Las infamias habían sido tantas y tan desproporcionadas que hasta la oposición se mostró indignada. ¿Con qué descaro habrían de meter ahora sus narices en nuestros propios asuntos? Si hasta querían las cabezas de nuestros ancianos dictadores como si fuésemos incapaces de administrarnos justicia. Como ni siquiera habían podido tener sus propios tiranos, querían juzgar a nuestros asesinos que, no por asesinos, dejaban de ser nuestros.
Aquella noche de diciembre fuimos felices. Siempre habíamos conservado la ilusión de que Él era uno más entre nosotros. Tan próximo y elemental, era, en verdad, parte de nuestra cotidiana existencia. Y aun así, viéndolo volar magnánimo, augusto e inalcanzable, seguía siendo tan simple como el más simple de nosotros. Jamás lo llamábamos por su nombre. En su largo —y por momentos tortuoso— camino hacia la celebridad fue ganando apodos de amigos y enemigos. Lo conocimos como El Chivo, El Chino, La Gamba, La Chancha, El Alemán, La Garza, El Japo, Nipón, El Bosta, Nazo, El Doscincuentaytré, El Ñato, Cabeza de Turco, Cabeza, El Flaco, Ifigenia, Condorito, El Gordo Leo, La Gorda, Papito, El Papi, El Lechu, Lechuguita, El Mugre, Oldsmugre, Pitecantropus, El Pite, Piter, Piterpán, Pete, El Capanga, El Gato, Gato Capón, Capón, El Capo, Brígida, Santa Brígida, La Serenísima, El Leche, Queso, Buche, Tucán, La Nena, El Negro, Vieja del Agua, La Vieja, Cabeza de Naipe, Cabeza de Pija, El Sordo, Cantimpalo, Boga, Ana Bolena, Enrique Octavo, Locura, Locura de Dios, Batata, El Pelado, Porra, Peluca, Huevo, Jamón, El Mono, Pie Plano, Hueso, El Monje, La Manuela, Paja, El Preso, Soronga, La Pepa, El Cangrejo, Bigote, La Turca, Cabeza de Yunque; pero desde Su ascenso a la presidencia todos le decíamos Madre de Dios o Madre, a secas.
Aquella lejana noche de verano fuimos felices por última vez. Cuando las campanas de la catedral marcaron las doce en punto de la noche, sucedió lo que nadie esperaba. Hubiésemos querido que aquella coreografía celestial no cesara nunca. Y quizá no haya cesado. Quién puede saberlo. Lo cierto es que cuando todavía reverberaba la última campanada, el Presidente quedó suspendido en el aire, nos miró desde el cielo como un Cristo, extendió los brazos convocando a sus ministros, hizo una prolongada reverencia y, flanqueado por su leal séquito, tomó de la mano a la Primera Dama, María de los Perros Amor, y comenzó un lento vuelo hacia el poniente. Nuestras cabezas giraban haciendo una ola humana a su paso. Ellos volaban en línea recta, cada vez más y más alto como una bandada de golondrinas. No quisimos entender lo evidente. Los vimos alejarse más allá de la plaza, más allá de la cúpula del parlamento hasta convertirse en un punto que acabó por fundirse para siempre con la línea nocturna del horizonte.
Nunca más, hasta Su segunda vuelta, habríamos de volver a verlo.